Mt 11, 28-30: Mi yugo es suave, mi carga ligera
/ 11 diciembre, 2013 / San MateoTexto Bíblico
28 Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. 29 Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. 30 Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 38,2-3
28. El había encendido el deseo de sus discípulos por todo lo que precede, que no es más que la expresión de su inefable virtud y ahora los llama a sí por las palabras: «Venid a mí todos los que trabajáis y estáis cargados».
Y no dice: Venid éste y aquel, sino todos los que estáis en las preocupaciones, en las tristezas y en los pecados; no para castigaros, sino para perdonaros los pecados. Venid, no porque necesite de vuestra gloria, sino porque quiero vuestra salvación. Por eso dice: «Y yo os aligeraré». No dijo: Yo os salvaré solamente, sino (lo que es mucho más) os aliviaré, esto es, os colocaré en una completa paz.
29. Por eso El desde el principio comienza la exposición de las leyes divinas por la humildad y propone la recompensa en las palabras: «Y encontraréis la tranquilidad en vuestras almas». Esta es la mayor recompensa, porque con ello no sólo se hace uno útil para los demás, sino que encuentra en sí mismo la tranquilidad y concede esta recompensa antes de la que ha de dar en el tiempo venidero, ya que en ese tiempo se gozará de una tranquilidad eterna.
30. Y para que no se llenaran de temor al oír las palabras, carga y yugo, añade: «Porque mi yugo…»
San Agustín, sermones 69,1-2 ; 70, 1
28. ¿Por qué nos cansamos todos, sino porque somos mortales, que llevamos vasos de barro que nos ponen en tantas angustias? Pero si los vasos frágiles de la carne nos angustian, nos desplegamos en los espacios de la caridad. ¿A qué dice: «Venid a mí todos los que trabajáis», sino para que no nos cansemos?
29. «Aprendend de mí…» No a crear el mundo, no a hacer en él grandes prodigios, sino aprended de mí a ser manso y humilde de corazón. ¿Quieres ser grande? Comienza entonces por ser pequeño. ¿Tratas de levantar un edificio grande y elevado? Piensa primero en la base de la humildad. Y cuanto más trates de elevar el edificio, tanto más profundamente debes de cavar su fundamento. ¿Y hasta dónde ha de tocar la cúpula de nuestro edificio? Hasta la presencia de Dios.
30. Los que llevaron intrépidamente sobre sus cabezas el yugo del Señor, han afrontado peligros tan difíciles, que parece como que son llamados, no del trabajo al descanso, sino de la inacción al trabajo, como dice el Apóstol de sí mismo (2Cor 6): El Espíritu Santo es ciertamente el que renueva de día en día al hombre interior en medio de las ruinas del hombre exterior y una vez que ha gustado la tranquilidad espiritual, en esta afluencia de las delicias de Dios, en la esperanza de los bienes eternos, todo lo presente pierde su aspereza y todo lo pesado se aligera. Sufren los hombres el ser despedazados y quemados, no solamente a fin de no sufrir los dolores eternos, sino aún para evitar mediante un dolor muy vivo pero momentáneo, otros sufrimientos prolongados. ¿Qué tormentas e inclemencias no sufren los comerciantes, a fin de conseguir riquezas banales? Las mismas penas experimentan los que no buscan esas riquezas como los que las buscan. Pero en éstos no son tan terribles, porque el amor suaviza y hace fáciles las cosas más inclemente y difíciles. ¿Con cuánta más razón hará más fácil todo lo difícil, la caridad que tiene por objeto la verdadera felicidad, que no la pasión, que en cuanto está de su parte tiende a un fin miserable?
San Hilario, in Matthaeum, 11
28. Llama a sí a todos los que trabajan por las dificultades de la ley y la carga del pecado.
29-30. Y nos propone la idea consoladora del yugo suave y de la carga ligera, a fin de dar a los que creen en El unos indicios del bien que sólo El ha visto en el Padre.
¿Y cuál es este yugo más suave y cuál esta carga más ligera? Buscar ser más considerado, abstenerse de maldades, querer el bien, odiar el mal, amar a todos, no odiar a nadie, perseguir lo eterno, no aferrarse a las cosas presentes, no querer hacer a otro lo que no se quiere para sí.
San Jerónimo
28. Asegura el profeta Zacarías, que es carga muy pesada la del pecado, diciendo: «que la iniquidad está sentada sobre una masa de plomo» (Zac 5,7) y el Salmista completó esta verdad con las palabras: «mis iniquidades están pesando sobre mí» (Sal 37,5).
29-30.¿Cómo el Evangelio es más suave que la ley, puesto que ésta sólo castiga el homicidio y el adulterio y el Evangelio hasta la ira y la concupiscencia? (Mt 5). Hay en la ley muchos preceptos, que según enseña con toda erudición el Apóstol (Hch 15) son impracticables. En la ley se exige la obra, en el Evangelio la intención, con la que puede obtenerse la recompensa sin que se haya realizado la obra. El Evangelio nos manda lo que nos es posible, esto es, el no desear y esto queda dentro de nuestras facultades. La ley, al castigar al adulterio, no castiga la intención, sino el hecho. Figuraos que en una persecución ha sido violada una virgen, el Evangelio la recibe como virgen porque no ha pecado por su voluntad, pero la ley la repudia porque ha sido violada.
San Gregorio Magno
Es ciertamente un yugo áspero y una dura sumisión el estar sometido a las cosas temporales, el ambicionar las terrenales, el retener las que mueren, el querer estar siempre en lo que es inestable, el apetecer lo que es pasajero y el no querer pasar con lo que pasa. Porque mientras desaparecen, a pesar de nuestros deseos, todas estas cosas que por la ansiedad de poseerlas afligían nuestra alma, nos atormentan después por miedo de perderlas (Moralia, 30).
¿Qué carga pesada impone a nuestras almas el que nos manda evitar todo deseo que nos pueda perturbar? ¿Qué cosa más ligera que el abstenerse de la maldad, querer el bien, no querer el mal, amar a todos, no aborrecer a nadie, alcanzar lo eterno, no engolfarse en lo presente y el no hacer a otro lo que no quisiéramos que nos hicieran a nosotros? (Moralia, 4, 39).
Rábano
28. No sólo os aliviaré, sino que os saciaré con un manjar interior.
29. El yugo del Señor Jesucristo es el Evangelio que une y asocia en una sola unidad a los judíos y a los gentiles. Este yugo es el que se nos manda que pongamos sobre nosotros mismos, esto es, que tengamos como gran honor el llevarlo, no vaya ser que poniéndolo debajo de nosotros, esto es despreciándolo, lo pisoteemos con los pies enlodados de los vicios. Por eso añade: «Aprended de mí».
Mandándonos nuestro Salvador que seamos sobrios en las costumbres y humildes en nuestros sentimientos, nos manda también que no ofendamos a nadie, que no despreciemos a nadie y que tengamos dentro de nuestro corazón todas las virtudes que manifestamos en nuestras obras exteriores.
30. Pero cómo se entiende que es suave el yugo de Cristo, cuando se dice más arriba: «¿Es estrecha la senda que conduce a la vida?» (Mt 7,14). Porque lo que al principio se nos hace dificultoso, pasado algún tiempo, mediante la dulzura inefable del amor, se nos hace sumamente fácil.
