Mt 14, 22-36: Jesús camina sobre las aguas
/ 4 agosto, 2015 / San MateoTexto Bíblico
22 Enseguida Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. 23 Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo. 24 Mientras tanto la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. 25 A la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar. 26 Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma. 27 Jesús les dijo enseguida: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!».
28 Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua». 29 Él le dijo: «Ven». Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; 30 pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «Señor, sálvame». 31 Enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: «¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?». 32 En cuanto subieron a la barca amainó el viento. 33 Los de la barca se postraron ante él diciendo: «Realmente eres Hijo de Dios».
34 Terminada la travesía, llegaron a tierra en Genesaret. 35 Y los hombres de aquel lugar apenas lo reconocieron, pregonaron la noticia por toda aquella comarca y le trajeron a todos los enfermos. 36 Le pedían tocar siquiera la orla de su manto. Y cuantos la tocaban quedaban curados.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
Orígenes, presbítero
Comentario: Jesús nos invita a embarcarnos
Comentario al evangelio de Mateo, Libro 11, cap. 5-6 : PG 13, 913; SC 162
«Les apremió para que se adelantaran a la otra orilla» (Mt 14,22)
«Jesús obligó a los discípulos a subir a la barca y a esperarlo en la otra orilla, mientras despedía a la muchedumbre». La muchedumbre no podía ir hacia la otra orilla; no eran hebreos en el sentido espiritual de la palabra, que se traduce como: «la gente de la otra orilla». Esta obra fue reservada para los discípulos de Jesús: irse a la otra orilla, sobrepasar lo visible y corporal, estas realidades temporales, y llegar los primeros hacia lo invisible y eterno. […] Y sin embargo los discípulos no pudieron preceder a Jesús sobre la otra orilla […]; posiblemente quería hacerles pasar por la experiencia de que sin Él no era posible llegar allí. […] ¿Qué barca es a la que Jesús obliga a los discípulos a subir? ¿No sería la lucha contra las tentaciones y las circunstancias difíciles? […]
Luego subió a la montaña, a un lugar aparte, para orar. ¿Por quién reza? Probablemente por la muchedumbre, para que, reenviados después de haber comido los panes bendecidos, no hagan nada de contrario a esta llamada de Jesús. Por los discípulos también […], para que no les ocurra nada malo en el mar a causa del oleaje y el viento fuerte. Tengo ganas de decir que es gracias a la oración que Jesús hace a su Padre por lo que los discípulos no sufrieron ningún daño, mientras que el mar, las olas y el viento se ensañaban contra ellos. […]
Y nosotros, si un día nos enfrentamos con tentaciones inevitables, acordémonos que Jesús nos obligó a embarcarnos; no es posible alcanzar la otra orilla sin pasar por la prueba del oleaje y del viento huracanado. Luego, cuando nos veamos rodeados por numerosas y penosas dificultades, cansados de navegar en medio de ellas con la pobreza de nuestros medios, pensemos que nuestra barca está entonces en medio del mar, y que este oleaje busca «hacer naufragar nuestra fe» (1Tm 1,19) […] Mantengámonos seguros hasta que cercano el fin de la noche, cuando «la noche está avanzada y el día está cerca» (Rm 13,12), el Hijo de Dios llegará andando sobre las aguas y calmando la tempestad.
San Hilario de Poitiers, obispo
Comentario: Gritar al Señor
Comentario al evangelio de san Mateo, 14, 15 : SC 258
«¡Señor, sálvame!» (Mt 14,30)
El hecho de que, de todos los pasajeros de la barca, Pedro se atreva a responder y pida al Señor que le mande ir hacia Él sobre las aguas, indica la disposición de su corazón en el momento de la Pasión. Entonces, él sólo, andando sobre las huellas del Señor, despreciando las agitaciones del mundo, comparables a las del mar, le ha acompañado con el mismo valor para despreciar la muerte. Pero su falta de seguridad revela su debilidad en la tentación que le esperaba; pues, aunque ha osado avanzar, se ha hundido. La debilidad de la carne y el temor de la muerte han obligado a llegar hasta la fatalidad del repudio. Sin embargo, grita y pide al Señor la salvación. Este grito es el gemido de su arrepentimiento…
Hay una cosa a considerar acerca de Pedro: él ha superado a todos los demás por la fe, pues mientras estaban en la ignorancia, fue el primero en responder: «Tú eres el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Fue el primero en rechazar la Pasión, pensando que era una desgracia (Mt 16,22), fue el primer en prometer que moriría y no renegaría nunca (Mt 26,35), fue el primero en negarse a que se le lavaran los pies (Jn 13,8) ; ha sacado también su espada contra quienes prendían del Señor (Jn 18,10). La calma que conocieron el viento y el mar cuando el Señor se subió a la barca representa la paz y la tranquilidad de la Iglesia eterna cuando regrese gloriosamente. Porque entonces vendrá y se manifestará, causando un gran asombro a todos: «realmente, Tú eres el Hijo de Dios». Todos los hombres harán entonces la confesión clara y pública de que el Hijo de Dios ha traído la paz a la Iglesia, no sólo en la humildad de la carne, sino en la gloria del cielo.
San Agustín, obispo
Sermón: Sólo podemos salvarnos gritando al Señor
Sermón (atribuido), Apéndice n. 192 : PL 39, 2100
«Mándame ir hacia ti andando sobe el agua» (Mt 14,28)
Cuando Pedro, lleno de audacia, anda sobre el mar, sus pasos tiemblan, pero su afecto se refuerza…; sus pies se hunden, pero él se coge a la mano de Cristo. La fe le sostiene cuando percibe que las olas se abren; turbado por la tempestad, se asegura en su amor por el Salvador. Pedro camina sobre el mar movido más por su afecto que por sus pies…
No mira donde pondrá sus pies; no ve más que el rastro de los pasos de aquel que ama. Desde la barca, donde estaba seguro, ha visto a su Maestro y, guiado por su amor, se pone en el mar. Ya no ve el mar, ve tan sólo a Jesús.
Pero desde que, asustado por la fuerza del viento, aturdido por la tempestad, el temor comienza a velar su fe…, el agua se oculta bajo sus pies. La fe se debilita, y también el agua. Entonces grita: «¡Señor, sálvame!». Inmediatamente Jesús extiende la mano, lo agarra y le dice: «Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? ¿Tan poca fe tienes que no has podido llegar hasta mí? ¿Por qué no has tenido suficiente fe para llegar hasta el final apoyándote en ella? Debes saber que, desde ahora, sólo esta fe te sostendrá por encima de las olas». Así pues, hermanos, Pedro duda un instante, va a perecer, pero se salva invocando al Señor… Ahora bien, este mundo es un mar en el que el demonio levanta las olas y donde las tentaciones hacen que se multipliquen los naufragios; tan sólo podemos salvarnos gritando al Señor, y él extenderá la mano para agarrarnos. Invoquémosle, pues, sin cesar.
Sermón: Con Cristo vencemos las tentaciones
Sermón 75
Pedro camina sobre las aguas (Mt 14, 24—33)
1. La lectura evangélica que acabamos de escuchar exhorta a la humildad de todos nosotros a ver y reconocer dónde estamos y a dónde tenemos que tender y apresurarnos. En efecto, no deja de simbolizar algo la barca que transportaba a los discípulos y que, en medio de las olas, zozobraba a causa del viento contrario. Y no sin motivo el Señor, tras dejar a la muchedumbre, subió al monte para orar en soledad; luego, al volver al lado de sus discípulos caminando sobre el mar, los halló en peligro y, tras subir a la barca, los alentó y calmó las olas (Cf Mt 14,24-27.32). ¿Qué tiene de maravilloso que pueda calmar todo el que lo creó todo? Sin embargo, después que subió a la barca, se le acercaron los que iban en ella y le dijeron: Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios (Mt 14,33). Pero, antes de tener esa certeza, se habían turbado al verle sobre el mar, pues dijeron: Es un fantasma (Mt 14,26). Mas, cuando subió a la barca, eliminó de sus corazones la duda del espíritu, pues corría más peligro su espíritu por la duda que su cuerpo por las olas.
2. Mediante el conjunto de cosas que hizo, el Señor nos advierte cómo hemos de vivir aquí. De hecho, en esta vida temporal no hay nadie que no sea peregrino, aunque no todos deseen regresar a la patria. Al mismo tiempo, sufrimos el oleaje y las tempestades que se desatan durante el trayecto mismo, pero es necesario que, al menos, nos hallemos en la barca. Porque si en la barca hay peligro, fuera de ella la muerte es segura. Por mucha fuerza que tenga en sus brazos el que nada en el piélago, en algún momento, derrotado por la inmensidad del mar, tragado por las olas, se ahoga. Es, pues, necesario que vayamos en la barca, esto es, que nos lleve un madero para poder atravesar este mar. Y este madero que trasnporta nuestra debilidad es la cruz del Señor, con la que nos signamos y nos libramos de ahogarnos en este mundo. Sufrimos las olas, pero allí está Dios para socorrernos.
3. El monte al que, después de despedir a la multitud, subió el Señor a orar en solitario significa lo alto de los cielos. En efecto, dejada la muchedumbre, después de su resurrección el Señor subió él solo al cielo, y allí intercede por nosotros, como dice el Apóstol (Cf Rm 8,34). Por tanto, el que, tras despedir a la multitud, el Señor subiese al monte a orar él solo, significa algo. Él, primogénito entre los muertos (Cf Col 1,18), es el único que, después de su resurrección corporal, está a la derecha del Padre, como pontífice y abogado de nuestras preces (Cf Hb 7,24-25; Ap 8,3). La Cabeza de la Iglesia está ya arriba, para que los demás miembros le sigan hasta el final de los tiempos. Por tanto, si intercede por nosotros, solo él ora, como habiendo subido a la cima de un monte, por encima de las criaturas más sublimes.
4. Entre tanto, la barca que lleva a los discípulos, esto es, la Iglesia, fluctúa y es sacudida por tempestades, es decir, las tentaciones. Y no cesa el viento contrario, el diablo que la combate y se esfuerza por impedir que llegue al descanso. Pero es mayor el que intercede por nosotros. Pues en esa fluctuación en que nos debatimos nos da confianza, viniendo a nosotros y confortándonos; lo único que se requiere es que, al vernos turbados en la barca, no salgamos de ella, arrojándonos al mar. Porque, aunque la barca fluctúe, es una barca: solo ella lleva a los discípulos y recibe a Cristo. Es cierto que peligra en el mar; pero sin ella la perdición es inmediata. Mantente, pues, en la barca y ruega a Dios. Cuando todas las decisiones resultan ineficaces, cuando es insuficiente el hábil manejo del timón y el mismo despliegue de las velas resulta más peligroso que útil; cuando tienen que prescindir de toda ayuda y fuerza humana, a los marineros solo les queda la voluntad de rogar y elevar su voz a Dios. Por tanto, quien concede a los navegantes llegar al puerto, ¿va a abandonar a su Iglesia, de modo que no la conduzca a su descanso?
5. Sin embargo, hermanos, la barca no sufre graves sacudidas, a no ser cuando se ausenta el Señor. Quien está dentro de la Iglesia ¿tiene ausente al Señor? ¿Cuándo tiene ausente al Señor? Cuando le vence alguna apetencia indebida. Pues así se entiende lo dicho en forma figurada en cierto pasaje de la Escritura: Que el sol no se ponga sobre vuestra cólera; ni deis lugar al diablo (Ef 4,26-27). No se entiende de este sol, que tiene la supremacía entre los cuerpos celestes visibles y que podemos ver en común tanto nosotros como las bestias, sino de la luz que no ven sino los corazones puros de los fieles, según está escrito: Era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9). Pues esta luz del sol visible ilumina también a las bestias más pequeñas y efímeras. Luz verdadera es, por consiguiente, la justicia y la sabiduría, que deja de ver el espíritu cuando queda como cubierto con un velo por la turbación que produce la cólera. Y entonces sucede como si se pusiera el sol sobre la iracundia del hombre. Así en esta nave, cuando Cristo está ausente, cada cual es sacudido por sus tempestades: sus iniquidades y apetencias perversas. La Ley, por ejemplo, te dice: No levantes falso testimonio (Ex 20,16; Dt 5,20). Si adviertes que el testimonio es verídico, tienes luz en el espíritu; pero si, vencido por la codicia de un torpe lucro, decides ofrecer un testimonio falso, ya comienza a sacudirte la tempestad, al haberse ausentado Cristo. Fluctuarás en el oleaje de tu avaricia, peligrarás en medio de la tempestad de tus concupiscencias y quedarás casi sumergido por la ausencia de Cristo.
