Mt 5, 38-48: Amad a vuestros enemigos
/ 21 febrero, 2014 / San MateoEl Texto (Mt 5, 38-48)
38 «Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. 39 Pues yo os digo: no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra: 40 al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; 41 y al que te obligue a andar una milla vete con él dos. 42 A quien te pida da, y al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda.
43 «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. 44 Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, 45 para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. 46 Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? 47 Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? 48 Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
Benedicto XVI, papa
Ángelus, 18-02-2007
El evangelio de este domingo contiene una de las expresiones más típicas y fuertes de la predicación de Jesús: «Amad a vuestros enemigos» (Lc 6, 27). Está tomada del evangelio de san Lucas, pero se encuentra también en el de san Mateo (Mt 5, 44), en el contexto del discurso programático que comienza con las famosas «Bienaventuranzas». Jesús lo pronunció en Galilea, al inicio de su vida pública. Es casi un «manifiesto» presentado a todos, sobre el cual pide la adhesión de sus discípulos, proponiéndoles en términos radicales su modelo de vida.
Pero, ¿cuál es el sentido de esas palabras? ¿Por qué Jesús pide amar a los propios enemigos, o sea, un amor que excede la capacidad humana? En realidad, la propuesta de Cristo es realista, porque tiene en cuenta que en el mundo hay demasiada violencia, demasiada injusticia y, por tanto, sólo se puede superar esta situación contraponiendo un plus de amor, un plus de bondad. Este «plus» viene de Dios: es su misericordia, que se ha hecho carne en Jesús y es la única que puede «desequilibrar» el mundo del mal hacia el bien, a partir del pequeño y decisivo «mundo» que es el corazón del hombre.
Con razón, esta página evangélica se considera la charta magna de la no violencia cristiana, que no consiste en rendirse ante el mal —según una falsa interpretación de «presentar la otra mejilla» (cf. Lc 6, 29)—, sino en responder al mal con el bien (cf. Rm 12, 17-21), rompiendo de este modo la cadena de la injusticia. Así, se comprende que para los cristianos la no violencia no es un mero comportamiento táctico, sino más bien un modo de ser de la persona, la actitud de quien está tan convencido del amor de Dios y de su poder, que no tiene miedo de afrontar el mal únicamente con las armas del amor y de la verdad.
El amor a los enemigos constituye el núcleo de la «revolución cristiana», revolución que no se basa en estrategias de poder económico, político o mediático. La revolución del amor, un amor que en definitiva no se apoya en los recursos humanos, sino que es don de Dios que se obtiene confiando únicamente y sin reservas en su bondad misericordiosa. Esta es la novedad del Evangelio, que cambia el mundo sin hacer ruido. Este es el heroísmo de los «pequeños», que creen en el amor de Dios y lo difunden incluso a costa de su vida.
[…] Pidamos a la Virgen María, dócil discípula del Redentor, que nos ayude a dejarnos conquistar sin reservas por ese amor, a aprender a amar como él nos ha amado, para ser misericordiosos como es misericordioso nuestro Padre que está en los cielos (cf. Lc 6, 36).
Discurso (extracto), a los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica, 27-04-2006
La función originaria del Decálogo no fue abolida por el encuentro con Cristo, sino llevada a su plenitud. Una ética que, en la escucha de la revelación, quiere ser también auténticamente racional alcanza su perfección en el encuentro con Cristo, que nos da la nueva alianza.
El modelo de este obrar moral auténtico es el comportamiento del mismo Verbo encarnado, que hace coincidir su voluntad con la voluntad de Dios Padre en la aceptación y en el cumplimiento de su misión: su alimento es hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34); hace siempre lo que agrada al Padre, poniendo en práctica su palabra (cf. Jn 8, 29. 55); refiere lo que el Padre le ha mandado decir y anunciar (cf. Jn 12, 49). Revelando al Padre y su modo de actuar, Jesús revela al mismo tiempo las normas del obrar humano correcto. Afirma esta relación de modo explícito y ejemplar cuando, concluyendo su enseñanza sobre el amor a los enemigos (cf. Mt 5, 43-47), dice: «Sed, pues, perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). Esta perfección divina, divino-humana, nos resulta posible si estamos estrechamente unidos a Cristo, nuestro Salvador.
El camino trazado por Jesús con su enseñanza no es una norma impuesta desde fuera. Jesús mismo recorre este camino, y sólo nos pide que lo sigamos. Además, no se limita a pedir: ante todo nos da en el bautismo la participación en su misma vida, capacitándonos así para acoger y poner en práctica sus enseñanzas. Esto aparece cada vez con mayor evidencia en los escritos del Nuevo Testamento. Su relación con los discípulos no consiste en una enseñanza exterior, sino vital: los llama «hijos» (Jn 13, 33; 21, 5), «amigos» (Jn 15, 14-15), «hermanos» (Mt 12, 50; 28, 10; Jn 20, 17), invitándolos a entrar en comunión de vida con él y a acoger con fe y alegría su yugo «suave» y su carga «ligera» (cf. Mt 11, 28-30).
San Juan Pablo II, papa
Homilía (extracto), en el cementerio polaco de Motecassino, 18-05-1979
El Evangelio de hoy contrapone dos programas. Uno basado en el principio del odio, de la venganza y de la lucha. Otro en la ley del amor. Cristo dice: «Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen» (Mt 5, 44). Es una gran exigencia. Los que han sobrevivido a la guerra, que se encontraron con la ocupación, la crueldad, la violación más brutal de todos los derechos humanos, saben lo grave y difícil que resulta esta exigencia. Sin embargo, después de experiencias tan terribles como la última guerra, han venido a ser todavía más conscientes de que sobre el principio que dice: «Ojo por ojo v diente por diente» (Mt 5, 38); sobre el principio del odio, de la venganza, de la lucha, no se puede construir la paz y la reconciliación entre los hombres y las naciones; sólo se pueden construir sobre el principio de la justicia y del amor recíproco… Sólo sobre la base del respeto pleno a los derechos del hombre y de las naciones —¡del respeto pleno!—, se puede construir en el futuro la paz y la reconciliación de Europa y del mundo.
4. Oremos, pues, en este lugar de gran batalla por la libertad y por la justicia, para que las palabras de la liturgia de hoy se encarnen en la vida.
Oremos a Dios, que es Padre de los hombres y de los pueblos, corno ora hoy el Profeta: «El nos enseñará sus caminos e iremos por sus sendas…
El juzgará a las gentes / y dictará sus amonestaciones a numerosos pueblos, / que de sus espadas harán rejas de arado, / y de sus lanzas. hoces. / No alzarán la espada gente contra gente, / ni se ejercitarán para la guerra…» (Is 2, 3-4).
Recemos así, teniendo presente que no se trata ya de espadas o de lanzas, sino de las armas nucleares; de los medios de destrucción, que son capaces de reducir a la nada la tierra habitada por los hombres…
Homilía (extracto), 16-05-1999
4… Ciertamente, el perdón, que nace del amor al enemigo, es la más alta manifestación de la caridad divina. A este propósito, Jesús afirma que no constituye un mérito particular amar a quienes son nuestros amigos y nos benefician (cf. Mt 5, 46-47). Tiene verdadero mérito el que ama a su enemigo. Pero ¿quién tendría la fuerza para coronar una cima tan sublime, si no estuviera sostenido por el amor a Dios? Ante nuestros ojos se presentan en este momento las nobles figuras de heroicos servidores del amor que, en nuestro siglo, dieron su vida por sus hermanos, muriendo para cumplir el mayor mandamiento de Cristo. Al mismo tiempo que acogemos su enseñanza, estamos invitados a seguir sus huellas, conscientes de que el cristiano expresa su amor a Jesús con la entrega a los demás, pues lo que hace al más pequeño de sus hermanos, lo hace a su Señor (cf. Mt 25, 31-46)
Homilía (extracto), en Paraguay, 18-05-1988
9. Por esto precisamente quiero recordaros que “la consigna principal que el Vaticano II ha dado a todos los hijos y hijas de la Iglesia es la santidad… La tensión a la santidad es el punto clave de la renovación delineada por el Concilio.
Esta es, fundamentalmente, la obra evangelizadora que necesita nuestro tiempo. Comprendéis que no se trata de un programa circunstancial; antes bien, la santidad es la plenitud de la vocación cristiana, que debe ser vivida por todos los miembros de la Iglesia y anunciada con nuevo ardor al mundo entero. En cada hombre o mujer redimido por Cristo debe encontrar un eco vital este mandato del Maestro, que es la síntesis de su enseñanza: “Sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48).
