Mc 10, 46-52: El ciego de Jericó en Marcos
/ 12 octubre, 2015 / San MarcosTexto Bíblico
46 Y llegan a Jericó. Y al salir él con sus discípulos y bastante gente, un mendigo ciego, Bartimeo (el hijo de Timeo), estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. 47 Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí». 48 Muchos lo increpaban para que se callara. Pero él gritaba más: «Hijo de David, ten compasión de mí». 49 Jesús se detuvo y dijo: «Llamadlo». Llamaron al ciego, diciéndole: «Ánimo, levántate, que te llama». 50 Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. 51 Jesús le dijo: «¿Qué quieres que te haga?». El ciego le contestó: «Rabbuni, que recobre la vista». 52 Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha salvado». Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Clemente de Alejandría, obispo
Exhortación: Acojamos la luz y hagámonos discípulos del Señor.
Exhortación a los paganos, Cap 11: PG 8, 230-234 (Liturgia de las Horas).
La norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. Recibe a Cristo, recibe la facultad de ver, recibe la luz, para que conozcas a fondo a Dios y al hombre. El Verbo, por el que hemos sido iluminados, es más precioso que el oro, más que el oro fino; más dulce que la miel de un panal que destila. Y ¿cómo no va a ser deseable el que ha iluminado la mente envuelta en tinieblas y ha agudizado los ojos del alma portadores de luz?
Lo mismo que sin el sol, los demás astros dejarían al mundo sumido en la noche, así también, si no hubiésemos conocido al Verbo y no hubiéramos sido iluminados por él, en nada nos diferenciaríamos de los volátiles, que son engordados en la oscuridad y destinados a la matanza. Acojamos, pues, la luz, para poder dar acogida también a Dios. Acojamos la luz y hagámonos discípulos del Señor. Pues él ha hecho esta promesa al Padre: Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Alábalo, por favor, y cuéntame la fama de tu Padre. Tus palabras me traen la salud. Tu cántico me instruirá. Hasta el presente he andado a la deriva en mi búsqueda de Dios; pero si eres tú, Señor, el que me iluminas y por tu medio encuentro a Dios y gracias a ti recibo al Padre, me convierto en tu coheredero, pues no te avergüenzas de llamarme hermano tuyo.
Pongamos, pues, fin, pongamos fin al olvido de la verdad; despojémonos de la ignorancia y de la oscuridad que, cual nube, ofuscan nuestros ojos, y contemplemos al que es realmente Dios, después de haber previamente hecho subir hasta él esta exclamación: «Salve, oh luz». Una luz del cielo ha brillado ante nosotros, que antes vivíamos como encerrados y sepultados en la tiniebla y sombra de muerte; una luz más clara que el sol y más agradable que la misma vida. Esta luz es la vida eterna y los que de ella participan tienen vida abundante. La noche huye ante esta luz y, como escondiéndose medrosa, cede ante el día del Señor. Esta luz ilumina el universo entero y nada ni nadie puede apagarla; el occidente tenebroso cree en esta luz que llega de oriente.
Es esto lo que nos trae y revela la nueva creación: el Sol de justicia se levanta ahora sobre el universo entero, ilumina por igual a todo el género humano, haciendo que el rocío de la verdad descienda sobre todos, imitando con ello a su Padre, que hace salir el sol sobre todos los hombres. Este Sol de justicia traslada el tenebroso occidente llevándolo a la claridad del oriente, clava a la muerte en la cruz y la convierte en vida; arrancando al hombre de la corrupción lo encumbra hasta el cielo; él cambia la corrupción en incorrupción, y transforma la tierra en cielo, él el labrador de Dios, portador de signos favorables, que incita a los pueblos al bien y les recuerda las normas para vivir según la verdad; él nos ha gratificado con una herencia realmente magnífica, divina, inamisible; él diviniza al hombre mediante una doctrina celestial, metiendo su ley en su pecho y escribiéndola en su corazón. ¿De qué leyes se trata?, porque todos conocerán a Dios, desde el pequeño al grande; les seré propicio —dice Dios—, y no recordaré sus pecados.
