Mt 19, 3-12: Matrimonio y divorcio
/ 13 agosto, 2015 / San MateoTexto Bíblico
3 Se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: «¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?». 4 Él les respondió: «¿No habéis leído que el Creador, en el principio, los creó hombre y mujer, 5 y dijo: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”? 6 De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». 7 Ellos insistieron: «¿Y por qué mandó Moisés darle acta de divorcio y repudiarla?». Él les contestó: 8 «Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres; pero, al principio, no era así. 9 Pero yo os digo que, si uno repudia a su mujer —no hablo de unión ilegítima— y se casa con otra, comete adulterio». 10 Los discípulos le replicaron: «Si esa es la situación del hombre con la mujer, no trae cuenta casarse». 11 Pero él les dijo: «No todos entienden esto, solo los que han recibido ese don. 12 Hay eunucos que salieron así del vientre de su madre, a otros los hicieron los hombres, y hay quienes se hacen eunucos ellos mismos por el reino de los cielos. El que pueda entender, entienda».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Pedro Crisólogo, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón: El Matrimonio hace de dos seres uno solo
Sermón n. 99.
«No son dos, sino una sola carne» (Mt 19,6)
“Gran misterio éste…” (Ef 5,32)
“Por lo demás, entre cristianos, ni la mujer sin el varón, ni el varón sin la mujer».(1Cor 11,11) Es lo que dice San Pablo. En el evangelio, el hombre y la mujer se encaminan juntos hacia el Reino. Cristo llama al hombre y a la mujer sin separarlos. Dios los une y la naturaleza los junta, dándoles, por una conformidad admirable poder participar en las mismas funciones y las mismas obras. Por el lazo del matrimonio, Dios hace de dos seres uno solo y de uno solo hace dos, de manera que el uno descubre en el otro un segundo “yo-mismo”, sin perder su personalidad ni confundirse con el otro.
¿Por qué en las imágenes que Dios nos da de su Reino hace intervenir al hombre y a la mujer? ¿Por qué sugiere Dios tanta grandeza con unos ejemplos que pueden parecer bien frágiles y desproporcionados? Hermanos, hay un misterio grande escondido en esta pobreza. Según la palabra de Pablo: “Gran misterio éste, que yo relaciono con la unión de Cristo y de la Iglesia»(Ef 5,32).
Estas palabras evocan el misterio más grande de la humanidad: el hombre y la mujer han puesto fin a la condena del mundo, una condena que duraba desde siglos. Adán, el primer hombre, y Eva, la primer mujer, son conducidos del árbol del conocimiento del bien y del mal al fuego del fermento evangélico. Los ojos que el árbol de la tentación había cerrado a la verdad, abriéndolos a la ilusión del mal, son abiertos por la luz del evangelio y cerrados al mal. Estas bocas enfermas por el fruto del árbol envenenado, son curadas por el sabor delicioso de la salvación, de aquel árbol cuyo sabor de fuego abrasa los corazones.
San Juan Pablo II, papa
NOTA: Este texto es uno de los fundamentos de la llamada «Teología del Cuerpo», desarrollada por el Papa Juan Pablo en varias catequesis durante las audiencias de los miércoles. Hay mucho contenido en dichas audiencias. Aquí sólo se colocan algunas. Sería quizá interesante recopilar de forma ordenada un resumen de todas ellas por versículos de este pasaje evangélico
Catequesis, Audiencia General (02-04-1980)
1. […] En su respuesta Cristo se remitió dos veces al “principio” y, por esto, también nosotros, en el curso de nuestros análisis, hemos tratado de esclarecer del modo más profundo posible el significado de este “principio”, que es la primera herencia de cada uno de los seres humanos en el mundo, varón y mujer, el primer testimonio de la identidad humana según la palabra revelada, la primera fuente de la certeza de su vocación como persona creada a imagen de Dios mismo.
2. La respuesta de Cristo tiene un significado histórico, pero no sólo histórico. Los hombres de todos los tiempos plantean la pregunta sobre el mismo tema. También lo hacen nuestros contemporáneos los cuales, sin embargo, en sus preguntas no se remiten a la ley de Moisés, que admitía el libelo de repudio, sino a otras circunstancias y a otras leyes. Estas preguntas suyas están cargadas de problemas, desconocidos a los interlocutores contemporáneos de Cristo. Sabemos qué preguntas concernientes al matrimonio y a la familia han hecho al último Concilio, al Papa Pablo VI, y se formulan continuamente en el período post conciliar, día tras día, en las más diversas circunstancias. Las hacen muchas personas, esposos, novios, jóvenes, pero también escritores, publicistas, políticos, economistas, demógrafos, en una palabra, la cultura y la civilización contemporánea.
Pienso que entre las respuestas que Cristo daría a los hombres de nuestro tiempo y a sus preguntas, frecuentemente tan impacientes, todavía sería fundamental la que dio a los fariseos. Al contestar a sus preguntas, Cristo se remitiría ante todo al “principio”. Lo haría quizá de modo tanto más decisivo y esencial, cuanto que la situación interior y a la vez cultural del hombre de hoy parece alejarse de ese “principio” y asumir formas y dimensiones que divergen de la imagen bíblica del “principio” en puntos evidentemente cada vez más distantes.
Sin embargo, Cristo no quedaría “sorprendido” por ninguna de estas situaciones, y supongo que continuaría haciendo referencia sobre todo al “principio”.
3. Por esto la respuesta de Cristo exigía un análisis particularmente profundo. En efecto, esa respuesta evoca verdades fundamentales y elementales sobre el ser humano, como varón y mujer. Es la respuesta a través de la cual entrevemos la estructura misma de la identidad humana en las dimensiones del misterio de la creación y, al mismo tiempo en la perspectiva del misterio de la redención. Sin esto, no hay modo de construir una antropología teológica y, en su contexto, una “teología del cuerpo”, de la que traiga origen también la visión plenamente cristiana del matrimonio y de la familia. Lo puso de relieve Pablo VI cuando en su Encíclica dedicada a los problemas del matrimonio y de la procreación, en su significado humana y cristianamente responsable, hizo referencia a la “visión integral del hombre” (Humanae vitae, 7). Se puede decir que, en la respuesta a los fariseos. Cristo presentó a los interlocutores también esta “visión integral del hombre”, sin la cual no se puede dar respuesta alguna adecuada a las preguntas relacionadas con el matrimonio y la procreación. Precisamente esta visión integral del hombre debe ser construida según el “principio”.
Esto es igualmente válido para la mentalidad contemporánea, tal como lo era, aún cuando de modo diverso, para los interlocutores de Cristo. Efectivamente, somos hijos de una época en la que, por el desarrollo de varias disciplinas, esta visión integral del hombre puede ser fácilmente rechazada y sustituida por múltiples concepciones parciales que, deteniéndose sobre uno u otro aspecto del compositum humanum, no alcanzan al integrum del hombre, o lo dejan fuera del propio campo visivo. Se insertan luego diversas tendencias culturales que —según estas verdades parciales— formulan sus propuestas e indicaciones prácticas sobre el comportamiento humano y, aún más frecuentemente, sobre cómo comportarse con el “hombre”. El hombre se convierte, pues, más en un objeto de determinadas técnicas, que en el sujeto responsable de la propia acción. La respuesta que Cristo dio a los fariseos exige también que el hombre, varón y mujer, sea este sujeto, es decir, un sujeto que decida sobre sus propias acciones a la luz de la verdad integral sobre sí mismo, en cuanto verdad originaria, o sea, fundamento de las experiencias auténticamente humanas. Esta es la verdad que Cristo nos hace buscar en el “principio”. Por eso nos dirigimos a los primeros capítulos del Génesis.
4. El estudio de estos capítulos, acaso más que de otros, nos hace conscientes del significado y de la necesidad de la “teología del cuerpo”. El “principio” nos dice relativamente poco sobre el cuerpo humano, en el sentido naturalista y contemporáneo de la palabra. Desde este punto de vista, en el estudio presente, nos encontramos a un nivel del todo precientífico. No sabemos casi nada sobre las estructuras interiores y sobre las regulaciones que reinan en el organismo humano. Sin embargo, al mismo tiempo —quizá a causa de la antigüedad del texto—, la verdad importante para la visión integral del hombre se revela de modo más sencillo y pleno. Esta verdad se refiere al significado del cuerpo humano en la estructura del sujeto personal. Sucesivamente, la reflexión sobre esos textos arcaicos nos permite extender este significado a toda la esfera de la intersubjetividad humana, especialmente en la perenne relación varón-mujer. Gracias a esto, adquirimos, según esta relación, una óptica que debemos poner necesariamente en la base de toda la ciencia contemporánea acerca de la sexualidad humana, en sentido bio-fisiológico. Esto no quiere decir que debamos renunciar a esta ciencia o privarnos de sus resultados. Al contrario: si éstos deben servir para enseñarnos algo sobre la educación del hombre, en su masculinidad y feminidad, y acerca de la esfera del matrimonio y de la procreación, es necesario —a través de todos y cada uno de los elementos de la ciencia contemporánea— llegar siempre a lo que es fundamental y esencialmente personal, tanto en cada individuo, varón o mujer, cuanto en sus relaciones recíprocas.
Y precisamente en este punto es donde la reflexión sobre el texto arcaico del Génesis se manifiesta insustituible. Constituye realmente el “principio” de la teología del cuerpo. El hecho de que la teología comprenda también al cuerpo no debe maravillar ni sorprender a nadie que sea consciente del misterio y de la realidad de la Encarnación. Por el hecho de que el Verbo de Dios se ha hecho carne, el cuerpo ha entrado, diría, por la puerta principal en la teología, esto es, en la ciencia que tiene como objeto la divinidad. La Encarnación —y la redención que brota de ella— se ha convertido también en la fuente definitiva de la sacramentalidad del matrimonio, del que trataremos más ampliamente a su debido tiempo.
5. Las preguntas que se plantean al hombre contemporáneo son también preguntas de los cristianos: de aquellos que se preparan para el sacramento del matrimonio o de aquellos que ya viven en el matrimonio, que es el sacramento de la Iglesia. Estas no son sólo las preguntas de las ciencias, sino, y aún más, las preguntas de la vida humana. Muchos hombres y muchos cristianos buscan en el matrimonio la realización de su vocación. Muchos quieren encontrar en él el camino de la salvación y de la santidad.
Para ellos es particularmente importante la respuesta que Cristo dio a los fariseos, celadores del Antiguo Testamento. Los que buscan la realización de la propia vocación humana y cristiana en el matrimonio, ante todo están llamados a hacer de esta “teología del cuerpo”, cuyo “principio” encuentran en los primeros capítulos del Génesis, el contenido de su vida y de su comportamiento. Efectivamente, ¡cuán indispensable es, en el camino de esta vocación, la conciencia profunda del significado del cuerpo, en su masculinidad y feminidad!, ¡cuán necesaria es una conciencia precisa del significado esponsalicio del cuerpo, de su significado generador, dado que todo esto, que forma el contenido de la vida de los esposos, debe encontrar constantemente su dimensión plena y personal en la convivencia, en el comportamiento, en los sentimientos! Y esto, tanto más en el trasfondo de una civilización, que está bajo la presión de un modo de pensar y valorar materialista y utilitario. La bio-fisiología contemporánea puede suministrar muchas informaciones precisas sobre la sexualidad humana. Sin embargo, el conocimiento de la dignidad personal del cuerpo humano y del sexo se saca también de otras fuentes. Una fuente particular es la Palabra de Dios mismo, que contiene la revelación del cuerpo, esa que se remonta al “principio”.
