Mt 6, 7-15: La verdadera oración. El Padre Nuestro
/ 11 marzo, 2014 / San MateoEl Texto (Mt 6, 7-15)
7 Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. 8 No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo.
9 «Vosotros, pues, orad así:
Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; 10 venga tu Reino; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo.
11 Nuestro pan cotidiano dánosle hoy; 12 y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores; 13 y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal.
14 «Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; 15 pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas.
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
San Agustín
De sermone Domini, 2, 3-11
7-8. Así como es propio de los hipócritas manifestarse para que los vean en la oración, cuyo fin no es otro que agradar a los hombres, así también los gentiles (esto es, los paganos) creen que cuando hablan mucho podrán ser oídos. Y por esto añade: «Y cuando oréis no habléis mucho».
Y en verdad toda conversación larga proviene de los gentiles, que cuidan más bien de ejercitar la lengua que de cambiar de vida cambiando de modo de pensar, y esta clase de preocupación intentan llevarla hasta a la oración.
Si es verdad que la multitud de palabras no tiene otro motivo que la ignorancia de aquel a quien se habla, ¿qué necesidad hay de esto con relación al que conoce todas las cosas? Por lo que añade: «Sabe vuestro Padre lo que habéis menester, antes que lo pidáis».
Y en verdad que no debemos hacer nada con las palabras en presencia de Dios para alcanzar lo que nos proponemos, sino con las cosas que hacemos con buen fin, recta intención, puro amor y sencillo afecto.
Pero debe muchas veces buscarse si es más conveniente orar con las acciones o con las palabras. Es así que la oración siempre es necesaria, aun cuando Dios ya conoce lo que necesitamos, porque el mismo fin de la oración tranquiliza y purifica nuestra alma, nos hace más capaces de recibir los divinos beneficios que muchas veces se nos conceden de una manera espiritual. No nos oye el Señor por las muchas oraciones, aun cuando siempre está preparado a dispensarnos sus luces, pero nosotros no siempre estamos preparados para recibirlas, cuando nos inclinamos a otras cosas. En la oración se verifica la conversión del alma hacia Dios y la purificación del ojo interior. Puesto que se excluyen de él las cosas temporales que se deseaban, a fin de que la fuerza de un corazón puro pueda soportar una luz pura y permanecer en ella con el mismo gozo que se disfruta en la eterna vida.
9. Como en toda petición se debe empezar por ganarse la benevolencia de aquel a quien rogamos, y después debe decirse lo que pedimos. La benevolencia suele conciliarse por medio de la alabanza de aquel a quien se dirige la oración, y se acostumbra a ponerla en el principio, en el cual Nuestro Señor no nos mandó decir nada más que: «Padre nuestro que estás en los cielos». Se han dicho muchas cosas en alabanza del Señor, pero no se encuentra precepto alguno dado al pueblo de Israel para que dijese: «Padre nuestro», sino que siempre se les habló del Señor, manifestándoles que Dios era para ellos como un Señor a sus siervos y como un padre para sus hijos. Pero hablando del pueblo cristiano, dice el Apóstol que recibió el espíritu de adopción, según el cual clamamos: «¡Abba!» (Padre) (Rom 8,15), lo cual no es propio de nuestros méritos sino de la gracia que nos hace decir en la oración «Padre». Con ese nombre se enciende la caridad en nuestras almas (porque, ¿qué cosa más amable para los hijos que un padre?), con un sentimiento de afectuosa inspiración y una cierta confianza en la súplica, cuando decimos a Dios: «Padre nuestro». ¿Qué no dará a los hijos que le piden, cuando les ha concedido antes el que puedan ser hijos suyos? En fin, ¿con qué cuidado no mueve el alma, para que el que diga: «Padre nuestro», no sea indigno de tan gran Padre? También se advierte a los ricos con esto, y a los que son de noble linaje, que cuando se hagan cristianos no se llenen de soberbia contra los pobres y contra los desgraciados, puesto que, lo mismo que ellos, dicen al señor: «Padre nuestro», lo cual no pueden decir piadosa y verdaderamente si no los reconocen como hermanos.
Se dice también, que está en los cielos, esto es, entre los santos y entre los justos, porque Dios no se contiene en el espacio limitado. Se entienden por cielos las partes más excelentes de la naturaleza visible, y si creyéramos que Dios los habita, diríamos que las aves morarían más cerca de El que los hombres y tendrían más mérito. No está escrito: Dios está cerca de los hombres más elevados o de aquellos que habitan en la cumbre de los montes, sino de los contritos de corazón (Sal 33,19). Mas así como el pecador se llama tierra, a quien se le ha dicho: «Eres tierra e irás a la tierra», así, por el contrario, se puede llamar cielo al justo (Gén 3,19).
Con toda propiedad se dice: «Que estás en los cielos», esto es, que estás con los santos. Porque tanta distancia hay, espiritualmente hablando, entre los justos y los pecadores, cuanta hay corporalmente entre el cielo y la tierra. Para significar esto, cuando oramos nos volvemos hacia el oriente, de donde parece que empieza el cielo. No como si Dios estuviese allí, abandonando las demás partes del mundo, sino para que el alma se incline a tomar afecto a una naturaleza más elevada (esto es, a Dios), mientras el cuerpo del hombre (que es de tierra) se convierte en un cuerpo más excelente (esto es, en un cuerpo celestial). Es muy conveniente que cada uno sienta a Dios con sus facultades, ya de niños, ya de adultos, y por lo tanto, a los que todavía no puedan comprender las cosas incorpóreas, puede tolerarse la opinión de que Dios está más bien en los cielos que en la tierra.
Ya se ha dicho quién es Aquel a quien se pide y dónde habita. Ahora vamos a ver las cosas que deben pedirse. Lo primero que se pide es esto: «Santificado sea el tu nombre». No se pide así porque el nombre de Dios no sea santo, sino para que sea tenido como santo por los hombres. Esto es, que así se dé Dios a conocer, que no se crea que haya otro más santo.
10. Eso no quiere decir que Dios no reine en la tierra, porque siempre ha reinado sobre ella. La palabra venga quiere significar que se manifieste a los hombres. A ninguno le será lícito desconocer el reino de Dios, siendo así que su Unigénito, no sólo de una manera inteligible o espiritual sino también de una manera visible, habrá de juzgar a los vivos y a los muertos el día de juicio, que según nos enseña el Señor habrá de tener lugar cuando el Evangelio se haya predicado a todas las gentes. Esta súplica se refiere a la santificación del nombre de Dios.
En aquel reino de la bienaventuranza, se perfeccionará la vida feliz en los santos, como ahora sucede con los ángeles que están en los cielos. Y por lo tanto, después de aquella petición en la que decimos: «Venga a nos el tu reino», se sigue: «Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo». O sea, así como en los ángeles que están en el cielo se hace tu voluntad para que gocen de Ti, no viniendo error alguno a oscurecer su inteligencia, ni penalidad ninguna a impedir su felicidad, hágase tu voluntad en tus santos que están en la tierra, y han sido hechos de tierra (en cuanto al cuerpo). «Hágase tu voluntad», se entiende también diciendo que deseamos que los preceptos de Dios se cumplan, así en el cielo como en la tierra, esto es, así por los ángeles como por los hombres: no porque ellos determinan la voluntad de Dios, sino porque hacen lo que El quiere, esto es, obran según su voluntad.
O bien: «Así como en el cielo, en la tierra», esto es, así como en los justos, también en los pecadores, como si dijese: «Así como hacen tu voluntad los justos, háganla también los pecadores, para que se conviertan a Ti». O de otro modo, para que pueda darse a cada uno lo suyo, como sucederá en el juicio final. También podemos conocer que por cielo y tierra se entienden el espíritu y la carne, y por lo que dice el Apóstol: «Con la mente sirvo a la ley de Dios, y con la carne a la ley del pecado» (Rom 7,25), debemos comprender que la voluntad de Dios también se hace con el espíritu. Así sucede en aquella transformación que se promete a los justos. Hágase la voluntad de Dios así en la tierra como en el cielo, esto es, así como el espíritu no resiste a Dios, así el cuerpo no resista al espíritu. O de otro modo: «Así en la tierra como en el cielo», esto es, así en la Iglesia como en Jesucristo, en la Esposa del Hijo de Dios como en Este, que cumplió la voluntad del Padre. Se toman oportunamente el cielo y la tierra como un hombre y una mujer, puesto que la tierra fructifica cuando es fecundada por el cielo.
11. Pero contra esta doctrina cuestionan todavía aquéllos que en las iglesias orientales no comulgan todos los días. Los que defienden su parecer acerca de esto, saben que lo hacen sin escándalo, apoyados en la autoridad eclesiástica, puesto que no se les prohíbe el que lo hagan por aquellos que gobiernan las iglesias. Pero aunque nada discutamos acerca de esto en particular, debe ciertamente ocurrírseles que nosotros hemos aprendido del Señor la manera de orar, la que no nos conviene traspasar. ¿Quién se atreverá a decir que nosotros sólo debemos rezar una sola vez la oración dominical, o si la habremos de decir dos o tres veces, hasta aquella hora solamente en que recibamos el cuerpo de Jesucristo? ¿No podremos decir después: «Danos hoy lo que ya hemos recibido», o podrá alguno obligarnos a que celebremos aquel sacramento en la última hora del día?
O que recibamos el pan cotidiano y espiritual, esto es, los preceptos divinos, que todos los días conviene meditar y ejecutar.
Puede que alguno se admire porque rogamos para alcanzar las cosas que son necesarias para la vida, como son la comida y el vestido, siendo así que dice al Señor: «No queráis andar solícitos acerca de lo que hayáis de comer o de vestir» (Mt 6,25), cuando no puede menos de andar solícito el que desea alcanzar aquella cosa por cuya adquisición ruega.
12. Esto no se dice del dinero, sino de todas las ofensas que se nos hacen, y por esto también del dinero, pues nos ofende aquel deudor nuestro que pudiendo pagar el dinero que nos es en deber, no lo hace, y si no perdonamos esa ofensa, no podremos decir: «Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores».
13. Algunos códices tienen escrito: «Y no nos lleves a la tentación», lo cual creo que equivale, porque una y otra cosa han sido tomadas del griego, y muchos, interpretándolo, dicen así: «No permitas que seamos llevados a la tentación», explicando cómo debe entenderse la palabra dejes. Dios no induce por sí mismo a la tentación, pero permite que sea llevado aquel a quien niega su auxilio.
Una cosa es ser llevado a la tentación, y otra cosa es ser tentado, porque ninguno puede ser probado sin tentación -ya sea tentado por sí mismo o por otro-. Cada uno es perfectamente conocido por Dios antes de sufrir ninguna tentación. No se pide, pues, aquí, que no seamos tentados, sino que no seamos llevados a la tentación, como si cualquiera a quien le fuere necesario probarse por medio del fuego, no ruega el que no sea mortificado por el fuego, sino el no ser quemado. Pero somos inducidos si caemos en tentaciones tales que nosotros no podemos resistir.
Debemos pedir, no sólo el no caer en el mal cuando no hemos caído, sino también el librarnos de él cuando hayamos caído, y por ello sigue: «Mas líbranos de mal».
Parece también que este número de siete conviene con el número de las bienaventuranzas. Si es con el temor de Dios con el que se hacen bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos, pidamos que sea santificado el nombre de Dios entre los hombres, y que permanezca su santo temor por los siglos de los siglos. Si la piedad es por medio de la cual los bienaventurados se hacen humildes, pidamos que venga su reino, para que seamos humildes y no nos opongamos a su voluntad. Si la ciencia es con la que son bienaventurados los que lloran, oremos para que se cumpla su voluntad así en la tierra como en el cielo, porque cuando el cuerpo consiente en las inspiraciones del espíritu, como la tierra se somete al cielo, no lloraremos. Si la fortaleza es con la que son bienaventurados los que tienen hambre, oremos para que nuestro pan cotidiano se nos conceda hoy, y podamos llegar por medio de él a la plenísima saciedad. Si es con un consejo saludable, con el cual los bienaventurados son misericordiosos para que Dios se apiade de ellos, perdonemos las deudas, para que se nos perdonen las nuestras. Si el entendimiento es con el cual son bienaventurados los de limpio corazón, oremos para no caer en la tentación, para que no tengamos un corazón con doblez, apeteciendo las cosas temporales y terrenas, acerca de las que versan todas nuestras tentaciones. Si es sabiduría aquélla con la cual son bienaventurados los pacíficos, puesto que se llamarán hijos de Dios, roguemos para que se nos libre de todo mal y esta misma libertad nos hará hijos libres de Dios.
14-15. En esto no debe pasarse en silencio que, de todas las sentencias, con las cuales el Señor nos mandó que orásemos, creyó oportunamente recomendarnos de una manera especial la que afecta a la remisión de los pecados, en la que quiso que fuésemos caritativos, lo cual es un consejo para evitar todas las debilidades.
San Agustín, de dono perseverantiae, 2-5
9. ¿Por qué pedir a Dios esta perseverancia si (como dicen los pelagianos) no es El quien la da? ¿No sería irrisoria esta petición, solicitando de El lo que estamos seguros que no ha de darnos, sino que no dándola El, se halla en el poder del hombre?
10. Cuando se pide diciendo: «Venga a nos el tu reino», ¿qué es lo que piden los que ya están santificados, sino la perseverancia en aquella santidad que ya se les ha concedido? No de otra manera vendrá el reino de Dios, que ciertamente habrá de venir, para aquellos que perseveran hasta el fin.
En esto se manifiesta claramente (en contra de los pelagianos) que el principio de la fe es un don de Dios, cuando ruega la santa Iglesia por los no creyentes, para que empiecen a tener fe. Como la voluntad de Dios se ha cumplido ya en los santos, cuando aún se pide que se cumpla, ¿qué otra cosa pedimos sino que perseveren en lo que comenzaron a ser?
11. Los santos piden al Señor la perseverancia, cuando piden que no sean separados del Cuerpo de Cristo, sino que perseveren en aquella santidad y no cometan pecado alguno.
12. Con este dardo se traspasa a los herejes pelagianos, que se atreven a decir: «El hombre justo no tiene pecado alguno en esta vida, y en tales hombres ya existe en la vida presente la Iglesia, que no tiene mancha ni arruga».
13. Cuando los santos piden: «No nos lleves a la tentación», ¿qué otra cosa piden, sino la perseverancia en la santidad? Con esta gracia concedida por Dios -como se demuestra en realidad que es un don de Dios cuando se obtiene de El-, no hay ninguno de los santos que no obtenga la perseverancia en la santidad hasta el fin, así como ninguno deja de perseverar en su propósito de ser buen cristiano, si antes no es llevado a la tentación. Por lo tanto, pedimos no ser llevados a la tentación, para que esto no se haga. Y si no se hace, es porque Dios no permite que se haga. Nada se hace sino lo que El mismo hace o permite que suceda. Puede muy bien hacer que las voluntades se separen de lo malo y se inclinen a lo bueno, y que el caído se convierta y se dirija a encaminarse hacia El, a quien no en vano se dice: «No nos dejes caer en la tentación». Porque el que no es llevado a la tentación por su mala voluntad, a ninguna otra tentación puede ser llevado. «Cada uno es tentado por su concupiscencia», según dice Santiago (Stgo 1,14). Dios quiso, pues, que le pidiésemos el no ser llevados a la tentación -lo cual podía concedernos aunque no se lo pidiésemos-, porque quiso que nosotros conociésemos de quién recibíamos los beneficios. Y el mismo santo añade: «Atienda la Iglesia a sus oraciones cotidianas ruega para que los incrédulos crean: luego Dios convierte a la fe; ora para que los que creen perseveren; Dios, pues, concede la perseverancia final».
