Mt 11, 25-27: Revelación a los sencillos
/ 15 julio, 2015 / San MateoTexto Bíblico
25 En aquel momento tomó la palabra Jesús y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. 26 Sí, Padre, así te ha parecido bien. 27 Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Juan Crisóstomo, obispo
Sermón: Se lo revelaste a los pequeños
Sermones sobre el Evangelio de Mateo, n° 38, 1
«Te doy gracias, Padre: Te doy gracias, Padre -dice- porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes».¿Cómo? ¿Es que el Señor se alegra que se pierdan los sabios y prudentes y que no conozcan estas cosas? — ¡De ninguna manera! No. Es que el mejor camino de salvación era no forzar a los que le rechazaban y no querían aceptar su enseñanza. De este modo, ya que por el llamamiento no habían querido convertirse, sino que lo rechazaron y menospreciaron, por el hecho de sentirse reprobados vinieran a desear su salvación. De este modo también, los que le habían atendido vendrían a ser más fervorosos. Porque el habérseles a éstos revelado estas cosas era motivo de alegría; mas el habérseles ocultado a los otros, no ya de alegría, sino de lágrimas. Y también éstas derramó el Señor cuando lloró sobre Jerusalén (Lc 19,41). No se alegra pues, por eso, sino porque lo que no conocieron los sabios, lo conocieron los pequeñuelos. Como cuando dice Pablo: Doy gracias a Dios, porque erais esclavos del pecado, pero obedecisteis de corazón a la forma de doctrina a que fuisteis entregados (Rom 6,17).
Llama aquí el Señor sabios a los escribas y fariseos, y lo hace así para incitar el fervor de sus discípulos, al ponerles delante qué bienes se concedieron a los pescadores y perdieron todos aquellos sabios. Mas, al llamarlos sabios, no habla el Señor de la verdadera sabiduría, que merece toda alabanza, sino de la que aquéllos se imaginaban poseer por su propia habilidad. De ahí que tampoco dijo: «Se les ha revelado a los necios», sino: a los pequeños, es decir, a los no fingidos, a los sencillos… Es una nueva lección que nos da para que nos apartemos de toda soberbia y sigamos la sencillez. La misma que Pablo nos reitera, con más energía, cuando escribe:»Si alguno entre vosotros cree ser sabio en este siglo, hágase necio para llegar a ser sabio (1 Cor 3,18).
Guillermo de San Thierry, monje
El espejo de la fe ,6; PL 180, 384; SC 301 (Liturgia de las Horas, Breviario común de doctores)
“Se lo revelas a los pequeños”
Oh alma fiel, cuando tu fe se vea rodeada de incertidumbre y tu débil razón no comprenda los misterios demasiado elevados, di sin miedo, no por deseo de oponerte, sino por anhelo de profundizar (como María): “¿Cómo será eso?” (Lc 1,34). Que tu pregunta se convierta en oración, que sea amor, piedad, deseo humilde. Que tu pregunta no pretenda escrutar con suficiencia la majestad divina, sino que busque la salvación en aquellos mismos medios de salvación que Dios nos ha dado.
Pues nadie conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre, que está en él; y, del mismo modo, lo intimo de Dios lo conoce sólo el Espíritu de Dios (1Co 2,11). Apresúrate, pues, a participar del Espíritu Santo: cuando se le invoca, ya está presente; es más, si no hubiera estado presente no se le habría podido invocar. Cuando se le llama, viene, y llega con la abundancia de las bendiciones divinas. Él es aquella impetuosa corriente que alegra la ciudad de Dios (Sal. 45,5). Si al venir te encuentra humilde, sin inquietud, lleno de temor ante la palabra divina, se posará sobre ti (Lc 1,35) y te revelará lo que Dios esconde a los sabios y entendidos de este mundo. Y, poco a poco, se irán esclareciendo ante tus ojos todos aquellos misterios que la Sabiduría (1Co 1,24) reveló a sus discípulos cuando convivía con ellos en el mundo, pero que ellos no pudieron comprender antes de la venida del Espíritu de verdad, que debía llevarlos hasta la verdad plena. (Jn 16,12- 13).
