Mt 2, 13-18: Huida a Egipto y matanza de los inocentes
/ 29 diciembre, 2015 / San MateoTexto Bíblico
13 Cuando ellos se retiraron, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo». 14 José se levantó, tomó al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto 15 y se quedó hasta la muerte de Herodes para que se cumpliese lo que dijo el Señor por medio del profeta: «De Egipto llamé a mi hijo». 16 Al verse burlado por los magos, Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores, calculando el tiempo por lo que había averiguado de los magos. 17 Entonces se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías: 18 «Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que llora por sus hijos y rehúsa el consuelo, porque ya no viven».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (25-02-2000):
SANTA MISA CELEBRADA EN EL PALACIO DE DEPORTES DE EL CAIRO
Viernes 25 de febrero de 2000.
«» (Mt ,).
1. «De Egipto llamé a mi hijo» (Mt 2, 15).
El evangelio de hoy nos recuerda la huida de la Sagrada Familia a Egipto, a donde vino a buscar refugio. «El ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y quédate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarlo»» (Mt 2, 13). De este modo, Cristo, «que se hizo hombre para que el hombre fuera capaz de recibir la divinidad» (san Atanasio de Alejandría, Contra los arrianos, 2, 59), quiso recorrer nuevamente el camino de la llamada divina, el itinerario que había seguido su pueblo, para que todos sus miembros llegaran a ser hijos en el Hijo. José «se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: de Egipto llamé a mi hijo» (Mt 2, 14-15).
La Providencia guió a Jesús por los caminos que en otros tiempos habían recorrido los israelitas para ir a la tierra prometida, bajo el signo del cordero pascual, celebrando la Pascua. También Jesús, el Cordero de Dios, fue llamado de Egipto por el Padre, para realizar en Jerusalén la Pascua de la alianza nueva e irrevocable, la Pascua definitiva, la Pascua que da al mundo la salvación.
2. «De Egipto llamé a mi hijo». Así habla el Señor, que hizo salir a su pueblo de la condición de esclavitud (cf. Ex 20, 2) para sellar con él, en el monte Sinaí, una alianza. La fiesta de la Pascua seguirá siendo siempre el recuerdo de esa liberación. Conmemora ese acontecimiento, que está presente en la memoria del pueblo de Dios. Cuando los israelitas partieron para su largo viaje, bajo la guía de Moisés, no pensaban que su peregrinación a través del desierto hasta la tierra prometida duraría cuarenta años. Moisés mismo, que había sacado a su pueblo de Egipto y lo había guiado durante todo ese tiempo, no entró en la tierra prometida. Antes de morir, sólo pudo contemplarla desde la cima del monte Nebo; luego confió la guía del pueblo a su sucesor Josué.
3. Mientras los cristianos celebran el bimilenario del nacimiento de Jesús, debemos hacer esta peregrinación a los lugares donde comenzó y se desarrolló la historia de la salvación, una historia de amor irrevocable entre Dios y los hombres, presencia del Señor de la historia en el tiempo y en la vida de los hombres. Hemos venido a Egipto siguiendo el itinerario por el que Dios guió a su pueblo, con Moisés a la cabeza, para conducirlo a la tierra prometida. Nos ponemos en camino, iluminados por las palabras de libro del Éxodo: dejando nuestra condición de esclavitud, vamos al monte Sinaí, donde Dios selló su alianza con la casa de Jacob, por medio de Moisés, en cuyas manos depositó las tablas del Decálogo. ¡Qué hermosa es esta alianza! Nos muestra que Dios no deja de dirigirse al hombre para comunicarle la vida en abundancia. Nos pone en presencia de Dios y es expresión de su profundo amor a su pueblo. Invita al hombre a dirigirse a Dios, a dejarse envolver por su amor y a realizar las aspiraciones a la felicidad que lleva en sí. Si acogemos en espíritu las tablas de los diez mandamientos, viviremos plenamente de la ley que Dios ha puesto en nuestro corazón y participaremos en la salvación que reveló la Alianza sellada en el monte Sinaí entre Dios y su pueblo, y que el Hijo de Dios nos ofrece mediante la redención.
[…]
8. Al unirnos al camino de fe de Moisés, durante la peregrinación jubilar que realizamos en estos días, estamos invitados a avanzar hacia el monte del Señor y a despojarnos de nuestras esclavitudes, para recorrer el camino de Dios. «Y Dios, viendo así nuestras decisiones buenas y constatando que le atribuimos lo que realizamos, (…) nos recompensará con lo que le es propio, los dones espirituales, divinos y celestiales» (san Macario, Homilías espirituales, 26, 20). Para cada uno de nosotros el Horeb, el «monte de la fe», está llamado a convertirse en «el lugar del encuentro y del pacto recíproco, en cierto sentido, el monte del amor» (Carta sobre la peregrinación a los lugares vinculados a la historia de la salvación, n. 6: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de julio de 1999, p. 22). Precisamente allí el pueblo se comprometió a vivir adhiriéndose totalmente a la voluntad divina, y Dios le aseguró su benevolencia eterna. Este misterio de amor se realiza plenamente en la Pascua de la nueva Alianza, en el don que el Padre hace de su Hijo para la salvación de toda la humanidad.
Recibamos hoy, de manera renovada, la ley divina como un tesoro precioso. Convirtámonos, como Moisés, en hombres y mujeres que intercedan ante el Señor y, a la vez, transmitan a los hombres la ley, que es una llamada a la vida verdadera, que libera de los ídolos y hace que toda existencia sea infinitamente hermosa y valiosa. Por su parte, los jóvenes esperan con impaciencia que les ayudemos a descubrir el rostro de Dios, que les mostremos el camino que deben seguir, la senda del encuentro personal con Dios y los actos humanos dignos de nuestra filiación divina; se trata de un camino ciertamente exigente, pero es la única senda de liberación que puede colmar su deseo de felicidad. Cuando estemos con Dios en el monte de la oración, dejémonos inundar por su luz, para que en nuestro rostro resplandezca la gloria de Dios, invitando a los hombres a vivir de esta felicidad divina, que es la vida en plenitud.
«De Egipto llamé a mi hijo». ¡Ojalá que todos los hombres escuchen la llamada del Dios de la Alianza y descubran la alegría de ser hijos!
Redemptoris Custos: La huida a Egipto.
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«De Egipto llamé a mi Hijo» (Mt ,).
14. Después de la presentación en el templo el evangelista Lucas hace notar: «Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él» (Lc 2, 39-40).