Ad Probam, epístola 130, 9-12
7-8. No es orar hablando mucho, como piensan algunos, el orar largo tiempo. Una cosa es hablar mucho y otra cosa es un afecto prolongado. Del mismo Dios se ha escrito que pasaba las noches en oración (Lc 6), y que rezaba por mucho tiempo (Lc 22), para darnos ejemplo. Se dice que nuestros hermanos de Egipto tienen frecuentes oraciones, pero muy cortas, y jaculatorias pronunciadas de un modo secreto, temerosos de que la intención, que tan necesaria es al que ora, no pueda prolongarse mucho tiempo con la energía de su fervor. Con esto nos enseñan que no debe violentarse ese movimiento del alma para hacerlo durar mucho tiempo, ni interrumpirlo bruscamente si quiere continuar. Lejos de la oración las muchas palabras, pero no falte la oración continuada si la intención persevera fervorosa. Hablar mucho en la oración es tratar una cosa necesaria con palabras superfluas. Orar mucho es pulsar con ejercicio continuado del corazón, a Aquel a quien suplicamos. Pues, de ordinario, este negocio se trata mejor con gemidos que con discursos, mejor con lágrimas que con palabras.
En ciertas ocasiones también rogamos a Dios con palabras, de modo que por medio de las cosas que vamos pidiendo nos aconsejemos a nosotros mismos, y nos hagamos notar cuanto pedimos en nuestros deseos, y nos movamos más intensamente a crecer en esto, no sea que por diversas distracciones se enfríe totalmente lo que empezaba a calentar, y extinga del todo sin haber llegado a quemar con fuerza. Así pues, nos son necesarias las palabras, porque por medio de ellas nos enardecemos y conocemos lo que pedimos, y no porque creamos que con ellas habremos de enseñar a Dios, ni le habremos de inclinar a que nos conceda lo que le pedimos.
10. El reino de Dios vendrá, lo mismo si queremos que si no queremos, pero encendemos nuestro deseo hacia aquel reino, para que venga a nosotros y reinemos en él.
11. Así ahora pedimos aquí lo necesario por la parte que en ello sobresale, esto es, significando todo lo que pedimos con el nombre de pan.
El que no quiere más que las cosas necesarias para la vida, no quiere sino lo conveniente. Estas cosas necesarias no se apetecen por sí mismas, sino por la salud del cuerpo y decente sostenimiento de la persona, para que viva con decoro entre aquellos con quienes debe vivir. Cuando se tienen estas cosas, se debe rogar para conservarlas, y cuando no se tienen, para conseguirlas.
13. Cuando decimos, pues: «No nos dejes caer en tentación», nos aconseja que pidamos esto, no sea que, abandonados de su ayuda, consintamos en alguna tentación, o, engañados, accedamos afligidos.
Y esto último que está puesto en la oración dominical, se conoce tan claramente, que el hombre cristiano en cualquier tribulación en que se encuentre, puede dar gemidos por medio de ella, y en ella derramar sus lágrimas. De aquí el que se exhorte a que termine la oración con esta palabra: Amén, en la que se demuestra el deseo del que ora.
Cualesquiera otras palabras que digamos, que forman los afectos del que ora, o precediendo para que resplandezcan, o siguiendo para que crezcan, nada podemos añadir que no esté comprendido en esta oración dominical, si la decimos recta y convenientemente. El que dice, pues, como el Eclesiástico: «Date a conocer a todas las gentes, como te has dado a conocer a nosotros» (Eclo 36,4), ¿qué otra cosa dice, sino el que sea santificado tu nombre? El que dice: «Dirige mis pasos según tu palabra» (Sal 118,133), como David, ¿qué otra cosa dice más que «hágase tu voluntad»? El que dice: «Manifiéstanos tu faz y seremos salvos» (Sal 79,4), ¿qué otra cosa dice sino que «venga a nos tu reino»? El que dice: «No me des pobreza y riqueza» (Prov 30,8), como el autor de los proverbios, ¿qué otra cosa dice sino «el pan nuestro de cada día dánosle hoy»? El que dice: «Señor, acuérdate de David y de toda su mansedumbre» (Sal 131,1) y: «Si pagué con mal a los que me lo hacían» (Sal 7,5), ¿qué otra cosa dice más que «perdónanos nuestras deudas, como perdonamos a nuestros deudores»? El que dice: «Retira de mí las concupiscencias de la carne» (Ecle 23), como el Eclesiástico, ¿qué otra cosa dice más que «no nos dejes caer en la tentación»? El que dice: «Líbrame de mis enemigos, Dios mío» (Sal 58,2), como David, ¿qué otra cosa dice más que «líbranos de todo mal»? Y si recorres todas las palabras de todas las preces santas, ninguna cosa encontrarás que ya no esté comprendida en la oración dominical. Cualquiera que dice una cosa que no pertenezca a esta oración, ora por afectos carnales, lo cual no sé cómo no se diga ilícitamente, cuando a los regenerados no se les enseña a orar sino espiritualmente. El que dice en su oración: «Señor, multiplica mis riquezas, y aumenta mis honores», y esto lo dice teniendo deseos de ellos, no fijándose en que pueda aprovechar a los hombres según desea Dios, creo que no podrá encontrar en la oración dominical algo que pueda adaptarse a esta clase de oración. Por ello, se avergüenza de pedir, acaso, lo que no puede desear. Y si de esto se avergüenza y la codicia vence, pedirá mejor que esto, que también le libre de este mal de la codicia, a Aquel a quien decimos: «Líbranos de mal».
Enchiridion
11. Estas tres cosas que se piden en las anteriores peticiones se empiezan aquí, y cuanto más adelantamos en la virtud, tanto más se aumentan en nosotros. Se poseerán perfectamente y para siempre lo que ha de esperarse en la otra vida. En las otras cuatro peticiones que siguen se piden cosas temporales, que son necesarias para conseguir la vida eterna. El pan que se pide a continuación es necesario aquí, por eso sigue: «El pan nuestro, que excede a toda sustancia, dánosle hoy» (n. 115).
12. Sin embargo, este bien tan grande -a saber, el perdonar las deudas y el amar a los enemigos-, no es propio de tantos como creemos al escuchar que se dice: «Perdónanos nuestras deudas, como perdonamos a nuestros deudores». Sin duda se cumplen las palabras de esta promesa en aquel hombre que, no adelantando tanto que ame a su enemigo, sin embargo, cuando se le ruega por el hombre que le ha ofendido para que lo perdone, lo perdona de corazón, queriendo a su vez que se le perdone cuando él lo pida. Pero aquel que ruega a un hombre a quien ha ofendido -si se mueve a rogarle por su propia culpa-, no puede considerarse todavía como su enemigo, para que le sea difícil el amarlo, como lo era cuando la enemistad se encontraba en su periodo álgido. (n. 73-74)
14-15. El que no perdona al que le pide perdón arrepentido de su pecado y no lo perdona de corazón, no espere en manera alguna que Dios le perdone sus pecados, y por ello añade: «Mas si no perdonareis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados» (n. 74).
San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 19,3-7
7-8. El Señor nos disuade con esto de la mucha conversación cuando oramos, como sucede cuando no le pedimos cosas convenientes, como son la adquisición del poder, la gloria, vencer a los enemigos y la abundancia de dinero. Aquí nos manda también no hacer oraciones largas. Digo largas no por el tiempo, sino por la multitud de aquellas cosas que se piden. Sin embargo, conviene que perseveren en la oración, según estas palabras del Apóstol: «Insistentes en la oración» (Col 4,2). No porque el Apóstol haya querido que compusiésemos las oraciones de diez mil versos, sino que las anunciásemos con el corazón. Lo cual indica en secreto, cuando dice: «No habléis mucho».
No oras para enseñar, sino que te arrodillas para que te hagas amigo de Dios por la continuación de tu súplica, para que te humilles en su presencia y para que te acuerdes de tu pecado.
9. ¿Qué daño puede venir del parentesco con un inferior, cuando con el superior todos estamos unidos? Por ese solo nombre de Padre confesamos el perdón de los pecados, y la adopción, y la herencia, y la fraternidad respecto de su Unigénito, y el don del Espíritu Santo, porque ninguno puede dirigir ese nombre a Dios sino el que ha gozado a la vez de todos esos bienes. Dos cosas suscita en nosotros el sentido de la oración: el pensamiento de la dignidad de Aquel a quien invocamos, y la grandeza de los dones que en nosotros supone esta oración.
Cuando dice: «En los cielos», no limita la presencia de Dios a este lugar, sino que eleva de la tierra al que ora, fijando su imaginación en las cosas del cielo.
Manda rogar al que ora, para que Dios sea glorificado durante nuestra vida, como si dijese: Haz que vivamos de tal modo, que todas las cosas te glorifiquen por medio de nosotros. «Sea santificado», es lo mismo que decir: «sea glorificado». Luego la oración del que se dirige a Dios debe ser tal, que nada anteponga a la gloria divina, sino que lo posponga todo a su alabanza.
10. He aquí una consecuencia muy buena. Después de habernos enseñado a desear las cosas del cielo por estas palabras: «Venga a nos el tu reino», antes de llegar al cielo nos enseña a hacer de la tierra cielo con estas palabras: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo».
La virtud no es solamente propia de nuestro deseo, sino también de una gracia superior. Por esto se nos manda aquí a cada uno de nosotros que oremos por todo el orbe, y no dijo: «Hágase tu voluntad en mí o en nosotros», sino: «En toda la tierra», para que desaparezca el error y se siembre la verdad, y se destierre la malicia, y vuelva la virtud, y para que ya no se diferencie el cielo de la tierra.
11. Debe considerarse, pues, que, después de decir: «Hágase Tu voluntad, así en la tierra como en el cielo» (como hablaba a hombres que vivían en la tierra, vestidos de carne y como no pudiesen tener la misma impasibilidad que los ángeles) condesciende con nuestra debilidad, que indispensablemente necesita de alimento, y nos mandó hacer oración para obtener el pan, no para obtener dinero ni las cosas propias de la malicia, sino solamente el pan cotidiano y ni aun esto es suficiente, sino que añadió: «Dánosle hoy», con el objeto de que no nos mortifiquemos a nosotros mismos con la solicitud del día que ha de venir.
12. Que conviene a los fieles esta oración nos lo enseñan las leyes de la Iglesia y el principio de la oración, que nos enseña a llamar Padre a Dios. Luego el que manda a los fieles pedir el perdón de sus pecados demuestra -contra los novacianos- que después del bautismo se perdonan los pecados.
13. Aquí se llama mal al demonio por su excesiva malicia, que no proviene de su naturaleza sino de su elección y por la guerra implacable que nos tiene declarada. Por esto se dice: «Líbranos de mal».
Como nos había hecho solícitos el recuerdo de nuestro enemigo el demonio, cuando el Señor nos enseñó a decir: «Líbranos de mal», otra vez nos da a conocer su atrevimiento en estas palabras que se encuentran en algunos libros griegos: «Puesto que suyo es el reino, y la virtud, y la gloria». Si el reino es suyo, nada tenemos que temer, porque quien pelea contra nosotros también le está subordinado. Siendo, pues, suya la virtud y la gloria infinita, no solamente puede librarnos de todo mal, sino también concedernos su gloria.
14-15. Por lo tanto hace mención de los cielos y del Padre, para llamar la atención del que oye. Ninguna cosa se asemeja tanto a Dios, como perdonar a los que hacen alguna injuria. No es oportuno que sea feroz un hijo que procede de tal Padre. Y como está llamado a poseer el cielo, debe tener cierta propiedad en sus acciones, que se conforme con esta clase de vida.
San Jerónimo
7-8. Aquí se deja ver cierta herejía de algunos filósofos, que habían formulado este dogma impío: si conoce el Señor qué es lo que pedimos, y antes que lo pidamos sabe qué necesitamos, en vano pedimos al que ya conoce nuestras necesidades. A éstos debe responderse que nosotros no es que contamos a Dios nuestras cosas, sino que rogamos. Una cosa es enseñar al que ignora, y otra cosa es pedir a aquel que ya conoce nuestras necesidades.
10. O bien se pide de una manera general que reine en todo el mundo, a fin de que el diablo deje de reinar en el mundo, o que Dios reine en cada uno de nosotros y no reine el pecado en el cuerpo mortal de los hombres (Rom 6).
Debe entenderse que es gran atrevimiento y propio solamente de una conciencia pura, pedir el reino de Dios y no temer su juicio.
Avergüencense por estas palabras los que mienten diciendo que todos los días hay ruinas en el cielo.
11. Lo que nosotros llamamos aquí sobresustancial, en el texto griego dice epiousion, en lugar de lo cual dicen con frecuencia los Setenta intérpretes: periousion. Si consideramos el texto hebreo en todos los lugares en que aquéllos expresaron la palabra periousion, encontramos la palabra sogolla, que Simaco tradujo por exaireton, que quiere decir principal o egregio, aun cuando ha interpretado esto en cierta parte por peculiar. Cuando pedimos, pues, que Dios nos conceda el pan peculiar o principal, pedimos aquel de quien habla el Evangelio de San Juan, cuando dice (Jn 6): «Yo soy el pan vivo que bajé del cielo».
Podemos comprender de otro modo el pan sobresustancial, a saber: aquello que supera a todas las sustancias y a todas las criaturas, o sea el cuerpo de Cristo.
Otros creen sencillamente, según las palabras del Apóstol, que dice: «Cuando tengamos vestido y comida, estemos contentos con ello: los santos no cuidan más que de la comida de cada día» (1Tim 6,8). Por esto más adelante se manda: «No queráis pensar en el día de mañana».
En el Evangelio que se intitula Según los Hebreos [1] se encuentra para significar el pan sobresustancial la palabra mohar, la cual quiere decir de mañana, para que así resulte, diciendo: Danos, hoy el pan de mañana, esto es el del porvenir.
13. Amén, pues -lo cual consta escrito al final-, es un signo de la oración dominical, el cual Aquila ha interpretado: fielmente, y nosotros podemos interpretar: verdaderamente.
14-15. Pero está escrito: «Yo he dicho: sois dioses, pero vosotros como hombres moriréis». Esto se ha dicho por que los hombres han merecido ser tales, de dioses que eran, por sus pecados. Y en verdad que son llamados con razón hombres todos aquellos a quienes se les perdonan los pecados.
Notas
[1] Evangelio apócrifo.
San Cipriano, de oratione Domini
9. El que nos dio la vida nos enseñó a orar para que cuando hablamos al Padre por medio de la oración que nos enseñó el Hijo, seamos oídos con más facilidad. Es una oración amigable y familiar el rogar a Dios con su propia oración. Conoce el Padre las palabras de su Hijo cuando le rogamos, y como lo tenemos por Abogado ante el Padre por nuestro pecados (1Jn 1), cuando los pecadores rogamos por nuestros delitos debemos tomar las palabras de nuestro abogado.
