Domingo II Tiempo de Cuaresma (A) – Homilías
/ 14 marzo, 2014 / Tiempo de CuaresmaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
Gn 12, 1-4a: Vocación de Abrahán, padre del pueblo de Dios
Sal 32, 4-5. 18-19. 20 y 22: Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti
2 Tm 1, 8b-10: Dios nos llama y nos ilumina
Mt 17, 1-9: Su rostro resplandecía como el sol
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Homilía(15-03-1981): Cuaresma: un camino hacia la vida nueva
Visita pastoral a la parroquia romana de Nuestra Señora de Coromoto
Segundo Domingo de Cuaresma (Ciclo A)
Sunday 15 de March de 1981
[...] 2. La Cuaresma es presentada en la liturgia de hoy como un camino, como el camino al que Dios llamó a Abraham.
Efectivamente, en la primera lectura hemos oído las palabras del Señor: «Sal de tu tierra y de la casa de tu padre hacia la tierra que te mostraré» (Gén 12, 1). Y Abraham se pone en camino sin demora, y sin otro apoyo que la promesa divina. Pues bien, también para nosotros la Cuaresma es un camino, que estamos invitados a afrontar con resolución y fiándonos de los proyectos que Dios tiene sobre nosotros. Aun cuando el viaje esté lleno de pruebas, San Pablo nos asegura en la segunda lectura que, como Timoteo, también cada uno de nosotros es «ayudado por la fuerza de Dios» (2 Tim 1, 8). Y el país hacia el que nos encaminamos es la vida nueva del cristiano, una vida pascual, que sólo puede realizarse con la «fuerza» y con la «gracia» de Dios. Se trata de una potencia misteriosa, que nos ha sido dada «no por nuestros méritos, sino porque antes de la creación, desde tiempo inmemorial, Dios dispuso darnos su gracia por medio de Jesucristo; y ahora esa gracia se ha manifestado por medio del Evangelio, al aparecer nuestro Salvador Jesucristo, que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal» (ib 1, 9-10). La Carta a Timoteo precisa, luego, que el país de la vida nueva se nos ha dado, teniendo como base una misteriosa vocación y asignación por parte de Dios, «no por nuestros méritos, sino en virtud de su propósito y gracia» (ib., 1, 9). Por esto, debemos ser hombres de fe, como Abraham: es decir, hombres que no se apoyan tanto en sí mismos, cuanto en la palabra, en la gracia y en la potencia de Dios.
3. El Señor Jesús, mientras vivió en la tierra, descubría personalmente este camino con sus discípulos. En El realizó también el excepcional acontecimiento que describe el Evangelio de hoy: la Transfiguración del Señor.
«Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con El» (Mt 17, 2-3). Pero en el centro del acontecimiento están las palabras divinas, que le confieren su verdadero significado: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo» (ib, 17, 5). Así comprendemos que se trata de una cristofanía, esto es, la transfiguración representa la revelación del Hijo de Dios, del cual el relato pone en claro algunas cosas: su gloria, a causa del esplendor que adquirió; el hecho de que es el centro y como el compendio de la historia de la salvación, significados por la presencia de Moisés y Elías; su autoridad profética, legítimamente propuesta por la perentoria invitación: «Escuchadlo»; y sobre todo, la denominación de «Hijo», que subraya las relaciones íntimas y únicas que existen entre Jesús y el Padre celestial.
Además, las palabras de la transfiguración repiten las que ya se oyeron en el relato del bautismo en el Jordán, como para significar que, después de haber recorrido un camino preciso en su vida pública, Jesús es el mismo «Hijo predilecto», como había sido proclamado ya al comienzo.
Los Apóstoles manifiestan su felicidad: «¡Qué hermoso es estar aquí!» (Mt 17, 4). Pero Cristo les hace saber que el acontecimiento del monte Tabor sólo se encuentra en el camino hacia la revelación del misterio pascual: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos» (Mt 17, 9).
El camino de Cuaresma que el Señor Jesús ha realizado durante su vida terrena, con sus discípulos, lo continúa realizando con la Iglesia. La Cuaresma es el período de una presencia de Cristo, particularmente intensa, en la vida de la Iglesia.
4. Es necesario, pues, buscar, de modo especial en este tiempo, la cercanía de Cristo: «¡Qué hermoso es estar aquí!» (Mt 17, 4).
Es preciso vivir en la intimidad con El; abrir ante El el propio corazón, la propia conciencia; hablar con El tal como escuchamos en el Salmo responsorial de la liturgia de hoy: «Que tu misericordia. Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti» (Sal 32 [33], 22).
