Mt 9, 1-8: Curación de un paralítico
/ 2 julio, 2015 / San MateoTexto Bíblico
1 Subió Jesús a una barca, cruzó a la otra orilla y fue a su ciudad. 2 En esto le presentaron un paralítico, acostado en una camilla. Viendo la fe que tenían, dijo al paralítico: «¡Ánimo, hijo!, tus pecados te son perdonados». 3 Algunos de los escribas se dijeron: «Este blasfema». 4 Jesús, sabiendo lo que pensaban, les dijo: «¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? 5 ¿Qué es más fácil, decir: “Tus pecados te son perdonados”, o decir: “Levántate y echa a andar”? 6 Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados —entonces dice al paralítico—: “Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa”». 7 Se puso en pie y se fue a su casa. 8 Al ver esto, la gente quedó sobrecogida y alababa a Dios, que da a los hombres tal potestad.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
Isaac de la Stella, monje
Homilía:
Hom. 11
«¿Quién puede perdonar pecados fuera de Dios?» (Mc 2,7)
Hay dos cosas que son exclusivas de Dios: la honra de recibir la confesión y el poder de perdonar. Hemos de confesarnos a él y esperar de él el perdón. Solamente Dios puede perdonar los pecados; es, pues a él sólo a quien debemos confesarlos. Pero el Todopoderoso, el Altísimo, habiendo tomado una esposa débil e insignificante, ha hecho de esta sierva, una reina. La que estaba recostada a sus pies, la ha colocado a su lado; porque es de su costado que ella ha salido y se ha desposado con ella (Gn 2,22; Jn 19,34).Y, del mismo modo que todo lo que es del Padre es del Hijo, y todo lo que es del Hijo es del Padre por su unidad de naturaleza (Jn 17,10), igualmente el Esposo ha dado todos sus bienes a la esposa y se apropió todo lo que es de la esposa a la que ha unido a sí mismo y al Padre…
Por eso el Esposo que es uno con el Padre y uno con la esposa, hizo desaparecer de su esposa todo lo que en ella halló de impropio, lo clavó en la cruz y en ella expió todos los pecados de la esposa. Todo lo borró por el madero. Tomó sobre sí lo que era propio de la naturaleza de la esposa, y la esposa dio todo lo suyo al Esposo… De esta manera participa él en la debilidad y el llanto de su esposa, y todo es común entre el Esposo y la esposa incluso el honor de recibir la confesión y el poder de perdonar los pecados. Por ello dice: «Ve a presentarte al sacerdote» (Mc 1,44).
Sermón completo aquí:
(Sermón 11: PL 194, 1728-1729)
NADA QUIERE PERDONAR CRISTO SIN LA IGLESIA
Hay dos cosas que son de la exclusiva de Dios: la honra de la confesión y el poder de perdonar. Hemos de confesarnos a él. Hemos de esperar de él el perdón. ¿Quién puede perdonar pecados, fuera de Dios? Por eso, hemos de confesar ante él. Pero, al desposarse el Omnipotente con la débil, el Altísimo con la humilde, haciendo reina a la esclava, puso en su costado a la que estaba a sus pies. Porque brotó de su costado. En él le otorgó las arras de su matrimonio. Y, del mismo modo que todo lo del Padre es del Hijo, y todo lo del Hijo es del Padre, porque por naturaleza son uno, igualmente el Esposo dio todo lo suyo a la esposa, y la esposa dio todo lo suyo al Esposo, y así la hizo uno consigo mismo y con el Padre: Éste es mi deseo, dice Cristo, dirigiéndose al Padre en favor de su esposa, que ellos también sean uno en nosotros, como tú en mi y yo en ti.