Remigio
28. Venid, dice, no con los pies, sino con las costumbres; no con el cuerpo, sino con la fe, porque ésta es la entrada espiritual que nos aproxima a Dios. Por eso dice: «Tomad mi yugo sobre vosotros».
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
Santa Teresa del Niño Jesús
Oración para obtener la humildad
Oración n. 20
«Sed discípulos míos»
Oh Jesús, cuando estabais en la tierra como viajero, habéis dicho: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso.» Oh poderoso monarca de los cielos, sí, mi alma encuentra reposo viéndoos revestido bajo la forma y naturaleza de esclavo(Fl 2,7),abajándoos hasta lavar los pies a los apóstoles. Es entonces cuando me acuerdo de estas palabras que habéis pronunciado para enseñarnos a practicar la humildad: «Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis; el criado no es más que su amo. Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica» (Jn 13, 15-17). Comprendo, Señor, estas palabras salidas de vuestro corazón manso y humilde, las quiero practicar con la ayuda de vuestra gracia.
Quiero abajarme humildemente y someter mi voluntad a la de mis hermanas, no contradecirlas en nada y sin examinar si ellas tienen o no derecho a mandarme. Nadie, Amado mío, tenía ese derecho sobre Vos, y sin embargo habéis obedecido no sólo a la santa Virgen y a san José, sino incluso a vuestros verdugos. Y en nuestro tiempo, es en la hostia que veo os abajáis al máximo. ¡Qué grande es vuestra humildad, oh divino Rey de la gloria… Oh Amado mío, bajo el velo de la blanca hostia es cuando me parecéis más manso y humilde de corazón!… ¡Oh Jesús, manso y humilde de corazón, haced mi corazón semejante al vuestro!
Beato Juan van Ruysbroeck
Los siete peldaños de la escala espiritual
Capítulo 4
«Cargad con mi yugo; llegad a ser mis discípulos»
Por la humildad vivimos con Dios y Dios vive con nosotros en una paz verdadera; en ella se encuentra el fundamento vivo de la santidad. Se puede comparar a una fuente de donde surgen cuatro ríos de virtudes y de vida eterna (cf Gn 2,10)… El primer río que brota de un suelo realmente humilde es la obediencia…; el oído se hace humilde para escuchar las palabras de verdad y de vida que brotan de la sabiduría de Dios, mientras que las manos están siempre dispuestas a cumplir su muy amada voluntad… Cristo, la Sabiduría de Dios, se ha hecho pobre para que nosotros lleguemos a ser ricos (2Co 8,9), se ha convertido en siervo para hacernos reinar, murió finalmente para darnos la vida… Para que sepamos cómo saber y servir, nos dice: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón».
En efecto, la delicadeza es el segundo río de virtudes que brota del suelo de la humildad. «Bienaventurado el manso, porque poseerá la tierra» (Mt 5,4), es decir su alma y su cuerpo, están en paz. Pues en el hombre suave y humilde descansa el Espíritu del Señor; y cuando nuestro espíritu se eleva y une con el Espíritu de Dios, llevamos el yugo de Cristo, que es agradable y suave, y llevamos su carga ligera…
De esta mansedumbre íntima brota un tercer río que consiste en vivirlo todo con paciencia. Por la tribulación y el sufrimiento el Señor nos visita. Si recibimos estos envíos con un corazón gozoso, viene Él mismo, ya que dijo por su profeta: «Estoy con él en la tribulación: lo libraré y glorificaré» (Sal. 90,15)…
El cuarto y último río de vida humilde es el abandono de la propia voluntad y de toda búsqueda personal. Este río toma su fuente en el sufrimiento llevado pacientemente. El hombre humilde…renuncie a su propia voluntad y abandónese espontáneamente en las manos de Dios. Llegando a ser una sola voluntad y una sola libertad con la voluntad divina… Y este es el contenido mismo de la humildad… La voluntad de Dios, que es la libertad, incluso, que nos quita el espíritu de temor y nos hace libres, liberados y vacíos de nosotros mismos… Dios nos da, entonces, el Espíritu de los elegidos que nos hace gritar con el Hijo: «Abba, Padre» (Rm 8,15).
Pedro de Celle
Sermón: Cordero manso y humilde
Sermón III para el Adviento
El Cordero de Dios, manso y humilde de corazón
Señor, envíanos al Cordero; es el cordero el que nos hace falta y no el león (Ap 5,5-6). El cordero que no se irrita y cuya dulzura jamás se enturbia; el cordero que nos dará su lana blanca, como nieve para recalentar en nosotros lo que está frío, para cubrir lo que en nosotros está desnudo; el cordero que nos dará a comer su carne por temor a que perezcamos de debilidad en el camino (Jn 6,51; Mt15,32).
Envíalo lleno de sabiduría, porque en su prudencia divina vencerá el espíritu orgulloso; envíalo lleno de fuerza, porque dijo que el «Señor es fuerte y poderoso en el combate» (Sal. 23,8); envíalo lleno de dulzura, porque «descenderá como el rocío sobre el vellón» (Sal. 71,6 Vulg); envíalo como una víctima, porque debe ser vendido e inmolado para nuestro rescate (Mt 26,15; Jn 19,36; Ex 12,46); envíalo, no para exterminar a los pecadores, porque debe «venir a llamarlos y no los justos» (Mt 9,13); envíalo por fin » digno de recibir la fuerza y la divinidad, digno de desatar los siete sellos del libro sellado» (Ap 4,11; 5,9), es decir el misterio incomprensible de la Encarnación.
Beata Teresa de Calcuta
El amor más grande: humildad y oración.
Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón
Para ser santos necesitamos humildad y oración. Jesús nos enseñó el modo de orar y también nos dijo que aprendiéramos de Él a ser mansos y humildes de corazón.
Pero no llegaremos a ser nada de eso a menos que conozcamos lo que es el silencio. La humildad y la oración se desarrollan de un oído, de una mente y de una lengua que han vivido en silencio con Dios, porque en el silencio del corazón es donde habla Él.
Impongámonos realmente el trabajo de aprender la lección de la santidad de Jesús, cuyo corazón era manso y humilde. La primera lección de ese corazón es un examen de conciencia; el resto, el amor y el servicio, lo siguen inmediatamente. El examen no es un trabajo que hacemos solos, sino en compañía de Jesús. No debemos perder el tiempo dando inútiles miradas a nuestras miserias sino emplearlo en elevar nuestros corazones a Dios para dejar que su luz nos ilumine.
Si la persona es humilde nada la perturbará, ni la alabanza ni la ignominia, porque se conoce, sabe quién es. Si la acusan no se desalentará; si alguien la llama santa no se pondrá sobre un pedestal. Si eres santo dale gracias a Dios; si eres pecador, no sigas siéndolo. Cristo nos dice que aspiremos muy alto, no para ser como Abraham o David ni ninguno de los santos, sino para ser como nuestro padre celestial.No me elegisteis vosotros a Mí, fui Yo quien os eligió a vosotros… (Juan 15, 16).
San Elredo de Rielvaux
El espejo de la caridad: La clave de este yugo es la caridad
I, 30-31
«Encontrareis vuestro descanso»
Por lo tanto, los que se quejan de la aspereza de este yugo, quizás es porque, o no abandonaron plenamente el gravísimo yugo de la concupiscencia mundana, o, abandonándolo, volvieron a tomarlo con mayor confusión suya… ¿Qué hay más dulce o qué más tranquilo que no angustiarse por los torpes movimientos de la carne…?