La Cuaresma es precisamente un período en el que la gracia debe estar de modo particular «sobre nosotros». Por esto, es necesario que nos abramos sencillamente a ella; en efecto, la gracia de Dios no es tanto objeto de conquista, cuanto de disponible y gozosa aceptación, como para recibir un don, sin ponerle impedimentos. Esto es posible concretamente, ante todo, mediante una actitud de profunda oración, que lleva consigo precisamente entablar un diálogo con el Señor; luego, mediante una actitud de sincera humildad, puesto que la fe es precisamente la adhesión de la mente y del corazón a la Palabra de Dios; y, finalmente, mediante un comportamiento de auténtica caridad, que deje traslucir todo el amor, del que nosotros ya hemos sido hechos objeto por parte del Señor.
5. Como Abraham, a quien Dios ordenó ponerse en camino, así también nosotros nos encaminamos, de nuevo, por esta vía de la Cuaresma, al fin de la cual está la resurrección.
Se ve a Cristo, al Hijo predilecto, en el que se ha complacido el Padre (cf. Mt 17, 5).
Se ve a Cristo, que vence a la muerte y hace resplandecer la vida y la inmortalidad por medio del Evangelio (cf. 2 Tim 1, 10).
Y por esto: sostenidos por la fuerza de Dios, ¡debemos tomar parte en las fatigas y en las contrariedades soportadas por el Evangelio! (cf. ib., 1, 8). Estas palabras de la Carta a Timoteo abren también un noble y comprometido programa para todo cristiano en su vida de cada día. Es el programa de la evangelización, es decir, de la participación en la difusión del mensaje evangélico. Como Cristo «sacó a la luz de vida inmortal por medio del Evangelio» (ib, 1, 10), así debemos hacer también nosotros; así debe hacer toda la parroquia. Esto es, se trata de hacer ver a la sociedad y al mundo que el Evangelio, con su luz proyectada sobre el camino de la humanidad (cf. Sal 119 [118], 105), es fuente de vida, y de vida inmortal. Es preciso que el cristiano haga ver a todos la verdad de la exclamación de Pedro: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). Los hombres deben comprender que con la adhesión a Cristo no sólo no pierden nada, sino que lo ganan todo, porque con Cristo el hombre se hace más hombre (cf. Gaudium et spes, 41). Mas para esto necesitan un testimonio; y sólo pueden darlo los discípulos mismos de Jesús, esto es, los cristianos, a los cuales escribía ya San Pablo: «Aparecéis como antorchas en el mundo, llevando en alto la palabra de vida» (Flp 2, 15-16).
Y esto se puede hacer de mil modos, según las varias ocupaciones de cada uno: en casa y en el mercado, en la escuela y en la fábrica, en el trabajo y en el tiempo libre.
Y puesto que Jesucristo es «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29), deseamos y pedimos que, asemejándonos a El, también nosotros podamos ser contados por Dios entre sus hijos predilectos (cf. Mt 17, 5).
¡Amén!
Homilía(28-02-1999): Que la luz de Cristo ilumine nuestra vida
Visita pastoral a la parroquia romana de Stella Maris
Domingo II de Cuaresma (Año A)
Sunday 28 de February de 1999
1. «Éste es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia; escuchadlo» (Mt 17, 5).
La invitación que el Padre dirige a los discípulos, testigos privilegiados del extraordinario acontecimiento de la transfiguración, resuena de nuevo hoy para nosotros y para toda la Iglesia. Como Pedro, Santiago y Juan, también nosotros estamos invitados a subir al monte Tabor junto con Jesús y a quedar fascinados por el resplandor de su gloria. En este segundo domingo de Cuaresma contemplamos a Cristo envuelto en luz, en compañía de los autorizados portavoces del Antiguo Testamento, Moisés y Elías. A él le renovamos nuestra adhesión personal: es el «Hijo amado» del Padre.
Escuchadlo. Esta apremiante exhortación nos impulsa a intensificar el camino cuaresmal. Es una invitación a dejar que la luz de Cristo ilumine nuestra vida y nos comunique la fuerza para anunciar y testimoniar el Evangelio a nuestros hermanos. Como bien sabemos, es una llamada que implica a veces muchas dificultades y sufrimientos. También lo subraya san Pablo, al dirigirse a su fiel discípulo Timoteo: «Toma parte en los duros trabajos del Evangelio» (2 Tm 1, 8).