Pero, según el texto de Mateo, antes de este regreso a Galilea, hay que situar un acontecimiento muy importante, para el que la Providencia divina recurre nuevamente a José. Leemos: «Después que ellos (los Magos) se retiraron, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar el niño para matarle»» (Mt 2, 13). Con ocasión de la venida de los Magos de Oriente, Herodes supo del nacimiento del «rey de los judíos» (Mt 2, 2). Y cuando partieron los Magos él «envió a matar a todos los niños de Belén y de toda la comarca, de dos años para abajo» (Mt 2, 16). De este modo, matando a todos, quería matar a aquel recién nacido «rey de los judíos», de quien había tenido conocimiento durante la visita de los magos a su corte. Entonces José, habiendo sido advertido en sueños, «tomó al niño y a su madre y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: «De Egipto llamé a mi hijo»» (Mt 2, 14-15; cf. Os 11, 1).
De este modo, el camino de regreso de Jesús desde Belén a Nazaret pasó a través de Egipto. Así como Israel había tomado la vía del éxodo «en condición de esclavitud» para iniciar la Antigua Alianza, José, depositario y cooperador del misterio providencial de Dios, custodia también en el exilio a aquel que realiza la Nueva Alianza.
Homilía (09-04-1987):
VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA
CELEBRACIÓN DE LA PALABRA SOBRE EL TEMA DE LA INMIGRACIÓN
Aeropuerto de Paraná (Argentina). Jueves 9 de abril de 1987.
«» (Mt ,).
2. Se ha proclamado hoy el Evangelio de la huida de la Sagrada Familia a Egipto y de su posterior retorno a Israel. «Un Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al Niño y a su Madre, huye a Egipto y permanece allí hasta que yo te avise”… cuando murió Herodes, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José, que estaba en Egipto y le dijo: “Levántate, toma al Niño y a su Madre, y regresa a la tierra de Israel”» (Mt 2, 13. 19.20).
El Señor, que por su gran misericordia se hizo semejante en todo a sus hermanos los hombres, menos en el pecado (cf. Hb 2, 17), quiso también asumir, con su Madre Santísima y San José, esa condición de emigrante, ya al principio de su camino en este mundo. Poco después de su nacimiento en Belén, la Sagrada Familia se vio obligada a emprender la vía del exilio. Quizá nos parece que la distancia a Egipto no es demasiado considerable; sin embargo, lo improvisado de la huida, la travesía del desierto con los precarios medios disponibles, y el encuentro con una cultura distinta, ponen de relieve suficientemente hasta qué punto Jesús ha querido compartir esta realidad, que no pocas veces acompaña la vida del hombre.
¡Cuántos emigrantes de hoy y de siempre, pueden ver reflejada su situación en la de Jesús, que debe alejarse de su país para poder sobrevivir! De todos modos, lo que debemos considerar en esta etapa de la vida de Cristo es, sobre todo, el significado que tuvo en el designio salvífico del Padre. Esa huida y permanencia en Egipto durante algún tiempo, contribuyeron a que el Sacrificio de Cristo tuviera lugar a su hora (cf. Jn 13, 1), y en Jerusalén (cf. Mt 20, 17-19). De modo análogo, toda situación de emigración se halla íntimamente vinculada a los planes de Dios. He ahí, pues, la perspectiva más profunda en que ha de considerarse el fenómeno de la emigración.
6. El fenómeno de la migración es tan antiguo como el hombre; quizá deba verse en él un signo donde se vislumbra que nuestra vida en este mundo es un camino hacia la morada eterna. Nuestros padres en la fe reconocieron “que eran extranjeros y peregrinos en la tierra” (Hb 11, 3). Los cuarenta años de marcha por el desierto del pueblo elegido, debe considerarse como don de Dios y parte de su pedagogía, para que quedara por siempre grabado en sus vidas “que no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la venidera” (Ibíd., 13, 14). Y San Pedro nos recuerda que somos “forasteros y peregrinos” (1P 2, 11) dondequiera que nos hallemos, para así poner la esperanza en Dios y no en las cosas de esta tierra, para que nuestro deseo esté siempre pendiente de los deseos del Señor.
Esto no significa que debáis despreciar el mundo, o desentenderos de las actividades terrenas, o que no debáis amar la patria donde vuestros padres o vosotros habéis encontrado arraigo. Sino que el Señor os llama insistentemente a mirar más allá, hacia el destino definitivo de vuestras vidas, y de la vida de la Iglesia: “la casa del Padre” (Jn 14, 2). Debemos permanecer en constante vigilancia, puesto que “no tenemos aquí ciudad permanente” y no sabemos el día ni la hora (cf Mt 25, 13) en que seremos llamados a la “ciudad venidera ”.
La Iglesia de Cristo en este mundo es una Iglesia peregrina, una Iglesia en camino hacia la eternidad. Si vivimos, arraigados en el país donde nos encontramos y preocupados por su bien, y a la vez, siempre conscientes de nuestro destino eterno, realizaremos nuestro peregrinar desde esta patria hasta la tierra prometida, y se cumplirán las palabras del salmo:
El Señor “convirtió el desierto en un lago, / y la tierra reseca en un oasis: / allí puso a los hambrientos, / y ellos fundaron una ciudad habitable” (Sal 107 [106], 25-36.
Homilía (04-06-1997):
VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA. MISA EN EL SANTUARIO DE SAN JOSÉ
Kalisz, miércoles 4 de junio de 1997.
«» (Mt ,).
2. «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto»(Mt2,13).
José oyó estas palabras en sueños. El ángel le había dicho que huyera con el Niño, porque se cernía sobre él un peligro mortal. El pasaje evangélico que acabamos de leer nos informa de que atentaban contra la vida del Niño. En primer lugar, Herodes, pero también todos sus seguidores. De este modo, la liturgia de la palabra guía nuestro pensamiento hacia el problema de la vida y de su defensa. José de Nazaret, que salvó a Jesús de la crueldad de Herodes, se nos presenta en este momento como un gran promotor de la causa de la defensa de la vida humana, desde el primer instante de la concepción hasta su muerte natural. Por eso, queremos, en este lugar, encomendar a la divina Providencia y a san José la vida humana, especialmente la de los niños por nacer, en nuestra patria y en el mundo entero. La vida tiene un valor inviolable y una dignidad irrepetible, especialmente porque, como leemos en la liturgia de hoy, todo hombre está llamado a participar en la vida de Dios. San Juan escribe: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3, 1).