Recibamos las leyes de vida; obedezcamos la exhortación de Dios. Aprendamos a conocerle, para que nos sea propicio. Ofrezcámosle, aunque no lo necesita, el salario de nuestro reconocimiento, de nuestra docilidad, cual si se tratara del alquiler debido a Dios por nuestra morada aquí en la tierra.
San Juan Crisóstomo, obispo
Homilía: Los dos ciegos de Jericó
Homilía 66, Obras de San Juan Crisóstomo, tomo II, B.A.C., Madrid, 1956, pp. 354-357.
1. Mirad desde dónde se dirige a Jerusalén y dónde había pasado antes el tiempo. Es un punto, a mi parecer, muy digno de averiguarse. ¿Y por qué anteriormente no fue desde allí a Galilea sino pasando por Samaria? Mas esto lo dejaremos para los curiosos de saber, y el que quiera puntualmente investigarlo, en Juan hallará que se explica muy bien y allí pone el evangelista la causa. Nosotros atengámonos a nuestro propósito y escuchemos a estos ciegos, mejores indudablemente que muchos que gozan de buena vista. Porque fue así que, sin guía que los llevara al Señor y sin poderle ver cuando lo tenían delante, ellos se empeñaron en llegar hasta Él y empezaron a gritar a voz en cuello, Y cuando se les mandaba callar, ellos levantaban más la voz.
Tal es, en efecto, un alma constante: las mismas dificultades la exaltan. Cristo, por su parte, consintió que se les mandara callar, a fin de que así apareciera mejor su fervor y vieran todos que eran dignos de la curación. De ahí que ni siquiera les pregunta si tienen fe, como solía hacer otras veces, pues sus gritos y su romper por entre la gente ponían bien de manifiesto su fe a los ojos de todos. Aprende de ahí, carísimo, que, por despreciables y desechados que seamos, si con fervor nos acercamos a Dios, aun por nosotros mismos podremos alcanzar cuanto le pidamos. Mira, si no, cómo estos ciegos, sin tener por abogado a ningún apóstol, teniendo más bien a muchos que les mandaban callar, lograron superar todas las dificultades y llegar a la presencia de Jesús mismo. Realmente, el evangelista no atestigua que por su vida tuvieran estos ciegos motivo especial de confianza con el Señor, Todo lo suplió su fervor, Buen modelo para nuestra imitación. Aun cuando Dios dilate el escucharnos, aun cuando hubiere muchos que traten de apartarnos de orar, no abandonemos nosotros la oración, pues así señaladamente nos atraemos a Dios. Mira, si no, cómo en el caso presente ni la pobreza, ni la ceguera, ni que el Señor no los oyera, ni las reprensiones de la gente; ni otra cosa alguna pudo contener impetuoso fervor de estos ciegos. Tal es por naturaleza el alma ardiente y esforzada.
¿Qué hace, pues, Cristo? Llámalos a sí y les dice ¿Qué queréis que haga con vosotros? Y ellos le responden: Señor; que se abran nuestros ojos. ¿Por qué les pregunta el Señor? Para que nadie pensara que querían ellos una cosa y Él les daba otra. Y es que el Señor tiene siempre costumbre de poner antes patente y descubrir a todos la virtud de los que va a curar, y sólo entonces realiza la curación. Lo uno, para mover a los otros a que los imiten; y luego por que vean todos que merecen la gracia les hace. Así por lo menos lo hizo con la mujer cananea, así con el centurión, así con la hemorroísa: o, mejor dicho; esta admirable mujer se adelantó a la pregunta del Señor. Y, sin embargo, tampoco a ésta la pasó de largo, sino que, aun después de la curación, la descubrió, a todos. Así se ve el interés que tenía siempre el Señor en proclamar los méritos de quienes se acercaban a Él. Que es puntualmente lo que aquí hace. Seguidamente, ya que le habían dicho que querían, movido a compasión, los tocó. Porque ésta-la compasión- es la causa única de a curación; la misma, por cierto, por la que vino al mundo. Sin embargo, aun cuando todo era compasión y gracia, Él busca a los son dignos. Y que estos ciegos eran dignos de la curación, bien lo mostraron, primero por sus gritos y porque, después de recibida la gracia, no se apartaran del Señor, que es lo que hacen muchos, ingratos después de recibir los beneficios. No así estos ciegos. Ellos antes de la dádiva se muestran constantes, y después de la dádiva, agradecidos, pues fueron siguiendo al Señor.