La experiencia de la transfiguración de Jesús prepara a los Apóstoles para afrontar los dramáticos acontecimientos del Calvario, presentándoles anticipadamente lo que será la plena y definitiva revelación de la gloria del Maestro en el misterio pascual. Al meditar en esta página evangélica, nos preparamos para revivir también nosotros los acontecimientos decisivos de la muerte y resurrección del Señor, siguiéndolo por el camino de la cruz, para llegar a la luz y a la gloria. En efecto, «sólo por la pasión podemos llegar con él al triunfo de la resurrección» (Prefacio).
[...]
5. Oh Dios, «que nos has mandado escuchar a tu Hijo, el predilecto, alimenta nuestro espíritu con tu palabra» (Oración colecta). Así hemos orado al comienzo de nuestra celebración eucarística. La actividad pastoral está ordenada totalmente a esta apertura del espíritu, para que el creyente escuche la palabra del Señor y acepte dócilmente su voluntad. Escuchar realmente a Dios, significa obedecerle. De aquí brota el celo apostólico indispensable para evangelizar: sólo quien conoce profundamente al Señor y se convierte a su amor podrá transformarse en mensajero y testigo intrépido en toda circunstancia.
¿No es verdad que, precisamente por conocer a Cristo, su persona, su amor y su verdad, cuantos lo experimentan personalmente sienten un deseo irresistible de anunciarlo a todos, de evangelizar y de guiar también a los demás al descubrimiento de la fe? Os deseo de corazón a cada uno que este anhelo de Cristo, fuente de auténtico espíritu misionero, os anime cada vez más.
6. «Abraham partió, como le había dicho Yahveh» (Gn 12, 4).
Abraham, ejemplo y modelo del creyente, confía en Dios. Llamado por Yahveh, deja su tierra, con toda la seguridad que implica, sostenido sólo por la fe y la obediencia confiada en su Señor. Dios le pide el «riesgo» de la fe, y él obedece, convirtiéndose así, por la fe, en padre de todos los creyentes.
Como Abraham, también nosotros queremos proseguir nuestro camino cuaresmal, renunciando a nuestra seguridad y abandonándonos a la voluntad divina. Nos anima la certeza de que el Señor es fiel a sus promesas, a pesar de nuestra debilidad y de nuestros pecados.
Con espíritu auténticamente penitencial, hagamos nuestras las palabras del Salmo responsorial: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti».
Virgen, Estrella de la evangelización, ayúdanos a acoger las palabras de tu Hijo, para anunciarlas con generosidad y coherencia a nuestros hermanos... Amén.
Ángelus(24-02-2002): El camino de la cruz es inseparable del camino hacia la gloria
II Domingo de Cuaresma (Ciclo A)
Sunday 24 de February de 2002
1. Hoy, domingo segundo de Cuaresma, la liturgia nos vuelve a proponer la narración evangélica de la transfiguración de Cristo. Antes de afrontar la pasión y la cruz, Jesús subió «a un monte alto» (Mt 17, 1), identificado por lo general con el Tabor, juntamente con los apóstoles Pedro, Santiago y Juan. Delante de ellos «se transfiguró»: su rostro y toda su persona resplandecieron de luz.
La liturgia de hoy nos invita a seguir al Maestro al Tabor, monte del silencio y de la contemplación. Es lo que, juntamente con mis colaboradores de la Curia romana, he tenido la gracia de hacer durante esta semana de «ejercicios espirituales», una experiencia que recomiendo a todos, aunque en las formas adecuadas a las diversas vocaciones y condiciones de vida. Especialmente en el tiempo de Cuaresma, es importante que las comunidades cristianas sean auténticas escuelas de oración (cf. Novo millennio ineunte, 33), donde cada uno se deje «conquistar» por el misterio de luz y amor de Dios (cf. Flp 3, 12).
2. En el Tabor comprendemos mejor que el camino de la cruz y el de la gloria son inseparables. Acogiendo plenamente el designio del Padre, en el que estaba escrito que debía sufrir para entrar en su gloria (cf. Lc 24, 26), Cristo experimenta de forma anticipada la luz de la resurrección.
De igual modo nosotros, al llevar cada día la cruz con fe rebosante de amor, no sólo experimentamos su peso y su dureza, sino también su fuerza de renovación y de consolación. Con Jesús, recibimos esta luz interior especialmente en la oración. Cuando el corazón ha sido «conquistado» por Cristo, la vida cambia. Las opciones más generosas y, sobre todo, perseverantes son fruto de una profunda y prolongada unión con Dios en el silencio orante.