Por eso, el Esposo, que es uno con el Padre y uno con la esposa, hizo desaparecer de su esposa todo lo que halló en ella de impropio, lo clavó en la cruz y en ella expió todos los pecados de la esposa. Todo lo borró por el madero. Tomó sobre sí lo que era propio de la naturaleza de la esposa y se revistió de ello; a su vez, le otorgó lo que era propio de la naturaleza divina. En efecto, hizo desaparecer lo que era diabólico, tomó sobre sí lo que era humano y comunicó lo divino. Y así es del Esposo todo lo de la esposa. Por eso, el que no cometió pecado y en cuya boca no se halló engaño pudo muy bien decir: Misericordia, Señor, que desfallezco. De esta manera, participa él en la debilidad y en el llanto de su esposa, y todo resulta común entre el esposo y la esposa, incluso el honor de recibir la confesión y el poder de perdonar los pecados; por ello dice: Ve a presentarte al sacerdote.
Nada podría perdonar la Iglesia sin Cristo: nada quiere perdonar Cristo sin la Iglesia. Nada puede perdonar la Iglesia; sino al que se arrepiente, o sea, al que ha sido tocado por Cristo. Nada quiere mantener perdonado Cristo al que desprecia a la Iglesia. Pues lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre. Es éste un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.
No quites la cabeza al cuerpo. Así no podría estar el Cristo total en ninguna parte. En ningún sitio está entero Cristo sin su Iglesia. En ningún sitio está entera la Iglesia sin Cristo. Porque el Cristo entero e integral es cabeza y cuerpo. Por eso dice el Evangelio: Nadie ha subido al cielo, sino el Hijo del hombre, que está en el cielo. Y éste es el único hombre que puede perdonar los pecados.
San Agustín, obispo
Sermón
Serm. 256, para la fiesta de Pascua
«Levántate y anda» (cf Mt 9,6)
«Si el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos hará revivir vuestros cuerpos mortales…» (Rm 8,11) Ahora es un cuerpo humano, natural; luego será un cuerpo espiritual. «Adán, el primer hombre, fue creado como un ser con vida. El nuevo Adán, en cambio, es espíritu que da vida.» (1Cor 15,45)Por esto «hará revivir vuestros cuerpos mortales por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros.» (Rm 8,11)
¡Oh que aleluya tan glorioso cantaremos entonces, qué seguridad! Ya no más adversarios, ya no más enemigos, ya no perderemos a ningún amigo. Aquí abajo cantamos las alabanzas de Dios en medio de nuestras preocupaciones. En el cielo las cantaremos con total paz y tranquilidad. Aquí las cantamos destinados a morir; en el cielo en una vida sin fin. Aquí, en la esperanza, allá en la realidad. Aquí, somos viajeros, allá estaremos en nuestra patria. Cantemos pues, ya desde ahora, hermanos, no para saborear ya el reposo, sino para aligerar nuestras penas. Cantemos como lo hacen los viajeros. Canta, pero no dejes de caminar; canta para animarte en medio de las fatigas… ¡Canta y camina!
¿Qué quiere decir, camina? Ve adelante, haz progresos en el bien obrar…Camina hacia el bien, avanza en la fe y en la pureza de las costumbres. ¡Canta y camina! ¡No te desvíes, no te eches atrás, no te quedes parado! ¡Volvámonos hacia el Señor!
San Juan Crisóstomo, obispo
Homilia sobre el evangelio de Mateo
Hom. 29, 1
«¿Quién puede perdonar pecados, sino solo Dios?» (Mc 2,7)
Y he aquí, que le presentaron un paralítico…Por lo demás, Mateo cuenta simplemente que le llevaron al Señor el paralítico; los otros evangelistas añaden que abrieron un boquete por el techo y por él lo bajaron y lo pusieron delante de Cristo, sin decir palabra, pues todo lo dejaban en manos del Señor.
Porque, viendo la fe de ellos —dice el evangelista—, es decir, la fe de los que lo descolgaron por el tejado. No siempre, en efecto, pedía fe exclusivamente a los enfermos, por ejemplo, si estaban locos o de otra manera imposibilitados por la enfermedad. Más, a decir verdad, también aquí hubo fe por parte del enfermo; pues, de no haber creído, no se hubiera dejado bajar por el boquete del techo. Como todos, pues, daban tan grandes pruebas de fe, el Señor la dio de su poder perdonando con absoluta autoridad los pecados y demostrando una vez más su igualdad con el Padre.
