Mc 12, 18-27: Sobre la Resurrección
/ 3 junio, 2015 / San MarcosEl Texto (Mc 12, 18-27)
Texto Bíblico
18 Se le acercan unos saduceos, los cuales dicen que no hay resurrección, y le preguntan: 19 «Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero no hijos, que se case con la viuda y dé descendencia a su hermano”. 20 Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos; 21 el segundo se casó con la viuda y murió también sin hijos; lo mismo el tercero; 22 y ninguno de los siete dejó hijos. Por último murió la mujer. 23 Cuando llegue la resurrección y resuciten, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete han estado casados con ella». 24 Jesús les respondió: «¿No estáis equivocados, por no entender la Escritura ni el poder de Dios? 25 Pues cuando resuciten, ni los hombres se casarán ni las mujeres serán dadas en matrimonio, serán como ángeles del cielo. 26 Y a propósito de que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en el episodio de la zarza, lo que le dijo Dios: “Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob”? 27 No es Dios de muertos, sino de vivos. Estáis muy equivocados».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Justino, filósofo y mártir
Tratado sobre la resurrección
2.4.7-9
«Los muertos resucitan» (Mc 12,26)
Los que están en el error dicen que no hay resurrección de la carne, que es imposible que ésta, después de ser destruida y reducida a polvo, encuentre de nuevo su integridad. Según ellos la resurrección de la carne no sólo sería imposible, sino perjudicial: censuran la carne, critican sus defectos, la hacen responsable de los pecados; dicen que si esta carne ha de resucitar, también resucitarán sus defectos… Pero el Salvador dice: «Los que resucitan, ni los hombres ni las mujeres se casarán; serán como los ángeles del cielo». Ahora bien, ellos dicen que los ángeles no tienen carne, ni comen, ni se unen. Así pues, dicen ellos, no habrá resurrección de la carne…
¡Cuán ciegos son los ojos del entendimiento solo! Porque no han visto en la tierra «que los ciegos ven, que los cojos andan» (Mt 11,5) gracias a la palabra del Salvador…, para que creamos que en la resurrección, la carne resucitará completa. Si en esta tierra él curó las enfermedades de la carne y devolvió al cuerpo su integridad, cuánto más lo hará en el momento de la resurrección a fin de que la carne resucite sin defecto, íntegramente… Me parece que esa gente ignora el conjunto de la acción divina en los orígenes de la creación, en la formación del hombre; ignoran porque han sido hechas las cosas terrestres.
El Verbo dijo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1,26)… Es evidente que el hombre, modelado a imagen de Dios, sea de carne. Así que ¡qué absurdo pretender menospreciar, sin ningún mérito, a la carne modelada por Dios según su propia imagen! Que la carne sea preciosa a los ojos de Dios, es evidente por ser su obra. Y porque en ella se encuentra el principio de su proyecto para el resto de la creación, es por lo que ella es lo más precioso a los ojos del creador.
San Juan Pablo II, papa
* Este evangelio fue comentado ampliamente por el Papa Juan Pablo en las audiencias generales de los miércoles que constituyeron más tarde la llamada «Teología del Cuerpo». Aquí solamente algunas de dichas audiencias. Si se desea profundizar algún otro aspecto sólo hay que referirse a dichas audiencias en la página web del Vaticano (vatican.va)
Catequesis: Audiencia General (11-11-1981)
Miércoles 11 de noviembre de 1981
La teología del cuerpo
1. Reanudamos hoy, después de una pausa más bien larga, las meditaciones que veníamos haciendo desde hace tiempo y a las que hemos llamado reflexiones sobre la teología del cuerpo.
Al continuar, conviene ahora que volvamos de nuevo a las palabras del Evangelio, en las que Cristo hace referencia a la resurrección: palabras que tienen una importancia fundamental para entender el matrimonio en el sentido cristiano y también «la renuncia” a la vida conyugal “por el reino de los cielos”.
La compleja casuística del Antiguo Testamento en el campo matrimonial no sólo impulsó a los fariseos a ir a Cristo para plantearle el problema de la indisolubilidad del matrimonio (cf. Mt 19, 3-9; Mc 10, 2-12), sino también a los saduceos en otra ocasión para preguntarle por la ley del llamado levirato [1]. Los sinópticos relatan concordemente esta conversación (cf. Mt 22, 24-30; Mc 12, 18-27; Lc 20, 27-40. Aunque las tres redacciones sean casi idénticas, sin embargo, se notan entre ellas algunas diferencias leves, pero, al mismo tiempo, significativas. Puesto que la conversación está en tres versiones, la de Mateo, Marcos y Lucas, se requiere un análisis más profundo, en cuanto que la conversación comprende contenidos que tienen un significado esencial para la teología del cuerpo.
Junto a los otros dos importantes coloquios, esto es: aquel en el que Cristo hace referencia al “principio” (cf. Mt 19, 3-9; Mc 10, 2-12), y el otro en el que apela a la intimidad del hombre (al “corazón”), señalando al deseo y a la concupiscencia de la carne como fuente del pecado (cf. Mt 5, 27-32), el coloquio que ahora nos proponemos someter a análisis, constituye, diría, el tercer miembro del tríptico de las enunciaciones de Cristo mismo: tríptico de palabras esenciales y constitutivas para la teología del cuerpo. En este coloquio Jesús alude a la resurrección, descubriendo así una dimensión completamente nueva del misterio del hombre.
2. La revelación de esta dimensión del cuerpo, estupenda en su contenido —y vinculada también con el Evangelio releído en su conjunto y hasta el fondo—, emerge en el coloquio con los saduceos, “que niegan la resurrección” (Mt 22, 23); vinieron a Cristo para exponerle un tema que —a su juicio— convalida el carácter razonable de su posición. Este tema debía contradecir “las hipótesis de la resurrección”[2]. El razonamiento de los saduceos es el siguiente: “Maestro, Moisés nos ha prescrito que, si el hermano de uno viniere a morir y dejare la mujer sin hijos, tome el hermano esa mujer y dé sucesión a su hermano” (Mc 12, 19). Los saduceos se refieren a la llamada ley del levirato (cf. Dt 25, 5-10), y basándose en la prescripción de esa antigua ley, presentan el siguiente “caso”: “Eran siete hermanos. El primero tomó mujer, pero al morir no dejó descendencia. La tomó el segundo, y murió sin dejar sucesión, e igual el tercero, y de los siete ninguno dejó sucesión. Después de todos murió la mujer. Cuando en la resurrección resuciten, ¿de quién será la mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer” (Mc 12, 20-23)[3].
3. La respuesta de Cristo es una de las respuestas-clave del Evangelio, en la que se revela — precisamente a partir de los razonamientos puramente humanos y en contraste con ellos — otra dimensión de la cuestión, es decir, la que corresponde a la sabiduría y a la potencia de Dios mismo. Análogamente, por ejemplo, se había presentado el caso de la moneda del tributo con la imagen de César, y de la relación correcta entre lo que en el ámbito de la potestad es divino y lo que es humano (“de César”) (cf. Mt 22, 15-22). Esta vez Jesús responde así: “¿No está bien claro que erráis y que desconocéis las Escrituras y el poder de Dios? Cuando en la resurrección resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán dadas en matrimonio, sino que serán como ángeles en los cielos” (Mc 12, 24-25). Esta es la respuesta basilar del “caso”, es decir, del problema que en ella se encierra. Cristo, conociendo las concepciones de los saduceos, e intuyendo sus auténticas intenciones, toma de nuevo inmediatamente el problema de la posibilidad de la resurrección, negada por los saduceos mismos: “Por lo que toca a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo habló Dios diciendo Yo soy el Dios de Abraham, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob? No es Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12, 26-27).
Como se ve, Cristo cita al mismo Moisés al cual han hecho referencia los saduceos, y termina afirmando: “Muy errados andáis” (Mc 12, 27).