No decimos: «Padre mío», sino: «Padre nuestro», porque el Maestro de la paz y de la unión no quiso que se hiciesen súplicas de una manera aislada, como cuando alguno ruega por sí solamente. La oración es para nosotros pública y común, y cuando oramos no rogamos por uno solo sino por todo el pueblo, porque nosotros y el pueblo somos una sola cosa. Quiso el Señor que cada uno rogase por todos los demás, así como El, siendo uno, ha padecido por todos.
También pedimos todos los días que sea santificado. Necesitamos de la santificación continuamente, porque los que pecamos todos los días, debemos purificar nuestros pecados por medio de una santificación continua.
10. Puede suceder también que el mismo Cristo sea el reino de Dios, que todos los días deseamos que venga, y cuyo advenimiento mueve nuestro deseo apenas el pensamiento nos lo representa. Pues así como El mismo es la resurrección, toda vez que en El hemos resucitado, así se puede tomar por el reino de Dios, puesto que habremos de reinar en El. No sin razón pedimos el reino de Dios, esto es, el celeste, porque también hay un reino terrestre. Pero el que ya ha renunciado al mundo es mayor que todos sus honores y su reino. Y por lo tanto, el que se consagra a Dios y a Jesucristo, no desea los reinos de la tierra sino los del cielo.
No pedimos que El haga lo que quiera, sino que nosotros podamos hacer lo que Dios quiere. Lo que se hace en nosotros es obra de la voluntad divina, esto es, por medio de su ayuda y de su protección, porque ninguno es suficientemente fuerte por sus solas fuerzas, sino que está seguro por la misericordia de Dios.
11. Jesucristo es el pan de la vida, y este pan no es el pan de todos, sino el pan nuestro. Pedimos todos los días que se nos dé este pan, no sea que los que estamos con Jesucristo y recibimos la Eucaristía todos los días, cuando cometamos algún delito grave, se nos prohiba el pan celestial y se nos separe del Cuerpo de Cristo. Pedimos, pues, que los que permanecemos en Cristo no nos separemos de su santificación y de su Cuerpo.
El discípulo de Jesucristo debe pedir esta comida divina con el objeto de no hacer largo el deseo de su petición, el cual resultaría contrario y desagradable, como cuando deseamos vivir mucho tiempo en esta vida los que pedimos que el Reino de los Cielos venga prontamente. También puede decirse que añade: «Cotidiano», para que cada uno coma cuanto exige la razón natural y no cuanto pide el apetito carnal. Si en un convite gastas tanto cuanto puedes necesitar para cien días, ya no comes el alimento cotidiano, sino el de muchos días.
12. Después de pedir el recurso del alimento se encuentra el perdón del pecado, para que el que es alimentado por Dios viva en Dios y ya no se ocupe sólo de la vida presente, sino de la eterna, a la que puede llegarse si se perdonan los pecados, que Dios llama nuestras deudas, así como dice en otro lugar: «Te he perdonado toda tu deuda porque me lo has pedido». «Perdónanos nuestras deudas». Por lo que se nos advierte necesaria y saludablemente que somos pecadores, puesto que se nos invita a que roguemos por los pecados. Y para que no haya quien se complazca como inocente y, ensalzándose más, perezca, se le advierte que peca todos los días cuando se manda orar por los pecados cotidianamente.
El que nos enseñó a orar por nuestros pecados, nos prometió la misericordia del Padre, pero añadió claramente la ley, obligándonos con cierta condición a pedir que se nos perdonen nuestras deudas según nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y esto es lo que dice: «Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores».
13. En lo cual se manifiesta que nuestro enemigo nada podrá contra nosotros, si Dios no se lo permite antes, con el objeto de que todo temor y devoción de nuestra parte se convierta a Dios.
En lo cual se advierte nuestra debilidad y nuestra ignorancia, para que alguno no se ensalce indebidamente, para que, cuando precede una confesión humilde y sumisa, se conceda todo a Dios, quien nos dispensa entonces por su piedad lo que le pedimos humildemente.
Después de todas las cosas ya dichas, al final de la oración viene la cláusula que concluye todas nuestras preces, recopilada con una brevedad admirable. Nada queda ya que deba pedirse al Señor, cuando ya hemos pedido la protección de Dios contra todo lo malo, la cual una vez obtenida, ya podemos considerarnos seguros contra todas las cosas que el diablo y el mundo puedan hacer. ¿Qué miedo puede darnos el mundo si en él tenemos a Dios por defensor?
¿Qué de extraño tiene, si tal oración es la que Dios enseñó, que con una maestría sin igual recopile todas nuestras preces en tan saludables palabras? De aquí el que se dijo por medio de Isaías: «Dios hizo sobre la tierra una brevedad por medio de su palabra» (Is 10,23). Y habiendo venido nuestro Señor Jesucristo para todos, a fin de abarcar igualmente a los sabios y a los ignorantes, con el objeto de dar preceptos para bien de todos los sexos y todas las edades, hizo un gran compendio de todos sus preceptos, para que los que se instruyen en la doctrina del cielo, no cansen su memoria, sino que aprendan prontamente lo que es necesario para creer con fe sencilla.
14-15. No podrás tener excusa alguna en el día del juicio, cuando seas juzgado según tu misma sentencia y cuando tú mismo sufras lo que has hecho con otros.
Pseudo-Crisóstomo, opus imperfectum in Matthaeum, hom. 14
9. La necesidad nos obliga a rogar por nosotros mismos y la caridad fraterna a rogar por los demás. Es más aceptable la oración delante de Dios, no cuando es impulsada por la necesidad, sino cuando es recomendada por la caridad fraterna.
Añade, pues, el Señor: «Que estás en los cielos», para que sepamos que tenemos un Padre en el cielo, y para que se avergüencen el someterse a las cosas terrenas, los que tiene un Padre en el cielo.
No pedimos a Dios que El sea santificado por medio de nuestras oraciones, sino que su nombre sea santificado en nosotros. Mas como El dijo: «Sed santos, porque yo soy santo» (Lev 30,44), esto es lo que pedimos y rogamos, con el objeto de que nosotros que hemos sido santificados por medio del bautismo, perseveremos en lo que hemos empezado.
10. O pedimos que nos venga de Dios nuestro reino, según nos está prometido, y que hemos adquirido con la sangre de Cristo, para que los que hemos servido antes a Cristo en este mundo, reinemos después.
Debe considerarse como dicho para todos lo que dice: «Así en el cielo como en la tierra», esto es, santificado sea tu nombre, así en el cielo como en la tierra, hágase tu voluntad así en el cielo como en la tierra. Y considera con cuánta precaución habló. No dijo, pues: Padre, santifica tu nombre en nosotros, venga tu reino sobre nosotros, haz tu voluntad en nosotros, ni dijo otra vez: santifiquemos tu nombre, recibamos tu reino, hagamos tu voluntad, para que no apareciere que esto era obra exclusiva o sólo de Dios o sólo del hombre, y por ello dijo en sentido impersonal: porque así como el hombre no puede obrar bien sin la ayuda de Dios, así Dios no puede hacer bien al hombre cuando el hombre no quiere.
11. O puso pan sobresustancial, que quiere decir cotidiano.
No rogamos, pues, diciendo solamente: «Danos hoy el pan nuestro», para que tengamos qué comer (lo cual es común entre los justos y pecadores), sino que pedimos comer aquello que recibamos de la mano del Señor, lo cual sólo es propio de los santos, porque Dios da solamente el pan a aquellos a quienes prepara con la virtud. Pero el diablo distribuye el pan al que prepara con el pecado. Y así en el mero hecho de ser Dios quien da este pan, se recibe ya santificado. Por esto en la oración se añade «nuestro», esto es, el que nosotros tenemos preparado, dánoslo para que sea santificado por Ti. Así como el sacerdote, recibiendo el pan de un seglar, lo santifica y se lo ofrece, el pan en realidad es del que lo ofrece, pero su santificación corresponde al sacerdote. Dice «nuestro» por dos razones: primera, porque todo lo que el Señor nos da, lo da a otros por nosotros, para que hagamos partícipes del pan que recibimos a los que no pueden recibirlo. Los que no lo hacen, no sólo comen su pan, sino que también el ajeno. En segundo lugar, el que come el pan adquirido con justicia come su propio pan, pero el que lo come con pecado, se come el pan ajeno.
A primera vista parece que el verdadero sentido de estas palabras consiste en que los que dicen esto no preparen cosa alguna para el día siguiente, lo cual, si así fuere, esta oración convendría a pocos: a los Apóstoles, que recorrían el mundo con el objeto de enseñar, o casi a ninguno. Pero debemos interpretar de tal modo la doctrina de Jesucristo, que todos puedan adelantar en ella.
12. ¿Con qué esperanza ruega, pues, el que conserva enemistad contra otro, por quien acaso ha sido ofendido? Como muchas veces sucede que el que ora miente a la vez -dice que perdona y no perdona-, así pide perdón a Dios y no se le concede. Pero muchos no queriendo perdonar a los que les ofenden, evitan hacer esta oración. ¡Necios! Primeramente, porque el que no ora así como Jesucristo enseña, no es discípulo de Cristo. Segundo, porque el Padre no oye con gusto la oración que no es inspirada por el Hijo. Conoce el Padre el sentido y las palabras de su Hijo y no recibe las que inventa la usurpación humana, sino las que dictó la sabiduría de Jesucristo.
13. Como el Señor había mandado antes a los hombres que dijesen cosas magníficas, como son el llamar a Dios su Padre y pedir el que su reino venga a ellos, ahora se añade la enseñanza de la humildad, cuando se dice: «Y no nos dejes caer en la tentación».
Todo esto pertenece a las cosas que preceden. Cuando dice: «Tuyo es el reino», corresponde a aquello que había dicho: «Venga tu reino», para que no haya alguno que diga: «Luego Dios no tiene reino en la tierra»; y en cuanto dice: «Y la virtud», corresponde a aquello que había dicho: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo», para que no haya quien diga que Dios no puede hacer todo lo que quiere; y en cuanto dice: «Y la gloria», responde a todo lo que sigue en lo que aparece la gloria de Dios.
14-15. No dice que primero nos perdona Dios para que después nosotros perdonemos a nuestros deudores. Dios sabe, pues, que los hombres mienten y que aun cuando obtengan el perdón de sus pecados, ellos no perdonan a sus deudores, por ello dice que primero perdonemos y que después pidamos nuestro perdón.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Cipriano, obispo y mártir
Tratado: Vivir como hijos
La oración del Señor, 11-12
«Santificado sea tu nombre»
Debemos recordar, hermanos queridos, cuando llamamos a Dios nuestro Padre, que debemos comportarnos como hijos de Dios… Debemos ser como templos de Dios (1Co 3,16), para que los hombres puedan ver que Dios vive en nosotros; nuestros actos no deben ser indignos del Espíritu… El apóstol Pablo declaró en su carta: » ¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu?… y no os pertenecéis, pues habéis sido comprados a buen precio, por eso ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!” (1Co 6,19-20).
Rezamos: «Santificado sea tu nombre». Esto no es porque deseamos que Dios sea santificado por nuestras oraciones, sino porque le pedimos al Señor que su nombre sea santificado en nosotros. ¿Por quién podría ser santificado Dios, ya que es Él quien santifica? Él mismo dijo: «Sed santos porque yo soy santo» (Lev. 20,26). Por eso pedimos insistentemente que, ya que hemos sido santificados por el bautismo, seamos capaces de perseverar en lo que comenzamos a ser. Y rezamos por esto cada día.
Tratado: Hágase tu voluntad
Tratado sobre el “Padre Nuestro”, 14 – 17.
>»«Cúmplase tu voluntad en la tierra como en el cielo». No en el sentido de que Dios haga lo que quiere, sino en cuanto nosotros podamos hacer lo que Dios quiere. Pues ¿quién puede estorbar a Dios de que haga lo que quiera? Pero porque a nosotros se nos opone el diablo para que no esté totalmente sumisa a Dios nuestra mente y vida, pedimos y rogamos que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios: y para que se cumpla en nosotros, necesitamos de esa misma voluntad, es decir, de su ayuda y protección, porque nadie es fuerte por sus propias fuerzas, sino por la bondad y misericordia de Dios. En fin, también el Señor, para mostrar la debilidad del hombre, cuya naturaleza llevaba, dice: Padre, si puede ser, que pase de mí este cáliz (Mt 26,39), y para dar ejemplo a sus discípulos de que no hicieran su propia voluntad, sino la de Dios, añadió lo siguiente:
Con todo, no se haga lo que yo quiero, sino lo que Tú quieres. Y en otro pasaje dice: No bajé del cielo para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me envió (lo 6,38). Por lo cual, si el Hijo obedeció hasta hacer la voluntad del Padre, cuánto más debe obedecer el servidor para cumplir la voluntad de su señor, como exhorta y enseña en una de sus epístolas Juan a cumplir la voluntad de Dios, diciendo: No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno amare al mundo, no hay en él amor del Padre, porque todo lo que hay en éste es concupiscencia de la carne, y concupiscencia de los ojos, y ambición de la vida, que no viene del Padre, sino de la concupiscencia del mundo; y el mundo pasará y su concupiscencia, mas el que cumpliere la voluntad de Dios permanecerá para siempre, como Dios permanece eternamente (1 lo 2,15-17). Los que queremos permanecer siempre, debemos hacer la voluntad de Dios, que es eterno. La voluntad de Dios es la que Cristo enseñó y cumplió: humildad en la conducta, firmeza en la fe, reserva en las palabras, rectitud en los hechos, misericordia en las obras, orden en las costumbres, no hacer ofensa a nadie y saber tolerar las que se le hacen, guardar paz con los hermanos, amar a Dios de todo corazón, amarle porque es Padre, temerle porque es Dios; no anteponer nada a Cristo, porque tampoco él antepuso nada a nosotros; unirse inseparablemente a su amor, abrazarse a su cruz con fortaleza y confianza; si se ventila su nombre y honor, mostrar en las palabras la firmeza con la que le confesamos; en los tormentos, la confianza con que luchamos; en la muerte, la paciencia por la que somos coronados. Esto es querer ser coherederos de Cristo, esto es cumplir el precepto de Dios, esto es cumplir la voluntad del Padre.
Pedimos que se cumpla la voluntad de Dios en el cielo y en la tierra; en ambos consiste el acabamiento de nuestra felicidad y salvación. En efecto, teniendo un cuerpo terreno y un espíritu que viene del cielo, somos a la vez tierra y cielo, y oramos para que en ambos, es decir, en el cuerpo y en el espíritu. se cumpla su voluntad. Por eso debemos pedir con cotidianas y aun continuas oraciones que se cumpla sobre nosotros la voluntad de Dios tanto en el cielo como en la tierra; porque ésta es la voluntad de Dios, que lo terreno se posponga a lo celestial, que prevalezca lo espiritual y divino.