Con los ojos de la fe podemos descubrir con especial claridad el valor infinito de todo ser humano. El Evangelio, al anunciar la buena nueva de Jesús, trae también la buena nueva del hombre, de su gran dignidad; enseña la sensibilidad con respecto al hombre, a todo hombre, que, por estar dotado de un alma espiritual, es «capaz de Dios». La Iglesia, cuando defiende el derecho a la vida, apela a un nivel más amplio, a un nivel universal que obliga a todos los hombres. El derecho a la vida no es una cuestión de ideología; no es sólo un derecho religioso; se trata de un derecho del hombre. ¡El derecho más fundamental del hombre! Dios dice: «¡No matarás! » (Ex 20, 13). Este mandamiento es, a la vez, un principio fundamental y una norma del código moral, inscrito en la conciencia de todo hombre.
La medida de la civilización, una medida universal, perenne, que abarca todas las culturas, es su relación con la vida. Una civilización que rechace a los indefensos merecería el nombre de civilización bárbara, aunque lograra grandes éxitos en los campos de la economía, la técnica, el arte y la ciencia. La Iglesia, fiel a la misión que recibió de Cristo, a pesar de las debilidades y las infidelidades de muchos de sus hijos e hijas, ha anunciado con coherencia en la historia de la humanidad la gran verdad sobre el amor al prójimo, ha aliviado las divisiones sociales, ha superado las diferencias étnicas y raciales, se ha inclinado sobre los enfermos y los huérfanos, sobre los ancianos, sobre los minusválidos y sobre los que carecen de hogar. Ha enseñado con palabras y obras que nadie puede ser excluido de la gran familia humana, que nadie puede ser abandonado al margen de la sociedad. Si la Iglesia defiende la vida por nacer, es porque contempla también con amor y solicitud a toda mujer que debe dar a luz.
Aquí en Kalisz, donde san José, gran defensor y solícito protector de la vida de Jesús, es venerado de modo particular, quiero recordaros las palabras que la madre Teresa de Calcuta dirigió a los participantes en la Conferencia internacional sobre «Población y desarrollo », convocada por la Organización de las Naciones Unidas en el Cairo, en 1994: «Os hablo desde lo más íntimo de mi corazón; hablo a cada hombre en todos los países del mundo: a las madres, a los padres y a los hijos en las ciudades, en los pueblos y en las aldeas. Cada uno de nosotros hoy se encuentra aquí gracias al amor de Dios que nos ha creado, y gracias a nuestros padres, que nos acogieron y quisieron darnos la vida. La vida es el mayor don de Dios. Por esto es triste ver lo que acontece hoy en tantas partes del mundo: la vida es deliberadamente destruida por la guerra, por la violencia, por el aborto. Y nosotros hemos sido creados por Dios para cosas más grandes: amar y ser amados. A menudo he afirmado, y estoy segura de ello, que el mayor destructor de la paz en el mundo de hoy es el aborto. Si una madre puede matar a su propio hijo, ¿qué podrá impedirnos a ti y a mí matarnos recíprocamente? El único que tiene derecho a quitar la vida es Aquel que la creó. Nadie más tiene ese derecho; ni la madre, ni el padre, ni el doctor, ni una agencia, ni una conferencia, ni un gobierno. (…) Me aterra el pensamiento de todos los que matan su propia conciencia, para poder cometer el aborto. Después de la muerte nos encontraremos cara a cara con Dios, Dador de la vida. ¿Quién asumirá la responsabilidad ante Dios por los millones y millones de niños a los que no se les dio la posibilidad de vivir, de amar y de ser amados? (…) Un niño es el don más grande para la familia, y para la nación. No rechacemos jamás este don de Dios». Esta larga cita es de la madre Teresa de Calcuta. Me alegra que la madre Teresa haya podido hablar en Kalisz.
3. Queridos hermanos y hermanas, sed solidarios con la vida. Dirijo este llamamiento a todos mis compatriotas, independientemente de las convicciones religiosas de cada uno. Lo dirijo a todos los hombres, sin excluir a ninguno. Desde este lugar, repito una vez más lo que dije en octubre del año pasado: «Una nación que mata a sus propios hijos es una nación sin futuro». Creedme que no me ha resultado fácil decir estas cosas refiriéndome a mi nación, pero yo deseo para ella un futuro, un futuro maravilloso. Es necesaria, por consiguiente, una movilización general de las conciencias y un esfuerzo ético común, para hacer realidad la gran estrategia de la defensa de la vida.
Hoy el mundo se ha convertido en el campo de batalla del combate por la vida. Prosigue la lucha entre la civilización de la vida y la civilización de la muerte. Por eso, resulta tan importante la edificación de la cultura de la vida: la creación de obras y de modelos culturales, que subrayen la grandeza y la dignidad de la vida humana; la fundación de instituciones científicas y educativas que promuevan una visión correcta de la persona humana, de la vida conyugal y familiar; la creación de ambientes que encarnen en la práctica de la vida diaria el amor misericordioso que Dios dispensa a cada hombre, especialmente al que sufre, al débil y al pobre por nacer.
Sé que en Polonia ya se está haciendo mucho por la defensa de la vida. Doy las gracias a todos los que, de varias maneras, se prodigan en esta obra de edificación de la «cultura de la vida». De modo particular, expreso mi gratitud y mi aprecio a todos los que, en nuestra patria, con gran sentido de responsabilidad ante Dios, ante la propia conciencia y ante la nación, defienden la vida humana y sostienen la dignidad del matrimonio y de la familia. Doy las gracias de todo corazón a la Federación de los movimientos para la defensa de la vida, así como a las Asociaciones de familias católicas y a todas las demás organizaciones e instituciones, que han surgido en gran número en los últimos años en nuestro país. Doy las gracias a los médicos, a las enfermeras y a las personas que defienden la vida de los niños por nacer. Y pido a todos: ¡Velad por la vida! Seguid defendiendo la vida. Es la mayor contribución que podéis dar a la construcción de la civilización del amor. ¡Ojalá que el ejército de los defensores de la vida aumente progresivamente! No os desalentéis. Es una gran misión que os confía la Providencia. Que Dios, de quien procede toda vida, os bendiga…
4. El deber del servicio nos corresponde a todos y cada uno, pero es una responsabilidad que atañe de modo particular a la familia, que es una «comunidad de vida y amor» (Gaudium et spes, 48).
