Mt 17, 14-20: Jesús cura a un epiléptico
/ 8 agosto, 2015 / San MateoTexto Bíblico
14 Cuando volvieron adonde estaba la gente, se acercó a Jesús un hombre que, de rodillas, 15 le dijo: «Señor, ten compasión de mi hijo que es lunático y sufre mucho: muchas veces se cae en el fuego o en el agua. 16 Se lo he traído a tus discípulos y no han sido capaces de curarlo». 17 Jesús tomó la palabra y dijo: «¡Generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros, hasta cuándo tendré que soportaros? Traédmelo». 18 Jesús increpó al demonio y salió; en aquel momento se curó el niño. 19 Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron aparte: «¿Y por qué no pudimos echarlo nosotros?». 20 Les contestó: «Por vuestra poca fe. En verdad os digo que, si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: “Trasládate desde ahí hasta aquí”, y se trasladaría. Nada os sería imposible».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Cirilo de Jerusalén, obispo
Catequesis bautismales:
Catequesis 5, 10-11 : PG 33, 518-519
«Auméntanos la fe» (Lc 17,5)
La palabra «fe» es única en cuanto vocablo, pero tiene una doble significación. En efecto, hay un aspecto de la fe que se refiere a los dogmas; se trata del asentimiento sobre alguna verdad dada. Este aspecto de la fe es provechoso al alma, según dice el Señor: «El que escucha mis palabras y cree en el que me ha enviado, tiene la vida eterna» (Jn 5,24)…
Pero hay un segundo aspecto de la fe: es la fe que nos es dada, gratuitamente, por Cristo como un carisma, como un don espiritual. «Uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, según el mismo Espíritu. Hay quien, por el mismo Espíritu, recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don de curar» (1Co 12, 8-9). Esta fe que nos es dada como una gracia por el Espíritu, no es solamente la fe dogmática, sino que tiene el poder de realizar aquello que sobrepasa a las fuerzas humanas. El que posee esta fe, dirá a esta montaña: «Desplázate de aquí a allá, y se desplazará». Porque cuando se pronuncia una palabra con fe «no con dudas sino con fe en que sucederá lo que dice» (Mc 11,23), entonces recibe la gracia de verlo realizado. Es hablando de esta fe que se dice: «Si tenéis una fe como un grano de mostaza». En efecto, el grano de mostaza es muy pequeño pero posee una energía de fuego; simiente minúscula, se desarrolla hasta el punto de que extiende sus largas ramas y puede incluso albergar a los pájaros (Mt 13,32). De la misma manera la fe actúa en el alma haciéndole realizar grandes gestas en un abrir y cerrar de ojos.
Cuando un alma es iluminada por la fe, hace presente a Dios y le contempla tanto cuanto es posible. Abraza hasta los límites del universo y, antes del final de los tiempos, ve ya realizado el juicio y cumplidas las promesas.
Santo Tomás Moro, mártir
Diálogo de la fortaleza contra la tribulación
«¡Tengo fe, Señor! Pero dudo, ayúdame»
«Señor, aumenta nuestra fe» (Lc 17,5). Meditemos las palabras de Cristo y digamos: si no dejáramos que nuestra fe se entibiara e incluso de enfriarse, que perdiera su fuerza gastando el tiempo con nuestros pensamientos sobre cosas vanas, dejaríamos de conceder la importancia que tienen a las cosas de este mundo, y recogeríamos nuestra fe dejándola sola en un pequeño rincón de nuestra alma.
Después de haber arrancado todas las malas hierbas del huerto de nuestro corazón, la sembraríamos, como el grano de mostaza, y la semilla crecería. Con una firme confianza en la palabra de Dios arrancaríamos una montaña de aflicciones; mientras que si nuestra fe tambalea no hará mover ni tan sólo una topinera. Para terminar esta conversación, quisiera decir que, puesto que toda consolación espiritual supone existente una base de fe, y que nadie más que Dios nos la puede dar, no debemos cansarnos nunca de pedírsela.
Comentarios exegéticos
Comentarios a la Biblia Litúrgica (NT): Curación de un epiléptico
Paulinas-PPC-Regina-Verbo Divino (1990), pp. 1043-1044.
En el contexto general de las instrucciones dadas por Jesús a sus discípulos, su poder de realizar milagros de curación queda reducido al mínimum. No obstante, los evangelistas no han querido que desapareciese del todo de sus relatos esa realidad del poder de Jesús. Por eso Mateo inserta aquí la narración de la curación de un epiléptico. Otra razón que justificaría la presencia del milagro en este contexto la tendríamos en la experiencia de la iglesia naciente: los exorcistas no siempre tenían éxito en sus conjuros. ¿Por qué ocurría aquello? La presente historia daría una explicación: porque oráis poco (es la respuesta de Marcos); por vuestra falta de fe (es la respuesta de Mateo).
Los médicos de la antigüedad atribuían las enfermedades epilépticas al influjo de la luna. También hoy son llamadas lunáticas las personas que actúan de forma muy irregular, como determinadas por los cambios de la luna o de las estaciones. El padre del niño enfermo se arrodilló ante Jesús. Es un rasgo frecuente en la narración de Mateo (8,2; 9,18; 14,33; 20,20; 28,9.17), que pretende con ello acentuar la figura divina de Jesús, definiendo, al mismo tiempo, la actitud del hombre ante él: actitud de adoración.
