Mt 9, 35—10, 1.6-8: Compasión hacia la muchedumbre y misión de los Doce
/ 6 diciembre, 2013 / San MateoEl Texto
9–35 Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando todo enfermedad y toda dolencia.
36 Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor. 37 Entonces dice a sus discípulos: «La mies es mucha y los obreros pocos. 38 Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies.»
10–1 Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia.
6 [les dijo] dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. 7 Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. 8 Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis.
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 32,2-4
9, 35-38. El Señor quiso refutar con sus acciones la acusación de los fariseos cuando decían: «En nombre del príncipe de los demonios, arroja a los demonios», pues el demonio no se venga haciendo bien a los que le ultrajan, sino haciéndoles daño. Y el Señor hace lo contrario; puesto que no castiga, ni aun increpa a los que le afrentan y ultrajan, sino que los colma de beneficios, por eso se dice: «Y recorría Jesús todas las ciudades y castillos»: en cuyo proceder nos enseña, no a devolver a una acusación otra acusación, sino a responder con beneficios. Aquel que después de ser acusado, deja de hacer el bien, da a entender que hace el bien por el aplauso de los hombres, pero si hiciéremos constantemente el bien a nuestros semejantes, sean quienes quieran, tendremos una grandísima recompensa.
No consiste en esto solamente la bondad de Cristo, sino que abriendo las entrañas de su misericordia para con aquel pueblo, les manifiesta la solicitud que tiene para con ellos, según aquellas palabras: «Y al ver las turbas se compadeció de ellas».
Esta es la condenación de los príncipes de los judíos, pues siendo ellos pastores se portaban como lobos, porque no sólo no corregían al pueblo, sino además le perjudicaban cuanto podían para utilidad propia, por eso el pueblo decía con admiración: «Jamás ha sucedido en Israel una cosa parecida» y los fariseos, por el contrario: «arroja al demonio en nombre del príncipe de los demonios».
Jesús se declara abiertamente Señor de la mies. Si bien es cierto que manda a los Apóstoles a segar la mies que ellos no sembraron, no los manda, sin embargo, a segar mieses ajenas, sino a aquellas cuyas semillas sembró El mismo por medio de los profetas. Pero no siendo más que doce los Apóstoles, exclamó: «Rogad al Señor de la mies, que mande operarios a su mies». Y aun cuando El no aumentó el personal, lo multiplicó, sin embargo, no en cuanto al número, sino en cuanto al poder que les dio.
El nos manifiesta cuán grande es la gracia, esto es, la de ser llamado a predicar convenientemente la palabra de Dios, diciéndonos que a este fin debemos dirigir nuestras súplicas. Nos hace mención en este pasaje de las palabras de Juan sobre el arca, el bieldo, la paja y el grano.
10, 1. No sólo les inspira confianza llamando a su ministerio misión para la mies, sino también dándoles poder para el desempeño de este ministerio, según aquellas palabras: «Les dio potestad sobre los espíritus inmundos para que los arrojaran y para que curasen todo decaimiento y toda enfermedad».
10, 6-8. Mirad la oportunidad de la misión: los envía precisamente después que vieron resucitar a un muerto, increpar al mar y otras obras parecidas y después que recibieron de palabra y de obra una demostración suficiente de la divinidad de Jesús.
Los envía el Señor primeramente a la Judea, como a una escuela, para que, ejercitados en ella, aprendieran a luchar contra todas las naciones y por eso los trata como a débiles pajarillos a quienes excita la madre al vuelo.
Para que no creyeran los judíos que Jesús les tenía odio por haberle ellos ultrajado y haberle llamado poseído del demonio, tuvo El particular empeño en corregirles, prohibiendo a sus discípulos cualquier otro ministerio y enviándoles médicos y doctores. No sólo prohibió a sus discípulos el que anunciaran el Evangelio a otros antes que a los judíos, sino que ni les permitió el que viajaran por los caminos que van a donde estaban los gentiles, por las palabras: «No vayáis por los caminos de los gentiles». Y aunque los samaritanos eran más fáciles de convertir al Evangelio, sin embargo, porque eran enemigos de los judíos no quiso que se predicase el Evangelio a los samaritanos antes que a los judíos. «Y no entraréis, dice, en las ciudades de los samaritanos»
Separando él sus discípulos de los samaritanos y mandándoles a los hijos de Israel, a quienes llama ovejas que perecen y no ovejas que se separan, nos significa el Señor cómo El puso en juego todos los medios para perdonarles y atraerlos.
