Mc 12, 13-17: El tributo al César
/ 2 junio, 2015 / Evangelios, San MarcosEl Texto (Mc 12, 13-17)
Texto Bíblico
13 Le envían algunos de los fariseos y de los herodianos, para cazarlo con una pregunta. 14 Se acercaron y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres veraz y no te preocupa lo que digan; porque no te fijas en apariencias, sino que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad. ¿Es lícito pagar impuesto al César o no? ¿Pagamos o no pagamos?». 15 Adivinando su hipocresía, les replicó: «¿Por qué me tentáis? Traedme un denario, que lo vea». 16 Se lo trajeron. Y él les preguntó: «¿De quién es esta imagen y esta inscripción?». Le contestaron: «Del César». 17 Jesús les replicó: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Y se quedaron admirados.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Columbano, abad
Instrucción
Instrucción 11, 1-4: PL 80, 250-252
«¿De quién es esta imagen y esta inscripción?» (Mc 13,16)
Hallamos escrito en la ley de Moisés: «Creó Dios al hombre a su imagen y semejanza». (Gn 1,26). Considerad, os lo ruego, la grandeza de esta afirmación; el Dios omnipotente, invisible, incomprensible, inefable, incomparable, al formar al hombre del barro de la tierra, lo ennobleció con la dignidad de su propia imagen. ¿Qué hay de común entre el hombre y Dios, entre el barro y el espíritu? Porque «Dios es espíritu» (Jn 4,24). Es prueba de una gran estimación el que Dios haya dado al hombre la imagen de su eternidad y la semejanza de su propia vida. La grandeza del hombre consiste en su semejanza con Dios, con tal que la conserve…
Si el alma hace buen uso de las virtudes plantadas en ella, entonces será de verdad semejante a Dios. Él nos enseñó, por medio de sus preceptos, que debemos devolverle frutos de todas las virtudes que sembró en nosotros al crearnos. Y el primero de estos preceptos es amar a Dios con todo nuestro corazón (Dt 6,5) porque «él nos amó primero» (1Jn 4,10), desde el principio y antes que existiéramos. Por tanto, amar a Dios es renovar en nosotros su imagen. Ahora bien, ama a Dios el que guarda sus mandamientos…
Retornemos, pues, a nuestro Dios y Padre la imagen inviolada de su santidad, porque él es santo y dice: «Sed santos como yo soy santo» (Lv 11,45); con amor porque él es amor, como nos lo dice Juan: «Dios es amor» (1Jn 4,8); con ternura y en verdad, porque Dios es bueno y fiel. No pintemos en nosotros una imagen ajena… Para que no introduzcamos en nosotros ninguna imagen de orgullo, dejemos que Cristo pinte en nosotros su imagen.
San Pedro Crisologo, obispo
Sermón
Serm. 148: PL 52, 596
«Lo de Dios, a Dios…» (Mc 12,17)
Hombre, ¿por qué te consideras tan vil, tú que tanto vales a los ojos de Dios? ¿Por qué te deshonras de tal modo, tú que has sido tan honrado por Dios? ¿Por qué te preguntas tanto de dónde has sido hecho, y no te preocupas de para qué has sido hecho? ¿Por ventura todo este mundo que ves con tus ojos no ha sido hecho precisamente para que sea tu morada?.
Para ti ha sido creada esta luz que aparta las tinieblas que te rodean; para ti ha sido establecida la ordenada sucesión de días y noches; para ti el cielo ha sido iluminado con este variado fulgor del sol, de la luna, de las estrellas; para ti la tierra ha sido adornada con flores, árboles y frutos; para ti ha sido creada la admirable multitud de seres vivos que pueblan el aire, la tierra y el agua, para que una triste soledad no ensombreciera el gozo del mundo que empezaba.
