Mc 12, 38-44: Los escribas y el óbolo de la viuda
/ 28 octubre, 2015 / San MarcosTexto Bíblico
38 Y él, instruyéndolos, les decía: «¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en las plazas, 39 buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; 40 y devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones. Esos recibirán una condenación más rigurosa».
41 Estando Jesús sentado enfrente del tesoro del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban mucho; 42 se acercó una viuda pobre y echó dos monedillas, es decir, un cuadrante. 43 Llamando a sus discípulos, les dijo: «En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. 44 Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Paulino de Nola
Carta: Demos al Señor, que recibe en la persona de cada pobre.
Carta 34,2-4: CSEL 29, 305-306.
«Llegó una viuda pobre y echó dos moneditas» (Lc 12,42).
¿Tienes algo —dice el Apóstol— que no hayas recibido? Por tanto, amadísimos, no seamos avaros de nuestros bienes como si nos perteneciesen, sino negociemos con ellos como con un préstamo. Se nos ha confiado la administración y el uso temporal de los bienes comunes, no la eterna posesión de una cosa privada. Si en la tierra la consideras tuya sólo temporalmente, podrás hacerla tuya eternamente en el cielo. Si recuerdas a aquellos empleados del evangelio que recibieron unos talentos de su Señor y lo que el propietario, a su regreso, dio a cada uno en recompensa, reconocerás cuánto más ventajoso es depositar el dinero en la mesa del Señor para hacerlo fructificar, que conservarlo intacto con una fidelidad estéril; comprenderás que el dinero celosamente conservado, sin el menor rendimiento para el propietario, se tradujo para el empleado negligente en un enorme despilfarro y en un aumento de su castigo.
Recordemos también a aquella viuda, que olvidándose de sí misma y preocupada únicamente por los pobres, pensando sólo en el futuro, dio todo lo que tenía para vivir, como lo atestigua el mismo juez. Los demás —dice— han echado de lo que les sobra; pero ésta, más pobre tal vez que muchos pobres —ya que toda su fortuna se reducía a dos reales—, pero en su corazón más espléndida que todos los ricos, puesta su esperanza en solas las riquezas de la eterna recompensa y ambicionando para sí solo los tesoros celestiales, renunció a todos los bienes que proceden de la tierra y a la tierra retornan. Echó lo que tenía, con tal de poseer los bienes invisibles. Echó lo corruptible, para adquirir lo inmortal. No minusvaloró aquella pobrecilla los medios previstos y establecidos por Dios en orden a la consecución del premio futuro; por eso tampoco el legislador se olvidó de ella y el árbitro del mundo anticipó su sentencia: en el evangelio hace el elogio de la que coronará en el juicio.
Negociemos, pues, al Señor con los mismos dones del Señor; nada poseemos que de él no hayamos recibido, sin cuya voluntad ni siquiera existiríamos. Y sobre todo, ¿cómo podremos considerar algo nuestro, nosotros que, en virtud de una hipoteca importante y peculiar, no nos pertenecemos, y no ya tan sólo porque hemos sido creados por Dios, sino por haber sido por él redimidos?
Congratulémonos por haber sido comprados a gran precio, al precio de la sangre del propio Señor, dejando por eso mismo de ser personas viles y venales, ya que la libertad consistente en ser libres de la justicia es más vil que la misma esclavitud. El que así es libre, es esclavo del pecado y prisionero de la muerte. Restituyamos, pues, sus dones al Señor; démosle a él, que recibe en la persona de cada pobre; demos, insisto, con alegría, para recibir de él la plenitud del gozo, como él mismo ha dicho.
San Juan Crisóstomo, obispo y doctor de la Iglesia
Homilía: Contra la vanagloria en la limosna
Homilía 71.