… La razón última de la evangelización es, por tanto, ir a las raíces de nuestro ser de hijos de Dios para tender decididamente a la santidad. Si esta tensión es auténtica, sus frutos no tardarán en aparecer: habrá una solícita preocupación por los más pobres y necesitados; por los que sufren y padecen enfermedad; por los que no tienen techo ni alimento; por los que desconocen la paz de Dios. La práctica de la justicia y de la misericordia serán las reglas de la conducta privada y pública; las preocupaciones ajenas se harán propias. En una palabra: la “civilización del amor” será una realidad; por lo menos alzará los pasos para ser una realidad..
Beata Teresa de Calcuta, El amor más grande: «la santidad»
«Sed santos, porque yo soy santo» (Lv 19,2)
Todos sabemos que existe un Dios que nos ama, que nos ha creado. Podemos acudir a él y pedirle: «Padre mío, ayúdame. Deseo ser santa, deseo ser buena, deseo amar. La santidad no es un lujo para unos pocos, ni está restringida sólo a algunas personas. Está hecha para ti, para mí y para todos. Es un sencillo deber, porque si aprendemos a amar, aprendemos a ser santos.
El primer paso para ser santo, es desearlo. Jesús quiere que seamos tan santos como su Padre. La santidad consiste en hacer la voluntad de Dios con alegría. Las palabras «deseo ser santo» significan: quiero despojarme de todo lo que no sea Dios; quiero despojarme y vaciar mi corazón de cosas materiales. Quiero renunciar a mi voluntad, a mis inclinaciones, a mis caprichos, a mi inconstancia y ser un esclavo generoso de la voluntad de Dio
Con una total voluntad amaré a Dios, optaré por Él, correré hacia Él, llegaré a Él y lo poseeré. Pero todo depende de las palabras, «Quiero» o «No quiero». He puesto toda mi energía en la palabra «Quiero».
Documentos Catequéticos, Pastorales, Teológicos…
Benedicto XVI, papa
Catequesis (extracto), Audiencia general, 23-05-2012
[…] Pensemos en las palabras de Jesús en el Sermón de la montaña, donde dice: «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial» (Mt 5, 44-45). Es precisamente el amor de Jesús, el Hijo unigénito —que llega hasta el don de sí mismo en la cruz— el que revela la verdadera naturaleza del Padre: Él es el Amor, y también nosotros, en nuestra oración de hijos, entramos en este circuito de amor, amor de Dios que purifica nuestros deseos, nuestras actitudes marcadas por la cerrazón, por la autosuficiencia, por el egoísmo típicos del hombre viejo.
Así pues, podríamos decir que en Dios el ser Padre tiene dos dimensiones. Ante todo, Dios es nuestro Padre, porque es nuestro Creador. Cada uno de nosotros, cada hombre y cada mujer, es un milagro de Dios, es querido por él y es conocido personalmente por él.
Cada uno de nosotros puede decir, en esta hermosa imagen, la relación personal con Dios: «Tus manos me hicieron y me formaron. Tú me pensaste, me creaste, me quisiste». Pero esto todavía no basta. El Espíritu de Cristo nos abre a una segunda dimensión de la paternidad de Dios, más allá de la creación, pues Jesús es el «Hijo» en sentido pleno, «de la misma naturaleza del Padre», como profesamos en el Credo. Al hacerse un ser humano como nosotros, con la encarnación, la muerte y la resurrección, Jesús a su vez nos acoge en su humanidad y en su mismo ser Hijo, de modo que también nosotros podemos entrar en su pertenencia específica a Dios. Ciertamente, nuestro ser hijos de Dios no tiene la plenitud de Jesús: nosotros debemos llegar a serlo cada vez más, a lo largo del camino de toda nuestra existencia cristiana, creciendo en el seguimiento de Cristo, en la comunión con él para entrar cada vez más íntimamente en la relación de amor con Dios Padre, que sostiene la nuestra. Esta realidad fundamental se nos revela cuando nos abrimos al Espíritu Santo y él nos hace dirigirnos a Dios diciéndole «¡Abba, Padre!». Realmente, más allá de la creación, hemos entrado en la adopción con Jesús; unidos, estamos realmente en Dios, somos hijos de un modo nuevo, en una nueva dimensión.
[…] Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a gustar en nuestra oración la belleza de ser amigos, más aún, hijos de Dios, de poderlo invocar con la intimidad y la confianza que tiene un niño con sus padres, que lo aman. Abramos nuestra oración a la acción del Espíritu Santo para que clame en nosotros a Dios «¡Abba, Padre!» y para que nuestra oración cambie, para que convierta constantemente nuestro pensar, nuestro actuar, de modo que sea cada vez más conforme al del Hijo unigénito, Jesucristo. Gracias.
Juan Pablo II, papa
Evangelium vitae
41. Jesús explicita posteriormente con su palabra y sus obras las exigencias positivas del mandamiento sobre el carácter inviolable de la vida. Estas estaban ya presentes en el Antiguo Testamento, cuya legislación se preocupaba de garantizar y salvaguardar a las personas en situaciones de vida débil y amenazada: el extranjero, la viuda, el huérfano, el enfermo, el pobre en general, la vida misma antes del nacimiento (cf. Ex 21, 22; 22, 20-26). Con Jesús estas exigencias positivas adquieren vigor e impulso nuevos y se manifiestan en toda su amplitud y profundidad: van desde cuidar la vida del hermano (familiar, perteneciente al mismo pueblo, extranjero que vive en la tierra de Israel), a hacerse cargo del forastero, hasta amar al enemigo.
No existe el forastero para quien debe hacerse prójimo del necesitado, incluso asumiendo la responsabilidad de su vida, como enseña de modo elocuente e incisivo la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 25-37). También el enemigo deja de serlo para quien está obligado a amarlo (cf. Mt 5, 38-48; Lc 6, 27-35) y « hacerle el bien » (cf. Lc 6, 27.33.35), socorriendo las necesidades de su vida con prontitud y sentido de gratuidad (cf. Lc 6, 34-35). Culmen de este amor es la oración por el enemigo, mediante la cual sintonizamos con el amor providente de Dios: « Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos » (Mt 5, 44-45; cf. Lc 6, 28.35).
De este modo, el mandamiento de Dios para salvaguardar la vida del hombre tiene su aspecto más profundo en la exigencia de veneración y amor hacia cada persona y su vida.
55. No debe sorprendernos: matar un ser humano, en el que está presente la imagen de Dios, es un pecado particularmente grave. ¡Sólo Dios es dueño de la vida! Desde siempre, sin embargo, ante las múltiples y a menudo dramáticas situaciones que la vida individual y social presenta, la reflexión de los creyentes ha tratado de conocer de forma más completa y profunda lo que prohíbe y prescribe el mandamiento de Dios. 43 En efecto, hay situaciones en las que aparecen como una verdadera paradoja los valores propuestos por la Ley de Dios. Es el caso, por ejemplo, de la legítima defensa, en que el derecho a proteger la propia vida y el deber de no dañar la del otro resultan, en concreto, difícilmente conciliables. Sin duda alguna, el valor intrínseco de la vida y el deber de amarse a sí mismo no menos que a los demás son la base de un verdadero derecho a la propia defensa. El mismo precepto exigente del amor al prójimo, formulado en el Antiguo Testamento y confirmado por Jesús, supone el amor por uno mismo como uno de los términos de la comparación: « Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Mc 12, 31). Por tanto, nadie podría renunciar al derecho a defenderse por amar poco la vida o a sí mismo, sino sólo movido por un amor heroico, que profundiza y transforma el amor por uno mismo, según el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas (cf. Mt 5, 38-48) en la radicalidad oblativa cuyo ejemplo sublime es el mismo Señor Jesús.
Por otra parte, « la legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad ».44 Por desgracia sucede que la necesidad de evitar que el agresor cause daño conlleva a veces su eliminación. En esta hipótesis el resultado mortal se ha de atribuir al mismo agresor que se ha expuesto con su acción, incluso en el caso que no fuese moralmente responsable por falta del uso de razón. 45
Catequesis (extracto), Audiencia general, 14-10-1987
7. […] “Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente; pero yo os digo: No me hagáis frente al malvado” (Mt 5, 38-39). Con lenguaje metafórico Jesús enseña a poner la otra mejilla, a ceder no sólo la túnica sino también el manto, a no responder con violencia a las vejaciones de los demás, y sobre todo: “Da a quien te pida y no vuelvas la espalda a quien desea de ti algo prestado” (Mt 5, 42). Radical exclusión de la Ley del talión en la vida personal del discípulos de Jesús, cualquiera que sea el deber de la sociedad de defender a los propios miembros de los malhechores y de castigar a los culpables de violación de los derechos de los ciudadanos y del mismo Estado.
8. Y ésta es la perfección definitiva en la que encuentra el centro dinámico todas las demás: “Habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos…” (Mt 5, 43-45). A la interpretación vulgar de la Ley antigua que identificaba al prójimo con el israelita y más aún con el israelita piadoso, Jesús opone la interpretación auténtica del mandamiento de Dios y le añade la dimensión religiosa de la referencia al Padre celestial, clemente y misericordioso, que beneficia a todos y es, por lo tanto, el ejemplo supremo del amor universal.