3. A la Virgen del silencio, que supo conservar la luz de la fe incluso en las horas más oscuras, pidámosle la gracia de una Cuaresma vivificada por la oración. Que María nos ilumine el corazón y nos ayude a cumplir fielmente en todas las circunstancias los designios de Dios.
Ángelus(17-02-2008): Anticipación de la Resurrección
Segundo Domingo de Cuaresma (Ciclo A)
Sunday 17 de February de 2008
Hoy, segundo domingo de Cuaresma, prosiguiendo el camino penitencial, la liturgia, después de habernos presentado el domingo pasado el evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto, nos invita a reflexionar sobre el acontecimiento extraordinario de la Transfiguración en el monte. Considerados juntos, ambos episodios anticipan el misterio pascual: la lucha de Jesús con el tentador preludia el gran duelo final de la Pasión, mientras la luz de su cuerpo transfigurado anticipa la gloria de la Resurrección. Por una parte, vemos a Jesús plenamente hombre, que comparte con nosotros incluso la tentación; por otra, lo contemplamos como Hijo de Dios, que diviniza nuestra humanidad. De este modo, podríamos decir que estos dos domingos son como dos pilares sobre los que se apoya todo el edificio de la Cuaresma hasta la Pascua, más aún, toda la estructura de la vida cristiana, que consiste esencialmente en el dinamismo pascual: de la muerte a la vida.
El monte —tanto el Tabor como el Sinaí— es el lugar de la cercanía con Dios. Es el espacio elevado, con respecto a la existencia diaria, donde se respira el aire puro de la creación. Es el lugar de la oración, donde se está en la presencia del Señor, como Moisés y Elías, que aparecen junto a Jesús transfigurado y hablan con él del «éxodo» que le espera en Jerusalén, es decir, de su Pascua.
La Transfiguración es un acontecimiento de oración: orando, Jesús se sumerge en Dios, se une íntimamente a él, se adhiere con su voluntad humana a la voluntad de amor del Padre, y así la luz lo invade y aparece visiblemente la verdad de su ser: él es Dios, Luz de Luz. También el vestido de Jesús se vuelve blanco y resplandeciente. Esto nos hace pensar en el Bautismo, en el vestido blanco que llevan los neófitos. Quien renace en el Bautismo es revestido de luz, anticipando la existencia celestial, que el Apocalipsis representa con el símbolo de las vestiduras blancas (cf. Ap 7, 9. 13).
Aquí está el punto crucial: la Transfiguración es anticipación de la resurrección, pero esta presupone la muerte. Jesús manifiesta su gloria a los Apóstoles, a fin de que tengan la fuerza para afrontar el escándalo de la cruz y comprendan que es necesario pasar a través de muchas tribulaciones para llegar al reino de Dios. La voz del Padre, que resuena desde lo alto, proclama que Jesús es su Hijo predilecto, como en el bautismo en el Jordán, añadiendo: «Escuchadlo» (Mt 17, 5). Para entrar en la vida eterna es necesario escuchar a Jesús, seguirlo por el camino de la cruz, llevando en el corazón, como él, la esperanza de la resurrección. Spe salvi, salvados en esperanza. Hoy podemos decir: «Transfigurados en esperanza».
Dirigiéndonos ahora con la oración a María, reconozcamos en ella a la criatura humana transfigurada interiormente por la gracia de Cristo, y encomendémonos a su guía para recorrer con fe y generosidad el itinerario de la Cuaresma.
Homilía(02-03-2011): En Cristo, Dios nos revela su voluntad
Domingo II de Cuaresma (Ciclo A)
Visita pastoral a la parroquia romana de San Corbiniano
Wednesday 02 de March de 2011
[...] El evangelista Mateo nos ha narrado lo que aconteció cuando Jesús subió a un monte alto llevando consigo a tres de sus discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Mientras estaban en lo alto del monte, ellos solos, el rostro de Jesús se volvió resplandeciente, al igual que sus vestidos. Es lo que llamamos «Transfiguración»: un misterio luminoso, confortante. ¿Cuál es su significado? La Transfiguración es una revelación de la persona de Jesús, de su realidad profunda. De hecho, los testigos oculares de ese acontecimiento, es decir, los tres Apóstoles, quedaron cubiertos por una nube, también ella luminosa —que en la Biblia anuncia siempre la presencia de Dios— y oyeron una voz que decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo» (Mt 17, 5). Con este acontecimiento los discípulos se preparan para el misterio pascual de Jesús: para superar la terrible prueba de la pasión y también para comprender bien el hecho luminoso de la resurrección.