En fin, ¿qué hay tan próximo a la tranquilidad divina como no conmoverse por las injurias recibidas, ni asustarse por ningún daño o persecución; tener igual constancia en los sucesos prósperos que en los adversos y tratar igual al amigo y al enemigo, haciéndose semejante al que «hace salir su sol sobre buenos y malos, y deja caer la lluvia sobre justos e injustos»? (Mt 5,45).
Todo esto se encuentra en la caridad, y no se halla sino en la caridad. En ella está la verdadera tranquilidad, la verdadera suavidad, porque ella es el yugo del Señor, y si la tomamos invitados por el Señor, encontraremos descanso para nuestras almas, pues «el yugo del Señor es suave y ligera su carga». Por último, «la caridad es paciente, es benigna, no tiene celos, no obra mal, no se infla, no es ambiciosa» (1Co 13,4-5).
Las demás virtudes son para nosotros, o como vehículo para el cansado, o como viático para el caminante, o como linterna para alumbrar en la oscuridad, o como arma para los que luchan; mas la caridad, aunque como las restantes virtudes es necesaria para todos, sin embargo, es descanso en especial para el fatigado, morada para el caminante, plenitud de claridad para el que llega y perfecta corona para el vencedor.
San Juan Pablo II, papa
Catequesis, Audiencia general (08-06-1988)
4. […] la revelación [que realiza Cristo] del amor al Padre incluye también su amor a los hombres. Él «pasa haciendo el bien» (cf. Act 10, 38). Toda su misión terrena está colmada de actos de amor hacia los hombres, especialmente hacia los más pequeños y necesitados. «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados y yo os daré descanso» (Mt 11, 28). «Venid»: es una invitación que supera el circulo de los coetáneos que Jesús podía encontrar en los días de su vida y de su sufrimiento sobre la tierra; es una llamada para los pobres de todos los tiempos, siempre actual, también hoy, siempre volviendo a brotar en los labios y en el corazón de la Iglesia.
5. Paralela a esta exhortación hay otra: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazóny hallaréis descanso para vuestras almas» (Mt 11, 29). La mansedumbre y humildad de Jesús llegan a ser atractivas para quien es llamado a acceder a su escuela: «Aprended de mí». Jesús es «el testigo fiel» del amor que Dios nutre para con el hombre. En su testimonio están asociados la verdad divina y el amor divino. Por eso entre la palabra y la acción, entre lo que Él hace y lo que Él enseña hay una profunda cohesión, se diría que casi una homogeneidad. Jesús no sólo enseña el amor como el mandamiento supremo, sino que Él mismo lo cumple del modo más perfecto. No sólo proclama las bienaventuranzas en el sermón de la montaña, sino que ofrece en Sí mismo la encarnación de este sermón durante toda su vida. No sólo plantea la exigencia de amar a los enemigos, sino que Él mismo la cumple, sobre todo en el momento de la crucifixión: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).
6. Pero esta «mansedumbre y humildad de corazón» en modo alguno significa debilidad. Al contrario, Jesús es exigente. Su Evangelio es exigente. ¿No ha sido Él quien ha advertido: «El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí?. Y poco después: «El que encuentre su vida la perderá y el que pierda su vida por mí la encontrará» (Mt 10, 38-39). Es una especie de radicalismo no sólo en el lenguaje evangélico, sino en las exigencias reales del seguimiento de Cristo, de las que no duda en reafirmar con frecuencia toda su amplitud: «No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada» (Mt 10, 34). Es un modo fuerte de decir que el Evangelio es también una fuente de «inquietud» para el hombre. Jesús quiere hacernos comprender que el Evangelio es exigente y que exigir quiere decir también agitar las conciencias, no permitir que se recuesten en una falsa «paz», en la cual se hacen cada vez más insensibles y obtusas, en la medida en que en ellas se vacían de valor las realidades espirituales, perdiendo toda resonancia. Jesús dirá ante Pilato: «Para esto he venido al mundo:para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37). Estas palabras conciernen también a la luz que El proyecta sobre el campo entero de las acciones humanas, borrando la oscuridad de los pensamientos y especialmente de las conciencias para hacer triunfar la verdad en todo hombre. Se trata, pues, de ponerse del lado de la verdad. «Todo el que es de la verdad escucha mi voz» dirá Jesús (Jn 18, 37). Por ello, Jesús es exigente. No duro o inexorablemente severo: pero fuerte y sin equívocos cuando llama a alguien a vivir en la verdad.
8. […] el Evangelio de la mansedumbre y de la humildad va al mismo paso que el Evangelio de las exigencias morales y hasta de las severas amenazas a quienes no quieren convertirse. No hay contradicción entre el uno y el otro. Jesús vive de la verdad que anuncia y del amor que revela y es éste un amor exigente como la verdad de la que deriva. Por lo demás, el amor ha planteado las mayores exigencias a Jesús mismo en la hora de Getsemaní, en la hora del Calvario, en la hora de la cruz. Jesús ha aceptado y secundado estas exigencias hasta el fondo, porque, como nos advierte el Evangelista, Él «amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Se trata de un amor fiel, por lo cual, el día antes de su muerte, podía decir al Padre: «Las palabras que tú me diste se las he dado a ellos» (Jn 17, 8).
9. Como «testigo fiel» Jesús ha cumplido la misión recibida del Padre en la profundidad del misterio trinitario. Era una misión eterna, incluida en el pensamiento del Padre que lo engendraba y predestinaba a cumplirla «en la plenitud de los tiempos» para la salvación del hombre —de todo hombre— y para el bien perfecto de toda la creación. Jesús tenía conciencia de esta misión suya en el centro del plan creador y redentor del Padre; y, por ello, con todo el realismo de la verdad y del amor traídos al mundo, podía decir: «Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).
Ángelus (16-11-1980)
En Osnabrück (Alemania)
[…]Este amor [de Dios] es el fundamento de nuestra esperanza y el aliento de nuestra vida. Dios nos ha mostrado de un modo insuperable en Jesucristo cuánto ama a cada hombre y cuán inmensa es la dignidad que a través de Él le ha conferido. Precisamente aquellos que deben padecer algún impedimento físico o espiritual, deben reconocerse como amigos de Jesús, como amados especialmente por Él. Él mismo dice: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es blando y mi carga ligera» (Mt 11, 28-30). Pues lo que parece a los hombres debilidad y flaqueza, es para Dios motivo de especial amor y cuidado. Y este criterio divino se convierte para la Iglesia y para cada uno de los cristianos en tarea y en obligación. A nosotros los cristianos no nos importa mucho si alguien está enfermo o sano; lo que en último término nos importa es lo siguiente: ¿Estás dispuesto a realizar en todas las circunstancias de tu vida y en tu comportamiento como verdadero cristiano con plena conciencia de fe, la dignidad que Dios te ha concedido, o prefieres desperdiciarla delante de Dios en una vida de superficialidad y de falta de responsabilidad, de culpa y de pecado? También como impedidos podéis vosotros haceros santos, podéis todos vosotros alcanzar la alta meta que Dios tiene reservada para cada hombre, la criatura de su amor.