En efecto, Jesús concluye: “Sed… perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48). El pide a sus seguidores la perfección del amor. La nueva Ley que Él ha traído tiene su síntesis en el amor. Este amor hará que el hombre, en sus relaciones con los demás, supere la clásica contraposición amigo-enemigo, y tenderá, desde dentro de los corazones, a traducirse en las correspondientes formas de solidaridad social y política, incluso institucionalizadas. Será, pues, muy amplia en la historia, la irradiación del “mandamiento nuevo” de Jesús.
9. En este momento nos vemos obligados sobre todo a manifestar que en los fragmentos importantes del “sermón de la montaña» se repite la contraposición: “Habéis oído que se dijo… Pero yo os digo”; y esto no para “abrogar” la Ley divina de la Antigua Alianza, sino para indicar su “perfecto cumplimiento”, según el sentido entendido por Dios-Legislador, que Jesús ilumina con luz nueva y explica con todo su valor generador de nueva vida y creador de nueva historia: y lo hace atribuyéndose una autoridad que es la misma del Dios-Legislador. Podemos decir que en esa expresión suya repetida seis veces: Yo os digo, resuena el eco de esa autodefinición de Dios que Jesús también se ha atribuido: “Yo soy” (cf. Jn 8, 58).
Catequesis (extracto), Audiencia general, 20-10-1999
[…] La caridad tiene su fuente en el Padre, se revela plenamente en la Pascua del Hijo, crucificado y resucitado, y es infundida en nosotros por el Espíritu Santo. En ella Dios nos hace partícipes de su mismo amor.
Quien ama de verdad con el amor de Dios, amará también al hermano como él lo ama. Aquí radica la gran novedad del cristianismo: no puede amar a Dios quien no ama a sus hermanos, creando con ellos una íntima y perseverante comunión de amor.
2. La enseñanza de la sagrada Escritura a este respecto es inequívoca. El amor a los semejantes es recomendado ya a los israelitas: «No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19, 18). Aunque este mandamiento en un primer momento parece restringido únicamente a los israelitas, progresivamente se entiende en sentido cada vez más amplio, incluyendo a los extranjeros que habitan en medio de ellos, como recuerdo de que Israel también fue extranjero en tierra de Egipto (cf. Lv 19, 34; Dt 10, 19).
En el Nuevo Testamento este amor es ordenado en un sentido claramente universal: supone un concepto de prójimo que no tiene fronteras (cf. Lc 10, 29-37) y se extiende incluso a los enemigos (cf. Mt 5, 43-47). Es importante notar que el amor al prójimo se considera imitación y prolongación de la bondad misericordiosa del Padre celestial, que provee a las necesidades de todos y no hace distinción de personas (cf. Mt 5, 45). En cualquier caso, permanece vinculado al amor a Dios, pues los dos mandamientos del amor constituyen la síntesis y el culmen de la Ley y de los Profetas (cf. Mt 22, 40). Sólo quien practica ambos mandamientos, está cerca del reino de Dios, como dice Jesús respondiendo al escriba que le había hecho la pregunta (cf. Mc 12, 28-34).
3. Siguiendo este itinerario, que vincula el amor al prójimo con el amor a Dios, y a ambos con la vida de Dios en nosotros, es fácil comprender por qué el Nuevo Testamento presenta el amor como fruto del Espíritu, es más, como el primero entre los muchos dones enumerados por san Pablo en la carta a los Gálatas: «el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22-23).
Catequesis (extracto), Audiencia general, 07-04-1999
2. La ley que Dios da a su pueblo no es un peso impuesto por un amo despótico; es la expresión del amor paterno, que indica el sendero recto de la conducta humana y la condición para heredar las promesas divinas (Dt 8, 6-7). La ley, al sancionar la alianza entre Dios y los hijos de Israel, está dictada por el amor. Sin embargo, su transgresión tiene consecuencias dolorosas, aunque se rigen siempre por la lógica del amor, porque obligan al hombre a tomar conciencia saludable de una dimensión constitutiva de su ser. «Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1432).
Si el hombre se separa de su Creador, cae necesariamente en el mal, en la muerte, en la nada. Por el contrario, la adhesión a Dios es fuente de vida y bendición.
3. Jesús no vino a abolir la Ley en sus valores fundamentales, sino a perfeccionarla, como él mismo dijo en el sermón de la montaña: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5, 17).
Jesús enseña que el precepto del amor es el centro de la Ley, y desarrolla sus exigencias radicales. Al ampliar el precepto del Antiguo Testamento, manda amar a amigos y enemigos, y explica esta extensión del precepto, haciendo referencia a la paternidad de Dios: «Para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 43-45; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2784).
Con Jesús se produce un salto de calidad: él sintetiza la Ley y los profetas en una sola norma, tan sencilla en su formulación como difícil en su aplicación: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos» (Mt 7, 12). Incluso presenta esta norma como el camino que hay que recorrer para ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5, 48). El que obra así, da testimonio ante los hombres, para que glorifiquen al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5, 16), y se dispone a recibir el reino que él ha preparado para los justos, según las palabras de Cristo en el juicio final: «Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25, 34).
Catequesis (extracto), Audiencia general, 15-01-1992
«Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). Lo había dicho en el sermón de la montaña, cuando recomendó amar a los enemigos: «Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 44-45). En otras muchas ocasiones, y especialmente durante su pasión, Jesús confirmó que este amor perfecto del Padre era también su amor: el amor con que él mismo había amado a los suyos hasta el extremo.
5. Este amor que Jesús enseña a sus seguidores, como reproducción de su mismo amor, en la oración sacerdotal se refiere claramente al modelo de la Trinidad. «Que ellos también sean uno en nosotros», dice Jesús, «para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17, 26). Subraya que éste es el amor con que «me has amado antes de la creación del mundo» (Jn 17, 24).
Y precisamente este amor, en el que se funda y edifica la Iglesia como «communio» de los creyentes en Cristo, es la condición de su misión salvífica: que sean uno como nosotros ―pide al Padre―, para que «el mundo conozca que tú me has enviado» (Jn 17, 23). Es la esencia del apostolado de la Iglesia: difundir y hacer aceptable, creíble, la verdad del amor de Cristo y de Dios, atestiguado, hecho visible y practicado por ella. La expresión sacramental de este amor es la Eucaristía. En la Eucaristía la Iglesia, en cierto sentido, renace y se renueva continuamente como la «communio» que Cristo trajo al mundo, realizando así el designio eterno del Padre (cf. Ef 1, 3-10). De manera especial en la Eucaristía y por la Eucaristía la Iglesia encierra en sí el germen de la unión definitiva en Cristo de todo lo que existe en los cielos y de todo lo que existe en la tierra, tal como dijo Pablo (cf. Ef 1, 10): una comunión realmente universal y eterna.
Mensaje Cuaresma 2001
4. El único camino de la paz es el perdón. Aceptar y ofrecer el perdón hace posible una nueva cualidad de relaciones entre los hombres, interrumpe la espiral de odio y de venganza, y rompe las cadenas del mal que atenazan el corazón de los contrincantes. Para las naciones en busca de reconciliación y para cuantos esperan una coexistencia pacífica entre los individuos y pueblos, no hay más camino que éste: el perdón recibido y ofrecido. ¡Cuan ricas de saludables enseñanzas resuenan las palabras del Señor: “Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos!” (Mt 5, 44-45). Amar a quien nos ha ofendido desarma al adversario y puede incluso transformar un campo de batalla en un lugar de solidaria cooperación.
Catequesis (extracto), Audiencia general 24-03-1999
2. [ Dios es el ] Padre providente, el cual, como dice Jesús, «hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 45). Sin embargo, frente a este mensaje del amor providente del Padre surge espontánea la pregunta: ¿cómo se puede explicar el dolor? Y es preciso reconocer que el problema del dolor constituye un enigma ante el cual la razón humana queda desconcertada. La Revelación divina nos ayuda a comprender que Dios no lo quiere, puesto que entró en el mundo a causa del pecado del hombre (cf. Gn 3, 16-19). Lo permite para la salvación misma del hombre, sacando bien del mal. «Dios todopoderoso (…), al ser sumamente bueno, no permitiría nunca que cualquier tipo de mal existiera en sus obras, si no fuera suficientemente poderoso y bueno como para sacar bien del mismo mal» (san Agustín, Enchiridion de fide, spe et caritate, 11, 3: PL 40, 236). A este respecto, son significativas las palabras tranquilizadoras que dirigió José a sus hermanos, los cuales lo habían vendido y ahora dependían de su poder: «No fuisteis vosotros los que me enviasteis acá, sino Dios (…). Aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir, como hoy ocurre, a un pueblo numeroso» (Gn 45, 8; 50, 20).