El relato habla también de Moisés y Elías, que se aparecieron y conversaban con Jesús. Efectivamente, este episodio guarda relación con otras dos revelaciones divinas. Moisés había subido al monte Sinaí, y allí había tenido la revelación de Dios. Había pedido ver su gloria, pero Dios le había respondido que no lo vería cara a cara, sino sólo de espaldas (cf. Ex 33, 18-23). De modo análogo, también Elías tuvo una revelación de Dios en el monte: una manifestación más íntima, no con una tempestad, ni con un terremoto o con el fuego, sino con una brisa ligera (cf. 1 R 19, 11-13). A diferencia de estos dos episodios, en la Transfiguración no es Jesús quien tiene la revelación de Dios, sino que es precisamente en él en quien Dios se revela y quien revela su rostro a los Apóstoles. Así pues, quien quiera conocer a Dios, debe contemplar el rostro de Jesús, su rostro transfigurado: Jesús es la perfecta revelación de la santidad y de la misericordia del Padre. Además, recordemos que en el monte Sinaí Moisés tuvo también la revelación de la voluntad de Dios: los diez Mandamientos. E igualmente en el monte Elías recibió de Dios la revelación divina de una misión por realizar. Jesús, en cambio, no recibe la revelación de lo que deberá realizar: ya lo conoce. Más bien son los Apóstoles quienes oyen, en la nube, la voz de Dios que ordena: «Escuchadlo». La voluntad de Dios se revela plenamente en la persona de Jesús. Quien quiera vivir según la voluntad de Dios, debe seguir a Jesús, escucharlo, acoger sus palabras y, con la ayuda del Espíritu Santo, profundizarlas. Esta es la primera invitación que deseo haceros, queridos amigos, con gran afecto: creced en el conocimiento y en el amor a Cristo, como individuos y como comunidad parroquial; encontradlo en la Eucaristía, en la escucha de su Palabra, en la oración, en la caridad.
[…] el Señor Jesús, que llevó a los Apóstoles al monte a orar y les manifestó su gloria, hoy nos ha invitado a nosotros a esta nueva iglesia: aquí podemos escucharlo, aquí podemos reconocer su presencia al partir el Pan eucarístico, y de este modo llegar a ser Iglesia viva, templo del Espíritu Santo, signo del amor de Dios en el mundo. Volved a vuestras casas con el corazón lleno de gratitud y de alegría, porque formáis parte de este gran edificio espiritual que es la Iglesia. A la Virgen María encomendamos nuestro camino cuaresmal, así como el de toda la Iglesia. Que la Virgen, que siguió a su Hijo Jesús hasta la cruz, nos ayude a ser discípulos fieles de Cristo, para poder participar juntamente con ella en la alegría de la Pascua. Amén.
Ángelus(20-03-2011): Somos también invitados a participar en la Transfiguración
Plaza de San Pedro
II Domingo de Cuaresma (Año A)
Sunday 20 de March de 2011
[...] Este domingo, segundo de Cuaresma, se suele denominar de la Transfiguración, porque el Evangelio narra este misterio de la vida de Cristo. Él, tras anunciar a sus discípulos su pasión, «tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (Mt 17, 1-2). Según los sentidos, la luz del sol es la más intensa que se conoce en la naturaleza, pero, según el espíritu, los discípulos vieron, por un breve tiempo, un esplendor aún más intenso, el de la gloria divina de Jesús, que ilumina toda la historia de la salvación. San Máximo el Confesor afirma que «los vestidos que se habían vuelto blancos llevaban el símbolo de las palabras de la Sagrada Escritura, que se volvían claras, transparentes y luminosas» (Ambiguum 10: pg 91, 1128 b).