San Ireneo de Lyon, obispo
Tratado contra las herejías, IV, 6, 4.7.3
«Las has revelado a los pequeños»
El Señor nos enseña que la persona no puede llegar a conocer a Dios a no ser que el mismo Dios se lo manifieste; dicho de otra manera: no podemos conocer a Dios sin su ayuda. Pero el Padre quiere ser conocido: le conocerán aquellos a quienes el Hijo se lo revelará…. La palabra «revelará» no se refiere sólo al futuro, como si el Verbo no hubiera comenzado a revelar al Padre si no después de nacer de María, sino que se refiere a la totalidad del tiempo. Desde el principio, el Hijo, presente en la creación que él mismo ha modelado, revela el Padre a todos los que el Padre quiere, cuando quiere y como lo quiere. En todas las cosas y a través de todas las cosas, no existe más que un solo Dios Padre, un solo Verbo, un solo Espíritu y una sola salvación para todos los que creen en él.
En efecto, nadie puede conocer al Padre sin el Verbo de Dios, es decir, si el Hijo no se lo revela, ni conocer al Hijo sin el «beneplácito» del Padre… Jesús dijo a sus apóstoles: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Desde ahora lo conocéis y lo habéis visto.» (Jn 14,6-7).
Comentarios exegéticos
Autores Varios: Comentarios a la Biblia Litúrgica (NT): La revelación del Padre
Paulinas-PPC-Regina-Verbo Divino (1990), pp. 1005-1008.
11,25-30 (11,25-27/11,28-30).
Meteoro procedente del cielo joánico. Así ha sido llamada esta sección de Mateo. Y no faltan razones muy serias que justifican el que se la haya bautizado así. En ella es descrito el misterio de la filiación de Jesús, Hijo de Dios, de su relación con el Padre, con la terminología y profundidad que son peculiares del cuarto evangelio. Incluso se ha dicho que esta perícopa, originariamente, no perteneció al evangelio de Mateo sino al de Juan. Estas afirmaciones sólo en parte son aceptables.
La revelación de la paternidad divina, de que Dios es Padre, sobre todo de Jesús y, a través de él, de los creyentes, constituye el centro de gravedad más acusado de la predicación de Jesús (ver el comentario a 6,7-15). En la paternidad divina se halla resumido cuanto puede decirse de la relación de Dios con los hombres. En la filiación divina se halla resumido cuanto puede decirse de la relación del hombre con Dios. Es el mejor resumen del evangelio. Desde este punto de vista no era necesario que Mateo recurriese a Juan. Ambas tradiciones —la sinóptica y la joánica— dependen en este punto de la tradición y predicación más original.
La perícopa se halla estructurada en tres partes: a) acción de gracias al Padre por la revelación recibida; b) contenido de dicha revelación; c) invitación y llamada. Un esquema que no es nuevo. Se halla calcado en el mismo en que nos es presentada la Sabiduría (Eclo 51).
La primera parte del esquema, la acción de gracias, tiene como punto de referencia el rechazo que los escribas y fariseos habían hecho de la palabra de Jesús. Eran los doctos de la época, particularmente los escribas, los profesionales de la Ley. El misterio del Reino no es accesible a esta clase de sabiduría humana. La acción de gracias significa en este caso concreto la aceptación del plan o designio de Dios. Y este plan no puede ser aceptado más que por aquéllos que se presentan ante Dios conscientes de su vaciedad y pequeñez, con la pobreza sustantiva que caracteriza al ser humano, con la actitud de humilde y «desesperada» búsqueda de algo o Alguien que sea capaz de llenar la propia vida. Características que, por lo demás, pueden darse en la gente docta, en los doctores de la Ley, como lo demuestra el caso de Nicodemo (Jn 3,1ss). Dios no admite que el hombre entre en petulante competencia con él. La autosuficiencia será el obstáculo mayor para que el misterio de Dios se abra a ellos. El plan de Dios puede ser aceptado o rechazado por el hombre, pero no puede ser discutido.
La segunda parte del esquema habla de Jesús como el único revelador del Padre. Y lo hace utilizando las categorías de «conocimiento» y «revelación». La revelación de Dios, incluso en el grado del misticismo, era descrita en las religiones de la época -particularmente en aquéllas que habían sido influenciadas por la corriente de la gnosis— con estas categorías. Se hablaba de un conocimiento superior de Dios que, mediante determinados ritos, introducía al hombre en el mundo de lo divino. En el judaísmo se hablaba también de este conocimiento de Dios. Pero se afirmaba que Dios únicamente podía ser conocido por aquéllos que él había elegido. En definitiva, era el pueblo elegido el único conocedor de Dios. Dios le había entregado su propia revelación.
Jesús se presenta a sí mismo como el revelador del Padre, la plenitud de la revelación. Y esto es posible y se justifica desde su peculiar relación con el Padre, por su vida de intimidad con él desde toda la eternidad. El evangelio de Juan lo dice con mayor claridad: «hablamos de lo que sabemos, y de lo que hemos visto damos testimonio», «lo que ha visto y oído (el que viene de arriba) eso testifica», «el que Dios ha enviado, habla las palabras de Dios», «el Padre ama al Hijo y ha puesto en sus manos todas las cosas» (Jn 3,11.30ss).