6 ¡Cuánto hay que temer que la nave se salga de su ruta y mire atrás! Eso acontece cuando, abandonada la esperanza de los premios celestes, alguien, bajo el impulso de un deseo ilícito, se vuelve hacia las cosas visibles y efímeras. En efecto, quien se ve sacudido por las tentaciones de sus liviandades y, no obstante, dirige su mirada hacia las realidades interiores, no ha llegado a perder la esperanza, si suplica perdón para sus pecados y se centra en superar y atravesar el mar bravío y enfurecido. En cambio, quien desvía la ruta de sí mismo hasta decir en su corazón: «Dios no me ve, pues no piensa en mí, ni se preocupa de si peco», ese vuelve la proa, se deja arrastrar por la tormenta y es devuelto al punto de partida. Porque son muchos los pensamientos que hay en el corazón humano, y la barca, al estar ausente Cristo, sufre la sacudida del oleaje de este mundo y de las muchas tempestades.
7. La cuarta vigilia de la noche representa su parte final, ya que cada vigilia consta de tres horas. Significa, pues, que ya al fin de este mundo viene en socorro el Señor y se le ve caminar sobre las aguas (Cf Mt 14,25). Aunque esta barca se encuentre sacudida por las tentaciones cual si fueran borrascas, ve, no obstante, al Dios glorificado caminar sobre todas las turgencias del mar, esto es, sobre todos los poderes de este mundo. Previamente, con referencia a su pasión, puesto que según la carne nos daba un ejemplo de humildad, se dijo que se amansaron las olas del mar que caían sobre él, olas a las que se sometió voluntariamente por nosotros, para que se cumpliese la profecía: Vine a la profundidad del mar y la tempestad me sumergió (Sal 68,3). De hecho, no rechazó los testigos falsos ni el clamor tumultuoso de los que gritaban: Sea crucificado (Mt 27,22-23; Cf Mc 15,13; Lc 23,21; Jn 19,15). No aplastó con su poder, sino que toleró con su paciencia los corazones rabiosos y las bocas de los furiosos. Le hicieron cuanto quisieron, puesto que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz(Cf Flp 2,8). Mas, después de resucitar de entre los muertos, al ser el único que ora por los discípulos que se hallan en la Iglesia como en una barca, transportados por la fe en su cruz como en un madero y expuestos al peligro de las tentaciones de este mundo como al del oleaje del mar, su nombre comenzó a ser honrado también en este mundo, en el que fue despreciado, acusado y entregado a la muerte. Y todo con la finalidad de que el que, al sufrir la pasión en su carne, había venido a la profundidad del mar y a quien había sumergido la tempestad, pisotease con el honor de su nombre la cerviz de los orgullosos, cual espuma de las olas. Del mismo modo que ahora vemos como caminando sobre el mar al Señor, bajo cuyos pies advertimos sometida toda la rabia de este mundo.
8. A los peligros de las tempestades hay que añadir los errores de los herejes. Y no faltan quienes tientan la voluntad de los que van en la nave, diciendo que Cristo no nació de la Virgen, ni tuvo un cuerpo real, sino que a los ojos de los demás parecía ser algo que realmente no era Estas opiniones heréticas han surgido también ahora, cuando el nombre de Cristo es glorificado en todos los pueblos, como si Cristo ya caminase sobre el mar. Los discípulos, sometidos a la prueba, dijeron: Es un fantasma (Mt 14,26). Pero el Señor nos alienta con su voz contra esos apestados diciendo: Confiad, soy yo, no temáis (Mt 14,27). En efecto, los hombres concibieron esa idea de Cristo impulsados por un vano temor, considerando su honor y majestad; pero, asustados por verlo, por así decir, caminar sobre el mar, no piensan que pudo nacer en la carne quien mereció ser glorificado en la carne. En este hecho está figurada su extraordinaria dignidad, y por eso juzgan que es un fantasma. Mas, cuando él dice: Soy yo (Mt 14,27), ¿qué otra cosa dice sino que no existe en él lo que carece de consistencia real? Por tanto, si nos mostró carne, era carne; si huesos, eran huesos; si cicatrices, eran cicatrices. Pues en él no hay Sí y No, sino que —como dice el Apóstol— en él solo hay Sí (2Co 1,19). De aquí proceden las palabras: Confiad, soy yo, no temáis (Mt 14,27). Es decir, no os espante tanto mi dignidad que queráis privarme de mi ser verdadero; aunque camino sobre el mar, aunque tengo bajo mis pies el orgullo y ostentación seculares, como oleaje furioso, no obstante, me he manifestado como hombre verdadero; no obstante, mi Evangelio anuncia la verdad sobre mí: que nací de una virgen; que, siendo la Palabra, me hice carne(Cf Jn 1,14); que dije verdaderamente: Palpad y ved que un espíritu no tiene huesos, como veis que yo tengo (Lc 24,39); que las manos del apóstol que dudó tocaron las verdaderas cicatrices de mis llagas (Cf Jn 20,27). Por consiguiente, Soy yo, no temáis.
9. Mas este hecho, es decir, el que los discípulos pensaran que era un fantasma, no simboliza solo a los que niegan que el Señor tuviera carne verdadera y con su ciega maldad perturban a veces a los que van en la barca, sino también a los que piensan que de alguna manera el Señor mintió y no creen que vaya a tener lugar la amenaza vertida contra los impíos. Como si fuera en parte veraz y en parte mentiroso, como un fantasma que se manifiesta en las palabras, como que es y no es. Pero los que entienden en la forma debida las palabras del que dice: Soy yo, no temáis (Mt 14,27), ya creen todas las palabras de Señor, de modo que, igual que esperan los premios que promete, temen las penas que conmina. Pues, como es verdad lo que dirá a los que estén a la derecha: Venid, benditos de mi Padre, a recibir el reino que tenéis preparado desde el comienzo del mundo (Mt 25,34), así es también verdad lo que oirán los que se hallen a la izquierda: Id al fuego eterno, que está preparado para el diablo y sus ángeles (Mt 25,41). Ahora bien, la opinión de acuerdo con la cual algunos hombres piensan que Cristo no amenazó con castigos reales a los inicuos y malvados ha surgido del ver que muchos pueblos e innumerables muchedumbres se han sometido a su nombre; la consecuencia es que a ellos les parece que Cristo era un fantasma porque caminaba sobre el mar; dicho de otro modo, si les parece que mintió al intimar las penas, es porque —digámoslo así— no puede perder pueblos tan innumerables, que se han sometido a su nombre y dignidad. Pero escúchenle decir: Soy yo. No teman, pues, quienes, creyendo que Cristo fue veraz en todo lo que dijo, no solo desean sus promesas, sino que también rehuyen sus amenazas; porque, aunque camina sobre el mar, es decir, aunque le están sometidos todos los hombres en este mundo, no es un fantasma, y por eso no miente cuando dice: No todo el que me dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos (Mt 7,21).
10. ¿Qué significa, entonces, el que Pedro se atrevió a ir hasta él sobre las aguas? Pedro representa las más de las veces a la Iglesia. Al decir: Señor, si eres Tú, mándame ir a Ti sobre las aguas (Mt 14,28), ¿qué otra cosa juzgamos que dice sino: «Señor, si eres veraz y no mientes en nada, sea glorificada también tu Iglesia en este mundo, pues eso anunció de ti la profecía»? Camine, pues, sobre las aguas y así llegue hasta ti aquella a la que se dijo: Suplicarán tu rostro los ricos del pueblo (Sal 44,13). Como la alabanza humana no tienta al Señor, pero, en cambio, los hombres se ven a menudo sacudidos en la Iglesia por las alabanzas y honores humanos hasta casi hundirse, por eso Pedro vaciló en el mar, aterrado por la gran violencia de la tempestad. Pues ¿quién no teme las palabras: Los que os llaman felices os inducen a error y confunden las sendas de vuestros pies? (Is 43,12) Y como el espíritu lucha contra el deseo de alabanza humana, bueno es que en tal peligro recurra a la oración y a la súplica, no sea que al que cautiva la alabanza, lo arrastre y sumerja el reproche. Grite Pedro que vacila en medio de las olas y diga: Señor, sálvame (Mt 14,30). El Señor le alarga la mano y, aunque en tono de reproche, le dice: (Hombre) de poca fe, ¿por qué has dudado? (Mt 14,31) ¿Por qué no te gloriaste solo en el Señor (Cf 1Co1,31), poniendo tus ojos únicamente en aquel al que te dirigías? No obstante, le saca del oleaje y no deja perecer al que confiesa su debilidad y le solicita su auxilio. Una vez recibido el Señor en la barca, confirmada la fe, eliminada toda vacilación y calmadas las tempestades del mar, para dirigirse ya a la tierra estable y segura, todos le adoran diciendo: Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios (Mt 14,33). Pues este es el gozo eterno, por cuya consecución se conoce y ama la Verdad límpida, la Palabra de Dios y la Sabiduría por la que fueron creadas todas las cosas y su sublime misericordia.
Sermón: La Iglesia en medio del mundo
Sermón 76
Pedro camina sobre las aguas (Mt 14, 24—33)
1. El pasaje evangélico que se nos acaba de leer trata del Señor Jesucristo caminando sobre las aguas del mar, y del apóstol Pedro al que el miedo le hizo vacilar cuando caminaba sobre ellas y a quien la falta de fe le hundió y la confesión sacó de nuevo a flote. Dicho pasaje nos exhorta a ver en el mar el mundo presente y en el apóstol Pedro, una figura de la única Iglesia. Efectivamente, Pedro mismo, el primero en la serie de los apóstoles, inflamadísimo en el amor de Cristo, responde con frecuencia en solitario en nombre de todos. Además, cuando el Señor Jesucristo preguntó quién decía la gente que era él, los discípulos le contestaron aduciendo las diferentes opiniones de los hombres; y cuando el Señor les interrogó por segunda vez con estas palabras: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? (Mt 16,15), Pedro contestó: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16,16). Uno solo respondió por muchos: la unidad en los muchos. Entonces le dijo el Señor: Bienaventurado eres, Simón Bar—Jona, porque no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos (Mt 16,17). Luego añadió: Y yo te digo (Mt 16,18), como si dijera: «Ya que tú me has dicho: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo, también yo te digo:Tú eres Pedro». Efectivamente, antes se llamaba Simón. Este nombre, Pedro, con que le designamos se lo impuso el Señor, para que, bajo ese símbolo, fuese figura de la Iglesia. Dado que Cristo es la piedra, Pedro es el pueblo cristiano, pues «piedra» es el nombre originario. Pedro viene de piedra, no piedra de Pedro, como cristiano proviene de Cristo, no Cristo de cristiano. Por tanto —le dice—, tú eres Pedro y sobre esta piedra (Mt 16,18) que has confesado, sobre esta piedra que has reconocido al decir: Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo, edificaré mi Iglesia (Mt 16,16-17ss), es decir, sobre mí mismo, el Hijo del Dios vivo, edificaré mi Iglesia. Sobre mí te edificaré a ti, no me edificaré a mí sobre ti.
2. De hecho, queriendo algunos hombres edificar sobre hombres, decían: Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas (1Co 1,12), esto es, Pedro. Y otros, que no querían ser edificados sobre Pedro, sino sobre la piedra, decían: Yo soy de Cristo (1Co 1,12). Cuando el apóstol Pablo vio que él era elegido y Cristo despreciado, dijo: ¿Está dividido Cristo? ¿Acaso ha sido Pablo crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en el nombre de Pablo? (1Co 1,13) Si no lo fuisteis en el nombre de Pablo, tampoco en el de Pedro, sino en el de Cristo; para que Pedro fuese edificado sobre la piedra, no la piedra sobre Pedro.