San Agustín, obispo
Sermón: Jesucristo, médico del alma y del cuerpo
Sermón 88, Ed. BAC, T VII. Madrid, 1964, pp. 200-208
1. Cristo, Médico nuestro
—Sabéis como nosotros, hermanos míos, que nuestro Señor y Salvador Jesucristo es el médico de nuestra salud eterna, y que tomó nuestra enferma naturaleza para que nuestra enfermedad no fuera sempiterna. Porque asumió un cuerpo mortal para en él matar la muerte. Y aunque crucificado en nuestra enfermedad, como dice el Apóstol, vive por la virtud de Dios. Del mismo Apóstol son, además, estas palabras: Ya no muere ni está sujeto a la muerte. Todo esto bien notorio es para vuestra fe, pero debemos también saber que todos los milagros que obró en los cuerpos tienen por blanco hacernos llegar a lo que ni pasa ni tendrá fin. Devolvió a los ciegos los ojos que había de cerrar la muerte; resucitó a Lázaro, el cual morirá por segunda vez. Todo lo que hizo en beneficio de los cuerpos no lo hizo para hacerlos inmortales, bien que al mismo cuerpo le habrá de dar en el fin una eterna salud; mas, como no eran creídas las maravillas invisibles, quiso por medio de acciones visibles y temporales levantar la fe hacia las cosas que no se ven.
2. Elogio de la fe actual de la Iglesia
—Nadie, pues, hermanos, diga que ahora ya no hace nuestro Señor Jesucristo los milagros que antes; por donde los primeros tiempos de la Iglesia fueron mejores que los actuales. Pues en cierto lugar el mismo Señor pone a los que creen sin ver sobre los que creyeron porque vieron. La fe de los discípulos era por entonces en tal modo vacilante, que, aun viendo resucitado a su Maestro, no dieron crédito a sus ojos, antes necesitaron palparle. No los llenaba el verle con los ojos sin acercar a sus miembros las manos y tocar las cicatrices de las recientes llagas; y cuando sus manos le cercioraron de la realidad de las llagas, el discípulo incrédulo exclamó: ¡Señor mío y Dios mío! Quedaron las cicatrices como testimonio del que había sanado todas las llagas en otros. Sin duda podía el Señor resucitar sin cicatrices, pero conocía las llagas abiertas en el corazón de los discípulos, y conservó las de su cuerpo para sanarlos. ¿Qué dijo el Señor al discípulo que, reconociéndole por su Dios, exclamó: Señor mío y Dios mío? Creíste porque me haz visto; bienaventurados los que no ven y creen. ¿A quién se refiere sino a nosotros, hermanos? Y no solamente a nosotros, sino a todos los que vengan detrás de nosotros. Porque no mucho después, habiéndose alejado de sus ojos mortales para fortalecer la fe de sus corazones, cuantos en adelante creyeron en él creyeron sin verle, y su fe tuvo gran mérito, porque para conquistarla no usaron del tocamiento de las manos, sino del acercamiento de su piadoso corazón.