El milagro de curación aparece en seguida en toda su funcionalidad: sirve como de recuadro para hablar del poder de la fe. Era necesario insistir ante la ausencia de la fe. Ausencia en el pueblo a quien predica: «generación incrédula y perversa» como la había llamado también Moisés (Deut 32,5). Ausencia también entre los mismos discípulos, «hombres de poca fe». La «poca fe» es una fe titubeante. Y una fe «titubeante» es algo paradójico. La fe, en cuanto tal, se apoya en Dios, pone en él toda su confianza. Ahora bien, Dios es la «roca» de Israel. Apoyarse sobre él, da seguridad, como la casa construida sobre cimiento sólido.
La fe auténtica, aunque sea «pequeña» como un grano de mostaza es participación en el poder de Dios, cuenta con el poder de Dios omnipotente (Rom 4,17-21). Precisamente por eso puede decirse de ella que «traslada los montes». Es una descripción poética del poder del creador ante el cual no encuentra obstáculo alguno ni lo más sólido que pueda encontrarse fuera de él: los montes (Sal 90,1-2; 114,4: los montes saltan como cabritillos). Para Dios nada hay imposible (Lc 1,37). El creyente, por el hecho de serlo, debe salvar también todos los obstáculos.
Bastin-Pinckers-Teheux, Dios cada día: Shemá Israel
Siguiendo el Leccionario Ferial (4). Semanas X-XXI T.O. Evangelio de Mateo.
Sal Terrae (1990), pp. 184-186.
Deuteronomio 6, 4-13.
«No habrá para ti otros dioses delante de mi» (5, 7). Después de haber repetido las diez Palabras del Decálogo, el Deuteronomio se dedica a comentar el primer mandamiento por medio de una catequesis que todavía hoy sigue inspirando la oración litúrgica de los judíos. En efecto, Dt. 6, 4-9 constituye, junto con 11, 13-21 y Nm 15, 37-41, el Shemá Israel. Sucesivamente, el Deuteronomio exhorta a sus lectores a amar a Dios (vv. 4-9), a no olvidarlo cuando reina la prosperidad (vv. 10-25) y, finalmente, a evitar todo contacto con los paganos. En el centro de la exhortación, un principio: Dios es el Único. Posiblemente se haga aquí referencia implícita a favor de la centralización del culto en Jerusalén. La fórmula afirmaría en este caso que «el Dios de Israel no puede estar dividido, como podría sugerir el hecho de que hubiera imágenes y santuarios múltiples.» En todo caso, los comentaristas son unánimes en destacar la diferencia de clima entre «el precepto frío y apremiante del Decálogo» y «la exhortación cálida que despierta resonancias y conmueve todas las fibras del ser humano» (P Buis). Dios no es ya únicamente aquel a quien hay que temer, también aquel que es digno de amor, «lo que nadie se había atrevido a decir antes del Deuteronomio» . Este amor no tiene, por otra parte, nada de platónico; al contrario, compromete a toda la persona y es sinónimo de fidelidad a través de todos los momentos de la existencia, como queda demostrado en las parejas de contrarios, tan características de la literatura semítica para expresar la totalidad.
Pero tras esta exhortación podemos encontrar también una experiencia concreta, la de la sedentarización que conocieron las tribus, una vez instaladas en tierras de Canaán; experiencia ambigua, puesto que, tanto en el reino del norte como en el del sur, va acompañada de injusticias sociales y de repetidos abandonos de Yahvé, a quien el pueblo y sus responsables han postergado ante los dioses de la fertilidad de los cananeos. Como ha denunciado insistentemente Oseas, el pueblo no solamente se ha dejado seducir por los bienes materiales, sino que ha llegado a olvidar que Yahvé era el autor de esos dones. Podríamos añadir que, más tarde, Jesús denunciará a los portadores de filacterias: porque habían olvidado que una fidelidad material sin amor está vacía de sentido.
Salmo 17.
El salmo 17 es bastante complejo. Podemos distinguir en él una acción de gracias individual (vv. 3-7, 17-30) y un poema de agradecimiento pronunciado por el soberano como consecuencia de una victoria obtenida sobre el enemigo (vv. 32-51). Los demás versículos forman un poema teofánico (vv. 8-16). La liturgia hace hincapié en la fidelidad de Yahvé, a la que compara con una roca, símbolo de estabilidad.
Mateo 17,14-20.
El hecho de que el leccionario haya recogido el relato de la transfiguración no debe impedirnos captar su importancia para Mateo. Posteriormente a los acontecimientos de Cesárea, que son como una llamada apremiante, dirigida a los discípulos para que acepten la figura mesiánica del Siervo doliente, la transfiguración relaciona de manera inseparable el tema de la gloria con el del sufrimiento. Reconociendo, por otra parte, el valor del martirio de Juan Bautista, los discípulos manifiestan, efectivamente, un principio de comprensión de los misterios del Reino (17, 1-13).