Vosotros veis la grandeza del ministerio; veis la dignidad de los apóstoles; no les manda, como a Moisés y a los profetas que nos anuncien cosas sensibles, sino cosas nuevas y fuera de la opinión de los hombres. Porque aquellos anunciaron los bienes de la tierra y éstos el reino del cielo y cuantos bienes se encierran en él.
Pero después que el respeto a la fe se extendió por todas partes, fueron, si efectivamente los hubo también después, menos y más raros. Dios suele hacer esos prodigios cuando los males han adquirido toda su manifestación, porque entonces es cuando hace ver su poder (homiliae in Matthaeum, hom. 32,7).
Ved aquí, cómo el Señor atiende a las costumbres no menos que a los milagros, para darnos a entender que sin las costumbres, de nada valen los milagros y cómo abate el orgullo de sus discípulos con las palabras: «Recibisteis gratuitamente y os mando que estéis limpios de toda afición al dinero». O también para demostrarles que ellos nada dan de sí mismos, les dice: «Recibisteis gratuitamente», que es como si dijera: «Nada dais vosotros de lo vuestro en aquello que distribuís, porque no lo habéis recibido ni por vuestro trabajo, ni como por salario vuestro y puesto que es una gracia mía, dadla como tal a los otros, porque no es justo recibáis por ella precio alguno».
San Jerónimo
9, 35-38. Vemos cómo el Señor predica el Evangelio indistintamente en las aldeas, en las ciudades y en los pueblos, es decir, en los grandes y pequeños centros de población. Porque El no mira el poderío de los nobles sino a la salvación de los creyentes, así se dice: que enseñaba en la sinagoga, es decir, llenaba la misión que le había encomendado el Padre y satisfacía su sed de salvar por medio de su palabra a los infieles.
Después de predicar y de enseñar curaba todas las tristezas y enfermedades, con el objeto de persuadir con las obras a los que no había convencido con la palabra y por esta razón se dice: «Curaba todo abatimiento y enfermedad»; con razón se dice de El: nada le es imposible.
La mucha mies significa la multitud de pueblos y los pocos operarios la escasez de maestros.
10, 6-8. No es contrario este precepto al que les impone después: «Id y enseñad a todas las naciones» (Mt 28,19), en atención a que les fue impuesto este último después y el otro antes de la resurrección. Convenía que se anunciase primero el Evangelio a los judíos, a fin de que no se excusasen diciendo que el Señor los había alejado de El enviando a sus Apóstoles a los gentiles y a los samaritanos.
En sentido figurado se nos manda a nosotros, que somos tenidos como cristianos, el que no vayamos por el camino de los gentiles o de los herejes y puesto que estamos lejos de ellos por nuestras creencias, lo estemos también con nuestra conducta.
Les da la potestad de hacer milagros, para que todos creyeran a aquellos hombres campesinos, sin gracia ni elocuencia, ignorantes y sin letras que prometían el reino de los cielos; a fin de que la grandeza de las obras fuera una prueba de la grandeza de las promesas.
Y puesto que los dones sobrenaturales pierden su valor cuando media alguna recompensa temporal, por eso condena la avaricia en los términos siguientes: «Dad gratuitamente lo que gratuitamente recibisteis; yo vuestro maestro y Señor, os he repartido todos estos dones sin recompensa; luego dadlos también vosotros sin recompensa».
Remigio
9, 35-38. Debe entenderse de Dios; porque aunque habla de las promesas temporales, esto no constituye el Evangelio. De aquí es, que a la ley no se la llama Evangelio; porque no prometía bienes celestiales sino temporales, a los que la observaban.
