Mt 18, 1-5.10.12-14: El más grande en el reino y la oveja perdida
/ 11 agosto, 2015 / San MateoHomilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Bernardo, abad
Sermón: El motivo de la venida de Cristo.
Sermón 1 para el Adviento, 7-8
«Vuestro Padre del cielo, no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños» (Mt 18,14)
«He aquí que el nombre del Señor viene de lejos» dice el profeta (Is 30,27) ¿Quién lo podría dudar? Era necesario que en los orígenes ocurriera alguna cosa grande para que la majestad de Dios se dignara descender de tan lejos a un lugar tan indigno de ella. Sí, efectivamente, había una cosa grande: su misericordia, su inmensa compasión, su abundante caridad. En efecto ¿con qué finalidad creemos que Cristo vino? Lo sabremos sin gran esfuerzo puesto que sus propias palabras y sus mismas obras nos revelan claramente la razón de su venida. Vino apresuradamente desde los montes a buscar la centésima oveja extraviada.
Vino por nuestra causa a fin de que las misericordias del Señor, así como sus maravillas, aparezcan con más clara evidencia a la vista de los hijos de los hombres (Sl 106,8). ¡Admirable condescendencia de Dios que nos busca, y gran dignidad del hombre así buscado! Si éste quiere gloriarse de ello puede hacerlo sin aparecer un loco, no porque por sí mismo pueda ser alguna cosa, sino porque es quien lo ha creado que lo ha hecho tan grande. En efecto, todas las riquezas, toda la gloria de este mundo, y todo lo que de él se pueda desear, todo es muy poca cosa e incluso nada en comparación de ésta gloria de la que tratamos. «¿Qué es el hombre para que tanto de él te ocupes, para que pongas en él tu atención?» (Jb 7,17)
Basilio de Seleucia
Homilía: Salvar a todas las ovejas
Homilía 26, sobre el Buen Pastor : PG 85, 299
«Se alegra por ella, más que por las noventa y nueve que no se extraviaron» (Mt 18,13)
Pero, miremos ahora a nuestro pastor, Cristo. Miremos su amor por los hombres y su ternura para conducirnos a pastos abundantes. Se alegra con las ovejas que están a su alrededor y busca a las que están descarriadas. Ni montañas ni bosques son obstáculo, él baja a los valles tenebrosos (Sal 22,4) para llegar al lugar donde está la oveja perdida…
Habiéndola encontrado enferma, no la desprecia, sino que la cuida; tomándola sobre sus hombros, cura con su propio cansancio a la oveja fatigada. Su cansancio lo llena de alegría, porque ha encontrado la oveja perdida, y esto le cura su pena: «¿Quién de vosotros, dice él, si tiene cien ovejas y pierde una, no abandona las otras noventa y nueve en el desierto para irse en busca de la que está perdida, hasta que la encuentre?»
La pérdida de una sola oveja, enturbia la alegría del rebaño reunido, pero la alegría de encontrarla cambia esta tristeza: «cuando la ha encontrado, reúne a sus amigos y vecinos y les dice: Alegraos conmigo, porque he encontrado mi oveja perdida» (Lc 15,6). Por eso Cristo, que es este pastor, dijo: «Yo soy el buen pastor» (Jn 10,11). «Yo busco la oveja perdida, hago volver a la que se ha extraviado, vendo a la que está herida, curo a la que está enferma» (Ez 34,16).
San Juan Damasceno
Obras: Nos has amado
Sobre la fe ortodoxa 1 : PG 95, 417- 419 (Liturgia de las Horas, 04 de diciembre)
«Vuestro Padre que está en los cielos no quiere que ni uno de estos pequeños se pierda» (Mt 18,14)
Tú, Señor, me sacaste de los lomos de mi padre; tú me formaste en el vientre de mi madre; tú me diste a luz niño y desnudo, puesto que las leyes de la naturaleza siguen tu mandatos.
Con la bendición del Espíritu Santo preparaste mi creación y mi existencia, no por voluntad de varón, ni por deseo carnal, sino por una gracia tuya inefable. Previniste mi nacimiento con un cuidado superior al de las leyes naturales; pues me sacaste a la luz adoptándome como hijo tuyo y me contaste entre los hijos de tu Iglesia santa e inmaculada.
Me alimentaste con la leche espiritual de tus divinas enseñanzas. Me nutriste con el vigoroso alimento del cuerpo de Cristo, nuestro Dios, tu santo Unigénito, y me embriagaste con el cáliz divino, o sea, con su sangre vivificante, que él derramó por la salvación de todo el mundo.
Porque tú, Señor, nos has amado y has entregado a tu único y amado Hijo para nuestra redención, que él aceptó voluntariamente, sin repugnancia; más aún, puesto que él mismo se ofreció, fue destinado al sacrificio como cordero inocente, porque, siendo Dios, se hizo hombre y con su voluntad humana se sometió, haciéndose obediente a ti, Dios, su Padre, hasta la muerte, y una muerte de cruz.
San León Magno, papa
Homilía: Cristo ama la infancia
Homilía VII (37) en la Solemnidad de la Epifanía.
Cuando los tres Magos fueron conducidos por el resplandor de una nueva estrella para venir a adorar a Jesús, ellos no lo vieron expulsando a los demonios, resucitando a los muertos, dando vista a los ciegos, curando a los cojos, dando la facultad de hablar a los mudos, o en cualquier otro acto que revelaba su poder divino ; sino que vieron a un niño que guardaba silencio, tranquilo, confiado a los cuidados de su madre. No aparecía en él ningún signo de su poder; mas le ofreció la vista de un gran espectáculo: su humildad. Por eso, el espectáculo de este santo Niño, al cual se había unido Dios, el Hijo de Dios, presentaba a sus miradas una enseñanza que más tarde debía ser proclamada a los oídos, y lo que no profería aún el sonido de su voz, el simple hecho de verle hacía ya que El enseñaba. Toda la victoria del Salvador, que ha subyugado al diablo y al mundo, ha comenzado por la humildad y ha sido consumada por la humildad. Ha inaugurado en la persecución sus días señalados, y también los ha terminado en la persecución. Al Niño no le ha faltado el sufrimiento, y al que había sido llamado a sufrir no le ha faltado la dulzura de la infancia, pues el Unigénito de Dios ha aceptado, por la sola humillación de su majestad, nacer voluntariamente hombre y poder ser muerto por los hombres.
Si, por el privilegio de su humildad, Dios omnipotente ha hecho buena nuestra causa tan mala, y si ha destruido a la muerte y al autor de la muerte (cf. 1 Tim 1,10), no rechazando lo que le hacían sufrir los perseguidores, sino soportando con gran dulzura y por obediencia a su Padre las crueldades de los que se ensañaban contra El, ¿cuánto más hemos de ser nosotros humildes y pacientes, puesto que, si nos viene alguna prueba, jamás se hace esto sin haberla merecido? ¿Quién se gloriará de tener un corazón casto y de estar limpio de pecado? Y, como dice San Juan, si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría con nosotros (1 Jn 1,8). ¿Quién se encontrará libre de falta, de modo que la justicia nada tenga de qué reprocharle o la misericordia divina qué perdonarle? Por eso, amadísimos, la práctica de la sabiduría cristiana no consiste ni en la abundancia de palabras, ni en la habilidad para discutir, ni en el apetito de alabanza y de gloria, sino en la sincera y voluntaria humildad, que el Señor Jesucristo ha escogido y enseñado como verdadera fuerza desde el seno de su madre hasta el suplicio de la cruz. Pues cuando sus discípulos disputaron entre sí, como cuenta el evangelista, quién sería el más grande en el reino de los cielos, El, llamando a sí a un niño, le puso en Medio de ellos y dijo: En verdad os digo, si no os mudáis haciéndoos como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Pues el que se humillare hasta hacerse como un niño de éstos, ése será el más grande en el reino de los cielos (Mt 18,1-4). Cristo ama la infancia, que El mismo ha vivido al principio en su alma y en su cuerpo. Cristo ama la infancia, maestra de humildad, regla de inocencia, modelo de dulzura. Cristo ama la infancia; hacia ella orienta las costumbres de los mayores, hacia ella conduce a la ancianidad. A los que eleva al reino eterno los atrae a su propio ejemplo.
San Cirilo de Jersualén
Catequesis bautismal: Ver el rostro de Dios
Catequesis 6,4-7.
[…] Alguno dirá: ¿Acaso no está escrito: «Los ángeles (de los niños) ven siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos» (cf. Mt 18,10). Pero los ángeles ven a Dios, no como él es, sino en cuanto pueden captarlo. Pues el mismo Jesús es quien dice: «No que nadie haya visto al Padre, excepto el que ha venido de Dios; éste ve al Padre» (Jn 6,46). Lo ven los ángeles en cuanto son capaces y, en cuanto pueden, los arcángeles y, de un modo más excelente que los primeros, también los tronos y las dominaciones, a quienes son aquellos inferiores en dignidad.