Ya es tiempo de volver al lado de la gente. Se acerca a Jesús un hombre cuyo hijo sufre ataques de epilepsia y al que los discípulos no han podido curar. Mientras que Marcos achaca esta incapacidad a la falta de preparación de los discípulos (sólo la oración y el ayuno pueden arrojar a esta clase de demonio), Mateo hace decir a Jesús: «Es a causa de vuestra poca fe.» Además, Jesús denuncia la desconfianza que le rodea: la muchedumbre es tan incrédula como la generación del desierto, y hasta los mismos discípulos dudan en llevar su compromiso más allá. Y, sin embargo, bastaría con un poco de fe para cambiarlo todo. Una fe del tamaño de un grano de mostaza, esa planta que, al crecer, alcanza un tamaño impresionante.
Moisés está en el monte Nebo. Detrás quedan largos, muy largos años de poder, de luchas, de esperanzas. Y al fin, después de tantas idas y venidas, la meta está a la vista: desde lo alto de la montaña, la llanura del Jordán y la superficie deslumbrante del mar Muerto se ofrecen a la vista. Aquí está, al fin, «la tierra que el Señor prometió dar a nuestros padres». Inmensa alegría de Moisés, ¡una alegría tan grande que le podría causar la muerte! Moisés sabe, en efecto, que va a morir. Pero antes tiene que hablar a este pueblo que se congrega a su alrededor y con el que tan frecuentemente había tenido que cargar él solo. Tiene que hablar, tiene que recordar el pasado, las luchas y el pecado de los hijos de Israel. Y, sobre todo, tiene que recordar el don de Dios, la elección inexplicable que ha hecho de este pueblo, su paciencia de educador, su perdón incesantemente renovado …; en una palabra, su amor incomprensible, único. Y en respuesta, hay que llamar al pueblo a que se comprometa: «El Señor nuestro Dios es el único… Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas.»
«¡Amarás a tu Dios!» ¿Puede ser Dios en verdad alguien a quien se ama? Indudablemente para el hombre religioso, Dios es Aquel a quien se respeta, a quien se teme, a quien se admira, ante quien se siente la propia debilidad. Pero ¿podemos realmente atrevernos a amar a este ser «Todopoderoso», el «Único»? No, si no se recuerda la experiencia única de la Alianza. Un pueblo que ayer estaba aplastado, sin libertad y sin tierra propia, ha gozado en el desierto de la promesa divina; ha aprendido a saber lo que es la libertad, se ha beneficiado de la ayuda solícita de su Dios. Cuando la fe lee todo esto, no puede menos de exclamar: «¡Dios nos ama!»… «Si el Señor se ha ligado con vosotros y os ha elegido, no es por ser vosotros los más numerosos de entre todos los pueblos, pues sois el más pequeño de todos, sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento que hizo a vuestros padres; por eso os ha sacado de Egipto con mano poderosa y os ha librado de la casa de servidumbre, de la mano del Faraón, rey de Egipto. Has de saber, pues, que Yahvé, tu Dios, es Dios fiel, que guarda la alianza» (Dt 7, 7-9). El amor de Dios por Israel es algo más que la benevolencia universal del creador hacia todos los seres, es una elección, un compromiso un tanto insensato y único.
¿Cómo asombrarse entonces de que esta elección, de que esta pasión exija una correspondencia igual, una respuesta que esté a la altura del amor del otro: «Amarás con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas?» El Shema Israel, recitado mañana y tarde por todo judío piadoso, no quiere decir sólo «Escucha, Israel», sino también: «¡Ten cuidado, Israel!» Ten cuidado, porque lo que es natural al hombre es la idolatría; la fe pertenece al orden del amor y de la pasión. «Amarás a tu Dios, que es el Único.»
«Llevarás muy dentro del corazón todos estos mandamientos que yo te doy. Incúlcaselos a tus hijos, y cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te acuestes, cuando te levantes, habla siempre de ellos. Átatelos a tus manos, para que te sirvan de señal; póntelos en la frente, entre tus ojos; escríbelos en las jambas de tu casa y en las puertas de tus ciudades.» El amante repite por todas partes el nombre de la amada, escribe en cualquier lugar el nombre que hace cantar a su vida. Escucha, Israel: tu existencia, de ahora en adelante, estará marcada por el signo del amor y la pasión. Acordarse es observar: en esas dos palabras se condensa toda la historia de tu salvación, de la alianza.
Dios de la Alianza eterna,
no olvidamos las hazañas de tu promesa
y hacemos memoria
de las bendiciones concedidas a nuestros padres.
¡Bendito sea tu santísimo nombre,
bendito seas, Tú, el Único,
Tú, el Eterno, que te dignas amamos!
Te lo pedimos:
graba tus mandamientos en nuestro corazón,
inscribe tu pasión en la obra de nuestras manos;
¡haz que cumplamos lo que mandas,
para ser bendecidos por toda la eternidad!
Biblia Nácar-Colunga Comentada
La curación de un niño lunático, 17:14-21 (Mc 9:14-29; Lc 9:37-43).