Dice el Evangelio que, junto a Jesús transfigurado, «aparecieron Moisés y Elías conversando con él» (Mt 17, 3); Moisés y Elías, figura de la Ley y de los Profetas. Fue entonces cuando Pedro, extasiado, exclamó: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mt 17, 4). Pero san Agustín comenta diciendo que nosotros tenemos sólo una morada: Cristo; él «es la Palabra de Dios, Palabra de Dios en la Ley, Palabra de Dios en los Profetas» (Sermo De Verbis Ev. 78, 3: pl 38, 491). De hecho, el Padre mismo proclama: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo» (Mt 17, 5). La Transfiguración no es un cambio de Jesús, sino que es la revelación de su divinidad, «la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 361). Pedro, Santiago y Juan, contemplando la divinidad del Señor, se preparan para afrontar el escándalo de la cruz, como se canta en un antiguo himno: «En el monte te transfiguraste y tus discípulos, en la medida de su capacidad, contemplaron tu gloria, para que, viéndote crucificado, comprendieran que tu pasión era voluntaria y anunciaran al mundo que tú eres verdaderamente el esplendor del Padre» (Kontákion eis ten metamórphosin, en: Menaia, t. 6, Roma 1901, 341).
Queridos amigos, participemos también nosotros de esta visión y de este don sobrenatural, dando espacio a la oración y a la escucha de la Palabra de Dios. Además, especialmente en este tiempo de Cuaresma, os exhorto, como escribe el siervo de Dios Pablo VI, «a responder al precepto divino de la penitencia con algún acto voluntario, además de las renuncias impuestas por el peso de la vida diaria» (Const. Ap. Pænitemini, 17 de febrero de 1966, III, c: AAS 58 [1966] 182). Invoquemos a la Virgen María, para que nos ayude a escuchar y seguir siempre al Señor Jesús, hasta la pasión y la cruz, para participar también en su gloria.
Ángelus(16-03-2014): Seguir a Jesús para escucharle
Domingo II de Cuaresma (Ciclo A)
Sunday 16 de March de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy el Evangelio nos presenta el acontecimiento de la Transfiguración. Es la segunda etapa del camino cuaresmal: la primera, las tentaciones en el desierto, el domingo pasado; la segunda: la Transfiguración. Jesús «tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto» (Mt 17, 1). La montaña en la Biblia representa el lugar de la cercanía con Dios y del encuentro íntimo con Él; el sitio de la oración, para estar en presencia del Señor. Allí arriba, en el monte, Jesús se muestra a los tres discípulos transfigurado, luminoso, bellísimo; y luego aparecen Moisés y Elías, que conversan con Él. Su rostro estaba tan resplandeciente y sus vestiduras tan cándidas, que Pedro quedó iluminado, en tal medida que quería permanecer allí, casi deteniendo ese momento. Inmediatamente resuena desde lo alto la voz del Padre que proclama a Jesús su Hijo predilecto, diciendo: «Escuchadlo» (v. 5). ¡Esta palabra es importante! Nuestro Padre que dijo a los apóstoles, y también a nosotros: «Escuchad a Jesús, porque es mi Hijo predilecto». Mantengamos esta semana esta palabra en la cabeza y en el corazón: «Escuchad a Jesús». Y esto no lo dice el Papa, lo dice Dios Padre, a todos: a mí, a vosotros, a todos, a todos. Es como una ayuda para ir adelante por el camino de la Cuaresma. «Escuchad a Jesús». No lo olvidéis.
Es muy importante esta invitación del Padre. Nosotros, discípulos de Jesús, estamos llamados a ser personas que escuchan su voz y toman en serio sus palabras. Para escuchar a Jesús es necesario estar cerca de Él, seguirlo, como hacían las multitudes del Evangelio que lo seguían por los caminos de Palestina. Jesús no tenía una cátedra o un púlpito fijos, sino que era un maestro itinerante, proponía sus enseñanzas, que eran las enseñanzas que le había dado el Padre, a lo largo de los caminos, recorriendo trayectos no siempre previsibles y a veces poco libres de obstáculos. Seguir a Jesús para escucharle. Pero también escuchamos a Jesús en su Palabra escrita, en el Evangelio. Os hago una pregunta: ¿vosotros leéis todos los días un pasaje del Evangelio? Sí, no… sí, no… Mitad y mitad… Algunos sí y algunos no. Pero es importante. ¿Vosotros leéis el Evangelio? Es algo bueno; es una cosa buena tener un pequeño Evangelio, pequeño, y llevarlo con nosotros, en el bolsillo, en el bolso, y leer un breve pasaje en cualquier momento del día. En cualquier momento del día tomo del bolsillo el Evangelio y leo algo, un breve pasaje. Es Jesús que nos habla allí, en el Evangelio. Pensad en esto. No es difícil, ni tampoco necesario que sean los cuatro: uno de los Evangelios, pequeñito, con nosotros. Siempre el Evangelio con nosotros, porque es la Palabra de Jesús para poder escucharle.