3. Grandes milagros que hace Cristo ahora
Las obras milagrosas del Señor eran, pues, un convite a la fe, y esta fe se conserva en la Iglesia, extendida por todo el mundo, y obra hoy curaciones más grandes, para obtener las cuales no se desdeñó él de hacer aquellas menores; porque tanto la salud del alma lleva ventaja a la del cuerpo cuando éste desmerece de aquélla. Si los ciegos no abren ahora los ojos bajo la mano del Señor, ¡cuántos corazones no menos ciegos los abren a su palabra! Ahora no resucita a un cadáver, pero resucita el alma que yacía muerta en un cadáver vivo; ahora no se abren los oídos sordos del cuerpo, pero ¡cuántos corazones se han abierto a la acción penetrante de la palabra de Dios y pasan de la incredulidad a la fe, de una vida desordenada a un honesto vivir y de la rebeldía a la sumisión! He ahí, nos decimos, uno que vino a la fe, y nos pasmarnos porque conocíamos su dureza. Mas ¿por qué te maravillas de su fe, de su inocencia y fidelidad a Dios, sino porque ves ha recobrado la vista el ciego, y la vida el muerto, y el oído el que sabías era sordo? Porque hay otro género de muertos, de los cuales habló el Señor, cuando a un joven que difería seguirle con el fin de enterrar a su padre, le dijo: Deja que los muertos sepulten a sus muertos. Cierto que los muertos no pueden ser sepultureros de un muerto corporal, pues ¿cómo puede un cadáver enterrar a otro cadáver?; pero llámalos muertos y es fuerza lo sean en el alma; porque, según a menudo vernos muerto al dueño de la casa sin que la morada sufra detrimento, así también muchos llevan muerta el alma dentro de un cuerpo sano; y a éstos quiérelos despertar el Apóstol diciendo: Levántate tú que duermes; levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará. El que ilumina al ciego y resucita al muerto es el mimo cuya voz clama: Levántate tú que duermes. El ciego será iluminado cuando resucite. ¿A cuántos sordos veía el Señor delante cuando dijo: El que tenga oídos para oír, que oiga? ¿Quién de los que allí estaban carecía del órgano del oído? Luego, ¿qué oídos pedía, sino los espirituales?
4. El ojo con que se ve a Dios
—Y ¿de qué ojos hablaba, dirigiéndose a hombres no corporalmente ciegos? Habiéndole dicho Felipe: Muéstranos, Señor, al Padre y nos basta, bien entendía que la vista del Padre podía bastarle; mas ¿podría bastar el Padre a quien no le bastaba el Igual al Padre? ¿Por qué? Porque no le veía. Y ¿por qué no le veía? Porque no estaba sano todavía el ojo por donde podía ser visto. Felipe veía en la humanidad del Señor lo que se mostraba a los ojos del cuerpo, lo cual veíanlo no solamente los fieles discípulos, sino también los judíos que le crucificaron. Pero Jesús podía ser visto de otra manera; de ahí el demandar otros ojos. Y por eso al que le dijo: Muéstranos el Padre, y tendremos bastante, le contestó: ¿Tanto tiempo como hace que estoy con vosotros, aún no me habéis conocido? Felipe, el que me ve a Mí, ve también a mi Padre. A fin de sanarle los ojos de la fe, llámale hacia la fe para que pueda llegar a la visión; y para que no se imaginara Felipe que hay en Dios la misma figura corporal de Jesucristo nuestro Señor, añadió: ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Acababa de decir: Quien a Mí me ve, ve a mi Padre; mas los ojos de Felipe aun no estaban acomodados para ver al Padre, ni, por ende, para ver al Hijo, igual al Padre; y de ahí que, hallándose aún tierna la vista de su alma e incapaz de fijarse en tan viva luz, se propuso el Señor curarle y fortalecerle con el colirio y fomentos da la fe; y por eso le pregunta: ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Así, pues, quien todavía no pueda ver lo que ha el Señor de mostrar al descubierto, en vez de buscar antes ver que creer, debe creer primero para sanar el ojo con que vea. A los ojos serviles mostrábaseles no más la naturaleza de siervo; igual a Dios sin haberlo usurpado, si hubiera podido ser visto en lo que tiene de igual al