Mt 17, 1-9 – La transfiguración (Mt)
/ 12 marzo, 2017 / San MateoTexto Bíblico
1 Seis días más tarde, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. 2 Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. 3 De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. 4 Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». 5 Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».
6 Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. 7 Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis». 8 Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. 9 Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Sermón: Mostró en su carne mortal la gloria de la inmortalidad
«Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo» (Mc 9,3)Sobre la transfiguración del Señor: PL 207, 778-780
PL
Aquel que —aun permaneciendo intacta la gloria de su divinidad— llevaba realmente la debilidad de nuestra naturaleza humana pudo mostrar en su carne mortal la gloria de la verdadera inmortalidad. Y el que después de su resurrección pudo mostrar las cicatrices de las llagas en su cuerpo glorificado, con el mismo poder ha querido mostrar en su carne, todavía sujeta al dolor, la gloria de la resurrección.
Así pues, en la misma glorificación, conservaba siempre la capacidad de padecer el que, en medio de la debilidad de nuestra naturaleza mortal, era absolutamente inmortal. Pero no debemos pasar por alto el hecho de que, en esta transfiguración, la futura glorificación del cuerpo no se manifestó en su plenitud, sino de manera limitada. En efecto, la glorificación del cuerpo consta de cuatro cualidades: claridad, agilidad, sutileza e inmortalidad. Aquí el Señor sólo apareció glorificado en cuanto a la claridad; demostró, en cambio, la futura sutileza de los cuerpos cuando se apareció a sus discípulos entrando con las puertas cerradas; y la agilidad, cuando anduvo sobre las aguas a pie enjuto.
Su rostro resplandeció como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De esta forma mostró en sí mismo aquel esplendor que un día comunicará a los justos. Dice efectivamente la Escritura: Los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. Lo que ciertamente sucederá cuando Cristo transforme nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa. El evangelista compara el Sol de justicia con el sol natural, pues entre los elementos de la creación no existe criatura alguna que tan significativamente exprese a Cristo, quien con el esplendor de su gloria, de tal modo supera el fulgor del sol y de la luna cuanto el Creador debe superar a la criatura. Y si el trono de Cristo es parangonado con el sol, según lo que dice el Padre por el profeta: Su trono como el sol en mi presencia, ¿cuánto más brillante que el sol no será el rostro del que está sentado en el trono? El es el sol del que dice el profeta: Ya no será el sol tu luz en el día, ni te alumbrará la claridad de la luna; será el Señor tu luz perpetua. Su esplendor es superior a cualquier esplendor y belleza.
Es lo que leemos en el profeta Isaías, inspirado por el Espíritu Santo: La Cándida se sonrojará, el Ardiente se avergonzará, cuando reine el Señor de los ejércitos en el monte Sión, glorioso delante de su senado. Las vestiduras de Cristo son sus fieles, que se revisten de Cristo y son revestidos por Cristo, como afirma el Apóstol: Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo, os habéis revestido de Cristo. Y así, lavados por Cristo mediante el baño del segundo nacimiento, superarán en blancura al resplandor de la nieve, como dice también el profeta: Lávame: quedaré más blanco que la nieve.
Uso Litúrgico de este texto (Homilías)
Tiempo de Cuaresma: Domingo II (Ciclo A):
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San León Magno, papa, Sermón 51, 3-4.8
(PL 54, 310-311.313)
La ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo
El Señor puso de manifiesto su gloria ante los testigos que había elegido, e hizo resplandecer de tal manera aquel cuerpo suyo, semejante al de todos los hombres, que su rostro se volvió semejante a la claridad del sol y sus vestiduras aparecieron blancas como la nieve.
En aquella transfiguración se trataba, sobre todo, de alejar de los corazones de los discípulos el escándalo de la cruz, y evitar así que la humillación de la pasión voluntaria conturbara la fe de aquellos a quienes se había revelado la excelencia de la dignidad escondida.
Pero con no menor providencia se estaba fundamentando la esperanza de la Iglesia santa, ya que el cuerpo de Cristo, en su totalidad, podría comprender cuál habría de ser su transformación, y sus miembros podrían contar con la promesa de su participación en aquel honor que brillaba de antemano en la cabeza. A propósito de lo cual había dicho el mismo Señor, al hablar de la majestad de su venida: Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. Cosa que el mismo apóstol Pablo corroboró, diciendo: Sostengo que los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá; y de nuevo: Habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en gloria.
Pero, en aquel milagro, hubo también otra lección para confirmación y completo conocimiento de los apóstoles. Pues aparecieron, en conversación con el Señor, Moisés y Elías, es decir, la ley y los profetas, para que se cumpliera con toda verdad, en presencia de aquellos cinco hombres, lo que está escrito: Toda palabra quede confirmada por boca de dos o tres testigos.
¿Y pudo haber una palabra más firmemente establecida que ésta, en cuyo anuncio resuena la trompeta de ambos Testamentos y concurren las antiguas enseñanzas con la doctrina evangélica?