Cada hombre recibe de Dios una vocación personal, su especial tarea salvífica. Como se nos ha demostrado siempre, la voluntad de Dios es para nosotros en última instancia un mensaje de alegría, un mensaje para nuestra salvación eterna. Esto es también válido para vosotros que, como hombres físicamente impedidos, habéis sido llamados a un modo especial de seguimiento de Cristo, el seguimiento de la cruz. Cristo os invita, a través de las palabras que antes hemos citado, a aceptar vuestras debilidades como su yugo, como la senda que sigue sus huellas. Sólo de este modo conseguiréis no sentiros abrumados por esa penosa carga. La única respuesta adecuada a la llamada de Dios a seguir a Cristo, como siempre Él concretamente lo ha demostrado, es la respuesta de la Beata Virgen María: «Hágase en mi según tu palabra» (Lc 1, 38). Sólo vuestro pronto «sí» a la voluntad de Dios, que a menudo se escapa a nuestro modo natural de ver las cosas, puede haceros felices y regalaros ya desde ahora una íntima alegría que no puede ser anulada por ninguna necesidad externa.
…Todos nosotros somos peregrinos en una carrera muy corta, y en uno u otro momento finaliza el camino para cada uno de nosotros con la muerte. Aun en los momentos de salud experimentamos la mayor parte de nosotros los signos de la limitación y de la debilidad, de la fragilidad y de las dificultades. Permanezcamos, por tanto, en común y fraternal solidaridad los que tenemos más o menos salud y los que estamos más o menos impedidos, pues sólo de este modo se puede desarrollar de una manera eficaz una convivencia familiar y social que sea digna del hombre.
…Ante Dios desaparecen todas las diferencias terrenas sólo permanece como decisiva la medida de la esperanza creyente y del amor generoso que cada uno lleve en su corazón.
En la oración del Ángelus contemplamos con las tres familiares Avemarías el Misterio nuclear de nuestra fe la Encarnación de Dios en el seno de la Virgen María. Del mismo modo como María manifestó su «sí» a este plan de Dios, también nosotros confesamos nuestro «fiat» nuestro «sí» a nuestra vocación. Respondamos confiadamente con un sí, sea a la vocación del sufrimiento, sea a la vocación de la ayuda y del servicio. Y así como de María se hizo carne la Palabra de Dios y nuestro hermano, así también nuestro camino será fructífero con la fuerza de Dios. Un sufrimiento aceptado en confianza, un servicio asumido en el amor: éste es el camino por el que el Señor quiere venir hoy al mundo.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (03-07-2011)
Plaza de San Pedro
Hoy en el Evangelio el Señor Jesús nos repite unas palabras que conocemos muy bien, pero que siempre nos conmueven: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11, 28-30). Cuando Jesús recorría los caminos de Galilea anunciando el reino de Dios y curando a muchos enfermos, sentía compasión de las muchedumbres, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas sin pastor (cf. Mt 9, 35-36). Esa mirada de Jesús parece extenderse hasta hoy, hasta nuestro mundo. También hoy se posa sobre tanta gente oprimida por condiciones de vida difíciles y también desprovista de válidos puntos de referencia para encontrar un sentido y una meta a la existencia. Multitudes extenuadas se encuentran en los países más pobres, probadas por la indigencia; y también en los países más ricos son numerosos los hombres y las mujeres insatisfechos, incluso enfermos de depresión. Pensemos en los innumerables desplazados y refugiados, en cuantos emigran arriesgando su propia vida. La mirada de Cristo se posa sobre toda esta gente, más aún, sobre cada uno de estos hijos del Padre que está en los cielos, y repite: «Venid a mí todos…».
Jesús promete que dará a todos «descanso», pero pone una condición: «Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». ¿En qué consiste este «yugo», que en lugar de pesar aligera, y en lugar de aplastar alivia? El «yugo» de Cristo es la ley del amor, es su mandamiento, que ha dejado a sus discípulos (cf. Jn 13, 34; 15, 12). El verdadero remedio para las heridas de la humanidad —sea las materiales, como el hambre y las injusticias, sea las psicológicas y morales, causadas por un falso bienestar— es una regla de vida basada en el amor fraterno, que tiene su manantial en el amor de Dios. Por esto es necesario abandonar el camino de la arrogancia, de la violencia utilizada para ganar posiciones de poder cada vez mayor, para asegurarse el éxito a toda costa. También por respeto al medio ambiente es necesario renunciar al estilo agresivo que ha dominado en los últimos siglos y adoptar una razonable «mansedumbre». Pero sobre todo en las relaciones humanas, interpersonales, sociales, la norma del respeto y de la no violencia, es decir, la fuerza de la verdad contra todo abuso, es la que puede asegurar un futuro digno del hombre.
[…] Que la Virgen nos ayude a «aprender» de Jesús la humildad verdadera, a tomar con decisión su yugo ligero, para experimentar la paz interior y ser, a nuestra vez, capaces de consolar a otros hermanos y hermanas que recorren con fatiga el camino de la vida.
Francisco, papa
Homilía: Paz de Cristo, Paz de Francisco
En la Plaza de San Francisco de Asís el 04-10-2013
[…] 2. En el evangelio hemos escuchado estas palabras: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,28-29).
Ésta es la segunda cosa que Francisco nos atestigua: quien sigue a Cristo, recibe la verdadera paz, aquella que sólo él, y no el mundo, nos puede dar. Muchos asocian a san Francisco con la paz, pero pocos profundizan. ¿Cuál es la paz que Francisco acogió y vivió y nos transmite? La de Cristo, que pasa a través del amor más grande, el de la Cruz. Es la paz que Jesús resucitado dio a los discípulos cuando se apareció en medio de ellos (cf. Jn 20,19.20).
La paz franciscana no es un sentimiento almibarado. Por favor: ¡ese san Francisco no existe! Y ni siquiera es una especie de armonía panteísta con las energías del cosmos… Tampoco esto es franciscano, tampoco esto es franciscano, sino una idea que algunos han construido. La paz de san Francisco es la de Cristo, y la encuentra el que «carga» con su «yugo», es decir su mandamiento: Amaos los unos a los otros como yo os he amado (cf. Jn 13,34; 15,12). Y este yugo no se puede llevar con arrogancia, con presunción, con soberbia, sino sólo se puede llevar con mansedumbre y humildad de corazón.
Nos dirigimos a ti, Francisco, y te pedimos: enséñanos a ser «instrumentos de la paz», de la paz que tiene su fuente en Dios, la paz que nos ha traído el Señor Jesús.
Comentarios exegéticos
Bastin-Pinckers-Teheux, Dios cada día: Un nombre que hace historia
Siguiendo el Leccionario Ferial (4). Semanas X-XXI T.O. Evangelio de Mateo.
Sal Terrae (1990), pp. 115-118
Éxodo 3, 13-20.
Para comprender este pasaje, es necesario remitirse a la época de redacción del libro del Éxodo. El contexto es el del siglo VIII antes de Cristo, en el reino del norte, con la situación creada por la sedentarización de las tribus y la adopción más o menos generalizada del culto a los baales, los dioses cananeos de la fertilidad. Esta es la época de Elias y Oseas, que se irguieron entonces como defensores del Dios de los patriarcas; es también la del escritor elohísta, cuyos escritos perseguían el mismo fin que la palabra de los profetas.
