Mc 10, 32-45: Tercer anuncio de la Pasión (Mc)
/ 27 mayo, 2015 / San MarcosEl Texto (Mc 10, 32-45)
Texto Bíblico
32 Estaban subiendo por el camino hacia Jerusalén y Jesús iba delante de ellos; ellos estaban sorprendidos y los que lo seguían tenían miedo. Él tomó aparte otra vez a los Doce y empezó a decirles lo que le iba a suceder: 33 «Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, 34 se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán; y a los tres días resucitará». 35 Se le acercaron los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: «Maestro, queremos que nos hagas lo que te vamos a pedir». 36 Les preguntó: «¿Qué queréis que haga por vosotros?». 37 Contestaron: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda». 38 Jesús replicó: «No sabéis lo que pedís, ¿podéis beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?». 39 Contestaron: «Podemos». Jesús les dijo: «El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y seréis bautizados con el bautismo con que yo me voy a bautizar, 40 pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es para quienes está reservado». 41 Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. 42 Jesús, llamándolos, les dijo: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. 43 No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; 44 y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. 45 Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Uso Litúrgico de este texto (Homilías)
por hacerpor hacer
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor de la Iglesia
«El hijo del hombre ha venido para servir y dar su vida en rescate por todos» (Mc 10, 45)
Un Dios que sirve, que barre la casa, que se entrega a trabajos duros – uno sólo de estos pensamientos, ¡cómo debería ser suficiente para llenarnos de amor! Cuando el Salvador se puso a predicar su Evangelio, se hizo «el servidor de todos», declarando él mismo que «no había venido a ser servido sino a servir». Es como si hubiera dicho que quería ser el servidor de todos los hombres. Y al final de su vida no se contentó, dice san Bernardo, «con haber tomado la condición de siervo para ponerse al servicio de los hombres; ha querido escoger el aspecto de siervo indigno para ser maltratado y sufrir la pena que teníamos merecida por nuestros pecados».
He aquí que el Señor, siervo obediente a todos, se somete a la sentencia de Pilato, por injusta que fuera, y se entrega a los verdugos… Dios nos ha amado tanto que, por amor a nosotros, ha querido obedecer como un esclavo hasta la muerte y morir de una muerte dolorosa e infame: el suplicio de la cruz (Flp 2,8). Ahora bien, en todos estos acontecimientos, obedecía no como Dios, sino como hombre, de quien había asumido la condición de esclavo.
Algún santo se entregó como esclavo para rescatar a un pobre, y con ello, por este acto heroico de caridad, se atrajo la admiración del mundo. Pero, ¿qué es esta caridad comparada con la del Redentor? Siendo Dios, queriendo rescatarnos de la esclavitud del diablo y de la muerte que nos era debida, él mismo se hace esclavo, se deja atar y clavar en la cruz. «Para que el siervo llegue a ser amo, dice san Agustín, Dios ha querido hacerse siervo».
Discurso
Novena de Navidad, discurso 6º
«El hijo del hombre vino para dar su vida» (Mc 10,45)
El Señor eterno se ha dignado presentarse ante nosotros, primero como un pequeño niño en un establo, después como un simple obrero en un taller, más tarde como un criminal muriendo en la horca, y finalmente como pan en una ofrenda. Aspectos numerosos, aspectos intencionales de Jesús, aspectos que no tienen más que un efecto: el de mostrar el amor que tiene por nosotros. Oh, Señor, ¿puedes inventar alguna cosa más para que te amemos? “Aquel día diréis: Dad gracias al Señor, invocad su nombre, contad a los pueblos sus hazañas, proclamad que su nombre es excelso” (Is 12,4).
Almas redimidas, dad a conocer por todas partes las obras de amor de este Dios lleno de amor. Él las concibió y realizó para que todos los hombres se amaran, Él que, tras haberlos colmado de sus favores, se donó a sí mismo, ¡y de tantas maneras! “Enfermo o herido, ¿deseas curarte? Jesús es la medicina”: Él te sana con su sangre. ¿La fiebre te quema? Él es la fuente refrescante. ¿Te atormentan las pasiones y problemas de este mundo? Él es la fuente de los consuelos espirituales y del verdadero bienestar.
