Mc 14, 12a. 22-25: Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre
/ 27 mayo, 2021 / Evangelios, San MarcosTexto Bíblico
12 El primer día de los Ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?».22 Mientras comían, tomó pan y, pronunciando la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: «Tomad, esto es mi cuerpo».23 Después tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias, se lo dio y todos bebieron.24 Y les dijo: «Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos.25 En verdad os digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Gaudencio de Brescia, obispo
Tratados
Uno solo murió por todos; y este mismo es quien ahora por todas las Iglesias, en el misterio del pan y del vino, inmolado, nos alimenta; creído, nos vivifica; consagrado, santifica a los que lo consagran.
Esta es la carne del Cordero, ésta la sangre. El pan mismo que descendió del cielo dice: El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. También su sangre está bien significada bajo la especie del vino, porque, al declarar él en el Evangelio: Yo soy la verdadera vid, nos da a entender a las claras que el vino que se ofrece en el sacramento de la pasión es su sangre; por eso, ya el patriarca Jacob había profetizado de Cristo, diciendo: Lava su ropa en vino y su túnica en sangre de uvas. Porque habrá de purificar en su propia sangre nuestro cuerpo, que es como la vestidura que ha tomado sobre sí.
El mismo Creador y Señor de la naturaleza, que hace que la tierra produzca pan, hace también del pan su propio cuerpo (porque así lo prometió y tiene poder para hacerlo), y el que convirtió el agua en vino hace del vino su sangre.
Es la Pascua del Señor, dice la Escritura, es decir, su paso, para que no se te ocurra pensar que continúe siendo terreno aquello por lo que pasó el Señor cuando hizo de ello su cuerpo y su sangre.
Lo que recibes es el cuerpo de aquel pan celestial y la sangre de aquella sagrada vid. Porque, al entregar a sus discípulos el pan y el vino consagrados, les dijo: Esto es mi cuerpo; esto es mi sangre. Creamos, pues, os pido, en quien pusimos nuestra fe. La verdad no sabe mentir.
Por eso, cuando habló a las turbas estupefactas sobre la obligación de comer su cuerpo y beber su sangre, y la gente empezó a murmurar, diciendo: Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?, para purificar con fuego del cielo aquellos pensamientos que, como dije antes, deben evitarse, añadió: El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida.
Tratados: La rica herencia del nuevo Testamento
«Mi Cuerpo, que se entrega por vosotros»(Lc 22,19)Tratado 2, CSEL 68, 30-32
El sacrificio celeste instituido por Cristo constituye efectivamente la rica herencia del nuevo Testamento que el Señor nos dejó, como prenda de su presencia, la noche en que iba a ser entregado para morir en la cruz.
Este es el viático de nuestro viaje, con el que nos alimentamos y nutrimos durante el camino de esta vida, hasta que saliendo de este mundo lleguemos a él; por eso decía el mismo Señor: Si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre, no tenéis vida en vosotros.
Quiso, en efecto, que sus beneficios quedaran entre nosotros, quiso que las almas, redimidas por su preciosa sangre, fueran santificadas por este sacramento, imagen de su pasión; y encomendó por ello a sus fieles discípulos, a los que constituyó primeros sacerdotes de su Iglesia, que siguieran celebrando ininterrumpidamente estos misterios de vida eterna; misterios que han de celebrar todos los sacerdotes de cada una de las Iglesias de todo el orbe, hasta el glorioso retorno de Cristo. De este modo los sacerdotes, junto con toda la comunidad de creyentes, contemplando todos los días el sacramento de la pasión de Cristo, llevándolo en sus manos, tomándolo en la boca y recibiéndolo en el pecho, mantendrán imborrable el recuerdo de la redención.
El pan, formado de muchos granos de trigo convertidos en flor de harina, se hace con agua y llega a su entero ser por medio del fuego; por ello resulta fácil ver en él una imagen del cuerpo de Cristo, el cual, como sabemos, es un solo cuerpo formado por una multitud de hombres de toda raza, y llega a su total perfección por el fuego del Espíritu Santo.