3. «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48), dice Cristo en el evangelio… Estas palabras resumen la enseñanza de las ocho bienaventuranzas, expresando a la vez toda la plenitud de la vocación del hombre. Ser perfecto como Dios. Ser como Dios, grande en el amor, porque él es amor y «hace salir el sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 45).
Aquí tocamos el misterio del hombre creado a imagen y semejanza de Dios y, por ello, capaz de amar y de recibir el don del amor. Esa vocación originaria del hombre ha sido inscrita por el Creador en la naturaleza humana y hace que todo hombre busque el amor, aunque a veces lo hace eligiendo el mal del pecado, que se presenta bajo las apariencias del bien. Busca el amor, porque en lo más profundo de su corazón sabe que sólo el amor puede hacerlo feliz. Sin embargo, con frecuencia el hombre busca esta felicidad a tientas. La busca en los placeres, en los bienes materiales y en lo terreno y pasajero.
… El hombre nunca será feliz a costa de otro hombre, destruyendo la libertad ajena, pisoteando la dignidad de las personas y cultivando el egoísmo. Nuestra felicidad es el hermano que Dios nos ha dado y encomendado, y a través de él esa felicidad es Dios mismo: Dios a través del hombre, pues «todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios (…) porque Dios es Amor» (1 Jn 4, 7-8).
…estamos llamados a construir el futuro basado en el amor a Dios y al prójimo, para edificar la «civilización del amor». Hoy el mundo necesita hombres de corazón grande, que sirvan con humildad y amor, que bendigan y no maldigan, que conquisten la tierra con la bendición. No se puede construir el futuro sin referirse a la fuente del amor, que es Dios, el cual «tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).
Jesucristo revela al hombre el amor, mostrándole al mismo tiempo su vocación suprema. En el pasaje evangélico de hoy, nos señala, con las palabras del sermón de la montaña, cómo hay que realizar esta vocación: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48
Catequesis (extracto), Audiencia general, 01-11-1985
3. El Vaticano II ha recordado también que la santidad, presente y operante ya en la fase terrena del camino eclesial, no es un privilegio de algunos, sino una llamada dirigida a todos los miembros del Pueblo de Dios, sin excepción alguna. Y ha invitado a todos ―obispos, presbíteros, diáconos, religiosos y laicos― en toda condición y situación humana a llevar a la práctica la gran llamada de Jesús: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Estas son las palabras del Concilio: «Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad; y esta santidad suscita un nivel de vida más humano, incluso en la sociedad terrena» (Lumen gentium, 40).
Si la santidad, por una parte, es uno de los elementos constitutivos de la Iglesia, por otra, es la demostración concreta de la coherencia de los creyentes con la propia vocación. En esto, y no en otras cosas, hay que buscar la base de la auténtica renovación a la que todos estamos obligados en la presente época histórica.
Que la Virgen Santísima, Reina de todos los Santos, bendiga desde ahora y acompañe este grave compromiso. Por esto oremos ahora juntos.
Novo millenio ineunte, n. 31
… Si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno, « ¿quieres recibir el Bautismo? », significa al mismo tiempo preguntarle, « ¿quieres ser santo? » Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: « Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial » (Mt 5,48).
Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos « genios » de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno. Doy gracias al Señor que me ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos y, entre ellos a muchos laicos que se han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida. Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este « alto grado » de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.
Pablo VI, papa
Catequesis (extracto), Audiencia general, 01-02-1978
[El Señor nos invita a] amar y servir al prójimo de manera que se cumpla el precepto evangélico de la caridad con todos, y también con los enemigos (cf. Mt 5, 44-48).
Así, pues, debemos acordarnos de esta ley suprema, característica del cristianismo vivo, no del cristianismo rutinario, o practicado de tal manera que se convierta en antídoto contra las molestias y cargas de la convivencia social. Nos debemos librar de la tentación antisocial que la misma experiencia de la vida puede ocasionar, incluso en aquellos que se han propuesto un programa de honrada convivencia social, pero que se defienden de las molestias y obligaciones que las relaciones comunitarias pueden traer consigo.
Este es quizás para muchos cristianos buenos un momento de tentación antisocial, ya que vivimos un tiempo en el que la sociedad está en fase de cambio; y, por bueno o discutible que sea, el cambio puede producir un sentimiento de malestar o de ofensa que empuje al individuo a la reacción o a la indiferencia ante la norma nueva y predominante que altera la vida. Parece que la vida comunitaria se hace insoportable. Se da el peligro de una «huelga» de ciudadanos buenos que se limitan a soportar su pertenencia a la colectividad, pero con la idea de eludir silenciosamente las cargas opuestas al propio interés, a las propias costumbres y a las propias ideas.
Si ésta fuese una tentación también para nosotros, tratemos de superarla con un esfuerzo de buena voluntad social. Y pongamos en nuestro programa propósitos tanto más atentos, tanto más eficaces para el bien común, cuanto más parezcan excluidos de nuestros gustos y de nuestros intereses.
El bien marcado por el signo cristiano debe hacerse tanto más solícito de la propia presencia, de la propia creatividad y de la propia generosidad, cuanto menos propicias son las condiciones exteriores para acogerlo y desarrollarlo. Repetimos: «Vince in bono malum: vence al mal con el bien».
El cristiano, aun cuando el encuadramiento social tiende a reducirlo al silencio, a hacer de él un número dentro de la masa, a apagarle el destello de la fe y del amor, posee siempre en sí mismo un principio original de bondad y de acción que con frecuencia —como nos enseña el ejemplo de los santos y de los buenos— ha sabido sacar del contraste de los tiempos la idea y la fuerza para afirmarse de manera nueva y saludable para todos. La sabiduría estará, pues, no en la fuga y en la resignada renuncia, sino en la presencia tácita y tenaz en ese ambiente social que no parece propicio al éxito de iniciativas cristianas.
«Patientia vobis necessaria est…: tenéis necesidad de paciencia» (Heb 10, 36), repetiremos para esos amigos nuestros y para los fieles que experimentan a veces las dificultades de la acción en el campo de la actividad libre y honrada que debería estar abierta también a la buena voluntad de todos.
¡Animo, pues! Con nuestra bendición apostólica.
Mensaje Jornada Mundial por la Paz, 01-01-1977
También este mensaje debe tener su apéndice para los seguidores del Evangelio, en sentido propio y a su servicio. Un apéndice que nos recuerda lo explícito y exigente que es Cristo Señor en este tema de la paz desarmada de todo instrumento y armada únicamente con la bondad y el amor.
El Señor llega a afirmaciones, lo sabemos bien, que parecen paradójicas. No nos será difícil encontrar en el Evangelio los cánones de una Paz, que podríamos llamar renunciataria. Recordemos, por ejemplo: «Y al que quiera litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto» (Mt 5, 40). Y, además, la conocida prohibición de vengarse ¿no debilita la Paz? Más aún, en vez de defenderle ¿no agrava la condición del ofendido?: «si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra» (Mt 39). Por lo tanto, nada de represalias, nada de venganzas (¡y ello con más razón si estas fueran hechas para prevenir ofensas no recibidas!), ¡Cuántas veces recomienda el Evangelio el perdón, no como acto de vil debilidad ni de abdicación frente a la justicia, sino como signo de fraterna caridad, erigida como condición para obtener nosotros mismos el perdón, mucho más generoso y para nosotros más necesario, por parte de Dios! (cf. Mt 18, 23 ss.; 5, 44; Mc 11, 25; Lc 6, 37; Rom 12, 14; etc.).
Recordemos el compromiso de indulgencia y de perdón que hemos adquirido, y que invocamos en el Pater Noster, al poner nosotros mismos la condición y la medida de la misericordia que deseamos obtener: «Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6, 12).
Así pues, esta lección es también para nosotros, discípulos de la escuela de Cristo; una lección que debemos meditar siempre, que debemos aplicar con confiada valentía.
La Paz se afianza solamente con la paz; la paz no separada de los deberes de la justicia, sino alimentada por el propio sacrificio, por la clemencia, por la misericordia, por la caridad.
Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 28
Respeto y amor a los adversarios
28. Quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. Cuanto más humana y caritativa sea nuestra comprensión íntima de su manera de sentir, mayor será la facilidad para establecer con ellos el diálogo.
Esta caridad y esta benignidad en modo alguno deben convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad saludable. Pero es necesario distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, el cual conserva la dignidad de la persona incluso cuando está desviado por ideas falsas o insuficientes en materia religiosa. Dios es el único juez y escrutador del corazón humano. Por ello, nos prohíbe juzgar la culpabilidad interna de los demás.
La doctrina de Cristo pide también que perdonemos las injurias. El precepto del amor se extiende a todos los enemigos. Es el mandamiento de la Nueva Ley: «Habéis oído que se dijo: «Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo». Pero yo os digo : «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian y orad por lo que os persiguen y calumnian»» (Mt 5,43-44).