¡Qué significativo es que Cristo, en la respuesta a todas estas preguntas, mande al hombre volver, en cierto modo, al umbral de su historia teológica! Le ordena ponerse en el límite entre la inocencia-felicidad originaria y la herencia de la primera caída. ¿Acaso no le quiere decir, de este modo, que el camino por el que Él conduce al hombre, varón-mujer, en el sacramento del matrimonio, esto es, el camino de la “redención del cuerpo”, debe consistir en recuperar esta dignidad en la que se realiza simultáneamente el auténtico significado del cuerpo humano, su significado personal y “de comunión”?
6. Por ahora, terminamos la primera parte de nuestras meditaciones dedicadas a este tema tan importante. Para dar una respuesta más exhaustiva a nuestras preguntas, tal vez apremiantes, sobre el matrimonio —o todavía más exactamente: sobre el significado del cuerpo—, no podemos detenernos solamente en lo que Cristo respondió a los fariseos, haciendo referencia al “principio” (cf. Mt 19, 3 ss.: Mc 10, 2 ss.). También debemos tomar en consideración todas las demás enunciaciones, entre las cuales destacan especialmente dos, de carácter particularmente sintético: la primera, la del sermón de la montaña, a propósito de las posibilidades del corazón humano respecto a la concupiscencia del cuerpo (cf. Mt 5, 8), y la segunda, aquella en que Jesús se refiere a la resurrección futura (cf. Mt 22, 24-30; Mc 12, 18-27; Lc 20, 27-36).
Estas dos enunciaciones serán objeto de nuestras sucesivas reflexiones.
Catequesis, Audiencia General (10-03-1982)
Virginidad o celibato
1. Comenzamos hoy a reflexionar sobre la virginidad o celibato «por el reino de los cielos».
La cuestión de la llamada a una donación exclusiva de sí a Dios en la virginidad y en el celibato, hunde profundamente sus raíces en el terreno evangélico de la teología del cuerpo. Para poner de relieve las dimensiones que le son propias, es necesario tener presentes las palabras, con las que Cristo hizo referencia al «principio», y también aquellas con las que Él se remitió a la resurrección de los cuerpos. La constatación: «Cuando resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán dadas en matrimonio» (Mc 12, 25) indica que hay una condición de vida, sin matrimonio, en la que el hombre, varón y mujer, halla a un tiempo la plenitud de la donación personal y de la intersubjetiva comunión de las personas, gracias a la glorificación de todo su ser sicosomático en la unión perenne con Dios. Cuando la llamada a la continencia «por el reino de los cielos» encuentra eco en alma humana, en las condiciones de la temporalidad, esto es, en las condiciones en que las personas de ordinario «toman mujer y toman marido» (Lc 20, 34), no resulta difícil percibir allí una sensibilidad especial del espíritu humano, que ya en las condiciones de la temporalidad parece anticipar aquello de lo que el hombre será partícipe en la resurrección futura.
2. Sin embargo, Cristo no habló de este problema, de esta vocación particular, en el contexto inmediato de su conversación con los saduceos (cf. Mt 22, 23-30; Mc 12, 18-25; Lc 20, 27-36), cuando se refirió a la resurrección de los cuerpos. En cambio, había hablado de ella (ya antes) en el contexto de la conversación con los fariseos sobre el matrimonio y sobre las bases de su indisolubilidad, casi como prolongación de ese coloquio (cf. Mt 19, 3-9). Sus palabras conclusivas se refieren al así llamado libelo de repudio, permitido por Moisés en algunos casos. Dice Cristo: «Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así. Y yo os digo que quien repudia a su mujer (salvo caso de adulterio) y se casa con otra, adultera» (Mt 19, 8-9). Entonces, los discípulos que —como se puede deducir del contexto— estaban escuchando atentamente aquella conversación, y en particular las últimas palabras pronunciadas por Jesús, le dijeron así: «Si tal es la condición del hombre con la mujer, preferible es no casarse» (Mt 19, 10). Cristo les da la respuesta siguiente: «No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado. Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron hechos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismo se han hecho tales por amor al reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda» (Mt 19, 11-12).
3. Respecto a esta conversación referida por Mateo, se nos puede plantear la pregunta: ¿Qué pensaban los discípulos, cuando, después de haber oído la respuesta de Jesús había dado a los fariseos sobre el matrimonio y su indisolubilidad, hicieron la observación: «Si tal es la condición del hombre con la mujer, preferible es no casarse»? En todo caso, Cristo creyó oportuna esa circunstancia para hablarles de la continencia voluntaria por el reino de los cielos. Al decir esto, no toma posición directamente respecto al enunciado de los discípulos, ni permanece en la línea de su razonamiento [1]. Por tanto, no responde: «conviene casarse» o «no conviene casarse». La cuestión de la continencia por el reino de los cielos no se contrapone al matrimonio, ni se basa sobre un juicio negativo con relación a su importancia. Por lo demás, Cristo, al hablar precedentemente de la indisolubilidad del matrimonio, se había referido al «principio», esto es, al misterio de la creación, indicando así la primera y fundamental fuente de su valor. En consecuencia, para responder a la pregunta de los discípulos, o mejor, para esclarecer el problema planteado por ellos. Cristo recurre a otro principio. Los que hacen en la vida esta opción «por el reino de los cielos», no observan la continencia por el hecho de que «no conviene casarse», o sea, no por el motivo de un supuesto valor negativo del matrimonio, sino en vista del valor particular que está vinculado con esta opción y que hay que descubrir y aceptar personalmente como vocación propia. Y por esto, Cristo dice: «El que pueda entender, que entienda» (Mt 19, 12). En cambio, inmediatamente antes dice: «No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado» (Mt 19, 11).
4. Como se ve, Cristo en su respuesta al problema que le planteaban los discípulos, precisa claramente una regla para comprender sus palabras. En la doctrina de la Iglesia está vigente la convicción de que estas palabras no expresan un mandamiento que obliga a todos, sino un consejo que se refiere sólo a algunas personas [2]: precisamente a las que están en condiciones «de entenderlo». Y están en condiciones «de entenderlo» aquellos «a quienes ha sido dado». Las palabras citadas indican claramente el momento de la oración personal y, a la vez, el momento de la gracia particular, esto es, del don que el hombre recibe para hacer tal opción. Se puede decir que la opción de la continencia por el reino de los cielos es una orientación carismática hacia aquel estado escatológico, en que los hombres «no tomarán mujer ni marido»; sin embargo, entre ese estado del hombre en la resurrección de los cuerpos y la opción voluntaria de la continencia por el reino de los cielos y como fruto de una en la vida terrena y en el estado histórico del hombre caído y redimido, hay una diferencia esencial. El «no casarse» escatológico será un «estado», es decir, el modo propio y fundamental de la existencia de los seres humanos, hombres y mujeres, en sus cuerpos glorificados. La continencia por el reino de los cielos, como fruto de una opción carismática, es una excepción respecto al otro estado, esto es, al estado del que el hombre desde «el principio» vino a ser y es partícipe, durante toda la existencia terrena.
5. Es muy significativo que Cristo no vincula directamente sus palabras sobre la continencia por el reino de los cielos con el anuncio del «otro mundo», donde «no tomarán mujer ni marido» (Mc 12, 25). En cambio, sus palabras se encuentran —como ya hemos dicho— en la prolongación del coloquio con los fariseos, en el que Jesús se remitió «al principio», indicando la institución del matrimonio por parte del Creador y recordando el carácter indisoluble que, en el designio de Dios, corresponde a la unidad conyugal del hombre y de la mujer.
El consejo y, por lo tanto, la opción carismática de la continencia por el reino de los cielos están unidos, en las palabras de Cristo, con el reconocimiento máximo del orden «histórico» de la existencia humana, relativo al alma y al cuerpo. Basándonos en el contexto inmediato de las palabras sobre la continencia por el reino de los cielos en la vida terrena del hombre, es preciso ver en la vocación a esta continencia un tipo de excepción de lo que es más bien una regla común de esta vida. Esto es lo que Cristo pone de relieve, sobre todo. Que luego, esta excepción incluya en sí el anticipo de la vida escatológica, en la que no se da matrimonio, y propia del «otro mundo» (esto es, del estadio final del «reino de los cielos»), esto es algo de lo que Cristo no habla aquí directamente. De hecho, se trata, no de la continencia en el reino de los cielos, sino de la continencia «por el reino de los cielos». La idea de la virginidad o del celibato, como anticipo y signo escatológico [3], se deriva de la asociación de las palabras pronunciadas aquí con las que Jesús dijo en otra oportunidad, a saber, en la conversación con los saduceos, cuando proclamó la futura resurrección de los cuerpos.
Volveremos sobre este tema durante las próximas reflexiones.
Notas
[1]. Sobre los problemas más detallados de la exégesis de este pasaje, cf., por ejemplo, L. Sabourin, II Vangelo di Matteo. Teologia e esegesi, vol. II, Roma, 1977, Ediciones Paulinas, págs. 834-836; The Positive Values of Consecrated Celibacy, en «The Way», Suplement 10, summer 1970, pág. 51; J. Blinzler, Eisin eunuchoi. Zur Auslegunng von Mt 19, 12, «Zeitschrift für die Neutestamentiliche Wissenschaft», 48, 1977, pág. 268 ss.
[2]. «La santidad de la Iglesia también se fomenta de una manera especial con los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio para que los observen sus discípulos. Entre ellos destaca el precioso don de la divina gracia, concedido a algunos por el Padre (cf. Mt 19, 11; 1 Cor 7, 7), para que se consagren a solo Dios con un corazón que en la virginidad o en el celibato se mantiene más fácilmente indiviso» (Lumen gentium, 42).
[3]. Cf., por ejemplo, Lumen gentium, 44; Perfectae caritatis, 12.
Catequesis, Audiencia General (24-11-1982)
La sacramentalidad del matrimonio a la luz del Evangelio
1. Hemos analizado la Carta a los Efesios y, sobre todo, el pasaje del capítulo 5, 22-23, desde el punto de vista de la sacramentalidad del matrimonio. Examinemos ahora el mismo texto desde la óptica de las palabras del Evangelio.
Las palabras de Cristo dirigidas a los fariseos (cf. Mt 19) se refieren al matrimonio como sacramento, o sea, a la revelación primordial del querer y actuar salvífico de Dios «al principio», en el misterio mismo de la creación. En virtud de este querer y actuar salvífico de Dios, el hombre y la mujer, al unirse entre sí de manera que se hacen «una sola carne» (Gén 2, 24), estaban destinados, a la vez, a estar unidos «en la verdad y en la caridad» como hijos de Dios (cf. Gaudium et spes, 24), hijos adoptivos en el Hijo Primogénito, amado desde la eternidad. A esta unidad y a esta comunión de personas, a semejanza de la unión de las Personas divinas (cf. Gaudium et spes 24), están dedicadas las palabras de Cristo, que se refieren al matrimonio como sacramento primordial y, al mismo tiempo, confirman ese sacramento sobre la base del misterio de la redención. Efectivamente, la originaria «unidad en el cuerpo» del hombre y de la mujer no cesa de forjar la historia del hombre en la tierra, aunque haya perdido la limpidez del sacramento, del signo de la salvación, que poseía «al principio».