¿Contra quiénes, pues, daremos primero la batalla? Por que no basta para todos uno solo y mismo discurso. ¿Os parece, pues, que ataquemos primero a los que buscan la vanagloria en la limosna? A mí así me parece, pues amo ardientemente la limosna y me apena verla viciada y que la vanagloria atente contra ella, como una mala nodriza e institutriz contra una imperial doncella. La cría, sí, pero juntamente la prostituye para vergüenza y el castigo. Ella le enseña a despreciar a su padre y a adornarse para agradar a hombres muchas veces abominables y viles. El adorno que le pone no es el que su padre quiere sino el que quieren los extraños, vergonzoso e ignominioso. Ea, pues, volvámonos contra éstos. Supongamos una limosna hecha con generosidad, pero por ostentación ante el vulgo. Esto es ante todo como sacar a la imperial doncella de la cámara paterna. Su padre no quiere que sea vista ni de su mano izquierda, y ella se muestra a los esclavos, a los primeros que topa, a gentes que ni la conocen. Mirad esa ramera y prostituta cómo la conduce al amor de hombres torpes, y como ellos le mandan, así se compone.
¿Queréis ver cómo la vanagloria no hace sólo ramera al alma, sino también loca? Considerad la intención con que obra. Esa alma deja el cielo y corre desalada detrás de esclavos y pordioseros por caminos y encrucijadas y va siguiendo a los mismos que la aborrecen a gentes torpes y deformes, a quienes no quieren ni verla a ella, a quienes más la odian justamente por perecerse de amor por ellos. ¿Puede darse mayor locura que ésta? A nadie, en efecto, aborrece tanto la gente como a quienes ve que necesitan de su gloria. Por lo menos, a éstos gusta de envolver en sus acusaciones. Es como si uno, haciendo bajar del trono imperial a una doncella hija del emperador, la mandara entregarse a hombres sin vergüenza y que por añadidura la aborrecieran. Porque ésos, cuanto más los sigues, más abominan de ti; Dios, empero, cuanto más busques la gloria que de Él viene, más te atrae hacia Sí, más te alaba y mayor recompensa te prepara.
Y si quieres comprender, por otro lado, el daño que te acarreas dando por ostentación y vana gloria, considera la tristeza que se apoderará de ti, la pena continua que te atenazará cuando resuene la voz del Cristo y te diga que perdiste toda tu paga. Porque siempre es un mal la vana gloria, pero nunca mayor que cuando busca satisfacerse por medio de la misericordia, que se convierte entonces en la más dura crueldad, sacando a pública plaza las desgracias ajenas y poco menos que insultando a los que están en la miseria. Por que, si es ya un insulto echar en cara los propios beneficios, ¿qué piensas que es pregonarlos entre la gente? Ahora bien, ¿cómo huiremos este mal? Aprendiendo a dar limosna, viendo qué opinión o alabanza hemos de buscar, Porque, dime: ¿quién es, digámoslo así, el verdadero técnico de la limosna? Indudablemente, el que ha inventado la cosa, es decir, Dios es el que mejor la conoce de todos, como que Él la ejercita de modo infinito. Ahora bien, cuando aprendes la lucha, ¿a quién miras o a quiénes quieres mostrar tus ejercicios, al vendedor de verduras o peces o al maestro de gimnasia? Y, sin embargo, vendedores de verduras y pescados hay muchos; el maestro de gimnasia es uno solo.
¿Qué decir, pues, si el maestro te alaba y los otros te desprecian? ¿No es así que tú con tu maestro te reirás de ellos? ¿Qué harás si aprendes el pugilato? ¿No es así que mirarás sólo al que puede enseñártelo? Si te dedicas a la elocuencia, ¿no aceptarás las alabanzas del rétor y despreciarás todas las otras? Pues ya, ¿no es absurdo que en todas las otras artes mires a un solo maestro y aquí hagas todo lo contrario, a pesar de que el daño no es igual? Porque allí, si luchas a gusto de la gente y no a gusto del maestro, el daño no pasa de la palestra; aquí, empero, te haces semejante a Dios en la limosna por toda la vida eterna. Hazte, pues, semejante también a Él en no buscar la ostentación en la limosna. El Señor, en efecto, cuando curaba, mandaba que no se dijera nada a nadie. Mas tú quieres que los hombres te llamen misericordioso. ¿Y qué sacarás de ahí? Provecho ninguno, daño sin límites; Esos mismos a quienes tú llamas para testigos, se convierten en salteadores de tus tesoros del cielo; o, por mejor decir, no son ellos, somos nosotros mismos quienes nos despojamos de nuestros bienes, quienes tiramos lo que allá arriba teníamos depositado. ¡Oh desgracia nueva, oh loca pasión ésta! Donde la polilla no destruye ni el ladrón perfora, la vanagloria desparrama y tira. Ésta es la polilla de los tesoros de allí, éste es el ladrón de nuestras riquezas del cielo, ésta la que nos sustrae aquellos bienes inviolables. Vio el demonio que aquel lugar era inaccesible a salteadores, gusanos y demás malandanzas, y se vale de la vana gloria para sustraernos aquella riqueza.