La invitación-llamada está contenida en la tercera parte del esquema apuntado más arriba. La imagen del «yugo» perteneció, en primer lugar, a la relación «esclavo-señor». Después se aplicó a la relación «discípulo-maestro». Las alianzas humanas, y también la divinas se expresaban con las categorías de sumisión y obediencia. Cada maestro tenía un «yugo» que imponer a sus discípulos. Pero el yugo de Cristo es más suave que el que imponen otros maestros. El texto hace referencia, en primer lugar, al yugo de la ley de Moisés, particularmente duro en su aplicación por los escribas. Este yugo se imponía a todo judío piadoso. San Pedro lo calificará de «yugo insoportable» (He 12,10) y Jesús lanza duras invectivas contra los escribas por haber impuesto un fardo tan pesado a los hombres (23,4).
Mateo ha hablado ya ampliamente de las tremendas exigencias de Jesús. ¿Cómo puede afirmarse que su yugo es suave y su carga ligera? Jesús inculca al hombre el espíritu de la Ley, liberándolo de la esclavitud de la misma; manda que pidamos al Padre y nos da la garantía de ser escuchados por él; promete el Espíritu que viene en ayuda de nuestra flaqueza. Finalmente, él mismo se presenta como manso y humilde de corazón. Su yugo nada tiene que ver con la opresión, precisamente porque él viene al hombre con humildad (21,5), por el camino de la suprema humillación para hacerse uno de nosotros (Flp 2,5ss) revolucionando las estructuras, sobre todo, de la autoridad.
Bastin-Pinckers-Teheux, Dios cada día: Marcados a fuego
Siguiendo el Leccionario Ferial (4). Semanas X-XXI T.O. Evangelio de Mateo.
Sal Terrae (1990), pp. 112-114
Éxodo 3,1-6. 9-12.
Llegado al monte de Dios, un día que había llevado a su ganado más allá del desierto, Moisés oyó la llamada de Yahvé que le decía que tenía que liberar a sus hermanos. Así empieza la historia del Éxodo.
En esta montaña Moisés se encontró en presencia de lo sagrado. Se sintió al mismo tiempo fascinado y presa de un temor respetuoso. Tomó conciencia de que el suelo que pisaba era una tierra sagrada y dio una vuelta antes de acercarse cautelosamente a mirar. Después de él, Isaías en el templo y Pedro en su barca de pescador vivirán la misma experiencia, pues Dios llama siempre desde la oquedad de lo cotidiano. De momento, es un humilde pastor el elegido para ser guía de su pueblo. Pero introducirse en la experiencia de lo sagrado supone, en primer lugar, tomar conciencia de los límites de su condición de criatura humana y reconocer su pecado ante Dios, tres veces santo. Como para los profetas y más tarde para los apóstoles, la experiencia desemboca en una misión que hace comprobar al elegido la medida de su propia incapacidad. «Y quién soy yo para ir al Faraón y sacar de Egipto a los hijos de Israel?». Moisés tiene que aprender aún que cuando el Señor llama, también da la fuerza necesaria. Por el momento, le da un signo: una vez liberado, el pueblo acudirá a dar culto a Dios en la montaña en la que ahora se encuentra Moisés. «Servir a Dios en esta montaña» es el objetivo último del Éxodo. En efecto, el pueblo será liberado no para perder su identidad en una libertad anárquica, sino para servir de testimonio de la benevolencia divina en medio de las naciones. Los antiguos esclavos serán entonces el pueblo de Dios.
Salmo 102.
El salmo 102, que proviene seguramente de los ambientes piadosos del templo, invita a la alabanza.
Mateo 11, 25-27.
«Porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes y se las has dado a conocer a los sencillos y pequeños». Estas palabras de Jesús se relacionan habitualmente con Dn 2. Se trata, en efecto, de una revelación. De una parte, están los magos caldeos, que se muestran incapaces de interpretar el sueño de Nabucodonosor, cosa que tampoco pueden hacer los sabios (léase: los escribas), tan ocupados en escrutar la Ley que no aciertan a interpretar los signos de los tiempos; de otra parte están los humildes (los discípulos), que se reúnen con Daniel y sus compañeros.