4. Cristo repite por segunda vez esta afirmación conclusiva. Efectivamente, la primera vez la pronunció al comienzo de su exposición. Entonces dijo: “Estáis en el error y ni conocéis las Escrituras ni el poder de Dios”: así leemos en Mateo (22, 29). Y en Marcos: “¿No está bien claro que erráis y que desconocéis las Escrituras y el poder de Dios?” (Mc 12, 24). En cambio, la misma respuesta de Cristo, en la versión de Lucas (20, 27-36), carece de acento polémico, de ese “estáis en gran error”. Por otra parte, él proclama lo mismo en cuanto que introduce en la respuesta algunos elementos que no se hallan ni en Mateo ni en Marcos. He aquí el texto: “Díjoles Jesús: Los hijos de este siglo toman mujeres y maridos. Pero los juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de los muertos, ni tomarán mujeres ni maridos, porque ya no pueden morir y son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección” (Lc 20, 34-36). Por lo que respecta a la posibilidad misma de la resurrección, Lucas — como los otros dos sinópticos — hace referencia a Moisés, o sea, al pasaje del libro del Éxodo 3, 2-6, en el que efectivamente, se narra que el gran legislador de la Antigua Alianza había oído desde la zarza que “ardía y no se consumía”, las siguientes palabras: “Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob” (Éx 3, 6). En el mismo lugar, cuando Moisés preguntó el nombre de Dios, había escuchado la respuesta: “Yo soy el que soy” (Éx 3, 14).
Así, pues, al hablar de la futura resurrección de los cuerpos, Cristo hace referencia al poder mismo de Dios viviente. Consideraremos de modo más detallado este tema.
Notas
[1]. Esta ley, contenida en el Deuteronomio 25, 7-10, se refiere a los hermanos que habitan bajo el mismo techo. Si uno de ellos moría sin dejar hijos, el hermano del difunto debía tomar por mujer a la viuda del hermano muerto. El niño nacido de este matrimonio era reconocido hijo del difunto, a fin de que no se extinguiese su estirpe y se conservase en la familia la heredad (cf. 3, 9-4, 12).
[2]. En el tiempo de Cristo los saduceos formaban, en el ámbito del judaísmo, una secta ligada al círculo de la aristocracia sacerdotal. Contraponían a la tradición oral y a la teología elaboradas por los fariseos, la interpretación literal del Pentateuco, al que consideraban fuente principal de la religión yahvista. Dado que en los libros bíblicos más antiguos no se hacía mención de la vida de ultratumba, los saduceos rechazaban la escatología proclamada por los fariseos, afirmando que “las almas mueren juntamente con el cuerpo” (cf. Joseph., Antiquitates Judaicae, XVII 1. 4, 16).
Sin embargo no conocemos directamente las concepciones de los saduceos, ya que todos sus escritos se perdieron después de la destrucción de Jerusalén en el año 70, cuando desapareció la misma secta. Son escasas las informaciones referentes a los saduceos; las tomamos de los escritos de sus adversarios ideológicos.
[3]. Los saduceos, al dirigirse a Jesús para un “caso» puramente teórico, atacan, al mismo tiempo, la primitiva concepción de los fariseos sobre la vida después de la resurrección de los cuerpos; efectivamente, insinúan que la fe en la resurrección de los cuerpos lleva a admitir la poliandria, que está en contraste con la ley de Dios.
Joseph Ratzinger (Benedicto XVI
Mitarbeiter der Warhrheit
«No es Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12,27)
El cristianismo no promete tan sólo la salvación del alma, en un más allá cualquiera donde todos los valores y las cosas preciosas de este mundo desaparecerán como si se tratara de una escena que se hubiera construido en otro tiempo y que desaparece desde aquel momento. El cristianismo promete la eternidad de todo lo que se ha realizado en la tierra.
Dios conoce y ama a este hombre total que somos actualmente. Es, pues, inmortal lo que crece y se desarrolla en nuestra vida ya desde ahora. Es en nuestro cuerpo que sufrimos y que amamos, que esperamos, que experimentamos el gozo y la tristeza, que progresamos a lo largo del tiempo. Todo lo que se desarrolla así en nuestra vida de ahora, es lo que es imperecedero. Es pues, imperecedero lo que hemos llegado a ser en nuestro cuerpo, lo que ha crecido y madurado en el corazón de nuestra vida, unido a las cosas de este mundo. Es «el hombre total» tal cual está situado en este mundo, tal cual ha vivido y sufrido, el que un día será llevado a la eternidad de Dios y tendrá parte en Dios mismo, por la eternidad. Es esto lo que debe llenarnos de un gozo profundo.
Catequesis: Audiencia General (18-11-1981)
La resurrección de los cuerpos
según las palabras de Jesús a los saduceos
1. «Estáis en un error, y ni conocéis las Escrituras ni el poder de Dios» (Mt 22, 29); así dijo Cristo a los saduceos, los cuales —al rechazar la fe en la resurrección futura de los cuerpos— le habían expuesto el siguiente caso: «Había entre nosotros siete hermanos; y casado el primero, murió sin descendencia, y dejó la mujer a su hermano (según la ley mosaica del «levirato»); igualmente el segundo y el tercero, hasta los siete. Después de todos murió la mujer. Pues en la resurrección, ¿de cuál de los siete será la mujer?» (Mt 22, 25-28).
Cristo replica a los saduceos afirmando, al comienzo y al final de su respuesta, que están en un gran error, no conociendo ni las Escrituras ni el poder de Dios (cf. Mc 12, 24; Mt 22, 29). Puesto que la conversación con los saduceos la refieren los tres Evangelios sinópticos, confrontemos brevemente los relativos textos.
2. La versión de Mateo (22, 24-30), aunque no haga referencia a la zarza, concuerda casi totalmente con la de Marcos (12, 18-25). Las dos versiones contienen dos elementos esenciales: 1) la enunciación sobre la resurrección futura de los cuerpos; 2) la enunciación sobre el estado de los cuerpos de los hombres resucitados [1]. Estos dos elementos se encuentran también en Lucas (20, 27-36)[2]. El primer elemento, concerniente a la resurrección futura de los cuerpos, está unido, especialmente en Mateo y en Marcos, con las palabras dirigidas a los saduceos, según las cuales, ellos no conocían «ni las Escrituras ni el poder de Dios». Esta afirmación merece una atención particular, porque precisamente en ella Cristo puntualiza las bases mismas de la fe en la resurrección, a la que había hecho referencia al responder a la cuestión planteada por los saduceos con el ejemplo concreto de la ley mosaica del levirato.
3. Sin duda, los saduceos tratan la cuestión de la resurrección como un tipo de teoría o de hipótesis, susceptible de superación [3]. Jesús les demuestra primero un error de método: no conocen las Escrituras; y luego, un error de fondo: no aceptan lo que está revelado en las Escrituras —no conocen el poder de Dios—, no creen en Aquel que se reveló a Moisés en la zarza ardiente. Se trata de una respuesta muy significativa y muy precisa. Cristo se encuentra aquí con hombres que se consideran expertos y competentes intérpretes de las Escrituras. A estos hombres —esto es, a los saduceos— les responde Jesús que el solo conocimiento literal de la Escritura no basta. Efectivamente, la Escritura es, sobre todo, un medio para conocer el poder de Dios vivo, que se revela en ella a sí mismo, igual que se reveló a Moisés en la zarza. En esta revelación El se ha llamado a sí mismo «el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y de Jacob»[4], de aquellos, pues, que habían sido los padres de Moisés en la fe, que brota de la revelación del Dios viviente. Todos ellos han muerto ya hace mucho tiempo; sin embargo, Cristo completa la referencia a ellos con la afirmación de que Dios «no es Dios de muertos, sino de vivos». Esta afirmación-clave, en la que Cristo interpreta las palabras dirigidas a Moisés desde la zarza ardiente, sólo pueden ser comprendidas si se admite la realidad de una vida, a la que la muerte no pone fin. Los padres de Moisés en la fe, Abraham, Isaac y Jacob, para Dios son personas vivientes (cf. Lc 20, 38: «porque para El todos viven»), aunque, según los criterios humanos, haya que contarlos entre los muertos. Interpretar correctamente la Escritura, y en particular estas palabras de Dios, quiere decir conocer y acoger con la fe el poder del Dador de la vida, el cual no está atado por la ley de la muerte, dominadora en la historia terrena del hombre.