Padre—en su misma igualdad—por los hombres, que vino a curar, ¿qué necesidad tenía de anonadarse a sí mismo tomando la naturaleza de esclavo? Pero, no habiendo modo de que fuese Dios visto—y habiéndolo de que fuera visto el hombre—, hízose hombre quien era Dios, para que lo que se veía en él nos dispusiera para ver lo que en él no se veía. Y así dice en otro lugar: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Felipe, ciertamente, podía responder: Señor, estoy cierto de que te veo, ¿Es el Padre como lo que veo en ti?; porque nos dijiste: Quien me ve a mí, ve también a mi Padre. Antes de responder esto Felipe, tal vez antes de pensarlo, añadió Jesús: ¿No crees que estoy yo en el Padre y que está el Padre en mí? El ojo interior del discípulo no podía ver aún ni al Padre ni al Hijo, igual al Padre, y así, por que pudiera ver, era necesario lavárselo con el agua de la fe. Por donde, para que puedas ver algún día lo que hoy no puedes, cree lo que todavía no ves. Anda por el camino de la fe para llegar a la clara vista; porque, si la fe nos sostiene en el camino, la clara vista no será nuestra dicha en la patria, o como dice el Apóstol: Mientras vivamos en cuerpo, somos peregrinos de Dios; y para mostrarnos por qué somos peregrinos, aunque ya creemos, añade: Andamos por la fe y no en la realidad.
5. Nuestro único empeño en esta vida
—Así, pues, hermanos míos, todo nuestro empeño en esta vida ha de consistir sanar el ojo del corazón para ver a Dios. Ese fin tiene la celebración de los santos misterios, la predicación de la palabra divina, las amonestaciones morales de la Iglesia, o digamos, las que se proponen la enmienda de las costumbres y concupiscencias carnales y la renuncia, no sólo de palabra, sino de obra también, a este siglo; y el blanco de las divinas letras no es otro que purificar el interior de cuanto nos impide la vista de Dios. El ojo, hecho para ver esta luz corpórea, aunque celeste sin duda, pero material y sensible, no es peculiar del hombre; se ha concedido también a los más viles animales; y con estar hecho para eso, cuando algo entra en él se oscurece y queda privado de esta luz, y aunque ella le envuelve por doquier, el ojo la rehúye o tiene que privarse de ella; y no sólo le es extraña a luz, sino que le atormenta, bien que haya sido criado para verla; así el ojo del corazón, cuando está herido y oscurecido, él mismo se aparta de la luz de la justicia y no se atreve a contemplarla, ni puede hacerlo.
6. Agentes perturbadores del ojo del corazón
— ¿Que turba el ojo del corazón? La codicia, la avaricia, la injusticia, el amor del siglo; esto es lo que turba, lo que cierra, lo que ciega el ojo del corazón. Ahora bien, cuando se lastima un ojo del cuerpo, es de ver la presteza con que se le avisa al médico para que nos lo abra, lo limpie y lo cure, y podamos ver la luz. No hay dilación ni sosiego, antes se corre a llamarle para que nos saque la pajita que se nos ha caído dentro. Pues aunque ese sol que deseamos gozar con ojos sanos lo hizo Dios, mucho más brillante es quien lo hizo; pero su esplendor, destinado a los ojos del alma, no es de la misma naturaleza que el sol; esta divina luz es la eterna Sabiduría. ¡Oh hombre! Dios te ha hecho a su imagen y, habiéndote dado con qué ver el sol que hizo, ¿te habrá negado con qué verle a él, que te hizo, y esto a su imagen y semejanza? No lo dudes; él te ha dado unos y otros ojos; sin embargo, tanto como amas los ojos exteriores, otro tanto descuidas el interior, que llevas averiado y ciego; y es para ti un sufrimiento el que tu Criador quiera mostrársete; un sufrimiento, sí, para tu ojo antes de ser curado y sanado. Pecó Adán en el paraíso, y escondióse de la cara de Dios. Cuando tenía el corazón y la conciencia puros, gozábase de la presencia divina; mas, en cuanto el pecado lastimó su ojo interior, comenzó a espantarle la divina luz y se acogió a las tinieblas y a las espesuras del bosque, huyendo de la Verdad y apeteciendo las sombras.