¿Qué es lo que se oculta a los primeros y es revelado a los segundos? Es el advenimiento del reino de Dios (Dn 2, 44). Daniel lo ha identificado en el sueño del rey; los discípulos lo disciernen en las obras de Jesús. En efecto, mientras que Juan Bautista había hablado de un juicio temible (cfr. Mt 3, 12), Jesús se ha presentado como «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29), como un sencillo, un auténtico discípulo del Padre que, en el bautismo, se ha reconocido en El. Los secretos del Reino le han sido confiados para que los revele a quienes se muestren dignos de ello. En efecto, el conocimiento de estos misterios no es en modo alguno privilegio de una secta de iniciados, sino que pertenece a los «corazones puros», es decir, a todos aquellos a los que Dios hace capaces de adivinar, más allá de las palabras y de los gestos de Cristo, la intimidad unificadora del Padre y del Hijo. Estos son verdaderos profetas.
«Apacentaba Moisés el ganado de Jetró, su suegro» Después de haber vuelto a los suyos y de no haber sido reconocido, el pastor Moisés no tiene otra perspectiva que la de viajar indefinidamente con los rebaños de su suegro a través de los paisajes desérticos, sin punto de referencia. Y de pronto, bruscamente, un acontecimiento brota en el relato: «Se le apareció el Ángel de Yahvé…» La visión rompe toda norma y toda referencia. «La zarza ardía y no se consumía…» «Quita las sandalias de tus pies, que el lugar en que estás es tierra santa». ¿Quién es Dios, que ve la miseria de su pueblo y quiere llevarlo inmediatamente hacia la tierra de la libertad? Moisés se acerca al fuego, y su destino estará ya para siempre marcado por este encuentro: «¿Quién soy yo ?… «Yo te envío, yo estaré contigo».
Hermanos, ¿habéis mirado durante largo tiempo el fuego, el fuego que arde en la noche? Fascina, atrae, vive, pero no lo podemos coger ni tocar. ¡Fuego de Dios! Dios es ese «Yo soy»; su nombre es indescriptible, misterio insondable que nos hace contemplar incansablemente hasta fundirnos en El y no ser más que una sola cosa con El. Dios nos dirá su nombre y estaremos marcados para siempre con el fuego encendido, y llevaremos en nosotros la cicatriz de su pasión devoradora. Nadie puede ver a Dios sin que sus ojos resulten quemados por el fuego del Espíritu Santo. Nadie puede probar a Dios sin que su corazón conozca una nueva hambre. Nadie puede creer sin que su plegaria se convierta en grito de un inmenso deseo. Nadie puede hablar de Dios sin conocer el silencio, pues el nombre de Dios está más allá de las palabras que lo nombran.
«Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar». ¿Quién hablará de la gloria de Jesucristo, hombre entre los hombres, icono de Dios bajo los rasgos del más humilde de los hombres? Dios no hace ruido. Se revela entre los signos de su presencia, a través de la fe. Una fe ardiente como un amor. » ¡Yo te alabo, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes y se las has dado a conocer a los sencillos!». Sólo un corazón de niño puede acceder al amor verdadero, a la fe. Es conveniente para nosotros que el fuego nos impida aproximarnos: no podemos contemplar a Dios como se sopesa un ídolo. «Nadie conoce al Hijo, sino el Padre». Es conveniente para nosotros contemplar a Jesús con el rostro cubierto, pues no se puede hablar de Él como se hace la demostración de un teorema.
Moisés se cubrió el rostro, pues temía mirar a Dios. Pronto conocerá verdaderamente a Dios: cuando su pueblo deje la tierra de esclavitud, verá a Dios, «que ha visto la aflicción de los suyos y escuchado su clamor». Sólo se conoce de veras el fuego cuando se ha sentido en la propia carne su mordedura. Nosotros sólo conocemos verdaderamente la fe cuando sentimos en nuestro interior la quemadura del Espíritu Santo. Dios se revela a nosotros «de espaldas»; hasta el día de la comunión eterna, en que le veremos frente a frente, sólo sabremos por su huella que El ha estado allí; en un fuego que no se consume, en una palabra que no agota su misterio, en un rostro que siempre queda por descubrir, en un signo que nos remite siempre a un más allá ardiente.
Zarza ardiente, fuego que arde sin consumirse,
Dios sólo se da a conocer a los corazones
que conocen la mordedura del Espíritu.
¿Aprenderemos su nombre
en los humildes signos que nos ofrece? ¿Tendremos un corazón de niño
para reconocer esa voz que despierta en nosotros la fe?
Como fuego que va y viene en la noche,
así tu mirada horada lo más profundo de nuestros silencios.
¡Como una llamarada que hace de pronto nacer el día,
así tu Espíritu atraviesa el vacío de nuestras esperanzas!