Catecismo de la Iglesia Católica
1932 El deber de hacerse prójimo de los demás y de servirlos activamente se hace más acuciante todavía cuando éstos están más necesitados en cualquier sector de la vida humana. “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).
1933 Este mismo deber se extiende a los que piensan y actúan diversamente de nosotros. La enseñanza de Cristo exige incluso el perdón de las ofensas. Extiende el mandamiento del amor que es el de la nueva ley a todos los enemigos (cf Mt 5, 43-44). La liberación en el espíritu del Evangelio es incompatible con el odio al enemigo en cuanto persona, pero no con el odio al mal que hace en cuanto enemigo.
[…] 2262 En el Sermón de la Montaña, el Señor recuerda el precepto: “No matarás” (Mt 5, 21), y añade el rechazo absoluto de la ira, del odio y de la venganza. Más aún, Cristo exige a sus discípulos presentar la otra mejilla (cf Mt 5, 22-39), amar a los enemigos (cf Mt 5, 44). El mismo no se defendió y dijo a Pedro que guardase la espada en la vaina (cf Mt 26, 52).
[…] «Danos hoy nuestro pan de cada día»
2828 “Danos”: es hermosa la confianza de los hijos que esperan todo de su Padre. “Hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 45) y da a todos los vivientes “a su tiempo su alimento” (Sal 104, 27). Jesús nos enseña esta petición; con ella se glorifica, en efecto, a nuestro Padre reconociendo hasta qué punto es Bueno más allá de toda bondad.
2829 Además, “danos” es la expresión de la Alianza: nosotros somos de Él y Él de nosotros, para nosotros. Pero este “nosotros” lo reconoce también como Padre de todos los hombres, y nosotros le pedimos por todos ellos, en solidaridad con sus necesidades y sus sufrimientos.
[…] «como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»
2842 Este “como” no es el único en la enseñanza de Jesús: «Sed perfectos “como” es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48); «Sed misericordiosos, “como” vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36); «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que “como” yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida “del fondo del corazón”, en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es “nuestra Vida” (Ga 5, 25) puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús (cf Flp 2, 1. 5). Así, la unidad del perdón se hace posible, «perdonándonos mutuamente “como” nos perdonó Dios en Cristo» (Ef 4, 32).
2844 La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (cf Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación (cf 2 Co 5, 18-21) de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí (cf Juan Pablo II, Cart. enc. DM 14).
[…] 2608 Ya en el Sermón de la Montaña, Jesús insiste en la conversión del corazón: la reconciliación con el hermano antes de presentar una ofrenda sobre el altar (cf Mt 5, 23-24), el amor a los enemigos y la oración por los perseguidores (cf Mt 5, 44-45), orar al Padre “en lo secreto” (Mt 6, 6), no gastar muchas palabras (cf Mt 6, 7), perdonar desde el fondo del corazón al orar (cf, Mt 6, 14-15), la pureza del corazón y la búsqueda del Reino (cf Mt 6, 21. 25. 33). Esta conversión se centra totalmente en el Padre; es lo propio de un hijo.
IV. La santidad cristiana
2012. “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman […] a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó” (Rm 8, 28-30).
2013 “Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG 40). Todos son llamados a la santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48):
«Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo […] para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos» (LG 40).
2014 El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama “mística”, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos —“los santos misterios”— y, en Él, del misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos.
2015 “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas:
«El que asciende no termina nunca de subir; y va paso a paso; no se alcanza nunca el final de lo que es siempre susceptible de perfección. El deseo de quien asciende no se detiene nunca en lo que ya le es conocido» (San Gregorio de Nisa, In Canticum homilia 8).
2016 Los hijos de la Santa Madre Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús (cf Concilio de Trento: DS 1576). Siguiendo la misma norma de vida, los creyentes comparten la “bienaventurada esperanza” de aquellos a los que la misericordia divina congrega en la “Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, […] que baja del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo” (Ap 21, 2).
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
San Agustín, de sermone Domini, 1, 19-23
38-39. La justicia de los fariseos, que consiste en no traspasar los límites de la venganza, es una justicia inferior. Es principio de la paz, pero la paz perfecta quita toda venganza desde su principio. Así entre lo primero, que es un exceso de la ley (que consiste en devolver más mal que se ha recibido) y la perfección que el Señor manda a sus discípulos (que consiste en no devolver mal por mal), hay un término medio: devolver sólo el mal que se ha recibido, por lo cual se ha de pasar de la suma discordia a la suma concordia. El que causa primero el mal, éste es el que se separa principalmente de la justicia. El que no ofende a nadie al principio pero después de ofendido lesiona más, se separa algún tanto de la suma iniquidad. Y el que devuelve cuanto ha recibido ya concede algo. Es muy justo que el que ofendió primero sea más lesionado. Nuestro Señor Jesucristo que había venido a cumplir la ley, perfeccionó esta justicia empezada, no severa, sino misericordiosa. Nos enseñó que deben conocerse los dos grados que existen entre la justicia antigua y la nueva. Porque hay quien no devuelve tanto, sino menos, y de aquí procede el que no se recompense en manera alguna, lo cual parece poco al Señor, si no estás preparado para hacer aún más. Por lo que no dice, no devolver mal por mal, sino no resistir contra lo malo, para que de este modo, no sólo no devuelvas el mal que se te ha hecho, sino que además no te resistas a que se te cause otro mal. Esto es precisamente lo que se expone de una manera bien clara cuando se dice: «Pero si alguno te hiriere en la mejilla derecha, preséntale también la otra». Que esto pertenece a la verdadera misericordia, lo sienten especialmente aquellos que sirven a los que aman mucho, o a los niños, o a los frenéticos, que tanto padecen con frecuencia, y que, si el bien de los pacientes lo exige, se prestan aún a sufrir más. Enseña, pues, el Señor, como médico de las almas, el que sus discípulos procuren ante todo la salvación de aquéllos, para cuyo bien eran enviados, y que sufriesen con ánimo tranquilo todas sus debilidades. Toda iniquidad, pues, nace de la imbecilidad de alma, porque nada hay más inocente que una persona perfeccionada en la virtud.
Nuestro Señor estuvo preparado, no sólo a permitir que le hiriesen en la otra mejilla por la salvación de todos, sino a ser crucificado en todo su cuerpo. Puede preguntarse qué es lo que entiende por mejilla derecha. Siendo la cara aquello por lo cual somos conocidos, ser herido en la cara, según el Apóstol, equivale a ser despreciado y desdeñado. Pero como la cara no puede decirse que sea derecha ni izquierda, y como la nobleza puede ser una respecto a Dios y otra respecto al mundo, así se distinguen la mejilla derecha de la izquierda, a fin de que cualquier discípulo de Cristo que sea despreciado por ser cristiano, esté preparado a muchos más desprecios si es que tiene honores de este mundo. Todas las cosas en las que sufrimos alguna contrariedad, se dividen en dos clases. Una de ellas es lo que no puede restituirse, y otra lo que sí puede restituirse. En aquello que no puede restituirse está el consuelo de la venganza. Pero, ¿de qué aprovecha el que una vez herido, vuelvas tú a herir? ¿Acaso puede restituirse el daño que se recibe en el cuerpo? Pero el alma orgullosa desea tales reparos.
De aquí que el Señor enseña que mejor debe sufrirse la debilidad de otro, que calmar la propia con el castigo ajeno. Sin embargo, aquí no se prohíbe aquella conducta que puede aprovechar para corregir a otros. Con todo, ella pertenece a la caridad, y no impide aquel propósito en que cada uno está preparado para recibir muchas cosas de aquel a quien quiere corregir. Se requiere, sin embargo, que a aquel que castigue, se le haya concedido poder en el orden de las cosas, y que castigue sólo en aquella forma con que un padre castiga a un hijo pequeño, a quien no puede aborrecer. Algunos hombres santos han castigado algunas veces con la muerte ciertos pecados, con el objeto de que sirviese de escarmiento a los que viven y sirviese de castigo a aquellos a quienes imponían la pena de muerte. No para que la misma muerte les dañase, sino para que no creciese el pecado si vivían. De aquí es que Elías mató a muchos, de quien habiendo aprendido sus discípulos, el Señor reprendió en ellos, no el ejemplo del profeta sino la ignorancia en el modo de castigar, advirtiendo que ellos no deseaban el castigo por el deseo de corregir, sino por el odio. Pero después que les enseñó a amar al prójimo, infundiéndoles el Espíritu Santo, no faltaron tales venganzas. Con las palabras de San Pedro, Ananías y su mujer cayeron sin sentido (Hch 5), y San Pablo Apóstol entregó un hombre a Satanás para perdición de la carne (1Cor 5). Y por esto ciertos hombres, ignorando con qué fin lo hicieron, se levantan contra las venganzas corporales que se encuentran en el Antiguo Testamento.