Hermanos y hermanas, no olvidéis, ni siquiera por un instante, el gran valor que significa en sí misma la familia. Gracias a la presencia sacramental de Cristo, gracias a la alianza libremente sellada, con la que los cónyuges se entregan recíprocamente, la familia es una comunidad sagrada. Es una comunión de personas unidas por el amor, del que san Pablo escribe: «Se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta, y no acaba nunca» (1 Co 13, 6-8).
Cada familia puede construir ese amor. Pero en el matrimonio sólo y exclusivamente se puede lograr si los cónyuges realizan una «entrega sincera de sí mismos» (Gaudium et spes, 24), de forma incondicional y para siempre, sin poner límite alguno. Este amor conyugal y familiar queda constantemente ennoblecido y perfeccionado por las preocupaciones y las alegrías comunes, por la mutua ayuda en los momentos difíciles. Cada uno se olvida de sí mismo por el bien de la persona amada. Un amor verdadero no se extingue nunca. Se convierte en fuente de fuerza y fidelidad conyugal. La familia cristiana, fiel a su alianza sacramental, se transforma en auténtico signo del amor gratuito y universal de Dios a los hombres. Este amor de Dios constituye el centro espiritual de la familia y su fundamento. A través de este amor, la familia nace, se desarrolla, madura y es fuente de paz y felicidad para los padres y los hijos. Es un verdadero nido de vida y unidad.
Queridos hermanos y hermanas, esposos y padres, el sacramento que os une, os une en Cristo. Os une con Cristo. «¡Gran misterio es éste!» (Ef 5, 32). Dios «os dio su amor». Viene a vosotros, está presente en medio de vosotros y habita en vuestras almas, en vuestras familias, en vuestras casas. Lo sabía muy bien san José. Por eso, no dudó en encomendarse a Dios él mismo y a su familia. En virtud de ese abandono, cumplió a fondo su misión, que Dios le confió con respecto a María y a su Hijo. Sostenidos por el ejemplo y la protección de san José, dad un testimonio constante de entrega y generosidad. Proteged y rodead de cariño la vida de cada uno de vuestros hijos, de toda persona, especialmente de los enfermos, de los débiles y de los minusválidos. Dad testimonio de amor a la vida y compartidla con generosidad.
San Juan escribe: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3, 1). El hombre adoptado en Cristo como hijo de Dios es realmente partícipe de la filiación del Hijo de Dios. Por eso, san Juan, desarrollando su pensamiento, prosigue así: «Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2). Eso es el hombre. Esa es su plena e inefable dignidad. El hombre está llamado a ser partícipe de la vida de Dios; a conocer, iluminado por la fe, y a amar a su Creador y Padre, primero mediante todas sus criaturas aquí en la tierra y, después, en la visión beatífica de su divinidad por los siglos.
Eso es el hombre. … El hombre se revela a cada paso: el hombre en la comunidad de la familia y de la nación; el hombre, partícipe de la vida de Dios.
Homilía (22-01-1998):
Santa Clara, Cuba. 22 de enero de 1998.
«» (Mt ,).
5. «El ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo: Levántate y toma al niño y a su madre» (Mt 2, 13). La Palabra revelada nos muestra cómo Dios quiere proteger a la familia y preservarla de todo peligro. Por eso la Iglesia, animada e iluminada por el Espíritu Santo, trata de defender y proponer a sus hijos y a todos los hombres de buena voluntad la verdad sobre los valores fundamentales del matrimonio cristiano y de la familia. Asimismo, proclama, como deber ineludible, la santidad de este sacramento y sus exigencias morales, para salvaguardar la dignidad de toda persona humana.
El matrimonio, con su carácter de unión exclusiva y permanente, es sagrado porque tiene su origen en Dios. Los cristianos, al recibir el sacramento del matrimonio, participan en el plan creador de Dios y reciben las gracias que necesitan para cumplir su misión, para educar y formar a los hijos y responder al llamado a la santidad. Es una unión distinta de cualquier otra unión humana, pues se funda en la entrega y aceptación mutua de los esposos con la finalidad de llegar a ser «una sola carne» (Gn 2, 24), viviendo en una comunidad de vida y amor, cuya vocación es ser «santuario de la vida» (cf. Evangelium vitae, 59). Con su unión fiel y perseverante, los esposos contribuyen al bien de la institución familiar y manifiestan que el hombre y la mujer tienen la capacidad de darse para siempre el uno al otro, sin que la donación voluntaria y perenne anule la libertad, porque en el matrimonio cada personalidad debe permanecer inalterada y desarrollar la gran ley del amor: darse el uno al otro para entregarse juntos a la tarea que Dios les encomienda. Si la persona humana es el centro de toda institución social, entonces la familia, primer ámbito de socialización, debe ser una comunidad de personas libres y responsables que lleven adelante el matrimonio como un proyecto de amor, siempre perfeccionable, que aporta vitalidad y dinamismo a la sociedad civil.
6. En la vida matrimonial el servicio a la vida no se agota en la concepción, sino que se prolonga en la educación de las nuevas generaciones. Los padres, al haber dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole y, por consiguiente, deben ser reconocidos como los primeros y principales educadores de sus hijos. Esta tarea de la educación es tan importante que, cuando falta, difícilmente puede suplirse (cf. Decl. Gravissimum educationis, 3). Se trata de un deber y de un derecho insustituible e inalienable. Es verdad que, en el ámbito de la educación, a la autoridad pública le competen derechos y deberes, ya que tiene que servir al bien común; sin embargo, esto no le da derecho a sustituir a los padres. Por tanto, los padres, sin esperar que otros les reemplacen en lo que es su responsabilidad, deben poder escoger para sus hijos el estilo pedagógico, los contenidos éticos y cívicos y la inspiración religiosa en los que desean formarlos integralmente. No esperen que todo les venga dado. Asuman su misión educativa, buscando y creando los espacios y medios adecuados en la sociedad civil.
Se ha de procurar, además, a las familias una casa digna y un hogar unido, de modo que puedan gozar y transmitir una educación ética y un ambiente propicio para el cultivo de los altos ideales y la vivencia de la fe.