Debe tenerse presente, que a los que curaba exteriormente en el cuerpo, los curaba también interiormente en el alma: cosa que no podía hacer nadie por su propio poder, sino por consentimiento de Dios.
Se mostró en esto el Señor como un buen pastor y no como un pastor contratado. Esta es la razón que tenía para compadecerse de ellos: «Porque eran atropellados y agobiados de males, como las ovejas que no tienen pastor». Eran maltratados por los demonios y por las diversas enfermedades y abatimientos que los consumían.
Desde el momento en que el Hijo de Dios miró desde el Cielo a la tierra, a fin de escuchar los lamentos de los que estaban encadenados (Sal 101), comenzó a tomar incremento la mucha mies que había; porque si no hubiera puesto sus ojos en la tierra el autor de la salvación de los hombres, no se hubieran acercado éstos a la fe, por eso dijo a sus discípulos: «Ciertamente hay mucha mies; pero los operarios son pocos»:
Pequeño era el número de los Apóstoles en comparación de mies tan extensa. Y el Salvador por esta razón exhorta a sus predicadores (esto es, a los Apóstoles y a sus discípulos), a que todos los días pidan se aumente su número, por eso añade: «Rogad, pues, al Señor de la mies que mande sus operarios a su mies».
O también los aumentó cuando designó otros setenta y dos, o cuando el Espíritu Santo descendió sobre los creyentes y formó multitud de predicadores.
10, 1. El Evangelista nos dijo más arriba que exhortó el Señor a sus discípulos a que suplicasen al señor de la mies, a fin de que mandara operarios a su mies; su exhortación obtuvo cumplimiento ahora. Porque el número doce es número perfecto, porque viene del número seis que también lo es, puesto que sus funciones uno, dos y tres forman en sí mismas un todo perfecto y el número doce no es más que el doble de seis.
Nos demuestra en este lugar Jesús que no era uno solo y leve el sufrimiento de la multitud, sino de muchas maneras y por esto se compadeció de ellos y dio poder a sus discípulos para que los curasen y les dieran la salud.
10, 6-8. Los enfermos son los indolentes, que no tienen fuerzas para hacer buenas obras; los leprosos son los sucios o por sus acciones, o por sus deleites carnales; los muertos los que practican obras de muerte; endemoniados los que están sujetos al imperio del demonio.
San Hilario, in Matthaeum, 10
9, 35-38. Una vez concedida en sentido místico la salud a las naciones, todas las ciudades y castillos quedan iluminados por el poder y presencia de Cristo y limpios de todas las enfermedades dependientes de su antigua postración. Tuvo el Señor compasión del pueblo atormentado por la violencia del espíritu inmundo y agobiado por el peso de la Ley, porque aun no tenía pastor que le volviera a la vigilancia del Espíritu Santo. El fruto de esta gracia era muy abundante y su abundancia supera a las necesidades de todos los que lo desean, porque por grande que sea la cantidad que cada uno tome, es aun mucha la que queda para dar y como hay necesidad de gran número de operarios que lo distribuyan, nos manda que pidamos al Señor de la mies que nos envíe gran número de distribuidores de este don del Espíritu Santo, porque mediante la oración nos concede el Señor esta gracia.
10, 6-8. La Ley debía tener la preferencia del Evangelio, e Israel debía ser menos excusado con respecto a su crimen, por cuanto él había sido con más frecuencia y diligencia exhortado a la corrección.
Aunque El los llama ovejas, ellos, sin embargo, se ensañaron contra Cristo con sus lenguas y sus mordeduras, como si fueran lobos o víboras.
Todo el poder del Señor pasa a los Apóstoles, a fin de que todos los que estaban prefigurados en Adán y en la semejanza de Dios, consiguiesen ahora la imagen perfecta de Cristo y corrigiesen ellos mismos por la comunicación del poder divino todos cuantos males había introducido el instinto de Satanás en el cuerpo de Adán.
Rábano
9, 35-38. O también eran maltratados por los distintos errores que profesaban y estaban agobiados, esto es, entorpecidos e incapaces de levantarse porque aunque tenían pastores, era como si no los tuviesen.