La escena tiene lugar después de la transfiguración. Y según Lc, “al día siguiente.” Fue cuando Cristo, con los apóstoles de testigos, bajaba del monte, y al acercarse a los otros apóstoles que habían quedado al pie de la montaña, se encontró con que había mucha gente con ellos, y “discutiendo” con los apóstoles algunos “escribas,” Cristo les pregunta a los apóstoles qué es lo que discutían con aquéllos. Acaso para situar, si era preciso, las cosas en su punto. Aliados de atrás los escribas con los fariseos (Mt 15:1), que no sólo ponían emboscadas dialécticas a Cristo, sino que ya habían resuelto perderle (Mt 12:14), había motivo para pensar en una emboscada con sus discípulos.
En este cuadro se destaca de la muchedumbre un hombre, que cayó de rodillas ante El y comenzó a gritar (Lc), conforme a su emoción y su temperamento oriental, diciéndole que tenía un hijo, que era “único” (Lc), “joven” (παiς) y estaba lunático (Mt). Mc va a dar del padecimiento de este muchacho una descripción minuciosa.
Este joven tenía “un espíritu mudo” (Mc). Y cuando se “apoderaba” de él, “lo arroja por tierra, echa espuma, se revuelve” (v.20), “le rechinan los dientes,” “da alaridos” (Lc), “grita” (Mc v.26), “queda rígido,” “como muerto” (Mc v.26). Son los síntomas, como Mt dice, de un “lunático.”
Pero aún hay más, pues “con frecuencia” el “espíritu” lo ha arrojado “al fuego,” “al agua,” “para acabar con él.”
Y “difícilmente lo deja” el espíritu “después de haberlo maltratado.” Y todo esto le sucedía “desde la niñez.”
Según las concepciones erróneas de los antiguos orientales, la enfermedad, como mal, era causada por un “espíritu.” Así, Saúl, que aparece con unos síntomas neuróticos típicos, es descrito en su estado nada menos que por haberle Yahvé “enviado un mal espíritu” (1 Sam 16:14). Precisamente la música tenía sobre sus crisis un efecto sedante (1 Sam 16:15).
En esta misma concepción popular, a los epilépticos, como es el caso de éste, se los llamaba ordinariamente “lunáticos,” como es el nombre que de él da Mt, porque se admitía, por efecto de una experiencia, más o menos obtenida de casuales coincidencias, que tales enfermos experimentaban más fuertes crisis en las épocas de luna nueva o luna llena. La medicina antigua pasa a los escritos rabínicos, y éstos discutían si estas crisis epilépticas eran por influjo directo de la luna en las fases dichas en estos enfermos u otros semejantes, más propicio aún en estas fases lunares. Era el mismo concepto de los medios greco-romanos.
¿Se trata sólo de un enfermo epiléptico, cuyos síntomas evangélicos corresponden a las tres fases de la epilepsia conforme al diagnóstico médico, o es, además, un verdadero caso de posesión diabólica? Todo el problema está en saber si repugna, en el caso de curaciones físicas reales, el que Jesucristo se acomode al modo de hablar de las gentes y del medio ambiente. Hay quien así lo piensa. Parece que no hay, en principio, esta incompatibilidad. Jesús, ni para sus curaciones ni para acusar su poder de taumaturgo, necesita dar precisamente un diagnóstico científico. Como tampoco corrige en cada caso lo que era creencia vulgar: que toda enfermedad era efecto de un pecado (Jn 9:2). Y, admitiendo en el mismo Evangelio casos de curaciones demoníacas, parece que es el contexto el que valorará, en simple exégesis, si se trata de una verdadera posesión o de una acomodación al lenguaje ambiental.
No parece sea decisivo el decirse que frecuentemente “lo arrojaba (el espíritu) al agua y al fuego para acabar con él” (Mc). Es un modo de hablar. El ser mudo, si no es por la misma epilepsia, podría explicarse por alguna otra enfermedad posiblemente congénita, o que fuese todo ello efecto de una enfermedad tenida en su niñez.
Ya en la antigüedad se reconocía por el médico Celio Aureliano cómo este tipo de enfermos estaban especialmente expuestos a mil peligros externos, entre ellos el de caer al agua de los ríos o del mar. Podría ser también un caso de semidesesperación producido por efecto de los habituales ataques de epilepsia.
Cristo manda traer al joven, que en aquel momento, por todo el contexto, no debe de estar en el ataque. Sin embargo, cuando se lo traen a Cristo, se produce el ataque con síntomas epilépticos. Parece estar en cierta analogía con los casos de “endemoniados,” que a la vista de Cristo le reconocían y pedían no los perdiese (Mt 8:28.29). Sin embargo, el ataque pudo producirse entonces por efecto de la misma emoción. El hecho de que el espíritu malo lo arroja al fuego para hacerle perecer, según la descripción popular de Mc, no postula, en absoluto, una verdadera posesión diabólica, sino una redacción colorista y ambiental de Mc, y también de Lc, en contraste con la descripción sobria de Mt, probablemente del Mtg.