La limosna es un misterio o cosa oculta.
¿Pero tú deseas gloria? Muy bien. ¿Y no te basta la misma del que recibe tu limosna, la gloria de Dios misericordioso, sino que buscas también la de los hombres? Mira no te encuentres con lo contrario. Mira no te condene alguno, no por misericordioso, sino de fastuoso y ambicioso, como quiera que haces trágico espectáculo de las ajenas desdichas. A la verdad, la limosna es un misterio. Cierra, pues, las puertas a fin de que nadie vea lo que no es lícito mostrar. Nuestros misterios, en realidad, eso son principalmente: misericordia y benignidad de Dios, pues por su gran misericordia, cuando aún éramos desobedientes, se compadeció de nosotros. Así, la primera oración, en que rogamos por los energúmenos, está llena de misericordia. La segunda, igualmente, por los penitentes, no otra cosa busca que la infinita misericordia. La tercera, en fin, que es por nosotros mismos, presenta ante Dios a los niños inocentes, a fin de que ellos supliquen a Dios misericordia. Porque, ya que nosotros hemos condenado nuestros propios pecados; por quienes mucho han pecado y deben ser acusados, clamamos a Dios nosotros mismos; pero por nosotros clamen los niños, a los imitadores de cuya sencillez les espera el reino de los cielos. Porque lo que esta figura representa es que quienes son humildes y sencillos como los niños, son los que mejor pueden alcanzar el perdón de los culpables. Y el misterio mismo-la Eucaristía-de cuánta misericordia, de cuánta benignidad esté lleno, sábenlo bien los iniciados.
Exhortación final: Huyamos la vanagloria para alcanzar la verdadera gloria.
Pues tú también, según tus fuerzas, cierra las puertas al hacer limosna y sólo la conozca el que la recibe, y, si fuere posible, ni ése. Mas si las abres de par en par, profanas tu misterio. Pues piensa que aun ese mismo cuya gloria buscas, te ha de condenar., Si es amigo tuyo, te condenará secretamente; si es enemigo, te pondrá en solfa delante de los demás y hallarás lo contrario de lo que andabas buscando. Tú deseabas que te llamara misericordioso, y él te llamará vanidoso, amigo de agradar a los hombres y otras cosas peores. Mas si te ocultas, dirá todo lo contrario, que eres caritativo y misericordioso. Porque Dios no consiente que una buena obra quede oculta. Si tú la escondes, Él la manifiesta, y entonces es mayor la admiración y más copioso el provecho. De suerte que, aun para con seguir la gloria, no hay nada tan contrario como la ostentación. Nada tan derechamente se opone a lo mismo que con tanto afán andamos buscando. Porque no sólo no conseguimos opinión de misericordiosos, sino de todo lo contrario. Y por añadidura, nos acarreamos también enorme daño. Por todo ello, pues, apartémonos de la vanagloria y sólo amemos la gloria de Dios. Porque de este modo alcanzaremos la gloria de la tierra y gozaremos de los bienes eternos, por la gracia y misericordia de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
San Juan Pablo II, papa
Discurso (28-03-1979): Verdadero sentido de la limosna
Discurso a los Jóvenes presentes en la Basílica de San Pedro
Miércoles 28 de marzo de 1979.
[…]
Precisamente a este amor, a la disponibilidad hacia el prójimo, hacía el otro —dimensión hoy tan congenial con la conciencia juvenil—, deseo aludir ahora, al proponer a vuestra atención el tercer ejercicio ascético que caracteriza el período cuaresmal, la limosna: «Arrepentíos y dad limosna» (cf. Mc 1, 15 y Lc 12, 33).