Comprendan los cristianos que en esta clase de injurias que buscan repararse con el castigo, los cristianos observarán tal moderación que una vez recibida la injuria, no nazca el odio, y el alma esté preparada para sufrir mayores cosas. Ni desprecien la corrección, de la cual pueden servirse, o bien por medio del consejo, o por medio de la autoridad.
40. «… al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto.» Hay otro género de injurias, que en absoluto pueden restituirse, el cual tiene dos especies: una que pertenece al dinero y la otra a las obras. De la primera de estas dos especies, dice el Salvador: «Y aquél que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa». Luego, así como bajo la forma de una bofetada en la mejilla derecha, representa todas las injurias que no pueden repararse sin castigo, así bajo la del vestido, coloca las que pueden serlo sin castigo. Y todo esto también se entiende que está mandado con toda oportunidad, como preparación del alma y no como ostentación de la buena obra. Y lo que se dice del vestido debe hacerse respecto de las demás cosas, que al menos temporalmente llamamos nuestras. Si se nos dice esto respecto de las más necesarias, ¿cuánto más convendrá despreciar las cosas superfluas? Y esto es lo que el mismo Jesucristo significa cuando dice: «Y a aquel que quiera ponerte pleito»…
41. «… al que te obligue a andar una milla, vete con él dos.» La tercera clase de estas injurias, que pertenece a las obras, es un compuesto de las dos primeras, y es susceptible de reparación con venganza y sin venganza. Pues el que fuerza a un hombre y lo obliga a ayudarlo en lo malo contra la voluntad de aquél, puede expiar su maldad y abonar lo que se obró por él. En esta clase de injurias enseña el Señor al alma cristiana a que sea muy sufrida y preparada a padecer mucho más. Y por esto añade: «Y el que te precisare a ir cargado mil pasos, ve con él otros dos mil más». Y en esto nos indica que no debemos hacerlo tanto con los pies, cuanto estar preparados para hacerlo con el alma.
En este sentido debe entenderse lo que está escrito: «Ve con él otros dos mil pasos más», como queriendo nuestro Señor con ellos completar el número tres, con cuyo número se significa la perfección; para que siempre tenga presente, el que así obra, que cumple perfectamente lo justo. Por lo que explicó este precepto con tres ejemplos, y en este tercero, que es simple, añadió dos, para que se completase el tercero. O quiso expresar con eso que en sus preceptos se sube de lo tolerable a lo más difícil. Así es que primero manda presentar la otra mejilla, cuando fuese herida la derecha, a fin de que estés preparado a tolerar menos de lo que ya has sufrido. Después, al que quiere quitar la túnica, manda que se le entregue también la capa, o el vestido, según otra versión, lo cual parece ser lo mismo o no mucho más. En tercer lugar, dice que a los mil pasos deben añadirse otros dos mil, lo cual completa el doble. Pero como es poco no hacer daño a otro, si no se agrega algún beneficio, añade: «Da al que te pidiere».
Dice, pues: «Da a todo el que pida», pero no todas las cosas al que pida, indicando que debe darse lo que se pueda justa y buenamente. ¿Qué se diría si alguno pidiese dinero con el que se propusiera oprimir a un inocente? ¿Qué se diría si pidiese un estupro? Debe darse, pues, lo que no puede hacer daño ni a ti ni a otro. Cuando niegues lo que se te pide, debes indicar la razón para que se vaya satisfecho, y alguna vez, mejor es corregir que dar al que pide injustamente.
42. En cuanto a aquello que dice: «Y al que te quiera pedir prestado no vuelvas la espalda», debe referirse al alma; pues Dios ama al que da con gusto (2Cor 9,7). Así es que realmente el que da presta, aunque el que recibe no pueda pagar, porque Dios devuelve en mayor cantidad lo que han dado los caritativos. Si no se quiere considerar como prestamista sino aquel que recibe intereses, debe entenderse que Dios comprendió estas dos maneras de prestar: porque o damos, o prestamos al que nos lo ha de devolver, y en ambos casos debemos aplicarnos esta exhortación: «No le vuelvas la espalda»; esto es, no quites la voluntad por lo mismo, como si Dios no hubiese de pagar cuando el hombre no paga. Cuando hagas esto por obedecer a Dios, ten entendido que no lo haces infructuosamente.
43-44. Se comprende que había cierto grado de caridad en la justicia de los fariseos y la que pertenecía a la ley antigua, porque hay quienes aborrecen aun a aquellos que los aman. Sube, pues, un grado más aquel que ama al prójimo, aunque aborrezca a su enemigo. Para designar esto se añade: «Y aborrecerás a tu enemigo». Frase que no es un precepto, sino una condescendencia con la debilidad.
Aquí nace una cuestión, puesto que mientras que se nos exhorta por el precepto del Señor a rogar por los enemigos, otros textos de la Sagrada Escritura parece que lo contrarían, porque en los profetas se encuentran muchas imprecaciones respecto de los enemigos. Como aquel texto que dice: «Queden sus hijos huérfanos» (Sal 108,9). Pero debe tenerse en cuenta que los profetas suelen predecir las cosas futuras en forma de imprecación. Mas estas palabras de San Juan son todavía más expresivas (1Jn 1,5-16): «Hay un pecado que lleva a la muerte; a nadie digo que ore por él». Por lo anterior, demuestra claramente que hay algunos hermanos por quienes no se nos manda orar, diciendo: «Si alguno sabe que peca su hermano, etc.» Siendo así que el Señor nos manda rogar también por los que nos persiguen. Y esta cuestión no puede resolverse si no confesamos que hay algunos pecados en nuestros hermanos que son más graves que la persecución de los enemigos, pues San Esteban ruega por aquellos que lo apedrean, porque todavía no habían creído en Jesucristo (Hch 7). Y el Apóstol San Pablo no ruega por Alejandro, porque era hermano y había pecado por envidia combatiendo la fraternidad (2Tim 4,14). Sin embargo, debemos confesar que no orar por alguno, no es orar contra él. ¿Pero qué diremos de aquéllos, contra quienes sabemos que han orado los santos, no para su enmienda, porque esa oración la habían hecho ya antes, sino para su última condenación? No queremos hablar de la oración que hace el profeta contra el que ha de entregar a su maestro (porque aquella predicción de las cosas futuras no fue un deseo de condenación), sino de la oración que los santos mártires hacen en el Apocalipsis para pedir venganza de su sangre (Ap 6,10). Pues bien, esta oración no debe admirarnos, porque ¿quién osará afirmar que se dirigía contra los mismos perseguidores, y no contra el reino del pecado? Nadie. La venganza de los mártires es sincera y está llena de justicia y de misericordia, puesto que pedían que se destruyese el imperio del pecado, que en su reinado tantas cosas habían sufrido. Se destruye el imperio del pecado, parte con la enmienda de los hombres y parte con la condenación de los que perseveran en el pecado. ¿No te parece que San Pablo vengó en sí mismo a San Esteban, cuando dice: «Castigo a mi cuerpo y lo reduzco a la servidumbre»? (1Cor 9,27)
45. Según esta regla, debe entenderse lo que aquí se dice por las palabras de San Juan: «Les dio potestad para convertirse en hijos de Dios» (Jn 1,12): Uno sólo es hijo de Dios por naturaleza, pero nosotros nos hacemos hijos de Dios por el poder que hemos recibido, en cuanto cumplimos las cosas que El nos manda. Y además, no dice: «Haced estas cosas, porque sois hijos», sino: «Haced estas cosas, para que seáis hijos». Cuando nos llama para esto, nos da su propio ejemplo, diciéndonos: «El que hace salir su sol sobre los buenos y sobre los malos y llueve sobre los justos y sobre los injustos».
Por la palabra sol puede entenderse, no precisamente éste que vemos, sino aquel de quien se dice por Malaquías: «Para vosotros que teméis el nombre del Señor saldrá el sol de justicia» (Mal 4,2), y por lluvia el riego de la divina gracia, porque Jesucristo apareció para los buenos y para los malos, y a todos evangelizó.
También puede entenderse este sol visible y esta lluvia con la que nacen los frutos, porque los malvados se lamentan en el libro de la Sabiduría: «El sol no ha nacido para nosotros» (Sab 5,6), y de la lluvia espiritual se dice por Isaías: «Mandaré a mis nubes que no lluevan sobre la tierra» (Is 5,6). Pero ya se entienda lo uno, ya lo otro, es obra de la bondad de Dios que se nos manda imitar. No dice solamente: «Que hace salir el sol», sino que añade: «El suyo», esto es, el que El hizo, para enseñarnos a qué generosidad nos obliga su precepto, puesto que no hemos creado nuestros dones sino que los recibimos todos de su magnanimidad.