Como una chispa capaz de abrasar el horizonte,
así tu Aliento aviva nuestros amores.
¡Dios de la Zarza ardiente, te alabamos!
¡Santa es esta tierra
en la que tu amor arde sin consumirse,
santo este lugar
en el que nos llamas por nuestro nombre!
No permitas, Señor,
que pronunciemos el tuyo
sin haber escuchado tu palabra;
no permitas que oigamos a nuestros hermanos
sin haberles revelado antes tu amor.
Biblia Nácar-Colunga Comentada: Castigo.
Cristo proclama la fe como don del Padre y revela Su Naturaleza, 11:25-27 (Lc 10:21-22).
Este pasaje lo traen Mt y Lc. La fórmula vaga con que lo citan ambos no permite fijar su cronología (εν εχεί’νω τω χαφω). En ambos se ve una unión lógica con el distinto pasaje anterior que citan, como clave de explicación última del rechazo del misterio de Cristo en las ciudades citadas (Mt), o del verdadero motivo por qué alegrarse los setenta y dos discípulos al retorno de su misión (Lc).
Este pasaje es, doctrinalmente, de un gran valor.”La perla más preciosa de Mateo,” lo llama Lagrange. Es una revelación o sugerencia fortísima de la divinidad de Cristo. Se ha dicho de él que es “un aerolito caído del cielo de Juan.” Conceptualmente, se entronca con Juan. Sin embargo, Cerfaux, reaccionando contra la opinión corriente, ha hecho ver que es un logion que utiliza un vocabulario ajeno a Juan, y que presenta una teología que no tiene su equivalente exacto en el cuarto evangelio, sino que, por el contrario, encuentra buenos paralelos en los Sinópticos y en la literatura judía.
Mt dice que “entonces” Jesús “habló” (άποκρθε’ς). El término que usa parecería que responde a una pregunta, pero no es más que la traducción material de un término hebreo («anah), que lo mismo significa “responder” que “tomar la palabra,” “hablar.” Lc, en el lugar paralelo, matiza el estado en que Cristo se encontraba. Por acción del Espíritu Santo “se llenó” de gozo y exclamó: “Es un hecho único en lo que se conoce, evangélicamente, de la historia de Cristo.”
Los “sabios” de que habla (σοφών) son los que poseen la sabiduría (hakan), y los “prudentes” (συνετών = ‘arum) son los que poseen la habilidad de conducirse en los negocios de la vida. Ambos tienen valor pleonástico por el ser humano de valer en la vida (Is 29:14-19). Aquí se refiere a los fariseos — “sabios” — ν a los dirigentes judíos – “prudentes” —. A éstos ocultó el Padre el misterio del reino (ταύτα) que reveló a los “pequeños” (νηπίοις), a los que culturalmente podían no ser más que niños, y a los que se equiparaban a ellos por su simplicidad y por ser considerados en la antigüedad casi como sin valor. Y el reino es don del Padre y no exigencia de clases. Probablemente aquí se refiere a los apóstoles. En el contexto, Lc se dirigía a los “discípulos” (Lc 10:23). Sin embargo, el contexto es incierto, pues Mt trae esta segunda parte en otro contexto (Mt 13:16.17).
Luego se goza en la libérrima voluntad de esta economía divina del Padre: “Porque te plugo,” expresión frecuente en los escritos talmúdicos. El gozo de Cristo no es por la ceguera de ellos, sino porque la causa de todo esto es el plan inescrutable de la voluntad de Dios.
El v.27 es de una importancia muy grande. Se pueden distinguir en él tres ideas:
a) “Todo me ha sido entregado por mi Padre.”
b) “Y nadie conoce al Hijo sino el Padre.” “Y nadie conoce al Padre sino el Hijo.”
c) “Y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo.”
a) Primeramente, Jesucristo dice que el Padre “le dio todas las cosas” (πάντα μοι παρεδόθη). Conceptualmente tiene su entronque con Jn: “El Padre ama al Hijo y ha puesto en sus manos todas las cosas” (πάντα δέδωχεν) (Jn 3:35). El Padre le dio todas las cosas (πάντα εδωχεν) (Jn 13:3). Los pasajes de Jn hablan no de la naturaleza divina, sino del poder incomparable que el Padre confiere a Cristo por razón de su unión hipostática. También se pensó por algún autor si este “todas las cosas” no se referirá sólo a su función mesiánica. Pero todo depende del valor que se dé a la otra parte del versículo b).
b) La segunda afirmación de Cristo es que “nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo.” ¿Qué valor tiene esta afirmación tan exclusiva y excepcional?