Al oír la palabra «limosna», vuestra sensibilidad de jóvenes amantes de la justicia y deseosos de una equitativa distribución de la riqueza, podría sentirse herida y ofendida. Me parece poderlo intuir. Por otra parte, no creáis que sois los únicos en advertir semejante reacción interior; está en sintonía con la innata hambre y sed de justicia que cada hombre lleva consigo. También los Profetas del Antiguo Testamento, cuando dirigen al pueblo de Israel la invitación a la conversión y a la verdadera religión, indican la reparación de las injusticias hacia los débiles e indefensos, como camino real para el restablecimiento de una genuina relación con Dios (cf. Is 58, 6-7).
Sin embargo, la práctica de la limosna está recomendada en todo el texto sagrado, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento; desde el Pentateuco a los Libros Sapienciales, desde el Libro de los Hechos a las Cartas Apostólicas. Pues bien, a través de un estudio de la evolución semántica de la palabra, sobra la que se han formado incrustaciones menos genuinas, debemos volver a encontrar el significado verdadero de la limosna, y sobre todo la voluntad y la alegría de dar limosna.
Limosna, palabra griega, significa etimológicamente compasión y misericordia. Circunstancias diversas e influjos de una mentalidad restrictiva han alterado y profanado en cierto modo su primigenio significado, reduciéndolo tal vez a un acto sin espíritu y sin amor.
Pero la limosna, en sí misma, se entiende esencialmente como actitud del hombre que advierte la necesidad de los otros, que quiere hacer partícipes a los otros del propio bien. ¿Quién diría que no habrá siempre otro que tenga necesidad de ayuda, ante todo espiritual, de apoyo, de consuelo, de fraternidad, de amor? El mundo está siempre muy pobre de amor.
Definida así, la limosna es acto de altísimo valor positivo, de cuya bondad no está permitido dudar, y que debe encontrar en nosotros una disponibilidad fundamental de corazón y de espíritu, sin la cual no existe verdadera conversión a Dios.
Aun cuando no dispongamos de riquezas y de capacidades concretas para subvenir a las necesidades del prójimo, no podemos sentirnos dispensados de abrir nuestro espíritu a sus necesidades y de aliviarlas en la medida de lo posible. Acordaos del óbolo de la viuda, que echó en el tesoro del templo sólo dos pequeñas monedas, pero juntamente todo su gran amor: «Esta echó de su indigencia todo lo que tenía para el sustento» (Lc 21, 4).
Queridísimos, el tema es atrayente, nos llevaría lejos; lo dejo a vuestra reflexión. Os acompañen hacia la alegría pascual mi afecto, mi simpatía, mi bendición.
Santa Teresa de Calcuta, fundadora de las Hermanas Misioneras de la Caridad
Obras: Un Camino muy simple
«Aquellos han dado de lo que les sobraba, pero ella ha dado lo que necesitaba»
Debéis dar lo que os cueste alguna cosa. No basta con dar solamente eso de lo que podéis prescindir, sino también de aquello de lo que no podéis ni queréis prescindir, aquellas cosas a las cuales estáis atadas. Entonces vuestro don llegará a ser un sacrificio precioso a los ojos de Dios… A eso yo le llamo el amor en acto.
Todos los días veo crecer este amor, en los niños, en los hombres y en las mujeres. Un día bajaba yo por la calle; un mendigo se me acerca y me dice: «Madre Teresa, todo el mundo te hace regalos; también yo quiero darte alguna cosa. Hoy he recibido tan sólo veintinueve céntimos en todo el día y te los quiero dar.» Reflexioné un momento; si acepto estos veintinueve céntimos (que no valen prácticamente nada), él corre el riesgo de no poder comer nada esta noche, y si no se los acepto, le voy a dar un disgusto. Entonces, extendí la mano y cogí el dinero. Nunca jamás he visto sobre ningún rostro tanto gozo como en el de este hombre, por el mero hecho de haber podido dar algo a Madre Teresa ¡Se sintió muy feliz! Fue para él, que había mendigado todo el día bajo el sol, un enorme sacrificio el darme esta irrisoria cantidad con la que no se podía hacer nada. Pero fue maravilloso también porque estas pequeñas monedas, a las que renunciaba, llegaban a ser una gran fortuna porque habían sido dadas con tanto amor.