Las páginas de los dos Testamentos se apoyaban entre sí, y el esplendor de la actual gloria ponía de manifiesto, a plena luz, a aquel que los anteriores signos habían prometido bajo el velo de sus misterios; porque, como dice san Juan, la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo, en quien se cumplieron, a la vez, la promesa de las figuras proféticas y la razón de los preceptos legales, ya que, con su presencia, atestiguó la verdad de las profecías y, con su gracia, otorgó a los mandamientos la posibilidad de su cumplimiento.
Que la predicación del santo Evangelio sirva, por tanto, para la confirmación de la fe de .todos, y que nadie se avergüence de la cruz de Cristo, gracias a la cual el mundo ha sido redimido. Que nadie tema sufrir por la justicia, ni desconfíe del cumplimiento de las promesas, porque por el trabajo se va al descanso, y por la muerte se pasa a la vida; pues el Señor echó sobre sí toda la„debilidad de nuestra condición, y, si nos mantenemos en su amor, venceremos lo que él venció y recibiremos lo que prometió.
En efecto, ya se trate de cumplir los mandamientos o de tolerar las adversidades, nunca debe dejar de resonar en nuestros oídos la palabra pronunciada por el Padre: Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto; escuchadlo.
San Juan Damasceno, Homilía sobre la Transfiguración : PG 96, 545
«Este es mi Hijo amado»
Hoy, es el abismo de la luz inaccesible. Hoy, sobre el Tabor, la efusión infinita del resplandor divino brilla ante los apóstoles. Hoy Jesucristo se manifiesta como maestro de la Antigua y de la Nueva Alianza… Hoy sobre el Tabor, Moisés, el legislador de Dios, el padre de la Antigua Alianza, asiste como un servidor, a su maestro, Cristo, el dador de la Ley. Y reconoce su designio al que lo había iniciado en el pasado por prefiguración; esto es lo que significa, en mi opinión, «ver a Dios de espalda» (Ex 33,23). Ahora ve claramente la gloria de la divinidad, «albergado en la ranura de la roca» (Ex 33,22), pero «esta roca era Cristo» (1Co 10,4), como Pablo lo ha enseñado expresamente: el Dios encarnado, Verbo y Señor…
Hoy el padre de la Nueva Alianza, que había…proclamado a Cristo como Hijo de Dios diciendo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16), ve al padre de la Antigua Alianza, que se mantiene cerca del donante de la una y otra, y que le dice: «He aquí El que es. He aquí, entonces, del que he dicho que surgirá un profeta (Ex 3,14; Dt 18,15; Hch 3,22) – como yo, en cuanto hombre y como jefe del nuevo pueblo pero por encima de mí y de toda criatura, que dispone para mí y para ti, los dos alianzas, la Antigua y la Nueva»…
Venid pues, ¡obedezcamos a David el profeta! ¡Cantemos a nuestro Dios, cantemos a nuestro Rey, cantemos! «El es el Rey de toda la tierra» (Sal. 46,7-8). Cantemos con sabiduría; cantemos con alegría… Cantemos también al Espíritu «que lo sondea todo, incluso las profundidades de Dios» (1Co 2,10), veamos, en esta luz del Padre, que es el Espíritu iluminando todas las cosas, la luz inaccesible, el Hijo de Dios. Hoy se manifiesta lo que los ojos de carne no pueden ver: un cuerpo terrestre irradiando esplendor divino, un cuerpo mortal rebosando la gloria de la divinidad… Las cosas humanas pasan a ser las de Dios, y las divinas las de los humanos.
San Efrén, diácono, Opera Omnia, p. 41
«Este es mi Hijo muy amado»
Simón-Pedro dice: «¡Señor, es bueno estar aquí!» ¿Qué dices, Pedro? Si permanecemos aquí, ¿quién realizará las predicciones de los profetas? ¿Quién sellará las palabras de los heraldos? ¿Quién llevará hasta su término los misterios e los justos? Si permanecemos aquí ¿en quién se cumplirán estas palabras:«Han atravesado mis manos y mis pies»? ¿En quién se cumplirán estas palabras: «se han repartido mis vestiduras, han echado a suertes mi túnica»? (Ps 21,17.19; Jn 19,24) ¿Quién realizará el anuncio del salmo: «Por alimento, me dieron hiel y para mi sed, me dieron vinagre» ? (68,22; Mt 27,34; Jn 19,29) ¿Quién vivirá la expresión: «Libre entre los muertos» ? (Ps 87,6 hbr) ¿Cómo se ejecutarán mis promesas, cómo se construirá la Iglesia?
Y Pedro dice aún: «Hagamos aquí tres tiendas, una para ti, una para Moisés, una para Elías». Enviado para construir la Iglesia en el mundo, Pedro quiere levantar tres tiendas en la montaña. No ve aún a Cristo más que como hombre, lo pone a la par de Moisés y Elías. Pero Jesús le muestra pronto que no había necesidad de tienda. Era Él quien durante 40 años, había levantado una tienda para los Padres, una tienda de nube cuando permanecieron en el desierto (Ex 40,34).