7. Queridos hermanos y hermanas, queridos esposos y padres, queridos hijos: He deseado recordar algunos aspectos esenciales del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia para ayudarlos a vivir con generosidad y entrega ese camino de santidad al que muchos están llamados. Acojan con amor la Palabra del Señor proclamada en esta Eucaristía…
Muy grande es la vocación a la vida matrimonial y familiar, inspirada en la Palabra de Dios y según el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret. Amados cubanos: ¡Sean fieles a la palabra divina y a este modelo! Queridos maridos y mujeres, padres y madres, familias…: ¡Conserven en su vida ese modelo sublime, ayudados por la gracia que se les ha dado en el sacramento del matrimonio! Que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, habite en sus hogares. Así, las familias católicas de Cuba contribuirán decisivamente a la gran causa divina de la salvación del hombre en esta tierra bendita que es su Patria y su Nación. ¡Cuba: cuida a tus familias para que conserves sano tu corazón!
Que la Virgen de la Caridad del Cobre, Madre de todos los cubanos, Madre en el Hogar de Nazaret, interceda por todas las familias de Cuba para que, renovadas, vivificadas y ayudadas en sus dificultades, vivan en serenidad y paz, superen los problemas y dificultades, y todos sus miembros alcancen la salvación que viene de Jesucristo, Señor de la historia y de la humanidad. A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
Evangelium Vitae: En la precariedad de la existencia humana Jesús lleva a término el sentido de la vida.
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«» (Mt ,).
33. En la vida misma de Jesús, desde el principio al fin, se da esta singular « dialéctica » entre la experiencia de la precariedad de la vida humana y la afirmación de su valor. En efecto, la precariedad marca la vida de Jesús desde su nacimiento. Ciertamente encuentra acogida en los justos, que se unieron al « sí » decidido y gozoso de María (cf. Lc 1, 38). Pero también siente, en seguida, el rechazo de un mundo que se hace hostil y busca al niño « para matarle » (Mt 2, 13), o que permanece indiferente y distraído ante el cumplimiento del misterio de esta vida que entra en el mundo: « no tenían sitio en el alojamiento » (Lc 2, 7). Del contraste entre las amenazas y las inseguridades, por una parte, y la fuerza del don de Dios, por otra, brilla con mayor intensidad la gloria que se irradia desde la casa de Nazaret y del pesebre de Belén: esta vida que nace es salvación para toda la humanidad (cf. Lc 2, 11).
Jesús asume plenamente las contradicciones y los riesgos de la vida: « siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza » (2 Cor 8, 9). La pobreza de la que habla Pablo no es sólo despojarse de privilegios divinos, sino también compartir las condiciones más humildes y precarias de la vida humana (cf. Flp 2, 6-7). Jesús vive esta pobreza durante toda su vida, hasta el momento culminante de la cruz: « se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre » (Flp 2, 8-9). Es precisamente en su muerte donde Jesús revela toda la grandeza y el valor de la vida, ya que su entrega en la cruz es fuente de vida nueva para todos los hombres (cf. Jn 12, 32). En este peregrinar en medio de las contradicciones y en la misma pérdida de la vida, Jesús es guiado por la certeza de que está en las manos del Padre. Por eso puede decirle en la cruz: « Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23, 46), esto es, mi vida. ¡Qué grande es el valor de la vida humana si el Hijo de Dios la ha asumido y ha hecho de ella el lugar donde se realiza la salvación para toda la humanidad!
« Llamados… a reproducir la imagen de su Hijo » (Rm 8, 28-29): la gloria de Dios resplandece en el rostro del hombre
Carta: El nacimiento y el peligro.
A las Familias, 2 de febrero de 1994.
«» (Mt ,).
21. La breve narración de la infancia de Jesús nos refiere casi simultáneamente, de manera muy significativa, el nacimiento y el peligro que hubo de afrontar enseguida. Lucas relata las palabras proféticas pronunciadas por el anciano Simeón cuando el Niño fue presentado al Señor en el templo, cuarenta días después de su nacimiento. Simeón habla de «luz» y de «signo de contradicción»; después predice a María: «A ti misma una espada te atravesará el alma» (cf. Lc 2, 32-35). Sin embargo, Mateo se refiere a las asechanzas tramadas contra Jesús por Herodes: informado por los Magos, que habían ido de Oriente para ver al nuevo rey que debía nacer (cf. Mt 2, 2), se siente amenazado en su poder y, después de marchar ellos, ordena matar a todos los niños menores de dos años de Belén y alrededores. Jesús escapa de las manos de Herodes gracias a una particular intervención divina y a la solicitud paterna de José, que lo lleva junto con su Madre a Egipto, donde se quedarán hasta la muerte de Herodes. Después regresan a Nazaret, su ciudad natal, donde la Sagrada Familia inicia el largo período de una existencia escondida, que se desarrolla en el cumplimiento fiel y generoso de los deberes cotidianos (cf. Mt 2, 1-23; Lc 2, 39-52).
Reviste una elocuencia profética el hecho de que Jesús, desde su nacimiento, se encontrara ante amenazas y peligros. Ya desde niño es «signo de contradicción». Elocuencia profética presenta, además, el drama de los niños inocentes de Belén, matados por orden de Herodes y, según la antigua liturgia de la Iglesia, partícipes del nacimiento y de la pasión redentora de Cristo»50. Mediante su «pasión», completan «lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24).
En los evangelios de la infancia, el anuncio de la vida, que se hace de modo admirable con el nacimiento del Redentor, se contrapone fuertemente a la amenaza a la vida, una vida que abarca enteramente el misterio de la Encarnación y de la realidad divino-humana de Cristo. El Verbo se hizo carne (cf. Jn 1, 14), Dios se hizo hombre. A este sublime misterio se referían frecuentemente los Padres de la Iglesia: «Dios se hizo hombre, para que el hombre, en él y por medio de él, llegara a ser Dios»51. Esta verdad de la fe es a la vez la verdad sobre el ser humano. Muestra la gravedad de todo atentado contra la vida del niño en el seno de la madre. Aquí, precisamente aquí, nos encontramos en las antípodas del «amor hermoso». Pensando exclusivamente en la satisfacción, se puede llegar incluso a matar el amor, matando su fruto. Para la cultura de la satisfacción el «fruto bendito de tu seno» (Lc 1, 42) llega a ser, en cierto modo, un «fruto maldito».