El elohísta quiere explicar el nombre de Yahvé a sus contemporáneos. Este propósito está tanto más justificado cuanto que, en el culto a la fertilidad, las fórmulas mágicas juegan un gran papel y requieren una pronunciación muy exacta del nombre de la divinidad evocada. ¿Qué explicación sugiere el escritor? Utilizando el juego de la paronomasia, relaciona el vocablo «Yahvé» con una forma simple del verbo «ser» (háwáh); R. de Vaux propone traducirlo por «Yo soy el que Existe».
En todo caso, no hay que caer en la tentación de dar a la explicación un sentido metafísico, que no sería acorde con el pensamiento hebraico. Podemos hacer varias observaciones a este respecto. En primer lugar, en el versículo 10, Dios llama a Israel «su pueblo», afirmando así la existencia de lazos privilegiados entre ellos. Además, en el v. 12, al confiar a Moisés un signo, Yahvé había añadido: «Yo estoy contigo». Sin duda, el Dios de los antepasados había estado también con Abraham, con Isaac y con Jacob, pero entonces era a título personal o familiar. Aquí, «Yahvé esta con Moisés al servicio del pueblo» (R. de Vaux) para hacerlo salir de Egipto. I’or tanto, en el acontecimiento mismo del Éxodo es donde el pueblo va a saber que su Dios es el Único Existente, un dios «que no tiene una historia divina a la manera de los dioses paganos de la mitología, porque él es siempre,sencilla y absolutamente, el Existente, que dirige la historia humana; un Dios que se manifiesta no en los fenómenos naturales de un ciclo de estaciones cronológicas, como los dioses de la fecundidad y de la vegetación, sino en acontecimientos que se suceden en el tiempo y (¡tic él dirige siempre hacia un fin» (R. de Vaux).
Salmo 104.
«Es el memorial por el que me alabaréis» : Israel no olvidara nunca que Yahvé lo ha conducido «de la servidumbre al servicio». El salmo 104 invita a recordar y a dar gracias.
Mateo 11, 28-30.
«Mi yugo es llevadero y mi carga ligera». Las palabras de Jesús tienen un sabor innegable a polémica. Alude a los escribas que, cifrando su esperanza en una observación excesivamente rigurosa de la Ley, habían acabado por imponer una carga insoportable a la «gente sencilla», a quienes por otra parte ellos desdeñaban. En el fondo de sus palabras, Jesús propone una ley sencilla, que se resume en un solo mandamiento: el del amor.
Ciertamente, esta ley no deja de ser tremendamente exigente, y todo hombre es deudor de ella, pero no deja de ser la ley de un Dios de amor y de misericordia. Conviene recordar aquí que las bienaventuranzas son un don del Reino, un don gratuito, y no virtudes que el hombre tenga que adquirir. Cuando los escribas hablan de méritos, Jesús habla de la simple aceptación del Reino en la fe. Por eso puede afirmar, muy justamente, que es «manso y humilde de corazón»; ante todo, es un ser pequeño y humilde a quien el Padre ha confiado todas las cosas. Si queremos conocer vida, tenemos que adscribirnos a su escuela de sabiduría.
«Yo he dicho: He decidido ocuparme de vosotros y de lo que se os hace padecer en Egipto. He dicho: He bajado para librarte de las manos de los egipcios y subirte de esa tierra a una tierra fértil y espaciosa, una tierra que mana leche y miel, la tierra de Canaán». Esto es lo que Dios afirma para ser identificado: » ¡He decidido ocuparme de vosotros!». Esta es la única afirmación que autoriza a Dios a decir «Yo soy» y a dirigirse al hombre diciéndole «Tú»: «El Señor tu Dios, el Dios de los hebreos, ha venido a buscarnos».
Los hombres habían intentado siempre designar a sus dioses. Simbolismos mitológicos, representaciones sagradas, ídolos cuyos favores se intenta conseguir a cualquier precio; estas creaciones de los hombres no tienen nunca en cuenta la tierra de los hombres. Los dioses de los hombres son tan divinos que se desinteresan de los asuntos de los hombres, retirados en un mundo alejado del nuestro, en un paraíso en el que viven una vida propia. Este Dios que interpela a Moisés revela su nombre, asombroso, inesperado… Dios se llama «Dios de vuestros antepasados», «el Dios de los hebreos», «Yo soy».
No tenemos otro lugar para hablar de Dios que su relación con la historia de los hombres. Dios no tiene ninguna otra identidad que aportarnos: ha venido al encuentro de los hombres y, en cierto sentido, el futuro de los hombres es su propio futuro. Dios no se define en sí mismo, sino que su nombre aparece ligado a la relación que mantiene con su pueblo a través de una historia de alianza común. Dios entra en la cantera de nuestra historia y nosotros nos remitimos a nuestra historia con El. Su nombre (y para la Biblia el nombre supone más que una simple designación; revela y,de algún modo, transmite la realidad misma de quien lo lleva), lo que él es, lo sabremos edificando nuestra vida con El. Lo que Dios es, es también lo que será. La historia de los hombres será, de generación en generación, el lugar siempre en movimiento en el que Dios adviene, en donde nace, en el que se engendra.
Dios se ha hecho nuestro «prójimo», Dios se ha comprometido con el destino de los hombres… Aquí está la locura de la fe: ¡Dios ha tomado partido por los hombres! «He decidido ocuparme de vosotros! ¡Yo soy el que soy!» Aquí estamos, remitidos a un nombre que no es exactamente un nombre. Dios es un sin nombre, porque nadie puede tener dominio sobre él. Dios se nombra sólo en su acto. Nunca veremos a Dios de frente, sólo podremos reconocerlo allí por donde ha pasado. Y este paso es bien claro: «He bajado para libraros de esa tierra de Egipto que os oprime». El gesto que revela la identidad de Dios es una liberación. Nuestra fe es fe en un Dios-que-se-hace-con-nosotros. Porque ha decidido hacer suyo nuestro propio futuro.
Tú no eres un extraño para nosotros
y, ya que has decidido alzarte en nuestro favor,
mantenemos la apuesta de pertenecerte.
Hombres de carne y sangre, hombres rebeldes,
no somos más que tierra,
extranjeros en nuestra propia morada.
Pero tu Espíritu hace de nosotros tu pueblo:
que él nos conduzca al día de la libertad.
Creados de nuevo por su poder,
seremos tu herencia y tu heredad.
Salvador Carrillo Alday, El evangelio según san Mateo
Verbo Divino (2010), pp. 164-169
El «Himno de Júbilo» (Mt 11,25-30)
La paternidad de Dios toca su punto culminante en el “Himno de júbilo” que se lee en Mt 11,25-30 y Lc 10,21-22. Mateo ha colocado este himno de glorificación al Padre como contrapartida a las escenas de incredulidad que preceden en el evangelio (Mt 11,16-24). En su redacción final es un himno sálmico que consta de tres estrofas: vv. 25-26, v. 27, vv. 28-30. Lucas revela que “en aquel momento, Jesús se llenó de gozo, en el Espíritu Santo” (Lc 10,21), y dijo:
Primera estrofa
25 Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños. 26 Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito.
El himno comienza con una “confesión” a Dios. La confesión es alabanza y glorificación. Jesús eleva su alma a Dios, su Padre (Abbá), para alabarlo, bendecirlo y darle gracias por sus altos designios. Él es el Señor de todo el universo: los cielos y la tierra le pertenecen por completo.
La alabanza de Jesús a su Padre no es tanto porque él haya ocultado cosas a los que se creen sabios e inteligentes, escribas y fariseos, cuanto porque ha revelado a los pequeños y sencillos los secretos del Reino: “A vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de los Cielos… ¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen!” (Mt 13,11.16-17).