7. Experiencia ejemplar de Cristo
—En resolución, hermanos míos; puesto que descendemos de él, y, come dice el Apóstol, Todos mueren en Adán, pues todos venimos de estos primeros padres, si hemos rehusado someternos al Médico para enfermar, obedezcámosle para librarnos de la enfermedad. Cuando estábamos sanos, nos dio prescripciones el Médico para que no lo necesitásemos, No son los sanos, dice, los que necesitan de médico, sino los enfermos. Cuando sanos, no le obedecimos, y bien a nuestra costa hemos aprendido cuánto mal nos trajo el menosprecio de aquel mandato. Ahora, pues, estamos enfermos desde el principio, sufrimos, yacemos en el lecho del dolor; mas no desesperemos. No pudiendo nosotros ir al Médico, el Médico se ha dignado venir a nosotros. No abandonó al enfermo el que fue despreciado por el enfermo antes de enfermar, ni ha cesado de dar otras prescripciones a quien rehusó las primeras, para que no enfermase. Como si le dijera: «Ya sabes por experiencia con cuánta verdad te dije: No toques esto. Sana ya y vuelve a la vida. Yo cargo sobre mí tu enfermedad; toma esta copa; es amarga, pero tú fuiste quien te hiciste penosos aquellos preceptos míos, tan dulces cuando yo los di y tenías tú salud. Habiéndoles tenido en poco, empezaste a enfermar, y ahora no puedes sanar si no bebes el cáliz amargo de tentaciones en que abunda esta vida, el cáliz de las tribulaciones, de las angustias, de los dolores. Bebe, dice, bebe para cobrar la vida». Y por que no le respondiera el enfermo: «No puedo, no lo tolero, no bebo», bebió primero el médico sano, para que sin vacilación bebiese también el enfermo. Porque ¿hubo amargura en aquel cáliz que el Médico no bebiera? ¿Ultrajes? El antes, cuando arrojaba los demonios, oyó decirle: Está endemoniado, y: En nombre de Belcebú echa los demonios. De donde, para consuelo de los enfermos, dice: Si han dicho del Padre de familias que era Belcebú, ¿cuánto más no lo dirán de los domésticos? Si son amargos los dolores, él fue atado, y azotado, y crucificado. Si es amarga la muerte, también murió Él. Si el enfermo se estremece ante la muerte, nada había entonces de más ignominioso que cierto género particular de muerte: la muerte de cruz; y no sin motivo, para encarecer su obediencia, dijo el Apóstol: Hízose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.
San Gregorio Magno, papa y doctor de la Iglesia
Homilía: Fijémonos en lo que pide el ciego.
Homilías sobre el evangelio, n°2 ; PL 76, 1081.
«Gritaba más fuerte» (Mc 10,48).
«Un mendigo ciego estaba sentado al borde del camino…» Con razón la Escritura nos presenta a este ciego al borde del camino y pidiendo limosna, porque el que es la Verdad misma ha dicho: Yo soy el camino. Quien ignora el esplendor de la eterna luz, es ciego. Con todo, si ya cree en el Redentor, entonces ya está sentado a la vera del camino. Esto, sin embargo, no es suficiente. Si deja de orar para recibir la fe y abandona las imploraciones, es un ciego sentado a la vera del camino pero sin pedir limosna. Solamente si cree y, convencido de la tiniebla que le oscurece el corazón, pide ser iluminado, entonces será como el ciego que estaba sentado en la vera del camino pidiendo limosna. Quienquiera que reconozca las tinieblas de su ceguera, quienquiera que comprenda lo que es esta luz de la eternidad que le falta, invoque desde lo más íntimo de su corazón, grite con todas las energías de su alma, diciendo: «Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí».