4. Parece que de este modo hay que interpretar la respuesta de Cristo sobre la posibilidad de la resurrección [5], dada a los saduceos, según la versión de los tres sinópticos. Llegará el momento en que Cristo dé la respuesta, sobre esta materia, con la propia resurrección; sin embargo, por ahora se remite al testimonio del Antiguo Testamento, demostrando cómo se descubre allí la verdad sobre la inmortalidad y sobre la resurrección. Es preciso hacerlo no deteniéndose solamente en el sonido de las palabras, sino remontándose también al poder de Dios, que se revela en esas palabras. La alusión a Abraham, Isaac y Jacob en aquella teofanía concedida a Moisés, que leemos en el libro del Éxodo (3, 2-6), constituye un testimonio que Dios vivo da de aquellos que viven «para El»; de aquellos que gracias a su poder tienen vida, aún cuando, quedándose en las dimensiones de la historia, sería preciso contarlos, desde hace mucho tiempo, entre los muertos.
5. El significado pleno de este testimonio, al que Jesús se refiere en su conversación con los saduceos, se podría entender (siempre sólo a la luz del Antiguo Testamento) del modo siguiente: Aquel que es —Aquel que vive y que es la Vida— constituye la fuente inagotable de la existencia y de la vida, tal como se reveló al «principio», en el Génesis (cf. Gén 1-3). Aunque, a causa del pecado, la muerte corporal se haya convertido en la suerte del hombre (cf. Gén 3, 19)[6]6, y aunque le haya sido prohibido el acceso al árbol de la vida (gran símbolo del libro del Génesis) (cf. Gén 3, 22), sin embargo, el Dios viviente, estrechando su alianza con los hombres (Abraham, Patriarcas, Moisés, Israel), renueva continuamente, en esta Alianza, la realidad misma de la Vida, desvela de nuevo su perspectiva y, en cierto sentido, abre nuevamente el acceso al árbol de la vida. Juntamente con la Alianza, esta vida, cuya fuente es Dios mismo, se da en participación a los mismos hombres que, a consecuencia de la ruptura de la primera Alianza, habían perdido el acceso al árbol de la vida, y en las dimensiones de su historia terrena habían sido sometidos a la muerte.
6. Cristo es la última palabra de Dios sobre este tema; efectivamente, la Alianza, que con El y por El se establece entre Dios y la humanidad, abre una perspectiva infinita de Vida: y el acceso al árbol de la vida —según el plano originario del Dios de la Alianza— se revela a cada uno de los hombres en su plenitud definitiva. Este será el significado de la muerte y de la resurrección de Cristo, éste será el testimonio del misterio pascual. Sin embargo, la conversación con los saduceos se desarrolla en la fase pre-pascual de la misión mesiánica de Cristo. El curso de la conversación según Mateo (22, 24-30), Marcos (12, 18-27) y Lucas (20, 27-36) manifiesta que Cristo —que otras veces, particularmente en las conversaciones con sus discípulos, había hablado de la futura resurrección del Hijo del hombre (cf., por ejemplo, Mt 17, 9. 23; 20, 19 y paral.)— en la conversación con los saduceos, en cambio, no se remite a este argumento. Las razones son obvias y claras. La conversación tiene lugar con los saduceos, «los cuales afirman que no hay resurrección» (como subraya el Evangelista), es decir, ponen en duda su misma posibilidad, y a la vez se consideran expertos de la Escritura del Antiguo Testamento y sus intérpretes calificados. Y, por esto, Jesús se refiere al Antiguo Testamento, y, basándose en él, les demuestra que «no conocen el poder de Dios»[7].
7. Respecto a la posibilidad de la resurrección, Cristo se remite precisamente a ese poder, que va unido con el testimonio del Dios vivo, que es el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob y el Dios de Moisés. El Dios, a quien los saduceos «privan» de este poder, no es el verdadero Dios de sus Padres, sino del Dios de sus hipótesis e interpretaciones. Cristo, en cambio, ha venido para dar testimonio del Dios de la Vida en toda la verdad de su poder que se despliega en la vida del hombre.
[1] Aunque el Nuevo Testamento no conoce la expresión «la resurrección de los cuerpos» (que aparecerá por vez primera en San Clemente: 2 Clem 9, 1 y en Justino: Dial 80, 5) y utilice la expresión «resurrección de los muertos», entendiendo con ella al hombre en su integridad, sin embargo, es posible hallar en muchos textos del Nuevo Testamento la fe en la inmortalidad del alma y su existencia incluso fuera del cuerpo. (cf. por ejemplo: Lc 23, 43; Flp 1, 23-24; 2 Cor 5, 6-8).
[2] El texto de Lucas contiene algunos elementos nuevos en torno a los cuales se desarrolla la discusión de los exégetas.
[3] Como es sabido, en el judaísmo de aquel período no se formuló claramente una doctrina acerca de la resurrección; existían sólo las diversas teorías lanzadas por cada una de las escuelas.
Los fariseos, que cultivaban la especulación teológica, desarrollaron fuertemente la doctrina sobre la resurrección, viendo alusiones a ella en todos los libros del Antiguo Testamento. Sin embargo, entendían la futura resurrección de modo terrestre y primitivo, preanunciando por ejemplo un enorme aumento de la recolección y de la fertilidad en la vida después de la resurrección.
Los saduceos, en cambio, polemizaban contra esta concepción, partiendo de la premisa que el Pentateuco no habla de la escatología. Es necesario también tener presente que en el siglo I el canon de los libros del Antiguo Testamento no estaba aún establecido.
El caso presentado por los saduceos ataca directamente a la concepción farisaica de la resurrección. En efecto, los saduceos pensaban que Cristo era seguidor de ellos.
La respuesta de Cristo corrige igualmente tanto la concepción de los fariseos, como la de los saduceos.
[4] Esta expresión no significa: «Dios que era honrado por Abraham, Isaac y Jacob», sino: «Dios que tenía cuidado de los Patriarcas y los libraba».
Esta fórmula se vuelve a encontrar en el libro del Exodo: 3, 6; 3, 15; 46; 4, 5, siempre en el contexto de la promesa de liberación de Israel: el nombre del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob es prenda y garantía de esta liberación.
«Dieu de X est synonyme de secours, de soutien et d’abri pour Israel». Un sentido semejante se encuentra en el Génesis 49, 24: «Por el poderío del fuerte de Jacob, por el nombre del Pastor de Israel. En el Dios de tu padre hallarás tu socorro» (cf. Gén 49, 24-25; cf. también: Gén 24, 27; 26, 24; 28, 13; 32, 10; 46, 3).
Cf. F. Dreyfus, o.p., «L’argument scripturaire de Jésus en faveur de la résurrection des morts (Mc XII, 26-27), Révue Biblique 66, 1959, 218.
La fórmula: «Dios de Abraham, Isaac y Jacob», en la que se citan los tres nombres de los Patriarcas, indicaba en la exégesis de los Patriarcas, indicaba en la exégesis judaica, contemporánea de Jesús, la relación de Dios con el Pueblo de la Alianza como comunidad.
Cf. E. Ellis, Jesus, The Sadducees and Qumram, New Testament Studies, 10, 1963-64, 275.
[5] Según nuestro modo actual de comprender este texto evangélico, el razonamiento de Jesús sólo mira a la inmortalidad; en efecto, si los Patriarcas viven después de su muerte ya ahora antes de la resurrección escatológica del cuerpo, entonces la constatación de Jesús mira a la inmortalidad del alma y no habla de la resurrección del cuerpo.
Pero el razonamiento de Jesús fue dirigido a los saduceos que no conocían el dualismo del cuerpo y del alma, aceptando sólo la bíblica unidad sico-fisica del hombre que es «el cuerpo y el aliento de vida». Por esto, según ellos, el alma muere juntamente con el cuerpo. La afirmación de Jesús, según la cual los Patriarcas viven, para los saduceos sólo podía significar la resurrección con el cuerpo.
[6] No nos detenemos aquí sobre la concepción de la muerte en el sentido puramente veterotestamentario, sino que tomamos en consideración la antropología teológica en su conjunto.
[7] Este es el argumento determinante que comprueba la autenticidad de la discusión con los saduceos.