De este episodio de la Transfiguración quisiera tomar dos elementos significativos, que sintetizo en dos palabras: subida y descenso. Nosotros necesitamos ir a un lugar apartado, subir a la montaña en un espacio de silencio, para encontrarnos a nosotros mismos y percibir mejor la voz del Señor. Esto hacemos en la oración. Pero no podemos permanecer allí. El encuentro con Dios en la oración nos impulsa nuevamente a «bajar de la montaña» y volver a la parte baja, a la llanura, donde encontramos a tantos hermanos afligidos por fatigas, enfermedades, injusticias, ignorancias, pobreza material y espiritual. A estos hermanos nuestros que atraviesan dificultades, estamos llamados a llevar los frutos de la experiencia que hemos tenido con Dios, compartiendo la gracia recibida. Y esto es curioso. Cuando oímos la Palabra de Jesús, escuchamos la Palabra de Jesús y la tenemos en el corazón, esa Palabra crece. ¿Sabéis cómo crece? ¡Donándola al otro! La Palabra de Cristo crece en nosotros cuando la proclamamos, cuando la damos a los demás. Y ésta es la vida cristiana. Es una misión para toda la Iglesia, para todos los bautizados, para todos nosotros: escuchar a Jesús y donarlo a los demás. No olvidarlo: esta semana, escuchad a Jesús. Y pensad en esta cuestión del Evangelio: ¿lo haréis? ¿Haréis esto? Luego, el próximo domingo me diréis si habéis hecho esto: llevar un pequeño Evangelio en el bolsillo o en el bolso para leer un breve pasaje durante el día.
Y ahora dirijámonos a nuestra Madre María, y encomendémonos a su guía para continuar con fe y generosidad este itinerario de la Cuaresma, aprendiendo un poco más a «subir» con la oración y escuchar a Jesús y a «bajar» con la caridad fraterna, anunciando a Jesús.
Ángelus(12-03-2017): Sin cruz no hay resurrección
II Domingo de Cuaresma (Año A)
Sunday 12 de March de 2017
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este segundo domingo de Cuaresma nos presenta la narración de la Transfiguración de Jesús (cf. Mateo 17, 1-9). Se lleva aparte a tres apóstoles: Pedro, Santiago y Juan, Él subió con ellos a un monte alto, y allí ocurrió este singular fenómeno: el rostro de Jesús «se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (v. 2). De tal manera el Señor hizo resplandecer en su misma persona la gloria divina que se podía percibir con la fe en su predicación y en sus gestos milagrosos. Y la transfiguración es acompañada, en el monte, con la aparición de Moisés y de Elías, «que conversaban con él» (v. 3).
La “luminosidad” que caracteriza este evento extraordinario simboliza el objetivo: iluminar las mentes y los corazones de los discípulos para que puedan comprender claramente quién es su Maestro. Es un destello de luz que se abre de repente sobre el misterio de Jesús e ilumina toda su persona y toda su historia.
Ya en marcha hacia Jerusalén, donde deberá padecer la condena a muerte por crucifixión, Jesús quiere preparar a los suyos para este escándalo —el escándalo de la cruz—, para este escándalo demasiado fuerte para su fe y, al mismo tiempo, preanunciar su resurrección, manifestándose como el Mesías, el Hijo de Dios. Y Jesús les prepara para ese momento triste y de tanto dolor. En efecto, Jesús estaba demostrando ser un Mesías diverso respecto a lo que se esperaba, a lo que ellos imaginaban sobre el Mesías, como fuese el Mesías: no un rey potente y glorioso, sino un siervo humilde y desarmado; no un señor de gran riqueza, signo de bendición, sino un hombre pobre que no tiene donde apoyar su cabeza; no un patriarca con numerosa descendencia, sino un célibe sin casa ni nido. Es de verdad una revelación de Dios invertida, y el signo más desconcertante de esta escandalosa inversión es la cruz. Pero precisamente a través de la cruz Jesús alcanzará la gloriosa resurrección, que será definitiva, no como esta transfiguración que duró un momento, un instante.
