Mt 19, 16-22: El joven rico (i) – Un tesoro en el cielo
/ 17 agosto, 2015 / San MateoTexto Bíblico
16 Se acercó uno a Jesús y le preguntó: «Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?». 17 Jesús le contestó: «¿Por qué me preguntas qué es bueno? Uno solo es Bueno. Mira, si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos». 18 Él le preguntó: «¿Cuáles?». Jesús le contestó: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, 19 honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo». 20 El joven le dijo: «Todo eso lo he cumplido. ¿Qué me falta?». 21 Jesús le contestó: «Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres —así tendrás un tesoro en el cielo— y luego ven y sígueme». 22 Al oír esto, el joven se fue triste, porque era muy rico.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Atanasio, obispo y doctor de la Iglesia
Obras: Esta lectura es para nosotros
La vida de san Antonio, padre de monjes, 2-4.
«Tendrás un tesoro en el cielo» (Mt 19,21)
Después de la muerte de sus padres, cuando Antonio tenía entre dieciocho y veinte años…, un día entró en la iglesia en el momento en que leían el Evangelio y escuchó lo que dijo el Señor a un rico: «Si quieres ser perfecto, ves, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres; después, ven, sígueme y tendrás un tesoro en el cielo.» Antonio tuvo la sensación de que esta lectura estaba dicha para él. Salió inmediatamente y dio a los habitantes del pueblo todas sus propiedades familiares. Después de haber vendido todos sus bienes muebles, repartió entre los pobres todo el oro que la venta de sus bienes le había proporcionado, poniendo a un lado una pequeña parte para mantener a su hermana.
Otro día que entró también en la iglesia, oyó que el Señor decía en el Evangelio: «No os preocupéis por el día de mañana» (Mt 6,34). No pudiendo soportar el haber guardado alguna parte de sus bienes, la distribuyó también entre los más pobres. Confió a unas vírgenes conocidas y fieles que vivían juntas en una casa, el cuidado de su hermana para que la educaran. Y desde entonces, viviendo cerca de su casa, se consagró al trabajo ascético, atento sobre sí mismo y perseverando en una vida austera…
Trabajaba con sus propias manos porque había escuchado esta frase: «Si alguno no quiere trabajar, que no coma» (2Tes 3,10). Compraba su alimento de pan con lo que ganaba y distribuía entre los indigentes el resto que le quedaba. Oraba sin cesar porque había aprendido que es necesario «orar sin cesar» (Lc 21,36) en privado. Prestaba tal atención a lo que leía de las Escrituras que no se olvidaba de nada sino que lo retenía todo; desde entonces su memoria podía suplir sus libros. Todos los habitantes del pueblo y la gente de bien que lo visitaban asiduamente, viéndole vivir así, le llamaban amigo de Dios. Unos lo amaban como si fuera su hijo, otros como si fuera su hermano.
San Francisco de Asís
Vida: La alegría del desprendimiento espiritual.
Relato de tres compañeros de San Francisco de Asís, nn.27-29.
«Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres —así tendrás un tesoro en el cielo—» (Mt 19,21)
Un día, Messire Bernard se acercó en secreto a Francisco que entonces todavía no tenía ningún compañero. “Hermano, dice Bernardo, por amor de mi Señor, quien me los ha confiado, quiero distribuir todos mis bienes de la manera que tú juzgues más conveniente.” Francisco respondió: “Mañana iremos a la iglesia y el libro de los evangelios nos dirá de qué manera el Señor instruye a sus discípulos.”
La mañana siguiente se levantaron y fueron, junto con otro hombre que se llamaba Pedro y que también quería ser fraile menor, a la iglesia… Entraron para orar y como no tenían instrucción y no sabían dónde encontrar la palabra del evangelio sobre la renuncia del mundo, pedían al Señor que se dignase mostrarles su voluntad al abrir los evangelios.
Una vez terminada la oración, el bienaventurado Francisco tomó el libro, se arrodilló delante del altar y lo abrió. En el lugar abierto se presentó el consejo del Señor: “Si quieres ser perfecto, va, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo” (Mt 19,21). Al leer esto, el bienaventurado Francisco se alegró mucho y dio gracias a Dios. Pero, como tenía una gran devoción a la Santísima Trinidad, quería tener la confirmación por un triple testimonio. Abrió, pues, el libro de los evangelios por segunda y por tercera vez. En el segundo lugar encontró: “No llevéis nada por el camino” (cf Lc 9,3) y en el tercero: “El que quiera venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y me siga” (Lc 9,23ss). Francisco dijo: “Hermanos, he aquí nuestra vida y nuestra Regla y la de todos los que querrán juntarse a nuestro grupo. Id, y lo que habéis comprendido, ponedlo en práctica.”
Bernardo, que era muy rico, se fue: vendió todo lo que poseía, reunió una gran cantidad de dinero y lo distribuyó todo entre los pobres de la ciudad… A partir de aquella hora, los tres vivieron según la Regla del santo evangelio que el Señor les había mostrado. Esto es lo que dice el bienaventurado Francisco en su testamento: “El mismo Señor me ha revelado que debía vivir según el santo evangelio.”
San Juan de la Cruz, doctor de la Iglesia
Obras: Vende tu voluntad
Avisos y máximas 169-175.
«Ven, sígueme» (Mt 19,21)
Cuanto más te separes de las cosas de la tierra, más te acercarás a las del cielo y más encontrarás las riquezas de Dios.
El que sabrá morir a todo, encontrará vida en todo. Apártate del mal, haz el bien, busca la paz (Sal 33,14).
El que se queja o murmura no es nada perfecto, ni tan sólo buen cristiano.
Es humilde el que se esconde en su propia nada y sabe abandonarse a Dios. Es pacífico el que sabe soportar al prójimo y soportarse a sí mismo.
Si quieres ser perfecto, vende tu voluntad y dala a los pobres de espíritu, después vuélvete hacia Cristo para obtener de él la suavidad y la humildad, y síguele hasta el Calvario y el sepulcro.
San Clemente de Alejandría
Homilía: ¿Puede salvarse el rico?