Si la perícopa constituye «un añadido postpascual de la comundiad cristiana» (como pensaba, por ejemplo, R. Bultmann), la fe en la resurrección de los cuerpos estaría apoyada por el hecho de la resurrección de Cristo, que se imponía como una fuerza irresistible, como lo da a entender por ejemplo San Pablo (cf. 1 Cor 15, 12).
Cf. J. Jeremias, Neutestamentliche Theologie, I Teil, Gutersloh 1971 (Mohn) ; cf., además, I. H. Marshall, The Golpel of Luke, Exeter 1978, The Paternoster Press, pág. 738.
La referencia al Pentateuco —mientras en el Antiguo Testamento hay textos que tratan directamente de la resurrección (como por ejemplo, Is 26, 19, o Dan 12, 2)— testimonia que la conversación se tuvo realmente con los saduceos, los cuales consideraban el Pentateuco la única autoridad decisiva.
La estructura de la controversia demuestra que ésta era una discusión rabínica, según los modelos clásicos que se usaban en las academias de entonces.
Cf. J. Le Moyne, o.s.b., Les Sadducéeus, París 1972, Gabalda, pág. 124 y s.; E Lohmeyer, Das Evangelium des Markus, Göttingen 1959, pág. 257; D. Daube, New Testament and Rabbinic Judaism, Londres 1956, págs. 158-163; J. Rademakers, s.j., La bonne nouvelle de Jèsus selon St. Marc, Bruselas 1974, Institut d’Etudes Théologiques, pág. 313.
Catequesis: Audiencia General (02-12-1981)
La resurrección de los cuerpos
según las palabras de Jesús referidas por los Evangelios sinópticos
1. «Porque cuando resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán dadas en matrimonio» (Mc 12, 25). Cristo pronuncia estas palabras, que tienen un significado clave para la teología del cuerpo, después de haber afirmado, en la conversación con los saduceos, que la resurrección corresponde a la potencia del Dios viviente. Los tres Evangelios sinópticos refieren el mismo enunciado, sólo que la versión de Lucas se diferencia en algunos detalles de la de Mateo y Marcos. Para los tres es esencial la constatación de que, en la futura resurrección los hombres, después de haber vuelto a adquirir sus cuerpos en la plenitud de la perfección propia de la imagen y semejanza de Dios —después de haberlos vuelto a adquirir en su masculinidad y feminidad—, «ni se casarán ni serán dados en matrimonio». Lucas en el capítulo 20, 34-35 expresa la misma idea con las palabras siguientes: «Los hijos de este siglo toman mujeres y maridos. Pero los juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de los muertos, ni tomaran mujeres ni maridos».
2. Como se deduce de estas palabras, el matrimonio, esa unión en la que, según dice el libro del Génesis, «el hombre… se unirá a su mujer, y vendrán a ser los dos una sola carne» (2, 24) — unión propia del hombre desde el «principio»— pertenece exclusivamente a «este siglo». El matrimonio y la procreación, en cambio, no constituyen el futuro escatológico del hombre. En la resurrección pierden, por decirlo así, su razón de ser. Ese «otro siglo» del que habla Lucas (20, 35), significa la realización definitiva del género humano, la clausura cuantitativa del círculo de seres que fueron creados a imagen y semejanza de Dios, a fin de que multiplicándose a través de la conyugal «unidad en el cuerpo» de hombres y mujeres, sometiesen la tierra. Ese «otro siglo» no es el mundo de la tierra, sino el mundo de Dios, el cual, como sabemos por la primera carta de Pablo a los Corintios, lo llenará totalmente, viniendo a ser «todo en todos» (1Cor 15, 28).
3. Al mismo tiempo, ese «otro siglo», que, según la Revelación, es «el Reino de Dios», es también la definitiva y eterna «patria» del hombre (cf. Flp 3, 20), es la «casa del Padre» (Jn 14, 2). Ese «otro siglo», como nueva patria del hombre, emerge definitivamente del mundo actual, que es temporal —sometido a la muerte, o sea, a la destrucción del cuerpo (cf. Gén 3, 19: «al polvo volverás»)— a través de la resurrección. La resurrección, según las palabras de Cristo referidas por los sinópticos, significa no sólo la recuperación de la corporeidad y el restablecimiento de la vida humana en su integridad mediante la unión del cuerpo con el alma, sino también un estado totalmente nuevo de la misma vida humana. Hallamos la confirmación de este nuevo estado del cuerpo en la resurrección de Cristo (cf. Rom 6, 5-11). Las palabras que refieren los sinópticos (Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 34-35) volverán a sonar entonces (esto es, después de la resurrección de Cristo) —para aquellos que las habían oído, diría que casi con una nueva fuerza probativa y, al mismo tiempo, adquirirán el carácter de una promesa convincente. Sin embargo, por ahora nos detenemos sobre estas palabras en su fase «pre-pascual», basándonos solamente en la situación en la que fueron pronunciadas. No cabe duda de que ya en la respuesta dada a los saduceos, Cristo descubre la nueva condición del cuerpo humano en la resurrección, y lo hace precisamente mediante una referencia y un parangón con la condición de la que el hombre había sido hecho partícipe desde el «principio».
4. Las palabras: «ni se casarán ni serán dadas en matrimonio» parecen afirmar, a la vez, que los cuerpos humanos, recuperados y al mismo tiempo renovados en la resurrección, mantendrán su peculiaridad masculina o femenina y que el sentido de ser varón o mujer en el cuerpo en el «otro siglo» se constituirá y entenderá de modo diverso del que fue desde «el principio» y, luego en toda la dimensión de la existencia terrena. Las palabras del Génesis: «dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y vendrán a ser los dos una sola carne» (2, 24), han constituido desde el principio esa condición y relación de masculinidad y feminidad que se extiende también al cuerpo, y a la que justamente es necesario definir «conyugal» y al mismo tiempo «procreadora» y «generadora»; efectivamente, está unida con la bendición de la fecundidad, pronunciada por Dios (Elohim) en la creación del hombre «varón y mujer» (Gén 1, 27). Las palabras pronunciadas por Cristo sobre la resurrección nos permiten deducir que la dimensión de masculinidad y feminidad —esto es, el ser en el cuerpo varón y mujer— quedará nuevamente constituida juntamente con la resurrección del cuerpo en el «otro siglo».
5. ¿Se puede decir algo aún más detallado sobre este tema? Sin duda, las palabras de Cristo referidas por los sinópticos (especialmente en la versión de Lc 20, 27-40) nos autorizan a esto. Efectivamente, allí leemos que «los juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de los muertos… ya no pueden morir y son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección» (Mateo y Marcos dicen sólo que «serán como ángeles en los cielos»). Este enunciado permite sobre todo deducir una espiritualización del hombre según una dimensión diversa de la de la vida terrena (e incluso diversa de la del mismo «principio»). Es obvio que aquí no se trata de transformación de la naturaleza del hombre en la angélica, esto es, puramente espiritual. El contexto indica claramente que el hombre conservará en el «otro siglo» la propia naturaleza humana sicosomática. Si fuese de otra manera, carecería de sentido hablar de resurrección.
Resurrección significa restitución a la verdadera vida de la corporeidad humana, que fue sometida a la muerte en su fase temporal. En la expresión de Lucas (20, 36) citada hace un momento (y en la de Mateo 22, 30 y Marcos 12, 25) se trata ciertamente de la naturaleza humana, es decir, sicosomática. La comparación con los seres celestes, utilizada en el contexto, no constituye novedad alguna en la Biblia. Entre otros, ya el Salmo, exaltando al hombre como obra del Creador, dice: «Lo hiciste poco inferior a los ángeles» (Sal 8, 6). Es necesario suponer que en la resurrección esta semejanza se hará mayor; no a través de una desencarnación del hombre, sino mediante otro modo (incluso se podría decir: otro grado) de espiritualización de su naturaleza somática, esto es, mediante otro «sistema de fuerzas» dentro del hombre. La resurrección significa una nueva sumisión del cuerpo al espíritu.