2. Si Cristo ante sus interlocutores, en el Evangelio de Mateo y Marcos (cf. Mt 19; Mc 10), confirma el matrimonio como sacramento instituido por el Creador «al principio» —si en conformidad con esto, exige su indisolubilidad—, con esto mismo abre el matrimonio a la acción salvífica de Dios, a las fuerzas que brotan «de la redención del cuerpo» y que ayudan a superar las consecuencias del pecado y a construir la unidad del hombre y de la mujer según el designio eterno del Creador. La acción salvífica que se deriva del misterio de la redención asume la originaria acción santificante de Dios en el misterio mismo de la creación.
3. Las palabras del Evangelio de Mateo (cf. Mt 19, 3-9 y Mc 10, 2-12), tienen, al mismo tiempo, una elocuencia ética muy expresiva. Estas palabras confirman —basándose en el misterio de la redención— el sacramento primordial y, a la vez, establecen un ethos adecuado, al que ya en nuestras reflexiones anteriores hemos llamado «ethos de la redención». El ethos evangélico y cristiano, en su esencia teológica, es el ethos de la redención. Ciertamente, podemos hallar para ese ethos una interpretación racional, una interpretación filosófica de carácter personalista; sin embargo, en su esencia teológica, es un ethos de la redención, más aún: un ethos de la redención del cuerpo. La redención se convierte, a la vez, en la base para comprender la dignidad particular del cuerpo humano, enraizada en la dignidad personal del hombre y de la mujer. La razón de esta dignidad está precisamente en la raíz de la indisolubilidad de la alianza conyugal.
4. Cristo hace referencia al carácter indisoluble del matrimonio como sacramento primordial y, al confirmar este sacramento sobre la base del misterio de la redención, saca de ello, al mismo tiempo, las conclusiones de naturaleza ética: «El que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera contra aquélla, y si la mujer repudia al marido y se casa con otro, comete adulterio» (Mc 10, 11 s.; cf. Mt 19, 9). Se puede afirmar que de este modo la redención se le da al hombre como gracia de la nueva alianza con Dios en Cristo, y a la vez se le asigna como ethos: como forma de la moral correspondiente a la acción de Dios en el misterio de la redención. Si el matrimonio como sacramento es un signo eficaz de la acción salvífica de Dios «desde el principio», a la vez —a la luz de las palabras de Cristo que estamos meditando—, este sacramento constituye también una exhortación dirigida al hombre, varón y mujer, a fin de que participen concienzudamente en la redención del cuerpo.
5. La dimensión ética de la redención del cuerpo se delinea de modo especialmente profundo, cuando meditamos sobre las palabras que pronunció Cristo en el sermón de la montaña con relación al mandamiento «No adulterarás». «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28). Hemos dedicado un amplio comentario a esta frase lapidaria de Cristo, con la convicción de que tiene un significado fundamental para toda la teología del cuerpo, sobre todo en la dimensión del hombre «histórico». Y, aunque estas palabras no se refieren directa e inmediatamente al matrimonio, como sacramento, sin embargo, es imposible separarlas de todo el sustrato sacramental, en que, por lo que se refiere al pacto conyugal, está colocada la existencia del hombre como varón y mujer: tanto en el contenido originario del misterio de la creación, como también, luego, en el contexto del misterio de la redención. Este sustrato sacramental se refiere siempre a las personas concretas, penetra en lo que es el hombre y la mujer (o mejor, en quién es el hombre y la mujer) en la propia dignidad originaria de imagen y semejanza con Dios, a causa de la creación, y al mismo tiempo en la misma dignidad heredada a pesar del pecado y «asignada» de nuevo continuamente como tarea al hombre mediante la realidad de la redención.
6. Cristo, que en el sermón de la montaña da la propia interpretación del mandamiento «No adulterarás» —interpretación constitutiva del nuevo ethos— con las mismas lapidarias palabras asigna como tarea a cada hombre la dignidad de cada mujer; y simultáneamente (aunque del texto sólo se deduce esto de modo indirecto) asigna también a cada mujer la dignidad de cada hombre [1]. Finalmente, asigna a cada uno —tanto al hombre como a la mujer— la propia dignidad: en cierto sentido, el «sacrum», de la persona y esto en consideración de su feminidad o masculinidad, en consideración del «cuerpo». No resulta difícil poner de relieve que las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña se refieren al ethos. Al mismo tiempo, no resulta difícil afirmar, después de una reflexión profunda, que estas palabras brotan de la profundidad misma de la redención del cuerpo. Aún cuando no se refieran directamente al matrimonio como sacramento, no es difícil constatar que alcanzan su propio pleno significado en relación con el sacramento: tanto el primordial, que está vinculado al misterio de la creación, como el otro en el que el hombre «histórico», después del pecado y a causa de su estado pecaminoso hereditario, debe volver a encontrar la dignidad y la santidad de la unión conyugal «en el cuerpo», basándose en el misterio de la redención.
7. En el sermón de la montaña —como también en la conversación con los fariseos acerca de la indisolubilidad del matrimonio— Cristo habla desde lo profundo de ese misterio divino. Y, a la vez, se adentra en la profundidad misma del misterio humano. Por esto apela al «corazón», a ese «lugar íntimo», donde combaten en el hombre el bien y el mal, el pecado y la justicia, la concupiscencia y la santidad. Hablando de la concupiscencia (de la mirada concupiscente: cf. Mt 5, 28), Cristo hace conscientes a sus oyentes de que cada uno lleva en sí, juntamente con el misterio del pecado, la dimensión interior «del hombre de la concupiscencia» (que es triple: «concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida», 1Jn 2, 16). Precisamente a este hombre de la concupiscencia se le da en el matrimonio el sacramento de la redención como gracia y signo de la alianza con Dios, y se le asigna como ethos. Y simultáneamente, en relación con el matrimonio como sacramento, le es asignado como ethos a cada hombre, varón y mujer; se le asigna a su «corazón», a su conciencia, a sus miradas y a su comportamiento. El matrimonio —según las palabras de Cristo (cf. Mt 19, 4)— es sacramento desde «el principio» mismo y, a la vez, basándose en el estado pecaminoso «histórico» del hombre, es sacramento que surge del misterio de la «redención del cuerpo».
[1] El texto de San Marcos, que habla de la indisolubilidad del matrimonio, afirma claramente que también la mujer se convierte en sujeto de adulterio, cuando repudia al marido y se casa con otro (cf. Mc 10, 12).
Comentarios exegéticos
Comentarios a la Biblia Litúrgica (NT): Matrimonio y celibato
Paulinas-PPC-Regina-Verbo Divino (1990), pp. 1052-1053.
Las discusiones en torno al divorcio son más viejas que el evangelio. Tan antiguas como el hombre. En tiempos de Cristo la discusión sobre el tema estaba polarizada en dos escuelas: la representada por el rabino Hillel, laxista en grado sumo, admitía el divorcio por cualquier causa: era suficiente para despedir a la mujer, dándole el libelo de repudio, que se le hubiese quemado o simplemente ahumado la comida. Así interpretaron la Ley en esta escuela (Deut 24,1). Una Ley genérica que autorizaba el divorcio «si el marido encontraba algo «vergonzoso» en ella», La otra escuela, la de Shammai, rigorista, entendía que la excepción del Deuteronomio se refería únicamente al caso de adulterio.
La respuesta de Jesús se remonta por encima de la ley, apoyándose en un principio judío de exégesis: «lo más original es lo más auténtico». Y lo más original es la creación. Dios les creó hombre y mujer para la realización de una vida en común. Esto es lo que significa «una sola carne». Por consiguiente, la voluntad original de Dios va directamente en contra del divorcio. ¿Por qué, entonces, Moisés lo autorizó? Jesús responde diciendo: la ley de Moisés no es un mandamiento, sino una permisión motivada por las circunstancias y que va en contra de la voluntad original de Dios manifestada en la creación. Jesús se coloca por encima de las escuelas y no entra en la cuestión práctica que las tenía divididas en su interpretación. Se remonta a los principios desde los que debe ser juzgada la cuestión. Y, desde luego, se inclina claramente a favor de la interpretación rigorista, la de Shammai, sobre la ley dada por Moisés. Es la condenación moral del divorcio.
La intransigencia de Jesús frente al divorcio pareció excesiva a sus discípulos. Siendo así las cosas, lo mejor es no casarse. Pero, por otra parte, el matrimonio era obligatorio para todo judío que no fuese impotente. Obligatoriedad basada en el mandamiento divino: «creced y multiplicaos» (Gen 1,28). La dificultad, por tanto, es clara: el matrimonio es querido por Dios; el divorcio, permitido en la ley de Moisés, debería pertenecer a la naturaleza de las cosas; matrimonio, sin la permisión del divorcio, sería absurdo. Por duro que sea, responde Jesús, debe haber hombres consecuentes con estas exigencias: «aquéllos a quienes es dado».
La renuncia al matrimonio puede ser causada o bien por la impotencia —aquéllos que por naturaleza son impotentes o fueron hechos tales por los hombres— o bien por la decisión libre del hombre tomada por las exigencias impuestas por el reino. Por supuesto bajo la acción del Espíritu, sin la cual no tendría sentido. Conocemos el caso de un rabino que renunció al matrimonio por una dedicación exclusiva al estudio de la Ley. El celibato debe estar motivado por las exigencias del reino, pero estas exigencias no son aplicables a todos. Como ocurría también entre los esenios: entre ellos existían los célibes y los casados. El celibato cristiano es comprensible únicamente desde el misterio del reino. Por eso añade Jesús: «el que tenga oídos para oír, que oiga».
Bastin-Pinckers-Teheux, Dios cada día: Reaprender a Dios
Siguiendo el Leccionario Ferial (4). Semanas X-XXI T.O. Evangelio de Mateo.
Sal Terrae (1990), pp. 201-203.
Josué 24,1-13.
(Este comentario es también válido para el sábado: Jos 24,14-29).
Las doce tribus, la liga anfictiónica, la alianza de Siquem… : Jos 24 ha hecho correr mucha tinta, sobre todo desde que se dio a conocer la tesis de M. Noth, que quería ver en este relato el acta de la asociación de las doce tribus. Por otra parte, G. von Rad relacionaba Jos 24 con otros pasajes para intentar reconstruir una ceremonia de renovación de la alianza, que habría tenido lugar en el marco de la fiesta de las Tiendas. Ambas hipótesis han sufrido fuertes críticas; la primera, porque no puede hablarse de una unión de las tribus antes de Saúl; la segunda, porque ni relatos históricos ni calendarios religiosos dan cuenta de tal ceremonia (pero ¿basta esta razón para descartarla definitivamente?).