10, 1. El número doce, que viene del tres y del cuatro, nos dice que los Apóstoles predicarán la fe de la Santa Trinidad por las cuatro regiones de la tierra. Muchas figuras tenemos en el Antiguo Testamento de este número doce; los doce hijos de Jacob (Gén 35); los doce príncipes de los hijos de Israel (Núm 1); las doce fuentes vivas en Elim (Ex 15); las doce piedras en el pectoral de Aarón (Ex 39); los doce panes de la proposición (Lev 24); los doce exploradores enviados por Moisés (Núm 13); las doce piedras de que se formó el altar (1Re 18); las doce piedras sacadas del Jordán (Jos 4); los doce bueyes que sostenían el mar de bronce (1Re 7) y en el Nuevo Testamento: las doce estrellas que brillaban en la corona de la Mujer (Ap 12); los doce fundamentos de Jerusalén que vio San Juan y las doce puertas (Ap 21).
10, 6-8. Se dice aquí que se aproxima el reino de los cielos, no por algún movimiento de los elementos, sino por la fe que se nos ha dado de un Criador invisible. Con razón se llaman santos del cielo los que poseen a Dios por la fe y le aman por la caridad.
San Gregorio Magno, homiliae in Evangelia, 4,1 – 29,4 y 5
10, 6-8. O también quiso ser predicado primero sólo a los judíos y después a los gentiles, para parecer se dirigía a los pueblos gentiles como a extraños, por haber sido rechazado por los suyos propios. Había entonces ciertamente entre los judíos algunos que debían ser llamados y entre los gentiles algunos que ni debían ser llamados ni merecían ser devueltos a la vida, y, sin embargo, no deberían ser juzgados con más severidad por haber despreciado la predicación.
10, 6-8. Fue dado a los apóstoles el poder de hacer milagros, a fin de que el brillo de este poder diera más crédito a sus palabras y pudieran acompañar con obras nuevas la nueva doctrina que predicaban. Por eso se les dice: «Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad a los leprosos, arrojad a los demonios».
Estos milagros fueron necesarios en el principio de la Iglesia, a fin de que la semilla de la fe creciera y se desarrollara con ellos.
Sin embargo, la Santa Iglesia hace todos los días espiritualmente lo que entonces hacían los Apóstoles corporalmente. Y son ciertamente esos milagros tanto mayores, cuanto que por ellos resucita el espíritu y no el cuerpo.
Preveía que no faltarían algunos que mirando el don del Espíritu Santo y el poder de hacer milagros como objetos de comercio, se servirían de ellos para satisfacer su avaricia.
Glosa
9, 35-38. Y enseñaba en la sinagoga el reino de Dios y por eso dice: «y predica el Evangelio del Reino».
Llama abatimiento a toda enfermedad duradera y enfermedad a todo achaque ligero.
La mies son todos aquellos hombres a quienes pueden segar los predicadores y separar del montón de los hombres perdidos, como se separan las semillas de la paja, a fin de colocarlas en los graneros.
10, 1. Desde la curación de la suegra de Pedro hasta aquí se cuenta una serie ininterrumpida de milagros que hizo Jesús antes de su discurso de la montaña. Indudablemente debemos contar entre ellos la elección de San Mateo (que se refiere como uno de tantos), puesto que fue mencionado en la montaña como uno de los doce para el apostolado. Y ordena los hechos de Jesús tomando como punto de partida, la curación del esclavo del Centurión, diciendo: «Y llamando sus doce discípulos».
La duplicación de este número representa los dos preceptos de la caridad o los dos Testamentos.
10, 6-8. Como toda manifestación del Espíritu es concedida, según expresión del Apóstol (1Cor 12) para utilidad de la Iglesia, el Salvador, después de conceder su poder a los Apóstoles, los envía a que ejerzan ese poder en provecho de los demás hombres, según aquellas palabras: «Jesús envió a estos doce».