Homilía “¿Puede salvarse el rico?”, 8-9 : PG 9,603.
«Si tú quieres» (Mt 19,21a).
Este joven aunque cree que nada le falta a su virtud, sabe que todavía le falta la vida. Por eso viene pedírselo a aquel que puede concedérselo. Está seguro de estar en regla con la Ley; sin embargo implora al Hijo de Dios. De una fe pasa a otra fe. Las amarras de la Ley no lo defendían bien de los vaivenes; inquieto, deja este amarre peligroso y viene para echar el ancla al puerto del Salvador. Jesús no le reprocha por haber faltado a algún artículo de la Ley, sino que le mira con cariño (Mc 10,21), emocionado por esta aplicación de buen alumno. No obstante lo declara todavía imperfecto: es buen obrero de la Ley, pero perezoso para la vida eterna.
Está bien, sin duda alguna; «la Ley santa» es como un pedagogo (Rm 7,12; Ga 3,24) que instruye por el temor y conduce hacia los mandatos sublimes de Jesús y hacia su gracia. «Jesús es la plenitud de la Ley para justificar totalmente a los que creen en él» (Rm 10,4). No es un esclavo que fabrica esclavos, sino que Él da la categoría de hijos, hermanos, coherederos, a todos los que cumplen la voluntad del Padre (Rm 8,17; Mt 12,50)… Esta palabra «si quieres» muestra admirablemente la libertad del joven; sólo depende de él escoger, es dueño de su decisión. Pero es Dios quien da, porque es el Señor. Da a todos los que la desean y emplean todo su ardor y ruegan, con el fin de que la salvación sea su propia elección. Enemigo de la violencia, Dios no fuerza a nadie, sino que ofrece la gracia a los que la buscan, se la ofrece a los que lo piden, abre a los que llaman (Mt 7,7).
Francisco, papa
Homilía: Encantados por la serpiente
Misa en la Capilla de la Domus Sanctae Marthae
Lunes 25 de mayo de 2015.
Ilusión de felicidad y de poder, falta de horizontes y de esperanza. El Evangelio del joven rico ilumina la difícil relación del hombre con la riqueza.
El pasaje evangélico de hoy podría llevar el título: «El itinerario desde la alegría y la esperanza a la tristeza y la cerrazón en sí mismo». Ese joven, en efecto, quería seguir a Jesús y al verlo fue a su encuentro, entusiasmado, para plantearle la pregunta: “¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”. A quien el Señor, tras la invitación a vivir los mandamientos, exhorta: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo». Y el joven, «frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico».
Del entusiasmo a la tristeza: «Quería seguir a Jesús y se marchó por otro camino». ¿El motivo? «Estaba apegado a sus bienes. Tenía muchos bienes. Y en el balance vencieron los bienes».
La actitud de Jesús ante tal reacción es clara: «Dijo a sus discípulos: “¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!”». En efecto hay un misterio en la posesión de las riquezas. Las riquezas tienen la capacidad de seducir, de conducirnos hacia la seducción y hacernos creer que estamos en un paraíso terrestre. Recuerdo que en los años setenta vi por primera vez un barrio cercado, de gente pudiente; estaba cerrado para defenderse de los ladrones, para estar seguros. Había también gente buena, pero se habían encerrado en esa especie de «paraíso terrestre». Esto sucede cuando existe la cerrazón para defender los bienes: se pierde «el horizonte». Y «es triste una vida sin horizonte».
Hay que considerar que las cosas cerradas se estropean, se corrompen, entran en descomposición. El apego a las riquezas es el inicio de todo tipo de corrupción, por doquier: corrupción personal, corrupción en los negocios, incluso la pequeña corrupción comercial —como la practicada por quienes restan algún gramo al peso justo de una mercadería—, corrupción política, corrupción en la educación… Cuantos viven apegados al propio poder, a las propias riquezas, se creen en el paraíso. Son cerrados, no tienen horizonte, no tienen esperanza. Al final tendrán que dejarlo todo.
En el evangelio encontramos otra parábola en la que Jesús habla del hombre que con traje elegante «todos los días tenía grandes banquetes»: este hombre estaba tan encerrado en sí mismo que ya no veía más allá de su nariz: no veía que allí, en la puerta de su casa había un hombre que tenía hambre y también estaba enfermo, con llagas. Lo mismo nos sucede a nosotros: el apego a las riquezas nos hace creer que todo está bien, que hay un paraíso terrestre, pero nos quita la esperanza y nos quita el horizonte. Y vivir sin horizonte es una vida estéril, vivir sin esperanza es una vida triste.
Pero, es necesario hablar no solo del «apego», sino también del hecho de «administrar bien las riquezas». Las riquezas, en efecto, son para el bien común, para todos, y si el Señor se las concede a alguien, es para el bien de todos, no para sí mismo, no para que las encierre en su corazón, que luego así se convierte en corrupto y triste. Jesús usa una expresión fuerte: «¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!». Las riquezas son como la serpiente en el paraíso terrestre, encantan, engañan, nos hacen creer que somos poderosos, como Dios. Y al final nos quitan lo mejor, la esperanza, y nos lanzan en lo peor, en la corrupción. Por ello Jesús afirma: «Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de los cielos».
De esto deriva un consejo válido para cada uno: quien posee riquezas debe orientarse a la primera bienaventuranza: “Felices los pobres de espíritu”; es decir tomar distancia de este apego y hacer que las riquezas que el Señor le ha dado sean para el bien común. La única forma de obrar es abrir la mano, abrir el corazón, abrir el horizonte. Si, en cambio, tienes tu mano cerrada, tienes el corazón cerrado como el del hombre que organizaba banquetes y llevaba vestidos lujosos, no tienes horizontes, no ves a los demás que pasan necesidad y terminarás como ese hombre: lejos de Dios. Lo mismo sucedió al joven rico: contaba con la senda de la felicidad, la buscaba y… lo pierde todo. Por su apego a las riquezas termina como un derrotado.