6. Antes de disponernos a desarrollar este tema, conviene recordar que la verdad sobre la resurrección tuvo un significado clave para la formación de toda la antropología teológica, que podría ser considerada sencillamente como «antropología de la resurrección». La reflexión sobre la resurrección hizo que Santo Tomás de Aquino omitiera en su antropología metafísica (y a la vez teológica) la concepción filosófica de Platón sobre la relación entre el alma y el cuerpo y se acercara a la concepción de Aristóteles [1]. En efecto, la resurrección da testimonio, al menos indirectamente, de que el cuerpo, en el conjunto del compuesto humano, no está sólo temporalmente unido con el alma (como su «prisión» terrena, cual juzgaba Platón)[2], sino que, juntamente con el alma constituye la unidad e integridad del ser humano. Precisamente esto enseñaba Aristóteles [3], de manera distinta que Platón. Si Santo Tomás aceptó en su antropología la concepción de Aristóteles, lo hizo teniendo a la vista la verdad de la resurrección. Efectivamente, la verdad sobre la resurrección afirma con claridad que la perfección escatológica y la felicidad del hombre no pueden ser entendidas como un estado del alma sola, separada (según Platón: liberada) del cuerpo, sino que es preciso entenderla como el estado del hombre definitiva y perfectamente «integrado«, a través de una unión tal del alma con el cuerpo, que califica y asegura definitivamente esta integridad perfecta.
Aquí interrumpimos nuestra reflexión sobre las palabras pronunciadas por Cristo acerca de la resurrección. La gran riqueza de los contenidos encerrados en estas palabras nos llevará a volver sobre ellas en las ulteriores consideraciones.
Notas
[1] Cf. ad es.: «Habet autem anima alium modum essendi cum unitur corpori, et cum fuerit a corpore separata, manente tamen eadem animae natura; non ita quod uniri corpori sit ei accidentale, sed per rationem suae naturae corpori unitur…» (Santo Tomás, S. Th. I q.89, a I).
«Si autem hoc non est ex natura animae, sed per accidens hoc convenit eiex eo quod corpori alligatur, sicut Platonici posuerunt… remoto impedimento corporis, rediret anima ad suam naturam… Sed, secundum hoc, non esset anima corpori unita propter melius animae…; sed hoc esset solum propter melius corporis: quod est irrationabile, cum materia sit propter formam, et non e converso…» (ib.).
«Secundum se convenit animae corpori uniri… Anima humana manet in suo esse cum fuerit a corpore separata, habent aptitudinem et inclinationem naturalem ad corporis unionem» (S.Th I q.76, a. I ad 6).
[2] To mèn sôma estin hemin sêma (Platón, Gorgia 493 A; cf. también Fedón, 66 B; Cratilo 400 C.).
[3] A., De anima II, 412a, 19-22; cf. también Metaph. 1029 b 11-1030 b 14.
Catequesis: Audiencia General (09-12-1981
Espiritualización y divinización del hombre
en la futura resurrección de los cuerpos
1. «En la resurrección… ni se casarán ni se darán en casamiento, sino que serán como ángeles en el cielo» (Mt 22, 30; análogamente Mc 12, 25). «Son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección» (Lc 20, 36).
Tratemos de comprender estas palabras de Cristo referentes a la resurrección futura, para sacar de ellas una conclusión sobre la espiritualización del hombre diferente de la de la vida terrena. Se podría hablar aquí incluso de un sistema perfecto de fuerzas en las relaciones recíprocas entre lo que en el hombre es espiritual y lo que es corpóreo. El hombre «histórico», como consecuencia del pecado original, experimenta una imperfección múltiple de este sistema de fuerzas, que se manifiesta en las bien conocidas palabras de San Pablo: «Siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente» (Rom 7, 23).
El hombre «escatológico» estará libre de esa «oposición». En la resurrección, el cuerpo volverá a la perfecta unidad y armonía con el espíritu: el hombre no experimentará más la oposición entre lo que en él es espiritual y lo que es corpóreo. La «espiritualización» significa no sólo que el espíritu dominará al cuerpo, sino, diría, que impregnará plenamente al cuerpo, y que las fuerzas del espíritu impregnarán las energías del cuerpo.
2. En la vida terrena, el dominio del espíritu sobre el cuerpo —y la simultánea subordinación del cuerpo al espíritu—, como fruto de un trabajo perseverante sobre sí mismo, puede expresar una personalidad espiritualmente madura; sin embargo, el hecho de que las energías del espíritu logren dominar las fuerzas del cuerpo, no quita la posibilidad misma de su recíproca oposición. La «espiritualización», a la que aluden los evangelios sinópticos (Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 34-35) en los textos aquí analizados, está ya fuera de esta posibilidad. Se trata, pues, de una espiritualización perfecta, en la que queda completamente eliminada la posibilidad de que «otra ley luche contra la ley de la… mente» (cf. Rom 7, 23). Este estado que —como es claro— se diferencia esencialmente (y no sólo en grado) de lo que experimentamos en la vida terrena, no significa, sin embargo, «desencarnación» alguna del cuerpo ni, consiguientemente, una «deshumanización» del hombre. Más aún, significa, por el contrario, su «realización» perfecta. Efectivamente, en el ser compuesto, psicosomático, que es el hombre, la perfección no puede consistir en una oposición recíproca del espíritu y del cuerpo, sino en una profunda armonía entre ellos, salvaguardando el primado del espíritu. En el «otro mundo», este primado se realizará y manifestará en una espontaneidad perfecta, carente de oposición alguna por parte del cuerpo. Sin embargo, esto no hay que entenderlo como una «victoria» definitiva del espíritu sobre el cuerpo. La resurrección consistirá en la perfecta participación por parte de todo lo corpóreo del hombre en lo que en él es espiritual. Al mismo tiempo consistirá en la realización perfecta de lo que en el hombre es personal.
3. Las palabras de los sinópticos atestiguan que el estado del hombre en el «otro mundo» será no sólo un estado de perfecta espiritualización, sino también de fundamental «divinización» de su humanidad. Los «hijos de la resurrección» —como leemos en Lucas 20, 36 — no sólo «son semejantes a los ángeles», sino que también «son hijos de Dios». De aquí se puede sacar la conclusión de que el grado de espiritualización, propia del hombre «escatológico», tendrá su fuente en el grado de su «divinización», incomparablemente superior a la que se puede conseguir en la vida terrena. Es necesario añadir que aquí se trata no sólo de un grado diverso, sino en cierto sentido de otro género de «divinización». La participación en la naturaleza divina, la participación en la vida íntima de Dios mismo, penetración e impregnación de lo que es esencialmente humano por parte de lo que es esencialmente divino, alcanzará entonces su vértice, por lo cual la vida del espíritu humano llegará a una plenitud tal, que antes le era absolutamente inaccesible. Esta nueva espiritualización será, pues, fruto de la gracia, esto es, de la comunicación de Dios en su misma divinidad, no sólo al alma, sino a toda la subjetividad psicosomática del hombre. Hablamos aquí de la «subjetividad» (y no sólo de la «naturaleza») porque esa divinización se entiende no sólo como un «estado interior» del hombre (esto es, del sujeto), capaz de ver a Dios «cara a cara», sino también como una nueva formación de toda la subjetividad personal del hombre a medida de la unión con Dios en su misterio trinitario y de la intimidad con El en la perfecta comunión de las personas. Esta intimidad —con toda su intensidad subjetiva— no absorberá la subjetividad personal del hombre, sino, al contrario, la hará resaltar en medida incomparablemente mayor y más plena.
4. La «divinización» en el «otro mundo», indicada por las palabras de Cristo aportará al espíritu humano una tal «gama de experiencias» de la verdad y del amor, que el hombre nunca habría podido alcanzar en la vida terrena. Cuando Cristo habla de la resurrección, demuestra al mismo tiempo que en esta experiencia escatológica de la verdad y del amor, unida a la visión de Dios «cara a cara», participará también, a su modo, el cuerpo humano. Cuando Cristo dice que los que participen en la resurrección futura «ni se casarán ni serán dadas en matrimonio» (Mc 12, 25), sus palabras —como ya hemos observado antes— afirman no sólo el final de la historia terrena, vinculada al matrimonio y a la procreación, sino también parecen descubrir el nuevo significado del cuerpo. En este caso, ¿es quizá posible pensar —a nivel de escatología bíblica— en el descubrimiento del significado «esponsalicio» del cuerpo, sobre todo como significado «virginal» de ser, en cuanto al cuerpo, varón y mujer? Para responder a esta pregunta que surge de las palabras referidas por los sinópticos, conviene penetrar más a fondo en la esencia misma de lo que será la visión beatífica del Ser Divino, visión de Dios «cara a cara» en la vida futura. Es preciso también dejarse guiar por esa «gama de experiencias» de la verdad y del amor, que sobrepasa los límites de las posibilidades cognoscitivas y espirituales del hombre en la temporalidad, y de la que será partícipe en el «otro mundo».