¿Qué relata entonces Jos 24? Pese a su redacción tardía, la narración contiene elementos antiguos: la elección entre el Dios de la conquista y las divinidades locales o mesopotámicas (vv. 14-15), la respuesta de los participantes y la conclusión de la alianza, seguida de la erección de una estela. En el fondo, lo importante es saber lo que representan exactamente las «tribus» reunidas en Siquem. Y como hay que descartar que se refiera a «todo Israel», la mejor solución es pensar en una asociación entre el grupo de Efraín y las tribus que no habían bajado a Egipto. De este modo, la alianza del Sinaí se habría extendido progresivamente, primero a las tribus del sur de Cades, y luego a las del norte en Siquem.
Se ha querido ver en la alianza de Siquem la formulación de los tratados de vasallaje hititas. Como mucho, se puede a afirmar que se encuentran algunos elementos comunes, como la retrospectiva histórica y la estela. El prólogo histórico se presenta bajo la forma de una profesión de fe que recuerda la época de los patriarcas, el éxodo, la permanencia en el desierto y la ocupación del territorio de Canaán hasta «el hoy del pueblo que saca su alimento de la tierra dada por Yahvé.» En cuanto a la estela, recuerda a las piedras sobre las que se escribían los tratados; su función era prolongar, aunque fuera en forma de reproche, el recuerdo de la alianza pactada.
Salmo 135.
El salmo 135, como la estela, recuerda la historia de Yahvé y de su pueblo.
Mateo 19, 3-12.
«Hacerse como niños.» Los episodios que jalonan la marcha de Jesús hacia Jerusalén ¿no patentizan la imposibilidad de vivir el Evangelio? ¿Es posible perdonar setenta veces siete cuando en la comunidad fundamental que es la pareja fracasa tan a menudo el amor? Jesús responde a la pregunta de los fariseos indicando que, en la intención divina, el matrimonio es indisoluble. Si Moisés se vio obligado a conceder el divorcio, fue por causa de la «dureza del corazón» humano; de todas formas no es lícito volver a casarse, pues la exigencia de fidelidad al cónyuge repudiado sigue vigente.
Pero ¿es posible vivir la ley del Reino? La reacción de los discípulos evidencia las dificultades que engendra la ley de la indisolubilidad. La respuesta de Jesús, por otra parte, no niega estas dificultades, pero, además de los eunucos de nacimiento y los que han sido hechos eunucos por los hombres, añade una tercera categoría: los eunucos «que a sí mismo se han hecho tales por el Reino de los Cielos», es decir, según el contexto mateano, los que, después de haberse separado de su mujer, observan la continencia. En términos modernos, se diría que, si bien la separación de cuerpos es lícita, el divorcio no lo es. La ley mosaica se ha radicalizado. En efecto, insistiendo en la irrevocabilidad del libelo del repudio, Dt. 24 subrayaba la importancia de la decisión tomada. Ahora, Jesús añade que un nuevo matrimonio no es posible. Pero ¿son viables las exigencias del Reino al margen de aquel que las funda? ¿No hay que aceptar el Reino como una gracia?
***
«¡Mamá, cuéntame una historia!» Los niños necesitan soñar, vivir en compañía de sus héroes; el cuento es indispensable para enseñarles lo que es la vida…
En el umbral de su nueva existencia, ¡también los hijos de Israel necesitan historias y héroes! De un pequeño residuo de clanes hay que formar una federación de tribus, unidas por una misma fe. En Siquem, Josué pone los primeros cimientos de dicha unión y relata la historia de la Alianza. De esta forma nace el credo de la unidad.
Dios se da a conocer a base de relatos, y únicamente vive a través de la historia contada por los creyentes. ¡Este es el aparente escándalo de nuestra fe! Dios sólo es Dios-con-nosotros en el momento en que el creyente lo descubre como tal… La Historia sólo es Alianza porque los creyentes se comprometen en ella… Dios es el Dios-de-los-creyentes, porque, en definitiva, ¡Dios no ha mostrado jamás otra cosa que el rostro de hombres y mujeres que creen en él! Los propios discípulos de Jesús no vieron más que a un hombre que creía en Dios, un Hijo que creía en el Padre.
Dios se da a conocer a base de relatos. ¡Esta es la razón fundamental por la que nos interesamos por esas historias bíblicas de otros tiempos! La Biblia nos «cuenta a Dios». Los sucesos del desierto y de la entrada en Canaán no son un recuerdo conmovedor; son sucesos graves, decisivos, proféticos, pues la Tierra Prometida es el objetivo de todos los desiertos por donde los hombres caminan. La historia contada e interpretada por hombres de otras épocas sigue siendo el lugar en el que se engendra nuestra fe, y nuestra única oración consiste en decir: «¡Cuéntame una historia! »
***
Tú eres, Señor, el Dios de nuestros padres;
por su fe nos concedes conocerte,
por su esperanza nos permites
abrirnos a tu promesa.
¡Bendito seas por todos esos hombres y mujeres
que esbozaron tu rostro en el curso de los tiempos!
Haz que tu Espíritu nos dé acceso a tu revelación,
icono de mil rostros
desvelado a través de los siglos.
Biblia Nácar-Colunga Comentada
La indisolubilidad del matrimonio, 19:3-9 (Mc 10:2-12; Mt 5:31-32; Lc 16:18).
La escena surge presentada a Jesucristo por un grupo de fariseos. Sus intenciones eran, ya muy de antes, manifiestamente hostiles contra El. Y esto mismo se declara aquí: “pretendían tentarle” (Mt-Mc).
Le van a presentar, con el fin de enemistarle, una cuestión que era entonces muy debatida entre las dos grandes escuelas de interpretación de la Ley: la de Shammaí y Hillel.
En la Ley se leía lo siguiente: “Si un hombre toma una mujer y es su marido, y ésta luego no le agrada, porque ha notado en ella algo indecoroso (‘erwat dabar), le escribirá el libelo de repudio. Una vez que salió de la casa de él, podrá ella ser mujer de otro hombre” (Dt 24:1-2).
Este texto de la Ley era sumamente discutido en las escuelas de interpretación judía. Para la escuela de Hillel bastaba cualquier motivo, incluso el más intrascendente o caprichoso, v.gr., el no haberle preparado bien la comida. El mismo hecho de encontrar otra mujer más hermosa, como motivo de divorcio, era considerado, según rabí Aqiba, como excesivo por “varios maestros”. Y rabí Aqiba (t sobre 135) decía “que se podía divorciar” incluso si halló una mujer más hermosa, pues en el Deuteronomio se dice: “Si ella no encuentra gracia a sus ojos” sin restricción alguna. Josefo repudia a su mujer, madre ya de tres hijos, porque no le agradaban sus costumbres. La escuela de Shammaí interpretaba este pasaje de la Ley sólo en sentido de adulterio.
Acaso estos fariseos, reflejando este ambiente y buscando tentarle, le presentan la cuestión de si es “lícito repudiar — verdadero divorcio — a la mujer (Mc) por cualquier causa.” Literalmente, “darle libelo de repudio,” el llamado “escrito de divorcio” (sepher kerithuth — άποστάσιον).
Probablemente buscaban: si lo acepta, se le acusa del laxismo de la escuela de Hillel; si no lo autoriza, se le comprometía y enemistaba con la escuela y poderío de los hillelistas.
Pero Jesús los desconcierta exponiendo una vía distinta, que era la de la revelación primitiva. En el Génesis se expone claramente la creación de los dos sexos y la unión inseparable de ellos. “De manera que ya no son dos, sino una sola carne” en el sentido de una persona; “y una sola carne” no se puede dividir sin matarla. Y Cristo pronuncia una sentencia definitiva, restituyendo el matrimonio a su indisolubilidad primitiva: “Lo que Dios unió, no lo separe el hombre.” Expone el sentido profundo de esta sentencia.
Mt trae también aquí la pregunta que le hacen los mismos fariseos, objetándole a esta ley primitiva de la indisolubilidad del matrimonio: si eso fue así, si el matrimonio en su institución fue indisoluble, no se explica que Moisés, legislador del pueblo de Dios, concediese el divorcio: sea lo “permitiese” (Mc v.4), sea lo “mandase” (Mt v.7), respondiendo esto más a la letra de la formulación del Deuteronomio (24:1). La diferencia de fórmula lo explican, en parte, los destinatarios judíos (Mt) y gentiles-romanos (Mc), a quienes van destinados sus evangelios.
Pero nuevamente la palabra de Cristo situó la verdad de las cosas. Moisés, en efecto, “permitió” el repudio, no lo “mandó.” Pero “en un principio no sucedía así.” El matrimonio, aludiendo al Génesis, se enseña que es de institución divina. El matrimonio en su institución creadora, por su naturaleza, era indisoluble. Y si Moisés hizo esto, sólo lo permitió, fue una concesión que se autorizó, como una dispensa temporal, a causa “de vuestro carácter duro” (cf. Dt 10:16; Jer 4:4), ante las condiciones ambientales más o menos primitivas. Pero aquel paréntesis de concesión ya terminó. Y Jesucristo restituyó el matrimonio a su indisolubilidad primitiva.
Y nuevamente viene la sanción de Jesucristo sobre este punto, con un inciso que crea una dificultad ya clásica. Dijo así:
“El que repudie a su mujer, excepto el caso de fornicación (αή επί πορνεία), y se casa con otra, comete adulterio.” En Mc, reflejando el ambiente greco-romano, se pone también la condenación del divorcio cuando la iniciativa parte de la mujer, lo que reconocía este derecho. Es una “adaptación” del principio.
El problema aquí encerrado es el inciso “excepto el caso de fornicación,” pues a primera vista parecería que se hace la concesión del verdadero divorcio en caso de “adulterio,” lo cual va contra lo que se dice formalmente en la misma Escritura (Mc 10:11; Lc 16:18; 1 Cor 7:10-11) y contra la enseñanza de lo que se define en Trento: que no es disoluble el matrimonio por “adulterio de uno de los cónyuges.” ¿Cómo interpretar esto? Los autores han alegado diversas explicaciones.
1) Se trataría de un caso de interpolación. “Esta hipótesis parece suficientemente apoyada por las vacilaciones de la tradición manuscrita.” Lo tiene como interpolado Larrañaga, quien, en cambio, admite su genuinidad en Mt 5:32. Pero esto no puede imponerse a la masa de los manuscritos del texto. Y buena prueba de ello es que los autores críticos admiten como genuina esta lección. Ni resolvería nada no admitirla y admitirla en el otro pasaje de Mt 5:32.
2) Según otros autores, siguiendo a San Jerónimo, Jesucristo admitiría aquí el divorcio imperfecto (separación quoad thorum), pero siguiendo firme el vínculo matrimonial. Sería sólo separación de cohabitación.
Pero esto está contra el mismo texto sagrado, donde se responde a la pregunta que se le hace. Y ésta es que Moisés permitía “repudiar,” divorciarse de una mujer y casarse con otra. Además, el divorcio imperfecto era desconocido entre los judíos. Ni se ve por qué Jesucristo autorizaría sólo este divorcio imperfecto en caso de “fornicación” y no también en otros casos, v.gr., de serias desavenencias conyugales.
3) Otra posición es la que da al término que usa Mt (παρεχτός), (Mt 5:32) sentido inclusivo. Se diría: no es lícito nunca dar libelo de repudio, ni incluso en el caso de adulterio.