Y el Creador encuentra el modo de acrecentar aún más tu dignidad: pone en ti su imagen (Gn 1,26), para que de este modo hubiera en la tierra una imagen visible de su Hacedor invisible y para que hicieras en el mundo sus veces, a fin de que un dominio tan vasto no quedara privado de alguien que representara a su Señor. Más aún, Dios, por su clemencia, tomó en sí lo que en ti había hecho por sí y quiso ser visto realmente en el hombre, en el que antes sólo había podido ser contemplado en imagen; y concedió al hombre ser en verdad lo que antes había sido solamente en semejanza… La Virgen concibió y dio a luz un hijo (Mt 1,23-25).
Tertuliano
La Resurrección del cuerpo, 5-6
«Somos imagen de Dios» (cf. Mc 12,16-17)
En la creación del mundo «todas las cosas fueron hechas por la Palabra de Dios y sin Él nada se hizo» (Jn 1,3). Cuando se trata de crear al hombre, también es la Palabra de Dios la que actúa, puesto que «sin la Palabra de Dios nada se ha hecho». Dios, en efecto, dice esta palabra: «Hagamos al hombre». Sin embargo para expresar la preeminencia de esta criatura sobre las demás, Dios la hizo con su propia mano: «Entonces el Señor modeló al hombre» (Gn 2,7)
«Y Dios, dice la Escritura, modeló al hombre del polvo del suelo».Hasta ahora era barro pero ahora se ha hecho hombre. ¡Qué honor tan excelente para la especie, que es nada, ser tocado por las manos de Dios! ¿Este simple contacto no le era suficiente a Dios para formar al hombre? Más ha querido Dios trabajar este barro para que entendamos que es una obra extraordinaria.
Las manos de Dios iban trabajando, tocando, amasando, estirando, modelando este barro que no deja de ennoblecerse a cada toque de las manos divinas. ¡Dios ocupado en su imagen, dedicado por entero a su creación: manos, mirada, actividad, propósito, sabiduría, providencia, amor sobre todo orientan su trabajo! En esta especie que Él amasa, Dios ya ve a Cristo, que un día será hombre, como esta especie: Verbo hecho carne, como esta tierra que Él tiene entre las manos.
Este es el significado de la primera palabra del Padre a su Hijo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza»(Gn 1,26). Dios ha modelado al hombre según la imagen de Dios, es decir según la de Cristo…. Por lo tanto esta especie se reviste de la imagen de Cristo, tal como se manifestará en su encarnación futura, no es solamente obra de Dios, es también promesa de Dios.
Guillermo de Saint-Thierry, monje
Oraciones meditativas, 1, 1-5; SC 324
«Tus manos me hicieron y me formaron» (cf. Sal 119,73)
«¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció la mente del Señor? O ¿quién fue su consejero?». Tienes compasión de quién quieres y te apiadas de quién quieres. No se trata pues del hombre que quiere, sino de ti, Dios nuestro, que haces misericordia (Rm 11,33s; 9,15s).
El vaso del alfarero se escapa de la mano del que lo amasó…; se escapa de la mano del que lo sostiene y que lo lleva… Qué desgracia si se cayera de tu mano, porque se rompería en mil pedazos y quedaría reducido a nada. Lo sabe, y por tu gracia no cae. Ten compasión, Señor, ten compasión: nos diste forma, y somos arcilla (Jr 18,6; Gn 2,7). Hasta aquí… permanecemos firmes, hasta aquí tu mano poderosa nos lleva; con tres dedos nos sostienes, la fe, la esperanza y la caridad, con los cuales sostienes la masa de la tierra, la solidez de la Iglesia santa.
Ten compasión, sostennos; que tu mano no nos abandone. Sumerge nuestras entrañas y nuestro corazón en el fuego de tu Espíritu Santo (Sal 25,2); consolida aquello que diste forma en nosotros, con el fin de que no nos disgreguemos y no seamos reducidos a nuestra arcilla, o a nada en absoluto. Por ti, para ti, hemos sido creados, y hacia ti somos llevados. Nos diste forma y nos formaste, lo reconocemos; adoramos e invocamos tu sabiduría de la que disponemos, tu bondad y tu misericordia que hemos de conservar. Perfecciónanos, tú que nos hiciste; perfecciónanos hasta la plenitud de tu imagen y semejanza, según la cual tú nos formaste.