En realidad, sólo el Espíritu Santo puede, juntamente con el Hijo, ver a Dios como es. Pues «él lo escruta todo y lo conoce todo, hasta las profundidades de Dios» (1 Cor 2,10); de manera que es cierto que incluso el Hijo unigénito, en cuanto conviene, también conoció al Padre a una con el Espíritu Santo, pues dice: «tampoco al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27). Ve él a Dios, como es debido, y lo revela, con el Espíritu Santo y por el Espíritu Santo, a cada uno según su capacidad. Por otra parte, de la divina eternidad participa también, juntamente con el Espíritu Santo, el Hijo, el cual «desde toda la eternidad» (2 Tim 1,9) fue engendrado sin esfuerzo y conoció al Padre, conociendo el engendrador al engendrado. Pero, en cuanto a los ángeles, siendo limitado su conocimiento —pues como dijimos, es el Unigénito el que según su capacidad les revela (a Dios) juntamente con y por medio del Espíritu Santo, que ningún hombre se avergüence de confesar su ignorancia
[…] Para nuestra piedad nos basta una sola cosa, saber que tenemos a Dios: el Dios único, el Dios que existe desde la eternidad, sin variación alguna en sí mismo, ingénito, más fuerte que ningún otro y a quien nadie expulsa de su reino. Se le designa con múltiples nombres, todo lo puede y permanece invariable en su sustancia. Y no porque se le llame bueno, justo, omnipotente, «Dios de los ejércitos», es por ello variable y diverso, sino que, siendo uno y el mismo, realiza innumerables operaciones divinas. Y no tiene más de alguna parte y menos de otra, sino que en todas las cosas es semejante a sí mismo. No es grande sólo en la bondad, pero inferior en la sabiduría, sino que es semejante en sabiduría y bondad. Tampoco es que en parte vea y en parte esté privado de visión, sino que todo lo ve, todo lo oye y todo lo entiende. No es que, como nosotros, comprenda en parte las cosas y en parte las ignore: este modo de hablar es blasfemo e indigno de la personalidad divina. Conoce previamente lo que existe, es santo y ejerce su poder sobre todo; es mejor, mayor y más sabio que todas las cosas. No se le puede señalar principio ni forma ni figura. Pues «no habéis oído nunca su voz, ni habéis visto nunca su rostro», dice la Escritura (Jn 5,37). Por lo cual también Moisés dice a los israelitas: «Tened mucho cuidado de vosotros mismos: puesto que no visteis figura alguna» (Dt 4,15). Pues si la mente no puede imaginar algo que se le parezca, ¿podrá acaso penetrar en lo propio de su persona?
San Juan Pablo II, papa
Homilía (14-08-1979): Significado de hacerse «niño».
Santa Misa para las Clarisas de Albano. Martes 14 de agosto de 1979.
Me complace meditar con [vosotras] las enseñanzas y los pensamientos que la liturgia de hoy hace brotar de la Palabra de Dios que hemos escuchado ahora mismo en el santo Evangelio.
1. Jesús nos recuerda ante todo la realidad consoladora del reino de los cielos.
La pregunta que los Apóstoles dirigen a Jesús es muy sintomática: «¿Quién será el más grande en el reino de los cielos?»
Se ve que habían discutido entre ellos sobre cuestiones de precedencia, de carrera, de méritos, con una mentalidad todavía terrena e interesada: querían saber quién sería el primero en ese reino del que hablaba siempre el Maestro.
Jesús aprovecha la ocasión para purificar el concepto erróneo que tienen los Apóstoles y para llevarlos al contenido auténtico de su mensaje: el reino de los cielos es la verdad salvífica que El ha revelado; es la «gracia», o sea, la vida de Dios que El ha traído a la humanidad con la encarnación y la redención; es la Iglesia, su Cuerpo místico, el Pueblo de Dios que le ama y le sigue; es, finalmente, la gloria eterna del Paraíso, a la que toda la humanidad está llamada.
Jesús, al hablar del reino de los cielos, quiere enseñarnos que la existencia humana sólo tiene valor en la perspectiva de la verdad, de la gracia y de la gloria futura. Todo debe ser aceptado y vivido con amor y por amor en la realidad escatológica que El ha revelado: «Vended vuestros bienes y dadlos en limosna; haceos bolsas que no se gastan, un tesoro inagotable en los cielos…» (Lc 12, 33). «Tened ceñidos vuestros lomos y encendidas las lámparas» (Lc 12, 35).
2. Jesús nos enseña el modo justo para entrar en el reino de los cielos.
Cuenta el evangelista San Mateo que «Jesús llamando a sí a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Pues el que se humillare hasta hacerse como un niño de éstos, ése será el más grande en el reino de los cielos» (Mt 18, 2-4).
Esta es la respuesta desconcertante de Jesús: ¡la condición indispensable para entrar en el reino de los cielos es hacerse pequeños y humildes como niños!
Está claro que Jesús no quiere obligar al cristiano a permanecer en una situación de infantilismo perpetuo, de ignorancia satisfecha, de insensibilidad ante la problemática de los tiempos. Al contrario. Pero pone al niño como modelo para entrar en el reino de los cielos non el valor simbólico que el niño encierra en sí:
— ante todo, el niño es inocente, y el primer requisito para entrar en el reino de los cielos es la vida de «gracia», es decir, la inocencia conservada o recuperada, la exclusión de pecado, que siempre es un acto de orgullo y de egoísmo;
— en segundo lugar, el niño vive de fe y de confianza en sus padres y se abandona con disposición total a quienes le guían y le aman. Así el cristiano debe ser humilde y abandonarse con total confianza a Cristo y a la Iglesia. El gran peligro, el gran enemigo es siempre el orgullo, y Jesús insiste en la virtud de la humildad, porque ante el Infinito no se puede menos de ser humildes; la humildad es verdad y es, además, signo de inteligencia y fuente de serenidad;
— finalmente, el niño se contenta con las pequeñas cosas que bastan para hacerle feliz: un pequeño éxito, una buena nota merecida, una alabanza recibida le hacen exultar de alegría.
Para entrar en el reino de los cielos es preciso tener sentimientos grandes, inmensos, universales; pero es necesario saberse contentar con las pequeñas cosas, con las obligaciones mandadas por la obediencia, con la voluntad de Dios tal como se manifiesta en el instante que huye, con las alegrías cotidianas que ofrece la Providencia; es necesario hacer de cada trabajo, aunque oculto y modesto, una obra maestra de amor y perfección.
¡Es necesario convertirse a la pequeñez para entrar en el reino de los cielos! Recordemos !a intuición genial de Santa Teresa de Lisieux, cuando meditó el versículo de la Sagrada Escritura: «El que es simple, venga acá» (Prov 9, 4). Descubrió que el sentido de la «pequeñez» era como un ascensor que la llevaría más de prisa y más fácilmente a la cumbre de la santidad: «¡Tus brazos, oh Jesús, son el ascensor que me debe elevar hasta el cielo! Por esto no tengo necesidad en absoluto de hacerme grande; más bien es necesario que permanezca pequeña, que lo sea cada vez más» (Historia de un alma, Manuscrito C, cap. X).
3. Finalmente, Jesús nos infunde el anhelo del reino de los cielos.
«¿Qué os parece? —dice Jesús—. Si uno tiene cien ovejas y se le extravía una, ¿no dejará en el monte las noventa y nueve e irá en busca de la extraviada? Y si logra hallarla, cierto que se alegrará por ella más que por las noventa y nueve que no se habían extraviado. Así no es voluntad de vuestro Padre, que está en los cielos, que se pierda ni uno solo de estos pequeñuelos» (Mt 18, 12-14).
Son palabras dramáticas y consoladoras al mismo tiempo: Dios ha creado al hombre para hacerle partícipe de su gloria y de su. felicidad infinita; y por esto le ha querido inteligente y libre, «a su imagen y semejanza». Desgraciadamente asistimos con angustia a la corrupción moral que devasta a la humanidad, despreciando especialmente a los pequeños, de quienes habla Jesús.
¿Qué debemos hacer? Imitar al Buen Pastor y afanarnos sin tregua por la salvación de las almas. Sin olvidar la caridad material y la justicia social, debemos estar convencidos de que la caridad más sublime es la espiritual, o sea, el interés por la salvación de las almas.
Y las almas se salvan con la oración y el sacrificio. ¡Esta es la misión de la Iglesia!
¡Especialmente vosotras, monjas y almas consagradas, debéis sentiros como Abraham sobre el monte, para implorar misericordia y salvación de la bondad infinita del Altísimo! Que sea vuestra alegría saber que muchas almas se salvan precisamente por vuestra propiciación…
Catequesis, Audiencia General (06-08-1986)
Miércoles 6 de agosto de 1986, nn. 5-6.
La participación de los ángeles en la historia de la salvación
5. Notamos que la Sagrada Escritura y la Tradición llaman propiamente ángeles a aquellos espíritus puros que en la prueba fundamental de libertad han elegido a Dios, su gloria y su reino. Ellos están unidos a Dios mediante el amor consumado que brota de la visión beatificante, cara a cara, de la Santísima Trinidad. Lo dice Jesús mismo: «Sus ángeles ven de continuo en el cielo la faz de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 18, 10). Ese «ver de continuo la faz del Padre» es la manifestación más alta de la adoración de Dios. Se puede decir que constituye esa «liturgia celeste«, realizada en nombre de todo el universo, a la cual se asocia incesantemente la liturgia terrena de la Iglesia, especialmente en sus momentos culminantes. Baste recordar aquí el acto con el que la Iglesia, cada día y cada hora, en el mundo entero, antes de dar comienzo a la plegaria eucarística en el corazón de la Santa Misa, se apela «a los Ángeles y a los Arcángeles» para cantar la gloria de Dios tres veces santo, uniéndose así a aquellos primeros adoradores de Dios, en el culto y en el amoroso conocimiento del misterio inefable de su santidad.