Jesús transfigurado sobre el monte Tabor quiso mostrar a sus discípulos su gloria no para evitarles pasar a través de la cruz, sino para indicar a dónde lleva la cruz. Quien muere con Cristo, con Cristo resurgirá. Y la cruz es la puerta de la resurrección. Quien lucha junto a Él, con Él triunfará. Este es el mensaje de esperanza que la cruz de Jesús contiene, exhortando a la fortaleza en nuestra existencia. La Cruz cristiana no es un ornamento de la casa o un adorno para llevar puesto, la cruz cristiana es un llamamiento al amor con el cual Jesús se sacrificó para salvar a la humanidad del mal y del pecado. En este tiempo de Cuaresma, contemplamos con devoción la imagen del crucifijo, Jesús en la cruz: ese es el símbolo de la fe cristiana, es el emblema de Jesús, muerto y resucitado por nosotros. Hagamos que la cruz marque las etapas de nuestro itinerario cuaresmal para comprender cada vez más la gravedad del pecado y el valor del sacrificio con el cual el Redentor nos ha salvado a todos nosotros. La Virgen Santa supo contemplar la gloria de Jesús escondida en su humanidad. Nos ayude a estar con Él en la oración silenciosa, a dejarnos iluminar por su presencia, para llevar en el corazón, a través de las noches más oscuras, un reflejo de su gloria.
Ángelus(08-03-2020): Elección gratuita e incondicional
Domingo II de Cuaresma (Ciclo A).
Sunday 08 de March de 2020
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
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El Evangelio de este segundo domingo de Cuaresma (cf. Mateo 17, 1-9) nos presenta el relato de la Transfiguración de Jesús. Jesús lleva a Pedro, Santiago y Juan con Él y sube a un monte alto, símbolo de la cercanía a Dios, para abrirles a una comprensión más completa del misterio de su persona, que debe sufrir, morir y luego resucitar. De hecho, Jesús había comenzado a hablarles sobre el sufrimiento, la muerte y la resurrección que le esperaba, pero no podían aceptar esa perspectiva. Por eso, al llegar a la cima del monte, Jesús se sumergió en la oración y se transfiguró ante los tres discípulos: «su rostro —dice el Evangelio— se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (v. 2).
A través del maravilloso evento de la Transfiguración, los tres discípulos están llamados a reconocer en Jesús al Hijo de Dios resplandeciente de gloria. De este modo avanzan en el conocimiento de su Maestro, dándose cuenta de que el aspecto humano no expresa toda su realidad; a sus ojos se revela la dimensión sobrenatural y divina de Jesús. Y desde arriba resuena una voz que dice: «Este es mi Hijo amado [...]. Escuchadle» (v. 5). Es el Padre celestial quien confirma la «investidura» — llamémosla así— de Jesús ya hecha el día de su bautismo en el Jordán e invita a los discípulos a escucharlo y seguirlo.
Hay que destacar que, en medio del grupo de los Doce, Jesús elige llevarse a Pedro, Santiago y Juan con Él al monte. Les reservó el privilegio de ser testigos de la Transfiguración. ¿Pero por qué elige a los tres? ¿Porque son los más santos? No. Sin embargo, Pedro, a la hora de la prueba, lo negará; y los dos hermanos Santiago y Juan pedirán ser los primeros en entrar a su reino (cf. Mateo 20, 20-23). Jesús, no obstante, no elige según nuestro criterio, sino según su plan de amor. El amor de Jesús no tiene medida: es amor, y Él elige con ese plan de amor. Es una elección gratuita e incondicional, una iniciativa libre, una amistad divina que no pide nada a cambio. Y así como llamó a esos tres discípulos, también hoy llama a algunos a estar cerca de Él, para poder dar testimonio. Ser testigos de Jesús es un don que no hemos merecido: nos sentimos inadecuados, pero no podemos echarnos atrás con la excusa de nuestra incapacidad.
No hemos estado en el Monte Tabor, no hemos visto con nuestros propios ojos el rostro de Jesús brillando como el sol. Sin embargo, a nosotros también se nos ha dado la Palabra de salvación, se nos ha dado fe y hemos experimentado la alegría de encontrarnos con Jesús de diferentes maneras. Jesús también nos dice: «Levantaos, no tengáis miedo» (Mateo 17, 7). En este mundo, marcado por el egoísmo y la codicia, la luz de Dios se oscurece por las preocupaciones de la vida cotidiana. A menudo decimos: no tengo tiempo para rezar, no puedo hacer un servicio en la parroquia, responder a las peticiones de los demás... Pero no debemos olvidar que el Bautismo que recibimos nos hizo testigos, no por nuestra capacidad, sino por el don del Espíritu.
Que, en este tiempo propicio de Cuaresma, la Virgen María nos otorgue esa docilidad ante el Espíritu que es indispensable para emprender resueltamente el camino de la conversión.