Pseudo-Crisóstomo, opus imperfectum in Matthaeum, hom. 12-13
38-42. La ley no podía subsistir sin este precepto, porque si, según el mandato de la ley, debemos volver a todos mal por mal, todos nos volveríamos malos ya que abundan los perseguidores. Si, según el precepto de Jesucristo, no ponemos oposición a lo malo, y si los malos no se calman, los buenos continuarán siendo buenos.
¿Acaso cuando tú te vengas de otro, evitas el que él te vuelva a herir? Antes por el contrario, le instigas para que te hiera, porque la ira no se reforma con la ira, sino que más bien se enciende.
Es indigno que un fiel comparezca en juicio ante un juez infiel. Y si el fiel es seglar, y aquel que debiera tenerte veneración por la dignidad de la fe, te juzga por la necesidad de la causa, perderás la dignidad de cristiano por las cosas del mundo. Además, todo juicio irrita el corazón y subleva las pasiones. Y si te ves atacado con fraude y dinero, e imitas ese ejemplo, te apartas de tu primer consejo.
Las riquezas no son nuestras sino de Dios. Dios quiso que nosotros fuésemos los dispensadores de sus riquezas, no los dueños.
Luego Jesucristo nos manda dar prestado, pero no con usura porque el que da así, no da sino que roba, desata un vínculo y liga con muchos, no da por la justicia de Dios sino por propia ganancia. El dinero que se obtiene por medio de la usura es parecido a la mordedura de un áspid. Así como el veneno del áspid corrompe todos los miembros de una manera oculta, así la usura convierte todos los bienes en deudas.
43. Como aquello que se ha dicho: «No desearás», no se ha dicho respecto a la carne, sino al alma. Así en este lugar la carne no puede amar a su enemigo pero el alma sí puede amarle, porque el amor o el odio carnal se encuentra en los sentidos y los del alma en el entendimiento. Cuando, pues, somos dañados por alguno, y aun cuando sentimos odio, sin embargo, no queremos ponerlo en ejecución. Conozcamos que nuestra carne aborrece al enemigo, pero que nuestra alma lo quiere.
45. Con toda intención dijo: «No sobre los justos, sino sobre los justos y los injustos», porque Dios concede todos sus dones, no por los hombres, sino por los santos. Así como cuando reprende, lo hace por los pecadores; pero en los beneficios no separa a los pecadores de los justos, para que no desesperen. Ni tampoco distingue a los justos de los pecadores en los males, para que no se gloríen, especialmente cuando los bienes no aprovechan a los malos, quienes, viviendo mal, los reciben para perjuicio suyo. Y los males tampoco perjudican a los buenos, sino que más bien les aprovechan para adquirir mayor mérito.
Así como los hijos carnales se parecen a sus padres en algún signo del cuerpo, así los hijos espirituales se parecen a Dios en la santidad.
San Agustín contra Faustum, 19, 24-25
38-39. Esto se ha mandado, en verdad, para refrenar las furias de los odios que suelen nacer mutuamente y para moderar los ánimos alterados. ¿Quién se contenta fácilmente con una reparación equivalente a la injuria? ¿No vemos muchas veces que los hombres, ofendidos levemente, intentan matar, tienen sed de sangre y no se sacian de hacer daño a sus enemigos? A este hombre, deseoso de venganza inmoderada e injusta, la ley, estableciendo un modo justo de obrar, le impone la pena del Talión. Esto es, que reciba el mismo castigo que pueda equivaler a la injusticia que cometió. Lo cual no fomenta el furor, sino que le establece sus límites. No para que se vuelva a emprender lo que ya estaba olvidado, sino para que no se extienda más aquello que empezó a arder. Se impuso este resarcimiento justo a aquel que sufrió la injuria. Lo que se debe, aunque es generoso perdonarlo, se puede reclamar con justicia. Y así, cuando falte aquél que inmoderadamente quiere ser vengado, no faltará el que justamente apetece la vindicación. Está más exento de pecado aquel que no proyecta vengarse bajo ningún concepto, y por eso añade: «Mas yo os digo que no resistáis al mal». Podía yo también decir así: se dijo a los antiguos: «No te vengarás injustamente», pero yo os digo: «No os venguéis», lo cual es el cumplimiento de la ley. Por esas palabras se puede entender una adición a la ley hecha por Jesucristo. Es más natural pensar que afiance la ley, esto es, que prohiba en absoluto la venganza para de ese modo estar más ciertos de no pasar de los límites de la venganza, no vengándonos.
43-44. Yo pregunto ahora a los maniqueos el por qué debe considerarse como propio de la ley de Moisés lo que solamente fue dicho para los antiguos: «Aborrecerás a tu enemigo». ¿Acaso San Pablo no dijo que algunos hombres eran aborrecibles para Dios? Debe también preguntarse cómo se entiende que con el ejemplo de Dios (para quien dijo San Pablo que algunos hombres eran aborrecibles) deben odiarse los enemigos, y que además con el ejemplo de Dios, que hace salir su sol sobre los buenos y sobre los malos y que enseña a amar a los enemigos. Esta regla debe entenderse en este sentido: que aborrezcamos al enemigo por lo malo que en él pueda encontrarse (esto es, la iniquidad), y que amemos al amigo por lo que en él se encuentra de bueno (esto es, la racionalidad de una criatura racional). Oído, pero no comprendido, lo que se había dicho a los antiguos: «Aborrecerás a tu enemigo», eran conducidos los hombres al aborrecimiento del hombre, cuando no debieron aborrecer sino su vicio. A éstos, pues, corrige el Señor, cuando añade: «Yo os digo: Amad a vuestros enemigos». Como que ya había dicho (5,17): «No he venido a quebrantar la ley, sino a cumplirla». Mandando también que amemos a los enemigos nos obliga a comprender cómo podemos a un mismo hombre, ya aborrecerlo por la culpa, y ya amarlo por naturaleza.
San Jerónimo
38-42. Nuestro Señor, quitando la ocasión, evita las causas de los pecados. Con la ley se enmienda la culpa, pero aquí se evitan los pecados en sus principios.
Según algunos intérpretes místicos, una vez herida nuestra mejilla derecha, no se nos manda presentar la izquierda, sino la otra: esto es, la otra derecha, el justo no tiene mejilla izquierda. Si un hereje nos hiere en alguna disputa, y quisiere herir nuestra fe, que representa la derecha, ofrézcasele otro testimonio de las Sagradas Escrituras.
42. «A quien te pida, da…» Pero si interpretamos esto como refiriéndose a las limosnas, esto no puede decirse respecto de muchos pobres, porque aun los ricos, si dieren constantemente, no podrían dar siempre.
Puede entenderse esto también del dinero de la doctrina que nunca falta, sino que cuanto más se da, tanto más se duplica.
Muchos, midiendo los preceptos de Dios con su debilidad y no con la gracia o fuerza de los santos, dicen que son imposibles las cosas preceptuadas, y que basta para la virtud no aborrecer a los enemigos, porque, el amarlos, es más de lo que puede soportar la naturaleza humana. Pero debe tenerse en cuenta que Jesucristo no manda cosas imposibles, sino perfectas. Como lo que hizo David con Saúl y Absalón, también lo que hizo el mártir San Esteban, quien rogó por los que le apedrearon y (Hch 7) San Pablo, que quiso ser anatematizado en lugar de sus perseguidores (Rom 9). Esto nos enseñó el Señor, y lo hizo también diciendo: «Padre, perdónalos» (Lev 23,24).
Si alguno, cumpliendo con los preceptos de Dios, se hace hijo de Dios, no podrá decirse que se hace hijo por naturaleza (éste de quien se habla), sino por su voluntad.
San Gregorio Magno, Moralia
40. Sin embargo, mientras en algunos casos debemos tolerar que nos roben las cosas temporales, en otros, guardando la caridad, debemos impedirlo, no sólo por nuestro interés, sino también para evitar que los ladrones se pierdan. Más debemos temer por los ladrones, que sentir la pérdida de las cosas terrenas. Cuando se pierde la paz del corazón respecto del prójimo por una cosa terrena, se evidencia que amamos al prójimo menos que a las cosas (31, 13).
43-46. Guardamos verdaderamente el amor al enemigo, cuando ni su felicidad nos abate ni su ruina nos alegra. No se ama a aquel a quien no se quiere ver mejor, y el que se alegra de la ruina de otro, lo persigue en la fortuna con sus malos deseos. Suele muchas veces suceder, que, aun cuando no se pierda la caridad, la ruina del enemigo nos alegre y su exaltación nos entristezca, aun cuando no estemos manchados con la culpa de la envidia. Como sucede cuando, cayendo él, creemos que algunos podrán levantarse perfectamente, y que, progresando puede oprimir a muchos injustamente. Pero respecto a esto debe procederse con mucha discreción para no dejarnos llevar de nuestros propios resentimientos, bajo el pretexto falaz de la utilidad ajena. Conviene pensar también, qué es lo que debemos a la ruina del pecador y a la justicia del que castiga, pues cuando el Todopoderoso castiga a un perverso, debemos alegrarnos de la justicia del juez y compadecernos de la miseria del que perece (22, 11).