“¿Temes a la muerte? Él es la vida. ¿Aspiras a llegar al cielo? Él es el camino (Jn, 14,6)”, decía san Ambrosio: Jesucristo no solo se dio a todos los hombres en general; él se da también a cada uno en particular. Por eso San Pablo dijo: “Él me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20). Y San Juan Crisóstomo afirma que “Dios nos ama tanto a cada uno de nosotros como a toda la humanidad”. Así, mi querido hermano, si hubieras estado solo en el mundo, el divino Redentor habría venido, habría dado su sangre y su vida sólo por ti.
Beato Guerrico de Igny, abad cisterciense
Primer sermón para el domingo de Ramos
«El hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45)
El hombre fue creado para servir a su Creador. ¿Hay algo más justo, en efecto, que servir al que os ha puesto en el mundo, sin quien no podéis existir? ¿Y hay algo más dichoso que servirle, puesto que servirle es reinar? Pero el hombre dijo a su Creador: «Yo no te serviré» (Jr 2,20). «Pues yo, dice el Creador al hombre, sí te serviré. Siéntate, te serviré, te lavaré los pies»…
Sí, oh Cristo «servidor bueno y fiel» (Mt 25,21), verdaderamente tú has servido, has servido con toda la fe y con toda la verdad, con toda la paciencia y toda la constancia. Sin tibieza, te has lanzado como un gigante a correr por el camino de la obediencia (Sal 18,6); sin fingir, nos has dado además, después de tantas fatigas, tu propia vida; sin murmurar, flagelado e inocente, no has abierto la boca (Is 53,9). Está escrito y es verdad: «El servidor que conoce la voluntad de su amo y no la cumple recibirá cantidad de azotes» (Lc 12,47). Pero este servidor nuestro, os pregunto ¿cuáles son los actos que no ha llevado a cabo? ¿Qué es lo que ha omitido de lo que debía hacer? «Todo lo ha hecho bien» gritaban los que observaban su conducta; «ha hecho oír a los sordos y hablar a los mudos» (Mc 7,37). Ha llevado a cabo toda clase de acciones dignas de recompensa, entonces ¿por qué ha sufrido tanta indignidad? Presentó su espalda a los latigazos, recibió una sorprendente cantidad de atroces golpes, su sangre chorreó por todas partes. Fue interrogado en medio de oprobios y tormentos, como si fuera un esclavo o un malhechor a quien se interroga para hacerle decir la verdad sobre un crimen. ¡Oh detestable orgullo del hombre que desdeña servir, y que no podía ser humillado por ningún otro ejemplo que el de un tal servidor de su Dios!…
Sí, mi Señor, has pasado muchas penas para servirme; sería justo y equitativo que de ahora en adelante puedas descansar, y que tu servidor, a su vez, se ponga a servirte; su momento ha llegado… Has vencido, Señor, a este tu servidor rebelde; extiendo mis manos para recibir tus ataduras, inclino mi cabeza para recibir tu yugo. Permíteme servirte. Aunque soy un servidor inútil si tu gracia no me acompaña y no trabaja siempre a mi lado (Sab 9,10), recíbeme como tu servidor para siempre.
San Efrén, diácono y doctor de la Iglesia
Comentario al Diatessaron, 20, 2-7
«Podéis beber el cáliz que yo he de beber» (Mc 10,38)
«Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz» (Mt 26,39) ¿Por qué, Pedro, te lo llevaste aparte y le increpaste diciendo:«¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte» (Mt 16,22), tú que ahora dices: «si es posible, que pase de mí este cáliz»? Él sabía bien lo que le decía a su Padre, y que era posible no beber el cáliz, pero Él ha venido para beberlo por todos, con el fin de saldar bebiéndolo la deuda que la muerte de los profetas y los mártires no pudieron pagar… El que había anunciado su muerte por boca de los profetas y había prefigurado el misterio de su muerte por los justos, cuando ha llegado el momento de consumar esta muerte, no rechazó beberla. Si no la hubiera querido beber, porque le repugnaba, no hubiera comparado nunca su cuerpo al Templo con estas palabras: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19); no hubiera dicho a los hijos del Zebedeo: «¿podéis beber la copa que yo beberé?» Y también «Con un bautismo tengo que ser bautizado ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla!» (Lc 12,50)…
«Si es posible que pase de mi este cáliz» dijo esto a causa de la debilidad de la que se había revestido, no pretendiendo más. Pues se hizo pequeño y se revistió realmente de nuestra debilidad, sintió miedo y se estremeció en su flaqueza. Habiéndose hecho carne, habiéndose revestido de debilidad, comiendo cuando tenía hambre, fatigado por el trabajo, vencido por el sueño, era necesario que se hubiera cumplido todo cuando llegara el momento de su muerte. Para fortalecer a los discípulos en su Pasión, Jesús experimentó lo que ellos experimentaron, Él sintió su mismo miedo, con el fin de mostrarles, por la similitud de su alma, que no va a la muerte alardeando sino sufriendo como cualquiera de ellos. Para dar valor a aquellos que temen la muerte, no escondió su propio temor, a fin de que supieran que este miedo, no les conduce al pecado siempre y cuando no se dejen llevar por él. «No, Padre, -dijo Jesús-, que se haga tu voluntad»: que yo muera para dar vida a una multitud.