El padre del enfermo urge a Cristo para que lo cure, pues había recurrido ya a los discípulos, pero éstos “no habían podido” curarle (Mc 9:18; Lc 9:40). Y eso que habían recibido el carisma de las curaciones (Mt 10:1 par.). En Mc se acusa en este hombre una fe muy imperfecta: “Si tú puedes algo, compadécete de nosotros.” Acaso el fracaso de los discípulos le desanimó en parte. Pero de Cristo le viene el ánimo preparatorio: “Todo es posible al que cree” (Mc). Es el boicot que se nota en los evangelios a la obra de Cristo; su obra milagrosa la realiza en función de la confianza, no es una obra de magia. Y esta fe surge en él: “¡Creo, ayuda mi incredulidad!”
El v.17 de Mt es críticamente muy discutido. Acaso pasó a él por influjo del otro evangelio, pues está en Lc. Es la respuesta de Cristo a esta obra de incredulidad en El, después de tantos prodigios hechos. “¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo voy a estar con vosotros y os voy a sufrir?” (Lc). ¿Por qué no admitían sus prodigios, y por qué no sacaban las consecuencias de sus “signos”? Este “lunático” era “tipo” de esta generación “poseída” por el dominio fariseo.
Cristo manda traer al enfermo. Al acercarse, Cristo increpó al “espíritu,” y se produce una convulsión violenta hasta quedar como muerto. En Lc el relato cambia. Se lo trae, se produce la convulsión, y viene la increpación de Cristo al “espíritu.” Son las pequeñas variantes red acciónales. En Mc, Cristo le toma de la mano, lo levanta y se mantuvo en pie.
El poder taumatúrgico de Cristo apareció a todos con un dominio absoluto. La curación instantánea de una epilepsia, si no se admite la “posesión” diabólica, cuando se halla en estado de trance, no admite hipótesis sugestivas. Lo que, por otra parte, nada resolvería, ya que una lesión orgánica de la corteza cerebral no se puede curar por sugestión, menos aún cuando la sugestión no cabe por hallarse en estado de inconsciencia, ni por suceder instantáneamente.
Vueltos a casa, los discípulos le preguntan por qué ellos no habían podido curar a aquel muchacho, pues habían recibido el poder de expulsar demonios — exorcismo — y curar enfermedades (Mt 10:1.8; Mc 6:7:12; Lc 9:1.6b). Y lo habían ejercido con éxito (Mt 10,8; Mc 6:13).
Aunque la respuesta final es la misma en Mt-Mc, Lc la omite. Mt intercala un preludio en el que les habla de “vuestra poca fe.” Acaso, en la subconsciencia, confiaron en su poder como si fuera propio de ellos, sin acusar plenamente su reconocimiento y dependencia al dador de carismas.
La comparación que utiliza sobre el “grano de mostaza” y el “trasladar montes” eran metáforas usadas en el ambiente rabínico. Como término comparativo de lo mínimo se usaba el “grano de mostaza,” lo mismo que el “trasladar un monte” era metáfora usual para indicar que una cosa se realizaría fuera de los modos ordinarios.
“Esta clase” no puede echarse o curarse si no es con “oración y ayuno” (Mt), o “con oración” (Mc). La lección de Mt (v. 21) no es seguro que sea genuina en este versículo, ni tampoco debe de ser lección genuina el “ayuno” que se une a la “oración” en este pasaje de Mc. La frase “esta clase” admite dos interpretaciones:
“Esta clase,” es decir, esta raza: los demonios.; o puede admitir otra más específica: “esta clase” de demonios. Los que admiten esta segunda interpretación se basan en que los apóstoles ya habían expulsado demonios (Mc 6:13), por lo que aquí se precisaría una especie de ellos. Pero la razón no es convincente. De ser así, no cabría duda de que se trataba de un caso de verdadera posesión. Pero la primera interpretación es completamente posible en este mismo contexto. Su sentido sería: “esta clase,” las enfermedades que se atribuían a los espíritus demoníacos, sólo se pueden curar milagrosamente. Es decir, con el recurso pleno a Dios, que concede libremente el uso de estos carismas, y sin que el hombre los mistifique y boicotee con una semiconsciente autosuficiencia suya o con una falta de recurso y confianza plena — ”poca fe” — en Dios. Era, en el fondo, lo que había sucedido a la intervención de los apóstoles en este caso y lo que se decía en aquel medio ambiente y se recoge en el Talmud: “Todo el que ora sin ser escuchado, debe ayunar.” Era una lección para los exorcistas cristianos; acaso se refleja esta situación de ellos.
G. Zevini, Lectio Divina (Mateo): El epiléptico curado
Verbo Divino (2008), pp. 307-313.
La Palabra se ilumina
Tras haber pedido ayuda en vano a los Doce, un hombre -que por su humilde actitud recuerda al centurión (cf. Mt 8,6) y a la cananea (Mt 15,22)- suplica a Jesús que cure a su hijo epiléptico. Con su palabra autorizada y eficaz, Jesús, realizando un exorcismo, lleva a cabo de inmediato la curación. Partiendo del relato de este milagro -narrado con la máxima concentración y sin detalle alguno-, el fragmento evangélico refiere la enseñanza de Jesús sobre la fe. Los términos que dan unidad a la composición aparecen expresados en sus afirmaciones -o, mejor, en su desconsolado lamento- sobre la «generación incrédula y perversa» (17,17) y sobre la «poca fe» de los discípulos (17,20). ¿A quien se refiere? La primera sentencia, de claro sabor bíblico, no parece referirse directa o exclusivamente a los discípulos, sino más bien -por sus fuertes resonancias veterotestamentarias (cf. Dt 32,5; Nm 14,27)- parecen ser una severa advertencia dirigida al pueblo elegido y, por consiguiente, al nuevo Israel, a todos los que sienten la tentación de ceder a la tentación de la incredulidad y, en consecuencia, de alejarse cada vez más de Dios y de su plan de salvación. Se llegará, de hecho, hasta el rechazo claro de Jesús, el enviado definitivo del Padre.