Pero notadlo bien: antes la había demostrado por el modo como enseñaba, pues lo hacía como quien tiene autoridad; en el caso del leproso, diciendo: Quiero, queda limpio (Mt 8,3)… En el mar, porque lo frenó con una sola palabra; con los demonios, porque éstos le confesaron por su juez y Él los expulsó con autoridad. Aquí, sin embargo, por modo más eminente, obliga a sus propios enemigos a que confiesen su igualdad con el Padre.
Por lo que a Él le tocaba, bien claro mostraba lo poco que le importaba el honor de los hombres—y era así que le rodeaba tan enorme muchedumbre que amurallaban toda entrada y acceso a Él, y ello obligó a bajar al enfermo por el tejado, y, sin embargo, cuando lo tuvo ya delante, no se apresuró a curar su cuerpo. A la curación de éste fueron más bien sus enemigos los que le dieron ocasión. Él, ante todo, curó lo que no se ve, es decir, el alma, perdonándole los pecados.
Lo cual, al enfermo le dio la salvación; pero a Él no le procuró muy grande gloria. Fueron, digo, sus enemigos quienes, molestándole llevados de su envidia y tratando de atacarle, lograron, aun contra su voluntad, que brillara más la gloria del milagro. Y es que, como el Señor era hábil, se valió de la envidia misma de sus émulos para manifestación del milagro.
Comentarios exegéticos
Autores Varios: Comentarios a la Biblia Litúrgica (NT): El paralítico
Paulinas-PPC-Regina-Verbo Divino (1990), pp. 976-977
La curación del paralítico nos es contada por los tres sinópticos. Como habitualmente ocurre, también aquí es Marcos quien está tras los relatos de Mateo y Lucas. La presentación de Marcos es mucho más amplia, anecdótica, cargada de detalles. Nos cuenta cómo los portadores de la camilla en que yacía el enfermo, al no poder acercarse a Jesús a causa de la muchedumbre, desmontaron parte del tejado para poder presentarlo ante Jesús. Detalles que pertenecen no a la historia en sí misma, sino al modo de presentarla.
Mateo, también aquí, ha estilizado la escena reduciéndola a lo esencial, prescindiendo de los detalles puramente anecdóticos y que tanta plasticidad dan a la narración de Marcos. La clave para descubrir la intención del evangelista la tenemos en estas palabras: «Viendo Jesús la fe de aquellos hombres, dijo al paralítico: ánimo, hijo, tus pecados te son perdonados». En el relato se afirma, por tanto, que Jesús tiene poder para perdonar los pecados. Así lo prueba la curación del enfermo.
La curación del paralítico podía justificar la pretensión manifestada por Jesús en relación con su poder de perdonar los pecados. Por si no bastase, se añade un argumento más fuerte: Jesús descubre lo que aquellos escribas pensaban. Nadie se lo había dicho. Jesús, por tanto, posee un conocimiento sobrehumano, sobrenatural, facilitado por el espíritu. Este conocimiento sobrenatural de Jesús es otra razón que habla de su dignidad única y que justifica su poder, único también, de perdonar los pecados.
Cuando Jesús se decide a intervenir para confirmar la afirmación de su poder sobre el pecado, el enfermo pasa a un segundo plano, como si en aquel instante no interesase la persona que ha protagonizado la escena: «para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra de perdonar los pecados…» Esta parece ser la única razón de la curación del enfermo. Demostrar que la salud eterna —el perdón de los pecados— es más importante que la salud corporal.
Junto al poder de Jesús, intenta el evangelista poner de relieve la fe de aquellos hombres que se acercaron a él atraídos precisamente por ese poder. Una fe tan grande que venció todos los obstáculos y dificultades (detalle más acentuado en el relato de Marcos al hablarnos de la necesidad que tuvieron de desmontar el tejado…). Una fe que es confianza ilimitada en el poder de Jesús, puesto a disposición del hombre.