También puede darse otro sentido, hermanos amadísimos, que puesto que manda y amonesta el Señor que amemos hasta a los enemigos y oremos también por los que nos persiguen, pidamos igualmente por los que aún son terrenos y no han empezado todavía a ser celestes, para que asimismo se cumpla sobre ellos la voluntad de Dios, que Cristo cumplió conservando y reparando al hombre. Porque si ya no llama El a los discípulos tierra, sino sal de la tierra, y el Apóstol dice que el primer hombre salió del barro de la tierra y el segundo del cielo, nosotros, que debemos ser semejantes a Dios, que hace salir el sol sobre buenos y malos v llueve sobre justos e injustos (Mt 5,45), con razón pedimos y rogamos, ante el aviso de Cristo, por la salud de todos, que como en el cielo, esto es, en nosotros, se cumplió la voluntad de Dios por nuestra fe para ser del cielo, así también se cumpla su voluntad en la tierra, esto es, en los que no creen, a fin de que los que todavía son terrenos por su primer nacimiento empiecen a ser celestiales por su nacimiento segundo del agua y del Espíritu.«
Santa Teresa de Ávila
Escritos: La voluntad de Dios
Camino de Perfección 32, 9-10
«Hágase tu voluntad»
Porque todo lo que os he avisado en este libro va dirigido a este punto de darnos del todo al Criador y poner nuestra voluntad en la suya y desasirnos de las criaturas, y tendréis ya entendido lo mucho que importa, no digo más en ello; sino diré para lo que pone aquí nuestro buen Maestro estas palabras dichas, como quien sabe lo mucho que ganaremos de hacer este servicio a su eterno Padre: porque nos disponemos para que, con mucha brevedad, nos veamos acabado de andar el camino…
Y en esto -como ya tengo escrito- ninguna cosa hacemos de nuestra parte, ni trabajamos, ni negociamos, ni es menester más -porque todo lo demás estorba e impide- de decir fiat voluntatis tua: cúmplase, Señor en mi vuestra voluntad de todos los modos y maneras que Vos, Señor mío, quisiereis; si queréis con trabajos, dadme esfuerzo y vengan; si con persecuciones y enfermedades y deshonras y necesidades, aquí estoy, no volveré el rostro, pues vuestro Hijo dio en nombre de todos esta mi voluntad, no es razón falte por mi parte; sino que me hagáis Vos merced de darme vuestro reino para que yo lo pueda hacer, pues él me lo pidió , y disponed en mi como en cosa vuestra conforme a vuestra voluntad.
Escritos: El perdón
Camino de Perfección 36, 1-6
«Perdona nuestras ofensas»
«Perdónanos, Señor, nuestras deudas, así como nosotros las perdonamos a nuestros deudores». Miremos, hermanas, que no dice «como perdonaremos», porque entendamos que quien… ya ha puesto su voluntad en la de Dios, que ya esto ha de estar hecho… Así que quien de veras hubiere dicho esta palabra al Señor, «fiat voluntas tua», todo lo ha de tener hecho, con la determinación al menos.
Veis aquí cómo los santos se holgaban con las injurias y persecuciones, porque tenían algo que presentar al Señor cuando le pedían. ¿Qué hará una tan pobre como yo, que tan poco ha tenido que perdonar y tanto hay que se me perdone?
Cosa es ésta, hermanas, para que miremos mucho en ella: que una cosa tan grave y de tanta importancia como que nos perdone nuestro Señor nuestras culpas… se nos perdone con tan baja cosa como es que perdonemos. Y aun de esta bajeza tengo tan pocas que ofrecer, que de balde me habéis, Señor, de perdonar. Aquí cabe bien vuestra misericordia. Bendito seáis Vos, que tan pobre me sufrís…
Mas, Señor mío, ¿si habrá algunas personas que me tengan compañía y no hayan entendido esto? Si las hay, en vuestro nombre les pido yo que se les acuerde de esto y no hagan caso de unas cositas que llaman agravios, que parece hacemos casas de pajitas, como los niños, con estos puntos de honra… Y vendremos después a pensar que hemos hecho mucho si perdonamos una cosita de éstas, que ni era agravio ni injuria ni nada; y muy como quien ha hecho algo, vendremos a que nos perdone el Señor, pues hemos perdonado. Dadnos, mi Dios, a entender que no nos entendemos y que venimos vacías las manos, y perdonadnos Vos por vuestra misericordia.
Santa Teresa de Calcuta
Oración: Comunión fraterna
Oración: En busca del corazón de Dios, con el Hno. Roger.
«Nuestro Padre»
Sólo hay una voz que se eleva sobre la tierra: la de Cristo. Esta voz reúne y agrupa en ella misma todas las voces que se elevan en oración. Orar, mucha gente no sabe hacerlo, muchos no saben hacerlo y muchos no quieren hacerlo. Por la comunión de los santos, nosotros hacemos y oramos en su nombre.
Nosotros rezamos en nombre de aquellos que nunca rezan. La oración tendrá que ser como nuestro «negocio». Los apóstoles comprendieron esto a la perfección: cuando ellos se dieron cuenta de que corrían el riesgo de perderse en multitud de actividades, ellos decidieron dedicarse a la oración continua y al ministerio de la Palabra.
Dios quiere que seamos cada día más como los niños, más humildes, más agradecidos en nuestra oración y no se trata de orar sólo porque pertenecemos al cuerpo místico de Cristo que está siempre en oración. No hay duda de que «yo rezo», pero en mí y conmigo Jesús ora y, en consecuencia, es el Cuerpo de Cristo el que ora.
San Juan XXIII, papa
Mensaje: Triple privilegio del pan cotidiano
Discursos, mensajes, conversaciones, t. 1, Vaticano 1958, p. 43
«Danos hoy nuestro pan de cada día»
Queremos insistir en el triple privilegio de este «pan diario» que los hijos de la Iglesia le deben pedirle al Padre celeste, y esperar, en la confianza, de su providencia divina.
Debe ser ante todo «nuestro pan», es decir el pan pedido en nombre de todos. «El Señor, nos dice san Juan Crisóstomo, nos invita en el Padre nuestro a enviarle a Dios una oración en nombre de todos nuestros hermanos. Quiere también que las oraciones que elevamos a Dios, conciernan tanto a los intereses del prójimo como a los nuestros. Piensa, por ahí, combatir las enemistades y reprimir la arrogancia.»
Debe ser, por añadidura, un pan «sustancial» (Mt 6,11 griego), indispensable para nuestra subsistencia, para nuestro alimento. Pero si el hombre está compuesto por un cuerpo, lo está también de un espíritu inmortal, y el pan que conviene pedirle al Señor no será sólo un pan material. Será, como nos la ha hecho observar con tanta ocurrencia este doctor de la eucaristía que es santo Tomás de Aquino, un pan espiritual ante todo. Este pan, es Dios mismo, la verdad y la bondad que hay que contemplar y amar; un pan sacramental: el Cuerpo del Salvador, testimonio y viático de la vida eterna.
La tercera cualidad pedida a este pan, y no menos importante que las precedentes, es que sea «uno», símbolo y causa de unidad (cf 1Co 10,17). Y san Juan Crisóstomo añade: «lo mismo que este cuerpo está unido con Cristo, del mismo modo nosotros estamos unidos por medio de este pan».
San Juan Pablo II, papa
Catequesis (1985): El misterio de la paternidad divina
Audiencia general (23-05-1985)
1. […] Cristo habló muchas veces de su Padre, presentando de diversos modos su providencia y su amor misericordioso.
Pero su enseñanza va más allá. Escuchemos de nuevo las palabras especialmente solemnes, que refiere el Evangelista Mateo (y paralelamente Lucas): «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos»…, e inmediatamente: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quisiera revelárselo» (Mt 11, 25-27; Cf. Lc 10, 21).
Para Jesús, pues, Dios no es solamente «el Padre de Israel, el Padre de los hombres», sino «mi Padre«. «Mío»: precisamente por esto los judíos querían matar a Jesús, porque «llamaba a Dios su Padre» (Jn 5, 18). «Suyo» en sentido totalmente literal: Aquel a quien sólo el Hijo conoce como Padre, y por quien solamente y recíprocamente es conocido. Nos encontramos ya en el mismo terreno del que más tarde surgirá el Prólogo del Evangelio de Juan.
2. «Mi Padre» es el Padre de Jesucristo: Aquel que es el Origen de su ser, de su misión mesiánica, de su enseñanza.
El Evangelista Juan ha transmitido con abundancia la enseñanza mesiánica que nos permite sondear en profundidad el misterio de Dios Padre y de Jesucristo, su Hijo unigénito.
Dice Jesús: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado» (Jn 12, 44). «Yo no he hablado de mi mismo; el Padre que me ha enviado es quien me mandó lo que he de decir y hablar» (Jn 12, 49). «En verdad, en verdad os digo que no puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque lo que éste hace, lo hace igualmente el Hijo» (Jn 5, 19). «Pues así como el Padre tiene vida en sí mismo, así dio al Hijo tener vida en sí mismo» (Jn 5, 26). Y finalmente: «…el Padre que tiene la vida, me ha enviado, y yo vivo por el Padre» (Jn 6, 57).
El Hijo vive por el Padre ante todo porque ha sido engendrado por Él. Hay una correlación estrechísima entre la paternidad y la filiación precisamente en virtud de la generación: «Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado» (Heb 1, 5).
Cuando en las proximidades de Cesarea de Filipo Simón Pedro confiesa: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo«, Jesús le responde: «Bienaventurado tú… porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre…» (Mt 16, 16-17), porque «sólo el Padre conoce al Hijo», lo mismo que sólo el «Hijo conoce al Padre» (Mt 11, 27). Sólo el Hijo da a conocer al Padre: el Hijo visible hace ver al Padre invisible. «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9).
3. De la lectura atenta de los Evangelios se saca que Jesús vive y actúa con constante y fundamental referencia al Padre. A El se dirige frecuentemente con la palabra llena de amor filial: «Abbá»; también durante la oración en Getsemaní le viene a los labios esta misma palabra (Cf. Mc 14, 36 y paralelos). Cuando los discípulos le piden que les enseñe a orar, enseña el «Padre nuestro» (Cf. Mt 6, 9-13). Después de la resurrección, en el momento de dejar la tierra, parece que una vez más hace referencia a esta oración, cuando dice: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios»(Jn 20, 17).
Así, pues, por medio del Hijo (Cf. Heb 1, 2), Dios se ha revelado en la plenitud del misterio de su paternidad. Sólo el Hijo podía revelar esta plenitud del misterio, porque sólo «el Hijo conoce al Padre» (Mt 11, 27). «A Dios nadie le vio jamás; Dios unigénito, que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer» (Jn 1, 18).
4. ¿Quién es el Padre?. A la luz del testimonio definitivo que hemos recibido por medio del Hijo, Jesucristo, tenemos la plena conciencia de la fe de que la paternidad de Dios pertenece ante todo al misterio fundamental de la vida íntima de Dios, al misterio trinitario. El Padre es Aquel que eternamente engendra al Verbo, al Hijo consustancial con Él. En unión con el Hijo, el Padre eternamente «espira» al Espíritu Santo, que es el amor con el que el Padre y el Hijo recíprocamente permanecen unidos(Cf. Jn 14, 10).
El Padre, pues, es en el misterio trinitario el «Principio-sin principio«.» El Padre no ha sido hecho por nadie, ni creado, ni engendrado» (Símbolo «Quicumque»). Es por sí solo el Principio de la Vida, que Dios tiene en Sí mismo. Esta vida —es decir, la misma divinidad— la posee el Padre en la absoluta comunión con el Hijo y con el Espíritu Santo, que son consustanciales con Él.
Pablo, apóstol del misterio de Cristo, cae en adoración y plegaria «ante el Padre, de quien toma su nombre toda familia en los cielos y en la tierra» (Ef 3, 15), principio y modelo.
Efectivamente hay «un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos» (Ef 4, 6).
Catequesis (1988): Unión de Cristo con el Padre
Audiencia general, 24-08-1988
7. Con su vida orientada completamente «hacia el Padre» y unida profundamente a El, Jesucristo es también modelo de nuestra oración, de nuestra vida de oración mental y vocal. Él no solamente nos enseñó a orar, sobre todo en el Padrenuestro (cf. Mt 6, 9 ss.), sino que el ejemplo de su oración se ofrece como momento esencial de la revelación de su vinculación y de su unión con el Padre. Se puede afirmar que en su oración se confirma de un modo especialísimo el hecho de que «sólo el Padre conoce al Hijo», «y sólo el Hijo conoce al Padre» (cf. Mt 11, 27; Lc 10, 22).
Recordemos los momentos más significativos de su vida de oración. Jesús pasa mucho tiempo en oración (por ejemplo, Lc 6, 12; 11, 1), especialmente en las horas nocturnas, buscando además los lugares más adecuados para ello (por ejemplo, Mc 1, 35; Mt14, 23; Lc 6, 12). Con la oración se prepara para el bautismo en el Jordán (Lc 3, 21) y para la institución de los Doce Apóstoles (cf. Lc 6, 12-13). Mediante la oración en Getsemaní se dispone para hacer frente a la pasión y muerte en la cruz (cf. Lc 22, 42). La agonía en el Calvario está impregnada toda ella de oración: desde el Salmo 22, 1: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», a las palabras: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34), y al abandono final: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23, 46). Sí, en su vida y en su muerte, Jesús es modelo de oración.
8. Sobre la oración de Cristo leemos en la Carta a los Hebreos que «Él, habiendo ofrecido, en los días de su vida mortal, ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aún siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia» (Heb 5, 7-8). Esta afirmación significa que Jesucristo ha cumplido perfectamente la voluntad del Padre, el designio eterno de Dios acerca de la redención del mundo, a costa del sacrificio supremo por amor. Según el Evangelio de Juan, este sacrificio era no sólo una glorificación del Padre por parte del Hijo, sino también una glorificación del Hijo, de acuerdo con las palabras de la oración «sacerdotal» en el Cenáculo: «Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna atodos lo que tú le has dado» (Jn 17, 1-2). Fue esto lo que se cumplió en la cruz. La resurrección a los tres días fue la confirmación y casi la manifestación de la gloria con la que «el Padre glorificó al Hijo» (cf. Jn 17, 1). Toda la vida de obediencia y de «piedad» filial de Cristo se fundía con su oración, que le obtuvo finalmente la glorificación definitiva.
9. Este espíritu de filiación amorosa, obediente y piadosa, se refleja incluso en el episodio ya recordado, en el que sus discípulospidieron a Jesús que les «enseñara a orar» (cf. Lc 11, 1-2). A ellos y a todas las generaciones de sus seguidores, Jesucristo les transmitió una oración que comienza con esa síntesis verbal y conceptual tan expresiva: «Padre nuestro«. En esas palabras está la manifestación del Espíritu de Cristo, orientado filialmente al Padre y poseído completamente por las «cosas del Padre» (cf. Lc 2, 49). Al entregarnos aquella oración a todos los tiempos, Jesús nos ha transmitido en ella y con ella un modelo de vida filialmente unida al Padre. Si queremos hacer nuestro para nuestra vida este modelo, si debemos, sobre todo, participar en el misterio de la redención imitando a Cristo, es preciso que no cesemos de repetir el «Padrenuestro» como Él nos ha enseñado.
Catequesis (1999): La experiencia del Padre en Jesús de Nazaret
Audiencia general (03-03-1999)
[…] 3. La relación de Jesús con el Padre es única. Sabe que el Padre lo escucha siempre; sabe que manifiesta a través de él su gloria, incluso cuando los hombres pueden dudar y necesitan ser convencidos por él. Constatamos todo esto en el episodio de la resurrección de Lázaro: «Quitaron, pues, la piedra. Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: “Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por éstos que me rodean, para que crean que tú me has enviado”» (Jn 11, 41-42). En virtud de esta singular convicción, Jesús puede presentarse como el revelador del Padre, con un conocimiento que es fruto de una íntima y misteriosa reciprocidad, como lo subraya él mismo en el himno de júbilo: «Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, y nadie conoce bien al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27) (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 240).