Y ¿cómo va la salud espiritual de los discípulos? Ellos, que lo han dejado todo para seguir a Jesús, no han conseguido curar al muchacho por su apoca fe. «Poca fe» no es sinónimo de «incredulidad»; se trata más bien de una fe enferma, resquebrajada por las dudas, miedos, desconfianza. Es una fe que no convierte su relación vital con Cristo en el perno y en el fulcro de toda acción. Jesús dice, en efecto, que bastaría un grano de fe autentica para trasladar las montañas. La afirmación hiperbólica es una invitación a creer en el poder de la fe, que crece precisamente en las situaciones de mayor sufrimiento y prueba, y se hace madura cuando ya no se escandaliza ante el signo de la cruz. Jesús anuncia, por segunda vez, su próxima «entrega» en manos de los hombres, y los discípulos vuelven a experimentar tristeza. Solo al precio de su muerte, solo con su resurrección y el don del Espíritu, Jesús estará siempre en medio de los suyos para hacer de la generación incrédula y perversa su pueblo santo, que anuncia con coraje el Evangelio de la salvación.
La Palabra me ilumina
Dejemonos aferrar por la escena evangélica puesta ante los ojos de nuestro corazón. En el centro se encuentra -soberano- Jesús con toda su amable divino- humanidad. Nosotros nos encontramos en la figura del padre que suplica con pesadumbre para obtener una curación imposible, aunque también en la del hijito que esta obligado a padecer la tiranía de su mal: un continuo pasar -podríamos decir parafraseando- de la esperanza más viva a la desesperación más negra. Henos, pues, aquí, suplicantes e impotentes, bajo la mirada misericordiosa de Jesús, que espera únicamente nuestra fe para llevar a cabo lo imposible y para hacernos, a nuestra vez, capaces de realizar otros gestos de sincera caridad. No son fáciles de pronunciar, por ejemplo, las palabras de estima y de perdón, y no es fácil acoger sin discriminaciones al prójimo, restituir a una vida de plena comunión a quien vive aprisionado por sus propios miedos y se siente descartado por todos…
Se trata del milagro de la fe como adhesión incondicionada a Jesús, el único Salvador del hombre, venido en la carne a «contarnos», a «mostrarnos» al vivo,’ el amor del Padre: una dilección que no conoce limites, que llega a «entregar» a su Hijo Único, al Hijo de su amor, en manos de nuestra volubilidad e impiedad.
Es el milagro que Jesús espera poder realizar cada día en sus discípulos y en todo el mundo, porque su amor no puede estar contento hasta que no haya llegado a todos. Ahora bien, nosotros nos sentimos siempre como «hombres de poca fe» y hasta como «generación incrédula y perversa., que no es capaz de creer en el poder de la Palabra de Jesús, sino que está trágicamente inclinada a dejarse arrastrar por la «mentalidad del mundo». Sin embargo, la Palabra permanece clara y sencilla: basta con un grano de fe, basta con un acto de sincero abandono, con el humilde reconocimiento de nuestra pobreza, para que las montañas de nuestro orgullo puedan rebajarse, convirtiéndose en caminos llanos por los que caminar al encuentro del Señor, que siempre viene, que siempre nos espera, que siempre está dispuesto a entregarse a la muerte para darnos a todos vida en abundancia.
La Palabra en el corazón de los Padres
Es bueno y saludable visitar a los huérfanos y a las viudas, en particular a las pobres y cargadas de hijos. Y también es conveniente y bueno que los hermanos en Cristo visiten a los que están atormentados por espíritus malos, realizando por ellos, como conviene, oraciones agradables a Dios, o sea, no basadas en un discurso elegante y bien preparado: los que actúan así se parecen a un bronce que resuena o a un címbalo que retiñe (cf. 1 Cor 13,1), y con todas sus palabras no ayudan a los que exorcizan. En efecto, no actúan con fe recta y según la enseñanza del Señor, que dijo: «Esta clase de demonios no puede ser expulsada sino con la oración y el ayuno» (Mc 9,29). Y habla de una oración incesante, atenta, esto es, la oración del que suplica e invoca a Dios con alegría de corazón, con suma vigilancia y castidad, sin odio ni malignidad.