Pontificio Consejo Justicia y Paz: Compendio Doctrina Social de la Iglesia
Ciudad del Vaticano. 02 de abril de 2004
Jesús y la autoridad política
Jesús rechaza el poder opresivo y despótico de los jefes sobre las Naciones (cf. Mc 10,42) y su pretensión de hacerse llamar benefactores (cf. Lc 22,25), pero jamás rechaza directamente las autoridades de su tiempo. En la diatriba sobre el pago del tributo al César (cf. Mc 12,13-17; Mt 22,15-22; Lc 20,20-26), afirma que es necesario dar a Dios lo que es de Dios, condenando implícitamente cualquier intento de divinizar y de absolutizar el poder temporal: sólo Dios puede exigir todo del hombre. Al mismo tiempo, el poder temporal tiene derecho a aquello que le es debido: Jesús no considera injusto el tributo al César.
Jesús, el Mesías prometido, ha combatido y derrotado la tentación de un mesianismo político, caracterizado por el dominio sobre las Naciones (cf. Mt 4,8-11; Lc 4,5-8). Él es el Hijo del hombre que ha venido « a servir y a dar su vida » (Mc 10,45; cf. Mt 20,24-28; Lc 22,24-27). A los discípulos que discuten sobre quién es el más grande, el Señor les enseña a hacerse los últimos y a servir a todos (cf. Mc 9,33-35), señalando a los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, que ambicionan sentarse a su derecha, el camino de la cruz (cf. Mc 10,35-40; Mt 20,20-23).
c) Las primeras comunidades cristianas
380 La sumisión, no pasiva, sino por razones de conciencia (cf. Rm 13,5), al poder constituido responde al orden establecido por Dios. San Pablo define las relaciones y los deberes de los cristianos hacia las autoridades (cf. Rm 13,1-7). Insiste en el deber cívico de pagar los tributos: « Dad a cada cual lo que se le debe: a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor » (Rm 13,7). El Apóstol no intenta ciertamente legitimar todo poder, sino más bien ayudar a los cristianos a « procurar el bien ante todos los hombres » (Rm 12,17), incluidas las relaciones con la autoridad, en cuanto está al servicio de Dios para el bien de la persona (cf. Rm 13,4; 1 Tm 2,1-2; Tt 3,1) y « para hacer justicia y castigar al que obra el mal » (Rm 13,4).
San Pedro exhorta a los cristianos a permanecer sometidos « a causa del Señor, a toda institución humana » (1 P 2,13). El rey y sus gobernantes están para el « castigo de los que obran el mal y alabanza de los que obran el bien » (1 P 2,14). Su autoridad debe ser « honrada » (cf. 1 P 2,17), es decir reconocida, porque Dios exige un comportamiento recto, que cierre « la boca a los ignorantes insensatos » (1 P 2,15). La libertad no puede ser usada para cubrir la propia maldad, sino para servir a Dios (cf. 1 P 2,16). Se trata entonces de una obediencia libre y responsable a una autoridad que hace respetar la justicia, asegurando el bien común.
381 La oración por los gobernantes, recomendada por San Pablo durante las persecuciones, señala explícitamente lo que debe garantizar la autoridad política: una vida pacífica y tranquila, que transcurra con toda piedad y dignidad (1Tm 2,1-2). Los cristianos deben estar « prontos para toda obra buena » (Tt 3,1), « mostrando una perfecta mansedumbre con todos los hombres » (Tt 3,2), conscientes de haber sido salvados no por sus obras, sino por la misericordia de Dios. Sin el « baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador » (Tt 3,5-6), todos los hombres son « insensatos, desobedientes, descarriados, esclavos de toda suerte de pasiones y placeres, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles y aborreciéndonos unos a otros » (Tt 3,3). No se debe olvidar la miseria de la condición humana, marcada por el pecado y rescatada por el amor de Dios.