Finalmente, una lección no menos importante encontramos en la admiración de la gente ante un hecho tan extraordinario: «glorificaban a Dios por haber dado tal poder a los hombres». El poder que tiene Jesús de perdonar los pecados fue comunicado a la Iglesia. Y, dentro de la Iglesia, a los hombres elegidos por él para realizar directamente esta misión de perdón. El poder de perdonar los pecados es inseparable de la persona de Jesús y de su Iglesia.
Bastin-Pinckers-Teheux: Dios cada día: Desmesura
Siguiendo el Leccionario Ferial (4). Semanas X-XXI T.O. Evangelio de Mateo.
Sal Terrae (1990), pp. 71-73
Génesis 22,1-13, 15-19.
«Coge a tu hijo, a tu unigénito, a quien tanto amas». Es muy difícil de imaginar siquiera: ¿hay que sacrificar ahora al hijo de la promesa? ¿Cuál es esta nueva prueba impuesta por Dios a Abraham? El, que había tenido que romper con su pasado, rompiendo todos los lazos familiares para obedecer a Dios, ¿tiene también que destruir a su hijo, su porvenir, sacrificarlo sobre un altar de piedras? Un silencio mortal planea sobre el peregrinaje del patriarca hacia el lugar del holocausto. Tres días de marcha, roto el silencio únicamente por la pregunta del niño: «Padre, ¿dónde está el carnero para el holocausto?» Tres días de marcha durante las cuales Abraham mide la impenetrabilidad de los designios divinos.
«Abraham vio un carnero, enredado por los cuernos en un arbusto». Lo ofreció a Dios en lugar de Isaac, y volvió de nuevo la dicha y la sonrisa a su rostro. Yahvé sonrió al niño, e Isaac sonrió a su padre. La Alianza estaba definitivamente sellada. Con una sonrisa, la sonrisa de la gracia. Isaac representa el fruto de la benevolencia divina: toda su existencia se la debe a Dios, como Israel. Más tarde, cuando Jesús envíe a sus discípulos a preparar la Pascua, encontrarán una sala ya preparada (Mc. 14-15). Se dirán entre ellos: «¿Dónde está el cordero para el holocausto?» y verán a Jesús tendido sobre el madero. Ese día, también por pura gracia de Dios, la Alianza será sellada por la sangre del Hijo de Dios.
Salmo 114, 1-9
Estos versículos del salmo 114 pertenecen a un himno de acción de gracias. Evocan la angustia que ha embargado al salmista.
Mateo 9, 1-8
Seguir la evolución literaria del relato es tan interesante como compararlo con otros sinópticos (especialmente Mc. 2, 1-12), si queremos apreciar el alcance que le da Mateo. En su origen, la perícopa no debía de contar más que la curación del paralítico; luego se le incorporó la sección que trata el perdón de los pecados. El milagro tomaba así el valor de símbolo e investía al que era capaz de mandar a los demonios al mar con el poder de perdonar los pecados.
Porque, en Mateo, se trata de una investidura. El que perdona los pecados es el Hijo del hombre. Evidentemente, el título evoca la escena de entronización de Dn. 7, en el curso de la cual el Anciano entrega al Hijo del hombre al imperio eterno. A los ojos de Mateo, es evidente que Jesús no ha usurpado su autoridad; muy al contrario, es Dios mismo quien se la ha confiado, dándole el poder de resucitar a los muertos, para que «despierte» (=resucite) a los paralíticos y a todos los hombres que se hallan expuestos al poder de las tinieblas.
El l final que da Mateo a este pasaje es igualmente notable, pues relata la admiración que despierta Jesús entre la multitud que le rodea, la cual, sobrecogida de temor, glorifica a Dios por haber «dado tal poder a los hombres». Esta vez, no se trata ya sólo del Hijo del hombre, sino de los hombres. Así, para el Evangelista de la Iglesia, el poder de perdonar los pecados no ha sido confiado solamente al Hijo del hombre, sino a toda la Iglesia, que es su depositaría.