3. Por tanto, el mismo Pedro, proclamado bienaventurado por la Piedra, figura de la Iglesia, el primero entre los apóstoles, nada más escuchar que era bienaventurado, que era Pedro, que estaba edificado sobre la Piedra, mostró su desagrado después de oír que el Señor mencionaba su pasión y la presentaba a sus discípulos como ya cercana. Temió perder al que iba a morir, al que había confesado como fuente de la vida. Desquiciado, le dijo: Lejos de ti, Señor; eso no ocurrirá (Mt 16,22). Ten piedad de ti, Dios; no quiero que mueras. Pedro decía a Cristo: «No quiero que mueras», pero era preferible lo que decía Cristo a Pedro: «Quiero morir por ti». Por último, acto seguido, reprende al que había alabado poco antes, y al que había declarado bienaventurado, le llama Satanás: Ponte detrás de mí, Satanás —le dijo—, porque me sirves de escándalo, pues no piensas como Dios, sino como los hombres (Mt 16,23). ¿Qué quiere que hagamos de lo que somos, quien así nos reprocha ser hombres? ¿Queréis saber qué desea que hagamos? Escuchad el salmo: Yo dije «dioses sois», todos hijos del Excelso (Sal 86,1). Pero, si pensáis a modo humano, vosotros como hombres moriréis (Sal 87,1). Al mismo Pedro, en un momento, en el intervalo de unas pocas palabras, se le llamó primero bienaventurado y luego Satanás. Te asombra la diferencia de apelativos, ¡presta atención a los diferentes motivos! ¿Por qué te extraña que antes fuera bienaventurado y después Satanás? Mira el motivo por el que era bienaventurado: Porque no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos (Mt 16,17). La razón de ser bienaventurado: porque no te lo reveló la carne ni la sangre (Mt 16,17). Si eso te lo hubieran revelado la carne y la sangre, habrías hablado de lo tuyo; mas como no te lo ha revelado la carne y la sangre, sino mi Padre que está en los cielos (Mt 16,17), hablaste de lo mío, no de lo tuyo. ¿Por qué de lo mío? Porque todo lo que tiene el Padre es mío (Jn 16,15). Adviértelo; ya has oído el motivo por el que era bienaventurado y por el que era Pedro. Mas ¿por qué era lo que nos aterra y no queremos repetir? ¿Por qué, sino porque hablaba de lo suyo? No piensas como Dios, sino como los hombres (Mt 16,23).
4. Poniendo nuestra mirada en este miembro de la Iglesia, discernamos qué proviene de Dios y qué de nosotros, pues entonces ya no vacilaremos, entonces nos fundamentaremos en la piedra. Nos mantendremos firmes y estables frente a los vientos, lluvias, ríos (Cf Mt 7,24-25; Lc 6,48), es decir, frente a las tentaciones de este mundo. Con todo, mirad a Pedro que entonces nos simbolizaba: tan pronto se muestra confiado como vacila; tan pronto confiesa que Cristo es inmortal, como teme que muera. De ahí que la Iglesia de Cristo, igual que tiene hombres fuertes, los tiene también débiles; no puede existir ni sin los fuertes, ni sin los débiles. Por eso dice el Apóstol: Nosotros los fuertes debemos llevar la carga de los débiles (Rm 15,1). Cuando Pedro dice: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo (Mt 16,16), simboliza a los fuertes; pero cuando se asusta y vacila y no quiere que Cristo sufra la pasión, cuando teme la muerte y no reconoce a la Vida, simboliza a los débiles en la Iglesia. Así, pues, en un único apóstol, esto es, en Pedro, el primero y más importante en la serie de los apóstoles, en el que estaba figurada la Iglesia, hubo que simbolizar a ambas categorías de personas, esto es, la de los fuertes y la de los débiles, puesto que la Iglesia no existe sin la una y sin la otra.
5. A esto hace referencia también lo que se acaba de leer: Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas. Si eres tú, mándame (Mt 14,28): porque no puede hacerlo confiando en mí, sino en ti Reconoció lo que tenía proveniente de sí y lo que tenía proveniente de aquel, gracias a cuya voluntad —así creyó— podía lo que ninguna humana debilidad puede. Por tanto, si eres tú, mándame, pues nada más mandarlo, se hará; lo que no puedo yo presumiendo de mis fuerzas, lo puedes tú mandándolo. Y el Señor le dijo: Ven (Mt 14,28). Y contando con la palabra del que se lo mandaba y con la presencia del que le sostenía y le gobernaba, Pedro, sin vacilar y sin demora, saltó al agua y comenzó a caminar. Pudo lo mismo que el Señor, no en sí, sino en el Señor. Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas, mas ahora sois luz; pero en el Señor (Ef 5,8). Lo que nadie puede hacer confiando en Pablo, o en Pedro, o en cualquier otro de los Apóstoles, puede hacerlo confiando en el Señor. Por eso Pablo, despreciándose útilmente, y encareciéndole a él, dice justamente: ¿Acaso fue crucificado Pablo por vosotros, o fuisteis bautizados en el nombre de Pablo? (1Co 1,13) No, por tanto, en mí, sino conmigo; no por mi poder, sino por el suyo.
6. Pedro, pues, caminó sobre las aguas por mandato del Señor, sabiendo que por sí mismo no lo podía conseguir. Por la fe pudo lo que la debilidad humana no habría sido capaz de hacer. Estos son los fuertes en la Iglesia. Prestad atención, escuchad, entended, actuad. Porque en ningún momento hay que actuar con los fuertes para que se vuelvan débiles, sino con los débiles para que se vuelvan fuertes. Pero a muchos les impide ser fuertes el presumir serlo. Nadie recibirá de Dios la fortaleza, sino quien se siente débil en sí mismo. Haciendo caer Dios una lluvia voluntaria para su heredad (Sal 67,10). ¿Por qué os anticipáis vosotros, que sabéis lo que voy a decir? Moderad la velocidad para que nos sigan los más lentos. Esto he dicho y esto digo: oíd, comprended, actuad. Sólo obtiene de Dios la fortaleza quien se siente débil en sí mismo. Como dice el salmo, es lluvia voluntaria (Sal 67,10); voluntaria: no debida a nuestros méritos, voluntaria. Haciendo caer Dios una lluvia voluntaria para su heredad; en efecto, se ha hecho débil, pero tú la has hecho perfecta (Sal 67,10). Porque hiciste caer una lluvia voluntaria, no atendiendo a los méritos humanos, sino a tu gracia y misericordia. Luego se ha debilitado la heredad misma y se ha reconocido débil en sí misma para ser fuerte en ti. No habría sido fortalecida si no se hubiera hecho débil, para ser perfeccionada por ti en ti.
7. Contempla a Pablo, una partecita de esa heredad; mírale debilitado cuando dice: No merezco el nombre de apóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios (1Co 15,9). ¿Por qué, entonces, eres apóstol? Por la gracia de Dios soy lo que soy (1Co 15,10). No lo merezco, pero por la gracia de Dios soy lo que soy. Pablo se hizo débil, tú, en cambio, lo hiciste perfecto. Ahora bien, dado que es lo que es por la gracia de Dios, mira lo que sigue: Y su gracia no ha sido estéril en mí, sino que trabajé más que todos ellos (1Co 15,10). Estate atento, no sea que pierdas por tu presunción lo que mereciste por tu debilidad. Bien, bien dichas están estas palabras: No merezco el nombre de apóstol; por su gracia soy lo que soy; y su gracia no ha sido estéril en mí (1Co 15 9ss). Todo muy bien dicho. Pero he trabajado más que todos ellos: da la impresión de que comienzas a atribuirte lo que antes habías atribuido a Dios. Fíjate y sigue: pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo (1Co15,10). Muy bien, hombre débil: Serás exaltado con la máxima fortaleza ya que no eres ingrato. Eres el mismísimo Pablo, pequeño en ti, grande en el Señor. Tú eres quien rogaste tres veces al Señor que alejase de ti el aguijón de la carne, el ángel de Satanás, que te abofeteaba (Cf 2Co 12,7-8). Y ¿qué se te dijo? ¿Qué oíste cuando eso pediste? Te basta mi gracia, pues la virtud alcanza su perfección en la debilidad (1Co 12,9). He aquí que él se hizo débil, pero tú lo hiciste perfecto.
8. Así también dice Pedro: Mándame ir a ti sobre las aguas (Mt 14,28). Me atrevo como hombre, pero no ruego a un hombre. Mándelo el Dios—hombre, para poder lo que no puede un hombre. Y él dijo: ¡Ven! (Mt 14,29)Descendió de la barca y comenzó a caminar sobre las aguas; y pudo Pedro, porque lo había mandado la piedra. Ved lo que pudo Pedro en el Señor. ¿Qué pudo por sí mismo? Sintiendo un viento fuerte, temió y, al comenzar a hundirse, exclamó: ¡Señor, líbrame, que perezco! (Mt 14,30) Confió en el Señor y lo pudo gracias al Señor; titubeó como hombre, volvió al Señor. Si decía se ha movido mi pie (Sal 93,18). Habla un salmo, es voz de un santo cántico; y, si la reconocemos, es también voz nuestra: más aún, si queremos, es también nuestra. Si decía se ha movido mi pie. ¿Por qué se ha movido, sino porque es mío? ¿Y cómo sigue? Tu misericordia, Señor, me ayudaba (Sal 93,18). No mi poder, sino tu misericordia. ¿Acaso el Señor abandonó al que vacilaba, si le oyó cuando le invocaba? ¿Dónde queda aquello: Quién invocó al Señor, y fue abandonado por él? (Si 2,12) ¿Y esto otro: Todo el que invoque el nombre del Señor será salvo? (Jo 2,32) Otorgando al momento el auxilio de su diestra, el Señor levantó al que se hundía y reprendió al que desconfiaba: (Hombre) de poca fe, ¿por qué has dudado? (Mt 14,31) Te fiaste de mí, dudaste de mí.
9. Ea, hermanos, hay que concluir el sermón. Considerad el tiempo presente como si fuese el mar, un viento huracanado o una gran borrasca. El propio deseo ilícito es para cada uno una tempestad. Amas a Dios: caminas sobre el mar: tienes el orgullo mundano bajo tus pies. Amas el tiempo presente, te engullirá. Sabe devorar a sus amadores, no llevarlos. Pero, si tu corazón fluctúa a causa del deseo ilícito, invoca la divinidad de Cristo. ¿Juzgáis como viento contrario la adversidad del tiempo presente? Cuando hay guerras, revueltas, hambre, peste; cuando aun a cada hombre particular le sobreviene una calamidad propia, entonces se piensa que el viento es adverso y se estima que es el momento de invocar a Dios. En cambio, cuando el tiempo presente sonríe con la felicidad temporal, como que se juzga que el viento no es contrario. Por eso, no preguntes si el tiempo está apacible; ¡pregunta por tu deseo ilícito! Mira si reina la calma en ti; mira si no te derriba un viento interior; mira eso. Propio de una gran virtud es luchar contra la felicidad, para que la felicidad misma no te arrastre, no te corrompa, no te derribe. Es propio de una gran virtud —repito— luchar contra la felicidad. Propio de una gran felicidad es no dejarse vencer por la felicidad. Aprended a conculcar el tiempo presente; acordaos de confiar en Cristo. Y si tu pie se mueve, si vacilas, si no logras superar algo, si comienzas a hundirte, di: ¡Señor, sálvame, que perezco! (Mt 14,30) Di: Perezco, para no perecer. Porque solo te libera de la muerte de la carne quien murió por ti en la carne. Vueltos hacia el Señor…
San Juan Crisóstomo, obispo
Homilía: Escuchar al Señor en medio de la tempestad
Hom. 50 sobre San Mateo
¿POR QUÉ sube al monte? Para enseñarnos que para orar a Dios es cómoda la soledad y el desierto. Por esto con frecuencia se retira a sitios desiertos, y ahí pasa la noche en oración. Nos amonesta así que es necesario buscar sitio y tiempo oportuno para orar con tranquilidad. La soledad es madre de la tranquilidad y puerto de la quietud, que nos libra de todo alboroto. Por esa causa subió Cristo al monte, mientras los discípulos andaban agitados por las olas, y como en otrora iban azotados por la tempestad. Sólo que en la otra ocasión sufrían teniéndolo a El en la barca, pero ahora se encuentran solos y separados de Jesús. Es porque El los va conduciendo poco a poco a más altos grados de virtud a fin de que luego todo lo soporten con fortaleza. Por eso, cuando al principio tenían que experimentar el peligro, estaba él presente, aunque dormía, para acudir prontamente en auxilio de ellos. Ahora, en cambio, para ejercitarlos en más perfecta paciencia, no procede así, sino que está ausente. Permite que se levante la tempestad estando ya ellos en medio del mar, con el objeto de que no les quede prácticamente esperanza de salvación. Y los deja agitados por las olas durante toda la noche, creo que para despertar su corazón adormecido; porque tal es el efecto del terror que producen las tempestades y la noche. Y mediante ese terror, los inflamó en más desearlo y que tuvieran una más continua memoria en El.
Tales fueron los motivos de que no les acudiera enseguida. Pues dice el evangelista: En la cuarta vigilia de la noche vino a ellos andando sobre el mar. Les enseñaba así a no buscar un acabe inmediato de los males, sino llevar con fortaleza lo que les acontecía. De modo que mientras esperaban ser liberados, se acreció el peligro y el temor subió de punto. Pues dice Mateo: Al verlo ellos andar sobre el mar, se turbaron y decían: Es un fantasma. Y de miedo comenzaron a gritar. Así procede siempre Jesús. Cuando se prepara a borrar las tristezas, echa por delante otras más pesadas y tremendas, como sucedió en este caso. La tempestad no menos que aquella visión los perturbó. Pero, como ya dije. El ni aclaró las tinieblas, ni se descubrió inmediatamente, ejercitándolos con el continuo terror y enseñándoles a tener paciencia.