Que todo hombre que sabe que las tinieblas hacen de él un ciego… grite desde el fondo de su ser: «Jesús, hijo de David, ten misericordia de mí» Pero escucha también lo que sigue a los gritos del ciego: «los que iban delante lo regañaban para que se callara» (Lc 18,39).
¿Quiénes son estos? Ellos están ahí para representar los deseos de nuestra condición humana en este mundo, los que nos arrastran a la confusión, los vicios del hombre y el temor, que, con el deseo de impedir nuestro encuentro con Jesús, perturban nuestras mentes mediante la siembra de la tentación y quieren acallar la voz de nuestro corazón en la oración.
En efecto, suele ocurrir con frecuencia que nuestro deseo de volver de nuevo a
Dios… nuestro esfuerzo de alejar nuestros pecados por la oración, se ven frustrados por estos: la vigilancia de nuestro espíritu se relaja al entrar en contacto con ellos, llenan de confusión nuestro corazón y ahogan el grito de nuestra oración …
¿Qué hizo entonces el ciego para recibir luz a pesar de los obstáculos? «Él gritó más fuerte: Hijo de David, ten compasión de mí!»… ciertamente, cuanto más nos agobie el desorden de nuestros deseos… más debemos insistir con nuestra oración… cuanto más nublada esté la voz de nuestro corazón, hay que insistir con más fuerza, hasta dominar el desorden de los pensamientos que nos invaden y llegar a oídos fieles del Señor. Creo, que cada uno se reconocerá en esta imagen: en el momento en que nos esforzamos por desviarlos de nuestro corazón y dirigirlos a Dios… suelen ser tan inoportunos y nos hacen tanta fuerza que debemos combatirlos. Pero insistiendo vigorosamente en la oración, haremos que Jesús se pare al pasar. Como dice el Evangelio: «Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran» (v. 40).
Observemos lo que el Señor dijo al ciego que se le acercó: «¿qué quieres que haga por ti?» El que tiene el poder de devolver la vista, ¿ignoraba lo que quería el ciego? Evidentemente, no. Pero Él desea que le pidamos las cosas, aunque Él lo sepa de antemano y nos lo vaya a conceder. Nos exhorta a pedir, incluso hasta ser molestos, el que afirma: “vuestro Padre celestial sabe lo que os hace falta, antes de que lo pidáis» (Mt 6,8). Si pregunta, es para que se le pida; si pregunta, es para impulsar nuestro corazón a la oración…
Lo que pide el ciego al Señor, no es oro, sino luz. No le preocupa solicitar otra cosa más que luz… Imitemos a este hombre, hermanos muy queridos. No pidamos al Señor ni riquezas engañosas, ni obsequios de la tierra, ni honores pasajeros, sino luz: No la luz circunscrita por el espacio, limitada por el tiempo, interrumpida por la noche, con la que compartimos la vista con los animales, pidamos esta luz que sólo los ángeles ven como nosotros,que no tiene principio y ni fin. Sin embargo, el camino para llegar a esta luz, es la fe. Por tanto, con razón el Señor responde inmediatamente al ciego que va a recobrar la luz: «¡Levántate! Tu fe te ha salvado».
[…] Es tiempo de escuchar lo que fue hecho al ciego que pedía la vista o, también, lo que él mismo hizo. Dice todavía el Evangelio: «Luego él recuperó la vista y se puso a seguir a Jesús». Ve y sigue quien realiza el bien que conoció; ve pero no sigue aquel que igualmente conoce el bien, pero no se dedica a realizarlo.