Vayamos, pues, a ver al hermano o a la hermana enfermos y visitémoslos como conviene, sin deseo de ganancia, sin estrépito ni chismorreos, sin revestirnos de una falsa piedad y sin soberbia, sino con el espíritu bondadoso y humilde de Cristo. Los exorcismos se desarrollan en medio del ayuno y la oración, no haciendo alardes de doctrina, no con discursos elegantes y estudiados, sino dando verdaderamente pruebas de haber recibido de Dios la gracia de la curación. Así pues, vosotros, a quienes se ha dicho: «Gratis lo recibisteis, dadlo gratis» (Mt 10,8), perseverad incesantemente, con constancia, en ayunos, oraciones, vigilias y en vuestras buenas obras, para gloria de Dios. Mortificad las pasiones con la virtud del Espíritu Santo. Quien obra así es un templo del Espíritu Santo, expulsa los demonios y Dios le ayuda, porque es una acción verdaderamente buena socorrer de este modo a los enfermos. Y será grande la recompensa reservada a los que sirven en la fe a los hermanos con los dones que Dios les ha concedido (Pseudo-Clemente, A las vírgenes, 12).
Caminar con la Palabra
En el Reino de Dios, en el país donde se enhebran los camellos por los ojos de las agujas, suceden otros muchos hechos curiosos: árboles que crecen en el mar y montañas que se trasladan como los bastidores de un teatro.
En el mundo del alma hay macizos inminentes, que quitan espacio al amor y acaban sofocándolo. No hay otra solución que arrancarlos y echarlos más allá: una operación increíble, aunque toda verdadera vida interior esta repleta de estos milagros. Y puesto que no hay trabajo más urgente, en el mundo del alma, que el de mover las montañas, la Fe, que lo permite, es un genero de primera necesidad. Y es un genero perecedero: se consume cada día y cada día hay que pedirla.
Cada uno de nosotros sabe lo terrible que es encontrarse, en el interior de nuestro propio espíritu, frente a estos peñascos sin hendiduras que obstaculizan cualquier camino. Frente a ellos surge, fortísima, la tentación de detenernos. Por eso, Jesús nos dice que basta un poco de Fe en el bien para que se realice lo imposible y se allane el camino.
También el camino de la Iglesia encuentra estos obstáculos insuperables. Ante las montañas que cierran el camino del pueblo de Dios hay quien propone medirlas con gran cuidado: altura, anchura, profundidad, volumen. Ocupación admirable, larga y complicada, tras la cual las montañas siguen en su sitio y el pueblo de Dios continúa sin saber a donde ir. Hay quien propone excavarlas y trasladar los escombros con carretillas. Ahora bien, excavar las montañas es un trabajo largo y provoca fácilmente el desaliento. Jesús indica un medio absolutamente heterogéneo: la Fe.
Existe, por ejemplo, la convicción de que solo la violencia puede conducir a los hombres a la salvación. Si no se traslada esta montaña, hay que renunciar a creer en el poder del amor. Otro enorme macizo es la persuasión de que todas las relaciones humanas están determinadas por factores económicos, con una concatenación tan implacable que no deja ningún espacio a la justicia, ni a la misericordia, ni a la fraternidad ni, en general, a cualquier otro valor que no sea configurable económicamente. Si no conseguimos remover estas montañas, el hombre este! perdido.
Al ver Mahoma que no conseguía remover la montaña, fue el a ella. He aquí una diferencia fundamental entre Mahoma y Jesús. Según el evangelio, son precisamente las montañas las que deben desplazarse; no se debe ir a ellas. Puede ser que, de una manera inconsciente, nos hagamos discípulos del profeta del islam. Al no tener demasiada confianza en la carga revolucionaria de la fe, acabamos por convencernos de que necesitamos ir a los macizos. Alguno llega a abrazarlos incluso con tanto entusiasmo que se queda el mismo fosilizado. Con todo, mientras alguien crea verdaderamente, no hay nada que temer. Su grano de mostaza hará volar cadenas enteras de montes (G. Biffi, Meditazioni sulla vita ecclesiale, Piemme, Casale M. 1993, 17-19).
W. Trilling, El Nuevo Testamento y su Mensaje (Mt): Curación de un lunático
Herder (1980), Tomo II, pp. 118-122.
vv. 14-16.
14 Cuando llegaron a donde estaba la multitud, se le acercó un hombre, se arrodilló ante él, 15 y le dijo: Señor, ten compasión de mi hijo, que está lunático y se encuentra muy mal, y muchas veces cae al fuego y otras al agua. 16 Lo he llevado u tus discípulos, pero no han sido capaces de curarlo.
Así como el centurión había rogado por su criado, y la mujer cananea por su hija, así ahora un hombre ruega por su joven hijo. Es lunático, y se lastima de diversos modos por esta enfermedad [41]. El hombre quizás no quería molestar a Jesús, como el centurión, que no se consideraba digno de recibir a Jesús en su casa (8,8). Por eso intenta lograr primero la curación de su hijo por medio de los discípulos, y les ruega que liberen al muchacho de la enfermedad. Los discípulos no consiguieron curarlo. El interés del evangelista se ha concentrado en esta observación del hombre. Al evangelista no le interesa tanto la curación del muchacho como la instrucción de los discípulos sobre la fe. Lo que sucede en la curación se convierte en una catequesis sobre la fe.