Debemos, por lo tanto, pedir a Jesús la gracia de no apegarnos a las riquezas para no correr el peligro de la cerrazón del corazón, la corrupción y la esterilidad.
Comentarios exegéticos
Comentarios a la Biblia Litúrgica (NT): El joven rico
Paulinas-PPC-Regina-Verbo Divino (1990), pp. 1055-1056.
Este célebre encuentro de Jesús con el joven rico se halla referido por los tres Sinópticos. Se ha puesto de relieve las diferencias entre Mateo y los otros dos Sinópticos. El joven (sólo Mateo le llama así) se dirige a Jesús llamándole «Maestro» (Maestro «bueno» añaden Marcos y Lucas). Lo más sorprendente se encuentra en la respuesta de Jesús: «¿qué me preguntas acerca de los buenos?». «Uno solo es el bueno». Nuestro evangelista ha intentado, como es su costumbre, evitar el escándalo que supondrían las palabras de Jesús según la versión de Marcos y Lucas: «¿por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino sólo Dios» (Mc 10,18). Entonces, ¿Jesús no era bueno? ¿Cómo se explican estas palabras?
Evidentemente Mateo intentó suavizar las palabras de Jesús y la paradoja que suponen, porque, si él no era bueno, ¿con qué derecho interviene en la vida de un hombre imponiéndole las mismas exigencias que a los discípulos más estrictos? Lo que Marcos parece negar de palabra, lo afirma con los hechos. Mateo dice, más suavemente, lo mismo que Marcos: uno solo es «el bueno» (v. 17). Dios no es mencionado por su nombre. Se le designa por uno de sus sucedáneos, «el bueno», que se habían inventado para no pronunciar, por respeto, el nombre de Dios. Es la única vez que, en todo el Nuevo Testamento, se llama así a Dios. Por el contrario «lo bueno» se llamaba, desde el profeta Amos, a todo aquello que se halla exigido por la voluntad de Dios: «buscad lo bueno y viviréis» (Am 5,14) es frase paralela con «buscadme y viviréis» (Am 5,4.6). Cuando alguien preguntaba por «lo bueno» estaba situándose en la recta relación con Dios.
Jesús contesta enumerando alguno de los mandamientos y añade el precepto del amor al prójimo (Lev 19,18), que era considerado como el resumen más acabado de la ley. El joven rico afirma que él ha cumplido todo eso. Entonces Jesús, sin criticar este esfuerzo desplegado en el cumplimiento de la ley, le abre las exigencias del reino de Dios que él predicaba (en la linea de las célebres antítesis, 5,20ss, y en las exigencias de perfección como el Padre celestial es perfecto, 5,48; ver los comentarios correspondientes).
Al joven rico le parece excesivo el precio que tiene que pagar para entrar en el discipulado de Jesús, porque era muy rico. El esperaba de Jesús otra cosa: que le hubiese mandado hacer obras buenas, dar limosna en mayor cantidad, algo que pudiese hacer desde su riqueza sin perturbar su vida. Para ser discípulo de Jesús se pide que el hombre entero —sin distinción entre lo que él es y lo que tiene— siga las directrices del maestro y llegue, cuando la voluntad de Dios así se exprese, a renuncias totales, a la total desvinculación de aquello en lo que el hombre suele apoyarse, teniendo como motivación última «el reino de los cielos».
Bastin-Pinckers-Teheux, Dios cada día: ¡Sin equipaje!
Siguiendo el Leccionario Ferial (4). Semanas X-XXI T.O. Evangelio de Mateo.
Sal Terrae (1990), pp. 208-209.
Jueces 2, 11-19.
El período de los Jueces, que comprende algo menos de dos siglos, va desde la conquista de Canaán hasta la instauración de la monarquía. El autor bíblico sólo ha recogido de este período una sucesión de infidelidades que él contrapone al sereno fervor de los tiempos de Josué (cfr. Jue 2,6-10). Ciertamente, las tribus no tardaron en adoptar las divinidades locales, los Baales y la Astartés, traicionando así a la alianza sinaítica. El libro describe los avatares de la conquista, con sus golpes de mano, sus éxitos y sus fracasos. Ahora bien, las derrotas fueron interpretadas como otros tantos juicios divinos; el pueblo veía en ellas el justo castigo a su infidelidad. El autor del libro de los Jueces no ha hecho, pues, sino expresar la interpretación que el propio Israel ha dado a este período; y lo ha hecho según un esquema muy típico de cuatro tiempos, del que es un buen ejemplo el pasaje que hoy consideramos. En efecto, se habla en él, sucesivamente, de la falta cometida (vv. 11-13), del castigo (vv. 14-15a), que pone al pueblo en una situación desesperada que le lleva al arrepentimiento (V. 15b) y, finalmente, de la salvación que significaba la aparición de los «jueces «. El juez es, fundamentalmente, un liberador que, en un momento dado, saca a una o u otra tribu de la situación desesperada en que se encuentra. Durante el período de los Jueces, efectivamente, las tribus siguieron siendo independientes las unas de las otras: «hacía cada uno lo que le parecía bien» (Jue 17,6). De este modo experimentó Israel la paciencia de Dios.
Salmo 105.
El salmo 105 es una confesión nacional que desarrolla el tema del pueblo pecador. Insiste en el hecho de la idolatría, pero también hace notar que la conquista no había suprimido a la población local, con la que Israel se fue mezclando progresivamente.
Mateo 19, 16-22.
«Si quieres ser perfecto…». Ya en el sermón de la montaña recomendaba Jesús a sus discípulos que fueran perfectos como el Padre celestial. A este hombre, que pasa por ser un maestro en el arte de observar los mandamientos, Jesús le invita, pues, a superarse a sí mismo.
«Si quieres…»: la invitación, aunque sea acuciante, respeta profundamente la libertad.
«El joven se fue muy triste». ¿Ha percibido dentro de su corazón las dificultades que tal superación conlleva? ¿Se va entristecido porque constata el abismo que separa las exigencias legales del radicalismo evangélico?