382 Cuando el poder humano se extralimita del orden querido por Dios, se auto-diviniza y reclama absoluta sumisión: se convierte entonces en la Bestia del Apocalipsis, imagen del poder imperial perseguidor, ebrio de « la sangre de los santos y la sangre de los mártires de Jesús » (Ap 17,6). La Bestia tiene a su servicio al « falso profeta » (Ap 19,20), que mueve a los hombres a adorarla con portentos que seducen. Esta visión señala proféticamente todas las insidias usadas por Satanás para gobernar a los hombres, insinuándose en su espíritu con la mentira. Pero Cristo es el Cordero Vencedor de todo poder que en el curso de la historia humana se absolutiza. Frente a este poder, San Juan recomienda la resistencia de los mártires: de este modo los creyentes dan testimonio de que el poder corrupto y satánico ha sido vencido, porque no tiene ninguna influencia sobre ellos.
383 La Iglesia anuncia que Cristo, vencedor de la muerte, reina sobre el universo que Él mismo ha rescatado. Su Reino incluye también el tiempo presente y terminará sólo cuando todo será consignado al Padre y la historia humana se concluirá con el juicio final (cf. 1 Co 15,20-28). Cristo revela a la autoridad humana, siempre tentada por el dominio, que su significado auténtico y pleno es de servicio. Dios es Padre único y Cristo único maestro para todos los hombres, que son hermanos. La soberanía pertenece a Dios. El Señor, sin embargo, « no ha querido retener para Él solo el ejercicio de todos los poderes. Entrega a cada criatura las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Este modo de gobierno debe ser imitado en la vida social. El comportamiento de Dios en el gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad humana, debe inspirar la sabiduría de los que gobiernan las comunidades humanas. Estos deben comportarse como ministros de la providencia divina ».773
El mensaje bíblico inspira incesantemente el pensamiento cristiano sobre el poder político, recordando que éste procede de Dios y es parte integrante del orden creado por Él. Este orden es percibido por las conciencias y se realiza, en la vida social, mediante la verdad, la justicia, la libertad y la solidaridad que procuran la paz.774
San Juan Pablo II, papa
Discurso (28-01-1979)
Inauguración de la III Conferencia General del Espiscopado Latinoamericano, nn. 2-4
Domingo 28 de enero de 1979
Viaje a la República Dominicana, México y Bahamas
Verdad sobre Jesucristo
Verdad sobre Jesucristo
I. 2. De vosotros, Pastores, los fieles de vuestros países esperan y reclaman ante todo una cuidadosa y celosa transmisión de la verdad sobre Jesucristo. Esta se encuentra en el centro de la evangelización y constituye su contenido esencial: “No hay evangelización verdadera mientras no se anuncie el nombre, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios” (ib., 22).
Del conocimiento vivo de esta verdad dependerá el vigor de la fe de millones de hombres. Dependerá también el valor de su adhesión a la Iglesia y de su presencia activa de cristianos en el mundo. De este conocimiento derivarán opciones, valores, actitudes y comportamientos capaces de orientar y definir nuestra vida cristiana y de crear hombres nuevos y luego una humanidad nueva por la conversión de la conciencia individual y social (cf. ib., 18).
De una sólida cristología tiene que venir la luz sobre tantos temas y cuestiones doctrinales y pastorales que os proponéis examinar en estos días.
I. 3. Hemos pues de confesar a Cristo ante la historia y ante el mundo con convicción profunda, sentida, vivida, como lo confesó Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16).
Esta es la Buena Noticia en un cierto sentido única: la Iglesia vive por ella y para ella, así como saca de ella todo lo que tiene para ofrecer a los hombres, sin distinción alguna de nación, cultura, raza, tiempo, edad o condición. Por eso “desde esa confesión (de Pedro), la historia de la Salvación sagrada y del Pueblo de Dios debía adquirir una nueva dimensión” (Homilía de Juan Pablo II en el comienzo solemne del Pontificado, 22 de octubre de 1978)
Este es el único Evangelio y “aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto… sea anatema!”, como escribía con palabras bien claras el Apóstol (Ga 1,6).