Así procedió con Job cuando iba a quitarle el terror y la tentación. Permitió que el final fuera más terrible aún, no por la muerte de sus hijos, ni por las injurias de su mujer, sino por los insultos de sus amigos y de sus criados. Y al tiempo en que Jacob fue librado en tierra extraña de sus trabajos, fue cuando Dios permitió que fuera perseguido y sufriera mayor perturbación. Pues fue cuando su suegro lo amenazó de muerte. Y luego cayó en extremo peligro con la visita de su hermano Mas, como no convenga que los justos sean tentados por muy largo tiempo, Dios, cuando van ya a salir del certamen, les aumenta las pruebas para su mayor ganancia. Lo mismo procedió con Abrahán, cuyo certamen postrero fue el de inmolar a su hijo Isaac. Porque lo intolerable, entonces se torna tolerable cuando viene estando ya uno, como quien dice, en la puerta y se acerca la liberación.
Así lo hizo entonces Cristo. No se les dio a conocer hasta que gritaron de miedo. Pero cuanto mayor había sido el terror, tanto más grata fue su presencia. Cuando clamaron, dice el evangelista, al punto les habló Jesús y les dijo: Tened confianza; soy yo, no temáis. Estas palabras les quitaron el temor y les infundieron confianza. Como no lo podían entonces conocer por su rostro y a causa de aquel modo inaudito de caminar y ser de noche, se les dio a conocer por la voz. Y ¿qué hace Pedro? Es siempre fervoroso, y siempre se adelanta a los demás. Y le dice: Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas. No le dice ruega, ni suplica, sino manda. ¿Observas su gran fervor y cuánta es su fe? Aunque por esto con frecuencia se hallara en peligro, por emprender lo que estaba sobre sus fuerzas. Aquí pedía algo exorbitante, pero sólo por amor a Jesús y no por vana ostentación. Porque no dijo: Manda que yo ande sobre las aguas; sino ¿qué?: Mándame ir a ti. Es que nadie lo superaba en el amor. Lo mismo hizo después de la resurrección, pues no soportó el ir al sepulcro con los demás, sino que se adelantó corriendo. De modo que da pruebas no solamente de su amor, sino también de su fe. Ni creyó que sólo Jesús podía andar sobre las aguas, sino que podía dar a otros la misma facultad; y anhelaba llegar hasta El cuánto antes.
Y Jesús le contestó: Ven. Y habiendo bajado de la barca Pedro, anduvo sobre las aguas y vino hacia Jesús. Pero viendo el viento fuerte, temió; y comenzando a hundirse, gritó: Señor, sálvame. Al instante Jesús le tendió la mano, lo tomó y le dijo: Hombre de poca je ¿por qué dudaste? Esto es más admirable que lo primero, y por eso aconteció enseguida. Porque tras de haber demostrado que imperaba sobre el mar, hizo luego un mayor milagro. En la ocasión anterior únicamente imperó a los vientos Pero ahora anda él sobre las aguas y concede a otro que también ande así. Si allá al principio le hubiera dado ese mandato, Pedro quizá no habría hecho lo que ahora hizo, pues aún no tenía tanta fe.
Mas ¿por qué se lo concedió? Porque si le hubiera contestado: No puedes hacerlo, Pedro, fervoroso como era, le habría contradicho. Por esto quiso que se persuadiera por el hecho mismo, a fin de que para en adelante fuera más modesto. Mas Pedro, ni aun así se pudo contener. Y habiendo bajado de la barca, lo sacudían las olas porque él temía. Las olas hacían que él se agitara; el viento, que temiera. Juan añade que ellos querían recibir a Jesús en la barca; y que la nave llegó al punto a tierra, a donde iban. Viene a significar lo mismo, o sea que, cuando ya estaban para tocar tierra, El subió a la barca.
Habiendo, pues, Pedro bajado de la barca, iba hacia Jesús, no tan gozoso de andar sobre las aguas como de acercarse a Cristo. Pero habiendo logrado lo que era más, peligró en lo que era menos. Es decir por el ímpetu del viento y no por el mar. Tal es la humana naturaleza: con frecuencia, tras de vencer en lo grande, es vencida en lo pequeño. Así le sucedió a Elías con Jezabel y a Moisés en Egipto y a David con Ber-sabé. Y lo mismo a Pedro. Todavía con el terror de la visión se atrevió a andar sobre las olas; y en cambio no se pudo sostener contra el ímpetu del viento, y eso que ya estaba al lado de Cristo. De nada te aprovechará estar al lado de Cristo si no estás junto a El por la fe.
El suceso demostró la gran distancia que había entre el Maestro y el discípulo, y sirvió a los otros de consuelo. Porque si más tarde se irritaron por la petición de los dos hermanos, mucho más se habrían irritado en el caso presente, pues aún no habían recibido el Espíritu Santo. Más tarde ya no fueron así, porque en todo conceden el primado a Pedro y para la pública predicación le ceden el primer lugar, aunque pareciera algo más rudo que los otros. Mas ¿por qué no imperó a los vientos, que se aplacaran, sino que extendió su mano y tomó a Pedro? Porque se necesitaba el acto de fe de Pedro. Porque cuando no hacemos lo que está de nuestra parte, también cesa lo que a Dios toca. Y así, demostrando a Pedro que aquel su hundirse no se debía a los vientos impetuosos, sino a su poca fe, le dice: Hombre de poca fe ¿por qué dudaste? De modo que si no hubiera sido débil su fe, aun contra la fuerza del viento se habría él mantenido fácilmente. En tomándolo Jesús, dejó de soplar el viento, demostrando así que en nada lo habría dañado si hubiera sido firme su fe. A la manera que al polluelo salido del nido antes de tiempo y ya casi desplomándose, la madre lo sustenta sobre sus alas y lo vuelve al nido, así Cristo hizo con Pedro.
Y habiendo subido a la barca cesó el viento. Antes decían: ¿Quién es éste que hasta los vientos y el mar le obedecen? Pero ahora no. Pues dice el evangelista: Los que estaban en la barca se postraron ante él, diciendo: Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios. ¿Observas cómo lentamente los va conduciendo a todos a cosas más sublimes? Porque anduvo sobre las aguas y porque ordenó a Pedro hacer lo mismo, y cuando peligraba lo salvó, se les acrecentó la fe en gran manera. En la otra ocasión increpó al mar; ahora no lo increpa, demostrando su poder de otro modo más excelente. Por esto decían los discípulos: Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios. Y ¿qué? ¿acaso los reprendió porque así hablaban? En absoluto al contrario. Los confirmó en lo que decían cuidando más poderosamente de los que se le acercaban, y no como anteriormente.
Terminada la navegación, dice el evangelista, vinieron a la región de Genesaret; y reconociéndolo los hombres de aquel lugar, esparcieron la noticia por toda la comarca y le presentaron todos los enfermos, suplicándole que los dejase siquiera tocar la orla de su vestido, y todos los que lo tocaban quedaban sanos. Porque ya no hacían como anteriormente, ni lo llevaban a sus casas, ni le pedían que los tocara con su mano y que lo ordenara con su palabra; sino que, con más alta sabiduría y con mayor fe, alcanzaban la curación. La mujer que padecía flujo de sangre sirvió de maestra a todos para esta forma de fe. Y para mostrar el evangelista que ya mucho antes Jesús había ido por aquellas tierras, dice: Y reconociéndolo los hombres de aquel lugar, esparcieron la noticia por toda la comarca y le presentaron todos los enfermos.
El tiempo en que lo vieron no sólo no acabó con su fe, sino que la acrecentó y la conservó floreciente, ¡Ea, pues! toquemos también nosotros la orla de su vestido. Más aún: si queremos, podemos íntegro poseerlo. Pues ahora se nos ha puesto delante su cuerpo; no únicamente su vestido, sino su cuerpo; y no para que solamente lo toquemos, sino para que lo comamos y nos saciemos. Acerquémonos, pues, todos los que andamos enfermos. Porque si los que tocaban la orla de su vestido, tan gran virtud participaban ¿cuánto mayor la participarán quienes íntegro lo reciben? Pero recibirlo con fe no es solamente recibir el cuerpo que se nos ofrece, sino tocarlo con un corazón limpio y con tales afectos como que a Cristo en persona te acercas. Pero ¿es que no oyes su voz? Mas lo ves yaciendo en la hostia. Más aún: percibes su voz que te habla por medio de los evangelistas.
Tened, pues, fe en que ahora se celebra aquella misma cena en la que El se recostó; porque ésta en nada difiere de aquélla. No es que ésta la celebre el hombre y aquélla Cristo; sino que ambas las celebra Cristo. En consecuencia, cuando ves al sacerdote que te entrega la hostia, no pienses ser el sacerdote quien eso hace, sino que esa mano que se alarga es la de Cristo. Pues así como cuando el sacerdote bautiza, no es él quien bautiza sino Dios que con su invisible virtud toca la cabeza, de manera que no se atreve a acercarse y tocar ni un ángel ni un arcángel ni otro alguno, así sucede acá. Como Dios es el único que regenera, eso es don de sólo El.
¿No has visto cómo entre nosotros, cuando alguno es adoptado por hijo, no se encomienda eso a los criados, sino que los adoptantes personalmente se presentan ante el juez? Pues del mismo modo, tampoco Dios ha encargado semejante ministerio a los ángeles, sino que está presente en persona y ordena y dice: No llaméis padre a nadie sobre la tierra. Y no es porque desprecie a los padres, sino para que antepongas a ellos tu Creador, que te ha inscrito entre sus hijos. Quien te dio lo que era más, o sea a sí mismo, mucho más se dignará darte su cuerpo. Demos, pues, fe a los sacerdotes y a los encargados por ellos, acerca del más grande don que se nos ha concedido. Oigámoslos y temblemos. Nos ha dado su sacratísima carne en comida; se nos ha puesto a la mesa El mismo inmolado. ¿Qué excusa tendremos cuando con tal alimento apacentados en tal forma pecamos? ¿cuando comiendo el Cordero nos convertimos en lobos? ¿cuando comiendo la Oveja luego robamos a la manera de leones? Misterio tan grande nos obliga no sólo a vivir siempre limpios de rapiñas, sino aun de la más leve enemistad.
Porque este misterio es misterio de paz, que no nos deja apegarnos a las riquezas. Si Cristo por nosotros no se perdonó a Sí mismo ¿de qué castigo no seremos dignos si nos adherimos a las riquezas y descuidamos el alma, por la que El no se perdonó a sí mismo? Instituyó Dios que los judíos anualmente celebraran fiestas para recordar sus beneficios; pero a ti te los recuerda diariamente, mediante estos misterios sagrados. No te avergüences de la cruz, porque estos son nuestros motivos de honor, estos son nuestros misterios, este don es nuestro ornato: ¡de él nos gloriamos! Si yo dijera que Dios extendió los cielos y la tierra y derramó los mares y envió profetas y ángeles, no habré dicho nada que iguale a este misterio. Porque este es el resumen de todos los bienes: que no haya perdonado a su propio Hijo para salvar a los que le eran enemigos.
En consecuencia, que no se acerque a esta mesa ningún Judas, ningún Simón Mago, pues ambos perecieron por su avaricia. Huyamos de semejante abismo. No pensemos que nos basta para la salvación el que, tras de haber despojado a viudas y pupilos, ofrezcamos al altar cálices de oro con adornos de piedras preciosas. Si quieres de verdad honrar este santo Sacrificio, ofrece tu alma por la que Cristo fue inmolado. A ella hazla de oro. Pero si es de calidad inferior al plomo y aun al barro ¿qué lucrarás con que el cáliz sea de oro? No cuidemos, pues, únicamente de ofrecer cálices de oro, sino que éstos sean fabricados de lo adquirido en justo trabajo Entonces serán más preciosos que el oro, pues provendrán no de avaricias ni de rapiñas. No es la iglesia orfebrería ni platería, sino reunión de ángeles; de manera que lo que necesitamos son almas, ya que los cálices Dios los admite en vista de las almas. No era de plata la mesa aquella ni de oro el cáliz aquel en que Cristo dio su sangre a los discípulos; y sin embargo, mesa y cáliz eran a la vez preciosos y temibles, porque todo estaba lleno del Espíritu Santo.
¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies cuando anda desnudo. No lo vayas a honrar aquí dentro con paños de seda, mientras allá fuera lo olvidas a El, afligido del frío y la desnudez. El que dijo: Esto es mi cuerpo, y de verdad realizó lo que decía, ese mismo dijo también: Me visteis hambriento y no me disteis de comer; y también: Cuando no lo hicisteis con uno de estos pequeñuelos, conmigo no lo hicisteis. El cuerpo sagrado no necesita aquí de vestido, sino de un alma pura; en cambio allá fuera necesita de muchos cuidados. Aprendamos a ser sabios y a honrar a Cristo en la forma que él quiere. Porque para quien recibe honor, el honor más grato es aquel que él mismo desea y no el que nosotros ideemos. Pensaba Pedro honrar a Cristo cuando le impedía lavarle los pies; pero eso que él intentaba no era honor, sino todo lo contrario. Pues también tú hónralo en la forma que El mismo ordenó con ley, repartiendo tus riquezas con los pobres. No necesita Dios de vasos de oro, sino de almas de oro.
Y no digo esto para prohibir que semejantes dones se ofrezcan, sino rogándoos que juntamente con ellos y aun antes que ellos, se haga limosna. Cristo acepta esos dones, pero mucho más la limosna. Porque en esos dones solamente el que los ofrece saca utilidad, pero en la limosna también el que lo recibe. En aquéllos puede haber ocasión de vanagloria y vana ostentación; pero en la limosna solamente hay benignidad. ¿Qué utilidad se sigue de que la mesa de Cristo esté cargada de vasos de oro, mientras El perece de hambre? Antes que nada sacia tú al hambriento, y luego, de lo sobrante, adorna a Cristo en su mesa. ¿Cáliz de oro fabricas y no das un vaso de agua? ¿Qué necesidad hay de ornamentar la mesa con telas tejidas de oro y en cambio no dar a Cristo ni siquiera lo necesario para el indispensable vestido? ¿qué utilidad se saca de eso?
Porque, ven acá y dime: si vieras tú a uno privado del necesario sustento, pero dejándolo así muerto de hambre, te pusieras a adornar la mesa revistiéndola de oro y nada más hicieras ¿te daría ese pobre las gracias? ¿acaso no más bien se encolerizaría? Y ¿qué si lo vieras vestido de ropas desgarradas y aterido de frío y tú, omitiendo darle vestido, le erigieras columnas de oro y pregonaras ser en su honor lo que hacías? ¿Acaso no pensaría que lo burlabas y que le hacías la mayor de las injurias? Pues piensa del mismo modo acerca de Cristo, cuando pasa El errabundo y necesitado de hogar; mientras que tú, tras de negarle el hospedaje, te pusieras a exornar el pavimento y los capiteles y las columnas y a suspender lámparas con cadenas de plata; y a él, encarcelado y atado, ni siquiera te dignaras dirigirle una mirada.
Y no digo esto para prohibir que semejantes adornos se empleen, sino para que juntamente se cuide de ambas cosas. Más aún: yo os exhorto a que primero hagáis las limosnas y después lo demás. A nadie se le ha acusado por no haber proporcionado semejantes adornos; mientras que a quienes descuidan la limosna, les está preparada la gehena y el fuego inextinguible y han de tolerar semejante suplicio en compañía de los demonios. No por adornar tu casa, descuides a tu hermano que se halla en aflicción; porque él es templo más precioso que este otro material. De éste pueden arrancar los cimientos los reyes paganos, los tiranos, los ladrones; pero cuanto hagas benignamente por tu hermano hambriento, peregrino, desnudo, no puede arrebatarlo ni el demonio mismo, sino que queda guardado en el tesoro aquel intangible.
¿Qué dice Jesús?: A los pobres siempre los tendréis con vosotros, pero a Mí no siempre me tendréis. Esto sobre todo debe movernos a misericordia: que no siempre, sino solamente en esta vida, tendremos a Cristo hambriento. Y si quieres penetrar el sentido íntegro de su sentencia, óyelo. Esto no lo dijo a los discípulos, aun cuando así parezca, sino que fue acomodado a la debilidad de la mujer aquella. Por ser aún imperfecta y porque ellos la molestaban, habló así a fin de consolarla. Y se ve claro por lo que dijo: ¿Por qué molestáis a esta mujer? Que a El siempre lo tengamos con nosotros, El mismo lo afirmó: Yo estaré con vosotros siempre, hasta la consumación del mundo. Queda pues en claro, de todo eso, que Cristo no dijo aquello sino para que la reprensión de los discípulos no dañara la fe que brotaba en aquella mujer.
No opongamos, pues, este pasaje, que fue dicho en aquellas circunstancias; sino que, leyendo cuantas leyes hay en el Antiguo Testamento y en el Nuevo, pongamos gran cuidado en hacer limosna. Esto limpia del pecado. Pues dice Cristo: Dad limosna y todo será puro para vosotros. Ella vale más que los sacrificios, pues dice: Misericordia quiero y no sacrificio. Ella abre los cielos, pues al centurión Cornelio le dijo el ángel: Tus oraciones y limosnas han sido recordadas ante Dios.S Más necesaria es la limosna que la virginidad, pues por haber olvidado aquélla las vírgenes necias fueron excluidas del tálamo, mientras las otras eran recibidas.
Sabiendo todo esto, sembremos largamente para recoger con mayor abundancia; y que así consigamos los bienes futuros, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria por todos los siglos. Amén.
San Isaac, el Sirio, monje
Sermón: La fe lo puede todo.
Sermones ascéticos, 1ª serie, nº 62
«¿Por qué has dudado?» (Mt 14,31)
El que tiene el corazón fundamentado en la esperanza de la fe no le falta nunca nada. No tiene nada, pero la fe hace que lo posea todo, tal como está escrito: «Todo cuanto pidáis con fe en la oración, lo recibiréis» y «El Señor está cerca, que nada os preocupe» (Mt 21,22; Flp 4,5-6).
La inteligencia esta buscando siempre medios que le permitan conservar lo que ha adquirido; pero la fe dice que «si el Señor no construye la casa en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas» (Sl 126,1). Jamás el que ora viviendo en fe no vive tan sólo del conocimiento intelectual. Esa sabiduría hace elogio del temor; dice un sabio: «Bienaventurado el que teme en su corazón». Pero ¿qué dice la fe? «Al comenzar a temer, se hunde». Y también: « Habéis recibido no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos que nos da la libertad de la fe y de la esperanza en Dios» (Rm 8,15-24).
Siempre al miedo le sigue la duda…; siempre el miedo y la duda se manifiestan en la búsqueda de las causas y en el examen de los hechos porque el intelecto no se apacigua jamás. A menudo el alma se ve expuesta a imprevistos, a dificultades, a numerosos tropiezos que la ponen en peligro, pero no pueden ayudarla en nada ni el intelecto ni las diversas formas de sabiduría. Por el contrario, la fe jamás es vencida por ninguna de estas dificultades… ¿Te das cuenta de la debilidad del conocimiento y del poder de la fe?… La fe dice: «Todo es posible al que cree, porque no hay nada imposible para Dios» (Mc 9,23; 10,27). ¡Oh inefable riqueza! ¡Oh mar que lleva en sus olas tales riquezas y desborda de maravillosos tesoros por el poder de la fe!
Santa Isabel de la Trinidad, virgen
Ejercicios Espirituales: Adoración constante
Últimos Ejercicios Espirituales, manuscrito B, día octavo (Agosto 1906)
«Los que estaban en la barca se postraron ante Él» (cf. Mt 14,33)
“Y se postraban ante Él, y le adoraban y arrojaban sus coronas delante del trono diciendo: Digno eres, Señor, de recibir la gloria, el honor y el poder” (Ap. 4,10s). ¿Cómo imitar en el cielo de mi alma esta acción permanente que los Bienaventurados realizan en el cielo de la gloria? ¿Cómo realizar esa alabanza, esa continua adoración? San Pablo me descubre este misterio cuando escribe a sus discípulos de Éfeso: “Que el Padre os conceda, por medio de su espíritu, ser fortalecidos poderosamente en el hombre interior, de suerte, que Jesucristo more por la fe en vuestros corazones, arraigados y fundados en la caridad”. (cf Ef. 3,16s).
Estar arraigado y fundado en el amor me parece que es la condición necesaria para cumplir dignamente el oficio de “Laudem gloriae” (Ef. 1,6.12.14). El alma que penetra y mora en estas profundidades de Dios… y todo lo realiza en Él, con Él y por Él y para Él… esa alma se arraiga más profundamente en Aquel que ama a través de sus movimientos, aspiraciones y actos por muy insignificantes que sean. Todo rinde en ella homenaje al Dios tres veces santo. El alma es, por así decirlo, un Sanctus eterno, una continua Alabanza de gloria.
“Ellos se prosternan, le adoran y arrojan sus coronas ante el trono”… En primer lugar, el alma debe humillarse, sumergirse en el abismo de su nada, penetrando tan profundamente en él… que “halle la paz verdadera, inalterable y perfecta, que nada puede turbar, pues ha descendido tanto que nadie irá allí a buscarla”. Es entonces cuando el alma podrá adorar.
Santo Tomás Moro, mártir
Carta: Nada puede pasarme que Dios no quiera
Carta escrita en la prisión a su hija, 1534
«¡Señor, sálvame!» (Mt 14,30)
No quiero, mi querida Margarita, desconfiar de la bondad de Dios, por más débil y frágil que me sienta. Más aún, si a causa del terror y el espanto viera que estoy ya a punto de ceder, me acordaré de san Pedro, cuando, por su poca fe, empezaba a hundirse por un solo golpe de viento, y haré lo que él hizo. Gritaré a Cristo: ¡Señor, sálvame”. Espero que, entonces, él tendiéndome la mano me sujetará y no dejará que me hunda.
Y, si permitiera que mi semejanza con Pedro fuera aún más allá, de tal modo que llegara a la caída total y a jurar y perjurar (lo que Dios por su misericordia, aparte lejos de mí, y haga que una tal caída redunde más bien en perjuicio que en provecho mío), aún en este caso espero que el Señor me dirija, como a Pedro, una mirada llena de misericordia (cf Lc 22,61) y me levante de nuevo, para que vuelva a salir en defensa de la verdad y descargue así mi conciencia, y soporte con fortaleza el castigo y la vergüenza de mi anterior negación.
Ten, pues, ánimo, hija mía y no te preocupes por mí, sea lo que sea que me pase en este mundo. Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor.
Comentarios exegéticos
Comentarios a la Biblia Litúrgica (NT): Señor del mar
Paulinas-PPC-Regina-Verbo Divino (1990), pp. 1026-1028
Jesús marcha sobre las aguas como Señor del mar. Así nuestra historia se halla en estrecha relación con la anterior. En la multiplicación de los panes, Jesús se había dado a conocer como el Mesías a la muchedumbre. Caminando sobre el mar, al estilo de una teofanía o cristofanía, Jesús se revela a los discípulos que le reconocen como el Hijo de Dios. Se da incluso el paso importante que va, desde el Mesías, a la confesión del Hijo de Dios. Un notable progreso en la fe. Al lector del evangelio de Mateo no debe sorprenderle esta confesión de fe de los discípulos. Nuestro evangelista ha afirmado la filiación divina de Jesús explícita o implícitamente en otras ocasiones: la voz que se dejó oír desde el cielo con ocasión de su bautismo, la historia de las tentaciones, la confesión de los espíritus malos e, implícitamente, cuando se habla de la filiación divina de los discípulos (5,9.16.45.48), que deriva de la de Jesús (6,9).
Pudiéramos tener la impresión de que este milagro tiene como finalidad única la demostración de la divinidad de Cristo. En otra ocasión (ver el comentario a 8,1-4) dijimos que los milagros evangélicos no tienen esa finalidad. También en nuestro caso, el milagro es predicación y anuncio del evangelio, porque es provocado por la necesidad en que se ven los discípulos. Como consecuencia de haberla remediado Jesús de forma tan milagrosa surge el reconocimiento de Jesús como el Hijo de Dios.
Dijimos que nuestra historia tiene aspecto de teofanía. En el Antiguo Testamento, aunque sea en textos poéticos, se describe la soberanía de Yahveh recurriendo también al dominio que tiene sobre las olas del mar «…por el mar fue tu camino, por las grandes olas tu sendero» (Sal 77,20), «…camina sobre las alturas del mar» (Job 9,8). La marcha de Jesús sobre las aguas le coloca al mismo nivel en que era puesto Yahveh en el Antiguo Testamento. Habla por si misma de la divinidad de Cristo. Pero nuestra historia pone de relieve al mismo tiempo una peculiaridad singular: este Hijo de Dios recurre con frecuencia a la oración; en la que pasa largas horas: «subió al monte para orar. Entrada ya la noche…» Exactamente es lo que recoge la fe cristiana al confesarlo verdadero Dios y verdadero hombre. Con necesidad de recurrir con frecuencia a la oración, como todo mortal, y dando el ejemplo de su necesidad para el hombre.