«Entonces, ¿quién puede salvarse?», preguntarán los discípulos. Tienen que aprender aún que el Reino es pura gracia. Pero, entonces, es asunto nuestro comprender que los «consejos» de Jesús no se dirigen a una minoría religiosa; están dirigidos a todo hombre de buena voluntad que acepte abrir su corazón al trabajo del Espíritu.
Un hombre se acerca a Jesús. En su rostro se lee el fervor. Quiere alcanzar el bien, la perfección: «Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?» Conocemos la respuesta: Jesús pide demasiado, y este hombre posee muchos bienes. «Vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres; luego, ven y sígueme». Pero el joven, al oír esto, se fue, porque poseía muchos bienes. El Reino sólo es accesible para los que vayan sin equipaje, con el corazón ligero; todos los méritos, toda la ciencia, toda la piedad, no podrán abrir las puertas del Reino. Sólo entrará el que se presente con las manos vacías. «¿Qué importa si estáis sujetos por un cable o por un hilo, desde el momento en que esa atadura os hace prisioneros y os impide avanzar?», comentará San Juan de la Cruz.
¡Bienaventurados los pobres! Sólo los que sigan a Jesús, que se ha despojado de todo hasta el extremo de tenderse desnudo en la cruz, sólo ellos poseerán el Reino… «Se fue muy triste, porque poseía muchos bienes»: nuestra alegría consiste en pasar la vida abriendo en nuestras manos y en nuestro corazón un lugar para Reino de los Cielos que pasa.
«¡Vende todo lo que tienes!». Vete hacia Dios sin proyectos, sin recuerdos, sin biblioteca. Vete sin mapas para descubrirlo, sabiendo que El está en el camino y no al final. No intentes encontrarlo por medios originales; déjate encontrar por él entre la pobreza de una vida corriente.
Abandona tus muchos bienes y alégrate de que tu inteligencia no sirva de nada frente a las cosas de Dios. Y si tu oración está despojada de emociones, sabrás que a Dios no se llega con los sentimientos. Si careces de valor, te alegrarás de ser capaz de esperanza. Y si piensas que tu vida es demasiado miserable para ser llamado a entrar en el Reino, estarás cerca de descubrir la misericordia y de vivir la caridad. «Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?» «¡Abre las manos para ser rico de Dios!» «¡Ven, sígueme: el camino que lleva a la cruz será tu camino de vida!»
Tú rechazaste el poder de las riquezas,
proclamaste dichosos a los pobres que te siguen.
Señor, Dios nuestro,
hunde en nosotros tu mirada,
pues son muchos los bienes que nos impiden avanzar.
¡Por tu amor, haznos pobres,
para que avancemos sin más futuro que el tuyo!
Biblia Nácar-Colunga Comentada
El peligro de las riquezas, 19:16-26 (Mc 10:17-27; Lc 18:18-27).
El protagonista de esta escena es en Mc-Lc “uno”; en Mt (v.22) es un joven (νεανίσκος), que además es una persona importante. Lc dice de él que era una persona importante, y lo determina con un término amplio (αρχών), pero que supone tener alguna dignidad a no ser que le llame así a causa de su influjo por sus riquezas (v.22). En Mt esta persona es un “joven,” que dice que todos los mandamientos “los ha guardado.” En cambio, en Mc-Lc, dice que todo esto lo he guardado “desde mi juventud.” Parecería, pues, que ya no era un joven. Es efecto de las “fuentes” y de los procedimientos redaccionales.
Al preguntarle por “la vida eterna,” término característico del ambiente del cuarto evangelio, se refiere a la fase “escatológica” final de ésta (Dan 12:2). ¿Piensa este joven — acaso con tendencias de ”esenio” — en nuevas prácticas? ¿O quiere ver claro en aquel prolijo mar de preceptos rabínicos? ¿Busca algo más que el “decálogo”? Es interesante considerar el título que le da a Cristo, y que aparece modificado en los evangelios.
“Maestro, ¿qué cosa buena haré para alcanzar la vida eterna?” (Mt).
“Maestro bueno, ¿qué haré para lograr la vida eterna?” (Mc-Lc).
El cambio redaccional se advierte en Mtg, que acaso lo formula así para que no se desvirtúe en sus lectores el sentido de divinidad adonde parece llevan con su calificativo Mc-Lc.
Cristo le replica que por qué le llama “bueno,” que sólo “uno es bueno” (Mt), o “nadie es bueno, sino sólo Dios” (Mc-Lc). En la literatura rabínica se lee que, en determinadas circunstancias, se ha de alabar a Dios, diciendo: “Bendito sea el Bueno y bienhechor”. ¿Qué pretende Cristo con destacar que sólo es bueno Dios?
Críticas racionalistas pretenden que con ello Jesucristo niega o desconoce — conciencia evolutiva — que El es Dios. Y valoran el texto de Mt como un arreglo artificioso para evitar que Jesucristo evite rechazar el título de “bueno,” y, en consecuencia, evitar el situarse en una esfera divina. Pero seguramente que estas palabras de Cristo llevan una intención especial. En la literatura rabínica no se dio el título por antonomasia de “el bueno” a ningún rabino; sólo a título excepcional, rabí Eleázaro (s.III) oyó en sueños: “Salud al rabí bueno de parte de Dios.”
Pero lo que tiene aquí más interés es la respuesta de Cristo, resaltando que sólo Dios es “bueno,” o ”el Bueno.” ¿Por qué esto? ¿Qué intenta Cristo con llamar la atención sobre una cosa tan evidente? Se ha propuesto:
a) Cristo querría con ello declinar el homenaje de semejante título, o acaso querría reprender con ello, tácitamente, las excesivas alabanzas que usaban y gustaban los rabinos (Mt 23:6ss).
b) Una interpretación más ordinaria en la tradición es que Cristo querría con ello indicar que sólo Dios es la fuente de la verdadera bondad, y que las criaturas sólo pueden ofrecer una participación y reflejo de ella. Se ha hecho ver cómo en la literatura rabínica, en el Talmud, Dios es denominado, sin más, el Bueno.
c) Sugeriría, al llamar la atención sobre el concepto “bueno” exclusivo de Dios, y que el joven le atribuye, que reflexionase sobre la profundidad del mismo, aunque, naturalmente, él no llegase entonces a una conclusión tan alta. Por eso, al hacer esta advertencia sobre una cosa tan evidente, hace ver que lleva un intento especial. Son, por otra parte, procedimientos usados por Cristo (Mt 22:41 ss, par. y comentario h.l.). Además, Cristo sabe que es Dios; esta consideración ontológica, ¿estará disociada, en su intento, de su repercusión psicológica en El mismo, que es Dios?