Por su parte, el Padre manifiesta esta relación singular que el Hijo mantiene con él, llamándolo su «predilecto»: así lo hace durante el bautismo en el Jordán (cf. Mc 1, 11) y en la Transfiguración (cf. Mc 9, 7). Jesús se vislumbra también como hijo en sentido especial en la parábola de los viñadores malos que maltratan primero a los dos siervos y luego al «hijo predilecto» del amo, enviados a recoger los frutos de la viña (cf. Mc 12, 1-11, especialmente el versículo 6).
4. El evangelio de san Marcos nos ha conservado el término arameo «Abbá» (cf. Mc 14, 36), con el que Jesús, en la hora dolorosa de Getsemaní, invocó al Padre, pidiéndole que alejara de él el cáliz de la pasión. El evangelio de san Mateo, en el mismo episodio, nos refiere la traducción «Padre mío» (cf. Mt 26, 39; cf. también versículo 42), mientras san Lucas simplemente tiene «Padre» (cf. Lc 22, 42). El término arameo, que podríamos traducir en las lenguas modernas como «papá», expresa la ternura afectuosa de un hijo. Jesús lo usa de manera original para dirigirse a Dios y para indicar, en la plena madurez de su vida, que está para concluirse en la cruz, la íntima relación que lo vincula a su Padre incluso en esa hora dramática. «Abbá» indica la extraordinaria cercanía entre Jesús y Dios Padre, una intimidad sin precedentes en el marco religioso bíblico o extrabíblico. En virtud de la muerte y resurrección de Jesús, Hijo único de este Padre, también nosotros, como dice san Pablo, somos elevados a la dignidad de hijos y poseemos el Espíritu Santo, que nos impulsa a gritar «¡Abbá, Padre!» (cf. Rm 8, 15; Ga 4, 6). Esta simple expresión del lenguaje infantil, que se usaba a diario en el ambiente de Jesús, como en todos los pueblos, asumió así un significado doctrinal de gran importancia para expresar la singular paternidad divina con respecto a Jesús y sus discípulos.
5. A pesar de sentirse unido al Padre de un modo tan íntimo, Jesús afirmó que ignoraba la hora de la llegada final y decisiva del Reino: «De aquel día y hora nadie sabe nada, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mt 24, 36). Este aspecto nos muestra a Jesús en la condición de humillación propia de la Encarnación, que oculta a su humanidad el final escatológico del mundo. De este modo, Jesús defrauda los cálculos humanos para invitarnos a la vigilancia y a la confianza en la intervención providente del Padre. Por otra parte, desde la perspectiva de los evangelios, la intimidad y la plenitud que tiene por ser «hijo» de ninguna manera se ven perjudicadas por este desconocimiento. Al contrario, precisamente por haberse hecho solidario con nosotros es decisivo para nosotros ante el Padre: «A todo el que me confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre, que está en los cielos; pero a todo el que me negare delante de los hombres, yo le negaré también delante de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 10, 32-33).
Confesar a Jesús delante de los hombres es indispensable para que él nos confiese delante del Padre. En otras palabras, nuestra relación filial con el Padre celestial depende de nuestra valiente fidelidad a Jesús, Hijo predilecto.
Benedicto XVI, papa
Catequesis (2012): abandonarse a la voluntad de Dios
Audiencia general (01-02-2012)
[…] Cada día en la oración del Padrenuestro pedimos al Señor: «hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mt 6, 10). Es decir, reconocemos que existe una voluntad de Dios con respecto a nosotros y para nosotros, una voluntad de Dios para nuestra vida, que se ha de convertir cada día más en la referencia de nuestro querer y de nuestro ser; reconocemos, además, que es en el «cielo» donde se hace la voluntad de Dios y que la «tierra» solamente se convierte en «cielo», lugar de la presencia del amor, de la bondad, de la verdad, de la belleza divina, si en ella se cumple la voluntad de Dios. En la oración de Jesús al Padre, en aquella noche terrible y estupenda de Getsemaní, la «tierra» se convirtió en «cielo»; la «tierra» de su voluntad humana, sacudida por el miedo y la angustia, fue asumida por su voluntad divina, de forma que la voluntad de Dios se cumplió en la tierra. Esto es importante también en nuestra oración: debemos aprender a abandonarnos más a la Providencia divina, pedir a Dios la fuerza de salir de nosotros mismos para renovarle nuestro «sí», para repetirle que «se haga tu voluntad», para conformar nuestra voluntad a la suya. Es una oración que debemos hacer cada día, porque no siempre es fácil abandonarse a la voluntad de Dios, repetir el «sí» de Jesús, el «sí» de María. Los relatos evangélicos de Getsemaní muestran dolorosamente que los tres discípulos, elegidos por Jesús para que estuvieran cerca de él, no fueron capaces de velar con él, de compartir su oración, su adhesión al Padre, y fueron vencidos por el sueño. Queridos amigos, pidamos al Señor que seamos capaces de velar con él en la oración, de seguir la voluntad de Dios cada día incluso cuando habla de cruz, de vivir una intimidad cada vez mayor con el Señor, para traer a esta «tierra» un poco del «cielo» de Dios. Gracias.
Catequesis (2012): El silencio del Padre
Audiencia general, 07-03-2012
Hay una segunda relación importante del silencio con la oración. En efecto, no sólo existe nuestro silencio para disponernos a la escucha de la Palabra de Dios. A menudo, en nuestra oración, nos encontramos ante el silencio de Dios, experimentamos una especie de abandono, nos parece que Dios no escucha y no responde. Pero este silencio de Dios, como le sucedió también a Jesús, no indica su ausencia. El cristiano sabe bien que el Señor está presente y escucha, incluso en la oscuridad del dolor, del rechazo y de la soledad. Jesús asegura a los discípulos y a cada uno de nosotros que Dios conoce bien nuestras necesidades en cualquier momento de nuestra vida. Él enseña a los discípulos: «Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis» (Mt 6, 7-8): un corazón atento, silencioso, abierto es más importante que muchas palabras. Dios nos conoce en la intimidad, más que nosotros mismos, y nos ama: y saber esto debe ser suficiente. En la Biblia, la experiencia de Job es especialmente significativa a este respecto. Este hombre en poco tiempo lo pierde todo: familiares, bienes, amigos, salud. Parece que Dios tiene hacia él una actitud de abandono, de silencio total. Sin embargo Job, en su relación con Dios, habla con Dios, grita a Dios; en su oración, no obstante todo, conserva intacta su fe y, al final, descubre el valor de su experiencia y del silencio de Dios. Y así, al final, dirigiéndose al Creador, puede concluir: «Te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42, 5): todos nosotros casi conocemos a Dios sólo de oídas y cuanto más abiertos estamos a su silencio y a nuestro silencio, más comenzamos a conocerlo realmente. Esta confianza extrema que se abre al encuentro profundo con Dios maduró en el silencio. San Francisco Javier rezaba diciendo al Señor: yo te amo no porque puedes darme el paraíso o condenarme al infierno, sino porque eres mi Dios. Te amo porque Tú eres Tú.
Catequesis (2012): Jesús nos enseña a ser hijos
Audiencia general (23-05-2012)
El miércoles pasado mostré cómo san Pablo dice que el Espíritu Santo es el gran maestro de la oración y nos enseña a dirigirnos a Dios con los términos afectuosos de los hijos, llamándolo «Abba, Padre». Eso hizo Jesús. Incluso en el momento más dramático de su vida terrena, nunca perdió la confianza en el Padre y siempre lo invocó con la intimidad del Hijo amado. En Getsemaní, cuando siente la angustia de la muerte, su oración es: «¡Abba, Padre! Tú lo puedes todo; aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres» (Mc 14,36).
Ya desde los primeros pasos de su camino, la Iglesia acogió esta invocación y la hizo suya, sobre todo en la oración del Padre nuestro, en la que decimos cada día: «Padre…, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mt 6, 9-10). En las cartas de san Pablo la encontramos dos veces. El Apóstol, como acabamos de escuchar, se dirige a los Gálatas con estas palabras: «Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama en nosotros: “¡Abba, Padre!”» (Ga 4, 6). Y en el centro del canto al Espíritu Santo, que es el capítulo octavo de la Carta a los Romanos, afirma: «No habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abba, Padre!» (Rm 8, 15). El cristianismo no es una religión del miedo, sino de la confianza y del amor al Padre que nos ama. Estas dos densas afirmaciones nos hablan del envío y de la acogida del Espíritu Santo, el don del Resucitado, que nos hace hijos en Cristo, el Hijo unigénito, y nos sitúa en una relación filial con Dios, relación de profunda confianza, como la de los niños; una relación filial análoga a la de Jesús, aunque sea distinto su origen y su alcance: Jesús es el Hijo eterno de Dios que se hizo carne, y nosotros, en cambio, nos convertimos en hijos en él, en el tiempo, mediante la fe y los sacramentos del Bautismo y la Confirmación; gracias a estos dos sacramentos estamos inmersos en el Misterio pascual de Cristo. El Espíritu Santo es el don precioso y necesario que nos hace hijos de Dios, que realiza la adopción filial a la que estamos llamados todos los seres humanos, porque, como precisa la bendición divina de la Carta a los Efesios, Dios «nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo (…) a ser sus hijos» (Ef 1, 4-5).
Tal vez el hombre de hoy no percibe la belleza, la grandeza y el consuelo profundo que se contienen en la palabra «padre» con la que podemos dirigirnos a Dios en la oración, porque hoy a menudo no está suficientemente presente la figura paterna, y con frecuencia incluso no es suficientemente positiva en la vida diaria. La ausencia del padre, el problema de un padre que no está presente en la vida del niño, es un gran problema de nuestro tiempo, porque resulta difícil comprender en su profundidad qué quiere decir que Dios es Padre para nosotros, De Jesús mismo, de su relación filial con Dios podemos aprender qué significa propiamente «padre», cuál es la verdadera naturaleza del Padre que está en los cielos. Algunos críticos de la religión han dicho que hablar del «Padre», de Dios, sería una proyección de nuestros padres al cielo. Pero es verdad lo contrario: en el Evangelio, Cristo nos muestra quién es padre y cómo es un verdadero padre; así podemos intuir la verdadera paternidad, aprender también la verdadera paternidad. Pensemos en las palabras de Jesús en el Sermón de la montaña, donde dice: «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial» (Mt 5, 44-45). Es precisamente el amor de Jesús, el Hijo unigénito —que llega hasta el don de sí mismo en la cruz— el que revela la verdadera naturaleza del Padre: Él es el Amor, y también nosotros, en nuestra oración de hijos, entramos en este circuito de amor, amor de Dios que purifica nuestros deseos, nuestras actitudes marcadas por la cerrazón, por la autosuficiencia, por el egoísmo típicos del hombre viejo.
Así pues, podríamos decir que en Dios el ser Padre tiene dos dimensiones. Ante todo, Dios es nuestro Padre, porque es nuestro Creador. Cada uno de nosotros, cada hombre y cada mujer, es un milagro de Dios, es querido por él y es conocido personalmente por él. Cuando en el Libro del Génesis se dice que el ser humano es creado a imagen de Dios (cf. 1, 27), se quiere expresar precisamente esta realidad: Dios es nuestro padre, para él no somos seres anónimos, impersonales, sino que tenemos un nombre. Hay unas palabras en los Salmos que me conmueven siempre cuando las rezo: «Tus manos me hicieron y me formaron» (Sal 119, 73), dice el salmista. Cada uno de nosotros puede decir, en esta hermosa imagen, la relación personal con Dios: «Tus manos me hicieron y me formaron. Tú me pensaste, me creaste, me quisiste». Pero esto todavía no basta. El Espíritu de Cristo nos abre a una segunda dimensión de la paternidad de Dios, más allá de la creación, pues Jesús es el «Hijo» en sentido pleno, «de la misma naturaleza del Padre», como profesamos en el Credo. Al hacerse un ser humano como nosotros, con la encarnación, la muerte y la resurrección, Jesús a su vez nos acoge en su humanidad y en su mismo ser Hijo, de modo que también nosotros podemos entrar en su pertenencia específica a Dios. Ciertamente, nuestro ser hijos de Dios no tiene la plenitud de Jesús: nosotros debemos llegar a serlo cada vez más, a lo largo del camino de toda nuestra existencia cristiana, creciendo en el seguimiento de Cristo, en la comunión con él para entrar cada vez más íntimamente en la relación de amor con Dios Padre, que sostiene la nuestra. Esta realidad fundamental se nos revela cuando nos abrimos al Espíritu Santo y él nos hace dirigirnos a Dios diciéndole «¡Abba, Padre!». Realmente, más allá de la creación, hemos entrado en la adopción con Jesús; unidos, estamos realmente en Dios, somos hijos de un modo nuevo, en una nueva dimensión.
Ahora deseo volver a los dos pasajes de san Pablo, que estamos considerando, sobre esta acción del Espíritu Santo en nuestra oración; también aquí son dos pasajes que se corresponden, pero que contienen un matiz diverso. En la Carta a los Gálatas, de hecho, el Apóstol afirma que el Espíritu clama en nosotros «¡Abba, Padre!»; en la Carta a los Romanos dice que somos nosotros quienes clamamos «¡Abba, Padre!». Y san Pablo quiere darnos a entender que la oración cristiana nunca es, nunca se realiza en sentido único desde nosotros a Dios, no es sólo una «acción nuestra», sino que es expresión de una relación recíproca en la que Dios actúa primero: es el Espíritu Santo quien clama en nosotros, y nosotros podemos clamar porque el impulso viene del Espíritu Santo. Nosotros no podríamos orar si no estuviera inscrito en la profundidad de nuestro corazón el deseo de Dios, el ser hijos de Dios. Desde que existe, el homo sapiens siempre está en busca de Dios, trata de hablar con Dios, porque Dios se ha inscrito a sí mismo en nuestro corazón. Así pues, la primera iniciativa viene de Dios y, con el Bautismo, Dios actúa de nuevo en nosotros, el Espíritu Santo actúa en nosotros; es el primer iniciador de la oración, para que nosotros podamos realmente hablar con Dios y decir «Abba» a Dios. Por consiguiente, su presencia abre nuestra oración y nuestra vida, abre a los horizontes de la Trinidad y de la Iglesia.
Además —este es el segundo punto—, comprendemos que la oración del Espíritu de Cristo en nosotros y la nuestra en él, no es sólo un acto individual, sino un acto de toda la Iglesia. Al orar, se abre nuestro corazón, entramos en comunión no sólo con Dios, sino también propiamente con todos los hijos de Dios, porque somos uno. Cuando nos dirigimos al Padre en nuestra morada interior, en el silencio y en el recogimiento, nunca estamos solos. Quien habla con Dios no está solo. Estamos inmersos en la gran oración de la Iglesia, somos parte de una gran sinfonía que la comunidad cristiana esparcida por todos los rincones de la tierra y en todos los tiempos eleva a Dios; ciertamente los músicos y los instrumentos son distintos —y este es un elemento de riqueza—, pero la melodía de alabanza es única y en armonía. Así pues, cada vez que clamamos y decimos: «¡Abba, Padre!» es la Iglesia, toda la comunión de los hombres en oración, la que sostiene nuestra invocación, y nuestra invocación es invocación de la Iglesia. Esto se refleja también en la riqueza de los carismas, de los ministerios, de las tareas que realizamos en la comunidad. San Pablo escribe a los cristianos de Corinto: «Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos» (1 Co 12, 4-6). La oración guiada por el Espíritu Santo, que nos hace decir «¡Abba, Padre!» con Cristo y en Cristo, nos inserta en el único gran mosaico de la familia de Dios, en el que cada uno tiene un puesto y un papel importante, en profunda unidad con el todo.