Al mismo tiempo que los envía, les enseña por dónde deben ir o lo que deben predicar y lo que deben hacer; por eso les ordena y les dice: «No vayáis por los caminos de los gentiles ni entréis en las casas de los samaritanos, sino id principalmente a las ovejas perdidas de la casa de Israel».
Los samaritanos eran aquellos gentiles que el rey de Asiria dejó en Israel después de haberlos hecho cautivos. Cediendo ellos a la presión de multitud de peligros, se convirtieron al judaísmo (2Re 17), admitieron la circuncisión y los cinco libros de Moisés y se opusieron constantemente a todo lo demás; ésta es la razón por la que no querían mezclarse con ellos los judíos.
Después de haber enseñado a sus discípulos el camino por donde deben ir, les dice lo que deben enseñar: «id y predicad diciendo que se aproxima el reino de los cielos».
Dice esto para que Judas, que llevaba la bolsa, no tratara, valiéndose de este poder, de aumentar el dinero y lo dice también con el objeto de condenar aquí la perfidia herética de la simonía.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Bernardo, abad
Sermón
1er sermón para el Adviento
«Curando toda enfermedad y dolencia»
Hermanos, vosotros ya conocéis al que viene; considerad ahora de dónde viene y adónde va. Viene del corazón de Dios Padre al seno de una Virgen Madre. Viene de las alturas del cielo a las regiones inferiores de la tierra. Entonces, ¿qué? ¿No hemos de vivir en esta tierra? Sí, porque él mismo está en ella; porque ¿dónde estaremos bien sin él? «¿No te tengo a ti en el cielo?; y contigo ¿qué me importa la tierra sin ti, el Dios de mi corazón y mi carne, mi lote perpetuo?» (Sl 72, 25-26)…
Era preciso que estuviera en juego un interés grande para que una tan alta majestad se dignara descender desde tan lejos a una estancia tan indigna de ella. Sí, estaba en juego un interés grande puesto que allí se manifestaron, en una medida tan amplia y abundante, la misericordia, la bondad, la caridad. En efecto, ¿por qué vino Cristo?… Nos lo muestran claramente sus palabras y sus gestos: vino con presura desde los montes a buscar la oveja número cien, la que se había extraviado, para hacer estallar su misericordia en favor de los hijos de los hombres.
Vino por nosotros. ¡Admirable condescendencia de Dios que busca! ¡Admirable dignidad del hombre así buscado! ¡Sin pretender una locura el hombre se puede gloriar de ello: no que sea algo de valor por sí mismo, pero sí que el que lo creó lo estimó de gran precio! En comparación con esta gloria, las riquezas y la gloria del mundo y todo lo que se puede ambicionar de él no son nada. ¿Qué es el hombre, Señor, para que lo levantes tan alto y ligues a él tu corazón?
Éramos nosotros los que debíamos ir hacia Jesucristo… Pero un doble obstáculo nos privaba de avanzar: nuestros ojos estaban muy enfermos, y Dios habita en la luz inaccesible (1Tm 6,16). Paralíticos yaciendo sobre nuestro lecho éramos incapaces de alcanzar la morada de Dios tan elevada. Por eso el buenísimo Salvador y dulce médico de las almas bajó de lo alto donde habita. Así suavizó para nuestros ojos enfermos el resplandor de su luz.
Sermón
7º Sermón de Adviento
«Viendo a la muchedumbre, sintió compasión de ellos porque estaban fatigados y abatidos»
Al celebrar devotamente el adviento del Señor, no hacemos más que lo que debemos hacer; puesto que no viene sólo a nosotros, sino también por nosotros; aquel soberano Rey, que no tiene necesidad de nuestros bienes, verdaderamente la misma grandeza de su dignidad, manifiesta con mayor claridad, lo grande de nuestra necesidad. No sólo se conoce el peligro de la enfermedad, por el precio de la medicina, sino que también se conoce la multitud de achaques, por la abundancia de los remedios.