La respuesta de Cristo al joven es el cumplimiento de los mandamientos. Pero se advierte que no es ninguno directamente acerca de Dios. Probablemente se debe a destacar la función positiva de sus riquezas en servicio del prójimo. No basta decir “Señor,” hay que poner por obra los mandamientos. ¿Por qué el joven hace esta pregunta? ¿Va llevado de deseos de perfección? Al menos, la respuesta de Cristo va en esta dirección. ¿O es que piensa, como se decía en el medio religioso judío, que se precisan determinadas prácticas? “¿Quién será hijo (o digno) del siglo venidero?” Y rabí Eliezer decía: “El que reza tres veces al día el salmo 145.” La respuesta de Cristo, en cualquier caso, le orienta a la vida perfecta: “Si quieres ser perfecto (τέλειος).”
Todo judío sabía que, cumpliendo los “mandamientos,” se salvaba. Mc destaca la mirada de dilección que Cristo tiene para este joven que había cumplido los mandamientos. La respuesta de Cristo en Mt es para la “perfección,” en Mc-Lc es una formulación menos matizada, que produce el espejismo literario de estar en la misma línea del “decálogo,” de necesidad para el ingreso en la vida eterna. Es efecto redaccional acaso por proceder de “fuentes” distintas. Pero el pensamiento es claro, pues no puede estar este “consejo” en la necesidad del “decálogo.”
Ni esta “perfección” se impone a todos, como se ve en la práctica cristiana, que si en ocasiones pudo venirse a este desprendimiento (Act 4:32), se reconocía no ser obligatoria (Act 5:2.4). Acaso esta persona que aspira a una vida más perfecta fuese movida a ella por los influjos ambientales esenios de perfección, pero en donde la vida estaba asegurada.
El joven que va a Cristo porque ve el rutinarismo sólo del mosaísmo de entonces y la grandeza de Cristo que anuncia el reino, se encuentra, de pronto, con una doctrina de perfección, que le haría desprenderse de sus riquezas — era muy rico —, darlas a los pobres, para tener un tesoro seguro en el cielo, donde no se lo robarán ladrones ni lo destruirá la polilla. Es el mentó a la obra buena.
Sobre un caso concreto, Cristo expone toda una doctrina de perfección. Es la doctrina de los profetas sobre el amor eficaz al prójimo. Se citaba honoríficamente algún caso de rabinos que, para dedicarse al estudio de la Ley, habían vendido sus bienes. Pero en el programa de Cristo hay más: hay que “seguirle.” En varios códices de Mc se añade: “Ven y sígueme, llevando la cruz.” Su genuinidad es muy discutida, pero expresa bien el sentido de las palabras de Cristo. Con ellas, ¿le incita a ser uno de sus “discípulos”? (Mc 10:1; Lc 10:1). Parece muy probable. Son las mismas palabras que le dirigió a Pedro, a Andrés (Mt 4:19 par.) a Juan, a Santiago (Mt 4:21), a Mateo (Mt 9:9 par.) y a Felipe (Jn 1:43). El sentido hondo moral no es otro que el programa que Cristo enseñó en otra ocasión: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16:24 par.). La perspectiva de Cristo era la perfección por la cruz. Invitarle al “discipulado” no es lo mismo que a ser uno de sus “doce apóstoles.”
Pero el joven no lo aceptó. Mc, colorista, dirá que “frunció el entrecejo,” “contrajo la cara” (στυγνάσας) al oír esto. Los tres evangelistas recogen el motivo: “porque tenía muchos bienes.” No hubo respuesta. Sólo fue su rostro ensombrecido y. su “marcha.” Los ojos de Cristo, que le “amaron,” le vieron irse. “En el pensamiento evangélico es una de las posesiones más contrarias a la vida cristiana” (Bonnard).
G. Zevini, Lectio Divina (Mateo): El joven rico
Verbo Divino (2008), pp. 357-365.
La Palabra se ilumina
El presente fragmento, dotado de una composición unitaria, tiene como tema central el seguimiento de Cristo y la consiguiente relación con los bienes materiales en vistas a la vida eterna, que resulta ser el punto culminante de la perícopa. La pregunta inicial dirigida por el joven a Jesús -«Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para obtener la vida eterna?»- la recoge el mismo Jesús en la sentencia del v. 29, que encierra la promesa hecha a los discípulos: «Y todo el que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o tierras por mi causa, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna».
Entre la introducción y la conclusión, el discurso está articulado en escenas sucesivas que van ahondando y ampliando el horizonte. La negativa del joven a vender sus bienes permite a Jesús comunicar una enseñanza general sobre el peligro ínsito en las riquezas, siempre en vistas a la vida eterna (vv. 23-26). Sus palabras suscitan dos preguntas diferentes en los discípulos. La primera llena de turbación: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?» (v. 25); en cambio, la segunda -expresada por Pedro- tiene todavía como centro el fin por el que tiene sentido renunciar a las riquezas. Ese fin es la vida eterna, y, todavía antes, una más profunda y auténtica comunión con Dios y con todos los hombres. Para emplear otra expresión presente en el fragmento, el fin es la consecución de la «perfección» (v. 21).