Una última anotación: también aprendemos a clamar «¡Abba, Padre!» con María, la Madre del Hijo de Dios. La plenitud de los tiempos, de la que habla san Pablo en la Carta a los Gálatas (cf. 4, 4), se realizó en el momento del «sí» de María, de su adhesión plena a la voluntad de Dios: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1, 38).
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a gustar en nuestra oración la belleza de ser amigos, más aún, hijos de Dios, de poderlo invocar con la intimidad y la confianza que tiene un niño con sus padres, que lo aman. Abramos nuestra oración a la acción del Espíritu Santo para que clame en nosotros a Dios «¡Abba, Padre!» y para que nuestra oración cambie, para que convierta constantemente nuestro pensar, nuestro actuar, de modo que sea cada vez más conforme al del Hijo unigénito, Jesucristo. Gracias.
Catequesis (2013): El Padre Todopoderoso
Audiencia general (30-01-2013)
En la catequesis del miércoles pasado nos detuvimos en las palabras iniciales del Credo: «Creo en Dios». Pero la profesión de fe especifica esta afirmación: Dios es el Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Así que desearía reflexionar ahora con vosotros sobre la primera, fundamental, definición de Dios que el Credo nos presenta: Él es Padre.
No es siempre fácil hablar hoy de paternidad. Sobre todo en el mundo occidental, las familias disgregadas, los compromisos de trabajo cada vez más absorbentes, las preocupaciones y a menudo el esfuerzo de hacer cuadrar el balance familiar, la invasión disuasoria de los mass media en el interior de la vivencia cotidiana: son algunos de los muchos factores que pueden impedir una serena y constructiva relación entre padres e hijos. La comunicación es a veces difícil, la confianza disminuye y la relación con la figura paterna puede volverse problemática; y entonces también se hace problemático imaginar a Dios como un padre, al no tener modelos adecuados de referencia. Para quien ha tenido la experiencia de un padre demasiado autoritario e inflexible, o indiferente y poco afectuoso, o incluso ausente, no es fácil pensar con serenidad en Dios como Padre y abandonarse a Él con confianza.
Pero la revelación bíblica ayuda a superar estas dificultades hablándonos de un Dios que nos muestra qué significa verdaderamente ser «padre»; y es sobre todo el Evangelio lo que nos revela este rostro de Dios como Padre que ama hasta el don del propio Hijo para la salvación de la humanidad. La referencia a la figura paterna ayuda por lo tanto a comprender algo del amor de Dios, que sin embargo sigue siendo infinitamente más grande, más fiel, más total que el de cualquier hombre. «Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le dará una piedra? —dice Jesús para mostrar a los discípulos el rostro del Padre—; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden!» (Mt 7, 9-11; cf. Lc 11, 11-13). Dios nos es Padre porque nos ha bendecido y elegido antes de la creación del mundo (cf. Ef 1, 3-6), nos ha hecho realmente sus hijos en Jesús (cf. 1 Jn 3, 1). Y, como Padre, Dios acompaña con amor nuestra existencia, dándonos su Palabra, su enseñanza, su gracia, su Espíritu.
Él —como revela Jesús— es el Padre que alimenta a los pájaros del cielo sin que estos tengan que sembrar y cosechar, y cubre de colores maravillosos las flores del campo, con vestidos más bellos que los del rey Salomón (cf. Mt 6, 26-32; Lc 12, 24-28); y nosotros —añade Jesús— valemos mucho más que las flores y los pájaros del cielo. Y si Él es tan bueno que hace «salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos» (Mt 5, 45), podremos siempre, sin miedo y con total confianza, entregarnos a su perdón de Padre cuando erramos el camino. Dios es un Padre bueno que acoge y abraza al hijo perdido y arrepentido (cf. Lc 15, 11 ss), da gratuitamente a quienes piden (cf. Mt 18, 19; Mc 11, 24; Jn 16, 23) y ofrece el pan del cielo y el agua viva que hace vivir eternamente (cf. Jn 6, 32.51.58).
Por ello el orante del Salmo 27, rodeado de enemigos, asediado de malvados y calumniadores, mientras busca ayuda en el Señor y le invoca, puede dar su testimonio lleno de fe afirmando: «Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá» (v. 10). Dios es un Padre que no abandona jamás a sus hijos, un Padre amoroso que sostiene, ayuda, acoge, perdona, salva, con una fidelidad que sobrepasa inmensamente la de los hombres, para abrirse a dimensiones de eternidad. «Porque su amor es para siempre», como sigue repitiendo de modo letánico, en cada versículo, el Salmo 136, recorriendo toda la historia de la salvación. El amor de Dios Padre no desfallece nunca, no se cansa de nosotros; es amor que da hasta el extremo, hasta el sacrificio del Hijo. La fe nos da esta certeza, que se convierte en una roca segura en la construcción de nuestra vida: podemos afrontar todos los momentos de dificultad y de peligro, la experiencia de la oscuridad de la crisis y del tiempo de dolor, sostenidos por la confianza en que Dios no nos deja solos y está siempre cerca, para salvarnos y llevarnos a la vida eterna.
Es en el Señor Jesús donde se muestra en plenitud el rostro benévolo del Padre que está en los cielos. Es conociéndole a Él como podemos conocer también al Padre (cf. Jn 8, 19; 14, 7), y viéndole a Él podemos ver al Padre, porque Él está en el Padre y el Padre en Él (cf. Jn 14, 9.11). Él es «imagen del Dios invisible», como le define el himno de la Carta a los Colosenses, «primogénito de toda criatura… primogénito de los que resucitan entre los muertos», por medio del cual «hemos recibido la redención, el perdón de los pecados» y la reconciliación de todas las cosas, «las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (cf. Col 1, 13-20).
La fe en Dios Padre pide creer en el Hijo, bajo la acción del Espíritu, reconociendo en la Cruz que salva el desvelamiento definitivo del amor divino. Dios nos es Padre dándonos a su Hijo; Dios nos es Padre perdonando nuestro pecado y llevándonos al gozo de la vida resucitada; Dios nos es Padre dándonos el Espíritu que nos hace hijos y nos permite llamarle, de verdad, «Abba, Padre» (cf. Rm 8, 15). Por ello Jesús, enseñándonos a orar, nos invita a decir «Padre Nuestro» (Mt 6, 9-13; cf. Lc 11, 2-4).
Entonces la paternidad de Dios es amor infinito, ternura que se inclina hacia nosotros, hijos débiles, necesitados de todo. El Salmo 103, el gran canto de la misericordia divina, proclama: «Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por los que lo temen; porque Él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro» (vv. 13-14). Es precisamente nuestra pequeñez, nuestra débil naturaleza humana, nuestra fragilidad lo que se convierte en llamamiento a la misericordia del Señor para que manifieste su grandeza y ternura de Padre ayudándonos, perdonándonos y salvándonos.
Y Dios responde a nuestro llamamiento enviando a su Hijo, que muere y resucita por nosotros; entra en nuestra fragilidad y obra lo que el hombre, solo, jamás habría podido hacer: toma sobre Sí el pecado del mundo, como cordero inocente, y vuelve a abrirnos el camino hacia la comunión con Dios, nos hace verdaderos hijos de Dios. Es ahí, en el Misterio pascual, donde se revela con toda su luminosidad el rostro definitivo del Padre. Y es ahí, en la Cruz gloriosa, donde acontece la manifestación plena de la grandeza de Dios como «Padre todopoderoso».
Pero podríamos preguntarnos: ¿cómo es posible pensar en un Dios omnipotente mirando hacia la Cruz de Cristo? ¿Hacia este poder del mal que llega hasta el punto de matar al Hijo de Dios? Nosotros querríamos ciertamente una omnipotencia divina según nuestros esquemas mentales y nuestros deseos: un Dios «omnipotente» que resuelva los problemas, que intervenga para evitarnos las dificultades, que venza los poderes adversos, que cambie el curso de los acontecimientos y anule el dolor. Así, diversos teólogos dicen hoy que Dios no puede ser omnipotente; de otro modo no habría tanto sufrimiento, tanto mal en el mundo. En realidad, ante el mal y el sufrimiento, para muchos, para nosotros, se hace problemático, difícil, creer en un Dios Padre y creerle omnipotente; algunos buscan refugio en ídolos, cediendo a la tentación de encontrar respuesta en una presunta omnipotencia «mágica» y en sus ilusorias promesas.
Pero la fe en Dios omnipotente nos impulsa a recorrer senderos bien distintos: aprender a conocer que el pensamiento de Dios es diferente del nuestro, que los caminos de Dios son otros respecto a los nuestros (cf. Is 55, 8) y también su omnipotencia es distinta: no se expresa como fuerza automática o arbitraria, sino que se caracteriza por una libertad amorosa y paterna. En realidad, Dios, creando criaturas libres, dando libertad, renunció a una parte de su poder, dejando el poder de nuestra libertad. De esta forma Él ama y respeta la respuesta libre de amor a su llamada. Como Padre, Dios desea que nos convirtamos en sus hijos y vivamos como tales en su Hijo, en comunión, en plena familiaridad con Él. Su omnipotencia no se expresa en la violencia, no se expresa en la destrucción de cada poder adverso, como nosotros deseamos, sino que se expresa en el amor, en la misericordia, en el perdón, en la aceptación de nuestra libertad y en el incansable llamamiento a la conversión del corazón, en una actitud sólo aparentemente débil —Dios parece débil, si pensamos en Jesucristo que ora, que se deja matar. Una actitud aparentemente débil, hecha de paciencia, de mansedumbre y de amor, demuestra que éste es el verdadero modo de ser poderoso. ¡Este es el poder de Dios! ¡Y este poder vencerá! El sabio del Libro de la Sabiduría se dirige así a Dios: «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres… Tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida» (11, 23-24a.26).
Sólo quien es verdaderamente poderoso puede soportar el mal y mostrarse compasivo; sólo quien es verdaderamente poderoso puede ejercer plenamente la fuerza del amor. Y Dios, a quien pertenecen todas las cosas porque todo ha sido hecho por Él, revela su fuerza amando todo y a todos, en una paciente espera de la conversión de nosotros, los hombres, a quienes desea tener como hijos. Dios espera nuestra conversión. El amor omnipotente de Dios no conoce límites; tanto que «no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32). La omnipotencia del amor no es la del poder del mundo, sino la del don total, y Jesús, el Hijo de Dios, revela al mundo la verdadera omnipotencia del Padre dando la vida por nosotros, pecadores. He aquí el verdadero, auténtico y perfecto poder divino: responder al mal no con el mal, sino con el bien; a los insultos con el perdón; al odio homicida con el amor que hace vivir. Entonces el mal verdaderamente está vencido, porque lo ha lavado el amor de Dios; entonces la muerte ha sido derrotada definitivamente, porque se ha transformado en don de la vida. Dios Padre resucita al Hijo: la muerte, la gran enemiga (cf. 1 Co 15, 26), es engullida y privada de su veneno (cf. 1 Co 15, 54-55), y nosotros, liberados del pecado, podemos acceder a nuestra realidad de hijos de Dios.
Por lo tanto cuando decimos «Creo en Dios Padre todopoderoso», expresamos nuestra fe en el poder del amor de Dios que en su Hijo muerto y resucitado derrota el odio, el mal, el pecado y nos abre a la vida eterna, la de los hijos que desean estar para siempre en la «Casa del Padre». Decir «Creo en Dios Padre todopoderoso», en su poder, en su modo de ser Padre, es siempre un acto de fe, de conversión, de transformación de nuestro pensamiento, de todo nuestro afecto, de todo nuestro modo de vivir.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos al Señor que sostenga nuestra fe, que nos ayude a encontrar verdaderamente la fe y nos dé la fuerza de anunciar a Cristo crucificado y resucitado, y de testimoniarlo en el amor a Dios y al prójimo. Y que Dios nos conceda acoger el don de nuestra filiación, para vivir en plenitud las realidades del Credo, en el abandono confiado al amor del Padre y a su misericordiosa omnipotencia, que es la verdadera omnipotencia y salva.
Catecismo de la Iglesia Católica
Las Siete Peticiones
2803. Después de habernos puesto en presencia de Dios nuestro Padre para adorarle, amarle y bendecirle, el Espíritu filial hace surgir de nuestros corazones siete peticiones, siete bendiciones. Las tres primeras, más teologales, nos atraen hacia la Gloria del Padre; las cuatro últimas, como caminos hacia Él, ofrecen nuestra miseria a su gracia. “Abismo que llama al abismo” (Sal 42, 8).
2804. El primer grupo de peticiones nos lleva hacia Él, para Él: ¡tu Nombre, tu Reino, tuVoluntad! Lo propio del amor es pensar primeramente en Aquél que amamos. En cada una de estas tres peticiones, nosotros no “nos” nombramos, sino que lo que nos mueve es “el deseo ardiente”, “el ansia” del Hijo amado, por la Gloria de su Padre,(cf Lc 22, 14; 12, 50): “Santificado sea […] venga […] hágase […]”: estas tres súplicas ya han sido escuchadas en el Sacrificio de Cristo Salvador, pero ahora están orientadas, en la esperanza, hacia su cumplimiento final mientras Dios no sea todavía todo en todos (cf 1 Co 15, 28).
2805 El segundo grupo de peticiones se desenvuelve en el movimiento de ciertas epíclesis eucarísticas: son la ofrenda de nuestra esperanza y atrae la mirada del Padre de las misericordias. Brota de nosotros y nos afecta ya ahora, en este mundo: “danos […] perdónanos […] no nos dejes […] líbranos”. La cuarta y la quinta petición se refieren a nuestra vida como tal, sea para alimentarla, sea para sanarla del pecado; las dos últimas se refieren a nuestro combate por la victoria de la vida, el combate mismo de la oración.
2806 Mediante las tres primeras peticiones somos afirmados en la fe, colmados de esperanza y abrasados por la caridad. Como criaturas y pecadores todavía, debemos pedir para nosotros, un “nosotros” que abarca el mundo y la historia, que ofrecemos al amor sin medida de nuestro Dios. Porque nuestro Padre cumple su plan de salvación para nosotros y para el mundo entero por medio del Nombre de Cristo y del Reino del Espíritu Santo.
I. «Santificado sea tu nombre»
2807 El término “santificar” debe entenderse aquí, en primer lugar, no en su sentido causativo (solo Dios santifica, hace santo) sino sobre todo en un sentido estimativo: reconocer como santo, tratar de una manera santa. Así es como, en la adoración, esta invocación se entiende a veces como una alabanza y una acción de gracias (cf Sal 111, 9; Lc1, 49). Pero esta petición es enseñada por Jesús como algo a desear profundamente y como proyecto en que Dios y el hombre se comprometen. Desde la primera petición a nuestro Padre, estamos sumergidos en el misterio íntimo de su Divinidad y en el drama de la salvación de nuestra humanidad. Pedirle que su Nombre sea santificado nos implica en “el benévolo designio que Él se propuso de antemano” (Ef 1, 9) para que nosotros seamos “santos e inmaculados en su presencia, en el amor” (Ef 1, 4).