6. También según la Revelación, los ángeles, que participan en la vida de la Trinidad en la luz de la gloria, están también llamados a tener su parte en la historia de la salvación de los hombres, en los momentos establecidos por el designio de la Providencia Divina. «¿No son todos ellos espíritus administradores, enviados para servicio a favor de los que han de heredar la salud?», pregunta el autor de la Carta a los Hebreos (1, 14). Y esto cree y enseña la Iglesia, basándose en la Sagrada Escritura por la cual sabemos que la tarea de los ángeles buenos es la protección de los hombres y la solicitud por su salvación.
Hallamos estas expresiones en diversos pasajes de la Sagrada Escritura, como por ejemplo en el Salmo 90/91, citado ya repetidas veces: «Pues te encomendará a sus ángeles para que te guarde en todos tus caminos, y ellos te levantarán en sus palmas para que tus pies no tropiecen en las piedras» (Sal 90/91, 11-12). Jesús mismo, hablando de los niños y amonestando a no escandalizarlos, se apela a «sus ángeles» (Mt 18, 10). Además, atribuye a los ángeles la función de testigos en el supremo juicio divino sobre la suerte de quien ha reconocido o renegado a Cristo: «A quien me confesare delante de los hombres, el Hijo del hombre le confesará delante de los ángeles de Dios. El que me negare delante de los hombres, será negado ante los ángeles de Dios» (Lc 12, 8-9; cf. Ap. 3, 5). Estas palabras son significativas porque si los ángeles toman parte en el juicio de Dios, están interesados en la vida del hombre. Interés y participación que parecen recibir una acentuación en el discurso escatológico, en el que Jesús hace intervenir a los ángeles en la parusía, o sea, en la venida definitiva de Cristo al final de la historia (Cfr. Mt 24, 31; 25, 31. 41).
Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)
Jesús de Nazaret: Descenso por amor a la oveja extraviada.
Tomo II, capítulo III, 1 (La Hora de Jesús)
«Deja las noventa y nueve y va en busca de la perdida» (Mt 18,12)
La «hora» de Jesús es la hora del gran «paso más allá», de la transformación, y esta metamorfosis del ser se produce mediante el agápé. Es un agápé «hasta el extremo», expresión con la cual Juan se refiere en este punto anticipadamente a la última palabra del Crucificado: «Todo está cumplido (tetélestai)» (19,30). Este fin (télos), esta totalidad del entregarse, de la metamorfosis de todo el ser, es precisamente el entregarse a sí mismo hasta la muerte.
El que aquí, como también en otras ocasiones en el Evangelio de Juan, Jesús hable de que ha salido del Padre y de su retorno a Él, podría suscitar el recuerdo del antiguo esquema del exitus y del reditus, de la salida y del retorno, como ha sido elaborado especialmente en la filosofía de Plotino. Sin embargo, el salir y volver dcl que habla Juan es totalmente diferente de lo que se piensa en el esquema filosófico. En efecto, tanto en Plotino como en sus seguidores el «salir», que para ellos tiene lugar en el acto divino de la creación, es un descenso que, al final, se convierte en un decaer: desde la altura del «único» hacia abajo, hacia zonas cada vez más bajas del ser. El retorno consiste después en la purificación de la esfera material, en un gradual ascenso y en purificaciones, que van eliminando lo que es inferior y, finalmente, reconducen a la unidad de lo divino.
El salir de Jesús, por el contrario, presupone ante todo una creación, pero no entendida como decadencia, sino como acto positivo de la voluntad de Dios. Es también un proceso del amor, que demuestra su verdadera naturaleza precisamente en el descenso —por amor a la criatura, por amor a la oveja extraviada—, revelando así en el descender lo que es verdaderamente propio de Dios. Y el Jesús que retorna no se despoja en modo alguno de su humanidad, como si ésta fuera una contaminación. El descenso tenía la finalidad de aceptar y acoger la humanidad entera y el retorno junto con todos, la vuelta de «toda carne».
En esta vuelta se produce una novedad: Jesús no vuelve solo. No abandona la carne, sino que atrae a todos hacia sí (cf. Jn 12,32). La metábasis vale para la totalidad. Aunque en el primer capítulo del Evangelio de Juan se dice que los «suyos» (ídioi) no recibieron a Jesús (cf. 1,11), ahora oímos que Él ha amado a los «suyos» hasta el extremo (cf. 13,1).En el descenso, Él ha recogido de nuevo a los «suyos» —la gran familia de Dios—, haciendo que, de forasteros, se conviertan en «suyos».
Comentarios exegéticos
Comentarios a la Biblia Litúrgica (NT): Como niños
Paulinas-PPC-Regina-Verbo Divino (1990), pp. 1045-1047.
El cuarto de los cinco grandes discursos, en torno a los cuales gira el evangelio de Mateo, lo tenemos en el capítulo 18. Se dirige especialmente a los discípulos. No conocemos exactamente el momento histórico en que las provocaron. El texto paralelo de Marcos (Mc 9,33-34) nos hace suponer, como contexto inmediato, una discusión de los discípulos sobre el puesto que cada uno debía ocupar en el reino que el Maestro predicaba y del que les iba a hacer a ellos los dirigentes inmediatos. Por lo visto las cuestiones sobre la precedencia son tan viejas como la iglesia (aquí nos limitamos a ella). Mateo, como es su costumbre, quita hierro a la escena y la presenta de forma general y en un tono completamente aséptico. Mejor así; porque la escena adquiere de este modo un matiz de atemporalidad que la hace válida y aplicable en todas las coyunturas similares.
Jesús manda hacerse como niños. Y al expresarse así no piensa en la proverbial inocencia de los niños. Piensa, sobre todo, en su humildad: el niño no tiene pretensiones, sabe que es niño y acepta su niñez, su impotencia frente a la vida, la necesidad que tiene de sus padres para subsistir. Viven en la humildad. No haciéndose menos de lo que son —que eso no es humildad— sino reconociendo lo que son. (¿Acaso necesita el hombre hacerse menos de lo que es para ser humilde?).
Si de la familia humana pasamos a la cristiana —la familia de Jesús o la de Dios— la argumentación adquiere muchísima mayor eficacia. ¿Qué es el hombre ante Dios? Precisamente por eso la humildad cristiana está causada por la alegría de ser hijos de Dios (5,3ss; 11,25).
La filiación divina requiere la conversión. El v. 3 lo dice expresamente. Las palabras que abren el evangelio exigiendo la conversión (3,2; 4,17) se aplican ahora a los discípulos de Jesús. Si estos discípulos deben ser dirigentes de la comunidad cristiana, deben conducirse ante ella con esa humildad de que hemos hablado. Por dos razones: por lo que ellos son —aspecto que ya hemos expuesto— y por lo que son los otros. Los otros son hijos de Dios: «sus ángeles contemplan en el cielo el rostro de mi Padre». Pero la frase no se preocupa en absoluto de los ángeles ni tiene el menor interés por ellos. Según la literatura judía, la función de los ángeles era triple: a) de adoración y alabanza a Dios; b) agentes o mensajeros divinos en los negocios humanos; c) guardianes de los hombres y de las naciones (He 12,15).
Según una creencia, que se había generalizado entre ellos, eran pocos los ángeles que tenían acceso directo a Dios. Teniendo en cuenta estos presupuestos, la enseñanza recae en la dignidad de los pequeñuelos que creen en Jesús: si sus ángeles tienen esa dignidad, ¡cuánta mayor será la dignidad de los creyentes a cuyo servicio están!
Termina la sección con la parábola de la oveja perdida. En Mateo no tiene la importancia que en Lucas (Lc 15) y se halla expuesta desde un ángulo distinto: Lucas acentúa la alegría del pastor al encontrar la oveja perdida. Mateo pone de relieve su responsabilidad. Mateo ha adaptado la parábola a los dirigentes de la comunidad cristiana. Esto explica que haya desplazado ligera pero intencionadamente el centro de gravedad de la parábola.
Bastin-Pinckers-Teheux, Dios cada día: El paso de un pueblo
Siguiendo el Leccionario Ferial (4). Semanas X-XXI T.O. Evangelio de Mateo.
Sal Terrae (1990), pp. 191-193.
Deuteronomio 31,1-8.
Las tradiciones sobre la muerte de Moisés, datadas entre los siglos VI y V antes de Cristo, sirven de conclusión general no solamente al Deuteronomio, sino al conjunto del Pentateuco. Formadas por diversas tradiciones, se presentan bajo la forma de un testamento en el que Moisés comunica al pueblo las medidas que ha tomado, de acuerdo con Yahvé, para asegurar su sucesión. El traspaso de poderes se hace en la forma acostumbrada, que se encuentra descrita en otros pasajes de la Biblia y que comprende, sucesivamente, la oferta de dimisión, la evocación —aquí limitada a unas cuantas alusiones— de la historia del pueblo y de su líder, y la investidura del sucesor, confirmada por Yahvé (P. Buis). La investidura de Josué anuncia a la vez la conquista y el reparto de Palestina, lo que se corresponde con el plan del libro de Josué. Hay que prestar especial atención a la importancia que da el Deuteronomio al espíritu con que estas misiones futuras serán realizadas: los vv. 6-8, dirigidos alternativamente al pueblo y a Josué, insisten reiteradamente en la necesidad de depositar una fe absoluta en Dios.