Cristo, en efecto, nació del Espíritu Santo y, como convenía que cumpliera todo lo que Dios quiere, entró en el Jordán para consagrar las aguas del bautismo, y después salió del agua lleno del Espíritu Santo, que había descendido sobre él en forma de paloma, como lo atestigua el evangelista: Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán.
De modo semejante, el vino de su sangre, cosechado de los múltiples racimos de la viña por él plantada, se exprimió en el lagar de la cruz y bulle por su propia fuerza en los vasos generosos de quienes lo beben con fe.
Los que acabáis de libraros del poder de Egipto y del Faraón, que es el diablo, compartid en nuestra compañía, con toda la avidez de vuestro corazón creyente, este sacrificio de la Pascua salvadora; para que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, al que reconocemos presente en sus sacramentos, nos santifique en lo más íntimo de nuestro ser: cuyo poder inestimable permanece por los siglos.
Autor Antiguo
Catequesis de Jerusalén
Nuestro Señor Jesucristo, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomad, comed; esto es mi cuerpo». Y, después de tomar el cáliz y pronunciar la acción de gracias, dijo: «Tomad, bebed; ésta es mi sangre». Si fue él mismo quien dijo sobre el pan: Esto es mi cuerpo, ¿quién se atreverá en adelante a dudar? Y si él fue quien aseguró y dijo: Ésta es mi sangre, ¿quién podrá nunca dudar y decir que no es su sangre?
Por lo cual estamos firmemente persuadidos de que recibimos como alimento el cuerpo y la sangre de Cristo. Pues bajo la figura del pan se te da el cuerpo, y bajo la figura del vino, la sangre; para que, al tomar el cuerpo y la sangre de Cristo, llegues a ser un solo cuerpo y una sola sangre con él. Así, al pasar su cuerpo y su sangre a nuestros miembros, nos convertimos en portadores de Cristo. Y como dice el bienaventurado Pedro, nos hacemos partícipes de la naturaleza divina.
En otro tiempo, Cristo, disputando con los judíos, dijo: Si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre, no tenéis vida en vosotros. Pero como no lograron entender el sentido espiritual de lo que estaban oyendo, se hicieron atrás escandalizados, pensando que se les estaba invitando a comer carne humana.
En la antigua alianza existían también los panes de la proposición: pero se acabaron precisamente por pertenecer a la antigua alianza. En cambio, en la nueva alianza, tenemos un pan celestial y una bebida de salvación, que santifican alma y cuerpo. Porque del mismo modo que el pan es conveniente para la vida del cuerpo, así el Verbo lo es para la vida del alma.
No pienses, por tanto, que el pan y el vino eucarísticos son elementos simples y comunes: son nada menos que el cuerpo y la sangre de Cristo, de acuerdo con la afirmación categórica del Señor; y aunque los sentidos te sugieran lo contrario, la fe te certifica y asegura la verdadera realidad.
La fe que has aprendido te da, pues, esta certeza: lo que parece pan no es pan, aunque tenga gusto de pan, sino el cuerpo de Cristo; y lo que parece vino no es vino, aun cuando así lo parezca al paladar, sino la sangre de Cristo; por eso, ya en la antigüedad, decía David en los salmos: El pan da fuerzas al corazón del hombre y el aceite da brillo a su rostro; fortalece, pues, tu corazón comiendo ese pan espiritual, y da brillo al rostro de tu alma.
Y que con el rostro descubierto y con el alma limpia, contemplando la gloria del Señor como en un espejo, vayamos de gloria en gloria, en Cristo Jesús, nuestro Señor, a quien sea dado el honor, el poder y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Eusebio de Cesarea, obispo
Tratados
Los seguidores de Moisés inmolaban el cordero pascual una vez al año, el día catorce del primer mes, al atardecer. En cambio, nosotros, los hombres de la nueva Alianza, que todos los domingos celebramos nuestra Pascua, constantemente somos saciados con el cuerpo del Salvador, constantemente participamos de la sangre del Cordero; constantemente llevamos ceñida la cintura de nuestra alma con la castidad y la modestia, constantemente están nuestros pies dispuestos a caminar según el evangelio, constantemente tenemos el bastón en la mano y descansamos apoyados en la vara que brota de la raíz de Jesé, constantemente nos vamos alejando de Egipto, constantemente vamos en busca de la soledad de la vida humana, constantemente caminamos al encuentro con Dios, constantemente celebramos la fiesta del «paso» (Pascua).