2808 En los momentos decisivos de su Economía, Dios revela su Nombre, pero lo revela realizando su obra. Esta obra no se realiza para nosotros y en nosotros más que si su Nombre es santificado por nosotros y en nosotros.
2809 La santidad de Dios es el hogar inaccesible de su misterio eterno. Lo que se manifiesta de Él en la creación y en la historia, la Escritura lo llama Gloria, la irradiación de su Majestad (cf Sal 8; Is 6, 3). Al crear al hombre “a su imagen y semejanza” (Gn 1, 26), Dios “lo corona de gloria” (Sal 8, 6), pero al pecar, el hombre queda “privado de la Gloria de Dios” (Rm 3, 23). A partir de entonces, Dios manifestará su Santidad revelando y dando su Nombre, para restituir al hombre “a la imagen de su Creador” (Col 3, 10).
2810 En la promesa hecha a Abraham y en el juramento que la acompaña (cf Hb 6, 13), Dios se compromete a sí mismo sin revelar su Nombre. Empieza a revelarlo a Moisés (cf Ex 3, 14) y lo manifiesta a los ojos de todo el pueblo salvándolo de los egipcios: “se cubrió de Gloria” (Ex 15, 1). Desde la Alianza del Sinaí, este pueblo es “suyo” y debe ser una “nación santa” (cf Ex 19, 5-6) (o “consagrada”, que es la misma palabra en hebreo), porque el Nombre de Dios habita en él.
2811 A pesar de la Ley santa que le da y le vuelve a dar el Dios Santo (cf Lv 19, 2: “Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios soy santo”), y aunque el Señor “tuvo respeto a su Nombre” y usó de paciencia, el pueblo se separó del Santo de Israel y “profanó su Nombre entre las naciones” (cf Ez 20, 36). Por eso, los justos de la Antigua Alianza, los pobres que regresaron del exilio y los profetas se sintieron inflamados por la pasión por su Nombre.
2812 Finalmente, el Nombre de Dios Santo se nos ha revelado y dado, en la carne, en Jesús, como Salvador (cf Mt 1, 21; Lc 1, 31): revelado por lo que Él es, por su Palabra y por su Sacrificio (cf Jn 8, 28; 17, 8; 17, 17-19). Esto es el núcleo de su oración sacerdotal: “Padre santo … por ellos me consagro a mí mismo, para que ellos también sean consagrados en la verdad” (Jn 17, 19). Jesús nos “manifiesta” el Nombre del Padre (Jn 17, 6) porque “santifica” Él mismo su Nombre (cf Ez 20, 39; 36, 20-21). Al terminar su Pascua, el Padre le da el Nombre que está sobre todo nombre: Jesús es Señor para gloria de Dios Padre (cf Flp 2, 9-11).
2813 En el agua del bautismo, hemos sido “lavados […] santificados […] justificados en el Nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios” (1 Co 6, 11). A lo largo de nuestra vida, nuestro Padre “nos llama a la santidad” (1 Ts 4, 7) y como nos viene de Él que “estemos en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros […] santificación” (1 Co 1, 30), es cuestión de su Gloria y de nuestra vida el que su Nombre sea santificado en nosotros y por nosotros. Tal es la exigencia de nuestra primera petición.
«¿Quién podría santificar a Dios puesto que Él santifica? Inspirándonos nosotros en estas palabras “Sed santos porque yo soy santo” (Lv 20, 26), pedimos que, santificados por el bautismo, perseveremos en lo que hemos comenzado a ser. Y lo pedimos todos los días porque faltamos diariamente y debemos purificar nuestros pecados por una santificación incesante […] Recurrimos, por tanto, a la oración para que esta santidad permanezca en nosotros» (San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 12).
2814 Depende inseparablemente de nuestra vida y de nuestra oración que su Nombre sea santificado entre las naciones:
«Pedimos a Dios santificar su Nombre porque Él salva y santifica a toda la creación por medio de la santidad. […] Se trata del Nombre que da la salvación al mundo perdido, pero nosotros pedimos que este Nombre de Dios sea santificado en nosotros por nuestra vida. Porque si nosotros vivimos bien, el nombre divino es bendecido; pero si vivimos mal, es blasfemado, según las palabras del apóstol: “el nombre de Dios, por vuestra causa, es blasfemado entre las naciones”(Rm 2, 24; Ez 36, 20-22). Por tanto, rogamos para merecer tener en nuestras almas tanta santidad como santo es el nombre de nuestro Dios (San Pedro Crisólogo, Sermo 71, 4).
«Cuando decimos “santificado sea tu Nombre”, pedimos que sea santificado en nosotros que estamos en él, pero también en los otros a los que la gracia de Dios espera todavía para conformarnos al precepto que nos obliga a orar por todos, incluso por nuestros enemigos. He ahí por qué no decimos expresamente: Santificado sea tu Nombre “en nosotros”, porque pedimos que lo sea en todos los hombres» (Tertuliano, De oratione, 3, 4).
2815 Esta petición, que contiene a todas, es escuchada gracias a la oración de Cristo, como las otras seis que siguen. La oración del Padre Nuestro es oración nuestra si se hace “en el Nombre” de Jesús (cf Jn 14, 13; 15, 16; 16, 24. 26). Jesús pide en su oración sacerdotal: “Padre santo, cuida en tu Nombre a los que me has dado” (Jn 17, 11).
II. Venga a nosotros tu Reino
2816 En el Nuevo Testamento, la palabra basileia se puede traducir por realeza (nombre abstracto), reino (nombre concreto) o reinado (de reinar, nombre de acción). El Reino de Dios es para nosotros lo más importante. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Última Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre:
«Incluso […] puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Como es nuestra Resurrección porque resucitamos en él, puede ser también el Reino de Dios porque en él reinaremos» (San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 13).
2817 Esta petición es el Marana Tha, el grito del Espíritu y de la Esposa: “Ven, Señor Jesús”:
«Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino, habríamos tenido que expresar esta petición , dirigiéndonos con premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar, invocan al Señor con grandes gritos: “¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?” (Ap 6, 10). En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino!» (Tertuliano, De oratione, 5, 2-4).
2818 En la Oración del Señor, se trata principalmente de la venida final del Reino de Dios por medio del retorno de Cristo (cf Tt 2, 13). Pero este deseo no distrae a la Iglesia de su misión en este mundo, más bien la compromete. Porque desde Pentecostés, la venida del Reino es obra del Espíritu del Señor “a fin de santificar todas las cosas llevando a plenitud su obra en el mundo” (cf Plegaria eucarística IV, 118: Misal Romano).
2819 “El Reino de Dios […] [es] justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17). Los últimos tiempos en los que estamos son los de la efusión del Espíritu Santo. Desde entonces está entablado un combate decisivo entre “la carne” y el Espíritu (cf Ga 5, 16-25):
«Solo un corazón puro puede decir con seguridad: “¡Venga a nosotros tu Reino!” Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: “Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal” (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: “¡Venga tu Reino!”» (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses mystagogicae 5, 13).
2820 Discerniendo según el Espíritu, los cristianos deben distinguir entre el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción de la sociedad en las que están implicados. Esta distinción no es una separación. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime, sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz (cf GS 22; 32; 39; 45; EN 31).
2821 Esta petición está sostenida y escuchada en la oración de Jesús (cf Jn 17, 17-20), presente y eficaz en la Eucaristía; su fruto es la vida nueva según las Bienaventuranzas (cf Mt5, 13-16; 6, 24; 7, 12-13).
III. «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo»
2822 La voluntad de nuestro Padre es “que todos los hombres […] se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tm 2, 3-4). El “usa de paciencia […] no queriendo que algunos perezcan” (2 P 3, 9; cf Mt 18, 14). Su mandamiento que resume todos los demás y que nos dice toda su voluntad es que “nos amemos los unos a los otros como él nos ha amado” (Jn 13, 34; cf 1 Jn 3; 4; Lc 10, 25-37).
2823 Él nos ha dado a “conocer […] el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en Él se propuso de antemano […] hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza […] a Él, por quien entramos en herencia, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza todo conforme a la decisión de su Voluntad” (Ef 1, 9-11). Pedimos con insistencia que se realice plenamente este designio benévolo, en la tierra como ya ocurre en el cielo.
2824 En Cristo, y por medio de su voluntad humana, la voluntad del Padre fue cumplida perfectamente y de una vez por todas. Jesús dijo al entrar en el mundo: “He aquí que yo vengo […] oh Dios, a hacer tu voluntad” (Hb 10, 7; Sal 40, 8-9). Sólo Jesús puede decir: “Yo hago siempre lo que le agrada a Él” (Jn 8, 29). En la oración de su agonía, acoge totalmente esta Voluntad: “No se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42; cf Jn 4, 34; 5, 30; 6, 38). He aquí por qué Jesús “se entregó a sí mismo por nuestros pecados […] según la voluntad de Dios” (Ga 1, 4). “Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo” (Hb 10, 10).
2825 Jesús, “aun siendo Hijo, con lo que padeció, experimentó la obediencia” (Hb 5, 8). ¡Con cuánta más razón la deberemos experimentar nosotros, criaturas y pecadores, que hemos llegado a ser hijos de adopción en Él! Pedimos a nuestro Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para cumplir su voluntad, su designio de salvación para la vida del mundo. Nosotros somos radicalmente impotentes para ello, pero unidos a Jesús y con el poder de su Espíritu Santo, podemos poner en sus manos nuestra voluntad y decidir escoger lo que su Hijo siempre ha escogido: hacer lo que agrada al Padre (cf Jn 8, 29):
«Adheridos a Cristo, podemos llegar a ser un solo espíritu con Él, y así cumplir su voluntad: de esta forma ésta se hará tanto en la tierra como en el cielo» (Orígenes, De oratione, 26, 3).
«Considerad cómo [Jesucristo] nos enseña a ser humildes, haciéndonos ver que nuestra virtud no depende sólo de nuestro esfuerzo sino de la gracia de Dios. Él ordena a cada fiel que ora, que lo haga universalmente por toda la tierra. Porque no dice “Que tu voluntad se haga” en mí o en vosotros “sino en toda la tierra”: para que el error sea desterrado de ella, que la verdad reine en ella, que el vicio sea destruido en ella, que la virtud vuelva a florecer en ella y que la tierra ya no sea diferente del cielo» (San Juan Crisóstomo, In Matthaeum homilia 19, 5).
2826 Por la oración, podemos “discernir cuál es la voluntad de Dios” (Rm 12, 2; Ef 5, 17) y obtener “constancia para cumplirla” (Hb 10, 36). Jesús nos enseña que se entra en el Reino de los cielos, no mediante palabras, sino “haciendo la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21).
2827 “Si alguno […] cumple la voluntad […] de Dios, a ése le escucha” (Jn 9, 31; cf 1 Jn 5, 14). Tal es el poder de la oración de la Iglesia en el Nombre de su Señor, sobre todo en la Eucaristía; es comunión de intercesión con la Santísima Madre de Dios (cf Lc 1, 38. 49) y con todos los santos que han sido “agradables” al Señor por no haber querido más que su Voluntad:
«Incluso podemos, sin herir la verdad, cambiar estas palabras: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” por estas otras: en la Iglesia como en nuestro Señor Jesucristo; en la Esposa que le ha sido desposada, como en el Esposo que ha cumplido la voluntad del Padre» (San Agustín, De sermone Domini in monte, 2, 6, 24).
IV. «Danos hoy nuestro pan de cada día»
2828 “Danos”: es hermosa la confianza de los hijos que esperan todo de su Padre. “Hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 45) y da a todos los vivientes “a su tiempo su alimento” (Sal 104, 27). Jesús nos enseña esta petición; con ella se glorifica, en efecto, a nuestro Padre reconociendo hasta qué punto es Bueno más allá de toda bondad.
2829 Además, “danos” es la expresión de la Alianza: nosotros somos de Él y Él de nosotros, para nosotros. Pero este “nosotros” lo reconoce también como Padre de todos los hombres, y nosotros le pedimos por todos ellos, en solidaridad con sus necesidades y sus sufrimientos.
2830 “Nuestro pan”. El Padre que nos da la vida no puede dejar de darnos el alimento necesario para ella, todos los bienes convenientes, materiales y espirituales. En el Sermón de la Montaña, Jesús insiste en esta confianza filial que coopera con la Providencia de nuestro Padre (cf Mt 6, 25-34). No nos impone ninguna pasividad (cf 2 Ts 3, 6-13) sino que quiere librarnos de toda inquietud agobiante y de toda preocupación. Así es el abandono filial de los hijos de Dios:
«A los que buscan el Reino y la justicia de Dios, Él les promete darles todo por añadidura. Todo en efecto pertenece a Dios: al que posee a Dios, nada le falta, si él mismo no falta a Dios» (San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 21).
2831 Pero la existencia de hombres que padecen hambre por falta de pan revela otra hondura de esta petición. El drama del hambre en el mundo llama a los cristianos que oran en verdad a una responsabilidad efectiva hacia sus hermanos, tanto en sus conductas personales como en su solidaridad con la familia humana. Esta petición de la Oración del Señor no puede ser aislada de las parábolas del pobre Lázaro (cf Lc 16, 19-31) y del juicio final (cf Mt 25, 31-46).
2832 Como la levadura en la masa, la novedad del Reino debe fermentar la tierra con el Espíritu de Cristo (cf AA 5). Debe manifestarse por la instauración de la justicia en las relaciones personales y sociales, económicas e internacionales, sin olvidar jamás que no hay estructura justa sin seres humanos que quieran ser justos.
2833 Se trata de “nuestro” pan, “uno” para “muchos”: La pobreza de las Bienaventuranzas entraña compartir los bienes: invita a comunicar y compartir bienes materiales y espirituales, no por la fuerza sino por amor, para que la abundancia de unos remedie las necesidades de otros (cf 2 Co 8, 1-15).
2834 “Ora et labora” (Lema de tradición benedictina. Cf. San Benito, Regla, 20). “Orad como si todo dependiese de Dios y trabajad como si todo dependiese de vosotros”. Después de realizado nuestro trabajo, el alimento continúa siendo don de nuestro Padre; es bueno pedírselo, dándole gracias por él. Este es el sentido de la bendición de la mesa en una familia cristiana.
2835 Esta petición y la responsabilidad que implica sirven además para otra clase de hambre de la que desfallecen los hombres: “No sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4, cf Dt 8, 3), es decir, de su Palabra y de su Espíritu. Los cristianos deben movilizar todos sus esfuerzos para “anunciar el Evangelio a los pobres”. Hay hambre sobre la tierra, “mas no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la Palabra de Dios” (Am 8, 11). Por eso, el sentido específicamente cristiano de esta cuarta petición se refiere al Pan de Vida: la Palabra de Dios que se tiene que acoger en la fe, el Cuerpo de Cristo recibido en la Eucaristía (cf Jn 6, 26-58).