Por eso es necesario del advenimiento del Señor, por eso es necesaria a los hombres así oprimidos, la presencia de Cristo, y ojalá de tal modo venga, que por su copiosísima dignación, habitando en nosotros por la fe, ilumine nuestra ceguera; permaneciendo con nosotros, ayude nuestra debilidad, y estando por nosotros, proteja y defienda nuestra fragilidad. Porque, si él está en nosotros ¿quién nos engañará?, si está con nosotros ¿qué no podremos en el Señor, que nos conforta? Él es el consejero fiel que de ningún modo puede ser engañado, ni engañar, fuerte auxilio, que no se cansará… Es la sabiduría de Dios, la fuerza misma de Dios (1 Co 1,24)… A este tan gran Maestro, hermanos míos, recurramos en toda deliberación, esta poderosa ayuda invoquemos en toda decisión, a este protector tan fiel encomendemos nuestras almas en todos los combates, el cual vino al mundo, para que habitando en los hombres, con los hombres y por los hombres, se iluminasen nuestras tinieblas, y se suavizasen nuestros trabajos, y se apartasen nuestros peligros.
San Cipriano, obispo y mártir
Tratado
Sobre la oración del Señor, 94
«Está cerca el Reino de los cielos»
«Venga a nosotros tu reino» (Mt 6,10). Pedimos que el reino de Dios de realice, en el mismo sentido en que imploramos que su nombre sea santificado en nosotros. En efecto, ¿cuándo es que Dios no reina? ¿Cuándo ha comenzado a ser lo que en él siempre ha existido y jamás dejará de existir? Pedimos, pues, que venga nuestro reino, el que Dios nos ha prometido, aquel que Cristo nos ha alcanzado por su Pasión y su sangre. Así, después de haber sido esclavos en este mundo, seremos reyes cuando Cristo será soberano, tal como él mismo nos lo ha prometido cuando dice: «Venid, benditos de mi Padre, recibid en herencia el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34).
Pero es posible, amados hermanos, que Cristo en persona sea este reino de Dios, del cual cada día deseamos la venida, del cual deseamos que su venida llegue pronto a nosotros. Porque, de la misma manera que él «es la resurrección» (Jn 11,25), puesto que resucitaremos en él, lo mismo se puede comprender del reino de Dios, puesto que es en él que reinaremos.
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón
Sermón sobre el evangelio de san Juan, nº 15
La mies es abundante
Cristo deseaba ardientemente que se cumpliera su obra y se disponía a enviar a sus operarios… Va, pues, a enviar trabajadores. «’Uno siembra y otro siega’ Yo os envié a segar lo que no habéis sudado. Otros sudaron y vosotros recogéis el fruto de sus sudores» (Jn 4,37-38). ¿Cómo es que ha enviado trabajadores allí donde no ha enviado sembradores? ¿Adónde ha enviado los trabajadores? Allí donde ya otros habían trabajado… Allí donde los profetas ya habían predicado, porque ellos mismos eran los sembradores…
¿Quiénes son estos que han trabajado antes? Abrahán, Isaac, Jacob. Leed el relato de sus trabajos: en todos sus ellos se encuentra una profecía de Cristo; ellos, pues, han sido sembradores. En cuanto a Moisés y a los demás patriarcas, a todos los profetas, ¿qué frío no han soportado en el tiempo en que sembraban? Por consiguiente, en Judea la mies estaba a punto. Y se comprende que la mies estaba madura en el momento en que tantos millares de hombres aportaban el precio de sus bienes, depositándolos a los pies de los apóstoles, y descargando de sus espaldas el peso de este mundo, seguían a Cristo (Hch 4,35; Sl 81,7).Verdaderamente, la cosecha había llegado a su madurez.
¿Cuál es el resultado? De esta mies algunos granos fueron retirados, sembraron el universo, y he aquí que se levanta otra cosecha destinada a ser recogida al final de los siglos… Para la cosecha de esta mies ya no serán los apóstoles sino los ángeles los que serán enviados.
San Juan Pablo II, papa
Redemptoris missio
n. 86.