I. 4. Ahora bien, corren hoy por muchas partes –el fenómeno no es nuevo– “relecturas” del Evangelio, resultado de especulaciones teóricas más bien que de auténtica meditación de la Palabra de Dios y de un verdadero compromiso evangélico. Ellas causan confusión al apartarse de los criterios centrales de la fe de la Iglesia y se cae en la temeridad de comunicarlas, a manera de catequesis, a las comunidades cristianas.
En algunos casos o se silencia la divinidad de Cristo, o se incurre de hecho en formas de interpretación reñidas con la fe de la Iglesia. Cristo sería solamente un “profeta”, un anunciador del reino y del amor de Dios, pero no el verdadero Hijo de Dios, ni sería por tanto el centro y el objeto del mismo mensaje evangélico.
En otros casos se pretende mostrar a Jesús como comprometido políticamente, como un luchador contra la dominación romana y contra los poderes, e incluso implicado en la lucha de clases. Esta concepción de Cristo como político, revolucionario, como el subversivo de Nazaret, no se compagina con la catequesis de la Iglesia. Confundiendo el pretexto insidioso de los acusadores de Jesús con la actitud de Jesús mismo –bien diferente– se aduce como causa de su muerte el desenlace de un conflicto político y se calla la voluntad de entrega del Señor y aun la conciencia de su misión redentora. Los Evangelios muestran claramente cómo para Jesús era una tentación lo que alterara su misión de Servidor de Yavé (cf. Mt 4, 8; Lc 4,5). No acepta la posición de quienes mezclaban las cosas de Dios con actitudes meramente políticas (cf. Mt 22,21; Mc 12, 17; Jn 18, 36). Rechaza inequívocamente el recurso a la violencia. Abre su mensaje de conversión a todos, sin excluir a los mismos publicanos. La perspectiva de su misión es, mucho más profunda. Consiste en la salvación integral por un amor transformante, pacificador, de perdón y reconciliación. No cabe duda, por otra parte, que todo esto es muy exigente para la actitud del cristiano que quiere servir de verdad a los hermanos más pequeños, a los pobres, a los necesitados, a los marginados; en una palabra, a todos los que reflejan en sus vidas el rostro doliente del Señor (cf. Lumen gentium, 8).
I. 5. Contra tales “relecturas” pues, y contra sus hipótesis, brillantes quizás, pero frágiles e inconsistentes, que de ellas derivan, “la evangelización en el presente y en el futuro de América Latina” no puede cesar de afirmar la fe de la Iglesia: Jesucristo, Verbo e Hijo de Dios, se hace hombre para acercarse el hombre y brindarle, por la fuerza de su misterio, la salvación, gran don de Dios (cf. Evangelii nuntiandi, 19 y 17).
Es esta la fe que ha informado vuestra historia y ha plasmado lo mejor de los valores de vuestros pueblos y tendrá que seguir animando, con todas las energías, el dinamismo de su futuro. Es esta la fe que revela la vocación de concordia y unidad que ha de desterrar los peligros de guerras en este continente de esperanza, en el que la Iglesia ha sido tan potente factor de integración. Esta fe, en fin, que con tanta vitalidad y de tan variados modos expresan los fieles de América Latina a través de la religiosidad o piedad popular.
Desde esta fe en Cristo, desde el seno de la Iglesia, somos capaces de servir al hombre, a nuestros pueblos, de penetrar con el Evangelio su cultura, transformar los corazones, humanizar sistemas y estructuras.