5. Esta «experiencia escatológica» del Dios viviente concentrará en sí no sólo todas las energías espirituales del hombre, sino que al mismo tiempo, le descubrirá, de modo vivo y experimental, la «comunicación» de Dios a toda la creación y, en particular, al hombre; lo cual es el «don» más personal de Dios en su misma divinidad, al hombre; a ese ser, que desde el principio lleva en sí la imagen y semejanza de El. Así, pues, en el «otro mundo» el objeto de la «visión» será ese misterio escondido desde la eternidad en el Padre, misterio que en el tiempo ha sido revelado en Cristo, para realizarse incesantemente por obra del Espíritu Santo; ese misterio se convertirá, si nos podemos expresar así, en el contenido de la experiencia escatológica y en la «forma» de toda la existencia humana en las dimensiones del «otro mundo». La vida eterna hay que entenderla en sentido escatológico, esto es, como plena y perfecta experiencia de esa gracia (= charis) de Dios, de la que el hombre se hace partícipe mediante la fe, durante la vida terrena, y que, en cambio, no sólo deberá revelarse a los que participarán del «otro mundo» en toda su penetrante profundidad, sino ser también experimentada en su realidad beatificante.
Suspendemos aquí nuestra reflexión centrada en las palabras de Cristo, relativas a la futura resurrección de los cuerpos. En esta «espiritualización» y «divinización», de las que el hombre participará en la resurrección, descubrimos —en una dimensión escatológica— las mismas características que calificaban el significado «esponsalicio» del cuerpo; las descubrimos en el encuentro con el misterio del Dios viviente, que se revela mediante la visión de El «cara a cara».
Catequesis: Audiencia General (27-01-1982)
La antropología paulina concerniente a la resurrección
1. Durante las audiencias precedentes hemos reflexionado sobre las palabras de Cristo acerca del «otro mundo», que emergerá juntamente con la resurrección de los cuerpos.
Esas palabras tuvieron una resonancia singularmente intensa en la enseñanza de San Pablo. Entre la respuesta dada a los saduceos, transmitida por los Evangelios sinópticos (cf. Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 35-36), y el apostolado de Pablo tuvo lugar ante todo el hecho de la resurrección de Cristo mismo y una serie de encuentros con el Resucitado, entre los cuales hay que contar, como último eslabón, el evento ocurrido en ]as cercanías de Damasco. Saulo o Pablo de Tarso que, una vez convertido, vino a ser el «Apóstol de los Gentiles», tuvo también la propia experiencia postpascual, análoga a la de los otros Apóstoles. En la base de su fe en la resurrección, que él expresa sobre todo en la primera Carta a los Corintios (capítulo 15), está ciertamente ese encuentro con el Resucitado, que se convirtió en el comienzo y fundamento de su apostolado.
2. Es difícil resumir aquí y comentar adecuadamente la estupenda y amplia argumentación del capítulo 15 de la primera Carta a los Corintios en todos sus pormenores. Resulta significativo que, mientras Cristo con las palabras referidas por los Evangelios sinópticos respondía a los saduceos, que «niegan la resurrección» (Lc 20. 27), Pablo, por su parte, responde, o mejor, polemiza (según su temperamento) con los que le contestan [1]. Cristo, en su respuesta (pre-pascual) no hacía referencia a la propia resurrección, sino que se remitía a la realidad fundamental de la Alianza vetero testamentaria, a la realidad de Dios vivo, que está en la base del convencimiento sobre la posibilidad de la resurrección: el Dios vivo «no es Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12, 27). Pablo, en su argumentación postpascual sobre la resurrección futura, se remite sobre todo a la realidad y a la verdad de la resurrección de Cristo. Más aún, defiende esta verdad incluso como fundamento de la fe en su integridad: «…Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación. Vana nuestra fe… Pero no; Cristo ha resucitado de entre los muertos» (1Cor 15, 14, 20).
3. Aquí nos encontramos en la misma línea de la Revelación: la resurrección de Cristo es la última y más plena palabra de la autorrevelación del Dios vivo como «Dios no de muertos, sino de vivos» (Mc 12, 27). Es la última y más plena confirmación de la verdad sobre Dios que desde el principio se manifiesta a través de esta Revelación. Además, la resurrección es la respuesta del Dios de la vida a lo inevitable histórico de la muerte, a la que el hombre está sometido desde el momento de la ruptura de la primera Alianza y que, juntamente con el pecado, entró en su historia. Esta respuesta acerca de la victoria lograda sobre la muerte, está ilustrada por la primera Carta a los Corintios (capítulo 15) con una perspicacia singular, presentando la resurrección de Cristo como el comienzo de ese cumplimiento escatológico, en el que por Él y en Él todo retornará al Padre, todo le será sometido, esto es, entregado de nuevo definitivamente, para que «Dios sea todo en todos» (1Cor 15, 28). Y entonces —en esta definitiva victoria sobre el pecado, sobre lo que contraponía la criatura al Creador— será vencida también la muerte: «El último enemigo reducido a la nada será la muerte» (1 Cor 15, 26).
4. En este contexto se insertan las palabras que pueden ser consideradas síntesis de la antropología paulina concerniente a la resurrección. Y sobre estas palabras convendrá que nos detengamos aquí más largamente. En efecto, leemos en la primera Carta a los Corintios 15, 42-46, acerca de la resurrección de los muertos: «Se siembra en corrupción y se resucita en corrupción. Se siembra en ignominia y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza y se levanta en poder. Se siembra cuerpo animal y se levanta cuerpo espiritual. Pues si hay un cuerpo animal, también lo hay espiritual. Que por eso está escrito: El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu vivificante. Pero no es primero lo espiritual, sino lo animal: después lo espiritual».
5. Entre esta antropología paulina de la resurrección y la que emerge del texto de los Evangelios sinópticos (cf. Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 35-36), hay una coherencia esencial, sólo que el texto de la primera Carta a los Corintios está más desarrollado. Pablo profundiza en lo que había anunciado Cristo, penetrando, a la vez, en los varios aspectos de esa verdad que las palabras escritas por los sinópticos expresaban de modo conciso y sustancial. Además, es significativo en el texto paulino que la perspectiva escatológica del hombre, basada sobre la fe «en la resurrección de los muertos», está unida con la referencia al «principio», como también con la profunda conciencia de la situación «histórica» del hombre. El hombre al que Pablo se dirige en la primera Carta a los Corintios y que se opone (como los saduceos) a la posibilidad de la resurrección, tiene también su experiencia («histórica») del cuerpo, y de esta experiencia resulta con toda claridad que el cuerpo es «corruptible», «débil», «animal», «innoble».
6. A este hombre, destinatario de su escrito — tanto en la comunidad de Corinto, como también, diría, en todos los tiempos —, Pablo lo confronta con Cristo resucitado, «el último Adán». Al hacerlo así, le invita, en cierto sentido, a seguir las huellas de la propia experiencia postpascual. A la vez le recuerda «el primer Adán», o sea, le induce a dirigirse al «principio», a esa primera verdad acerca del hombre y el mundo, que está en la base de la revelación del misterio de Dios vivo. Así, pues, Pablo reproduce en su síntesis todo lo que Cristo había anunciado, cuando se remitió, en tres momentos diversos, al «principio» en la conversación con los fariseos (cf. Mt 19, 3-8; Mc 10, 2-9); al «corazón» humano, como lugar de lucha con las concupiscencias en el interior del hombre, durante el Sermón de la montaña (cf. Mt 5, 27); y a la resurrección como realidad del «otro mundo», en la conversación con los saduceos (cf. Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 35-36).