“La mies es abundante…” (Mt (9,37)
Si uno echa una mirada superficial sobre nuestro mundo, se queda impactado por muchos hechos negativos que le pueden llevar al pesimismo. Pero no deja de ser un sentimiento injustificado. Tenemos fe en Dios, Padre y Señor, en su bondad y su misericordia. Estando ya cerca del Tercer Milenio de la redención, Dios está a punto de preparar para el cristianismo una gran primavera que ya apunta. En efecto, ya sea en el mundo no cristiano como en las cristiandades antiguas, los pueblos tienen tendencia de acercarse progresivamente a los ideales y los valores evangélicos. Esta tendencia se ve favorecida por el esfuerzo de la Iglesia. Hoy se percibe entre los pueblos una nueva convergencia hacia estos valores: el rechazo de la violencia o la guerra, el respeto de la persona humana y de sus derechos, la sed de libertad, de justicia y de fraternidad, la tendencia a superar los racismos y los nacionalismos exacerbados, la afirmación de la dignidad de la mujer y su estima.
La esperanza cristiana nos sostiene para comprometernos a fondo en la nueva evangelización y en la misión universal. Nos empuja a orar como Jesús nos lo ha enseñado: “Que venga a nosotros tu reino, que se haga tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mt 6,10).
Aún son incalculables las personas que esperan la venida de Cristo. Los espacios humanos y culturales donde todavía no ha llegado el anuncio del evangelio o donde la Iglesia está poco presente son inmensos, hasta el punto de exigir la unión de todas las fuerza de la Iglesia. Preparando la celebración del jubileo del año 2000, toda la Iglesia está comprometida en un nuevo Adviento misionero. Debemos alimentar en nosotros la pasión apostólica para transmitir a los demás la luz y la alegría de la fe, y debemos formar al pueblo de Dios en estas actitudes.
San [Padre] Pío de Pietrelcina, capuchino
Escritos
GF 171,169, Buona Giornata.
«Al contemplar aquel gran gentío, Jesús sintió compasión, porque estaban decaídos y desanimados»
La esperanza en la misericordia inagotable de Dios nos sostiene en el tumulto de las pasiones y en la tempestad de las contrariedades. Con confianza acudamos al sacramento de la penitencia donde el Señor nos espera en todo momento como un Padre de misericordia. Es cierto que en su presencia somos conscientes de no merecer su perdón; pero no dudamos de su misericordia infinita. Olvidemos, pues, nuestros pecados como Dios los olvida antes que nosotros.
No hay que volver sobre ellos, ni con el pensamiento ni en la confesión, si ya los hemos confesado anteriormente. Gracias a nuestro arrepentimiento sincero, el Señor los ha perdonado una vez por todas. Querer volver sobre ellos para quedar de nuevo absueltos o porque dudamos que nos hayan sido perdonados ¿no sería una falta de confianza en la bondad divina?
Si esto te puedo traer algún alivio, puedes volver con tu pensamiento sobre las ofensas contra la justicia de Dios, o su sabiduría, o su misericordia, pero únicamente para llorar lágrimas saludables de arrepentimiento y de amor.
Concilio Vaticano II
Constitución sobre la Iglesia “Lumen gentium”
n. 48.
“Proclamad por los caminos que el Reino de los cielos está cerca”.
La Iglesia, a la que todos estamos llamados en Cristo Jesús y en la cual conseguimos la santidad por la gracia de Dios, no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (cf. Hch 3, 21) y cuando, junto con el género humano, también la creación entera, que está íntimamente unida con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovada en Cristo (cf. Ef 1, 10; Col1,20; 2 P 3, 10-13).
Así que la restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con la misión del Espíritu Santo y por El continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, mientras que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos encomendó en el mundo y labramos nuestra salvación (cf. Flp 2, 12).
La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, a nosotros (cf. 1 Co 10, 11), y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y en cierta manera se anticipa realmente en este siglo, pues la Iglesia, ya aquí en la tierra, está adornada de verdadera santidad, aunque todavía imperfecta. Pero mientras no lleguen los cielos nuevos y la tierra nueva, donde mora la justicia (cf. 2 P 3, 13), la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas, que gimen con dolores de parto al presente en espera de la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 19-22).