La segunda gran lección de nuestra perícopa gira en torno a la figura de Pedro. Quiere poner a prueba la palabra de Jesús, que ya se les ha presentado en su categoría divina con la frase «Yo soy», «…si eres tú…» La fe de Pedro busca su apoyo más en el milagro que en la palabra de Jesús. Fe, por tanto, muy imperfecta, porque la verdadera fe se halla determinada por una abertura total a Dios y una confianza absoluta en su palabra, aun en las necesidades más extremas de la vida. La fe imperfecta («hombres de poca fe») es precisamente aquélla que se acepta como consecuencia de algo extraordinario y milagroso. Ante las fuerzas de las olas Pedro dudó. Una duda que equivale a falta de fe, falta de confianza en la palabra de Dios o de Jesús, como en el caso presente (no debió dudar de la palabra de Jesús). Pedro comienza a caminar hacia Jesús (v. 29) y, sin embargo, la violencia del viento y de las olas le hace dudar y comienza a hundirse (v. 30). Dos rasgos que parecen excluirse: caminar hacia Jesús y hundirse. La paradoja se resuelve diciendo que, desde que comenzó la duda, dejó de caminar hacia Jesús.
La actitud de Pedro es verdaderamente paradigmática. En ella se personifica y simboliza todo caminar hacia Jesús. Un caminar que no está exento de duda (28,17; Rom 14,1.23) porque, junto a la certeza y seguridad absolutas que la palabra de Dios garantiza, está el riesgo de salir de uno mismo hacia lo que no vemos. Sólo una fe perfecta, como la de Abraham —que salió de su tierra hacia lo desconocido, fiándose exclusivamente en la palabra de Dios—, supera el riesgo humano en la seguridad divina. El riesgo de la fe está precisamente en que a nuestros pies les falta la arena, como en las grandes resacas… y entonces nos vemos suspendidos en el vacío. Entonces el único grito apropiado es el lanzado por Pedro: «Señor, sálvame». Acudir a Jesús convencidos de lo que significa y realiza su nombre: «salvador» (1,21).
Bastin-Pinckers-Teheux, Dios cada día: Entre el viento y la tempestad
Siguiendo el Leccionario Ferial (4). Semanas X-XXI T.O. Evangelio de Mateo.
Sal Terrae (1990), pp. 171-173.
Números 12, 1-13.
Para muchos autores, Números 12 ha fusionado dos tradiciones. La primera, yahvista, sólo ha dejado algunas huellas y cuenta las críticas de que fue objeto el matrimonio de Moisés con una mujer madianita, sin que se sepa exactamente el motivo de la crítica. María, la hermana de Moisés, fue castigada con la lepra a causa de estas críticas, y sólo debió su curación a la intervención de aquel a quien había criticado.
La segunda fuente, que es elohísta, resulta particularmente interesante. En efecto, por encima del debate suscitado por la supremacía de Moisés con respecto a Yahvé, aparece todo el conflicto entre los profetas de vocación y los profetas de oficio. Este conflicto apasionó al reino del Norte en el siglo VIII.
Por una parte, existen los profetas de oficio; por otra, los carismáticos.A los primeros, Yahvé sólo les habla en visiones o en sueños; sus medios de interpretación no se diferencian de los de los profetas extranjeros, como Balaam, por ejemplo (cfr Nm 22-23). A estos profetas que sólo conocen a Dios «como a tientas» (J. de Vaux, citando Hch 17,27), el autor elohísta opone la autoridad de Moisés y, a través de ella, la de los profetas de vocación, que están en contacto directo con el espíritu de Yahvé. Este carisma está, por otra parte, ligado a su misión misma, pues lo que les es confiado es nada menos que toda la «casa» del Señor.
El salmo 50 responde al conflicto surgido entre Moisés y sus colaboradores; es el conflicto del pueblo con Yahvé.
Mateo 14, 22-36. ¿Es para frenar el entusiasmo de los discípulos por lo que Jesús les hace subir en una barca? El, en todo caso, se refugia en la soledad para orar. ¿En quién piensa, sino en aquellos a quienes la tempestad amenaza? Están en gran peligro, pues se ha levantado el viento y les es contrario. Saliendo de su soledad, Jesús va hacia ellos y los tranquiliza. Pero ¿quién es exactamente Jesús? En un lenguaje que recuerda el de las teofanías del Antiguo Testamento, este episodio evoca el paso del Mar Rojo. Detrás del «fantasma» de Jesús, se perfila el Dios del Éxodo, que tiene poder sobre el mar y protege a su pueblo. En cuanto a los discípulos que ocupan la barca, ¿no representan a la Iglesia? I’.l papel de Pedro es muy destacado, y cuando grita: «¡Señor, sálvanos!», toda la comunidad grita con él.
¿Hacia qué tierra prometida navega esta barca? La duda de Pedro, la profesión de fe de los discípulos y su gesto de adoración, todo sugiere una aparición pascual. Es, pues, al Señor de la Iglesia al que Pedro invoca, y la tempestad que sacude la barca evoca los dramas que jalonarán la historia de la Iglesia, quizá la última tribulación antes del retorno de Cristo. Entonces se comprobará la fe de la comunidad, saciada de dones eucarísticos y reconfortada por la presencia de su Señor.
***
Una barca sacudida por los vientos… A la Iglesia no le falta humor para reconocerse en esa cascara de nuez a la deriva. ¿Quiénes somos nosotros, en efecto, sino hombres y mujeres dominados por el miedo? ¡Dios existe! Por supuesto que sí, pero la duda puede anidar en lacerantes problemas que brotan en el fondo de nosotros mismos: el sufrimiento y la injusticia que afectan a tantos hombres, la desesperanza que renace siempre en nuestro mundo, seres desgarrados por la vida, abrumados por la existencia, tantas protestas de Dios, tantos testimonios aportados por la acusación en el tribunal de la vida… ¿Acaso Dios ha muerto?
Una barca puede, sin duda, escapar de los vientos y de las tempestades; por mucho que sepamos que «las potencias de la muerte no tendrán poder» contra la Iglesia, cada «crisis» nos hace temblar hasta el punto de impedirnos afrontar lúcidamente los problemas reales y poner remedio oportuno. Heridos por la historia y por la vida de todos los días, estamos prisioneros de nuestros miedos y somos víctimas de nuestras incertidumbres. La condición del discípulo es estar dividido entre la duda y la fe. El discípulo de Jesús atraviesa el desierto en solidaridad con sus hermanos, los hombres que habitan un mundo destruido, martirizado, inquietante, asombroso y maravilloso a la vez. Entonces, ¿quiénes somos nosotros para levantarnos y afirmar, contra viento y marea, que Dios conducirá a la historia a buen puerto? ¿Con qué derecho se levanta la Iglesia, pese a sus interrogantes, sus dudas y hasta sus temores, para declarar a los hombres: ¡No tengáis miedo!»?
Podemos hacerlo. La Iglesia debe hacerlo, porque Jesús viene de noche; camina sobre las olas y viene a nuestro encuentro en medio de la tormenta. ¿Habéis observado cuánto le gusta a Dios venir de noche? Por ejemplo, la noche del Éxodo: Yahvé liberaba de noche a su pueblo de la servidumbre egipcia. O la noche del nacimiento en Belén, ante el asombro de los pastores. O la noche que cayó sobre el Gólgota cuando el Hijo puso su vida en manos del Padre. O la noche del sepulcro, cuando el grano arrojado en tierra echó sus raíces para mover la pesada piedra… » ¡Soy yo!»… Jesús no da ninguna señal de reconocimiento, no pronuncia ningún nombre; él sólo puede decirlo de esa manera: «¡Soy yo!». Jesús viene en medio de la tempestad para arrastrar a los suyos hacia la orilla y la paz.
El Dios que buscamos no se nos impone; no nos fuerza a base de argumentos o de pruebas. El Dios que buscamos viene de noche, en medio de la tempestad y entre las tribulaciones de la historia. Apenas ha sido reconocido, escapa de nuevo, como el viento que se niega a ser apresado.
» ¡Ven, soy yo!» Entonces la Iglesia no solamente puede agarrar la barra del esquife traqueteado, sino que incluso puede arriesgarse a andar sobre las mismas olas. No teme mojarse, pues allí donde los hombres se enfrentan con la tempestad de la vida, allí es donde tiene ella su existencia. ¡El lugar normal de la fe es la aventura y el riesgo!
Concédele a tu Iglesia, Dios Todopoderoso,
que busque sin cesar tu rostro.
Que se arriesgue a andar sobre las olas
y se atreva a pronunciar el nombre que engendra la paz:
«¡Eres tú, el Señor!»
Concédele a nuestro mundo, Dios y Padre nuestro,
que sepa resistir en la tempestad.
¡Que se arriesgue a inventar su futuro
y que no sucumba a la fatalidad!
¡Concede a nuestra asamblea, Padre de ternura,
que viva la aventura de la fe!
¡Que cesen en ella el temor de la noche,
el temor de la duda, y la huida del silencio!
Biblia Nácar-Colunga Comentada
Jesús camina sobre las aguas, 14:22-33 (Mc 6:45-52; Jn 6:16-21).
Para evitar aquellos entusiasmos, prematuros y erróneos, mesiánicos, Cristo “forzó” a los apóstoles a separarse de las turbas, haciéndoles ir en barca a “la otra orilla”, que es “hacia Betsaida,” en Mc, o “hacia Cafarnaúm,” según Jn. Se proponen diversas soluciones. Pero en Mt no hay problema topográfico. Acaso se trata de factores redaccionales orientadores de los diversos lectores a quienes van destinados los evangelios, por conocer mejor estos puntos de referencia que se les hacen. Otras soluciones son más o menos viables.
“Ya tarde,” los apóstoles embarcaron. Se habían alejado varios “estadios” de la costa, pues “la barca estaba ya en medio del mar” (v.24). El “estadio” era una medida griega de longitud, equivalente a unos 185 metros. Ya en la “noche” (Jn), Cristo los ve bregar, luchando por avanzar, pues se “levantó un gran viento,” que les “era contrario” (Mt-Mc), por lo que el mar “tenía gran oleaje” (Jn). La depresión de la cuenca del Jordán en 200 metros bajo el nivel del Mediterráneo fácilmente trae estas marejadas y tormentas. Cristo, desde el montículo en que oró, los veía. Esta visión es perfectamente natural, pues a la luz de la luna — acaso estaba en el cuarto creciente de la luna del 15 de Nisán (Pascua) — podía divisarlo bien.
Cuando los apóstoles habían avanzado sólo unos 25 ó 30 “estadios,” que son unos cuatro y medio o cinco kilómetros, y el lago tenía en su dirección de este-oeste unos 11 kilómetros, vino Cristo a ellos “caminando sobre las aguas” cuando era “sobre (Mc) la cuarta vigilia de la noche.” Los judíos de la época de Cristo habían aceptado la división de la noche en cuatro “vigilias,” aunque los antiguos judíos sólo conocían tres. Comenzaban en la puesta del sol, sobre las seis de la tarde, nueve de la noche, medianoche y tres de la mañana; a ésta llamaban “mañana,” que se extendía hasta el orto.
Fue en esta cuarta vigilia cuando vieron a Jesús “caminando sobre el mar” y que “venía hacia ellos” (Mc), se “aproximaba a la barca” (Jn), pero “hizo ademán de pasar de largo” (Mc).
En un primer momento pensaron en un fantasma. ¿Cómo pensar que una persona humana caminase sobre el agua? Ellos gritaron por el miedo. Los apóstoles se muestran fáciles a estas creencias (Lc 24:37; Act 12:15) en casos de apariciones de Cristo; no son espíritus crédulos ni sugestivos a creaciones alucinantes del mismo. Además, la creencia popular era rica en estas historias, y hasta eran consideradas de mal agüero (Sab 17:4.14).
Pero Cristo se da a conocer y los tranquiliza. A esto Pedro “respondió” (αποκριθείς); es la forma griega que responde al verbo hebreo ‘anah, que significa “responder” o “tomar la palabra,” “hablar”. Pedro le pide, se diría que aturdidamente, por el paso del miedo al gozo, que si en verdad es El, que le mande ir caminando sobre las aguas a El. Es notable esta transformación. Y ¿por qué no aguardar a ir con todos en la barca o esperar que El se subiese, pues “querían recibirlo en la barca”? (Jn). ¿Por qué aquel ímpetu suyo? ¡Pedro! Es el Pedro de siempre: el del ímpetu, el del amor, el de la flaqueza.