Los vv. 9-13 estudian el problema de la transmisión de la Ley, transmisión que estará asegurada por los levitas y los ancianos. Los primeros asumieron su tarea a raíz de ciertas consultas jurídicas. Efectivamente, cuando un hombre tenía dudas sobre la forma en que debía comportarse en el ámbito de la vida moral, cultural o jurídica, acudía a consultar al sacerdote, que le sugería la decisión en forma de oráculo. Y no se tardó en reunir las respuestas más importantes en series de preceptos (los torót; de ahí el nombre de Tora dado a la Ley) para uso, primeramente, de los sacerdotes y de los jueces, y más tarde de todo el pueblo; el conjunto constituye la llamada Tora apodíctica (en forma de : «harás», «no harás»). En cuanto a los ancianos, hay que decir que de ellos salieron los jueces cuya jurisprudencia fue el origen del derecho casuístico, que indica el procedimiento a seguir en un caso determinado («si un hombre golpea a otro y le causa la muerte, será condenado a muerte»). Finalmente, el Deuteronomio habla de una celebración de la renovación de la alianza que tendría lugar cada año sabático. No se ha llegado, ni mucho menos, a un acuerdo acerca de la existencia de dicha fiesta, aunque hay muchos salmos originarios del norte escritos en forma de acusaciones dirigidas por Yahvé contra la falta de cumplimiento del pueblo, que podrían haber sido leídos en el curso de la celebración.
Precisamente Dt 32 se presenta como una requisitoria de Yahvé.
Mateo 18, 1-5.10.12-14.
Los capítulos precedentes han descrito el nacimiento de una comunidad de fe a la que, de modo progresivo, Jesús ha ido limitando su enseñanza. El «discurso eclesial» del capítulo 18 se dedica especialmente a estudiar el carácter de las relaciones que deben regir en la comunidad cristiana. La pregunta que formulan los discípulos es absolutamente clara a este respecto: «¿Quién es el más importante en la comunidad? » (el Reino de los Cielos significa aquí no sólo una realidad futura, sino que se inscribe igualmente en el tiempo de la Iglesia).
A modo de respuesta, Jesús llama a un niño y lo pone en medio del grupo, invitando a sus discípulos hacerse como niños. El v. 5 basta para indicar que no se trata en modo alguno de exaltar la condición de la infancia; lo que el niño simboliza es la persona misma de Jesús. En el fondo, se trata del «nacer de nuevo» de que habla Jn 3; se trata de cortar los lazos con el pasado y, consiguientemente, con el pecado. Hay que convertirse en el «pobre» de las bienaventuranzas.
En este contexto, ha insertado Mateo la parábola de la oveja perdida, cuyo sentido eclesial es evidente. Si cada cristiano es para Dios un ser único (lo cual explica el celoso cuidado del «pastor»), y tiene derecho a ser solícitamente protegido por todos los miembros de la Iglesia, los cuales deben hacer todo lo posible por hacer volver al hermano extraviado.
La Iglesia es una comunidad, no una mera colectividad.
***
«Sed fuertes y valientes, no temáis, no os acobardéis ante ellos, que el Señor tu Dios avanza a tu lado, no te dejará ni te abandonará.» En el umbral de la Tierra Prometida, éste es el testamento de Moisés: el pueblo, «que no era un pueblo», entrará en la tierra de Dios con esta única convicción: que Dios mismo camina delante de ellos. Por esta razón deberán entrar juntos; es un pueblo que pronto pasará el Jordán.
«¡Tú no pasarás el Jordán!» Todo parecía contrario al cumplimiento de la promesa: las murallas de las ciudades fortificadas, que habían asustado ya a los primeros exploradores, y el poder de los reinos establecidos en las fronteras de Canaán. A tan gran número de malos augurios se añadía ahora el anuncio de que Moisés, guía y padre del pueblo, ¡iba a morir! Al pueblo le asalta la tentación de quedarse en esta orilla del Jordán. Pero: » ¡Sed fuertes, el Señor tu Dios avanza a tu lado!» ¡ Vamos, colgaos las sandalias alrededor del cuello y arriesgaos a atravesar el vado que os separa de la otra orilla! ¡Tomémonos de la mano, para que nuestro pie y nuestro valor sean más sólidos, y cantemos para ahuyentar el miedo! El único recurso es agarrarnos unos a otros para lanzarnos juntos al agua y pasar a la otra orilla.
Muchos dudan sobre el lugar, el día y la hora. Hay discusiones para decidir lo que hay que llevar consigo. ¿Quién sabe lo que luego será más necesario? Pero hay que decidir deprisa. ¿Qué llevaremos que sea verdaderamente imprescindible, que pueda ser de ayuda y de estímulo una vez alcanzada la otra orilla? El pueblo duda, y Moisés, una vez más, se erige en pastor del asustado rebaño: «¡Sed fuertes, el Señor avanza a tu lado!» Esta es la promesa que hasta entonces Dios ha cumplido. Para que esta promesa se convierta en prenda de esperanza, el viejo profeta moribundo nombra a un nuevo guía que conduzca a su pueblo a la otra orilla del Jordán. Es un pueblo el que atravesará el río. Aunque creamos que la vanguardia podrá hacerlo,¡no olvidemos a los que van detrás! Tal vez convendría dirigirse a ellos de vez en cuando y decirles que el suelo sigue siendo firme más adelante. ¡Que nadie cometa la necedad de imaginar que puede avanzar solo y que no necesita de los demás! ¡Que nadie se atreva a despreciar a los más débiles o a los más pequeños, a los que avanzan con dificultad o a los que caen! ¡Valor, hermanos, la Tierra Prometida está ahí, delante de nosotros, en la otra orilla! ¡Daos la mano unos a otros, escuchad la voz de vuestros padres en la fe y arriesgaos a pasar el vado!
Tu Alianza, Señor,
es la roca en la que se apoya nuestra esperanza.
Cuando nos debatamos en la duda,
mándanos un guía que nos lleve por el buen camino;
cuando el miedo o el desaliento nos embarguen,
haz que recordemos tu promesa:
«¡yo estaré con vosotros hasta el final de los tiempos!»
Biblia Nácar-Colunga Comentada
El más grande en el Reino de los cielos, 18:1-5 (Mc 9:33-37; Lc 9:46-48).
Son recogidos varias veces en el evangelio estos celos y ambiciones de los apóstoles por los primeros puestos en el reino. Son todavía los “hombres” galileos y “judíos” que se figuran a su modo lo que será el Reino.
Por otra parte, aparecían especiales elecciones y distinciones entre algunos discípulos: Pedro, Juan y Santiago habían sido testigos de la transfiguración, lo mismo que en la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5:37). Abiertamente, un día la madre de Juan y Santiago le pedirá a Jesús los dos primeros puestos en su reino (Mt 20:20-21; Mc 10:35-37), lo que produjo una serie de protestas en “los diez [apóstoles] que oyeron esto” (Mt 20:24; Mc 10:41). Todavía a la hora de la última cena se producen estos altercados de ambición en ellos (Lc 22:24); lo que hizo a Cristo darles una lección “teórica” sobre esto (Lc 22:25-27) y otra “práctica” con el lavatorio de los pies (Jn 13:6-17).
Con esta psicología aún ambiciosa, se suscitó un día en Cafarnaúm, en el “camino” (Mc v.33.34), una de estas discusiones sobre quién de ellos es el “mayor” en el reino de los cielos.
La pregunta responde a una pretensión, y ésta, en aquella mentalidad, no es de quién de ellos será más “santo” en el reino, sino quién de ellos tendrá una mayor dignidad de puesto o de mando; imbuidos del ambiente nacionalista judío lo conciben a su modo como temporal.
La respuesta de Cristo es una “parábola en acto.” Se “sentó” (Mc), más que para descansar, pues venían de camino, para expresar con un signo más su lección magisterial. Llama a un niño y lo “puso junto a sí” (Lc), pero “en medio de ellos”; la expresión griega “en medio” (εν μέσω) es equivalente a “delante” de ellos. La expresión: “si no os volvéis y hacéis como niños.,” discutida por los autores, “no es más que la manera hebraica y aramaica de expresar nuestra idea compleja de venir a ser”. El pensamiento de Cristo se sintetiza en tres ideas.
a) El que se haga pequeño como niño — que podrían ser también los desestimados en la comunidad eclesiástica —, ése es el más grande en el reino de los cielos. Mc lo expresa con fórmula más primitiva: el que “quiera ser el primero,” ése ha de ser el “último de todos,” el “servidor de todos.” Es la gran lección cristiana sobre la ambición y los honores. Los puestos de mando, en el plan de Dios, son para servicio de la sociedad, que es el modo de servir a Dios. Naturalmente, no quiere decirse que de hecho vaya a haber una escala social en proporción a la humildad; aquí se habla, “sapiencialmente,” de la actitud cristiana a tenerse en este asunto. El complemento de comprensión de esta enseñanza está en lo que dice a continuación.
b) “Si no os volvéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos.”