7. Al estilo de la síntesis de Pablo pertenece, pues, el hecho de que ella hunde sus raíces en el conjunto del misterio revelado de la creación y de la redención, en el que se desarrolla y a cuya luz solamente se explica. La creación del hombre, según el relato bíblico, es una vivificación de la materia mediante el espíritu, gracias al cual «el primer Adán… fue hecho alma viviente» (1Cor 15, 45). El texto paulino repite aquí las palabras del libro del Génesis 2, 7, es decir, del segundo relato de la creación del hombre (llamado: relato yahvista). Por la misma fuente se sabe que esta originaria «animación del cuerpo» sufrió una corrupción a causa del pecado. Aunque en este punto de la primera Carta a los Corintios el autor no hable directamente del pecado original, sin embargo la serie de definiciones que atribuye al cuerpo del hombre histórico, escribiendo que es «corruptible.. débil… animal… innoble…», indica suficientemente lo que, según la Revelación, es consecuencia del pecado, lo que el mismo Pablo llamará en otra parte «esclavitud de la corrupción» (Rom 8, 21). A esta «esclavitud de la corrupción» está sometida indirectamente toda la creación a causa del pecado del hombre, el cual fue puesto por el Creador en medio del mundo visible para que «dominase» (cf. Gén 1, 28). De este modo el pecado del hombre tiene una dimensión no sólo interior, sino también «cósmica». Y según esta dimensión, el cuerpo —al que Pablo (de acuerdo con su experiencia) caracteriza como «corruptible… débil… animal… innoble»— manifiesta en sí el estado de la creación después del pecado. Esta creación, en efecto, «gime y siente dolores de parto» (Rom 8, 22). Sin embargo, como los dolores del parto van unidos al deseo del nacimiento, a la esperanza de un nuevo hombre, así también toda la creación espera «con impaciencia la manifestación de los hijos de Dios… con la esperanza de que también ella será libertada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rom 8, 19-21).
8. A través de este contexto «cósmico» de la afirmación contenida en la Carta a los Romanos —en cierto sentido, a través del «cuerpo de todas las criaturas»—, tratamos de comprender hasta el fondo la interpretación paulina de la resurrección. Si esta imagen del cuerpo del hombre histórico, tan profundamente realista y adecuada a la experiencia universal de los hombres, esconde en sí, según Pablo, no sólo la «servidumbre de la corrupción», sino también la esperanza, semejante a la que acompaña a «los dolores del parto», esto sucede porque el Apóstol capta en esta imagen también la presencia del misterio de la redención. La conciencia de ese misterio brota precisamente de todas las experiencias del hombre que no se pueden definir como «servidumbre de la corrupción»; y brota porque la redención actúa en el alma del hombre mediante los dones del Espíritu: «…También nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8, 23). La redención es el camino para la resurrección. La resurrección constituye el cumplimiento definitivo de la redención del cuerpo.
Reanudaremos el análisis del texto paulino de la primera Carta a los Corintios en nuestras reflexiones ulteriores.
Notas
[1]. Los Corintios probablemente estaban afectados por corrientes de pensamiento basadas en el dualismo platónico y en el neopitagorismo de matiz religioso, en el estoicismo y en el epicureísmo; por lo demás, todas las filosofías griegas negaban la resurrección del cuerpo. Pablo ya había experimentado en Atenas la reacción de los griegos ante la doctrina de la resurrección, durante su discurso en el Areópago (cf. Act 17, 32).
Catequesis: Audiencia General (01-12-1982)
Vivir el matrimonio-sacramento según el Espíritu
6. La vida «según el Espíritu» se manifiesta, pues, también en la «unión» recíproca (cf. Gén 4, 1), por medio de la cual los esposos, al convertirse en «una sola carne», someten su feminidad y masculinidad a la bendición de la procreación: «Conoció Adán a su mujer, que concibió y parió…, diciendo: He alcanzado de Yahvé un varón» (Gén 4, 1). La «vida según el Espíritu» se manifiesta también en la conciencia de la gratificación, a la que corresponde la dignidad de los mismos esposos en calidad de padres, esto es, se manifiesta en la conciencia profunda de la santidad de la vida (sacrum), a la que los dos han dado origen, participando —como padres—, en las fuerzas del misterio de la creación. A la luz de la esperanza, que está vinculada con el misterio de la redención del cuerpo (cf. Rom 8, 19-23), esta nueva vida humana, el hombre nuevo concebido y nacido de la unión conyugal de su padre y de su madre, se abre a las «primicias del Espíritu» (ib., 8, 23) «para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (ib., 8, 21). Y si «la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto» (ib 8, 22), una esperanza especial acompaña a los dolores de la madre que va a dar a luz, esto es, la esperanza de la «manifestación de los hijos de Dios» (ib., 8, 19), la esperanza de la que todo recién nacido que viene al mundo trae consigo un destello.
7. Esta esperanza que está «en el mundo», impregnando —como enseña San Pablo— toda la creación, al mismo tiempo, no es «del mundo». Más aún: debe combatir en el corazón humano con lo que es «del mundo», con lo que hay «en el mundo». «Porque todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo» (1 Jn 2, 16). El matrimonio, como sacramento primordial y a la vez como sacramento que brota en el misterio de la redención del cuerpo del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia, «viene del Padre». No procede «del mundo», sino «del Padre». En consecuencia, también el matrimonio, como sacramento, constituye la base de la esperanza para la persona, esto es, para el hombre y para la mujer, para los padres y para los hijos, para las generaciones humanas. Efectivamente, por una parte, «pasa el mundo y también sus concupiscencias», por otra parte, «el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (ib., 2, 17). Con el matrimonio, como sacramento, está vinculado el origen del hombre en el mundo, y en él está también grabado su porvenir, y esto no sólo en las dimensiones históricas, sino también en las escatológicas.
8. A esto se refieren las palabras en las que Cristo se remite a la resurrección de los cuerpos, palabras que traen los tres sinópticos (cf. Mt 22, 23-32; Mc 12, 18-27; Lc 20, 34-39). «Porque en la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento, sino que serán como ángeles en el cielo»: así dice Mateo y de modo parecido Marcos; y Lucas: «Los hijos de este siglo toman mujeres y maridos. Pero los juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de los muertos, ni tomarán mujeres ni maridos, porque ya no pueden morir y son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, hijos de la resurrección» (Lc 20, 34-36). Estos textos ya han sido sometidos anteriormente a un análisis detallado.
9. Cristo afirma que el matrimonio —sacramento del origen del hombre en el mundo visible temporal— no pertenece a la realidad escatológica del «mundo futuro». Sin embargo, el hombre, llamado a participar de este futuro escatológico mediante la resurrección del cuerpo, es el mismo hombre, varón y mujer, cuyo origen en el mundo visible temporal está unido al matrimonio como sacramento primordial del misterio mismo de la creación. Más aún, cada hombre, llamado a participar de la realidad de la resurrección futura, trae al mundo esta vocación, por el hecho de que en el mundo visible temporal tienen su origen por obra del matrimonio de sus padres. Así, pues, las palabras de Cristo, que excluyen el matrimonio de la realidad del «mundo futuro», al mismo tiempo desvelan indirectamente el significado de este sacramento para la participación de los hombres, hijos e hijas, en la resurrección futura.
10. El matrimonio, que es sacramento primordial —renacido, en cierto sentido, del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia— no pertenece a la «redención del cuerpo» en la dimensión de la esperanza escatológica (cf. Rom 8, 23). El mismo matrimonio, concedido al hombre como gracia, como «don», destinado por Dios precisamente a los esposos, y a la vez asignado a ellos, con las palabras de Cristo, como ethos, ese matrimonio sacramental se cumple y se realiza en la perspectiva de la esperanza escatológica. Tiene un significado esencial para la «redención del cuerpo» en la dimensión de esta esperanza. De hecho, proviene del Padre y a Él se debe su origen en el mundo. Y si este «mundo pasa», y si con él pasan también la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida, que proceden «del mundo», el matrimonio como sacramento sirve inmutablemente para que el hombre, varón y mujer, dominando la concupiscencia, cumpla la voluntad del Padre. Y «el que hace la voluntad de Dios, permanece para siempre». (1 Jn 2, 17).