«Sara dio al mundo un hijo y Abraham lo llamó Isaac. Dios dijo: «Coge a tu hijo, a tu unigénito, y vete con él a la montaña»…
¿Por qué el niño, si es para inmolarlo en el altar de los sacrificios? ¿Por qué la promesa, si habría que destruirlo luego bajo el cuchillo? ¿Por qué? Pregunta que no halla respuesta. Cuando Abraham levanta su cuchillo, nadie está allí para hacerse eco de las preguntas que oprimen su corazón. Nadie se inquieta por la angustia que oprime al hombre solitario, que ya en otros tiempos dejó su casa y sus bienes obedeciendo solamente a la palabra de Dios. Así pues, ¿Abraham ha perdido todo? ¡Su pasado, y ahora su porvenir, representado en este hijo que se arrodilla sobre la leña! Así pues, ¿quién es Dios? ¿Será siempre la Promesa un sueño irrealizable? Cuando parece que va a cumplirse, es apartada de nuevo lejos del hombre. ¿Es Dios verdaderamente el Señor de la Alianza?
El pueblo de Israel se ha reconocido siempre en la persona del joven Isaac. El hijo sacrificado era él, el pueblo elegido, consagrado por Dios. Cuando Abraham levanta su cuchillo, Dios le muestra un carnero; salva así al muchacho, devuelve la vida a su pueblo. Pueblo salvado por Dios, Israel sabe que es hijo de la benevolencia divina, hijo de la gracia.
«Abraham, coge a tu hijo, a tu unigénito, vete a la montaña que yo te indicaré». Un día, Dios mismo irá a la colina, conduciendo a su único hijo hacia el sacrificio. En el Monte Moriah, Dios, de nuevo, ha manifestado que El es la Promesa; en el Gólgota, la cruz erguida dará testimonio de que la Alianza, para Dios, no es palabra vana y vacía: le cuesta la vida. Jesús, el Hijo de la Promesa, ha subido a la otra montaña por amor, para devolver al hombre y al mundo su belleza original. Para levantar al hombre, abatido por demasiadas miserias, paralizado por tantas fuerzas inhumanas, Jesús se tenderá dócilmente sobre el leño. La cruz levantada sobre el mundo será la señal imborrable de que Dios hace la paz con los hombres: «Tus pecados te son perdonados»: —»Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, antes lo entregó por todos nosotros»… (Rm. 8).
Hermano, tu fe te compromete en el mundo de la desmesura. Dios te pedirá lo que te es más querido, lo que es para ti verdaderamente único. Deberás despojarte de lo inútil, ofrecer en sacrificio lo que es más caro a tu corazón e incluso lo que Dios te había dado en su promesa. Pero, a cambio, descubrirás un amor sin medida que va hasta la locura de la cruz. » ¡Lo juro, dice Dios, te colmaré de bendiciones!»
Dios mío, sabes bien lo que cuesta ver morir a su bienamado…
Haces elevarse la mañana de Pascua sobre las tinieblas del Gólgota.
No permitas que acariciemos la vida
sin conocer a qué precio la hemos conseguido
y haznos capaces de abandonarla confiados en tus manos.
Giorgio Zevini: Lectio Divina (Mateo): Curación de un paralítico.
Verbo Divino (2008), pp. 131-136.
La palabra se ilumina
Mateo presenta el tercer prodigio de poder realizado por Jesus -la curación de un paralítico- con un relato extremadamente conciso. La comparación con las narraciones de Marcos y Lucas muestra que se omiten una gran cantidad de detalles coloristas, como, por ejemplo, los cuatro porteadores que descuelgan al paralítico desde el techo para eludir a la muchedumbre reunida ante la puerta. Este atenerse a lo esencial permite al evangelista concentrar toda la atención del lector en Jesús y en su palabra. Tras haber mostrado su autoridad en la enseñanza (cf. sermón de la montaña), Jesús manifiesta ahora su poder (exusía) a través de la fuerza de su palabra, revelando que ella es capaz de perdonar los pecados. Después de haber mostrado su señorío sobre los elementos naturales y sobre el demonio, se enfrenta ahora con el pecado que anida en el corazón del hombre y es la raíz de todo mal, incluso de la enfermedad física. Jesús no se ocupa ahora de este problema -lo hará en otro momento (cf. Jn 9,1-3)-, sino que se presenta como salvador del hombre en sentido global, porque no ha venido a condenar, sino a manifestar la misericordia del Padre perdonando.