Sin embargo, será bueno subrayar que ésta -según una opinión acreditada entre los exégetas- no debe entenderse como la propuesta de un «plus» reservado a un grupo restringido de discípulos. Al contrario, indica simplemente el «cumplimiento», vivir hasta el fondo -sin componendas o medias tintas- según la lógica del Evangelio. Nadie puede «entrar en la vida» manteniendo el corazón apegado a los bienes perecederos. La condición para ser verdaderamente libres para Dios es la de seguir a Jesús poniendo sólo en él -y no en las riquezas- nuestra propia confianza. Como ya ha afirmado el evangelista, el Reino de Dios pertenece a los pobres en el espíritu (cf. Mt 5,3), que en su pequeñez y humildad reciben como don de Dios precisamente todo lo que es imposible a las fuerzas humanas: la gracia para resistir al poder seductor de las riquezas. La salvación eterna no es nunca un derecho, ni siquiera para los discípulos que lo han dejado todo para seguir a Jesús; es un don que la bondad divina derrama sobre quien quiere y como quiere (cf. 20,1-16), con el inconfundible estilo de otorgar privilegio a quien menos se lo espera: precisamente a los últimos. Jesús concluye, pues, su enseñanza introduciendo de manera solemne -«Os aseguro que…» (v. 28)- la promesa dirigida a los discípulos: ellos -pobres pescadores, publicanos y pecadores- serán asociados a su gloria real en la regeneración, es decir, cuando, al final de los tiempos, aparecerá la nueva creación, en donde una vez más serán rebajadas las ambiciones humanas y exaltada la pobreza.
La Palabra me ilumina
«En cierta ocasión se acercó uno…» También hoy nos encontramos -como si de un espejo nítido se tratara- frente a la imagen de aquel joven que de generación en generación seguirá interrogando por nosotros a Jesús sobre lo que tiene que hacer de bueno para «obtener» la vida eterna. He aquí una buena pregunta que debe hacernos reflexionar. ¿Deseamos nosotros la vida eterna? ¿Esta dirigido al cielo nuestro corazón? Sin embargo, esta pregunta, que revela un deseo profundo, esconde también una grave incomprensión, que Jesús pone inmediatamente de relieve.
La vida eterna no se «consigue» haciendo algo bueno, sino que se recibe amando al único que es bueno. Se nota en aquel joven la existencia de algo así como una fractura entre deseo y vida. Parece como si nos encontráramos ante un soñador al que le gusta identificarse con el papel del héroe, pero, después, en la práctica, ni siquiera se atreve a levantar la mirada por miedo a cruzar su mirada con la de Jesús y encontrarse, a su pesar, movilizado de verdad en la gran aventura que es la vida cristiana, para la que no se pide otro requisito más que un corazón libre y ardiente, dispuesto a seguir al Señor sin cálculos ni programas.
El joven había preguntado que debía hacer; se le dice que se libere de todo lo que podía «hacer» y se ponga a «seguir», dejando que el mismo Dios «haga» de él lo que quiera, con soberana libertad. El ansia de saber por anticipado todos los pasos que debemos dar supone un gran peligro para la vida espiritual; es un grave riesgo detenerse a calcular los gastos y los intereses a fin de poder decidir si nos conviene o no comprometernos… Si tuviéramos que esperar a ser adecuados para la vocación, nunca podríamos dar el primer paso. «Entonces, ¿quién podrá salvarse?». Es imposible para el hombre -haga lo que haga-, pero no para Dios.
He aquí, pues, la invitación a abandonarnos confiados al Dios de lo imposible, capaz de encender en nuestro pequeño corazón la llama ardiente de su amor, venciendo toda resistencia. Se respira un aire de miedo: el gran miedo ante la puerta estrecha, el miedo de pasar por el «ojo de la aguja» del no tener seguridades. Así preferimos acallar las preguntas ultimas, puestas amorosamente en nuestro corazón por Dios casi como una brújula que, en medio de la espesa niebla de los afanes mundanos, nos indica de una manera decidida la dirección adecuada para llegar a la casa del Padre. Preferimos también renunciar a ser verdaderamente jóvenes, contentándonos con una vida «irreprochable», aunque vieja y cansada, encerrada en la monotonía de unos gestos siempre iguales, o llena de rumor, como para pretender impedir que resuene más agudo en el silencio el eco de la Palabra viva y penetrante, capaz de hacer brotar lágrimas de sincero arrepentimiento.
La Palabra en el corazón de los Padres
Después de la muerte de sus padres quedo solo con una única hermana mucho más joven. Tenía entonces unos dieciocho o veinte años, y tomó cuidado de la casa y de su hermana. Menos de seis meses después de la muerte de sus padres, iba, como de costumbre, de camino hacia la iglesia. Mientras caminaba, iba meditando y reflexionaba cómo los apóstoles lo dejaron todo y siguieron al Salvador (Mt 4,20; 19,27); cómo, según se refiere en los Hechos (4,35-37), la gente vendía lo que tenía y lo ponía a los pies de los apóstoles para su distribución entre los necesitados; y qué grande es la esperanza prometida en los cielos a los que obran así (Ef 1,18; Col 1,5).
Pensando estas cosas, entró a la iglesia. Sucedió que en ese momento se estaba leyendo el evangelio, y se escuchó el pasaje en el que el Señor dice al joven rico: «Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes y dáselo a los pobres; luego ven, sígueme, y tendrás un tesoro en el cielo» (Mt 19,21). Como si Dios le hubiese puesto el recuerdo de los santos y como si la lectura hubiera sido dirigida especialmente a él, Antonio salió inmediatamente de la iglesia y dio la propiedad que tenía de sus antepasados: 80 hectáreas, tierra muy fértil y muy hermosa. No quiso que ni él ni su hermana tuvieran ya nada que ver con ella. Vendió todo lo demás, los bienes muebles que poseía, y entregó a los pobres la considerable suma recibida, dejando sólo un poco para su hermana.
Pero de nuevo entró en la iglesia y escuchó aquella palabra del Señor en el evangelio: «No os preocupéis por el mañana» (Mt 6,34). No pudo soportar mayor espera, sino que fue y distribuyó a los pobres también esto último. Colocó a su hermana donde vírgenes conocidas y de confianza, entregándosela para que fuese educada. Entonces él mismo dedicó todo su tiempo a la vida ascética, atento a sí mismo, cerca de su propia casa. No existían aún tantas celdas monacales en Egipto, y ningún monje conocía siquiera el lejano desierto. Todo el que quería enfrentarse consigo mismo sirviendo a Cristo, practicaba la vida ascética solo, no lejos de su aldea.