Los fariseos se creían con derecho al reino (Mt 3:9). Pero éste — y ésta es la lección — se da como puro don gratuito de Dios. Lo mismo que los “puestos” en él. Se lo ha de recibir con la actitud de los niños. Acaso más que por sus condiciones morales — inocencia, simplicidad —, por la valoración social en que se los tenía en aquel ambiente: el niño era considerado como sin valor. En el tratado Shabbat, después de analizar el poco valor social que tiene el niño, se dice esto: “He aquí el principio: todo el tiempo que vive no es tenido ni como vivo ni como muerto; si muere, es considerado muerto a todos los efectos.” Hay que tener, pues, esta actitud moral para recibir el reino: no como exigencia, sino como don gratuito de Dios.
c) El tercer pensamiento es una consecuencia de lo dicho: el que recibe a un niño, sin aquel valor social, sólo por amor a Cristo, recibe a Cristo y a quien lo envió (cf. Mt 25:40). Pero este versículo parece formar parte estructural del pasaje siguiente.
A la comunidad cristiana primitiva le era útil retener esta lección, pues en ella, para tener paz, no podía haber rivalidades. San Pablo alude en ocasiones a estos fallos.
Dignidad de los niños, 18:10-11.
Otro tema concatenado al modo semita con la temática de los “pequeñuelos.” Estos versos de Mt 10-11, se unirían mejor con el v.6 que con el 9. Podría ser una “inclusión semita”, o efecto de las “fuentes.” Los “pequeños” aquí no parecen exigir ser sinónimos de “niños,” pueden referirse a “discípulos” o partidarios, social y culturalmente sencillos, frente a escribas y fariseos. En Mtg tiene amplitud “ética,” al menos no hay matiz de limitación temática específica.
Un motivo más para no despreciarlos es el que tienen ángeles “custodios” (Sal 91:11), los cuales ven siempre la faz de Dios. Es una enseñanza contra la concepción rabínica, muy oscura, sobre los ángeles custodios y especialmente sobre su protección sobre los despreciados (Act 12:15). Si Dios se ocupa de ellos, poniéndoles la privilegiada “custodia” de sus ángeles, merecen, por esto mismo, gran estima y acusan gran dignidad. Hay también una enseñanza teológica de importancia. Según la concepción judía, sólo los ángeles superiores eran admitidos a contemplar la “majestad” de Dios; los otros recibían sus órdenes “detrás de una cortina”. Quitada la metáfora, aquí todos los ángeles, incluso los “custodios” de estos “pequeños,” gozan de la presencia de Dios, señal de que protectores y protegidos tienen la benevolencia celeste.
El amor salvífico del Padre por los pequeños, 18:12-14 (Lc 15:3-7).
Esta parábola la trae también Lc, aunque en contexto y con una matización distinta. En Mt el pensamiento es claro. La parábola va a ilustrar el gran amor del Padre por estos “pequeños.” La solicitud pastoral por una sola oveja hace ver la estima que por ella tiene el pastor. En su sentido histórico debe de referirse a la defensa de Cristo contra los fariseos por sus contactos salvadores con publícanos y pecadores, e incluso con llamar a El a todos estos “pequeños.” Mtg la utiliza para sacar de ella una comparación sobre estos “pequeños” despreciados: un aspecto parcial de su posible amplitud originaria. Si el pastor tiene una solicitud extrema por que no se pierda ni una sola oveja de su rebaño, hasta ir en busca de una que se extraviase, es ello señal de su amor por la misma. No se ha de perder ni una. Así es el amor y solicitud del Padre por es tos “pequeños,” por muy desestimados y despreciados que se los considerase socialmente. Las gentes así despreciadas tienen el amor del Padre, hasta tal punto, que el reino también es para ellos. Y el Padre tendrá la máxima solicitud por que ninguno se pierda. No se trata de la cooperación de la oveja perdida; se destaca solo la iniciativa del Buen Pastor.
Sobre el sentido del gozo de recuperarla, aunque no se aplica a la conclusión, está basado en un hecho de experiencia ante una pérdida, y expresado con una hipérbole oriental.
La Iglesia primitiva tenía en ella una enseñanza de solicitud del pastor — jerarquía — frente a los apóstatas y a los expuestos — catecúmenos — a errores ambientales. Aunque la amplitud “moralizadora” de Mtg se acusa. Pero es, sobre todo, regla para los jefes de la comunidad: maestros, catequistas, etc.
G. Zevini, Lectio Divina (Mateo): El amor a los niños – La oveja perdida
Verbo Divino (2008), Cf. pp. 321-335.
La Palabra se ilumina
Tras el discurso programático de la montaña, el misionero y el parabólico, con el capítulo 18 nos encontramos con el discurso eclesial, en el que se tratan algunos problemas internos de la vida de la comunidad cristiana.
La pregunta que subyace en todo el discurso es ésta: ¿cómo puede construirse una comunidad que pretende ponerse a seguir al Crucificado? La respuesta aparece con claridad: será fiel a su misión y pondrá siempre en su centro al que se hizo el último y siervo de todos: Jesús, revelador del Dios-amor, que se hizo pequeño para acoger a los pequeños.
Jesús no responde directamente a los discípulos que le preguntan «¿quién es el más importante?». Sin embargo -a la manera de los profetas-, realiza un gesto simbólico que descompone las perspectivas arribistas de sus interlocutores. El niño puesto en el centro y señalado como modelo da un vuelco completo a los esquemas usuales de valoración. En efecto, en el mundo judío, los niños pertenecían a la categoría de los pobres, de los menesterosos, de los que no son nada ni cuentan para nada. Pues bien, Jesús afirma que quien quiera ser el más importante en el Reino de los Cielos debe hacerse como ellos, o sea, abandonarse por completo a Dios con una fe sencilla y confiada. Jesús mismo fue el primero en darnos ejemplo, a fin de que sigamos sus huellas. Él se hizo pequeño y lo siguió siendo -el último- en medio de los suyos.
Y he aquí otra nota fundamental: para entrar en el Reino de los Cielos no sólo es necesario hacerse pequeño, sino también «acoger a los pequeños»; en efecto, quien los acoge, acoge al mismo Cristo. Lo contrario de la acogida es poner obstáculos (escándalo) a la fe de los hermanos.
En sentido bíblico, el escándalo no es tanto un acto pecaminoso en sentido moral como una actitud, una mentalidad que disuade de creer en Jesús; por eso Jesús nos recordó ante todo la exigencia de la conversión. Cada ser humano es precioso a los ojos del Padre: convertirse significa redescubrir ese amor y recordar que la vida de cada criatura, hasta la más pequeña e indefensa, es sagrada, porque está escondida con Cristo en Dios.
***
La sugestiva página evangélica de la oveja perdida tiene un carácter particular en la narración de Mateo. En efecto, el evangelista no solo saca a la luz que Jesús se apresura a ir en busca de los pecadores (cf. Lc 15,4-7), sino también que toda la comunidad eclesial está Llamada a mostrar una gran solicitud por los «pequeños», o sea, por las personas de condición humilde, pobres e indefensas, y, por consiguiente, más expuestas al riesgo de alejarse de la fidelidad al Evangelio. A continuación, los guías espirituales tienen la «misión» específica de reconducir al seno de la comunidad a los hermanos que se han salido del buen camino, sin dejar ninguna vía de reconciliación y de reintegración por explorar. Los «pequeños» tienen, en efecto, un valor inmenso a los ojos del Padre: él quiere que ni uno solo de ellos se pierda (cf. v. 14).
La Palabra me ilumina
Es difícil escapar de la tentación de querer ser alguien. De un modo o de otro, todos contamos con el deseo -más o menos inconfesado- de ser importantes y reconocidos. Perseguimos el éxito, el dinero, el poder, precisamente para enmascarar nuestra poquedad constitutiva, ontológica. Jesús nos invita a quitarnos todas las máscaras. En él encontramos la verdad que nos hace libres: no somos más que niños ante nuestro Padre, que está en el cielo.
La verdadera felicidad comienza cuando, al tomar conciencia de esta verdad, nos mostramos agradecidos por ese amor que nos envuelve y deseamos ser custodiados con ternura -como la Virgen María- en una pequeñez que es nuestra verdadera grandeza. Ahora bien, son pocos los que abrazan con humilde coraje el camino de la infancia espiritual. Con suma frecuencia ni siquiera los niños son hoy verdaderamente tales: al ser educados en una mentalidad mundana, pierden muy pronto su genuina fragancia; lejos de ser los «pobres» abandonados en manos de sus progenitores, se manifiestan llenos de pretensiones y llegan con frecuencia a tiranizar a los adultos… Ahora bien, ¿no son ellos mismos las víctimas de un estado de «escándalo» permanente propio de una sociedad que se considera autosuficiente y señora de sí misma?
Jesús, en cambio, puso en medio de los suyos a un niño de verdad para mostrarnos de manera inequívoca cuál es la escala de valores del Reino de su Padre. Pero hay más todavía: él, el Hijo eterno en el cual y por el cual son todas las cosas, ha puesto su morada entre nosotros como el pequeño que debe ser acogido. De este modo, quiere hacernos comprender que solo Dios es grande, y nosotros llegamos a serlo en la medida en que nos reconocemos criaturas suyas. El hombre que, queriendo desconocer su propio origen, se levanta con atrevida soberbia, acaba volviéndose trágicamente ridículo. Jesús, que nos ama como criaturas predilectas del Padre, no se avergüenza de nuestra pequeñez y nos invita a entrar con el en la dimensión de nuestra verdadera grandeza, que es la dignidad filial. Siendo Hijo de Dios se hace Hijo del hombre, para acogernos como hermanos en la casa de su Padre. ¿Hay alegría más grande?