Benedicto XVI, papa
Mensaje: Jesucristo, siendo rico se hizo pobre.
Mensaje para la Cuaresma 2008.
4. La Escritura, al invitarnos a considerar la limosna con una mirada más profunda, que trascienda la dimensión puramente material, nos enseña que hay mayor felicidad en dar que en recibir (Hch 20,35). Cuando actuamos con amor expresamos la verdad de nuestro ser: en efecto, no hemos sido creados para nosotros mismos, sino para Dios y para los hermanos (cf. 2Cor 5,15). Cada vez que por amor de Dios compartimos nuestros bienes con el prójimo necesitado experimentamos que la plenitud de vida viene del amor y lo recuperamos todo como bendición en forma de paz, de satisfacción interior y de alegría. El Padre celestial recompensa nuestras limosnas con su alegría.
Más aún: san Pedro cita entre los frutos espirituales de la limosna el perdón de los pecados. “La caridad –escribe– cubre multitud de pecados” (1P 4,8). Como repite a menudo la liturgia cuaresmal, Dios nos ofrece a los pecadores la posibilidad de ser perdonados. El hecho de compartir con los pobres lo que poseemos nos dispone a recibir ese don. En este momento pienso en los que sienten el peso del mal que han hecho y, precisamente por eso, se sienten lejos de Dios, temerosos y casi incapaces de recurrir a él. La limosna, acercándonos a los demás, nos acerca a Dios y puede convertirse en un instrumento de auténtica conversión y reconciliación con él y con los hermanos.
5. La limosna educa a la generosidad del amor. San José Benito Cottolengo solía recomendar: “Nunca contéis las monedas que dais, porque yo digo siempre: si cuando damos limosna la mano izquierda no tiene que saber lo que hace la derecha, tampoco la derecha tiene que saberlo” (Detti e pensieri, Edilibri, n. 201). Al respecto es significativo el episodio evangélico de la viuda que, en su miseria, echa en el tesoro del templo “todo lo que tenía para vivir” (Mc 12,44). Su pequeña e insignificante moneda se convierte en un símbolo elocuente: esta viuda no da a Dios lo que le sobra, no da lo que posee, sino lo que es: toda su persona.
Este episodio conmovedor se encuentra dentro de la descripción de los días que precedente inmediatamente a la pasión y muerte de Jesús, el cual, como señala San Pablo, se hizo pobre a fin de enriquecernos con su pobreza (cf. 2Cor 8,9); se ha entregado a sí mismo por nosotros. La Cuaresma nos impulsa a seguir su ejemplo, también a través de la práctica de la limosna. Siguiendo sus enseñanzas podemos aprender a hacer de nuestra vida un don total; imitándolo estaremos dispuestos a dar, no tanto algo de lo que poseemos, sino a darnos a nosotros mismos.
¿Acaso no se resume todo el Evangelio en el único mandamiento de la caridad? Por tanto, la práctica de la limosna se convierte en un medio para profundizar nuestra vocación cristiana. El cristiano, cuando gratuitamente se ofrece a sí mismo, da testimonio de que no es la riqueza material la que dicta las leyes de la existencia, sino el amor. Por tanto, lo que da valor a la limosna es el amor, que inspira formas distintas de don, según las posibilidades y las condiciones de cada uno.
6. Queridos hermanos y hermanas, [estamos invitados] a “entrenarnos” espiritualmente, también mediante la práctica de la limosna, para crecer en la caridad y reconocer en los pobres a Cristo mismo. Los Hechos de los Apóstoles cuentan que el apóstol san Pedro dijo al tullido que le pidió una limosna en la entrada del templo: “No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, echa a andar” (Hch 3,6).
Con la limosna regalamos algo material, signo del don más grande que podemos ofrecer a los demás con el anuncio y el testimonio de Cristo, en cuyo nombre está la vida verdadera. Por tanto, este tiempo ha de caracterizarse por un esfuerzo personal y comunitario de adhesión a Cristo para ser testigos de su amor…
Uso litúrgico de este texto (Homilías)
- Domingo XXXII del Tiempo Ordinario (Ciclo B)
- Sábado IX Tiempo Ordinario