La revelación del Reino, que supera los niveles del conocimiento natural del hombre, es dada a los hombres sencillos como un don y un regalo. El Reino y su revelación son como un tesoro escondido que se descubre o como una perla de gran valor que se encuentra (Mt 13,44-46).
Con el enfático “sí, Padre”, Jesús reconoce que esta revelación a los pequeños responde a un beneplácito divino, a un decreto divino predeterminante.
Segunda estrofa
27 Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo, sino el Padre, ni al Padre lo conoce bien nadie, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
77 La expresión griega y su correspondiente latina, “Confiteor tibi, Pater”, han sido traducidas de varias maneras: “Yo te alabo, Padre”; “Te alabo”; “Yo te bendigo”; “Bendito seas”.
Este pasaje, por su contenido doctrinal, ha sido llamado con razón un “logion juanino” dentro de los evangelios sinópticos. Es de una riqueza doctrinal de primer orden.
“Todo me ha sido entregado por mi Padre”. Esta frase hace pensar en Jesús como el rey mesiánico; más aún, el Hijo por excelencia, el Hijo de Dios, a quien el Padre le ha comunicado todo poder: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18; cf. Jn 3,35). Como trasfondo bíblico está la misteriosa figura del Hijo del hombre, que recibe de Dios “un imperio eterno que nunca pasará y un Reino que jamás será destruido” (Dn 7,13-14).
“Nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre nadie lo conoce, sino el Hijo”. Entre las cosas que el Padre ha entregado al Hijo está, en primer término, un “conocimiento” mutuo, único y exclusivo que sólo pertenece como propio al Padre y al Hijo. Se trata de un “conocimiento profundo”, envuelto en amor, como lo expresa el verbo hebreo “conocer”. Esta igualdad en el conocimiento supone igualdad en la naturaleza. Jesús y el Padre aparecen en el mismo nivel de naturaleza, de naturaleza divina.
“Y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Jesús es el único revelador del Padre, porque es el Hijo único que lo conoce de una manera inmediata y plena (Sab 9,17). La doctrina de Jesús revelador será característica del evangelio de Juan y recibirá en él un desarrollo particular (Jn 1,18; 3,11; 7,28; 8,18; 17,8).
En definitiva, “esta impresionante palabra de Jesús, que pertenece a una de las fuentes más antiguas de la tradición sinóptica, esclarece –de manera reveladora– la conciencia que Jesús posee de las relaciones absolutamente únicas que tiene con Dios. Él lo conoce de una manera tan inmediata y tan plena que les descubre todos sus secretos y hace de él el único intermediario por quien esos secretos pueden ser manifestados a los hombres”.
Jesús y la Sabiduría
Este pasaje evoca importantes textos de la literatura sapiencial sobre la Sabiduría divina.
1. Por una parte, en ellos se dice que sólo Dios sabe y conoce dónde habita la Sabiduría, que sólo él la sondea y que, sin el auxilio de la revelación, ningún hombre la puede conocer: “Mas la Sabiduría ¿de dónde viene? ¿Cuál es la sede de la Inteligencia?… Sólo Dios ha distinguido su camino, sólo él conoce su lugar” (Job 28,12.23). “La raíz de la Sabiduría ¿a quién fue revelada?, sus recursos ¿quién los conoció? Sólo uno hay sabio, en extremo temible, el que en su trono está sentado. El Señor mismo la creó, la vio y la contó y la derramó sobre todas sus obras” (Eclo 1,6-9; cf. Bar 3,37-38).
2. Por otra parte, solamente la Sabiduría conoce a Dios y estuvo cerca de él, como colaboradora, en la creación del mundo: “Cuando asentó los cielos, allí estaba yo; cuando trazó un círculo sobre la faz del abismo, cuando al mar dio su precepto –y las aguas no rebasarán su orilla–, cuando asentó los cimientos de la tierra, yo estaba allí como arquitecto” (Prov 8,27-30). “Contigo está la Sabiduría, que conoce tus obras, que estaba presente cuando hacías el mundo, que sabe lo que es agradable a tus ojos y lo que es conforme a tus mandamientos (Sab 9,9).
3. Siendo la Sabiduría la compañera de Dios, sólo ella puede revelar lo que le es grato y puede descubrir los secretos del cielo, impenetrables para el hombre. Por eso, el sabio suplica al Señor: “¡Envíala de los santos cielos, mándala de tu trono de gloria!, para que a mi lado participe en mis trabajos y sepa yo lo que te es agradable” (Sab 9,10). “Y ¿quién habría conocido tu voluntad, si tú no le hubieses dado la Sabiduría y no le hubieses enviado de lo alto tu Espíritu Santo?” (Sab 9,17).
Por tanto, como conclusión natural, la Sabiduría invita a que se acerquen a ella para gustar de sus frutos: “¡Venid a mí los que me deseáis y saciaos de mis frutos!” (Eclo 24,19). Sentarse en la escuela de la Sabiduría es un beneficio incomparable, pues ella otorga a los hombres reposo y consuelo, en espera de gozar de la inmortalidad que por ella se tendrá (Sab 8,9.13; Eclo 24; Bar 3,9-4,4).
San Pablo ha dado a Cristo el título de “Sabiduría de Dios”:
“De él os viene que estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros Sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención” (1 Cor 1,30).
Tercera estrofa
28 Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso.
29 Tomad sobre vosotros mi yugo
y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón,
y hallaréis descanso para vuestras almas.
30 Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.
“¡Venid a mí…!”. Jesús invita a ir a él, como la Sabiduría divina invitaba a los hombres a que se acercaran a ella para recibir sus enseñanzas (Prov 8,32-35; Eclo 24,19). El cansancio y la sobrecarga se refieren a la multitud de exigencias que los maestros de la Ley imponían a la gente.
“Tomad sobre vosotros mi yugo…”. Jesús, que conoce íntimamente los secretos del Padre y que es su Hijo enviado para revelar el misterio del Reino, invita ahora a los pequeños a que le sigan, a que tomen sobre sí el yugo suave y la carga ligera de su doctrina –la doctrina del Reino–, opuesta al yugo y a la carga de la Ley que defendían los fariseos.
“Aprended de mí…”. Así como la Sabiduría divina invitaba a sentarse en su escuela, así Jesús invita a los sencillos a que vengan a escucharle y a recibir descanso. La expresión “aprended de mí” no tiene solamente el significado de “escuchadme”, “atended a mis enseñanzas”, “hacedme caso”, sino todavía más: vivid y practicad, que “soy de corazón manso y humilde”.
Esta última expresión es propia de los anavim, los pobres, los sencillos, los humildes. Hay que comprender el calificativo de “pobres” en su sentido religioso, como lo hacen los profetas del destierro y los postexílicos. En los salmos, los anavim son los pobres, los humildes, los pacientes, los justos, los piadosos, los que temen a Yahveh, los menospreciados, y se oponen a los ricos, a los orgullosos, a los perversos, a los malos (cf. Is 11,4; Sof 3,12; Is 26,6; Sal 25,9.11; 34,3.19).
Jesús invita a que se adhieran con confianza a su mensaje, y la razón es convincente: él es de la misma categoría que los pobres y humildes. Al declararse “manso y humilde de corazón”, lo es ante todo delante de Dios y se manifiesta como el primero de los anavim.