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Es difícil que hoy no haya alguna persona presa de angustia por alguna persona querida que se interna de una manera desconsiderada por un camino de muerte. Son demasiadas las asechanzas y demasiado frágiles las personas para conseguir resistir al choque de tantas seducciones nefastas que proceden del mundo. Tal vez nosotros mismos hemos experimentado lo fuertes que son las tentaciones y, por eso, podemos comprender lo que significa ser la oveja perdida buscada con amor y reconducida al redil. Ahora bien, todos estamos llamados también a convertirnos, para los hermanos, en el «buen pastor» que, sin perder tiempo en realizar grandes disquisiciones sobre los males de la sociedad, sale de casa y va en busca del que ya no consigue encontrar el camino de retorno.
Sabemos muy bien, en efecto, que, con frecuencia, después de clamorosos alejamientos del que ha querido irse, en el corazón del que se ha quedado solo se excava una nostalgia atormentadora de la casa común en que el Padre y los hermanos viven juntos en la paz. El evangelio nos dice claramente que quien debe dar el primer paso, incluso mil, infinitos, pasos de amor, es el pastor y no la oveja perdida.
Hoy, en nuestro mundo tecnológico, la imagen bucólica del rebaño y de los verdes pastos sobre los montes de Israel ha dejado el sitio a muchos lugares miserables en los que todo habla de angustia y desolación, de soledad y de abandono; pero es precisamente ahí donde cada uno de nosotros debe ir si no quiere convertirse en un Caín que se niega a «custodiar» a su hermano cuando, en realidad, ya lo ha matado con su indiferencia. Todos, de muchos modos, debemos ocuparnos los unos de los otros, para que en la fiesta del Reino -que comienza desde ahora- no haya sitios vacíos. Jesús, el manso Pastor, ha venido a enseñarnos que la alegría solo existe cuando al rebaño no le falta ni siquiera aquella ovejilla que quería perderse.
La Palabra en el corazón de los Padres
¿Qué nombre es más santo que el que «será llamado hijo del Altísimo»? Que también sea engrandecido por nosotros, pequeños, el Señor grande, que para hacernos grandes se hizo pequeño. « Un niño -dice el profeta- ha nacido para nosotros, un hijo se nos ha dado». «Para nosotros» -digo-, no para el, que, sin duda, en cuanto nacido antes de los tiempos y de modo mucho más glorioso del Padre, no tenia necesidad de nacer en el tiempo de la madre. Tampoco para los ángeles, que, al conocerle ya en su grandeza, no tenían necesidad de conocerle en su pequeñez. Por eso nació para nosotros, por eso se nos dio a nosotros, porque nos hada falta.
Ahora debemos hacer aquello para lo que nació y se nos dio el que nazi() para nosotros y se nos dio. Usémoslo, ahora que es nuestro, para nuestra utilidad; sirvámonos del Salvador para nuestra salvación. He aquí que pone al pequeño en medio de nosotros. i Oh pequeño, deseado por nosotros los pequeños! Intentemos llegar a ser como este pequeño; aprendamos de el, que es dócil y humilde de corazón (Mt 11,29), de suerte que el Dios grande no se haya hecho sin razón un hombre pequeño, de suerte que no haya .muerto por nada», que no haya sido crucificado en vano.
Aprendamos su humildad, imitemos su mansedumbre, abracemos su amor, compartamos sus dolores. Ofrezcamos a el mismo como «holocausto propiciatorio por nuestros pecados., porque precisamente para eso nació y se nos dio. Ofrezcámosle a la mirada del Padre, porque el Padre «sacrificó a su propio Hijo por nosotros», y porque «el Hijo se anonadó a sí mismo tomando la condición de esclavo».
El cargó con el pecado de muchos e intercedió por los pecadores, para que no perezcan. No pueden perecer aquellos por quienes el Hijo intercede, por quienes el Padre entrego al Hijo a la muerte para que vivan. Por consiguiente, del mismo modo es preciso esperar el perdón de ambos, porque ambos tienen igual misericordia en la piedad, igual potencia en la voluntad, una sola sustancia en la divinidad, en la que vive y reina un solo Espíritu Santo con ellos, Dios por todos los siglos de los siglos. Amen (Bernardo de Claraval, Lodi alla Vergine Madre, en Opera omnia I, Citta Nuova, Milan – Roma 109-111, passim; edición española: Las alabanzas de Maria y otros escritos escogidos, Ciudad Nueva, Madrid 1998).
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En su Evangelio, el mismo Señor Jesús aseguró que el pastor deja las noventa y nueve ovejas y va en busca de la descarriada. Es la oveja centésima, de la que se dice que se había descarriado: que la misma perfección y plenitud del número te instruya y te informe. No sin razón se le da la preferencia sobre las demás, pues es más valioso un consciente retomo del mal que un casi total desconocimiento de los mismos vicios. Pues el haber enmendado el alma enfangada en el vicio, liberándola de las trabas de la concupiscencia, no solo es indicio de una virtud consumada, sino signo eficaz de la presencia de la divina gracia. Ahora bien, enmendar el futuro es incumbencia de la atención humana; condonar el pretérito es competencia del divino poder.
Una vez encontrada la oveja, el pastor la carga sobre sus hombros. Considera atentamente el misterio: la oveja cansada halla el reposo, pues la extenuada condición humana no puede recuperar las fuerzas sino en el sacramento de la pasión del Señor y de la sangre de Jesucristo, que lleva a hombros el principado; de hecho, en la cruz cargo con nuestras enfermedades, para aniquilar en ella los pecados de todos. Con razón se alegran los ángeles, porque el que antes erre), ya no yerra, se ha olvidado ya de su error.
Me extravié como oveja perdida: busca a tu siervo, que no olvida tus mandatos. Busca a tu siervo, pues la oveja descarriada ha de ser buscada por el pastor, para que no perezca. Ahora bien, el que se extravió puede volver al camino, puede ser reconducido al camino. Ven, pues, Señor Jesús, busca a tu siervo, busca a tu oveja extenuada; ven, pastor, gula a Jose como a un rebano. Se extravió una oveja tuya mientras tú te detenías, mientras discurrías por los montes. Deja tus noventa y nueve ovejas y ven en busca de la descarriada. Ven, pero no con la vara, sino con la caridad y la mansedumbre del Espíritu.
Búscame, pues yo te busco. Búscame, hállame, recíbeme, llévame. Puedes hallar al que tU buscas; te dignas recibir al que hubiera encontrado y cargar sobre tus hombros al que hubieras acogido. No te es enojosa esta piadosa carga, no te es oneroso transportar la justicia. Ven, pues, Señor, porque si es verdad que me extravié, sin embargo no olvide tus mandatos; tengo mi esperanza puesta en la medicina. Ven, Señor, pues eres el único capaz de reconducir la oveja extraviada, y a los que dejes, no les causarás tristeza, y a tu regreso ellos mismos mostraran a los pecadores su alegría. Ven a traer la salvación a la tierra y alegría al cielo.
Ven, pues, y busca a tu oveja no ya por mediación de tus siervos o por medio de mercenarios, sino personalmente. Recíbeme en la carne, que decayó en Adan. Recíbeme como hijo no de Sara, sino de Maria, para que sea una virgen incorrupta, pero virgen de toda mancha de pecado por la gracia. Llévame sobre la cruz, que es
salvación para los extraviados: sólo en ella encuentran descanso los fatigados, sólo en ella tienen vida todos los que mueren (Ambrosio de Milán, Comentario sobre el salmo 118 (Sermón 22, 3.27-30: CSEL 62, 489-490.502-504; PL 15, 1512.1520-1521).
Caminar con la Palabra
«»¿Quién es el más importante en el Reino de los Cielos?» Jesús llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: […] «El que se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos»». ¿Quién podrá ayudarnos a hacernos de nuevo niños, a no ser María, la madre de Dios y madre de los hombres? Ante nuestra madre, nos hacemos o más bien seguimos siendo pequeños. «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre… y junto a ella el discípulo a quien tanto amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Después dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre»». ¿Acaso no fue gracias a esta proximidad de María que Juan pudiera conservar hasta la vejez extrema un ánimo de niño tejido de ternura y de confianza en medio de las crisis de la Iglesia naciente?
Cristo sabe bien lo que hay en el hombre. Sabe que María es el camino más seguro para entrar en el Reino: la puerta secreta que se descubre cuando, aparentemente, ya no hay salida. Este hombre que se enarbola ante Dios y sus mandamientos, se suaviza ante María y su pureza, y después, casi sin saberlo, confiándose a ella, capitula ante Dios. Se ha sentido tocado en un punto neurálgico que despierta toda su infancia, un punto nostálgico que suscita un deseo inconfesado de vuelta a la infancia.
María, rincón de la infancia adonde le gusta retirarse al hombre envejecido por el pecado. María, jardín cerrado donde se esconde, para pedir perdón, el hombre que se mostraba jactancioso ante los otros. ¡Qué admirable juego del amor de Dios, que, para no asustar, esconde su justicia detrás de la ternura de su Madre!