También la fórmula de este pasaje de Mt (μη επί πορνεία) puede, en absoluto, tener sentido inclusivo. Pues, aunque en griego “ni siquiera” se expresa normalmente por otra forma (μη δε), pero no siempre es necesario, como se ve en numerosos ejemplos ». Pero si tiene este sentido inclusivo no se explica por qué, si se establece la indisolubilidad absoluta — en todos los casos — del matrimonio, se destaca aquí ex profeso que también en el caso de adulterio. ¿Es que se quiere condenar con ello la única concesión rigorista de la escuela de Shammaí, que interpretaba la concesión del Deuteronomio (24:1) el erwat dabar, de solo el adulterio? Por otra parte, es seguro que aquí μη επί πορνείο: tiene un valor inclusivo y no exceptivo? Pues son muchos los que lo interpretan en este último sentido. Y Jesucristo ¿pretendía intervenir en una cuestión de escuelas rabínicas?
4) Se propuso también, siguiendo a San Agustín, un sentido especial exceptivo. A la pregunta de los fariseos, Cristo respondería exponiendo la indisolubilidad del matrimonio, pero sobre el tema del “adulterio” prescindiría. Diría: no es lícito nunca el divorcio, y en cuanto se plantea por causa de adulterio, prescindo de tratar y resolver este caso. Casi nadie sigue hoy esta solución (Benoit). Porque esa frase es tan ambigua que lo mismo podría querer decir esto que otra cosa. Y, por tanto, no se podría saber lo que quería responder. ¿Y respondería Cristo con una evasiva sobre un punto esencial, cuando acaba de proclamar la indisolubilidad absoluta del matrimonio?
5) Se sostiene que la fórmula tiene su valor de excepción. No sería lícito el divorcio en el caso de adulterio. Los que adoptan esta posición, la plantean en la hipótesis de las dos escuelas judías: la laxista de Hillel y la rigorista de Shammaí. Cristo sólo diría que, en esa doble interpretación, lo más normal era realizar el divorcio únicamente en caso de adulterio. Así I. Grimm, Sickenberger, A. Fernández. Se explicaría, dicen, el que Mc omita lo que es sólo una cuestión de escuelas judías.
Después de afirmar Jesucristo la indisolubilidad absoluta del matrimonio, es increíble que la restrinja, y menos aún que venga a mezclarse en una querella de escuelas judías, ni menos aún pretender con ello desvirtuar la proposición esencial, que ya rige desde su misma institución, referida en el Génesis. Pues no es sólo cuestión cristiana; es la interpretación de la institución misma matrimonial “en un principio.”
6) Diversos autores interpretan la palabra fornicación del inciso, sea de “incesto” (1 Cor 5:1) y de las uniones ilegales entre familiares; v.gr., en la sinagoga de Dura-Europos se encontraron actas matrimoniales de hermanos; sea en el sentido más ordinario de “concubinato.” Sobre todo de ciertos matrimonios aparentemente tales, pero en realidad ilegales. Responderían al tipo de zanuth. Fue propuesto primeramente por Dóllinger. Posteriormente lo siguieron otros autores (Schegg, Patrizzi, Aberle, Prat). Pero quien la renovó con gran documentación fue Bonsirven en su obra Le divorce dans le Nouveau Testament (1948). Para él πορνεία significa toda unión matrimonial ilegítima o inválida: “Un matrimonio nulo, inválido, ilícito, irregular de cualquier manera” (p.50). Añadiendo que “la legislación (mosaica) y la jurisprudencia (rabínica) no habían aún distinguido los matrimonios nulos o inválidos de los ilícitos o irregulares” (p.59). Así cita πορνεία con este amplio significado, v.gr., en 1 Cor 5:1 (incesto); Act 15:20.29; 21:25 (el concilio de Jerusalén, donde la prohibición serían todas las prescripciones mosaicas de Lev c.18), Heb 12:16 (matrimonio mixto o ilícito), Tob 8:9 (matrimonio de fornicación, nulo, en contraposición al que contrae Tobías por “fidelidad” a la Ley).
7) M. Baltensweiler y Bonnard siguen, en parte, esta línea. “Sabemos que la casuística judía autorizaba ciertas uniones prohibidas por el Levítico (c.18) en el caso de paganos convertidos a la fe judía.” El texto de Mt iría contra estos abusos: no más repudiaciones que las uniones ilegales previstas en el capítulo 18 del Levítico.
8) A.-M. Dubarle en su artículo Mariage et divorce dans l’Évangile, dice que en los evangelistas, y en especial en Mt; se nota un deseo de armonizar el N.T. con la Ley (Mt 5:17ss). En la Ley se reconoce el divorcio (cf. Ex 21:7-11; Dt 21:10-14; 24:1-4). Y, entre los diversos pasajes, está éste discutible (Dt 2:1-4). Está — dice — además entre pasajes que tratan de proteger al débil y desafortunado. Lo que el Evangelio quiere, pues, condenar es el que se tome la iniciativa de la ruptura conyugal. Pero, al menos no lo dice el Evangelio, no condena al que, por ser víctima de ella, se case de nuevo. Por eso, este doble “inciso” de Mt — no de Cristo —, como “excepción” a la condena del divorcio, no puede negarse sin más, ya que se entronca con esa citada tendencia de misericordia del A.T. En caso de tener que contradecirla — añade —, Mt hubiese tenido que declararlo abiertamente. Por lo que Dubarle traduce πορνεία, no por el simple adulterio, sino por una mala conducta “más que adulterio simple y momentáneo”: por “un desorden, grave y prolongado en esta materia.” Mt se mantiene, pues, en la línea dura: sólo lo permite en las uniones ilegales que cita Levítico (c.18). Añade que los estudios de Franssen — de 1950 a 1955 — han hecho ver que el concilio de Trento no quiso condenar directamente que el adulterio disolvía el vínculo matrimonial (denzsch. n.1807).
Esta posición falla. No se ve esa armonización del N.T. con la Ley en el “sermón del Monte,” cuando los contrastes son tan fuertes. Y la frase de Cristo que “no vino a destruir la Ley, sino a llenarla (πληρώσαι), es muy amplia: cumplió parte de ella, suprimió también parte de la misma, y la llevó a una nueva perfección.
Ni se ve que el Evangelio quiera sólo condenar la iniciativa de la ruptura vincular, dejando en libertad a la otra parte para contraer nuevo matrimonio. Pues si en Mc (10:11-12) se extiende la iniciativa del divorcio a la mujer, por causa del mundo greco-romano, también se dice que el que repudia a “su mujer” y se casa con otra, comete “adulterio”; luego es que es mando de la primera. Y Lc (16:18) acentúa aún: que el que se casa con la “repudiada” también comete “adulterio”; señal de que la “repudiada” es legítima mujer del primer marido. Mt tiene una excepción, pero no se sigue que se refiera a la disolución vincular, sino a otro tipo — luego se verá — de seudomatrimonios ”zanuth.” Sólo Pablo tiene una verdadera excepción con el “privilegio paulino” (1 Cor 7:12ss). La casuística judía admitía ciertas uniones prohibidas por el Levítico (c.18), en el caso de ciertos paganos convertidos a la fe (cf. Strachb., III p.353-358). Esta excepción vincular de Pablo se enuncia así: “Eso lo digo yo, no el Señor” (1 Cor 7:12.). ¿Podría Pablo, personalmente, hacer esta dispensa de un principio general de Cristo, y que él mismo reconoce, ser del Señor? (1 Cor 10:11). La afirmación de Cristo, haciendo la interpretación auténtica del principio de indisolubilidad matrimonial, en su misma institución, es demasiado grave para hacer esta dispensa por una prudencia de benevolencia, porque “lo digo yo,” de Pablo. Se apela al “poder de las llaves,” pero lo que es de institución divina, y ratificado y definido por el Magisterio, aparte del canon antes citado (Franssen), sólo se puede admitir que Pablo lo hace en virtud de un “privilegio” divino-apostólico. Y si se lo condena indirectamente, se lo condena. Y si no lo quisiese condenar, entonces ¿por qué se lo condena? Por último, la traducción que da Dubarle de πορνεία es gratuita y técnicamente — para precisar ese tipo de matrimonios — ininteligible.
9) A. Isaksson propuso otra teoría. Se referiría este pasaje de Mt (μη επί πορνεία) a la prescripción de la Ley judía, según la cual el marido que en la primera noche matrimonial descubría que su mujer no era virgen tenía la obligación de exponer esta circunstancia públicamente al tribunal, al día siguiente hábil, divorciándose por esta razón. Esto, dice, era tan evidente para los oyentes de Cristo, que no vio probablemente la necesidad de especificarlo. Pero Mt, más tarde, al escribir el evangelio, vio la necesidad de aclararlo. Isaksson explica que el matrimonio es algo civil y que a la autoridad competía exclusivamente determinar si en un caso concreto se había de aplicar esta cláusula o no.
No es esta hipótesis nada evidente. La virginidad física puede ser perdida sin culpa. ¿Cómo determinar entonces el tribunal si en este caso debía o no haber separación por culpabilidad? ¿A cuántos abusos no se podría prestar esto? ¿Quién entendería que con el término zanuth (πορνεία) se refería específicamente a esto? La determinación de Cristo es absoluta, no hacen falta tribunales. Por ambiente y por corresponder este término exactamente a lo que se indicará luego, la solución que se propone es otra.
¿Qué pensar ante esta dificultad y ante las varias soluciones propuestas?
a) Las partículas que se usan en los dos pasajes de Mt (παρεκτός y μη επί πορνεία) tienen valor exceptivo y no inclusivo, por las razones siguientes:
1) Las dos veces, que sale παρεκτός en el N.T. (Act;26:29; 2 Cor 11:28) tiene sentido negativo-exceptivo.
2) Las versiones antiguas latinas, ítala y Vulgata, lo mismo que las siríacas y copias, traducen estas partículas de los dos pasajes de Mt con valor exceptivo.
3) En las variantes críticas de manuscritos correspondientes a los códices B, C, D, muchos minúsculos, Orígenes, Eusebio, San Basilio y acaso San Crisóstomo, ponen, en lugar de μη επί, παρεκτός, en sentido exceptivo. A esto dice Bonsirven: “Esta particularidad, proviniendo de familias diferentes y precisas, no supone simplemente una confusión de dos textos paralelos, sino que testimonian que se ha querido muy pronto interpretar 19:9 como una excepción a la prohibición del divorcio.”
4) Si estas partículas hubiesen de ser interpretadas en un sentido inclusivo y no exceptivo, siendo el pasaje difícil, y siendo la solución tan fácil, como era interpretar estas partículas en sentido inclusivo, valor que pueden tener absolutamente consideradas, ¿por qué la tradición, entre la que había excelentes filólogos griegos, no las interpretó en sentido inclusivo?
b) Se trata de una verdadera separación conyugal. — Jesucristo restituye aquí el matrimonio a su indisolubilidad primitiva, a la indisolubilidad en la misma institución matrimonial, en contraposición a la concesión mosaica. Por tanto, el divorcio, habiendo habido verdadero matrimonio, queda de nuevo invalidado.
Pero, por otra parte, hay, en el caso que se considera, una excepción en el mismo. Excepción que no puede darse conforme a la afirmación terminante de si hubo matrimonio verdadero; matrimonio que esté incluido en las condiciones de validez de la misma institución matrimonial, a la que restaura en toda su pureza.