Por aquel tiempo había en la aldea vecina un anciano que desde su juventud llevaba una vida ascética en soledad. Cuando Antonio lo vio, «tuvo celo por el bien» (Gál 4,18) y se estableció inmediatamente en la vecindad de la ciudad. Desde entonces, cuando oía que en alguna parte había un alma que se esforzaba, se iba, como sabia abeja, a buscarla y no volvía sin haberla visto; sólo regresaba después de haber recibido, por decirlo así, provisiones para su jornada de virtud.
Ahí, pues, pasó el tiempo de su iniciación y afirmó su determinación de no volver más a la casa de sus padres ni de pensar en sus parientes, sino de dedicar todas sus inclinaciones y energías a la práctica continua de la vida ascética. Hacía trabajo manual, pues había oído que «el que no quiere trabajar tampoco tiene derecho a comer» (2 Tes 3,10). De sus entradas guardaba algo para su manutención y el resto lo daba a los pobres. Oraba constantemente, habiendo aprendido que debemos orar en privado (Mt 6,6) sin cesar (Lc 18,1; 21,36; 1 Tes 5,17). Además, estaba tan atento a la lectura de la Escritura que nada se le escapaba: retenía todo, y así su memoria le servía en lugar de libros (Atanasio, Vida de san Antonio, 2-4).
Caminar con la Palabra
¿Qué es un deseo? Puede ser un simple voto, pero también puede llegar a dominar la vida de una persona. Semejantes deseos plasman la vida. Con todo, lo que deseamos de hecho puede ser muy diferente de lo que creemos que debemos desear. Podemos aspirar a tener un determinado deseo, como amar la verdad o a Dios, pero, al mismo tiempo, podemos ser conscientes de que esto es, en realidad, poco más que un voto en nuestra vida, mientras que otros deseos hacen presa en nosotros con una fuerza que nos ata. Hay vínculos poderosos que pueden tomar el control sobre nosotros en lo que se refiere a nuestro trabajo, a la familia, a la religión, al dinero, a las artes, a la diversión, al ordenador, etc. Ninguna de estas realidades es un mal en sí misma, pero todos sabemos como nos sentimos al ser presa de un deseo que nos absorbe hasta el punto de que, contrariamente a todo nuestro sano criterio de juicio, comenzamos a organizar en torno a él toda nuestra vida.
Los deseos requieren una atención esmerada y sabia, inteligencia y educación. Frente a tal situación, las personas con sentido común buscan, generalmente, el «equilibrio». Sin embargo, no basta. Es como si percibiéramos que, en cierto modo, hemos sido hechos precisamente para el exceso.
Hay dos verdades cristianas grandes y sencillas respecto al deseo. La primera es que Dios nos desea. Tal vez sea esta, entre todas, la verdad más difícil de aferrar. ¿Nos despertamos cada mañana asombrados de que Dios nos ame, conscientes de que esta es la fuente suprema de toda delicia, de la dignidad y del valor que tenemos? ¿Dejamos que nuestra jornada se plasme por el deseo de Dios de entrar en relación con nosotros? ¿Estamos habituados a considerarnos a nosotros mismos, a los otros y la creación a la luz del deseo que Dios alimenta, es decir, de que todos nosotros podemos florecer? ¿Deseamos, simplemente, gozar de Dios? En verdad, es amar a Dios lo que da armonía a todos los otros deseos. Este es el gran deseo, capaz de plasmar toda nuestra vida.
La segunda gran verdad cristiana respecto al deseo es que todos estamos invitados a desear lo que Dios desea… Pero cuidado: Dios tiende a tomarnos en serio (y alegremente) de lo que nos tomamos nosotros mismos. Al plantear tímidamente los grandes interrogantes sobre el significado y la forma de nuestra vida, es probable que encontremos respuestas que superan por completo nuestra imaginación. Es muy común encontrarnos reflexionando en un segundo momento -cuando una vida que parecía relativamente administrable ha conocido el multiforme exceso de Dios- como en realidad no teníamos la menor idea de aquello en que nos estábamos adentrando (D. F. Ford, Dare forma alla vita, Qiqajon, Magnano 2003, 59ss, passim).
W. Trilling, El Nuevo Testamento y su Mensaje (Mt): La pregunta del joven rico
Herder (1980), Tomo II, Cf. pp. 169-173.
16 Luego se le acercó uno y le preguntó: Maestro, ¿qué haría yo de bueno para poseer vida eterna? 17 Él le contestó: ¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el bueno. Pero, si quieres entrar en la vida, observa los mandamientos. 18 Dícele aquél: ¿Cuáles? Jesús respondió: Aquello de no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, 19 honra al padre y a la madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo. 20 El joven le replica: Todas esas cosas las he cumplido. ¿Qué me falta todavía?
En el camino un hombre se acerca a Jesús, como otros hicieron antes que él (cf. 8,19.21). Su pregunta no se refiere a lo que debe hacer para seguir al Maestro ni a las condiciones que le serán impuestas, sino al fin perseguido con este seguimiento, que es la vida eterna. Nuestro hombre conoce el fin, pero pregunta por el camino. A este camino tiene que conducir algo bueno. La bondad de la vida humana aquí en la tierra, y de la vida eterna (donada por Dios) allí en el cielo, se corresponden mutuamente.
Además el que pregunta sabe que se tiene que hacer algo. El don de Dios no se logrará con independencia del esfuerzo del hombre, aunque nunca se puede merecer en el sentido propio. Ya es muchísimo saber estas dos cosas y poder preguntar tan atinadamente.