Y la palabra evangélica quiere que hagamos todo esto no sólo una vez al año, sino siempre, todos los días. Por eso, todas las semanas, el domingo, que es el día del Salvador, festejamos nuestra Pascua, celebramos los misterios del verdadero Cordero, por el cual fuimos liberados. No circuncidamos con cuchillo nuestro cuerpo, pero amputamos la malicia del alma con el agudo filo de la palabra evangélica. No tomamos ázimos materiales, sino únicamente los ázimos de la sinceridad y de la verdad. Pues la gracia que nos ha exonerado de los viejos usos, nos ha hecho entrega del hombre nuevo creado según Dios, de una ley nueva, de una nueva circuncisión, de una nueva Pascua, y de aquel judío que se es por dentro. De esta manera nos liberó del yugo de los tiempos antiguos.
Cristo, exactamente el quinto día de la semana, se sentó a la mesa con sus discípulos, y mientras cenaba, dijo: He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros antes de padecer. En realidad, aquellas Pascuas antiguas o, mejor, anticuadas, que había comido con los judíos, no eran deseables; en cambio, el nuevo misterio de la nueva Alianza, de que hacía entrega a sus propios discípulos, con razón era deseable para él, ya que muchos antiguos profetas y justos anhelaron ver los misterios de la nueva Alianza. Más aún, el mismo Verbo, ansiando ardientemente la salvación universal, les entregaba el misterio que todos los hombres iban a celebrar en lo sucesivo, y declaraba haberlo él mismo deseado.
La pascua mosaica no era realmente apta para todos los pueblos, desde el momento en que estaba mandado celebrarla en lugar único, es decir, en Jerusalén, razón por la cual no era deseable. Por el contrario, el misterio del Salvador, que en la nueva Alianza era apto para todos los hombres, con toda razón era deseable.
En consecuencia, también nosotros debemos comer con Cristo la Pascua, purificando nuestras mentes de todo fermento de malicia, saciándonos con los panes ázimos de la verdad y la simplicidad, incubando en el alma aquel judío que se es por dentro, y la verdadera circuncisión, rociando las jambas de nuestra alma con la sangre del Cordero inmolado por nosotros, con miras a ahuyentar a nuestro exterminador. Y esto no una sola vez al año, sino todas las semanas.
Nosotros celebramos a lo largo del año unos mismos misterios, conmemorando con el ayuno la pasión del Salvador el Sábado precedente, como primero lo hicieron los apóstoles cuando se les llevaron el Esposo. Cada domingo somos vivificados con el santo Cuerpo de su Pascua de salvación, y recibimos en el alma el sello de su preciosa sangre.
San Juan Crisóstomo, obispo
Sobre el Evangelio de san Mateo: He deseado enormemente comer esta comida pascual
«Tomad, esto es mi cuerpo... Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos». (Mc 14, 22.24)Homilía 82, 1: PG 58, 737-739
Durante la cena, cogió el pan y lo partió. ¿Por qué instituyó este misterio durante la Pascua? Para que deduzcas de todos sus actos que él fue el legislador del antiguo Testamento, y que todas las cosas que en él se contienen fueron esbozadas con vistas a la nueva alianza. Por eso, donde estaba la figura, Cristo entronizó la verdad. La tarde era el símbolo de la plenitud de los tiempos, e indicaba que las cosas estaban tocando ya su fin. Pronunció la bendición, enseñándonos cómo hemos de celebrar nosotros este misterio, mostrando que no va forzado a la pasión y preparándonos a nosotros para que todo cuanto suframos lo sepamos soportar con hacimiento de gracias, y sacando del sufrimiento un refuerzo de la esperanza.
Pues si ya el tipo o la figura fue capaz de liberar de una tan grande esclavitud, con más razón liberará la verdad a la redondez de la tierra y redundará en beneficio de nuestra raza. Por eso Cristo no instituyó antes este misterio, sino tan sólo en el momento en que estaban para cesar las prescripciones legales. Abolió la más importante de las solemnidades judaicas, convocando a los judíos en torno a otra mesa mucho más santa, y dijo: Tomad y comed: esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros.