La afirmación es correlativa. Pero en el texto se refiere al conocimiento. Filológicamente, el verbo que usa (επιγινώσχει) había de traducirse, por su estructura, por un sobreconocimiento. Pero en la koiné se prefieren los verbos compuestos, sin que ello incluya, de suyo, un matiz especial. Lc en el mismo pasaje usa el verbo simple (ΐνώσχε)·
En esta enseñanza de Cristo, ¿se pretende sólo enseñar el hecho de su mesianidad? ¿O enseñar o sugerir fuertemente además su filiación divina? Las razones que llevan a esto son las siguientes: 1) Extraña el énfasis que se pone en este conocimiento que existe entre el Padre y el Hijo. Era tema demasiado evidente en la Escritura el conocimiento que Dios tiene de todas las cosas. Se lo caracteriza como un atributo suyo propio, llamándole el “Conocedor de los corazones” (Act 1:24). Por eso este conocimiento del que aquí se trata debe de ser algo profundísimo, ya que invoca el atributo divino de la sabiduría como el único que puede comprender este mutuo “conocimiento” de quién sea el Padre y el Hijo.
2) Este conocimiento es trascendente. Es algo reservado al Padre y al Hijo. Por eso, si los hombres lo saben, es debido a una “revelación del Hijo” (v.27). Y esta revelación es la obra de Cristo.
3) Esta “revelación” es ciertamente que El es el Mesías, el Hijo de Dios; pero no sólo en lo que tiene de hecho ser el Mesías, sino que ha de ser en cuanto va descubriendo su verdadera naturaleza divina con palabras y obras.
J. Jeremías piensa que la frase fuese, primitivamente, de “estilo parabólico” y usada por Cristo en forma “adaptada”: el conocimiento que se tienen un padre y su hijo. Que un padre y su hijo se conozcan íntima y perfectamente no es verdad; es, en realidad, una familiaridad muy relativa. Aparte que otras personas pueden conocer a otro “padre” mucho mejor que sus mismos hijos, sin falta de que el “hijo” se lo “revele”: único modo, aquí, de conocerle (v.27d). Se quería decir, en la hipótesis parabólica, que el artículo de el Hijo correspondería al hijo determinado de la parábola. Todo esto es muy hipotético, y en este contexto no interesa, pues está perfectamente explicado — incluso a pesar de su “adaptación” a Cristo como Hijo — que recibe “todo,” incluido el “conocimiento” excepcional, de “mi Padre” (υπό του πατρός μου) (ν.27) que es el “Padre” celestial del v.25. “Abba” es el substractum arameo de la palabra “Padre” o”w¿ Padre.” Si Mt en el v.27bc no pone la forma “mi Padre,” y lo pone en el v.27a, es que respeta el original de Cristo, llamando al Padre (Dios) “mi Padre.”
En las concepciones judías, el Mesías era calificado como Hijo de Dios por excelencia. Pero no pasaba de un sentido moral de adopción y especial providencia sobre él, ya que éste había de proceder por sola vía humana de la casa de David.
Como se está en una línea de “conocimiento” de Padre-Hijo, si esta filiación y paternidad no es metafórica, ha de ser real.
Pero es difícil pensar que aquí no trascienda el sentido metafórico de simple mesianismo humano, y no ya por el intento de los evangelistas de este logion, que lo presentan en varios pasajes evangélicos como Dios, sino por algún hecho concreto en su momento histórico. Tal es el pasaje, que traen los tres sinópticos, sobre la pregunta que hace Cristo a los fariseos sobre el origen del Mesías, para sugerir que éste no es solamente de origen davídico, sino también de origen “daniélico” – trascendente: divino (cf. Comentario a Mt 22:41-46). Por eso, en el contexto del evangelio total de Mt, esta enseñanza de Cristo se refiere a un “conocimiento” no sólo muy superior al de los profetas, sino a un conocimiento que corresponde al alma de Cristo por ser él de naturaleza divina: el Hijo de Dios.
4) A esto mismo lleva el que este pasaje de Mt-Lc se entronca, por semejanza conceptual, con otros pasajes del evangelio de Jn, en los que se habla claramente de la divinidad de Cristo como Verbo encarnado (Jn 5:10-40; 7:25-29), sólo que la formulación de este pasaje Mt-Lc es aún más vigorosa que la que tiene en los mismos pasajes aludidos de Jn.
Un autor resume así el valor de este texto: “Pasaje de tono joánico, pero bien atestiguado en Mateo, lo mismo que en Lucas, y de primera importancia, porque se manifiesta, con el más primitivo fondo de la tradición sinóptica, una conciencia clara de la filiación divina de Jesús.”