De aquí se sigue que esa excepción en el matrimonio no debe ser el “adulterio,” como algunos interpretaban el πορνεία de esta cláusula exceptiva, presentando éste como un hecho social no legitimado por la Ley, puesto que éste no es matrimonio ni puede aparecer nunca, legalmente, con forma matrimonial.
Esta excepción debe de ser una excepción en una forma matrimonial que sea un matrimonio realmente inválido ante la moral, pero que, al mismo tiempo, aparezca legalmente como válido. Por lo que no pudiera tener una equiparación social ni moral al concubinato o adulterio. ¿Se dio este tipo matrimonial en Israel? Sí. Y esto es lo que hacen ver los escritos rabínicos.
En éstos aparece un triple tipo de matrimonio inválido, que llaman zanuth = fornicación = πορνεία. Estas tres clases de matrimonio zanuth son las siguientes:
a) Matrimonio nulo, pero que es contraído con buena fe, y, por tanto, sin culpa. Lo llaman los rabinos “zanuth por error o inadvertencia.”
b) Matrimonio nulo, pero que es tal por contraerse con mala fe, es decir, sabiendo la invalidez del mismo. Lo llaman los rabinos “zanuth por malicia” o también shém zenuth, con nombre de zanuth.
c) Matrimonio nulo por el modo como se realiza. Lo llamaban los rabinos dérek zenuth, por “camino o vía de fornicación.”
De los muchos pasajes de estos matrimonios zanuth que se citan en la Mishna, se citará sólo algún caso, remitiendo al lector para otros a las obras de Bonsirven.
Un tema muy discutido por los rabinos era el caso de una mujer casada que, habiendo desaparecido su marido, se casaba de nuevo, y si, viviendo con este segundo, aparecía luego su primer marido, ¿qué se debía hacer en este caso? Entre las muchas discusiones sobre esto, también se decía: “Si el segundo matrimonio no ha sido autorizado (por el tribunal), ella puede volver a su primer marido.” Pero si había sido autorizado, se lo consideraba válido.
Y hasta se llegaba a admitir por algunos rabinos que un matrimonio nulo se hacía, en algunos casos, válido después de la consumación del mismo.
De lo expuesto, a propósito de este pasaje de Mt, se sigue lo siguiente:
En la época de Cristo se discutía vivamente sobre un tipo de matrimonio zanuth, o de “fornicación,” que, cuando era contraído de buena fe — zanuth por inadvertencia —, era considerado por unos rabinos válido y por otros inválido, aunque fuese inválido ante la ley natural.
Pero esto, desde el punto de vista de la moral natural, era inválido, y no valía para convalidarlo ni la buena fe, ni la autorización o interpretación rabínica, ni la consumación del mismo.
Pero, de hecho, esta interpretación hacía que se tuviese por válido este matrimonio en el sector a que afectaban sus doctrinas, aunque, ante la misma moral natural, objetivamente considerado, fuese un concubinato. Mas, ampliamente divulgado este punto por efecto de las discusiones rabínicas y por su traducción a la práctica, por lo menos en el sector en que influyesen estos doctores, se imponía, a la hora de cesar la autorización mosaica del divorcio, que se interpretase también la moralidad de este tipo de matrimonios zanuth. Y es lo que Jesucristo hace respondiendo precisamente a la insidia que le tienden “unos fariseos” (Mt 19:3; Mc 10:2), en cuyos sectores se discutían vivamente estas posiciones frente al matrimonio.
Así, la traducción de este pasaje de Mt debe ser: “El que repudia a su mujer — excepto el caso de zanuth — y se casa con otra, adultera.”
Esto mismo explica varias cosas en el evangelio de Mt y en el lugar paralelo de Mc (10:11.12) y Lc (16:18).
En Mt explica que para expresar el motivo de este matrimonio a disolverse se usa un término (πορνεία), mientras que para decir que el que, excepto en este caso, se casa con la mujer divorciada, adultera, usa otro término (μοίχάται). En el contexto con este segundo término se expresa ciertamente el adulterio; en cambio, con el otro ha de expresarse otra cosa distinta, no sinónima de adulterio. Lo que, en este caso, era ese tipo de matrimonio inválido de buena fe.
Explica en Mt el que se exija la disolución de este tipo de matrimonio inválido, mientras que no se cita este paréntesis exceptivo en los lugares correspondientes de Mc-Lc.
En efecto, Mt escribe su evangelio para judíos. En esta época, estas discusiones estaban muy vivas en el rabinismo. Por eso hacía falta recoger esta enseñanza de Cristo, para que los primeros cristianos palestinos procedentes del judaísmo, conocedores de este ambiente, supiesen claramente a qué atenerse. En cambio, esto falta en los evangelios de Mc-Lc. Escritos para la gentilidad y desconocedores de este tipo de matrimonios inválidos, no hacía falta plantearles ni resolverles este problema. De ahí su omisión en la intención de estos evangelistas o de sus catequesis primitivas.
Explica también en Mt que sea esta enseñanza en respuesta a una insidia planteada abiertamente por “los fariseos,” en cuyo ambiente rabínico se planteaban y discutían estos temas.
Explica también la brevedad de este inciso. Posiblemente se explicó con más detención y claridad este punto de importancia tan capital en las catequesis. Pero también es posible que Mt o sus catequesis hubiesen creído oportuno resumir este punto, haciéndose cargo que, estando muy vivas estas discusiones entre los rabinos a la hora de la composición de su evangelio, bastaría un breve inciso para recordar y dar resumidamente la doctrina de Jesucristo sobre este punto.
Y de todo lo expuesto se deduce que este tipo de matrimonio zanuth contraído con buena fe, hasta el momento de conocerse este error sustancial, que lo invalidaba, era una unión estable moral, pues se estaba en él de buena fe y por error invencible, y legal, pues la ley lo sancionaba y gozaba de todos los privilegios concedidos por la misma al verdadero matrimonio. Y, por lo tanto, requería, no para disolver el vínculo, puesto que no existía, aunque sí, de hecho, el libelo de repudio; pues, considerado jurídicamente como legal, su disolución legal y la justificación moral de esta disolución requerían también un testimonio legal, cuyo medio normal era dar el libelo de repudio a aquella situación estable y hasta entonces moral y legal.
Sin duda este inciso es una interpretación cristiana, extendiendo el verdadero sentido de la indisolubilidad matrimonial a las cuestiones rabínicas, cerrando así la misma excepción que admitía la escuela rigorista de Shammaí y este tipo ambiental de matrimonios zanuth.
La guarda voluntaria de la continencia, 19:10-12.
Jesucristo expone metafóricamente la dignidad y excelencia de la continencia voluntaria: la virginidad.
La pregunta se la van a hacer sus discípulos, posiblemente después de esta disputa y ya “en casa” (Mc 10:10). Como ya se dijo, este tipo de “diálogos” podía ser, conforme al uso ambiental rabínico, un procedimiento de matización. La respuesta de Cristo al tema de la indisolubilidad del matrimonio fue tan tajante, que causó verdadera sorpresa en los discípulos. Buena prueba fue cómo los discípulos interpretaron las palabras de Jesucristo en sentido de una indisolubilidad absoluta. Por eso le dicen que, si tal es la “causa” (αίτια) de los hombres. Esta palabra “causa” es considerada como un latinismo, pero pudiera ser la traducción material de un aramaísmo. Así, en siríaco, la forma elletá, “causa,” es usual en el sentido de cosa (res). Por eso le dicen que, “si tal es la condición del hombre con la mujer, no conviene casarse.” Naturalmente, no se habla aquí de un divorcio imperfecto, que era desconocido de los judíos, sino en la hipótesis, como se ve en el pasaje anterior, de no poder volver a casarse.
Pero Jesucristo respondió a aquel lenguaje de la naturaleza no sólo reafirmando implícitamente cuanto había dicho, sino presentando la excelencia de algo más grande y más difícil: la virginidad.
Mas esto, su comprensión, en el sentido no sólo intelectual, sino de adhesión y práctica (v.12), es un privilegio de aquellos “a quienes ha sido dado”: es circunloquio por don de Dios.
Este don de Dios, la virginidad, va a ser expresado en contraste con dos grupos de “eunucos,” de impotentes para el matrimonio.
La contraposición tercera de Cristo está opuesta a los dos grupos de eunucos que conocía el rabinismo. Se lee que éstos dividían los eunucos en dos grupos: unos eran los “eunucos del seno materno,” llamados también “eunucos del cielo” o “del calor,” y los “eunucos de los hombres.”
Jesucristo, frente a estos dos grupos de impotentes matrimoniales, los que eran así por nacimiento y los que fueron reducidos a tal estado por los hombres con finalidades penales o pasionales, o a tipo de los cultos orientales, presenta un tipo metafórico de eunucos “que a sí mismos se hicieron tales a causa del reino de los cielos.” Pensaron algunos si las tres expresiones había que tomarlas en el mismo sentido real. Orígenes, por ejemplo, llegó, con esta finalidad, a su mutilación física. Evidentemente no puede ser éste el sentido de las palabras de Cristo. No ya por la inmoralidad de este acto, sino también porque El mismo sitúa la interpretación de estas palabras, frente al contraste de las dos mutilaciones físicas anteriores, advirtiendo que “el que pueda entender, que entienda.”
Este propósito de virginidad se entiende, en comparación de los otros dos ejemplos propuestos, de un estado. La antigüedad interpretó este pasaje de virginidad perpetua. El concilio de Trento ha interpretado este “propósito,” de virginidad perpetua. También San Pablo ha expuesto ampliamente la excelencia de la virginidad (1 Cor 7:25ss).
Esta proclamación de la excelencia de la virginidad sobre el matrimonio, enseñada por Jesucristo, chocaba fuertemente con el concepto judío de la vida. No se concebía no casarse. Si en un Jeremías se explicaba o disculpaba por su profetismo, en los demás no se concebía. Se cuenta, como excepción, el caso de rabí bar Azzai, que no se casó por dedicarse exclusivamente al estudio de la Thorá (Ley), y fue nada menos que acusado por rabí Eleazar bar Azaria, ambos en el siglo u, de quebrantar el precepto del Génesis que decía: “Creced y multiplicaos.”
En vista de no concordar este propósito con el ambiente palestino, ni con lo esencial del tema tratado aquí (cf.l Cor 7:25), se propone que se refiera el texto al hecho de guardar celibato la parte inocente de una separación que no puede ser vincular. Parecería, sin embargo, muy estrecha esta interpretación. No se puede ignorar las corrientes esenias-qumrámicas sobre el celibato, y que tuvieron que influir en el ambiente. Si Pablo habló también, como se indicó, de la excelencia de la virginidad (1 Cor 7:25ss), acaso no repugnase esto en la iglesia mateana. Este celibato debe de ser ya una extensión y reflexión cristiana, de la enseñanza de Cristo, a la hora de la composición de los evangelios.
G. Zevini, Lectio Divina (Mateo): El perdón y el deudor despiadado
Verbo Divino (2008), pp. 349-355.