2836 “Hoy” es también una expresión de confianza. El Señor nos lo enseña (cf Mt 6, 34; Ex16, 19); no hubiéramos podido inventarlo. Como se trata sobre todo de su Palabra y del Cuerpo de su Hijo, este “hoy” no es solamente el de nuestro tiempo mortal: es el Hoy de Dios:
«Si recibes el pan cada día, cada día para ti es hoy. Si Jesucristo es para ti hoy, todos los días resucita para ti. ¿Cómo es eso? “Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy” (Sal 2, 7). Hoy, es decir, cuando Cristo resucita» (San Ambrosio, De sacramentis, 5, 26).
2837 “De cada día”. La palabra griega, epiousion, no tiene otro sentido en el Nuevo Testamento. Tomada en un sentido temporal, es una repetición pedagógica de “hoy” (cf Ex16, 19-21) para confirmarnos en una confianza “sin reserva”. Tomada en un sentido cualitativo, significa lo necesario a la vida, y más ampliamente cualquier bien suficiente para la subsistencia (cf 1 Tm 6, 8). Tomada al pie de la letra (epiousion: “lo más esencial”), designa directamente el Pan de Vida, el Cuerpo de Cristo, “remedio de inmortalidad” (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Ephesios, 20, 2) sin el cual no tenemos la Vida en nosotros (cf Jn 6, 53-56) Finalmente, ligado a lo que precede, el sentido celestial es claro: este “día” es el del Señor, el del Festín del Reino, anticipado en la Eucaristía, en que pregustamos el Reino venidero. Por eso conviene que la liturgia eucarística se celebre “cada día”.
«La Eucaristía es nuestro pan cotidiano […] La virtud propia de este divino alimento es una fuerza de unión: nos une al Cuerpo del Salvador y hace de nosotros sus miembros para que vengamos a ser lo que recibimos […] Este pan cotidiano se encuentra, además, en las lecturas que oís cada día en la Iglesia, en los himnos que se cantan y que vosotros cantáis. Todo eso es necesario en nuestra peregrinación» (San Agustín, Sermo 57, 7, 7).
El Padre del cielo nos exhorta a pedir como hijos del cielo el Pan del cielo (cf Jn6, 51). Cristo “mismo es el pan que, sembrado en la Virgen, florecido en la Carne, amasado en la Pasión, cocido en el Horno del sepulcro, reservado en la iglesia, llevado a los altares, suministra cada día a los fieles un alimento celestial” (San Pedro Crisólogo, Sermo 67, 7)
V. «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»
2838 Esta petición es sorprendente. Si sólo comprendiera la primera parte de la frase, —“perdona nuestras ofensas”— podría estar incluida, implícitamente, en las tres primeras peticiones de la Oración del Señor, ya que el Sacrificio de Cristo es “para la remisión de los pecados”. Pero, según el segundo miembro de la frase, nuestra petición no será escuchada si no hemos respondido antes a una exigencia. Nuestra petición se dirige al futuro, nuestra respuesta debe haberla precedido; una palabra las une: “como”.
«Perdona nuestras ofensas»…
2839 Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre. Suplicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo (cf Lc 15, 11-32) y nos reconocemos pecadores ante Él como el publicano (cf Lc 18, 13). Nuestra petición empieza con una “confesión” en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, “tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados” (Col 1, 14; Ef 1, 7). El signo eficaz e indudable de su perdón lo encontramos en los sacramentos de su Iglesia (cf Mt 26, 28; Jn 20, 23).
2840 Ahora bien, lo temible es que este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano, a la hermana a quien vemos (cf 1 Jn 4, 20). Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia.
2841 Esta petición es tan importante que es la única sobre la cual el Señor vuelve y explicita en el Sermón de la Montaña (cf Mt 6, 14-15; 5, 23-24; Mc 11, 25). Esta exigencia crucial del misterio de la Alianza es imposible para el hombre. Pero “todo es posible para Dios” (Mt 19, 26).
… «como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»
2842 Este “como” no es el único en la enseñanza de Jesús: «Sed perfectos “como” es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48); «Sed misericordiosos, “como” vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36); «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que “como” yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn13, 34). Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida “del fondo del corazón”, en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es “nuestra Vida” (Ga 5, 25) puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús (cf Flp 2, 1. 5). Así, la unidad del perdón se hace posible, «perdonándonos mutuamente “como” nos perdonó Dios en Cristo» (Ef 4, 32).
2843 Así, adquieren vida las palabras del Señor sobre el perdón, este Amor que ama hasta el extremo del amor (cf Jn 13, 1). La parábola del siervo sin entrañas, que culmina la enseñanza del Señor sobre la comunión eclesial (cf. Mt 18, 23-35), acaba con esta frase: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonáis cada uno de corazón a vuestro hermano”. Allí es, en efecto, en el fondo “del corazón” donde todo se ata y se desata. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión.
2844 La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (cf Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación (cf 2 Co 5, 18-21) de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí (cf Juan Pablo II, Cart. enc. DM 14).
2845 No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino (cf Mt 18, 21-22; Lc 17, 3-4). Si se trata de ofensas (de “pecados” según Lc 11, 4, o de “deudas” según Mt 6, 12), de hecho nosotros somos siempre deudores: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor” (Rm 13, 8). La comunión de la Santísima Trinidad es la fuente y el criterio de verdad en toda relación (cf 1 Jn 3, 19-24). Se vive en la oración y sobre todo en la Eucaristía (cf Mt5, 23-24):
«Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel» (San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 23).
VI. «No nos dejes caer en la tentación»
2846 Esta petición llega a la raíz de la anterior, porque nuestros pecados son los frutos del consentimiento a la tentación. Pedimos a nuestro Padre que no nos “deje caer” en ella. Traducir en una sola palabra el texto griego es difícil: significa “no permitas entrar en” (cf Mt26, 41), “no nos dejes sucumbir a la tentación”. “Dios ni es tentado por el mal ni tienta a nadie” (St 1, 13), al contrario, quiere librarnos del mal. Le pedimos que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado, pues estamos empeñados en el combate “entre la carne y el Espíritu”. Esta petición implora el Espíritu de discernimiento y de fuerza.
2847 El Espíritu Santo nos hace discernir entre la prueba, necesaria para el crecimiento del hombre interior (cf Lc 8, 13-15; Hch 14, 22; 2 Tm 3, 12) en orden a una “virtud probada” (Rm 5, 3-5), y la tentación que conduce al pecado y a la muerte (cf St 1, 14-15). También debemos distinguir entre “ser tentado” y “consentir” en la tentación. Por último, el discernimiento desenmascara la mentira de la tentación: aparentemente su objeto es “bueno, seductor a la vista, deseable” (Gn 3, 6), mientras que, en realidad, su fruto es la muerte.
«Dios no quiere imponer el bien, quiere seres libres […] En algo la tentación es buena. Todos, menos Dios, ignoran lo que nuestra alma ha recibido de Dios, incluso nosotros. Pero la tentación lo manifiesta para enseñarnos a conocernos, y así, descubrirnos nuestra miseria, y obligarnos a dar gracias por los bienes que la tentación nos ha manifestado» (Orígenes, De oratione, 29, 15 y 17).
2848 “No entrar en la tentación” implica una decisión del corazón: “Porque donde esté tu tesoro, allí también estará tu corazón […] Nadie puede servir a dos señores” (Mt 6, 21-24). “Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu” (Ga 5, 25). El Padre nos da la fuerza para este “dejarnos conducir” por el Espíritu Santo. “No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito” (1 Co 10, 13).
2849 Pues bien, este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio (cf Mt 4, 11) y en el último combate de su agonía (cf Mt 26, 36-44). En esta petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía. La vigilancia del corazón es recordada con insistencia en comunión con la suya (cf Mc 13, 9. 23. 33-37; 14, 38; Lc 12, 35-40). La vigilancia es “guarda del corazón”, y Jesús pide al Padre que “nos guarde en su Nombre” (Jn 17, 11). El Espíritu Santo trata de despertarnos continuamente a esta vigilancia (cf 1 Co 16, 13; Col 4, 2; 1 Ts 5, 6; 1 P5, 8). Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. “Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela” (Ap 16, 15).
2850 La última petición a nuestro Padre está también contenida en la oración de Jesús: “No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno” (Jn 17, 15). Esta petición concierne a cada uno individualmente, pero siempre quien ora es el “nosotros”, en comunión con toda la Iglesia y para la salvación de toda la familia humana. La Oración del Señor no cesa de abrirnos a las dimensiones de la Economía de la salvación. Nuestra interdependencia en el drama del pecado y de la muerte se vuelve solidaridad en el Cuerpo de Cristo, en “comunión con los santos” (cf RP 16).
2851 En esta petición, el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El “diablo” (diá-bolos) es aquél que “se atraviesa” en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo.
2852 “Homicida […] desde el principio […] mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8, 44), “Satanás, el seductor del mundo entero” (Ap 12, 9), es aquél por medio del cual el pecado y la muerte entraron en el mundo y, por cuya definitiva derrota toda la creación entera será “liberada del pecado y de la muerte” (Plegaria Eucarística IV, 123: Misal Romano). “Sabemos que todo el que ha nacido de Dios no peca, sino que el Engendrado de Dios le guarda y el Maligno no llega a tocarle. Sabemos que somos de Dios y que el mundo entero yace en poder del Maligno” (1 Jn 5, 18-19):
«El Señor que ha borrado vuestro pecado y perdonado vuestras faltas también os protege y os guarda contra las astucias del Diablo que os combate para que el enemigo, que tiene la costumbre de engendrar la falta, no os sorprenda. Quien confía en Dios, no tema al demonio. “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rm 8, 31)» (San Ambrosio, De sacramentis, 5, 30).
2853 La victoria sobre el “príncipe de este mundo” (Jn 14, 30) se adquirió de una vez por todas en la Hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su Vida. Es el juicio de este mundo, y el príncipe de este mundo está “echado abajo” (Jn 12, 31; Ap 12, 11). “Él se lanza en persecución de la Mujer” (cf Ap 12, 13-16), pero no consigue alcanzarla: la nueva Eva, “llena de gracia” del Espíritu Santo es preservada del pecado y de la corrupción de la muerte (Concepción inmaculada y Asunción de la santísima Madre de Dios, María, siempre virgen). “Entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos” (Ap 12, 17). Por eso, el Espíritu y la Iglesia oran: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 17. 20) ya que su Venida nos librará del Maligno.
2854 Al pedir ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros de los que él es autor o instigador. En esta última petición, la Iglesia presenta al Padre todas las desdichas del mundo. Con la liberación de todos los males que abruman a la humanidad, implora el don precioso de la paz y la gracia de la espera perseverante en el retorno de Cristo. Orando así, anticipa en la humildad de la fe la recapitulación de todos y de todo en Aquél que “tiene las llaves de la Muerte y del Hades” (Ap 1,18), “el Dueño de todo, Aquel que es, que era y que ha de venir” (Ap 1,8; cf Ap 1, 4):
«Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo» (Rito de la Comunión [Embolismo]: Misal Romano).
La confianza filial
2734 La confianza filial se prueba en la tribulación, ella misma se prueba (cf. Rm 5, 3-5). La principal dificultad se refiere a la oración de petición, al suplicar por uno mismo o por otros. Hay quien deja de orar porque piensa que su oración no es escuchada. A este respecto se plantean dos cuestiones: Por qué la oración de petición no ha sido escuchada; y cómo la oración es escuchada o “eficaz”.
Queja por la oración no escuchada
2735 He aquí una observación llamativa: cuando alabamos a Dios o le damos gracias por sus beneficios en general, no estamos preocupados por saber si esta oración le es agradable. Por el contrario, cuando pedimos, exigimos ver el resultado. ¿Cuál es entonces la imagen de Dios presente en este modo de orar: Dios como medio o Dios como el Padre de Nuestro Señor Jesucristo?
2736 ¿Estamos convencidos de que “nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26)? ¿Pedimos a Dios los “bienes convenientes”? Nuestro Padre sabe bien lo que nos hace falta antes de que nosotros se lo pidamos (cf. Mt 6, 8), pero espera nuestra petición porque la dignidad de sus hijos está en su libertad. Por tanto es necesario orar con su Espíritu de libertad, para poder conocer en verdad su deseo (cf Rm 8, 27).
2737 “No tenéis porque no pedís. Pedís y no recibís porque pedís mal, con la intención de malgastarlo en vuestras pasiones” (St 4, 2-3; cf. todo el contexto de St 4, 1-10; 1, 5-8; 5, 16). Si pedimos con un corazón dividido, “adúltero” (St 4, 4), Dios no puede escucharnos porque Él quiere nuestro bien, nuestra vida. “¿Pensáis que la Escritura dice en vano: Tiene deseos ardientes el espíritu que él ha hecho habitar en nosotros” (St 4,5)? Nuestro Dios está “celoso” de nosotros, lo que es señal de la verdad de su amor. Entremos en el deseo de su Espíritu y seremos escuchados:
«No pretendas conseguir inmediatamente lo que pides, como si lograrlo dependiera de ti, pues Él quiere concederte sus dones cunado perseveras en la oración» (Evagrio Pontico, De oratione, 34).
Él quiere «que nuestro deseo sea probado en la oración. Así nos dispone para recibir lo que él está dispuesto a darnos» (San Agustín, Epistula 130, 8, 17).
Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)
El Dios de Jesucristo
«Vosotros, pues, orad así: ‘Padre Nuestro…’»
Sin Jesús no sabemos, verdaderamente, qué es un «Padre». Es en su oración que se nos ha sido dado comprenderlo claramente, y esta oración le pertenece intrínsecamente. Un Jesús que no fuera perpetuamente sumergido en el Padre, o que no estuviera en una permanente comunicación íntima con él, sería un ser totalmente diferente al Jesús de la Biblia y al verdadero Jesús de la historia. Su vida surge del núcleo de su oración; es a partir de ella que ha comprendido a Dios, al
mundo y a los hombres…
Surge entonces una nueva pregunta: ¿esta comunicación… es igualmente esencial al Padre que él invoca hasta el punto de que también él sería diferente si no fuera invocado con este nombre? ¿O bien sólo le roza sin penetrar en él? La respuesta es la siguiente: al Padre le corresponde decir «Hijo» de la misma manera que a Jesús le corresponde decir «Padre». Sin esta invocación tampoco Jesús sería él mismo. Jesús no tiene tan sólo un contacto exterior con el Padre; es parte consistente del ser divino de Dios en tanto que Hijo. Incluso antes de crear el mundo, Dios era ya el Amor del Padre y del Hijo. Si puede ser nuestro Padre y la medida de toda paternidad, es porque él mismo es Padre desde toda la eternidad. Así, pues, en la oración de Jesús la misma interioridad de Dios se hace visible; vemos cómo es Dios. La fe en el Dios trinitario es la explicación de lo que es la oración de Jesús. En esta oración la Trinidad se nos muestra con toda claridad…
Ser cristiano, pues, significa: participar en la oración de Jesús, hacer que él, es decir, en su modelo de oración, sea nuestro modelo de vida. Ser cristiano significa: decir con él «Padre» y así ser hijo, hijo de Dios –Dios- en la unidad del Espíritu que hace que seamos nosotros mismos, y a través de esta realidad nos agrega a la unidad de Dios. Ser cristiano significa: mirar al mundo a partir de su núcleo, y a través de ello llegar a ser libres, llenos de esperanza, decididos y confiados.