Cualquier silencio, olvido, mutilación o inadecuada acentuación de la integridad del misterio de Jesucristo que se aparte de la fe de la Iglesia no puede ser contenido válido de la evangelización. “Hoy, bajo el pretexto de una piedad que es falsa, bajo la apariencia engañosa de una predicación evangélica, se intenta negar al Señor Jesús”, escribía un gran obispo en medio de las duras crisis del siglo IV. Y agregaba: “Yo digo la verdad, para que sea conocido de todos la causa de la desorientación que sufrimos. No puedo callarme” (San Hilario de Poitiers, Ad Ausentium, 1-4).Tampoco vosotros, obispos de hoy, cuando estas confusiones se dieren, podéis callar.
Es la recomendación que el Papa Pablo VI hacía en el discurso de apertura de la Conferencia de Medellín: “Hablad, hablad, predicad, escribid, tomad posiciones, como se dice, en armonía de planes y de intenciones, acerca de las verdades de la fe, defendiéndolas e ilustrándolas, de la actualidad del Evangelio, de las cuestiones que interesan la vida de los fieles y la tutela de las costumbres cristianas…” (Inauguración de la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano, I).
No me cansaré yo mismo de repetir, en cumplimiento de mi deber de evangelizador, a la humanidad entera: ¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora, las puertas de los Estados, los sistemas económicos y políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y el desarrollo.
Verdad sobre la misión de la Iglesia
Catequesis: Audiencia General (04-05-1988)
Miércoles 4 de mayo de 1988
La misión de Cristo
2. A través de las palabras que dirige a Pilato, Jesús pone de relieve lo que es esencial en toda su predicación. Al mismo tiempo, anticipa, en cierto modo, lo que constituirá siempre el elocuente mensaje incluido en el acontecimiento pascual, es decir, en su cruz y resurrección.
Hablando de la predicación de Jesús, incluso sus opositores expresaban, a su modo, su significado fundamental, cuando le decían: «Maestro, sabemos que eres veraz…. que enseñas con franqueza el camino de Dios» (Mc 12, 14). Jesús era, pues, el Maestro en el «camino de Dios»: expresión de hondas raíces bíblicas y extra-bíblicas para designar una doctrina religiosa y salvífica. En lo que se refiere a los oyentes de Jesús, sabemos, por el testimonio de los Evangelistas, que éstos estaban impresionados por otro aspecto de su predicación: «Quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mc 1, 22). «…Hablaba con autoridad» (Lc 4, 32).
Esta competencia y autoridad estaban constituidas, sobre todo, por la fuerza de la verdad contenida en la predicación de Cristo. Los oyentes, los discípulos, lo llamaban «Maestro«, no tanto en el sentido de que conociese la Ley y los Profetas y los comentase con agudeza, como hacían los escribas. El motivo era mucho más profundo: Él «hablaba con autoridad», y ésta era la autoridad de la verdad, cuya fuente es el mismo Dios. El propio Jesús decía: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado» (Jn 7, 16).
Discurso (25-11-2000)
A diversos grupos de peregrinos jubilares. Sábado 25 de noviembre de 2000
El primado de Dios
4. Entre las virtudes que deben brillar en vosotros figura sin duda la lealtad a las instituciones, a las que estáis llamados a servir teniendo muy en cuenta el primado de Dios: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Mc 12, 17). Este luminoso principio evangélico ha orientado a la Iglesia desde sus orígenes, impulsándola a mostrar gran respeto por las instituciones civiles. En ellas, y en los hombres que asumen su responsabilidad, se ha de ver un signo de la presencia de Dios, que guía los acontecimientos de la historia. «Omnis potestas a Deo» (Rm 13, 1): todo poder viene de Dios. En esto se basa el deber de acatamiento a las leyes y a quienes ejercen la autoridad. Sin embargo, todo se debe someter a la soberanía de Dios, hasta el punto de que en ningún caso puede llegar a ser obligatorio lo que se opone a su ley. El cristiano debe ser firme testigo de este principio, yendo, cuando sea necesario, «contra corriente». En ese caso encontrará apoyo en la fuerza de la oración. Como la primera comunidad de Roma, a comienzos del siglo II, los creyentes invocan la ayuda divina para cuantos están investidos de responsabilidades públicas, a fin de que el Señor dirija sus decisiones según lo que es bueno y agradable a sus ojos (cf. Primera Carta de san Clemente a los Corintios, LXI, 1).