La Palabra se ilumina
El capítulo 19 se abre con una escena particularmente emblemática: mientras Jesús, rodeado de una enorme muchedumbre, se ocupa de curar a los enfermos, se le acercan algunos fariseos para ponerle una «pregunta trampa» a propósito de una controvertida cuestión rabínica sobre el divorcio. ¿Hay que seguir las indicaciones de Shammai o las de Hillel? El primero, exponente de la escuela rigorista, admitía la posibilidad de disolver el matrimonio sólo en caso de adulterio; el segundo se inclinaba a permitirlo «por cualquier motivo». Jesús, en vez de insertarse en una de las dos escuelas, ofrece, también en este caso, una respuesta nueva, abre una perspectiva que no admite ambigüedad o componendas: al mismo tiempo que reafirma con vigor el principio de la indisolubilidad del matrimonio, va más allá de lo que había concedido Moisés en la ley «por vuestra incapacidad para entender».
Jesús, remontándose al proyecto originario de Dios, afirma con absoluta claridad que el hombre y la mujer unidos en matrimonio forman, por voluntad divina, «una sola carne» (cf. Gn 2,24). En consecuencia, el divorcio es siempre una opción humana que se opone al designio divino. Frente a la turbación de los discípulos por la severidad de la ley matrimonial propuesta por el Maestro, éste no mitiga sus palabras. Así las cosas, concluyen que es mejor no casarse, y Jesús pronuncia unas palabras cargadas de misterio: «No todos pueden hacer esto, sino sólo aquellos a quienes Dios se lo concede» (v. 11).
El texto -de controvertida interpretación-, seguramente arcaico y pronunciado por Jesús, está claro en su significado fundamental. Hay tres tipos de personas que no se unen en matrimonio: los inhábiles para él por malformación física, los que se han vuelto tales por obra de hombres y, por último, los que optan voluntariamente por renunciar al matrimonio para dedicarse con corazón indiviso y con todas sus fuerzas a Dios y a la difusión de su Reino. Comprender la belleza de la virginidad y de la castidad consagradas es puro don del Padre, que «ha escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y se las ha dado a conocer a los sencillos» (Mt 11,25). Ésa es la razón por la que Jesús invita a los discípulos a hacerse como niños: sólo así tendrán la pureza necesaria para acoger el Reino de los Cielos como don gratuito y la frescura para responder al don con la entrega total del propio ser.
La Palabra me ilumina
El fragmento evangélico nos invita a preguntarnos con qué disposiciones nos acercamos a Jesús y a la escucha de su Palabra: ¿con ánimo sencillo y dispuesto a acoger su mensaje o bien con una actitud inclinada a juzgarlo y adaptarlo para legitimar nuestras propias decisiones tomadas por comodidad?
Sea cual sea nuestra actitud, es cierto que Jesús no se deja aprisionar en nuestras mezquindades, sino que siempre -incluso cuando partimos un poco mal dispuestos- nos invita a dar un salto de calidad y nos renueva incansablemente su confianza, nos indica la meta final, para cuya consecución ninguna fatiga es excesiva. El designio del Padre sobre el hombre desde el principio -según se nos recuerda en este pasaje- un maravilloso proyecto de amor. Ahora bien, el amor tiene una ley imprescindible: requiere nuestra entrega plena y total. Solo a ese precio se puede saborear toda su belleza. Esto vale tanto en el caso del matrimonio como en cualquier modalidad de consagración religiosa.
Cuando se entra en el camino del amor no hay atajos ni rebajas. El amor es por su propia naturaleza totalizador: es necesario perder la propia vida para poder recuperarla; es necesario permanecer fieles a las opciones realizadas para ser fecundos en el bien. Se trata de un mensaje anacrónico, imposible de proponer en nuestra época y en nuestra cultura, en la que impera la ley del placer? Jesus es un Maestro incomodo, pero sin el el hombre acaba por no ser ni siquiera el mismo: fuera del proyecto que Dios ha trazado para el nunca podrá sentirse realizado. Incompleto en sí mismo, sediento de felicidad, es una criatura que anhela la plenitud, aunque tiene miedo de dar los pasos, de dar el salto de calidad que puede llevarle a la plenitud. Solo Jesus puede curar su «esclerocardia», su obstinada rebelión contra las ordenes de Dios, una rebelión que, lejos de llevarle a la libertad, le produce tristeza y muerte. Jesus nos pone una vez más a los niños como ejemplo: la realización humana se obtiene con un retorno consciente a los orígenes. El tiempo de la vida presente nos ha sido dado para que, a través de un camino de purificación, volvamos a ser como cuando salimos de las manos de nuestro Padre y Creador: pequeños, sin complicaciones, abiertos a acoger con alegría y con asombro el don de la vida para darlo a otros a nuestra vez.
La Palabra en el corazón de los Padres
Como podríamos describir la dicha de un matrimonio contraído ante la Iglesia, confirmado por la oblación, sellado por la bendición, proclamado por los ángeles y ratificado por el Padre celestial? Que bella pareja forman los dos creyentes que comparten la misma esperanza, el mismo ideal, el mismo modo de vivir, el mismo espíritu de servicio. Los dos hermanos, ambos al servicio del Señor, sin división alguna en la carne y en el espíritu, son, en efecto, dos en una sola carne. Al ser una sola carne son también un solo espíritu: juntos oran, juntos se postran, juntos hacen penitencia; recíprocamente se exhortan y se instruyen, recíprocamente se sostienen. Ambos intervienen en la santa asamblea y juntos participan en la mesa divina. Están unidos en la prueba y en la alegría. Ninguno se esconde del otro, ninguno huye del otro, ninguno es un peso para el otro.
Visitan gustosamente al que esta enfermo, ayudan al que To necesita. Dan con generosidad, se prodigan con sinceridad, atienden a los compromisos diarios con seriedad y nunca están mudos cuando se trata de alabar al Señor. Cristo, que To ve todo y lo oye todo, se alegra y les envía su paz. Donde están los dos, all esta Cristo; y donde esta el, no hay sitio para el maligno (Tertuliano, A las mujeres, 2, 6-9).
Caminar con la Palabra
Si hay un campo en el que Jesús se muestra riguroso y hasta exigente es precisamente el del amor, aparentemente todavía más exigente de lo que se mostró Moisés antes que él. Añade también una razón contra la que se quebrarían todas las objeciones: «Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre». Está claro. El hombre y la mujer que se han comprometido en el amor no lo han hecho solos. En el mismo momento se comprometieron en Dios, porque quien se compromete en el amor se compromete en Dios. Porque Dios es amor. Y eso no puede ser sencillo para nadie, aunque, de hecho, nada es más sencillo. Quien cree verdaderamente en Dios, ha presentido al menos el amor; así, en el amor humano que ha sentido nacer en su corazón, ha conocido algo de Dios. Cuando se ha empezado a conocer a Dios, cuando se ha encontrado un poco de su amor, ya no es posible amar por juego o amar sólo por un tiempo y, después, vivir para ver. Quien ha empezado a amar, ama para siempre y a pesar de todo, a pesar de cualquier fallo que pueda cometer el ser amado, tal como Dios nos ama para siempre, sean cuales sean nuestros fallos.
Amar para siempre. ¿Cómo es posible? ¿No prueba la experiencia lo contrario? Son muchas las parejas que se rompen en los primeros años. Y aun cuando subsista una fidelidad inviolada, ¿puede decirse que el amor verdadero sobrevive para siempre? Tanto para el hombre como para la mujer sería imposible si, al entrar en el amor, no hubieran entrado en Dios. Al entrar en el amor como creyentes, se entra en la vida y en el juego de Dios. Y Dios mismo se convierte en el garante del amor que nos ofrece cada día como regalo, un amor humano en el que su amor está presente como en filigrana. No depende de nosotros salvar nuestro amor. Es Dios quien lo salva y sale garante del mismo.
¿De qué modo salva nuestro amor? Iniciándonos poco a poco en las costumbres de su amor. Ahora bien, es propio de su amor ser entrega y perdón. Dios no lleva cuentas de nuestras caídas. Allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5,20). No lleva cuentas de nuestros fallos. No se venga nunca de nuestros golpes bajos, sino que ama siempre más, es decir, perdona… Perdonar significa ser cada vez más fuertes en el amor. Significa también permitir al amor aumentar y hacerse más profundo. Los enamorados que todavía no han tenido nada que perdonarse no se conocen verdaderamente. Están vencidos todavía recíprocamente por una imagen ideal que el uno proyecta sobre el otro: imagen que se relaciona más con las propias necesidades inconscientes que con la realidad del otro. Ahora bien, no podemos amar al otro más que en su realidad. Ser capaz de perdonar significa salir de nosotros mismos, reconocer al otro también con sus defectos, en lo que más nos asemeja, porque también nosotros somos frágiles.
Cimentarse en el amor significa siempre cimentarse en Dios. Esto es verdad por lo que se refiere al matrimonio, pero también es verdad referido a todo amor, en particular para aquellos que han renunciado al matrimonio para vivir en el celibato por el Evangelio. También ellos, aunque de otra forma, se cimientan, se arriesgan, en un amor no menos difícil. No puede haber menos amor en sus vidas, porque Dios no está menos en ellos. Cuanto más esté Dios en una vida, más amor habrá (A. Louf, Solo l’amore basterá, Piemme, Casale M. 1987, 174-176).
W. Trilling, El Nuevo Testamento y su Mensaje (Mt): Matrimonio y celibato
Herder (1980), Tomo II, Cf. pp. 158-167.
La parte principal corresponde a Mc 10,1-12. La estructura del pasaje didáctico sobre el divorcio está más conforme con la realidad en san Mateo, aunque el texto de este evangelista también depende de san Marcos. San Mateo aprovecha la ocasión para añadir un párrafo más sobre el celibato (19,10-12). Así pues, esta parte de Mateo se centra en dos puntos, el uno expone la ordenación nueva del matrimonio, el otro, el camino especial del celibato, para los discípulos «que puedan entender» (19,12).
vv. 3-6.
3 Se le acercaron unos fariseos para tentarlo y le preguntaron: ¿Puede uno despedir a su mujer por un motivo cualquiera? 4 Él respondió: ¿No habéis leído que el que los creó, desde el principio, varón y hembra los hizo? (Gen 1,27). 5 Y añadió: Por eso mismo, dejará el hombre al padre y a la madre para unirse a su mujer, y serán los dos una sola carne (Gen 2,24). 6 De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por consiguiente lo que Dios unió, no lo separe el hombre.
La pregunta de los fariseos aquí no se refiere a si en general está permitido disolver un matrimonio. Según el derecho vigente este permiso era evidente por razón de la ley del Antiguo Testamento. La pregunta más bien inquiere si está permitido el divorcio por un motivo cualquiera. Detrás de la pregunta está la diferencia de dos tesis que eran sostenidas en tiempo de Jesús. Una tesis procedía del famoso rabino Hilel, según la cual prácticamente un divorcio podía ocurrir por cualquier motivo, por insignificante que fuera. La opinión más severa la sostenía el rabino Samay, quien sólo consideraba como motivo suficiente los delitos morales, sobre todo los pecados de lascivia [59]. Jesús debe adoptar una actitud en esta cuestión discutida. Se le quiere «tentar» con esta cuestión. Según la respuesta que Jesús diese, se le podría tachar de laxismo o de rigor en la interpretación de la ley.