Y ¿cómo no se turbaron al oír esto? Porque ya antes Cristo les había dicho muchas y grandes cosas de este misterio. Por eso ahora no se extiende en explicaciones, pues ya habían oído bastante sobre esta materia. En cambio, sí que les dice cuál es la causa de la pasión: el perdón de los pecados. Llama a su sangre «sangre de la nueva alianza», es decir, de la promesa y de la nueva ley. En efecto, esto es lo que ya antiguamente había prometido y lo confirma la nueva alianza. Y así como la antigua alianza ofreció ovejas y novillos, la nueva ofrece la sangre del Señor. Insinúa además en este pasaje que él tenía que morir: por eso hace alusión al testamento y menciona asimismo el antiguo: de ahí que tampoco faltase sangre en la inauguración de la primera alianza. Nuevamente declara la causa de su muerte: Que será derramada por muchos para el perdón de los pecados. Y añade: Haced esto en conmemoración mía.
¿No os dais cuenta cómo retrae y aparta a sus discípulos de los ritos judaicos? Que es como si dijera: Vosotros celebrabais aquella cena en conmemoración de los prodigios obrados en Egipto; celebrad la nueva cena en conmemoración mía. Aquella sangre fue derramada para salvar a los primogénitos; ésta, para el perdón de los pecados de todo el mundo. Esta es mi sangre —dice— que será derramada para el perdón de los pecados. Dijo esto, sin duda, tanto para demostrar que la pasión y la muerte son un misterio, como para, de esta forma, consolar nuevamente a sus discípulos. Y así como Moisés dijo: Es ley perpetua para vosotros, así dijo también Cristo: En conmemoración mía, hasta que vuelva. Por eso afirma: He deseado enormemente comer esta comida pascual; es decir, he deseado haceros entrega de esta nueva realidad, daros una pascua con la cual os convertiré en hombres espirituales.
Y él mismo bebió también de él. Para evitar que al oír estas palabras replicasen: ¿Cómo? ¿Vamos a beber sangre y a comer carne?, y se escandalizaran —pues hablando en otra ocasión de este tema, muchos se escandalizaron de sus palabras—; pues bien, para que no tuvieran motivo de escándalo, él es el primero en dar ejemplo, induciéndolos a participar en estos misterios con ánimo tranquilo. Por esta razón, él mismo bebió su sangre.
San Ireneo de Lyon, obispo y mártir
Contra las herejías: La eucaristía, arras de la resurrección
«Yo soy el pan de vida» (Jn 6,35)Libro 5, 2, 2-3: SC 153, 30-38 (Liturgia de las Horas)
Si la carne no se salva, entonces el Señor no nos ha redimido con su sangre, ni el cáliz de la eucaristía es participación de su sangre, ni el pan que partimos es participación de su cuerpo. Porque la sangre procede de las venas y de la carne y de toda la substancia humana, de aquella substancia que asumió el Verbo de Dios en toda su realidad y por la que nos pudo redimir con su sangre, como dice el Apóstol: Por su sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados.
Y, porque somos sus miembros y quiere que la creación nos alimente, nos brinda sus criaturas, haciendo salir el sol y dándonos la lluvia según le place; y también porque nos quiere miembros suyos, aseguró el Señor que el cáliz, que proviene de la creación material, es su sangre derramada, con la que enriquece nuestra sangre, y que el pan, que también proviene de esta creación, es su cuerpo, que enriquece nuestro cuerpo.
Cuando la copa de vino mezclado con agua y el pan preparado por el hombre reciben la Palabra de Dios, se convierten en la eucaristía de la sangre y del cuerpo de Cristo y con ella se sostiene y se vigoriza la substancia de nuestra carne, ¿cómo pueden, pues, pretender los herejes que la carne es incapaz de recibir el don de Dios, que consiste en la vida eterna, si esta carne se nutre con la sangre y el cuerpo del Señor y llega a ser parte de este mismo cuerpo?