?Cómo no recordar, a este respecto, las desviaciones que el llamado estado de derecho ha sufrido en numerosos países? Unívoca y categórica es la ley de Dios respecto a la vida humana. Dios manda: «No matarás» (Ex 20, 13). Por tanto, ningún legislador humano puede afirmar: te es lícito matar, tienes derecho a matar, deberías matar. Desgraciadamente, esto ha sucedido en la historia de nuestro siglo, cuando han llegado al poder, de manera incluso democrática, fuerzas políticas que han emanado leyes contrarias al derecho de todo hombre a la vida, en nombre de presuntas y aberrantes razones eugenésicas, étnicas o parecidas. Un fenómeno no menos grave, incluso porque consigue vasta conformidad o consentimiento de opinión pública, es el de las legislaciones que no respetan el derecho a la vida desde su concepción. ?Cómo se podrían aceptar moralmente unas leyes que permiten matar al ser humano aún no nacido, pero que ya vive en el seno materno? El derecho a la vida se convierte, de esta manera, en decisión exclusiva de los adultos, que se aprovechan de los mismos parlamentos para realizar los propios proyectos y buscar sus propios intereses.
Nos encontramos ante una enorme amenaza contra la vida: no sólo la de cada individuo, sino también la de toda la civilización. La afirmación de que esta civilización se ha convertido, bajo algunos aspectos, en «civilización de la muerte» recibe una preocupante confirmación. ?No es quizás un acontecimiento profético el hecho de que el nacimiento de Cristo haya estado acompañado del peligro por su existencia? Sí, también la vida de Aquel que al mismo tiempo es Hijo del hombre e Hijo de Dios estuvo amenazada, estuvo en peligro desde el principio, y sólo de milagro evitó la muerte.
Sin embargo, en los últimos decenios se notan algunos síntomas confortadores de un despertar de las conciencias, que afecta tanto al mundo del pensamiento como a la misma opinión pública. Crece, especialmente entre los jóvenes, una nueva conciencia de respeto a la vida desde su concepción; se difunden los movimientos pro-vida. Es un signo de esperanza para el futuro de la familia y de toda la humanidad.
Catequesis (17-02-1988): Jesucristo: aquel que «se despojó de sí mismo»
Audiencia General, Miércoles 17 de febrero de 1988.
«» (Mt ,).
4. De hecho, vemos en los Evangelios que la vida terrena de Cristo estuvo marcada desde el comienzo con el sello de la pobreza. Esto se pone de relieve ya en la narración del nacimiento, cuando el Evangelista Lucas hace notar que «no tenían sitio (María y José) en el alojamiento» y que Jesús fue dado a luz en un establo y acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 7). Por Mateo sabemos que ya en los primeros meses de su vida experimentó la suerte del prófugo (cf. Mt 2, 13-15). La vida escondida en Nazaret se desarrolló en condiciones extremadamente modestas, las de una familia cuyo jefe era un carpintero (cf. Mt 13, 55), y en el mismo oficio trabajaba Jesús con su padre putativo (cf. Mc 6, 3). Cuando comenzó su enseñanza, una extrema pobreza siguió acompañándolo, como atestigua de algún modo Él mismo refiriéndose a la precariedad de sus condiciones de vida, impuestas por su ministerio de evangelización. «Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Lc 9, 58).
5. La misión mesiánica de Jesús encontró desde el principio objeciones e incomprensiones, a pesar de los «signos» que realizaba. Estaba bajo observación y era perseguido por los que ejercían el poder y tenían influencia sobre el pueblo. Por último, fue acusado, condenado y crucificado: la más infamante de todas las clases de penas de muerte, que se aplicaba sólo en los casos de crímenes de extrema gravedad especialmente, a los que no eran ciudadanos romanos y a los esclavos. También por esto se puede decir con el Apóstol que Cristo asumió, literalmente, la «condición de siervo» (Fil 2, 7).
6. Con este «despojamiento de sí mismo», que caracteriza profundamente la verdad sobre Cristo verdadero hombre, podernos decir que se restablece la verdad del hombre universal: se restablece y se «repara». Efectivamente, cuando leemos que el Hijo «no retuvo ávidamente el ser igual a Dios», no podemos dejar de percibir en estas palabras una alusión a la primera y originaria tentación a la que el hombre y la mujer cedieron «en el principio»: «seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (Gén 3, 5). El hombre había caído en la tentación para ser «igual a Dios», aunque era sólo una criatura. Aquél que es Dios-Hijo, «no retuvo ávidamente el ser igual a Dios» y al hacerse hombre «se despojó de sí mismo», rehabilitando con esta opción a todo hombre, por pobre y despojado que sea. en su dignidad originaria.
7. Pero para expresar este misterio de la «Kenosis» de Cristo, San Pablo utiliza también otra palabra: «se humilló a sí mismo«. Esta palabra la inserta él en el contexto de la realidad de la redención. Efectivamente, escribe que Jesucristo «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2, 8). Aquí se describe la «Kenosis» de Cristo en su dimensión definitiva. Desde el punto de vista humano es la dimensión del despojamiento mediante la pasión y la muerte infamante. Desde el punto de vista divino es la redención que realiza el amor misericordioso del Padre por medio del Hijo que obedeció voluntariamente por amor al Padre y a los hombres a los que tenía que salvar. En ese momento se produjo un nuevo comienzo de la gloria de Dios en la historia del hombre: la gloria de Cristo, su Hijo hecho hombre. En efecto, el texto paulino dice: «Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre» (Fil 2, 9).
8. He aquí cómo comenta San Atanasio este texto de la Carta a los Filipenses: «Esta expresión le exaltó, no pretende significar que haya sido exaltada la naturaleza del Verbo: en efecto, este último ha sido y será siempre igual a Dios. Por el contrario, quiere indicar la exaltación de la naturaleza humana. Por tanto estas palabras no fueron pronunciadas sino después de la Encarnación del Verbo para que apareciese claro que términos como humillado y exaltado se refieren únicamente a la dimensión humana. Efectivamente, sólo lo que es humilde es susceptible de ser ensalzado» (Atanasio, Adversus Arianos Oratio I, 41). Aquí añadiremos solamente que toda la naturaleza humana —toda la humanidad— humillada en la condición penosa a la que la redujo el pecado, halla en la exaltación de Cristo-hombre la fuente de su nueva gloria.
9. No podemos terminar sin hacer una última alusión al hecho de que Jesús ordinariamente habló de sí mismo como del «Hijo del hombre» (por ejemplo Mc 2, 10. 28; 14, 67; Mt 8, 20; 16, 27; 24, 27; Lc 9, 22; 11, 30; Jn 1, 51; 8, 28; 13, 31, etc.). Esta expresión, según la sensibilidad del lenguaje común de entonces, podía indicar también que Él es verdadero hombre como todos los demás seres humanos y, sin duda, contiene la referencia a su real humanidad.