Puesto que los discípulos no le pudieron ayudar, el hombre tiene que volverse a Jesús. Se le aproxima, se postra de rodillas, y le suplica que tenga compasión de su hijo. ¿Qué hará Jesús? ¿Recompensará la confianza, como siempre ha hecho hasta ahora, y socorrerá al enfermo sin decir nada?
vv. 17-18.
17 Jesús respondió: ¡Oh generación incrédula y pervertida! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? Traédmelo acá. 18 Jesús le increpó, el demonio salió del muchacho y éste quedó curado desde aquel momento.
La respuesta de Jesús al ruego del hombre hace temblar. Con un gemido lastimero exclama: «¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros?» Hacía ya mucho tiempo que había empezado la pasión del Mesías, sin que lo notaran los hombres, ni siquiera los discípulos. Son dolores que no podemos imaginarnos y que no podemos padecer. Tan graves dolores del alma no están causados por sufrimientos corporales ni tampoco por decepciones humanas, sino por el hecho de soportar la incredulidad, la experiencia de la esterilidad, de la aridez del campo y de la ineficacia del trabajo. Jesús abrió su alma «con gritos y lágrimas» en los días de su vida mortal (Heb 5,7). No sólo conmueve su alma la muerte, sino desde ya mucho tiempo antes la incredulidad. Jesús abrió su alma sólo a Dios, en el silencio de la noche, en la soledad del monte. Aquí la queja y el dolor brotan de él en público y sin reservas.
Y por si fuera poco, también los discípulos pertenecen a la generación incrédula y pervertida. Aunque en otras ocasiones estén separados del pueblo y de los adversarios, aunque se les llame dichosos, porque ven y oyen (13,16s), aquí parece que se haya olvidado todo. Es la fría muralla de la incredulidad la que está en frente de Jesús.
Este rasgo profundamente humano, que aquí sale a la luz, para nosotros es conmovedor y al mismo tiempo consolador. Conmovedor, porque llegamos a ser testigos de cómo sufre el Mesías, a pesar de que solamente nos trae bienes. Consolador, porque Jesús se muestra como verdadero hombre, para quien no es extraño ningún movimiento de las facultades sensitivas ni ninguna conmoción del alma, que también nos afecte a nosotros.
Jesús manda que le traigan el joven y lo cura. Bastan unas palabras imperativas: Jesús le mandó. Entonces desaparece la enfermedad que había hecho presa en él. Jesús estaba enteramente de parte de Dios, y para él nada es imposible. Por eso Jesús posee un poder único, porque su propia confianza y su entrega a Dios son tan perfectas.
vv. 19-20.
19 Entonces, acercándose los discípulos a Jesús, le preguntaron aparte: ¿Por qué nosotros no hemos podido arrojarlo? 20 Él les contesta: Por vuestra poca je. Porque os aseguro que, si tuvierais una je del tamaño de un granito de mostaza, diríais a este monte: Trasládate de aquí allá, y se trasladaría; y nada os sería imposible [42].
Inmediatamente después sigue una conversación entre Jesús y los discípulos, a la cual estaba dirigida la narración de san Mateo. De nuevo se retiran y son instruidos separadamente. Los discípulos preguntan por qué no podían curar al muchacho. Jesús contesta concisa y atinadamente: Por vuestra poca je. Aquí se hace una distinción. Ellos no pertenecen en el sentido estricto de la frase a la «generación incrédula». Su defecto no es la incredulidad, sino la poca fe, la fe insuficiente, todavía no desarrollada, que ha llegado a la plena comprensión y vigor, y que domina a todo el hombre. La fe existe, pero es mediocre, pusilánime, endeble.
Si estuviera plenamente desarrollada, «diríais a este monte: Trasládate de aquí allá y se trasladaría». Es un ejemplo muy gráfico. Se dice en serio. Naturalmente en la vida de los discípulos y de la Iglesia no se trata de cambiar de lugar las montañas. La fe tiene que conseguir otra cosa, ha de transformar a los hombres y hacerlos aptos para Dios. Como el ojo de la aguja en lo que dijo el Señor sobre la riqueza (19,24), aquí el monte ha sido también escogido como ejemplo gráfico. La fe íntegra lo puede todo. Es audaz y arrojada, y se atreve a lo que en apariencia es imposible, como acontece con Pedro cuando salta de la barca para andar sobre el agua. La fe deja a Dios la solicitud por la comida y la bebida y por las demás necesidades de la vida, cuando ha comprendido la única cosa necesaria (cf. 6,33). Sobre todo no se debilita ni se equivoca en la prueba, en el sufrimiento, en la enfermedad, en la persecución, maledicencia, ultraje, incluso en la obscuridad de la muerte.
El que en todo eso logra no agarrarse a su vida, sino dejarla en manos de Dios, hace algo mayor que mover un monte de un lugar a otro.
Notas
[41]. Entonces era tenida por una forma de posesión demoníaca. Cf. el relato circunstanciado de Mc 9,14-29, en que se describe la enfermedad como epilepsia.
[42]. El versículo 21 dice así: «Y. además, que esta casta de demonios no se expulsa sino mediante la oración y el ayuno.» El versículo falta aproximadamente en la mitad de los manuscritos antiguos y es probable que se haya introducido aquí a causa del pasaje paralelo de Marcos 9,29.