Jesús en primer lugar no aborda la pregunta especial, sino el fondo de la cuestión. En la ley no solamente se contiene la disposición sobre el divorcio tomada de la ley mosaica (Dt 24,1), sino también la ordenación del matrimonio según el relato de la creación. Lo primitivo tiene una primacía jurídica sobre lo tardío. Lo que era al principio, no se invalida por lo que le siga. El Creador es anterior a Moisés (19,7). Al principio, Dios establece una ordenación que excluye la posibilidad del divorcio. Éste es un pensamiento al que nos hemos acostumbrado demasiado y cuya grandeza ya no experimentamos plenamente.
El ser humano no es creado por Dios como ser único, sino con dos formas, a saber hombre y mujer. Pero las dos formas están tan mutuamente relacionadas y tan ordenadas la una a la otra, que tienden a constituir de los dos una sola entidad. La fuerza del sexo y el ansia del complemento personal es tan intenso que sobrepujan el vínculo de la sangre. Se deja al padre y a la madre para buscar la nueva unidad de vida con el otro consorte. Los que se han encontrado, se convierten en una sola carne.
Ésta es la expresión más fuerte que puede concebirse. Con esta expresión el hebreo no solamente piensa en la unión sexual de los cuerpos, sino en la fusión de todo el ser humano terreno con el otro. Ya conocemos la expresión «la carne y la sangre» como designación del modo terreno de vivir del hombre, a diferencia del modo de vivir dado por Dios, lo cual se descubrirá en último término como «vida eterna» [60].
Según el relato del Gen 2,24, el Creador no ha pronunciado por sí mismo las palabras: «Por eso mismo, dejará el hombre al padre y a la madre.» Pero el evangelista quiere decir que la ordenación de la naturaleza que aquí manifiesta el autor sagrado, es institución divina. Así brota en las palabras de Jesús el concepto de principio en su pura originalidad. Lo que Dios hizo y dijo al principio, vale para siempre, nunca puede ser derogado ni puede mudarse por un precepto adicional o por una disposición suplementaria [61]. Dios ha establecido la unidad mediante su voluntad creadora, que puso en los hombres este anhelo natural y su satisfacción. Pero la unidad no estriba solamente en la satisfacción del impulso corporal, sino en toda la vida. Por eso Jesús puede decir que Dios es quien unió. Lo que así fue unido, no puede ser separado por el hombre, porque el hombre es criatura y se le llama para que obedezca. El matrimonio es más que una unificación corporal; comprende toda la altura y profundidad, la anchura y longitud de la vida. En toda la vida ha de hacerse de dos uno. Ésta es la voluntad de Dios y la ordenación primitiva de Dios.
El hombre interviene arbitrariamente y se evade de esta voluntad y ordenación del Creador. Jesús no solamente cita el Antiguo Testamento, sino que consolida de nuevo y con autoridad propia la ordenación primitiva del matrimonio. La frase «lo que Dios unió, no lo separe el hombre» es la interpretación del texto del Antiguo Testamento y el nuevo mandato propio de Jesús. Este precepto tiene aplicación al pueblo de Dios en el Nuevo Testamento, o sea la Iglesia, y a cada miembro de la misma. Pero los que no son discípulos de Jesús, también tendrán que dejarse guiar por este alto concepto, si realmente tienen interés en la persona humana. A la larga sólo la más alta reivindicación puede bastar al ser humano. Todos los compromisos entre la debilidad humana y la flexibilidad jurídica en último término redundan en perjuicio del hombre.
vv. 7-9.
7 Ellos le replican: ¿Por qué, entonces, Moisés mandó darle el acta de divorcio para despedirla? 8 Él les contesta: Moisés, mirando a la dureza de vuestro corazón, os permitió despedir a vuestras mujeres. Pero no fue así desde el principio. 9 Por eso yo os digo: El que despide a su mujer — no en caso de fornicación — y se casa con otra, comete adulterio.
Jesús ha dicho lo fundamental, ahora lo formula una vez más en una «ley» (19,9). Queda por contestar la pregunta de los fariseos si está permitido disolver el matrimonio por un motivo cualquiera. Vuelve a conducir a esta pregunta la objeción, según la cual en la ley también se da la posibilidad del divorcio. Jesús contesta: No lo ha mandado Dios, sino Moisés. Para nosotros eso es tan difícil de entender como para los judíos de aquel tiempo. Puesto que Dios nos habla por medio de Moisés, el mandamiento de Moisés ¿no es mandamiento de Dios? Ciertamente lo es, pero tiene menor autoridad. Primero porque lo anterior mantiene la primacía con respecto a lo posterior; segundo, porque el mandamiento de Moisés fue dado por él de modo indirecto [62], mientras que el orden de la creación fue establecido directamente por Dios.
Todo eso, desde luego, no se expresa en la respuesta de Jesús; son argumentos teológicos que van implícitos en el diálogo.
Lo que Jesús dice para explicar este mandamiento de divorcio, es algo muy distinto, que impresionará a sus oyentes. Existe ya una diferencia en el mismo hecho de que Moisés no ha mandado, sino permitido. No se trata de un mandamiento, que debe estimular y conducir a la vida, sino de una concesión que se hace a la debilidad del hombre. Moisés lo ha permitido mirando a la dureza de vuestro corazón. Esta imagen designa la sordera y apatía de corazón de Israel ante la orden de Dios. La hallaremos asociada a la «incredulidad» (Mc 16,14). Un tono profético penetra en el diálogo jurídico. Moisés os dio esta libertad, porque conocía vuestra condición y preveía que seríais negligentes e indóciles ante la voluntad de Dios. El hecho de que todavía se practique el divorcio no es señal de que se cumpla fielmente el mandamiento, sino, todo lo contrario: atestigua la obstinación de Israel.
La explicación que Jesús da a lo que dispone la ley mosaica, no es una explicación histórica o jurídica. Antes bien es una llamada profética, que también ahora tiene un alcance profundo. El hombre sólo es capaz de cumplir en particular el mandamiento divino, si se confía, totalmente a la voluntad de Dios. Quien se obstina frente a ella y es indolente, o persevera arbitrariamente en su propia voluntad, llegado el caso fallará y, por consiguiente, se verá obligado a invocar la libertad de divorciarse.
Esto se afirma, de forma inequívoca, en las últimas palabras. El hombre que despide a su mujer, no ha anulado el matrimonio que existía entre ambos. Continúa existiendo, y si el hombre vuelve a casarse, comete adulterio. Para la mujer tiene aplicación lo inverso, que sólo san Marcos dice explícitamente (Mc 10,12). Incluso la añadidura discutida «no en caso de fornicación» no puede cambiar nada en el principio dado por Jesús. Si se entiende esta adición en el sentido que de algún modo se pueda disolver el vínculo del matrimonio como tal, entonces se desplomaría toda la doctrina de Jesús expuesta en 19,3-903. La Iglesia, por encargo de su Señor, se mantiene aferrada hasta el día de hoy en esta firme resolución. Porque la Iglesia también observa la misma obediencia que ha de exigir a cada uno de sus miembros.
Por eso es tan importante este diálogo, porque muestra la posición de Jesús ante la ley. Aquí Jesús deroga formalmente una disposición de la ley del Antiguo Testamento, así como antes ha anulado la legislación del Antiguo Testamento sobre la pureza (15,1-20). Sigue estando en vigor que Jesús no ha venido para abolir «la ley o los profetas», sino para «darle cumplimiento» (5.17). Pero también puede formar parte del cumplimiento de la ley que una disposición particular sea derogada o sustituida por una nueva orden. Esto aquí no ocurre por la propia plenitud de poderes, sino por el recurso a la primitiva voluntad del Creador. Se hacen valer de nuevo la pureza y la genuina intención de la voluntad de Dios, tal como han sido expresadas al principio. Pero el hecho de que el orden de la creación y el mandamiento de Moisés se puedan contraponer mutuamente y el hecho de que el orden inicial se ponga de nuevo en vigor sólo pueden explicarse por la pretensión de Jesús de ser el definitivo revelador de la voluntad de Dios. Sólo puede hacerlo el Mesías. En cualquier otro sería una presunción blasfema. Aquí aparece de nuevo el estilo que ya conocemos: «Pero yo os digo» (5,22)…
vv. 10-12.
10 Los discípulos le dicen: Si tal es la situación del hombre con respecto a la mujer, no conviene casarse. 11 Él les respondió: No todos entienden esta doctrina, sino aquellos a quienes se ha concedido. 12Porque hay incapacitados para el matrimonio que nacieron así del seno materno, y hay incapacitados a quienes así los hicieron los hombres, y hay incapacitados que ellos mismos se hicieron así por el reino de los cielos. Quien pueda entender, entienda.
Si hay que ligarse mutua e indisolublemente para toda la vida, entonces resulta gravoso casarse. Así puede entenderse la réplica aterrada de los discípulos. La libertad del hombre ¿no está entonces coartada de un modo insoportable? ¿Sólo tiene el hombre ante sí el camino del matrimonio, y además con este vínculo, que aquí se tiene la sensación de que es una carga y una tortura? Esta réplica dada con la primitiva manera de pensar del hombre vulgar, hace que Jesús añada otras palabras, que abren un segundo camino.
Estas palabras se introducen de un modo significativo con la observación de que no todos son capaces de entender lo que se dice a continuación. Sólo son capaces de entender aquellos a quienes se ha concedido. Esto también es un misterio del reino de los cielos, cuya comprensión se concede desde arriba. El hombre no la tiene por sus propias fuerzas, sino por don de Dios (cf. 13,11). Nos podemos disponer para esta comprensión, pero no nos la podemos dar. Se puede estar agradecido por ella, si alguien la obtuvo, pero no se puede reprochar a nadie que no la tenga.
De lo que se trata se nos aclara en la última parte de la respuesta (que consta de tres grados): hay incapacitados para el matrimonio que ellos mismos se hicieron así por el reino de los cielos. El reino de Dios reclama todo el interés del hombre. También puede reclamar la renuncia al matrimonio y a la familia, más aún, como se dice en estos versículos, la renuncia voluntaria y permanente a la satisfacción del apetito sexual. Entonces todo el vigor íntegro del hombre puede emplearse para el servicio del reino de Dios. Toca a todos los discípulos emprender la aventura de buscar primero el reino de Dios y su justicia (6,33); pero sólo a algunos de ellos realizarla y aplicar su persona a ello con tal amplitud, que incluso abandonen la tendencia innata en el hombre de dar satisfacción a su vida sexual. Los capaces de entender son aquellos a quienes se les ha concedido. Aquí probablemente no sólo se piensa en la comprensión, sino también en el seguimiento de esta otra vocación. Para dicho seguimiento en primer lugar se requiere la inteligencia, pero además la renuncia magnánima. Puesto que la palabra de Jesús queda así vibrando y postula consciente apertura en el oyente, preferimos también dejarla con esta apertura. En la vida de la Iglesia a través de los siglos se testifica que esta aventura magnánima se emprende en forma duradera, y también se testifican los frutos para el reino de Dios, que se originan de esta renuncia.
Notas
60. Cf. lo que se dice en la p. 96 acerca de 16,17.
61. Cf. el pensamiento similar de Gal 3,15-20.
62. Cf. Gal 3,19s.