Sin embargo el significado estrictamente bíblico, también en este caso, se debe establecer teniendo en cuenta el contexto histórico resultante de la tradición de Israel, expresada e influenciada por la profecía de Daniel que da origen a esa formulación de un concepto mesiánico (cf. Dn 7, 13-14). «Hijo del hombre» en este contexto no significa sólo un hombre común perteneciente al género humano, sino que se refiere a un personaje que recibirá de Dios una dominación universal y que transciende cada uno de los tiempos históricos, en la era escatológica.
En la boca de Jesús y en los textos de los Evangelistas la fórmula está por tanto cargada de un sentido pleno que abarca lo divino y lo humano, cielo y tierra, historia y escatología, como el mismo Jesús nos hace comprender cuando, testimoniando ante Caifás que era Hijo de Dios, predice con fuerza: «a partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Padre y venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26, 64). En el Hijo del hombre está por consiguiente inmanente el poder y la gloria de Dios. Nos hallamos nuevamente ante el único Hombre-Dios, verdadero Hombre y verdadero Dios. La catequesis nos lleva continuamente a Él para que creamos y, creyendo, oremos y adoremos.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (14-01-2007):
Domingo 14 de enero de 2007. Jornada mundial del emigrante y del refugiado.
«Toma la madre y al niño y vete a Egipto» (Mt ,).
Este domingo se celebra la Jornada mundial del emigrante y del refugiado. Con esta ocasión he dirigido a todos los hombres de buena voluntad, y en particular a las comunidades cristianas, un Mensaje especial dedicado a la familia emigrante. Podemos contemplar a la Sagrada Familia de Nazaret, icono de todas las familias, porque refleja la imagen de Dios custodiada en el corazón de cada familia humana, aun cuando esté debilitada y, a veces, desfigurada por las pruebas de la vida. El evangelista san Mateo narra que, poco después del nacimiento de Jesús, san José se vio obligado a huir a Egipto, llevando consigo al Niño y a su Madre, para escapar de la persecución del rey Herodes (cf. Mt 2, 13-15).
En el drama de la Familia de Nazaret vislumbramos la dolorosa condición de numerosos emigrantes, especialmente de los refugiados, los exiliados, los desplazados, los prófugos y los perseguidos. En particular, reconocemos las dificultades de la familia emigrante como tal: las molestias, las humillaciones, las estrecheces, las fragilidades.
En realidad, el fenómeno de la movilidad humana es muy amplio y variado. Según datos recientes de las Naciones Unidas, los emigrantes por razones económicas son hoy casi doscientos millones; los refugiados, cerca de nueve millones; y los estudiantes internacionales, alrededor de dos millones. A este gran número de hermanos y hermanas debemos añadir los desplazados internos y los irregulares, teniendo en cuenta que de cada uno depende, de alguna manera, una familia.
Por tanto, es importante tutelar a los emigrantes y a sus familias mediante el apoyo de protecciones específicas en el ámbito legislativo, jurídico y administrativo, y también a través de una red de servicios, de centros de escucha y de organismos de asistencia social y pastoral. Espero que se llegue pronto a una gestión equilibrada de los flujos migratorios y de la movilidad humana en general, para que redunden en beneficio de toda la familia humana, comenzando por medidas concretas que favorezcan la emigración regular y las reagrupaciones familiares, prestando una atención particular a las mujeres y a los niños.
En efecto, también en el vasto campo de las migraciones internacionales es preciso poner siempre en el centro a la persona humana. Solamente el respeto de la dignidad humana de todos los emigrantes, por una parte, y el reconocimiento de los valores de la sociedad por parte de los emigrantes mismos, por otra, hacen posible la integración correcta de las familias en los sistemas sociales, económicos y políticos de los países de acogida.
Queridos amigos, la realidad de las migraciones no se ha de ver nunca sólo como un problema, sino también y sobre todo como un gran recurso para el camino de la humanidad. Y de modo especial la familia emigrante es un recurso, con tal de que se la respete como tal y no sufra daños irreparables, sino que pueda permanecer unida o reagruparse, para cumplir su misión de cuna de la vida y primer ámbito de acogida y de educación de la persona humana. Pidámoslo juntos al Señor, por intercesión de la bienaventurada Virgen María y de santa Francisca Javier Cabrini, patrona de los emigrantes.
Darras: Historia de Nuestro Señor Jesucristo
Degollación de los inocentes
Capítulo III, 4.Audiencia General, Miércoles 17 de febrero de 1988.
«» (Mt ,).
19. Los ilustres adoradores que enviaba el Oriente a la cuna de Belén, eran extraños a las pasiones que agitaban entonces la Judea, desde el trono del viejo Herodes hasta la tienda del pastor. Aun cuando no nos dijera el Evangelista que llegaban de una región lejana, la confianza con que se explican, sin pensar en qué pudieran dispertar toda la cólera de un tirano, bastaría para probarlo. Su buena fe es tan evidente para nosotros, como lo fue para el mismo Herodes; y forma, respecto de la narración evangélica una garantía de autenticidad incontestable. Los judíos, víctimas hacía treinta años de la inexorable crueldad del rey Idumeo, debieron temblar por la vida de los nobles extranjeros; mezclándose sin duda este sentimiento a la emoción que excitó, bajo el punto de vista de las esperanzas nacionales, la llegada de los Magos, entre los habitantes de Jerusalén. La conducta de Herodes, en esta circunstancia, concuerda con todo lo que nos dice la historia sobre su insidiosa política, su profundo disimulo y su astuta sagacidad. Tenía el más vivo interés en conocer el pensamiento íntimo del Sanhedrín, de los Sacerdotes y de los Escribas sobre el misterioso rey, esperado por toda la Judea. Presentábanse a los ojos del monarca las tradiciones mesiánicas, familiares a los Hebreos de raza, educados en el estudio de la Ley y de los Profetas, bajo un aspecto muy diferente de la realidad. Ya hemos dicho más arriba que había soñado Herodes en explotarlas, en beneficio de su poder, y que sus cortesanos, con el nombre de Herodianos, aplicaban a la monarquía de su señor los caracteres proféticos del imperio de Cristo. Esta lisonja, atestiguada por Josefo, suponía en Herodes una ignorancia absoluta de los pormenores tradicionales, relativos al advenimiento del Mesías. Así se comprende la premura con que explota en beneficio propio, la llegada de los Magos, para enterarse oficialmente de la trascendencia de las esperanzas nacionales. La convocación de los Sacerdotes y de los Escribas era una medida doblemente hábil; por una parte enseñaba a Herodes el punto preciso que tendría que vigilar su tiranía en lo sucesivo, y por otra, ofrecía a su carácter desconfiado la ocasión de medir, por las respuestas individuales de cada doctor, el grado de importancia que daba a las profecías, y por consiguiente, el interés más o menos sincero qué le inspiraba el régimen actual. Esta política servía mucho mejor los proyectos del tirano que lo que los hubiera servido una severidad prematura. He aquí por qué afecta para con los Magos un sistema de hipócrita simpatía. «Id, les dice, y preguntad a todos los que puedan daros noticias sobre el Niño, y cuando le hayáis encontrado, volved a decírmelo para ir yo también a adorarle». Los nobles extranjeros hubieran ido sin saberlo, a aumentar la policía del viejo rey. El Interrogate diligenter de Herodes es un rasgo maestro de doblez y de perfidia. Para desbaratar esta pérfida táctica, no bien hayan tributado los Magos a los pies de Jesús recién nacido los productos simbólicos de su patria, el oro de la monarquía, el incienso de la divinidad, y la mirra de la humanidad mortal, se volverán a su país por otro camino. El Hijo de María será llevado al Egipto, y los sanguinarios proyectos del tirano se realizarán demasiado tarde.