«Hablaban aún, y he aquí que una nube luminosa les cubrió con su sombra». ¿La ves, Simón, esta tienda levantada sin esfuerzo? Destierra el calor, sin conllevar tinieblas, tienda brillante y resplandeciente. Mientras que los discípulos se extrañaban, una voz venida del Padre se hace oír en la nube: «¡Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias, escuchadle!»… El Padre enseñaba a los discípulos que la misión de Moisés estaba cumplida: en adelante es el Hijo a quien deberán escuchar. El Padre, en la montaña revelaba a los apóstoles lo que les quedaba oculto: «El que es» revelaba «El que es» (Ex 3,14), el Padre hacía conocer a su Hijo.
San Juan Pablo II, papa
Mensaje Cuaresma 2011, n. 2
[…] El Evangelio de la Transfiguración del Señor pone delante de nuestros ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la divinización del hombre. La comunidad cristiana toma conciencia de que es llevada, como los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan «aparte, a un monte alto» (Mt 17, 1), para acoger nuevamente en Cristo, como hijos en el Hijo, el don de la gracia de Dios: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle» (v. 5). Es la invitación a alejarse del ruido de la vida diaria para sumergirse en la presencia de Dios: él quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra en las profundidades de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal (cf. Hb 4, 12) y fortalece la voluntad de seguir al Señor.
Carta Apostólica Orientale Lumen
Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz(Mt 17, 2)
En Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, se revela la plenitud de la vocación humana: para que el hombre se convirtiera en Dios, el Verbo asumió la humanidad. El hombre, que experimenta continuamente el gusto amargo de su límite y de su pecado, no se abandona a la recriminación o a la angustia, porque sabe que en su interior actúa el poder de la divinidad. La humanidad fue asumida por Cristo sin separación de la naturaleza divina y sin confusión, y el hombre no se queda solo para intentar, de mil modos a menudo frustrados, una imposible ascensión al cielo: hay un tabernáculo de gloria, que es la persona santísima de Jesús el Señor, donde lo humano y lo divino se encuentran en un abrazo que nunca podrá deshacerse: el Verbo se hizo carne, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado. Él vierte la divinidad en el corazón enfermo de la humanidad e, infundiéndole el Espíritu del Padre, la hace capaz de llegar a ser Dios por la gracia.
Pero si esto nos lo ha revelado el Hijo, entonces nos ha sido otorgado acercarnos al misterio del Padre, principio de comunión en el amor. La Trinidad santísima se nos presenta entonces como una comunidad de amor: conocer a ese Dios significa sentir la urgencia de que hable al mundo, de que se comunique; y la historia de la salvación no es más que la historia del amor de Dios a la criatura que ha amado y elegido, queriéndola «según el icono del icono» -como se expresa la intuición de los Padres orientales-, es decir, creada a imagen de la Imagen, que es el Hijo, llevada a la comunión perfecta por el santificador, el Espíritu de amor. E incluso cuando el hombre peca, este Dios lo busca y lo ama, para que la relación no se rompa y el amor siga existiendo. Y lo ama en el misterio del Hijo, que se deja matar en la cruz por un mundo que no lo reconoció, pero es resucitado por el Padre, como garantía perenne de que nadie puede matar el amor, porque cualquiera que sea partícipe de ese amor está tocado por la Gloria de Dios: este hombre transformado por el amor es el que los discípulos contemplaron en el Tabor, el hombre que todos nosotros estamos llamados a ser.
Rosarium Virginis Mariae (16-10-2002), n. 9-10
Contemplar a Cristo con María
Un rostro brillante como el sol
9. «Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol» (Mt 17, 2). La escena evangélica de la transfiguración de Cristo, en la que los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan aparecen como extasiados por la belleza del Redentor, puede ser considerada como icono de la contemplación cristiana. Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en el camino ordinario y doloroso de su humanidad, hasta percibir su fulgor divino manifestado definitivamente en el Resucitado glorificado a la derecha del Padre, es la tarea de todos los discípulos de Cristo; por lo tanto, es también la nuestra. Contemplando este rostro nos disponemos a acoger el misterio de la vida trinitaria, para experimentar de nuevo el amor del Padre y gozar de la alegría del Espíritu Santo. Se realiza así también en nosotros la palabra de san Pablo: «Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más: así es como actúa el Señor, que es Espíritu» (2 Co 3, 18).
María modelo de contemplación
10. La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo «envolvió en pañales y le acostó en un pesebre» (Lc 2, 7).
Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?» (Lc 2, 48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná (cf. Jn 2, 5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la ‘parturienta’, ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (cf. Jn 19, 26-27); en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés (cf. Hch 1, 14).