Algunos de los presentes -los maestros de la ley- se indignan. Vuelve como murmuración la pregunta que ya había aparecido otras veces: « Qué clase de hombre es éste, que hasta los vientos y el lago le obedecen?» y, detrás de la pregunta, se formula también el juicio: es un blasfemo, porque se arroga un poder que corresponde únicamente a Dios. Sin embargo, Jesús, que conoce los pensamientos de los corazones, convalida su palabra realizando la curación exterior como contraprueba de la interior. El paralítico fue curado, tomó su camilla y se fue a su casa. Pero el relato prosigue con una nota muy importante: la muchedumbre, testigo de lo acaecido, da gloria a Dios, que «ha dado tal poder a los hombres», donde se pone de relieve el plural en lugar del singular, que parecería más obvio. Se trata de la sensibilidad eclesial de Mateo, que subraya el poder del perdón transmitido por Cristo a su Iglesia.
La Palabra me ilumina
«No habiendo podido los hombres -afirma Pascal- remediar la muerte, la miseria, la ignorancia, han decidido, para ser felices, no pensar en ello» (Pensamientos, 168). ¡Qué gran verdad es esto también en nuestros días! Como hijos de una cultura que hace del cuerpo y de la eficiencia su ídolo, nos quedamos desorientados cuando vemos amenazada nuestra salud física. Cuando se insinúa lentamente la enfermedad o cuando llega de manera fulminante y fatal a nuestras vidas, carecemos de un recurso espiritual del que alcanzar gracia y fuerza para hacer frente a la nueva situación en la que se encuentra nuestra vida.
El fragmento del evangelio que estamos examinando nos presenta a Jesús frente a una persona profundamente marcada por la enfermedad, hasta el punto de no ser ya autosuficiente. Su intervención desconcierta: parece dar una respuesta equivocada al problema que se le plantea. Tiene ante él a un paralítico, y él habla de perdón de los pecados. Lo que se manifiesta de inmediato a su mirada divina no es tanto el handicap físico, como las heridas interiores. Si no cura en primer lugar el cuerpo es porque, al ver más en el fondo, sabe que debe sanar antes el corazón -el lugar donde el pecado ha roto la armonía de la persona-; de otro modo, la misma curación física sería inútil.
Así pues, todos nosotros -aun cuando estemos físicamente sanos- estamos enfermos, puesto que, entumecidos en la parálisis del egoísmo y del orgullo, nos encontramos atados e impedidos interiormente para ocuparnos de otra cosa que no sea nosotros mismos, nuestra felicidad y nuestros intereses. Por nosotros mismos no tenemos con frecuencia ni siquiera la fuerza necesaria para presentarnos a Jesús para ser sanados o -y esta enfermedad todavía es más grave- ni siquiera nos damos cuenta de que estamos enfermos, necesitados de cura. Sin embargo, a ningún hombre se le deja solo, a merced de sí mismo. La comunidad de los enfermos -la Iglesia- se hace cargo de todos en la oración, con el anuncio de la Palabra, con la gracia de los sacramentos y con los gestos de la caridad diligente. A través de estos caminos se nos pone ante Jesus. Aquí entra en juego nuestra libertad: solo si le permitimos penetrar en el centro de nuestro ser y nos reconocemos pecadores ante el, podremos ser renovados. El problema, pues, no es, de entrada, tener o no tener salud física, sino tener el corazón libre para amar. Entonces, la vida no se apaga ni con el sufrimiento ni con la decadencia física, sino que la acogemos cada día como don de Dios, para entregársela de nuevo a él. No se ha dicho que nuestro verdadero bien pase sin mas por la recuperación de la salud física. Lo mas importante es saber acoger, con abandono confiado, el camino que el Padre ha trazado para nosotros, aun cuando pase por los apuros de la enfermedad, del sufrimiento y, por ultimo, de la muerte. Para el que cree, esta es la puerta que introduce en el Reino de la vida.