20. «Viéndose Herodes burlado de los Magos, continúa San Mateo, se irritó mucho, y enviando ministros, hizo matar todos los niños que había en Belén y en todos sus contornos, desde la edad de dos años abajo, según el tiempo de la aparición de la estrella que le habían indicado los Magos. Entonces se cumplió lo que dijo el Profeta Jeremías. Un clamor ha resonado en Rama entre llantos y alaridos. ¡Es Raquel que llora a sus hijos y rehúsa todo consuelo porque no existen!» Hallábase resuelta por Herodes la degollación de las inocentes víctimas de Belén desde el día en que llamó la atención del tirano la respuesta del Sanhedrín, sobre la ciudad real designada por los Profetas, como la cuna futura del Mesías. La sangrienta ejecución debió seguir próximamente a la partida de los Magos, siendo uno de los hechos históricos mejor consignados por los testimonios extrínsecos. Nadie ignora las palabras de Augusto sobre este suceso. La noticia de la degollación de Belén llegó a la corte del Emperador al mismo tiempo que la de la ejecución de Antipater, hijo mayor de Herodes. Al saber, dice Macrobio, que acababa de hacer degollar el rey de los Judíos, en Siria, a todos los niños de dos años abajo, y que había sido muerto su propio hijo por la orden paternal, exclamó Augusto: «Más vale ser puerco de Herodes que hijo suyo» Semejante crueldad subleva la delicadeza de nuestros modernos racionalistas, pues no creen ni en los milagros del poder divino, ni en los monstruosos extravíos de la ambición humana. Y no obstante, la bárbara medida aplicada por el tirano Idumeo a sólo los niños de Belén, había sido decretada cincuenta años antes por el Senado de Roma, contra todos los que nacieran en el año fatídico, en que, debía «dar a luz la naturaleza un rey», según los oráculos sibilinos.- No lo ignoraba Augusto, porque este decreto, sancionado por la feroz exaltación de los senadores republicanos, pero repudiado por la conciencia del pueblo, se había dado en el año mismo que precedió al nacimiento de este emperador. Así, no hay en su irónica exclamación sombra de censura sobre la cruel política de Herodes; no hay ni un acento de piedad en favor de las tiernas víctimas y de las lágrimas de sus madres. A los ojos de Augusto, ha obrado Herodes con prudencia, segando esas tiernas flores; su única falta es haber muerto a su propio hijo, de la cual bastará para absolverle el dicho imperial. ¡He aquí lo que era la humanidad en manos del despotismo de Roma y de los agentes coronados que sostenía el Capitolio en todas las provincias! Vespasiano hacía buscar, al día siguiente de la toma de Jerusalén, todos los miembros de la familia real de David, haciéndolos degollar, a sangre fría, para ahogar en su origen la persistencia de las aspiraciones populares que se obstinaban en esperar un libertador salido del tronco de la familia de Jessé. ¡Tan cierto es que los Romanos «pensaron largo tiempo que existía en torno suyo algún representante de la antigua dinastía» judía! ¡Tan cierto es que el advenimiento del Salvador, prometido en las puertas del Edén, predicho por los profetas y esperado por el mundo oprimido, turbaba el sueño de los opresores y hacía temblar el imperio de Satanás, erigido en todos los tronos!
21. Las lamentaciones de Raquel que se escuchaban en este día en las campiñas de Roma, resonarán hasta el fin de los siglos, como testimonio acusador de la ferocidad verdaderamente diabólica a que vino Jesús a arrancar el universo. El sepulcro de Raquel está a algunos pasos del Praesepium, donde quiso tener su cuna el Niño-Dios. Las ruinas de Roma coronan sus alturas. Muéstrase en los flancos de la montaña una gruta, donde según nos enseña la tradición local, buscaron un refugio muchas madres perseguidas por los soldados de Herodes, y fueron degolladas con los niños a quienes cubrían con sus brazos. ¿Qué ha llegado a ser, por tanto, el reinado sanguinario de Herodes? ¿Quién es el soberano que reina hoy en el Capitolio en el sitio en que creía la justicia imperial de Augusto castigar suficientemente, con un frívolo juego de palabras, el atentado de Belén y al autor coronado de tal carnicería? El Vicario de Jesucristo está sentado en el trono de Augusto, que ha llegado a ser la silla de la paternidad santa que irradia sobre el mundo. Desde allí envía a las márgenes de los ríos de la China, a recoger millares de niños que abandona todos los años la barbarie idolátrica, sin piedad y sin remordimientos. ¡Cuántas víctimas arrancadas a la muerte en el nombre del Niño Dios, que escapó de la cólera de Herodes! ¡Cuántas almas rescatadas para el cielo, en nombre de los Inocentes degollados en Belén van a acrecentar diariamente el séquito del Cordero! La humanidad entera tiene, pues, el derecho de repetir el cántico de la Iglesia: «Salve, flores de los mártires que ha segado en el mismo umbral de la vida el perseguidor de Cristo, como troncha la tempestad las rosas nacientes! Primicias de la inmolación de Jesús, tierno rebaño de víctimas: vuestras manos inocentes juguetean al pie del altar con las palmas y las coronas».