Si, pues, hermanos carísimos, ya conocemos la ceguera de nuestro peregrinar; si, con la fe en el misterio de nuestro Redentor, ya estamos sentados en la vera del camino; si, con una oración continua, ya pedimos la luz a nuestro creador; si, además de eso, después de la ceguera, por el don de la fe que penetra la inteligencia, fuimos iluminados, esforcémonos por seguir con las obras a aquel Jesús que conocemos con la inteligencia. Observemos hacia donde el Señor se dirige e, imitándolo, sigamos sus pasos. En efecto, sólo sigue a Jesús quien lo imita”.
Guillermo de San Teodorico, monje
Obras: Quiero ver tu rostro.
La contemplación de Dios, 1- 2.
«¿Qué quieres que haga por ti?» (Mc 10,51).
“Venid! Subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob, y nos enseñará sus caminos” (Is 2,3). Vosotros, las intenciones, deseos intensos, voluntad y pensamientos, afectos y todas las energías del corazón, venid, escalemos el monte, lleguémonos al lugar donde el Señor ve y se hace ver. Pero vosotros, preocupaciones, solicitaciones e inquietudes, trabajos y servidumbres, esperadnos aquí… hasta que, apresurándonos hacia este lugar, regresemos junto a vosotros después de haber adorado (cf Gn 22, 5). Porque será necesario regresar, y desgraciadamente, demasiado pronto.
Señor, Dios de mi fuerza, vuélvenos hacia ti, “restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79,20). Pero, Señor, ¡cuán prematuro, temerario, presuntuoso, contrario a la norma dada por la palabra de tu verdad y de tu sabiduría, es pretender ver a Dios con corazón impuro! Oh bondad soberana, bien supremo, guía de corazones, luz de nuestros ojos interiores, por tu bondad, Señor, ten piedad. ¡He aquí mi purificación, mi confianza y mi justicia: la contemplación de tu bondad, Señor bondadoso! Tú, Dios mío, dices a mi alma como solo tú lo sabes hacer: “Tu salvación soy yo” (Sal 34,3). Rabboni, maestro y aleccionador soberano, tú, el único doctor capaz de hacerme ver lo que deseo ver, di a este ciego mendigo: “¿Qué quieres que haga por ti?” Y tú, que me das esta gracia, sabes bien…, con qué fuerza mi corazón exclama: “Te he buscado, Señor; buscaré siempre tu rostro! No me escondas tu rostro” (Sal 26,8).
Santa Gertrudis de Helfta, monja benedictina
Ejercicio: ¿Cuándo entraré en tu presencia?
Ejercicios, n. 6 : SC 127.
«Maestro, que pueda ver» (Mc 10,51).
En ti, Oh Dios vivo, mi corazón y mi carne se estremece, y mi alma se regocija en ti, mi verdadera salvación. ¿Cuándo te verán mis ojos, Dios de los dioses, Dios mío? ¿Dios de mi corazón, cuándo me regocijarás con la visión de la dulzura de tu rostro? ¿Cuándo colmarás el deseo de mi alma con la manifestación de tu gloria?
¡Dios mío, tu eres mi herencia escogida de entre todos, mi fuerza y mi gloria! ¿Cuándo entraré en tu omnipotencia para ver tu fuerza y tu gloria? ¿Cuándo en lugar del espíritu de tristeza me revestirás con el manto de la alabanza, para que unida a los ángeles, todos mi ser te ofrezca un sacrificio de aclamación?
¿Dios de mi vida, cuándo entraré en el tabernáculo de tu gloria, para poder cantarte en presencia de todos los santos, y proclamar con el alma y el corazón que tus misericordias para conmigo han sido magníficas? ¿Cuándo se romperá la red de esta muerte, para que mi alma pueda verte sin intermediario?… ¿Quién resistirá a la vista de tu claridad? ¿Cómo podrá verte el ojo y oírte la oreja, contemplando la gloria de tu rostro?