Benedicto XVI, papa
Discurso (12-09-2008)
Viaje Apostólico a Francia. Discurso en la ceremonia de bienvenida.
París, Palacio del Elíseo
Viernes 12 de septiembre de 2008
Relaciones Iglesia-Estado
[…] Numerosas personas, también aquí en Francia, se han detenido para reflexionar acerca de las relaciones de la Iglesia con el Estado. Ciertamente, en torno a las relaciones entre campo político y campo religioso, Cristo ya ofreció el criterio para encontrar una justa solución a este problema al responder a una pregunta que le hicieron afirmando: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mc 12,17)… Por otra parte, Usted, Señor Presidente, utilizó la bella expresión “laicidad positiva” para designar esta comprensión más abierta. En este momento histórico en el que las culturas se entrecruzan cada vez más entre ellas, estoy profundamente convencido de que una nueva reflexión sobre el significado auténtico y sobre la importancia de la laicidad es cada vez más necesaria. En efecto, es fundamental, por una parte, insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos, como la responsabilidad del Estado hacia ellos y, por otra parte, adquirir una más clara conciencia de las funciones insustituibles de la religión para la formación de las conciencias y de la contribución que puede aportar, junto a otras instancias, para la creación de un consenso ético de fondo en la sociedad.
El Papa, testigo de un Dios que ama y salva, se esfuerza por ser sembrador de caridad y esperanza. Toda sociedad humana tiene necesidad de esperanza, y esta necesidad es todavía más fuerte en el mundo de hoy que ofrece pocas aspiraciones espirituales y pocas certezas materiales. Los jóvenes son mi mayor preocupación. Algunos de ellos tienen dificultad en encontrar una orientación que les convenga o sufren una pérdida de referencia en sus familias. Otros experimentan todavía los límites de un pluralismo religioso que los condiciona. A veces marginados y a menudo abandonados a sí mismos, son frágiles y tienen que hacer frente solos a una realidad que les sobrepasa. Hay, pues, que ofrecerles un buen marco educativo y animarlos a respetar y ayudar a los otros, para que lleguen serenamente a la edad de la responsabilidad. La Iglesia puede aportar en este campo una contribución específica. La situación social de occidente, por desgracia marcada por un avance solapado de la distancia entre ricos y pobres, también me preocupa. Estoy seguro que es posible encontrar soluciones justas que, sobrepasando la inmediata ayuda necesaria, vayan al corazón de los problemas, para proteger a los débiles y fomentar su dignidad. A través de numerosas instituciones y actividades, la Iglesia, igual que numerosas asociaciones en vuestro país, trata con frecuencia de remediar lo inmediato, pero es al Estado al que compete legislar para erradicar las injusticias. En un contexto mucho más amplio, Señor Presidente, me preocupa igualmente el estado de nuestro planeta. Con gran generosidad, Dios nos ha confiado el mundo que Él ha creado. Hay que aprender a respetarlo y protegerlo aún más. Me parece que ha llegado el momento de hacer propuestas más constructivas para garantizar el bien de las generaciones futuras.