A la orden de Cristo va, pero ante el oleaje teme y comienza a hundirse. Es fácil figurarse la escena de Pedro medio hundiéndose ante aquel oleaje. Pero recurre a Cristo, que, dándole la mano, le dice: “¡Poca fe! (οληγοπιστε). ¿Por qué dudaste?” El hundimiento de Pedro estaba vinculado a su desconfianza. Y también fue prueba y enseñanza para quien sería pastor. Se ve en esta escena un “tipismo,” acaso querido por Mt, relacionado con la hora de las pruebas de la Iglesia naciente. Es en la confianza en Cristo y en su poder como los hundimientos se superan. Pero en el intento de Mt parece estar, primordialmente, el querer destacar la preeminencia de Pedro sobre los discípulos, puesto que es tema que tiene Mt, especialmente, en esta parte del evangelio (Benoit).
“Y en cuanto subieron (Cristo y Pedro) a la barca, cesó el viento,” destaca con intención Mt. Para Jη sucede esto “en seguida” (ευθέως), “llegando a donde iban” (Jn 6:21). ¿Es simple coincidencia este cesar del viento? ¿O es un nuevo milagro? En la perspectiva de los evangelistas, estos hechos se los suele ver como una prueba del poder de Cristo (Mt 13:27; Mc 4:41; Lc 8:25).
Cabría pensar que al cesar el viento se facilitó el remar y así llegar muy pronto a la orilla. La forma ευθέως no tiene valor inflexible ni por necesidad de inmediato. Si esto se interpreta de una proximidad de Betsaida, situada en la costa oriental, acaso fuera posible. Pero si se pone en la ribera occidental, como estaban en medio del lago, y éste tiene de ancho unos once kilómetros, les faltarían sobre unos cinco o seis kilómetros. En este caso, el milagro se impone.
Mc tiene un pasaje propio que se estudia en el Comentario a Mc 6:51-52. En Jn, al decirles no temáis, “yo soy” (εγώ ειμί), puede también tener, se estudia en otros pasajes de Jn, el valor deliberado de evocar a Yahvé: Cristo-Yahvé.
Los discípulos, impresionados, se “postraron” (προσεκύνησαν) para decirle: “Verdaderamente eres Hijo de Dios.” El término primero no significa, de suyo, una verdadera “adoración” cultual; – es una forma de mostrar inferioridad y respeto a superiores, verbigracia, reyes o jerarquías.
El uso de “Hijo de Dios,” φεου υιός ι) sin artículo, no es obstáculo para que se identifique con el Mesías o con el verdadero Hijo de Dios. En Mt ya se había hablado antes de la divinidad de Cristo en varios pasajes (dueño del sábado, superior al templo, etcétera). En Job, Dios aparece como dueño que “camina sobre las crestas del mar” (Job 9:8). Y en aquel ambiente, caminar sobre algo, v.gr., sobre un país, era dominarlo, ser dueño del mismo. Aquí caminar sobre el mar era dominarlo, ser dueño del mismo. Pero como en Jn llaman a Cristo, después de la multiplicación de los panes, “el Santo de Dios” (Jn 6:69; Mc 1:24), con sentido mesiánico, la expresión de Mt aquí debe de ser una interpretación posterior, pero con el sentido de proclamar la divinidad de Cristo. Como era la fe de la Iglesia y el sentido en que habían de interpretarlo los lectores a quienes iba destinado, y por la proclamación que se hace en la frase.
Jesús hace curaciones en la región de Genesaret, 14:34-36 (Mc 6:53-56).
El desembarco se hace en Genesaret. Generalmente se admite que se refiere a la región galilea llamada así, extensión denominada hoy el-Guweir, y que ocupa una superficie de cinco kilómetros de ancho y dos de largo, entre Megdel y Tel! el-Oreimé. Era una región de gran fertilidad, poblada de villas. Josefo la llama un “paraíso.”
Cristo no debía de venir a predicar, sino a descansar con sus discípulos, ya que no pudo antes a causa de las turbas. Pero pronto fue reconocido. La noticia se extendió y le trajeron enfermos de toda aquella región. Cristo, el tiempo que estuvo allí, que debió de ser de breves días (Jn 6:22-25), no residió en un solo lugar, pues le traían enfermos “a donde creían que estaba” (Mc 6:55.56). Era en su ruta hacia Cafarnaúm.
La expresión “plazas” (Mc 6:56), en donde también los curaba en su ruta, pues allí le ponen también a los enfermos, puede tener un significado amplio. Pues dyopá significa generalmente un lugar público y espacioso, que es el significado que conviene aquí.
Le suplicaban “tocar solamente el ruedo (χρασπέδου) de su manto” (Mt-Mc) y se “curaban.” Este ruego de los enfermos, ¿está acaso influenciado, real o literariamente, por el anterior prodigio de la hemorroísa? (Mt 9:21 par.). Este sentido de creencia un poco mágico puede ser sentir primitivo de las turbas.
G. Zevini, Lectio Divina (Mateo): Jesús camina sobre las aguas y las curaciones
Verbo Divino (2008), pp. 253-259.
La Palabra se ilumina
El episodio narrado tiene un claro valor simbólico y contiene un mensaje teológico que no es difícil identificar. La barca que atraviesa, con los discípulos a bordo, las aguas agitadas por el viento es imagen de la Iglesia sacudida por los acontecimientos tumultuosos de la historia. Del mismo modo que ya en el Primer Testamento YHWH había sacado de Egipto al pueblo elegido y lo había guiado por el desierto hasta la tierra prometida, así también ahora Jesús socorre al pequeño núcleo que constituirá el comienzo de las comunidades del nuevo Israel, de la humanidad entera redimida por su sangre.
Mateo subraya ulteriormente el sentido eclesial del episodio refiriendo -sólo él- el asunto de Pedro: asegurado por Jesús, camina sobre las aguas, pero inmediatamente después, preso de la duda, empieza a hundirse; mientras siente que se lo tragan las aguas -de la muerte- invoca la salvación, y la mano de Cristo le salva (vv. 28-31); el Maestro y el discípulo suben, por fin, a la barca; vuelve la bonanza, que asegura una navegación tranquila y segura. Por lo que respecta al género literario, podemos hablar de un «relato de epifanía»: Jesús, al mostrar su soberanía sobre los elementos naturales desencadenados -símbolo del mal-, parece anticipar la manifestación de su victoria pascual sobre la muerte. Las palabras «¡ánimo! Soy yo, no temáis» (v. 27) revelan la identidad divina del Nazareno; la expresión «Soy yo» retorna, en efecto, la fórmula del nombre de YHWH (cf. Éx 3,14).
Los vv. 28-31, referidos a Pedro, aluden después a la función primacial del apóstol en la Iglesia. Pedro puede caminar sobre las fuerzas del mal como el Maestro, aunque su fe es insuficiente -e hombre de poca fe» (v. 31), y necesita la ayuda de Jesús. El v. 33 -propio de Mateo- concluye el relato con una profesión coral de fe en Cristo: «Y los que estaban en ella se postraron ante Jesús, diciendo: «Verdaderamente eres Hijo de Dios»». Leyendo el episodio en clave pascual, esta «confesión» de los discípulos corresponde al acto de adoración que ellos mismos realizaron cuando le encontraron en Galilea después de la resurrección (Mt 28,17).
El fragmento va seguido de un resumen que pone de relieve el poder salvífico de Jesús (vv. 34-36). Llega por vez primera junto a Genesaret, pueblo situado en la fértil llanura de la ribera noroccidental del lago de Galilea, y enseguida le traen «todos los enfermos» y él los cura a «todos»: es el Salvador de cada hombre, y cada hombre, gracias a él, puede volver a esperar en la salvación.
La Palabra me ilumina
Hay una especie de hilo de oro que acomuna a los personajes perfilados en el fragmento evangélico propuesto: la fe. Se requiere la fe a los discípulos, que, por orden de Jesús, deben subir solos a la barca, mientras que su Maestro despide a la muchedumbre entusiasmada por haber sido saciada de pan en el desierto. Una fe-obediencia dura y probada por las largas horas de travesía en medio de olas agitadas, con el tormentoso pensamiento de que ha sido precisamente Jesús quien les ha abandonado en la noche, en la dificultad, en el desconcierto. Se vuelve a pedir de nuevo la fe a los discípulos cuando le ven avanzar -¡como un fantasma!- sobre las aguas agitadas por el viento. Por consiguiente, es otra vez él quien les pone en dificultades, en vez de socorrerles.
También se pone a prueba la fe de Pedro. Es el quien pide: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas., pero, ciertamente, no le resulta fácil despegarse de la barca de los compañeros para aventurarse, en medio de la tempestad, al encuentro del misterioso personaje que le ha animado a no tener miedo. Su fe se revela verdaderamente escasa, como la de los discípulos, como la de todos nosotros; sin embargo, en el momento de mayor peligro, ese «poco de feo -no más grande que un grano de mostaza- le hace brotar del corazón el grito de una autentica oración gracias a la cual encuentra ayuda de inmediato.
El verdadero problema de los discípulos y también el nuestro es precisamente el de ser capaces de postrarnos ante Jesús y decirle con todas nuestras fuerzas: «Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios. Si, verdaderamente, tu eres el Señor de lo imposible, que has venido a hacerte nuestro imprevisible compañero de camino en el arduo viaje de la vida. Dios Altísimo y, sin embargo, sumamente próximo». Precisamente porque es Dios, sus pensamientos superan nuestros pensamientos, sus caminos no son nuestros caminos; el camino que elige para nosotros no es nunca el que nosotros nos esperaríamos, no es nunca el más obvio. Por lo general, el hombre se siente presa del temor frente a lo imprevisto, y a menudo se siente incluso paralizado por el miedo y la angustia. Ahora bien, cuando lo imprevisto viene de Dios, tiene una marca inequívoca: trae consigo una paz profunda, porque es fruto del amor.
Eso es lo que importa comprender, como habían intuido los pobres enfermos de Genesaret, que acudieron todos a Jesús sin miedo. Su deseo era tocar siquiera la orla de su manto para obtener la salvación. Creer es precisamente la humilde certeza de quien no desea otra cosa que encontrar a Jesús, poner ante el su propia pobreza y miseria con la seguridad de que será sanado por el.
La Palabra en el corazón de los Padres
Está el mar, está la tempestad. No te queda más que gritar: ¡Señor, que perezco!» (Mt 14,30). Que te presente la mano aquel que camina intrépido sobre las olas; que te levante en tu ansiedad; que, uniéndote a el, consolide tu seguridad. Que te hable en lo íntimo y te diga: Mira hacia mí; ¿ves lo que he soportado? Tu soportas tal vez a un hermano malvado o a un enemigo exterior, acaso no los he soportado yo? Se estremecían en el exterior los judíos, y en el interior me traicionaba el discípulo. Enfurece, pues, la tempestad? Porque es el quien salva del miedo y de la tempestad. Tal vez tu barca esta siendo sacudida violentamente porque el duerme en ti. El mar se volvía cada vez más violento; la navecilla en la que viajaban los discípulos se vela sacudida, y Cristo dormía. Por fin, se acuerdan de que dormía entre ellos el dominador y el creador de los vientos. Y entonces se acercaron a Cristo y despertaron. El dio ordenes a los vientos y se produjo una gran bonanza (cf. Mt 8,23-26).
Es natural que tu corazón se turbe si te olvidas de aquel en quien crees. Tus sufrimientos te parecen intolerables porque no vuelves a pensar en lo que Cristo soportó por ti. Si Cristo no te viene a la mente, es que duerme para ti. Despierta a Cristo, recupera la fe. Cristo duerme en ti si te has olvidado de los padecimientos de Cristo; Cristo vela en ti cuando te acuerdas de ellos. Y cuando hayas contemplado con todo el corazón lo que sufrió, ¿acaso no soportarás también tú de buen ánimo -y hasta alegrándote- tus dolores, al encontrar cierta semejanza entre lo que sufres tú y lo que tuvo que sufrir tu rey? Así pues, cuando empieces a consolarte y a alegrarte con estos pensamientos, será serial de que él se ha despertado, de que ha dado órdenes a los vientos y se ha producido la bonanza (Agustín de Hipona, Comentarios a los Salmos, 54, 10).