San Juan Crisóstomo, obispo
Homilía
Contra los anoméos, 8,6; PG 48, 776-777
«El hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45)
Lo que los dos hermanos, Juan y Santiago querían, al aspirar a los primeros puestos, a los cargos y honores más destacados, era según mi parecer, tener autoridad sobre los demás. Por esto Jesús se opone a su pretensión. Descubre y pone al desnudo sus pensamientos secretos cuando les dice: “El que quiera ser primero, sea esclavo de todos.” Dicho de otra manera: «Si aspiráis a los primeros puestos y a los grandes honores, buscad el último lugar, esforzaos a ser los más sencillos, los más humildes y pequeños entre todos. Poneos detrás de los otros. Esta es la virtud que conduce al honor que deseáis. Tenéis cerca de vosotros un ejemplo elocuente, ‘porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos.’ Así obtendréis gloria y celebridad. Mirad lo que me toca vivir, no busco ni honra ni gloria, y no obstante, el bien que realizo de esta manera es infinito.”
Lo sabemos: antes de la encarnación de Cristo y su abajamiento, todo estaba perdido, todo estaba corrompido; pero, después de que él se humillara, nos lo ha revelado todo. Ha abolido la maldición, ha destruido la muerte, ha abierto el paraíso, ha dado muerte al pecado, ha roto los cerrojos de las puertas del cielo para introducir las primicias de nuestra humanidad. El ha propagado la fe por todo el mundo. Ha expulsado el error y ha establecido la verdad. Ha hecho tomar posesión del trono a las primicias de nuestra naturaleza. Cristo es el autor de beneficios innumerables que mi palabra ni ninguna palabra humana es capaz de expresar. Antes de su abajamiento, sólo los ángeles lo contemplaron, pero después que él se humillara la raza humana entera lo ha reconocido.
Santo Tomás de Aquino, presbítero y doctor de la Iglesia
Conferencia sobre el Credo, 6
«El que quiera ser grande, sea vuestro servidor» (Mc 10, 43)
¿Qué necesidad había para que el Hijo de Dios padeciera por nosotros? Una gran necesidad que se puede resumir en dos puntos: necesidad de remedio por lo que se refiere a nuestros pecados, necesidad de ejemplo para nuestra conducta… Porque la Pasión de Cristo nos proporciona un modelo válido para nuestra vida… Si buscas un ejemplo de caridad: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13)… Si buscas la paciencia, es sobre la cruz donde se encuentra en grado máximo… Cristo sufrió grandes males en la cruz, y pacientemente, puesto que «cuando lo insultaban, no devolvía el insulto» (1P 2,23), «como un cordero llevado al matadero, no abría la boca» (Is 53,7)… «Corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, que renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz» (Hb 12,1-2).
Si buscas un ejemplo de humildad, mira al crucificado. Porque un Dios ha querido ser juzgado bajo Poncio Pilato y morir… Si buscas un ejemplo de obediencia, no tienes que hacer más que seguir al que se hizo obediente al Padre «hasta la muerte» (Flp 2,8). «Si por la desobediencia de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos se convertirán en justos» (Rm 5,19). Si buscas un ejemplo de menosprecio de los bienes de la tierra no debes hacer otra cosa que seguir al que es «Rey de reyes y Señor de los señores», «en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» (1Tm 6,15; Col 2,3); sobre la cruz estuvo desnudo, convertido en la mofa de todos, cubierto de salivazos, golpeado, coronado de espinas, y finalmente, apagando su sed con hiel y vinagre.
San Juan Pablo II, papa
Catequesis: Audiencia General (14-09-1983)
Significado de la muerte redentora de Cristo
1. «Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10, 45).