El ejercicio de la Presidencia de la Unión Europea es la ocasión para vuestro país de dar testimonio del compromiso de Francia, de acuerdo a su noble tradición, con los derechos humanos y su promoción para el bien de la persona y la sociedad. Cuando el europeo llegue a experimentar personalmente que los derechos inalienables del ser humano, desde su concepción hasta su muerte natural, así como los concernientes a su educación libre, su vida familiar, su trabajo, sin olvidar naturalmente sus derechos religiosos, cuando este europeo, por tanto, entienda que estos derechos, que constituyen una unidad indisociable, están siendo promovidos y respetados, entonces comprenderá plenamente la grandeza de la construcción de la Unión y llegará a ser su artífice activo. Señor Presidente, la tarea que os incumbe no es fácil. Los tiempos son inciertos, y es una empresa ardua vislumbrar la justa vía entre los meandros de la cotidianeidad social y económica, nacional e internacional. En particular, frente al peligro del resurgir de viejos recelos, tensiones y contraposiciones entre las Naciones, de las que hoy somos testigos con preocupación, Francia, históricamente sensible a la reconciliación entre los pueblos, está llamada a ayudar a Europa a construir la paz dentro de sus fronteras y en el mundo entero. A este respecto, es importante promover una unidad que no puede ni quiere transformarse en uniformidad, sino que sea capaz de garantizar el respeto de las diferencias nacionales y de las tradiciones culturales, que constituyen una riqueza en la sinfonía europea, recordando, por otra parte, que “la propia identidad nacional no se realiza sino es en apertura con los demás pueblos y por la solidaridad con ellos” (Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa, n. 112). Confío que vuestro país cooperará cada vez más a que este siglo progrese hacia la serenidad, la armonía y la paz.
Señor Presidente, queridos amigos, deseo una vez más manifestar mi agradecimiento por este encuentro. Cuenten con mi plegaria ferviente por su hermosa Nación, para que Dios le conceda paz y prosperidad, libertad y unidad, igualdad y fraternidad. Encomiendo estos deseos a la intercesión maternal de la Virgen María, patrona principal de Francia. ¡Que Dios bendiga a Francia y a todos los franceses!
Catecismo de la Iglesia Católica
nn. 446-451
Jesús es Señor
IV. Señor
446 En la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento, el nombre inefable con el cual Dios se reveló a Moisés (cf. Ex 3, 14), YHWH, es traducido por Kyrios [«Señor»]. Señor se convierte desde entonces en el nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel. El Nuevo Testamento utiliza en este sentido fuerte el título «Señor» para el Padre, pero lo emplea también, y aquí está la novedad, para Jesús reconociéndolo como Dios (cf. 1 Co 2,8).
447 El mismo Jesús se atribuye de forma velada este título cuando discute con los fariseos sobre el sentido del Salmo 109 (cf. Mt 22, 41-46; cf. también Hch 2, 34-36; Hb 1, 13), pero también de manera explícita al dirigirse a sus Apóstoles (cf. Jn 13, 13). A lo largo de toda su vida pública sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban su soberanía divina.
448 Con mucha frecuencia, en los evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole «Señor». Este título expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de Él socorro y curación (cf. Mt 8, 2; 14, 30; 15, 22, etc.). Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el reconocimiento del misterio divino de Jesús (cf. Lc 1, 43; 2, 11). En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: «¡Es el Señor!» (Jn 21, 7).
449 Atribuyendo a Jesús el título divino de Señor, las primeras confesiones de fe de la Iglesia afirman desde el principio (cf. Hch 2, 34-36) que el poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús (cf. Rm 9, 5; Tt 2, 13; Ap 5, 13) porque Él es de «condición divina» (Flp 2, 6) y porque el Padre manifestó esta soberanía de Jesús resucitándolo de entre los muertos y exaltándolo a su gloria (cf. Rm 10, 9;1 Co 12, 3; Flp 2,11).
450 Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia (cf. Ap 11, 15) significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo: César no es el «Señor» (cf. Mc 12, 17; Hch 5, 29). » La Iglesia cree que la clave, el centro y el fin de toda historia humana se encuentra en su Señor y Maestro» (GS 10, 2; cf. 45, 2).
451 La oración cristiana está marcada por el título «Señor», ya sea en la invitación a la oración «el Señor esté con vosotros», o en su conclusión «por Jesucristo nuestro Señor» o incluso en la exclamación llena de confianza y de esperanza: Maran atha («¡el Señor viene!») o Marana tha («¡Ven, Señor!») (1 Co 16, 22): «¡Amén! ¡ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20).