Caminar con la Palabra
Evangelio de miedo, Evangelio de gritos. Humanísimo Evangelio. Primero Jesús está ausente, después aparece como un fantasma, a continuación como una mano firme que te coge. Un crescendo de fe. Tres experiencias de Dios dentro de una liturgia cósmica, de olas, de viento, de noche, de violencia. Se trata de nuestra liturgia existencial, de la historia de nuestros días, de nuestros miedos y de los milagros invocados. Y de los hundimientos y de manos que te atrapan. «Ya al final de la noche», sólo tras una larga noche de lucha viene Jesús hacia los suyos. Y nosotros querríamos que viniera enseguida, a las primeras señales de fatiga, a los primeros signos de peligro. ¿Tal vez estamos abandonados? ¿Es posible que los discípulos estén abandonados a sí mismos? No. No pidamos milagros al Señor, sino energías para la noche; la barca avanza no por el amainar del viento, sino por el prodigio de los remeros que no se rinden porque saben que al final de la noche está el Señor, como resurrección, como pacificación, como atracadero. Quiero dar las gracias a Pedro por su humanísima oscilación entre la fe y la duda: «¡Señor, ayúdame!». Porque toda duda puede ser redimida, incluso sólo por una plegaria, gritada en la noche, o en la tempestad, o en el viento. Porque el problema no es Dios; somos nosotros y nuestra corta fe. El milagro no sirve para creer: sirve el encuentro con el Señor, sentir su mano.
Porque el milagro primero no es la tempestad calmada; el milagro es la fuerza para continuar remando en medio de la borrasca, con el viento en contra, escrutando lo que falta para que acabe la noche (E. M. Ronchi, Dietro i mormorii dell’arpa, Sollo il Monte – Bérgamo 1999, 243, passim).
W. Trilling, El Nuevo Testamento y su Mensaje (Mt): Jesús camina sobre las aguas y cura
Herder (1980), Tomo II, pp. 64-70.
Jesús camina sobre las aguas (14,22-33).
Pedro por primera vez desempeña en este pasaje un papel independiente (14,28-31). De forma semejante, ocupará el primer plano en la confesión de la mesianidad de Jesús (16,17-19) y al final de toda esta sección se encuentra un pasaje que evoca una conversación entre él y Jesús (17,24-27). Estos tres pasajes sólo se hallan en san Mateo y demuestran que este evangelista puede inspirarse en una más amplia tradición petrina. Se descubren análogos reflejos en otros pasajes del mismo Evangelio,
por ejemplo, en 10,2, donde se designa a Pedro como «primero», y sobre todo en varios pasajes, donde actúa como portavoz de los apóstoles (15,15; 17,4; 18,21; 19,27). A pesar de que el Evangelio de san Mateo imprime su acento en el apóstol, no cabe afirmar que su figura quede idealizada o indebidamente enaltecida. En la conversación entre Jesús y Pedro después de la confesión de la mesianidad, san Mateo más subrayó lo menos grato para el apóstol (16,22s), y no disimula tampoco el papel desairado de Pedro durante el proceso de Jesús (26,69-75).
vv. 22-23
22 Mandó a sus discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía al pueblo. 23 Después de despedirlo, subió al monte para orar a solas. Al anochecer, estaba él allí solo.
Jesús manda a los discípulos subir a la barca. ¿Por qué se usa esta enérgica frase? ¿Necesitaban este apremio, porque querían permanecer cerca de Jesús o no le querían dejar solo? Les da el encargo de partir antes que él a la orilla opuesta, de recorrer el trayecto que ya habían recorrido de día (14,13). Quiere quedarse solo con la gente y «despedirla». Pero además busca una mayor soledad. En cuanto la muchedumbre se ha dispersado, se va al monte, para orar solo. En un lugar elevado, en el monte se experimenta la proximidad de Dios, de forma más inmediata. Jesús busca la quietud de la oración, de aquella oración que sólo puede fluir entre él y el Padre. Ningún ser humano puede entrometerse en ella ni tampoco ser testigo de ella. Es una oración distinta de la que Jesús había pronunciado antes sobre los panes y los peces. Aquella fue la bendición oficial de la mesa y la oración usada para bendecir que tiene que rezar el padre de familia para el pueblo y en su nombre. En esta oración solitaria, se efectuaría un trueque vital inefable. Jesús es impulsado a la soledad, tiene que forzar a los discípulos a subir a la barca.
Basta quedarse absorto en esta escena: Jesús unido con Dios en la obscuridad de la noche, en el monte, en la soledad. Allí está el puente entre Dios y los hombres. El mediador es «Cristo Jesús hombre» (ITim 2,5).
vv. 24-27
24 Entretanto, la barca se había alejado ya muchos estadios de la costa y se encontraba combatida por ¡as olas, pues el viento era contrario. 25 A la cuarta vigilia de la noche, fue hacia ellos caminando sobre el mar. 26 Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se sobresaltaron y dijeron: ¡Es un fantasma! Y se pusieron a gritar por el miedo. 27 Pero Jesús les habló en seguida: ¡Ánimo! ¡Soy yo! ¡No tengáis miedo!
Entretanto la barca en que van los discípulos, va siguiendo su rumbo, pero el viento que sopla en dirección contraria, dificulta su navegación y por eso adelantan penosamente. Notan cuan escasas son sus fuerzas y cuan difícilmente pueden luchar con la fuerte tormenta que se avecina. Es una tortura fatigosa. Entonces sucede que Jesús va al encuentro de ellos sobre las aguas hacia el amanecer. Los discípulos son presa de espanto y creen ver un fantasma. Aunque son hombres duros y han soportado muchas horas difíciles en el lago, echan a gritar. El evangelista no teme decirlo abiertamente.
Jesús les da voces: «¡Ánimo! ¡Soy yo! ¡No tengáis miedo!» Siempre sucede lo mismo. El hombre siente su debilidad, cuando se encuentra con Dios o con las cosas divinas. El ánimo decae y el temor hace que el corazón quede oprimido. Jesús no da ninguna señal para ser reconocido ni menciona ningún nombre. Sólo dice llanamente: Soy yo. Con estas dos palabras está todo dicho, porque sólo hay un hombre que pueda hablar así, de modo tan incondicional y absoluto, sin identificar su personalidad ni presentarse con pormenores. Los discípulos no debían conocerle ni por su voz ni por su figura ni por un ademán. Sólo deben saber que quien puede decir: «Soy yo», tiene que ser él. Entonces el hombre no pide una legitimación, no pide señales ni prodigios que lo atestigüen, no pregunta por el nombre identidad y origen («Sabemos de dónde es éste»). Todos esos detalles se vuelven accesorios ya que Jesús sabe que ante él solamente existe la confianza sin reservas y la entrega total, que desvanecen el temor…
vv. 28-31
28 Pedro le contestó: Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas. 29 Ven, le respondió. Pedro entonces saltó de la barca y, caminando sobre las aguas, fue hacia Jesús. 30Pero, viendo el viento que había, tuvo miedo, y al comenzar a hundirse, lanzó un grito: ¡Señor, sálvame! 31 Inmediatamente Jesús extendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?
Este pasaje, que sólo trata de Pedro y de Jesús, únicamente está en san Mateo. Pedro dirige la palabra a Jesús con el título soberano de Señor. Pedro ha entendido. Si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas. «Nada será imposible» al que cree (17,20s). Si es Jesús, no sólo carece de peligro el abismo del mar, sino que también se despierta el ansia de ir a Jesús. Pedro se deja llevar por este anhelo. El Señor le contesta lacónicamente: «Ven». La confianza audaz perdura, Pedro salta de la barca, corre con una efectiva seguridad sobre el agua y va hasta Jesús. Entonces Pedro nota de repente el fuerte viento y se estremece. Su corazón de nuevo se atemoriza, y al instante empieza a hundirse. Invoca por segunda vez a Jesús: «¡Señor, sálvame!» Jesús le alza y le pregunta en son de reproche: «¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?» Cuando se está próximo a Jesús, no se puede perder la firmeza ni dudar. El conocimiento de la presencia de Jesús sostiene sobre el agua y refrena la fuerza del viento.
vv. 32-33
32 Y cuando subieron los dos a la barca, el viento se calmó. 33 Los que estaban en la barca se postraron ante él, exclamando: Realmente, eres Hijo de Dios.
Jesús sube a la barca y en el acto el viento se calma. No se requiere una orden peculiar como antes (cf. 8,26). La presencia sola de Jesús sosiega y reprime los elementos excitados. Los discípulos quedan subyugados y postrándose rinden homenaje al Maestro con la siguiente confesión: Realmente, eres Hijo de Dios. Son unas palabras grandiosas. Así pues, ¿han entendido los discípulos el misterioso milagro de los panes en un lugar solitario, el poder de Jesús para caminar sin riesgo sobre el lago, sus palabras excelsas: «soy yo» y la fácil salvación de Pedro, cuando empezaba a hundirse? Aquí se ha llegado a un punto culminante. En la noche sobre la superficie del lago reconocen repentinamente a quién tienen ante sí. Vino a ser como una iluminación del conocimiento, la esplendorosa figura del maestro brillando súbitamente ante ellos en la obscuridad. Más allá de las reflexiones de la inteligencia, de la ponderación de los argumentos, de la interrogación crítica y de la confianza irresoluta, brota lo más profundo que los discípulos pueden llegar a experimentar: el Hijo de Dios está entre ellos.
Aquí los sucesos se concentran por completo en Pedro. Es el primer apóstol (cf. 10,2), habla y procede en representación de los demás 1S. Aquí Pedro todavía es más, a saber el primero de los creyentes y el modelo de todos ellos. En esta escena se hace patente de una manera dramática lo que significa creer. La percepción de la frase soberana: «Soy yo», llama al hombre y lo atrae. Luego el ansia de ir a él y estar con él. Los pasos sin riesgo, sostenidos por la confianza y el amor, sobre los abismos. También el desfallecimiento de la confianza y el decaimiento momentáneo de la fuerza. Si desfallece la confianza, aunque solamente sea un poco, el hombre tiene súbitamente la sensación del peligro de fuera. También se puede decir a la inversa: si el hombre se deja impresionar por los peligros, inmediatamente se desmorona la confianza. Se convierte en presa de fuerzas que amenazan, si no recurre a la única mano salvadora, la del maestro. Aquí hay confianza y fe, pero todavía son «pequeñas». No puede quedar ni reservarse ningún residuo, sólo sostiene la fe incondicional. Así pues, lo que aconteció a Pedro es un modelo para los creyentes. Pedro representa la Iglesia, más tarde se le constituye en piedra fundamental de la misma (cf. 16,18).
Así está toda la Iglesia ante su maestro. Sabe que en último término está sustraída a todo peligro y preservada del total hundimiento en la historia, si tiene esta fe. «Si no creéis, no subsistiréis» (Is 1,9b). Esto puede aplicarse tanto al pueblo de la antigua alianza como al de la nueva. Pero el pueblo de la nueva alianza tiene a Jesús en el centro, y a él puede decirle: «Realmente, eres Hijo de Dios.» Oye la voz alentadora de Jesús: ¡Ánimo! ¡Soy yo! ¡No tengáis miedo!
Curaciones en Genesaret (14,34-36).
vv. 34-36
34 Terminada la travesía, arribaron a la costa de Genesaret. 35 Apenas lo reconocieron los hombres de aquel lugar, divulgaron la noticia por toda aquella comarca, y le presentaron todos los enfermos, 36 y le rogaban que les permitiera tocar siquiera el borde de su manto. Y todos los que tocaron, quedaron completamente sanos.
Una vez concluido el viaje, los discípulos desembarcan con Jesús en la costa. Aquí sucede lo mismo que antes. Se acude en masa, se difunde la noticia a todos los pueblos circundantes, se trae a los enfermos y la multitud se apiña en torno a él. El lector sabe los sucesos misteriosos de la noche. Ha oído la confesión: Realmente, eres Hijo de Dios. No le llama la atención que la gente procure tocarle, aunque sólo sea el ribete de su vestido. Tampoco le sorprende que crean recibir algo de la corriente de fuerza y de vida por el contacto. También ellos son curados. Su fe puede ser infantil y sencilla, pero la misericordia de Jesús tampoco retrocede ante ella. Esta fe para Jesús no es demasiado exigua ni falta de iluminación, para que no sea obsequiada con el mismo regalo.
Esta fe no se manifiesta en la súplica explícita de ser curado, ni en una confesión de la confianza en el poder prodigioso de Jesús. Es una fe sencilla y sin palabras. Le gusta el ademán externo, el contacto con el vestido, y en ellos esta fe expresa todo lo que siente el corazón.
Jesús no ha censurado a la gente y tampoco reprendió a la mujer que padecía flujo de sangre (cf. 9,20-22). Jesús puede oír y entender el lenguaje del corazón.
No debemos pensar ni juzgar con altivez los ademanes de la fe sencilla, con tal que no sean supersticiosos, sino veraces y sinceros.
Uso litúrgico de este texto (Homilías)
- Domingo XIX Tiempo Ordinario (A)
- Martes XVIII Tiempo Ordinario (¿Excepto en el Ciclo A?)