Cuando el orgullo o la vergüenza hacen casi imposible cada llamada a Dios, queda una oración al alcance del pecador más desesperado. Es la oración a la Señora, que Péguy llamaba con tanta justicia «la oración de reserva», el avemaría: todo hombre lo puede susurrar cuando ya no se siente capaz de decir el padrenuestro. De este modo, estamos seguros de oír a María que nos entrega a su Hijo: «Jesús, aquí tienes a tu hermano, porque también soy su madre» (R. Etchegaray, Tiro avanti como un asino…, Edizioni Paoline, Cinisello B. 1 985, 94s).
W. Trilling, El Nuevo Testamento y su Mensaje (Mt): Humildad y amor
Herder (1980), Tomo II, Cf. pp. 126-141.
Verdadera grandeza (18,1-5).
a) El mayor en el reino de los cielos (18,1).
v. 1.
1 En aquel momento se acercaron los discípulos a Jesús para preguntarle: ¿Quién es mayor en el reino de los cielos?
El discurso empieza así: «En aquel momento». Esta expresión indica un nuevo principio y al mismo tiempo la trascendencia de lo que se va a decir. Los discípulos se acercan al maestro y le proponen una pregunta, tal como los discípulos de los rabinos hacen ante su maestro. La pregunta parece muy sencilla, pero inmediatamente plantea un problema: ¿Se debe entender la expresión «en el reino de los cielos» como alusiva a la futura configuración del reino de Dios (esperada al fin del tiempo) o como alusiva a su realización actual? ¿Significa la pregunta: quién será un día el mayor en el reino consumado de Dios? o ¿quién es aquí y ahora el mayor entre los discípulos? En nuestra pregunta no se habla de atribuir, de prometer el reino de Dios a determinados grupos de hombres, como por ejemplo en las bienaventuranzas (5,3-12), sino de un orden en el reino de los cielos. Mateo en otro lugar también habla del «cielo» simplemente, como sustituto del nombre de Dios (5,34; 16,19). La pregunta, pues, apunta a los órdenes de grandeza que están en vigor aquí y ahora, entre nosotros, con respecto a Dios.
San Mateo leyó en el texto de san Marcos una breve escena, que se designa como disputa sobre la precedencia: «Llegaron a Cafarnaúm. Y estando él en la casa, les preguntaba: ¿De qué veníais discutiendo en el camino? Pero ellos guardaban silencio; porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién era el mayor» (Mc 9,33s). Este incidente humillante no lo ha adaptado Mateo, sino que solamente ha hecho destacar el núcleo, la pregunta sobre el mayor. De este modo esta pregunta está desconectada de la situación histórica y se ha hecho de ella un problema fundamental. La pregunta se refiere al orden interno del reino de Dios, proclamado y traído por Jesús, con absoluta independencia del sentido en que esta pregunta es actual y del grado en que ha sido realizada. En el fondo esta pregunta quiere decir: ¿Quién es el mayor ante Dios?, ¿quién es apreciado en general por él?
b) Respuesta de Jesús (18,2-5).
vv. 2-3.
2 Y llamando junto a sí a un niño, lo puso delante de ellos 3 y les dijo: Os aseguro que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.
La respuesta del Señor tiene una doble forma: se da con el signo y con la palabra. Ambos se explican mutuamente. El signo es lo que acontece con el niño, las palabras en primer lugar abarcan el versículo tercero, al que se añade el versículo cuarto como explicación. El signo fija el sentido de las palabras: en medio de los hombres altos, adultos, fornidos, está el niño. Se toma la figura niño como prototipo. Hay que procurar representarse la escena en forma viva, para captar el contraste y significado de este signo: de un lado, el grupo de hombres prudentes y seguros de sí mismos, y de otro, perdido en medio de ellos y, tal vez, mirando en torno con angustia, la pequeña criatura de la calle; el grupo de los elegidos, que se dan muy bien cuenta de su rango, y entre ellos el diminuto ser que nada dice.
El signo no está destinado a confundirá los que habían preguntado. Más bien es un anuncio real. La escena representa el orden en el reino de Dios. Esta relación entre la imagen y la palabra responde a una tradición profética. El signo efectuado aquí por Jesús con la máxima sencillez es un signo profetice Las palabras empiezan con énfasis profético: «Os aseguro». Además se dice, con tono profetice en la conclusión de estos dos versículos: «… no entraréis en el reino de los cielos». La parte intermedia, la condición a la que se vincula la entrada, consta de dos miembros y nombra dos sucesos: «convertirse» y «hacerse como niño».
Convertirse designa un acontecimiento revolucionario. Toda la marcha de la vida debe interrumpirse y cambiar de dirección como una persona que durante mucho tiempo ha adelantado por un camino, y que se detiene y se vuelve atrás. En conexión con la señal profética el signo todavía dice más. El hombre debe volverse y en cierto modo desandar el trayecto ya recorrido del sendero, debe retroceder. El objetivo de este sendero es hacerse niño. Así como el niño resulta pequeño e insignificante entre los adultos, también designa el punto final de la conversión. Este cambio no quiere decir que hayamos de hacernos niños en sentido literal, no significa una regresión del ser adulto a la edad infantil. Se menciona un hecho de la vida espiritual representado en el niño entre los adultos. No está ante Dios como un hombre prudente, superior, consolidado en la autonomía, maduro, sino como un hombre deficiente y necesitado de ayuda, que se ha puesto bajo el amparo y dirección de Dios.
Con esto queda indicado lo que significa hacerse como niños. No es que el niño sea, modesto, por naturaleza, humilde o sin pretensiones. En las palabras de Jesús el punto de comparación no son estos sentimientos, sino la relación entre grande y pequeño, adulto y no desarrollado. Lo más típico en el niño es su actitud receptiva. El niño depende de la ayuda ajena, por eso también la recibe. El Señor reclama del discípulo esta manera de ser del niño cuando el discípulo está delante de Dios y pregunta por su relación con él *». La conversión está necesariamente antepuesta a este cambio ulterior. Las exigencias están colocadas una después de la otra con estricta lógica: la primera es la conversión, el cambio radical; la segunda el objetivo de hacerse como niños. Ambas son condiciones indispensables para entrar en el reino de Dios.
v. 4.
4 Por consiguiente, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos.
Este versículo está en otro plano. Se suaviza el rigor áspero del signo y de la palabra proféticos. Se prosigue la comunicación profética por medio de una llamada, de orden ético, a los sentimientos. Es similar a la sentencia: «El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado» (23,12). Estas dos frases están unidas por la misma idea de un cambio de valores. Sólo recibirá la recompensa escatológica de ser ensalzado el que antes se haya hecho pequeño y se haya humillado. Este humillarse explica lo anterior, o sea hacerse como niños. El v. 3 indica que a la decisión espiritual debe añadirse la reforma del corazón y de la manera de pensar. El acto de la conversión debe concretarse en el pensamiento y en la voluntad. Quien así lo hace, verdaderamente es bajo, pequeño y, por tanto, humilde.
Éste es, pues, el mayor en el reino de los cielos. En el orden del reino de Dios está en vigor esta ley: el grande es pequeño, y el pequeño es grande. El Señor Jesús es el ideal en que esta ley ha tomado forma corporalmente. Jesús ha proclamado y explicado el reino de Dios. Este peculiar cambio en la manera natural de pensar ha sido introducido por el hecho de la existencia de Jesús, que dice de sí mismo que es «humilde de corazón», es decir humilde en el ámbito de sus más íntimos sentimientos (11,29). A partir de esta representación ideal ya no queda posibilidad de invertir aquel orden, que se ha implantado en oposición al orden humano «normal». Esta ley puede ser comprobada en el mismo Jesús, y este orden debe ser vivido en los sentimientos y en la vida de sus discípulos. Con lo dicho está también contestada la pregunta de quién es el mayor entre ellos y no solamente delante de Dios. Sólo puede ser mayor que otro el que se hace inferior. Sólo el ínfimo de todos puede ser absolutamente el mayor. San Mateo no ha aducido aquí las palabras del Señor, que expresan esta norma de los discípulos. Pero las presenta en otros textos destacados, por ejemplo: «El que quiera entre vosotros ser grande, sea vuestro servidor, y el que quiera entre vosotros ser primero, sea vuestro esclavo» (20,26s). Y «el mayor de vosotros sea servidor vuestro. Pues el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado» (23,11s).
v. 5.
5 Y quien acoge en mi nombre a un niño como éste, es a mí a quien acoge.
El último versículo sobre este tema no está estrictamente concadenado con la anterior serie de pensamientos. Habla de la acogida hospitalaria y afectuosa de los niños. Están desamparados y por tanto expuestos a especiales peligros y necesitados de asistencia, sobre todo si se piensa en los huérfanos. El que recibe en su casa o adopta uno de estos niños faltos de protección y guía, no sólo hace una buena obra, como ya la alababan y recomendaban los rabinos; si se procede en nombre de Jesús, es decir por el espíritu propio de los discípulos y por el espíritu de fraternidad, entonces el que acoge al niño, verdaderamente acoge al mismo Jesús. Porque este niño representa al inferior y pequeño.
Acoge al niño como señal, como representación simbólica del orden de Dios. Porque «lo que para el mundo es débil, lo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte» (ICor 1,27). El niño es santo en su desamparo; atrae la bondad y misericordia de Dios. Al mismo tiempo en estas palabras resuena el pensamiento que se acaba de manifestar (18,3s): lo diminuto es lo grande; el hecho en apariencia insignificante es, en realidad, lo que importa; muestra el espíritu de conversión y seguimiento el que así se inclina hacia el niño. El mismo Jesús se oculta en el más pequeño, y en él hay que encontrarlo. Dice Jesús: «Porque ¿quién es mayor: el que está a la mesa o el que sirve? ¿Acaso no lo es el que está a la mesa? Sin embargo, yo estoy entre vosotros como quien sirve» (Lc 22,27).