5) A la hora de la composición de los evangelios, este lenguaje difícilmente podría entenderse de otra manera que de la divinidad de Cristo (cf. Mt 12:6.8). Tal era, al menos, su valoración por la Iglesia de los evangelios. El tema de la revelación de “más que Mesías,” es el que éste es el Hijo de Dios.
Cristo, al hablar de este conocimiento, para algunos, lo hace como Verbo divino. Esta posibilidad no puede negarse. Sería un caso de “communicatio idiomatum.” Pero no parece probable. A Cristo en los evangelios, incluido Jn, se le presenta hablando y obrando como Verbo encarnado. Y por razón de la persona divina es y puede llamarse en verdad Hijo de Dios.
Y en cuanto a ese conocimiento excepcional que Cristo tiene de su Padre, puede muy bien ser el conocimiento, no solamente el sobrenatural, sino el absolutamente único que el alma humana de Cristo tiene por su “visión beatífica”. Así ve su filiación divina y la correlativa paternidad divina de Dios.
c) La última parte del versículo enseña que, si este conocimiento es absolutamente trascendental a los seres humanos, el Hijo encarnado es el que puede revelarlo (v.27c; Jn 1:18).
W. Trilling, El Nuevo Testamento y su Mensaje (Mt)
Herder (1980), Tomo I, pp. 255-260.
Se revela la salvación (11,25-27).
A continuación siguen tres versículos de gran alcance sobre la gloria de Dios. El evangelista los hace resaltar con la frase introductoria «en aquel tiempo». Los dos primeros versículos son una alabanza al gran Dios, que se ha revelado a los pequeños y a la gente sencilla (ll,25s). El tercer versículo da una profunda visión del íntimo misterio de Jesús (11,27).
25 En aquel tiempo tomó Jesús la palabra y exclamó: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra; porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos, y 26 las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre; así lo has querido tú.
En el evangelio solamente aquí encontramos el solemne tratamiento: Padre, Señor del cielo y de la tierra. Antes Jesús hablaba del Padre, de su Padre o de nuestro Padre, con el íntimo acento familiar que tiene este tratamiento. Aquí ahora se dice expresamente que el Padre también es el Creador omnipotente y el Señor del mundo. Es el Dios que «al principio creó» (Gen 1,1) el mundo, el cielo y la tierra, y ahora los conserva en su subsistencia. Fuera de él no hay otro Dios. Todo lo que todavía existe en el mundo universo, está subordinado a él, como a Señor supremo.
El solemne tratamiento aquí muy significativo, porque nos hace apreciar en lo justo las siguientes palabras. En efecto, este Dios grande, que todo lo conserva, ha ofrecido su revelación a la gente sencilla. Dios no ha elegido la gente entendida y prudente. Jesús no dice lo que Dios ha dado a conocer, sino solamente «estas cosas». Por el Evangelio que hemos leído hasta ahora, sabemos que refiere todo el mensaje de Jesús anunciado con palabras y con milagros. Jesús ha dedicado la primera bienaventuranza a los pobres en el espíritu (5,3), ha buscado a los pequeños, a los desechados y despreciados, sobre todo a los incultos. A éstos ha llamado para ser sus discípulos, éstos han creído en él y le han rogado que hiciera milagros, como la mujer que padecía flujo de sangre, o los dos ciegos. Parece casi como una predilección de Dios, como una debilidad por los que no valen nada en el mundo.
Los sabios y entendidos se marchan vacíos. Ante ellos se oculta el misterio de Dios, de tal forma que no lo ven ni conocen, no lo oyen ni creen. Como en el Antiguo Testamento, así también aquí la aceptación o repudio se adjudica solamente a Dios. Él es quien abre el corazón o bien lo endurece, como el caso del faraón. Pero eso no sucede sin la propia decisión del hombre, sino que en cierto modo es tan sólo la respuesta de Dios a su alma, ya cerrada, que se ha vuelto impenetrable para la palabra de Dios. Aunque por razón de sus dones espirituales, de sus conocimientos y de su inteligencia tendrían que ser especialmente adecuados para entender el lenguaje de Dios, se cierran ante este lenguaje, que permanece oculto para ellos,
Jesús sobre todo ha de pensar en los escribas. Han utilizado su entendimiento para formarse una idea cerrada de Dios y del mundo, y no están dispuestos a oír y aprender de nuevo. Creen que conocen bien a Dios y que poseen la verdadera doctrina.