11. En este sentido, el matrimonio, como sacramento, lleva consigo también el germen del futuro escatológico del hombre, esto es, la perspectiva de la «redención del cuerpo» en la dimensión de la esperanza escatológica, a la que corresponden las palabras de Cristo acerca de la resurrección: «En la resurrección… ni se casarán ni se darán en casamiento» (Mt 22, 30): sin embargo, también lo que, «siendo hijos de la resurrección… son semejantes a los ángeles y… son hijos de Dios» (Lc 20, 36), deben su propio origen en el mundo visible temporal al matrimonio y a la procreación del hombre y de la mujer. El matrimonio, como sacramento del «principio» humano, como sacramento de la temporalidad del hombre histórico, realiza de este modo un servicio insustituible respecto a su futuro extra-temporal, respecto al misterio de la «redención del cuerpo» en la dimensión de la esperanza escatológica.
Catequesis: Audiencia General (21-04-1982)
El celibato, donación y renuncia por amor
7. El «reino de los cielos» es ciertamente el cumplimiento definitivo de las aspiraciones de todos los hombres, a quienes Cristo dirige su mensaje: es la plenitud del bien, que el corazón humano desea por encima de todo lo que puede ser su herencia en la vida terrena, es la máxima plenitud de la gratificación de Dios al hombre. En la conversación con los saduceos (cf. Mt 22, 24-30; Mc 12, 18-27; Lc 20, 27-40), que hemos analizado anteriormente, encontramos algunos detalles sobre ese «reino», o sea, sobre el «otro mundo». Hay muchos más en todo el Nuevo Testamento. Sin embargo, parece que para esclarecer qué es el reino de los cielos para los que, a causa de él, eligen la continencia voluntaria, tiene un significado especial la revelación de la relación esponsalicia de Cristo con la Iglesia: entre otros textos, pues, es decisivo el de la Carta a los Efesios, 5, 25 ss., sobre el cual nos convendrá fundarnos especialmente cuando consideremos el problema de la sacramentalidad del matrimonio.
Ese texto es igualmente válido, tanto para la teología del matrimonio, como para la teología de la continencia «por el reino», es decir, la teología de la virginidad o del celibato. Parece que precisamente en ese texto encontramos como concretado lo que Cristo había dicho a sus discípulos, al invitar a la continencia voluntaria «por el reino de los cielos».
8. En este análisis se ha subrayado ya suficientemente que las palabras de Cristo —en medio de su gran concisión— son fundamentales, están llenas de contenido esencial y caracterizadas además por cierta severidad. No cabe duda de que Cristo pronuncia su llamada a la continencia en la perspectiva del «otro mundo», pero en esta llamada pone el acento sobre todo aquello en que se manifiesta el realismo temporal de la decisión a esta continencia, decisión vinculada con la voluntad de participar en la obra redentora de Cristo.
Así, pues, a la luz de las respectivas palabras de Cristo, referidas por Mateo (19, 11-12), emergen, sobre todo, la profundidad y la seriedad de la decisión de vivir la continencia «por el reino», y encuentra expresión el momento de la renuncia que implica esta decisión.
Indudablemente, a través de todo esto, a través de la seriedad y profundidad de la decisión, a través de la severidad y responsabilidad que comporta, se transparenta y se trasluce el amor: el amor como disponibilidad del don exclusivo de sí por el «reino de Dios». Sin embargo, en las palabras de Cristo este amor parece estar velado por lo que, en cambio, se pone en primer plano. Cristo no oculta a sus discípulos el hecho de que la elección de la continencia «por el reino de los cielos» es —vista en categorías de temporalidad— una renuncia. Ese modo de hablar a los discípulos, que formula claramente la verdad de su enseñanza y de las exigencias que esta enseñanza contiene, es significativo para todo el Evangelio; y es precisamente eso lo que le confiere, entre otras cosas, una marca y una fuerza tan convincentes.
9. Es propio del corazón humano aceptar exigencias, incluso difíciles, en nombre del amor por un ideal y sobre todo en nombre del amor hacia la persona (efectivamente, el amor está orientado por esencia hacia la persona). Y por esto, en la llamada a la continencia «por el reino de los cielos», primero los mismos discípulos y, luego, toda la Tradición viva de la Iglesia descubrirán enseguida el amor que se refiere a Cristo mismo como Esposo de la Iglesia, Esposo de las almas, a las que Él se ha entregado hasta el fin en el misterio de su Pascua y de la Eucaristía.
De este modo la continencia «por el reino de los cielos», la opción de la virginidad o del celibato para toda la vida, ha venido a ser en la experiencia de los discípulos y de los seguidores de Cristo el acto de una respuesta particular del amor del Esposo Divino, y, por esto, ha adquirido el significado de un acto de amor esponsalicio: esto es, de una donación esponsalicia de sí, para corresponder de modo especial al amor esponsalicio del Redentor; una donación de sí entendida como renuncia, pero hecha, sobre todo, por amor.
Catecismo de la Iglesia Católica
La Resurrección de Cristo y la nuestra
Revelación progresiva de la Resurrección
992 La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo. La esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y de la tierra es también Aquél que mantiene fielmente su Alianza con Abraham y su descendencia. En esta doble perspectiva comienza a expresarse la fe en la resurrección. En sus pruebas, los mártires Macabeos confiesan:
«El Rey del mundo, a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna» (2 M 7, 9). «Es preferible morir a manos de los hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él» (2 M 7, 14; cf. 2 M 7, 29; Dn 12, 1-13).
993 Los fariseos (cf. Hch 23, 6) y muchos contemporáneos del Señor (cf. Jn 11, 24) esperaban la resurrección. Jesús la enseña firmemente. A los saduceos que la niegan responde: «Vosotros no conocéis ni las Escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error» (Mc 12, 24). La fe en la resurrección descansa en la fe en Dios que «no es un Dios de muertos sino de vivos» (Mc 12, 27).
994 Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en Él (cf. Jn 5, 24-25; 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (cf. Jn 6, 54). En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos (cf. Mc 5, 21-42; Lc 7, 11-17; Jn 11), anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, Él habla como del «signo de Jonás» (Mt 12, 39), del signo del Templo (cf. Jn 2, 19-22): anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte (cf. Mc 10, 34).
995 Ser testigo de Cristo es ser «testigo de su Resurrección» (Hch 1, 22; cf. 4, 33), «haber comido y bebido con él después de su Resurrección de entre los muertos» (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como Él, con Él, por Él.
996 Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones (cf. Hch 17, 32; 1 Co 15, 12-13). «En ningún punto la fe cristiana encuentra más contradicción que en la resurrección de la carne» (San Agustín, Enarratio in Psalmum 88, 2, 5). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna?
Cómo resucitan los muertos
997 ¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.
998 ¿Quién resucitará? Todos los hombres que han muerto: «los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5, 29; cf. Dn 12, 2).
999 ¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo» (Lc 24, 39); pero Él no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en Él «todos resucitarán con su propio cuerpo, del que ahora están revestidos» (Concilio de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será «transfigurado en cuerpo de gloria» (Flp 3, 21), en «cuerpo espiritual» (1 Co 15, 44):
«Pero dirá alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano…, se siembra corrupción, resucita incorrupción […]; los muertos resucitarán incorruptibles. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1 Cor 15,35-37. 42. 53).
1000 Este «cómo ocurrirá la resurrección» sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:
«Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 18, 4-5).
1001 ¿Cuándo? Sin duda en el «último día» (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); «al fin del mundo» (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:
«El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar» (1 Ts 4, 16).
Resucitados con Cristo
1002 Si es verdad que Cristo nos resucitará en «el último día», también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo:
«Sepultados con él en elBbautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos […] Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 2, 12; 3, 1).
1003 Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Flp 3, 20), pero esta vida permanece «escondida […] con Cristo en Dios» (Col 3, 3) «Con él nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús» (Ef 2, 6). Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos «manifestaremos con él llenos de gloria» (Col 3, 4).
1004 Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser «en Cristo»; donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre:
«El cuerpo es […] para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? […] No os pertenecéis […] Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo» (1 Co 6, 13-15. 19-20).