“Y encontraréis descanso para vuestras almas”. Ir a Jesús, recibir su doctrina, seguir sus enseñanzas, es fuente de paz, de seguridad, de descanso espiritual.
“Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. En estas últimas palabras, Jesús resume su pensamiento. La revelación del Reino –con todo lo que supone y exige–, el conocimiento íntimo del Padre y la doctrina que él enseña son, sin embargo, “un yugo suave y una carga ligera”.
Concluyendo, el “Himno de júbilo” es una de las perlas más valiosas de todo el evangelio. Difícilmente puede concebirse como una obra de la comunidad cristiana o de los redactores evangélicos, siendo, como es, una síntesis tan paradójica y tan profunda.
Este himno de bendición y de glorificación al Padre, Señor del cielo y de la tierra, debe ser una de las palabras más auténticas de Jesús, cuyo centro y culmen está en la revelación de la intimidad que existe entre el Padre y el Hijo, entre Dios y Jesús.
Biblia Nácar-Colunga Comentada: Invitación a venir a Él
28 Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. 29 Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, 30 pues mi yugo es blando, y mi carga, ligera.
Perícopa propia de Mt. Su situación histórica es discutida. Por eso este logion se considera separadamente.
Cristo hace una invitación a “todos” los que trabajan “con cansancio” y están “cargados.” Son dos expresiones sinónimas, sobre todo en la estructura binaria de estas sentencias del Salvador, lo mismo que frecuentemente en otras expresiones “sapienciales.” Estos trabajos no deben de ser los trabajos y labores físicos, aunque se pueda pensar en ellos, en este evangelio “etizado” de Mt adaptado y extendido a la vida cotidiana.
“Tomar el yugo” de la Thorah, del cielo, de los preceptos, era una expresión usual en el rabinismo y que aparece en el A.T. Significa que el hombre está sometido a ellos como el esclavo a su trabajo (cf. Jer c.28; Is 58:6; etc.).
Como van a ser aliviados por la doctrina de Cristo (v.30), se trata del fariseísmo y de sus prácticas y leyes. Su doctrina era “formulista” e “insoportable” por sus infinitos preceptos y una minuciosa reglamentación asfixiante (Lc 11:46).
“El judío estaba envuelto en 613 prescripciones del código mosaico, reforzadas de tradiciones sin número; la vida del fariseo era una intolerable servidumbre. El último libro de la Mishna, que comprende doce tratados, está todo entero consagrado a estas prescripciones minuciosas. Imposible dejar su casa, tomar alimento, hacer una acción cualquiera sin exponerse a mil infracciones. El temor de caer en ellas paralizaba el espíritu y anulaba el sentido superior de la moral natural. Toda la religión degeneraba en un formalismo mezquino.” Están “fatigados” y “cargados” de toda esa seca e insoportable reglamentación. A todos ésos les dice que “vengan a El,” y El, con su doctrina de amor, les “aliviará,” literalmente os “descansará” (αναπαύσω), lo que es un descanso “restaurador”.
Frente a este hastío, Cristo les invita a tomar “su yugo.” Este era usual entre los judíos como sinónimo de la Ley 36. El yugo de Cristo es su doctrina. Paralelísticamente les dice algo que suele traducirse por “aprended de mí” (μάθετε απ’ εμού). Pero esta traducción no es ambiental. Usada frecuentemente en el Talmud, dice: “Entrad en mi escuela,” aproximándose a “sed instruidos por mí.” Frente al aprendizaje del rabinismo, Cristo se proclama Maestro, y frente a las prescripciones rabínicas “insoportables” — ”importabilia” —, El les ofrece unas prescripciones únicas: “porque soy manso y humilde de corazón.” El corazón es para los semitas la sede de los afectos y conducta. Tal es la actitud del espíritu de Cristo. A la mansedumbre se opone la ira, el ser áspero; a la humildad, la soberbia. El magisterio de los fariseos y doctores de la Ley era soberbio y buscaban con ello “la gloria unos de otros” (Jn 5:44). De ahí, fácilmente, el tono áspero e iracundo contra todo el que no se sometiera a sus lecciones. Prueba de ello es su odio a Cristo. Mas todo lo opuesto es el magisterio de Él.
En el tercer miembro de este logion, a los que vengan a su magisterio, tomen su yugo, les promete que “hallaréis descanso para vuestras almas.” “Alma” (ψυχή) está por persona (Jer 6:16). Porque no sólo su “yugo es blando” y su “carga ligera,” sino que da “vida abundante” (Jn 10:10), y, con ella — la gracia —, la vida se restaura, se expansiona, se hace sobrenaturalmente gozosa. No en vano las palabras de Cristo — su doctrina — son “espíritu y vida” (Jn 6:33). Esta dulzura estaba profetizada del Mesías (Zac 1:9ss;cf. Mt5:11).
W. Trilling, El Nuevo Testamento y su Mensaje (Mt)
Herder (1980), Tomo I, pp. 260-261.
El yugo llevadero (11,28-30).
28 Venid a mí todos los que estáis rendidos y agobiados por el trabajo, que yo os daré descanso. 29 Cargad con mi yugo y aprended de mí, porque soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vosotros; 30 porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.
De nuevo Jesús tiene ante su vista las mismas personas a que estaba dedicado con todo el amor: los pobres y hambrientos, los ignorantes y la gente sencilla, los apenados y enfermos. Siempre le han rodeado, le han llevado sus enfermos, han escuchado sus palabras, y también han procurado tocar aunque sólo fuera una borla de su vestido. También ha ido a ellos por propio impulso
y ha comido con los desechados. Ahora llama a sí a todos ellos y les promete aliviarlos. Son como ovejas sin pastor, están abatidos y desfallecidos (9,36). Están abrumados y gimen bajo el yugo. Ésta es la carga de su vida agobiada y penosa, pero sobre todo la carga de una interpretación insoportable de la ley. Esta doble carga les cansa y les deja embotados. En cambio Jesús los quiere aligerar y darles alegría.
Los escribas les imponen como yugo cruel y áspero las prescripciones de la ley, como un campesino impone el yugo al animal de tiro. Los escribas convierten en una carga insoportable de centenares de distintas prescripciones la ley que fue dada para la salvación y la vida (Ez 20,13). Nadie podía cumplir tantas prescripciones; ni ellos mismos eran capaces de cumplirlas. Jesús tiene un yugo llevadero. Es un yugo que se adapta bien, se ciñe ajustado y se amolda fácilmente alrededor de la nuca. Aunque tiene exigencias duras, y enseña la ley de una forma mucho más radical (sermón de la montaña), este yugo de Jesús es provechoso al hombre. No le causa heridas con el roce, y el hombre no se desuella sangrando. «Sus mandamientos no son pesados» (Un 5,3) porque son sencillos y sólo exigen entrega y amor.
No obstante la voluntad de Dios es un yugo y una carga. Pero se vuelven ligeros si se hace lo que dice Jesús: Aprended de mí. Jesús también lleva las dos cosas: su misión para él es yugo y peso. Con todo, él los ha aceptado como siervo humilde de Dios. Se ha hecho inferior y cumple con toda sumisión lo que Dios le ha encargado, se hace servidor de todos. Aunque el Padre se lo ha entregado todo, se ha hecho como el ínfimo esclavo.