Ésta es la eterna tentación del espíritu humano desde el momento en que el tentador insinuó a Eva que se les abrirían los ojos y serían semejantes a Dios, si comieren del árbol del conocimiento…
Así pues, Dios sólo puede contar con los sencillos que se descubren* y creen con llaneza. ¡Qué singular trastorno del orden! Y sin embargo Dios elige este camino, porque es el único por el que puede llegar su mensaje. Este camino corresponde a su voluntad, le es muy agradable. ¡Cuántas cosas se entienden en el mundo, si se tienen en cuenta estas palabras!
27 Todo me lo ha confiado mi Padre. Y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo.
Aquí se habla del conocimiento. No es una ciencia del entendimiento, una comprensión con sus ideas y consecuencias. Conocer en la Biblia tiene un significado mucho más extenso. La imagen del «árbol de la ciencia del bien y del mal» en el paraíso del Edén designaba unos conocimientos amplios, una inteligencia inmediata de las razones y causas de las cosas. Además el verbo conocer indica que se está familiarizado con otra cosa, designa la aceptación juiciosa y la apropiación amante de una cosa. Participan por igual en la acción de conocer la voluntad, los sentimientos y la inteligencia. Por eso la Escritura puede designar con el verbo «conocer» el encuentro, más íntimo del hombre y de la mujer en el matrimonio. Si Dios conoce al hombre, lo penetra por completo con su espíritu y al mismo tiempo le abraza con amorosa pro-
pensión. Conocer y amar son entonces una misma cosa. Dice Jesús: Nadie conoce al Hijo sino el Padre, el mismo Padre, que acaba de ser ensalzado como Señor del cielo y de la tierra (11,25). El Hijo es el mismo Jesús, ya que llama a Dios su Padre. Aquí por primera vez nos enteramos de esta profunda relación entre Dios y Jesús, que aquí habla como un hombre entre los hombres. Las
imágenes Padre e Hijo, tomadas de nuestra experiencia en el orden natural, soportan el misterio que hay en Dios. Sólo un ser comprende por completo al Hijo con un conocimiento amoroso, de tal forma que no quede nada por explorar: el Padre.
Aún es más asombrosa la oración inversa: Y nadie conoce al Padre sino el Hijo. Jesús hasta ahora siempre había hablado de Dios con reverencia y humilde devoción, y así también lo continúa haciendo en adelante. También para él, que aquí habita como un hombre entre los hombres, Dios es el gran Dios y Padre bondadoso. Pero en la profundidad de su ser Jesús es igual al Padre, también le conoce plena y totalmente. Más aún, ni hubo ni hay nadie más en el mundo que tenga tales conocimientos, sino él. Jesús es Dios.
Es el único pasaje en los evangelios sinópticos, en que esté tan claramente expresada la filiación divina del Mesías. Estas palabras están solitarias y grandiosas en este pasaje. Como a través de una rendija en las nubes estas palabras nos dejan dirigir la mirada a las profundidades del misterio de Dios. Debemos aceptar estas palabras respetuosamente y como «gente sencilla».
Pero el Hijo no posee este conocimiento para sí solo, sino que debe retransmitirlo. Su misión es revelar el reino de Dios. Lo que se acaba de decir de Dios, también es la obra del Hijo: Y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo. Se le ha encomendado esta revelación, ya que el Padre se lo ha confiado iodo. En último término parece ser indiferente que se declare algo del Padre o del Hijo. El Padre se lo ha encomendado todo, toda la revelación, luego el Hijo puede disponer libremente de ello, y comunicarlo a quien lo quiera comunicar. Y no obstante sigue siendo siempre la palabra y la obra del Padre. Porque ellos son un solo ser en su recíproco conocimiento y amor. Lo que dice Jesús, incluso de sí mismo, es como un obsequio que viene a nosotros de las profundidades de Dios. No es fácil penetrar en ellas. Entonces los judíos se escandalizan. Este escándalo también está al acecho en nosotros. ¿Cómo puede hablar así un hombre? ¿No es el hijo del carpintero? No se entiende nada, si se procede en este particular con la comprensión crítica, como ya hicieron los adversarios en el primer tiempo del cristianismo. Se entiende tan poco como entendió aquella «generación», que no pudo emprender nada ni con Juan el Bautista ni con Jesús. Aquí sólo viene a propósito la abierta disposición de la «gente sencilla», no la arrogante seguridad de un «sabio» y «entendido». «Quien no recibe como un niño el reino de Dios, no entrará en él» (Mc 10,15).
Ver además
Para la Catena Aurea y otras homilías de este pasaje, ver aquí.