La palabra en el corazón de los Padres
No vayas a decir: No me ha dado lo que le pedía. ¡Vuelve a tu conciencia! Examínala, escrútala. Si has invocado a Dios, puedes estar seguro de que no te ha dado cuanto le has pedido para esta vida terrena porque no te ayudaba. Hermanos, que crezca en vuestro corazón esta convicción: el corazón cristiano, el corazón fiel! No empecéis a poneros tristes, como si hubierais sido defraudados en vuestros deseos, y no dejéis que os gane la indignación contra Dios. Consultad las Escrituras. ¡Fue escuchado el diablo y no fue escuchado el apóstol! Los demonios pidieron ir a los puercos y se les concedió (cf. Mt 8,31s). Dice el apóstol: «Tengo un aguijón clavado en mi carne … He rogado tres veces al Señor para que apartase esto de mi y otras tantas me ha dicho: «Te basta mi gracia, ya que la fuerza se pone de manifiesto en la debilidad»» (2 Cor 12,7-9).
También el enfermo le pide muchas cosas al médico, y este nos se las concede. No se pliega a la voluntad del enfermo, pero si escucha su deseo de curar. Considera a Dios como tu médico. Pídele la salvación y él mismo será tu salvación. ¿Qué te importa que no quiera que tengas lo que tú querrías tener, si después se te dará él mismo? Pensad y reflexionad, hermanos, cuantos bienes concede Dios a los pecadores. Así comprenderéis lo que reserva a sus fieles. A los pecadores, que blasfeman de él, cada día les da el cielo y la tierra; les da las fuentes, los frutos, la salud, los hijos, la riqueza, la fecundidad. Es Dios quien da todos estos bienes. Y debremos pensar tal vez que el que da tales cosas a los pecadores, no reserva nada a los fieles? ¡Ciertamente, les reserva algo! No la tierra, sino el cielo. Les reserva a sí mismo, que es creador del cielo. El cielo es bello, y más bello es el autor del cielo. Pues yo, dices, veo el cielo, pero no veo al autor… Señal de que no tienes ojos capaces de ver el cielo, pues no tienes todavía un corazón capaz de ver al autor del cielo. Sin embargo, por eso mismo ha venido del cielo a la tierra: para purificar tu corazón, para que pueda ver a aquel que hizo el cielo y la tierra. Mientras tanto, espera pacientemente la salvación (Agustín de Hipona, Comentarios sobre los salmos, 85, 9).
Caminar con la Palabra
Cuando Jesús, con la voz repentinamente dura, recalcó este desafío -«¿Qué es más fácil»-, debió de producirse alrededor un silencio de mármol. Uno de esos silencios henchidos de pánico que se encuentran sólo en el evangelio: «El que de vosotros esté sin pecado, que le tire la primera piedra». Jesús concede el don de inmediato. «Ánimo, hijo, tus pecados te quedan perdonados».
Ahora bien, ¿dónde está la alegría por el gran beneficio? El maestro mira alrededor, los ojos miran al suelo, las caras decepcionadas. Y en aquellas caras, bien legibles, las palabras de agradecimiento: Ese no ha comprendido, por tanto. No ha comprendido. Había esperado que esa noche correría por los senderos del huerto…
Correr con nuestras piernas, saciarnos si tenemos hambre, beber si tenemos sed, salvarnos si se hunde la barca, ver, sentir, tocar, vivir mucho tiempo: por eso venimos a buscarte, y, si hace falta, perforamos los techos. Si vuelves a darnos la inocencia y la paz del corazón, refunfuñamos: «¿Eso es todo?».
Jesús busca inútilmente en aquellas caras un signo de alegría. Sólo un malicioso contento aparece en el grupo de los fariseos. Perdonar los pecados es algo que sólo corresponde a Dios. Jesús ha blasfemado hoy. Le han cogido en fallo.