La respuesta en primer lugar, y sin atenerse a la pregunta estricta, se refiere al concepto de lo «bueno». La respuesta sólo llega a ser plenamente inteligible con el texto de san Marcos, en el que el joven rico había dado a Jesús el tratamiento de «Maestro bueno», y Jesús le había contestado: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino uno, Dios» (Mc 10,18). San Mateo enfoca la pregunta de otra manera y coloca lo bueno en sentido objetivo ante lo bueno en sentido personal. Sólo Dios es bueno, y por tanto también es el dechado de todo lo bueno que hay. Así pues, cuando se pregunta a Jesús por lo bueno, se le pregunta por Dios. Sólo por Dios se mide todo lo bueno que el hombre puede conocer y anhelar como valor. Es la plenitud de lo bueno, y cada una de las cosas buenas que se ven y hacen participa en el bien absoluto, que es el mismo Dios.
Prosigue la respuesta propiamente dicha, a saber guardar los mandamientos, que son los mandamientos de Dios. Jesús no los nombra todos, sino algunos de los diez mandamientos, que tienen más importancia, y además se añade — y así se hace resaltar — el mandamiento del amor al prójimo. No se nombran los tres primeros mandamientos de la tabla del decálogo, que se refieren a Dios y a su servicio, sino que solamente se nombran los que se refieren al hombre y a su servicio. Como complemento no se añade el mandamiento de amar a Dios, sino el de amar al prójimo. Así se indica la dirección de la respuesta de Jesús: Importa hacer lo bueno en favor del hombre si se quiere alcanzar la vida eterna. El que pregunta en general por la vida eterna, ya sabe que se tiene que obedecer a Dios, honrarle y amarle. Pero lo otro se Je tiene que decir de una forma que se grabe.
El punto central e importante del diálogo radica en la segunda pregunta: ¿Qué me falta todavía? La primera contestación que dio Jesús, está en el Antiguo Testamento. Se la podía dar el piadoso judío, y los escribas también lo han hecho alguna que otra vez. El camino de la salvación ya está contenido en el Antiguo Testamento si se entiende en la forma debida y no se ahogan sus exigencias capitales con innumerables prescripciones particulares. No obstante, el joven puede declarar sin reservas que ha cumplido todo lo que Jesús menciona. Difícilmente podrá salir airosa esta confianza ante un criterio estricto. Pero la respuesta también quiere indicar que todo eso le es bien conocido y no contiene ninguna novedad. Sin embargo, hay que poder decir algo nuevo, porque la persona y la actividad de Jesús para él tienen una apariencia nueva. El joven desde el principio debió de esperar que Jesús le diera una orden especial que excediera lo ordinario. Ya que el Señor en primer lugar le da una respuesta tradicional que expresa la unidad con lo que se ha ido transmitiendo en Israel, el joven ahora tiene que preguntar expresamente por lo nuevo: ¿Qué me falta todavía?
21 Jesús le dijo: Si quieres ser perfecto, anda, vende todos tus bienes y dáselos a los pobres, que así tendrás un tesoro en los cielos; luego ven y sígueme. 22 Pero, cuando el joven oyó estas palabras, se fue lleno de tristeza, pues poseía muchos bienes.
¿Cómo responderá Jesús? ¿Añadirá un undécimo mandamiento a los diez que ya existen, o explicará, como hizo más tarde, el único mandamiento del amor como resumen de toda la ley? (22,34-40). En primer lugar está la palabra «perfecto». Ya la oímos en el sermón de la montaña (5,48). Como en aquel sermón, esta palabra aquí también sirve para expresar el objetivo sintético de lo que Dios reclama. La frase si quieres ser perfecto no se dice como pregunta, que deje esta volición al arbitrio del individuo (un consejo), así como tampoco se dijo como pregunta la locución de la primera parte del diálogo: «Si quieres entrar en la vida» (19,17). Es lo que vale para todos los que quieren ser discípulos, porque para todos vale la misma finalidad de la vida eterna. Todos deben ser perfectos como su Padre celestial. No basta solamente conocer los distintos mandamientos y cumplirlos puntualmente, sólo basta la perfección. La justicia de los discípulos debe superar la de los escribas y fariseos (5,20). El mismo Dios debe ser la medida de las acciones del hombre. El cristianismo no consiste en cumplir los mandamientos, sino en entregarse perfectamente y en amar sin limitaciones.
Pero Jesús además dice que el joven debe vender lo que posee, desprenderse del producto de la venta, y luego debe seguirle. Estas palabras del Maestro hay que entenderlas como llamada personal, que sólo puede aplicarse a este joven y a su situación. Tiene muchos bienes, y su corazón está pendiente de ellos, aunque haya cumplido los mandamientos. Por eso no es «perfecto», porque su corazón no está indiviso en Dios, sino que está dividido, porque también ama lo que posee. Aún no sabe nada de la nueva resolución firme que Jesús ha traído: «No podéis servir a Dios y a Mammón» (6,24c). El joven aún no puede distinguir entre el tesoro en la tierra, que destruyen la polilla y el orín, y que roban los ladrones, y el tesoro en Dios (cf. 6,19-21). Por eso el joven es invitado a emplear su tesoro en la tierra como tesoro en el cielo. Si así lo hace, entonces se verá que a él primero le interesa Dios y por tanto en realidad también le interesa la vida eterna.
Lo que aquí se dice de la perfección en general (junto son 5,48), puede aplicarse a todos los discípulos y los une sin hacer diferencias. Lo que se dice sobre la venta de lo que se posee, en primer lugar tiene aplicación al que preguntó. Pero cualquier discípulo de Jesús reconoce a manera de ejemplo lo que importa. Primeramente escuchará el llamamiento a la perfección. Pero este llamamiento para el discípulo quizás contiene una reclamación concreta distinta de la de desprenderse de lo que posee. No se trata de liberarse de los bienes como tales, sino de la libertad para Dios. Pero esta libertad sólo se puede obtener en el seguimiento de Jesús. Por eso tiene validez que cuando hayas hecho todo lo que te hace libre, entonces tienes que seguirme. Y también es verdad que sólo puede conservarse la plena libertad para Dios en el seguimiento de Jesús. La ley vital de Jesús: Dios solo y en primer término, también puede aplicarse a sus discípulos. El discípulo sabe que en el Evangelio al usar el verbo «seguir» de ordinario se piensa en la disposición para el sufrimiento y en participar en la pasión de Jesús…