Si se acepta así el yugo de la nueva doctrina, entonces se cumple la promesa: y hallaréis descanso para vosotros. Este descanso no es la tranquilidad adormecedora del bienestar burgués o la paz fétida con el mal (Jesús ha hablado de la espada [10,34]). Jesús promete el descanso para el lastre abrumador de la vida cotidiana, para el cumplimiento de la voluntad de Dios en todas las cosas pequeñas. El que vive entregándose a Dios, y ejercita incesantemente el amor, es levantado interiormente y se serena.
Nuestra fe nunca puede convertirse en carga agobiante, en el yugo que nos cause heridas con el roce. Entonces se apreciaría la fe de una forma falsa. Si se procura realmente cumplir los mandamientos de Dios, entonces el yugo de Jesús nunca es una fuente menguante de consuelo y de apacible serenidad. En esto tendría que ser posible conocer al discípulo de Jesús.
Giorgio Zevini, Lectio Divina (Mateo): El Evangelio para los sencillos
Verbo Divino (2008), pp. 181-186.
La Palabra se ilumina
Se ha definido esta perícopa como el Magnificat de Jesus, como su himno de jubilo. También la refiere en parte Lucas, en un contexto semejante al de Mateo, donde se trata del desconocimiento o de la acogida brindada a Jesus (este Ultimo aspecto ha sido omitido por Mateo). El sentido mas inmediato del fragmento es, por tanto, que la intuición de los misterios del Reino (estas cosas.) y de la identidad de Jesus es puro don del Padre. Ese don ha sido escondido «a los sabios y prudentes», tan convencidos de conocer los caminos de Dios que rechazan al enviado, a pesar de sus obras y sus milagros (vv. 19s). Con todo, Jesus realiza estas afirmaciones mientras esta en oración, en una rebosante acción de gracias: su condena no es tanto una condena de la sabiondez religiosa de los fariseos como más bien una exaltación de la humildad de Dios, que es verdaderamente un «Dios escondido» (Is 45,15) para el que no quiere hacerse pequeño, sencillo. Jesús, en la exultación de su alabanza, adora la voluntad del Padre (v. 26) y revela su propio vínculo único e inefable con él. El Hijo es el verdadero pequeño que lo recibe todo del Padre; por eso -mientras que su mismo misterio permanece velado- él conoce a Dios como nadie y hace participar también a los suyos de su propio conocimiento filial. Los vv. 28-30 constituyen la invitación del Maestro (cf. Eclo 51,23-27) o, mejor aún, de la misma Sabiduría a aprender el camino de la vida (cf. Prov 8,1-11; Mt 11,19b). Una imagen bíblica comparaba la ley y su estudio a fondo con un yugo: Jesús exhorta ahora a sus discípulos a asumir su yugo y su enseñanza, que liberan del peso insostenible de innumerables y detallados preceptos. La norma a seguir desde ahora es el mismo Maestro, manso y humilde de corazón, que impone a los que le siguen el yugo suave de la caridad.
La Palabra me ilumina
El fragmento evangélico nos hace penetrar no sólo en la oración de Jesús, sino en su mismo corazón, y no como intrusos, sino como huéspedes invitados y esperados. La misión de Jesús se ha encontrado con desconfianza y cierres; sin embargo, es capaz de elevar la mirada al cielo y bendecir al Padre, que es el Señor del cielo y de la tierra. Junto con Cristo podemos contemplar dos órdenes de grandeza completamente distintos e irreductibles. Por un lado, está la grandeza según los criterios humanos, la de los sabios que se elevan sobre los demás por la presunta superioridad de su inteligencia; por otro, está la grandeza de Dios, que se hace pequeño para entregarse a los pequeños, se revela en la sencillez para hablar al corazón de los más sencillos. Jesús exulta por la humildad de Dios y la hace suya: el Hijo eterno conoce perfectamente al Padre, pero viene y se queda entre nosotros como el más pequeño de todos, para enseñarnos la humildad y la confianza como vía segura del conocimiento de Dios. La auténtica mística cristiana pasa por este camino. Lo que la distingue no son las visiones o revelaciones extraordinarias, sino la comunión con el Hijo, la asimilación a él, manso y humilde de corazón. La posibilidad de esa vida mística se nos ofrece a diario: podemos escuchar a Jesús, que nos invita a unirnos a él, a aprender de él, en cada circunstancia. Si somos capaces de responderle realizando el Evangelio -y podemos realizarlo plenamente incluso entre las paredes domésticas- entonces crecerá en nosotros una intuición sencilla e inefable de los misterios de la fe, y la vida cotidiana se convertirá en el lugar de nuestra exultación. Liberados del pesado fardo del obrar «por deber», así como de la tiranía de nuestro egoísmo, podremos asumir el «yugo suave» de Jesús, el mandamiento nuevo del amor, cuya «carga ligera» eleva hacia lo alto a quien la lleva.
La Palabra en el corazón de los Padres
El Señor llama diciendo: « Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviare». No llama a este o a aquel en particular, sino que se dirige a todos los que están atormentados por las preocupaciones, por la tristeza o se encuentran en pecado. Venid no porque yo quiera pediros cuentas de vuestras culpas, sino para perdonarlas. Venid no porque yo tenga necesidad de vuestras alabanzas, sino porque tengo una ardiente sed de vuestra salvación. Yo, en efecto, dice, os aliviare, os pondré en absoluta seguridad.
No os espantéis, por tanto, cuando oís hablar de yugo, porque ese yugo es suave, ni tengáis miedo cuando oigáis hablar de carga, porque es ligera. Entonces, por que ha hablado antes -diréis vosotros- de la puerta estrecha y del camino angosto? Nos parece así cuando somos perezosos y nos encontramos abatidos espiritualmente, pero si pones en practica y cumples las palabras de Cristo, la carga será ligera. Pero ¿como se puede cumplir lo que dice Jesus? Podrás hacerlo si te vuelves humilde, manso y modesto. Esta virtud es, en efecto, la madre de toda la filosofía cristiana. Por ese motivo, cuando Jesus empieza a enseriar sus leyes divinas, empieza por la humildad. Promete que esta gran virtud será recompensada. Esta no será -dice en sustancia- útil solo a los otros, porque vosotros seréis los primeros en recibir sus frutos, puesto que os sentiréis confortados en vuestras almas. El Señor te da ya, incluso antes de la vida eterna, la recompensa y te ofrece la corona del combate. «¿Que temes?» -parece decir el Señor-. ¿Temes parecer digno de desprecio, si eres humilde? Mírame a ml: considera todos los ejemplos que te he dado y entonces reconocerás claramente que gran bien es la humildad».
En consecuencia, no tengas miedo, ni huyas de este yugo que te libera de todos los otros. Sométete a él con gran fervor y reconocerás entonces cuan suave es. No te oprimirá el cuello, pues se te impondrá únicamente para enseriarte a caminar armoniosamente; te conducirá por la vía real y te preservará de los abismos que se abren a tus dos lados y, al final, te hará proceder con facilidad por el camino angosto. Así pues, ya que procura semejantes bienes y proporciona tal seguridad y alegría, llevemos este yugo con toda el alma y con todo el fervor del corazón. De este modo podremos encontrar alivio para nuestras almas aquí en la tierra y obtener los bienes eternos en el cielo, por la gracia y el amor de nuestro Señor Jesucristo (Juan Crisóstomo, Comentario al evangelio de san Mateo, 38, passim).