Pues decid -grita Jesús- «qué es más fácil…». Nadie responde. Y seguiríamos todos allí, todavía hoy, mudos, en aquella casa de Cafarnaún. Y el silencio, para no eternizar nuestra vida, lo rompe una vez más él, con la orden esta vez milagrosa: «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa». Ahora todos están alegres. El rabí de Nazaret es un Dios. El lisiado correrá esta noche por los senderos y todos bailarán. Alguien se aleja solitario. Y toma el camino del monte para encontrarse con el Padre (L. Santucci, Volete andarvene anche voi?, Mondadori, Milán 1969, 94s, passim).
W. Trilling, El Nuevo Testamento y su Mensaje (Mt): Paralítico curado
Herder (1980), Tomo I, pp. 199-202
1-2
El suceso también tiene lugar «al otro lado», es decir, esta vez en la ribera occidental del lago, en su ciudad, en Cafarnaúm (cf. 4,13), después de una nueva travesía. A Jesús le es presentado un paralítico, y ya en ésta presentación se denota la fe de los que lo llevaban. La novedad de este milagro está en lo primero que Jesús hace. Hasta ahora sólo hemos visto que Jesús curaba a los hombres de diversas enfermedades. Pero aquí Jesús dice inmediatamente: Perdonados te son tus pecados. Estas palabras no se han interpretar como si Jesús hubiese aceptado una conexión inmediata entre la enfermedad y un pecado. En otro pasaje Jesús rechaza expresamente que cualquier enfermedad sea el resultado de un pecado personal. Con todo, el paralítico padece dos enfermedades: la enfermedad de su cuerpo postrado y la enfermedad del pecado, que le corrompe interiormente. La enfermedad del pecado es la más grave, porque ningún médico humano puede enfrentarse con ella, sino sólo Dios.
3-6
Los escribas, razonando lógicamente, creen que aquí se ha proferido una blasfemia contra Dios. ¿Quién podía pretender perdonar pecados, siendo así que este perdón sólo compete a Dios? El pecado se dirige únicamente contra Dios, con el descuido inconsiderado o con la infracción consciente de su mandamiento. Dios es el único competente. Pero aquí no habla un hombre cualquiera, como Jesús se lo demuestra con una aguda conclusión: Sabéis que es más difícil perdonar pecados que curar el cuerpo. El que puede hacer lo más difícil ¿no podrá también hacer lo más fácil? A la inversa: Cuando veis con vuestros propios ojos que puedo quitar enfermedades externas ¿no tenéis una prueba de que también puedo curar la enfermedad interna? Si es que no tenéis buena voluntad ¿no queréis doblegaros ante las razones de la inteligencia?
El poder del Hijo del hombre se demostró en su enseñanza y fue experimentado con admiración por la gente (7,28). Este poder aquí se expresa en la facultad de borrar el pecado. En la tierra, es decir: ahora y aquí, en este tiempo mesiánico. Con estas palabras se indica que también se perdona en el cielo, ante Dios, lo que se perdona aquí en la tierra. El Hijo del hombre transmitirá más tarde a sus apóstoles lo que aquí hace con el poder de Dios.
Aquí llega el reino de Dios, la vida sana gobierna a todo el hombre en cuerpo y alma.
7-8
Después que el enfermo ya había sanado en su interior, parece una consecuencia natural de la narración que el enfermo se levante y se vaya a casa. La historia, pues, termina de una manera poco llamativa. Para la gente lo principal no es la prodigiosa curación, sino el hecho de que Dios haya dado tal poder a los hombres. Aquí se recalca lo que Dios hace.
¡Cuan grande tiene que ser Dios con esta libertad de no guardar celosamente un tesoro, sino de transferir poderes a los hombres! Ahora ha sido el mismo Hijo del hombre, lo cual no se hace resaltar; más tarde serán solamente hombres, quienes puedan perdonar pecados en el nombre de Dios.
Este milagro sucede siempre que se nos condonan los pecados. ¿Pensamos en que Dios entrega algo peculiar suyo y transfiere a un hombre su propio poder? ¿Pensamos en que el perdón de los pecados siempre es una gracia libremente concedida?