San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom.18,3-4
Angariar, pues, significa traer injustamente hacia sí y maltratar sin razón.
38-48. Considera cuántos grados sube, y en qué estado de virtud nos coloca. El primer grado consiste en no empezar injuriando; el segundo, no vengarse en una cosa igual; el tercero, no hacer al que ultraja daño alguno; el cuarto, exponerse asimismo a tolerar las malas acciones; el quinto, conceder más (o al menos prestarse a cosas peores) lo que apetece a aquel que hizo el mal; el sexto, no tener odio a aquel que no obra bien; el séptimo, amarlo; el octavo, hacerle bien; y el noveno, orar por él. Y como este precepto es grande, añade un gran premio, esto es, ser semejantes al mismo Dios. Y por ello dice: «Para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos».
San Agustín, varios escritos
38-39. Todas las cosas verificadas por los santos en el Nuevo Testamento sirven para ejemplificar los preceptos que se dan en las Sagradas Escrituras, como cuando leemos en el Evangelio de San Lucas (Lc 6,29): «Has recibido una bofetada, prepara la otra mejilla». Ningún otro ejemplo más excelente de paciencia encontramos que el de nuestro Señor. Cuando El recibió la bofetada, si bien no dijo aquí tienes la otra, sino que dijo, según San Juan (Jn 18,23): «Si he hablado mal, da testimonio de lo malo; pero si he hablado bien, ¿por qué me hieres?», manifiesta que debe ofrecerse aquella disposición en el corazón (de mendacio, 15).
43-48. Objetan algunos que esta doctrina de Cristo es contraria a las costumbres de los pueblos. Ellos dicen, ¿quién permitirá que algo le sea quitado por un enemigo? ¿O no se rebelará contra los saqueos a que el derecho de la guerra ha sometido las provincias romanas? A lo cual se responde: estos preceptos de paciencia deben retenerse siempre en el fondo del corazón como preparación del alma, y la benevolencia, que nos inclina a no dar mal por mal, debe tener un asiento permanente en la voluntad. Deben hacerse muchos beneficios, aun a aquellos que no los quieran recibir, con una energía llena de dulzura, que los someta; y por esto, cuando los gobiernos de la tierra cumplen con los preceptos divinos, las mismas guerras tienen su bondad, y su objeto no es otro que favorecer a los vencidos con el pacto social de la piedad y de la justicia. Ultimamente se vence a quien le asista la licencia del mal, porque no hay nada más infeliz que la felicidad de los que pecan, con la cual se alimenta la impunidad penal y la mala voluntad se robustece como enemigo interior (ad Marcellinum, epístola 138,2).
El Señor no exceptuó hombre alguno para amar al prójimo, demostrándolo en la parábola del que se encontró medio muerto, llamando prójimo al que fue misericordioso para con él, para que comprendiésemos que prójimo es todo aquel a quien se debe prestar socorro si lo necesita. Y que a ninguno debe negarse este auxilio, ¿quién lo duda, diciendo el Señor: «Haced bien a los que os aborrecen»? (de doctrina christiana, 1, 30)
Por ello el Señor prohíbe que sus fieles tomen parte en juicio alguno por cosas mundanas. Sin embargo, como el Apóstol permite que tales juicios se terminen en la Iglesia entre hermanos (siendo también los jueces hermanos) y lo prohíbe terminantemente fuera de la Iglesia (1Cor 6), en ello se manifiesta que esto sólo se concede a los débiles, por condescendencia (Enchiridion, 78).
Pero estas cosas son propias únicamente de los hijos perfectos de Dios. Es a donde debe tender todo fiel y dirigir a este fin su alma, rogando a Dios y luchando consigo mismo. Sin embargo, este bien tan grande no pertenece a tantos como creemos oír cuando se dice en la oración: «Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6,12) (Enchiridion, 73).
También puede entenderse esto diciendo que las almas de los mártires, pidiendo ser vengados, obran como la sangre de Abel que clamaba desde la tierra, no por la voz sino por la razón (Gén 4). Así como se dice que una obra alaba al artífice que la ha hecho por lo mismo que agrada al que la ve. Por lo demás los santos no son tan impacientes que urjan se haga cuanto antes lo que habrá de acontecer en el tiempo prefijado (de quaestionibus novi et veteri testamentorum, g. 68).
Pero así como alabamos estos dones suyos, así también debemos pensar en las correcciones que impondrá a los que El ama. Porque no todo el que perdona es amigo; más vale amar con severidad, que engañar con dulzura (ad Vincentium, epístola 93,2).
El bueno no se enorgullece con los bienes temporales ni se aflige por los males, pero el malo es castigado por las desgracias de este mundo, porque se corrompe con la felicidad temporal. Por esta razón Jesucristo quiso que estos bienes o males temporales fuesen comunes a unos y a otros, para que ni apetecieren con avidez los bienes que deben considerarse como males, ni se eviten torpemente los males con que hasta los buenos son afligidos (de civitate Dei, 1, 8).
Rábano
46. Si los pecadores quieren amar a los que los aman por naturaleza, con mayor razón, debéis recibir en el seno del más grande amor, aun a aquellos que no os aman, y de aquí sigue: «¿No hacen esto también los publicanos?» esto es, los que cobran impuestos o los que se dedican a los negocios públicos en el mundo o a las ganancias.
47. Esto es, los gentiles, (porque ethnicos en griego quiere decir gente en latín), quienes son tales cuales fueron engendrados, a saber, bajo el pecado.
Remigio
48. Como la perfección del amor no puede ir más allá del amor de los enemigos, por ello, después que nuestro Señor mandó amar a nuestros enemigos, añadió: «Sed perfectos vosotros como es perfecto vuestro Padre celestial». El es perfecto porque es omnipotente y el hombre lo será ayudado por el mismo Omnipotente. La palabra como expresa alguna vez en las Sagradas Escrituras la igualdad y la verdad, como en este pasaje (Jn 1,17): «Estaré contigo como he estado con Moisés». Otras veces significa una semejanza, como aquí.
Glosa
38. Como antes había enseñado el Señor que no debe hacerse injuria al prójimo ni irreverencia a Dios, ahora, como consecuencia, enseña cómo debe portarse el cristiano con los que le hacen alguna injuria. Por ello dice: «Habéis oído que fue dicho: ojo por ojo y diente por diente».
También puede decirse que nuestro Señor dijo esto, añadiendo algo a la justicia de la ley antigua.
43. Había enseñado el Señor antes, que no debemos ofrecer resistencia al que nos hace alguna injuria, sino que debemos estar preparados para dispensarle muchos beneficios; pero ahora enseña que deben dispensarse afectos de caridad y obras de benevolencia a los que nos ofenden con cualquier injuria. Y así como lo primero es el complemento de la ley de justicia, así esto último es el complemento de la ley de la caridad, que, según el Apóstol, es la plenitud de la ley. Por eso dice el Señor: «Oísteis que se ha dicho: «Amarás a tu prójimo».
Pero debe tenerse en cuenta que en todo el discurso de la ley no estaba escrito: «Tendrás odio a tu enemigo», sino que esto se dice en cuanto a una tradición de los escribas, a quienes les pareció que esto debía añadirse porque el Señor mandó a los hijos de Israel que persiguiesen a sus enemigos, (Lev 26) y borrasen a Amalec de la faz de la tierra (Ex 17).
44. Los enemigos de la Iglesia, la combaten de tres modos: con el odio, las palabras y la mortificación de su cuerpo. La Iglesia, por el contrario los ama, y por eso sigue: «Amad a vuestros enemigos». Hace bien, y por lo tanto añade: «Haced bien a los que os aborrecen». Ora, por lo cual prosigue: «Y rogad por los que os persiguen y os calumnian».
46. Amar al que nos ama es propio de la naturaleza humana, pero amar al enemigo es propio de la caridad. Por ello sigue: «Si amáis a aquellos que os aman, ¿qué premio recibiréis?» (esto es en el cielo), como si dijese: «Ningún premio» (Mt 6,12): de esto, pues, se dice: «Ya habéis recibido vuestro premio». Sin embargo, conviene hacer estas cosas y no omitir aquéllas.
47. Pero si solamente rogáis por aquellos que están unidos con vosotros por alguna afinidad, ¿qué tiene de particular el bien que vosotros dispensáis respecto del de los infieles? De donde sigue: «Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué cosa de particular hacéis?» El saludo es cierta especie de oración. ¿No hacen esto también los gentiles?