Al evangelista le interesa especialmente esta ley fundamental del reino de Dios. Dios y su Iglesia tienen ante sí un frente judío consolidado en el fariseísmo y en el rabinato. Allí los títulos y los tratamientos honoríficos ocupan un sitio importante, ya que había una ambiciosa aspiración de dignidad y rango, se disputaba con viveza sobre la relación entre grandes y pequeños. «Por eso ensanchan sus filacterias y alargan los flecos del manto; les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, acaparar los saludos en las plazas, y que la gente los llame rabí» (23,56-7). A este modo de proceder se contrapone la nueva manera de pensar. Los responsables, los dirigentes y los que ejercen cargos en la comunidad, son los primeros que han de cumplir esta ley: «Pero vosotros no dejéis que os llamen rabí; porque uno solo es vuestro maestro, mientras todos vosotros sois hermanos. A nadie en la tierra llaméis padre vuestro; porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. Ni dejéis que os llamen consejeros; que uno solo es vuestro consejero: Cristo. El mayor de vosotros sea servidor vuestro» (23,8-11). La ley permanece en vigor hasta la decisión definitiva en el gran juicio. Los ínfimos y más insignificantes entre los hombres pasan a ser el motivo determinante de la sentencia del tribunal. Han representado al maestro como el niño. El bien que se haya obrado con uno de éstos, se obró con Cristo (cf. 25,40-45).
Por tanto se trata de una ley fundamental de la Iglesia de Cristo, que la Iglesia nunca puede borrar de la conciencia. En la comunidad los diminutos son los grandes. Hacerse como niños es lo que se ha puesto ante nosotros como objetivo y como norma imponiéndonos una obligación y al mismo tiempo causando escándalo. La única posibilidad es que este objetivo solamente sea alcanzado por el amargo camino de la conversión, un cambio que constantemente debe ser pretendido y llevado a término. Cuando así sucede, la comunidad de Jesucristo puede ser presentada como pura y genuina. Entonces también se establece la relación del individuo con Dios y con el hermano en el sentido de Cristo. Puede entrar en el reino de Dios el que se hace como niño ante Dios y como servidor ante el hermano.
La solicitud por los «pequeños» (18,6-14).
b) Dios tiene en gran aprecio a los pequeños (18,10).
v. 10.
10 Cuidado con despreciar a uno solo de estos pequeños; porque os aseguro que sus ángeles en los cielos están viendo constantemente el rostro de mi Padre celestial.
La primera frase es una advertencia, la segunda apoya la advertencia precedente con un profundo pensamiento, que Jesús manifiesta sólo aquí. Estos pequeños no deben ser despreciados. Están expuestos al desdén, precisamente porque son insignificantes y valen poco según el criterio de los hombres. Ni siquiera uno de ellos debe ser olvidado ni desatendido. Cada uno es portador del magnífico tesoro de la fe, y por esta razón ya es un «grande».
Como motivo de este gran aprecio de los pequeños, Jesús menciona el hecho de que sus ángeles están viendo constantemente el rostro de Dios. Tienen mensajeros divinos, que están dedicados a cada uno de ellos. Sólo por esta causa los pequeños están tratados con distinción y son muy estimados por Dios. Y eso no es todo. Sus ángeles cuidan continuamente del servicio del trono ante la divina majestad: éste es el sentido de la expresión «están viendo el rostro». La más excelsa prestación de servicio ante Dios es contemplar su rostro. Servir y contemplar forman una unidad, la visión inspira el espíritu de servir, y el servicio se cumple en la visión. Así lo ha vislumbrado el Antiguo Testamento (Cf. Tob 12,15), y así lo revela de nuevo Jesús, el Mesías. Los ángeles contemplan temblando el rostro del Padre. No es el rostro de un ser inquietante y lejano, sino el rostro del que sabe cuándo cae un gorrión del tejado y tiene contados los cabellos de nuestra cabeza.
Los mensajeros representan a los pequeños ante la faz del Padre. En los mensajeros están siempre presentes los pequeños. La fe de los pequeños ahora ya participa en la visión beatífica mediante el servicio de los ángeles. La vida terrena y la consumación celestial ya están de acuerdo, aunque los portadores todavía estén separados. Con la mirada de gloria y de amor, con la que el Padre contempla al mensajero, también ve al que está representado por el ángel. Tal es el valor de los pequeños a los ojos de Dios, tan grande es la estima que Dios tiene de ellos. ¿Cómo pueden los hermanos atreverse a despreciarlos?
c) La salvación de los extraviados (18,12-14).
vv. 12-14.
12 ¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le extravía una de ellas, ¿no dejará las noventa y nueve en los montes, para irse a buscar la extraviada? 13Y cuando llega a encontrarla, os aseguro que se alegra por ella más que por las noventa y nueve qué no se extraviaron, 14 De la misma manera, no quiere vuestro Padre que está en los cielos que se pierda uno solo de estos pequeños.
En esta corta parábola se distingue entre «estar perdido» y «estar extraviado». En los escritos del Antiguo Testamento y del Nuevo no es fácil distinguir si se habla de una oveja del rebaño en realidad o con lenguaje figurado. Piérdase la oveja o se extravíe es indistinto. Otro caso es el de los discípulos, porque se puede distinguir entre un miembro que se ha extraviado, pero que se le puede ir a buscar por el interés de los hermanos, y otro miembro, que está en peligro de perderse, quizás para siempre. En la narración siempre se dice «extraviada», y en cambio en la aplicación siempre se dice «se pierda» (18,14). El que se extravía, está en peligro de perderse por completo. El texto está ya configurado con vistas al quehacer de los pastores de almas.
El pastor apacienta un rebaño numeroso, que no le pertenece, pero que le ha sido confiado; tiene que dar cuenta de cada una de las ovejas. Si una de ellas ha ido a pastar a suelos rocosos o se ha encaramado al saliente de una roca, el pastor se siente llamado por su honradez profesional. Se marcha y va en busca de la oveja, hasta que es puesta felizmente a salvo. Entonces la alegría del pastor es inmensa. Con esta oveja recuperada se familiariza con una intimidad creciente, mayor que la que tiene con las otras ovejas. El pastor ha salvado la vida de esta oveja. Todas las demás también pueden tener mucho valor para él como buen pastor, pero con todo la oveja recuperada se convierte en motivo de alegría especial. Por consiguiente en este caso concreto su alegría es mayor que en todos los demás.
Esta escena cotidiana que se contempla en la vida, se convierte en ocasión para hacer una advertencia. Dios también piensa como este pastor. Su mirada también está dirigida a todos, no se ha olvidado de nadie y se cuida de cada uno. Cuando alguien se aparta de la comunidad, esta desviación a Dios no le es indiferente. Dios quiere la salvación de cada uno con voluntad fuerte y sana. El más insignificante para él no lo es en grado suficiente para no ofrecerle el obsequio de su amor.
Todo el pasaje es una invitación a los discípulos para que tengan esta solicitud. No se indica si el «extravío» se debe al propio descuido, negligencia o a culpa ajena, por ejemplo un escándalo. Basta el hecho solo. Con todo en el último versículo (18,14) se dice claramente que también aquí se trata de los «pequeños». A ellos debe dirigirse la solicitud del pastor. No ha de parecer que los pequeños sean demasiado insignificantes para no justificar este interés. Dios, para quien tanto valen los pequeños, quiere expresamente que ni siquiera uno solo de ellos sea desatendido. Por su misma sencillez, podrían estar quizás en un especial peligro. El pastor podría perderlos de vista y olvidarlos, porque están en la sombra y en segundo plano. Dios se compromete especialmente con ellos y espera lo mismo de los hermanos.
El Evangelio de san Mateo contiene otro texto que desarrolla más el tema de los pequeños: «Quien recibe a un profeta como profeta, recompensa de profeta tendrá, y quien recibe a un justo como justo, recompensa de justo tendrá. Y quien da de beber un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, sólo por ser discípulo, os aseguro que no se quedará sin recompensa» (10,41s). Aquí los pequeños están coordinados con dos muy apreciados grupos de «grandes», y en cierto modo están equiparados a ellos: los profetas y los justos. No se olvida ni siquiera la ínfima acción de amor dedicada a estos hombres. Las dos palabras «os aseguro» dan peso al versículo, deben grabarse profundamente en la comunidad.
¿Que se ha prescrito en nuestras comunidades acerca de los «pequeños»? Con respecto a ellos ¿tenemos la delicadeza de sentimientos y la conciencia despierta para evitar el escándalo? ¿Nos esforzamos por tener el alto aprecio que Dios les muestra? ¿Se dirige todo nuestro interés al único que yerra, o sólo a las otras noventa y nueve? Ciertamente, no se trata ante todo de reglas pastorales prácticas, sino de una manera general de pensar. Pero la manera de pensar del discípulo (que está contenida en la exigencia fundamental de 18,1-5), en ninguna parte se expresa de una forma tan pura como en la forma de tratar a los «pequeños» dentro de la comunidad. No sólo los pastores designados, sino toda la comunidad debería estar animada por estos sentimientos y proceder de acuerdo con ellos.