Con estas palabras pronunciadas durante su vida terrena, Jesús reveló a sus discípulos el significado verdadero de su existencia y de su muerte. Hoy, 14 de septiembre, día en que la Iglesia celebra la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, queremos detenernos a meditar sobre el significado de la muerte redentora de Cristo. Surge espontáneamente en nuestro ánimo está pregunta: ¿Previó Jesús su muerte y la entendió como muerte por los hombres? ¿La aceptó y la quiso como tal?
De los Evangelios resulta claro que Jesús fue al encuentro de la muerte voluntariamente. «Tengo que recibir un bautismo y ¡cómo me siento angustiado hasta que se cumpla!» (Lc 12, 50; cf. Mc 10, 39; Mt 20, 23). Podía haberlo evitado huyendo como algunos profetas perseguidos, por ejemplo Elías y otros. Pero Jesús quiso «subir a Jerusalén», «entrar en Jerusalén», purificar el templo, celebrar la última Cena pascual con los suyos, acudir al huerto de los Olivos «para que el mundo supiera que amaba al Padre y hacía lo que el Padre le había mandado» (cf. Jn 14. 31).
Es también cierto e innegable que fueron los hombres los responsables de su muerte. «Vosotros le entregasteis y negasteis en presencia de Pilato —declara Pedro ante el pueblo de Jerusalén— cuando éste juzgaba que debía soltarlo. Vosotros negasteis al Santo y al Justo y pedisteis que se os hiciera gracia de un homicida. Disteis muerte al príncipe de la vida» (Act 3, 13-14). Tuvieron responsabilidad los romanos y los jefes de los judíos y, realmente, lo pidió una masa astutamente manipulada.
2. Casi todas las manifestaciones del mal, del pecado y del sufrimiento se hicieron presentes en la pasión y muerte de Jesús: el cálculo, la envidia, la vileza, la traición, la avaricia, la sed de poder, la violencia, la ingratitud por una parte y abandono por otra, el dolor físico y moral, la soledad, la tristeza y el desaliento, el miedo y la angustia. Recordemos las lacerantes palabras de Getsemaní: «Triste está mi alma hasta la muerte» (Mc 14, 34); y «lleno de angustia, refiere San Lucas, oraba con más insistencia; y sudó como gruesas gotas de sangre, que corrían hasta la tierra» (Lc 22, 44).
La muerte de Jesús fue ejemplo eximio de honradez, coherencia y fidelidad a la verdad hasta el supremo sacrificio de sí. Por ello, la pasión y muerte de Jesús son siempre el emblema mismo de la muerte del justo que padece heroicamente el martirio para no traicionar su conciencia ni las exigencias de la verdad y la ley moral. Ciertamente la pasión de Cristo no cesa de asombrarnos por los ejemplos que nos ha dado. Lo constataba ya la Carta de San Pedro (cf. 1 Pe 2, 20-23).
3. Jesús aceptó su muerte voluntariamente. De hecho sabemos que la predijo en repetidas ocasiones; la anunció tres veces mientras subía a Jerusalén al decir que iba a «sufrir mucho… y ser muerto y al tercer día resucitar» (Mt 16, 21; 17, 22, 20, 18; y paralelos); y luego, ya en Jerusalén refiriéndose claramente a sí mismo, expuso la parábola del padre de familia a quien los agricultores ingratos le mataron al hijo (cf. Mt, 2 1, 33-34).
Y, en fin, en el momento supremo y solemne de la última Cena, Jesús resumió el sentido de su vida y de su muerte dándole significado de ofrenda hecha por los demás, por la multitud de los hombres, cuando habla de su «cuerpo entregado por vosotros», de su «sangre derramada por vosotros» (Lc 22, 19-20 y par.).
Por tanto, la vida de Jesús es una existencia para los demás, una existencia que culmina en una muerte-por-los-otros, comprendiendo en los «otros» a la entera familia humana con todo el peso de la culpa que lleva consigo ya desde los orígenes.
4. Y si nos fijamos luego en la narración de su muerte, las últimas palabras de Jesús proyectan más luz sobre el significado que da Él a su vida terrena. Los evangelistas nos refieren algunas de estas palabras. Lucas menciona el grito «Padre, en tus manos entrego mi espíritu» (Lc 23, 46); es el acto supremo y definitivo de la donación humana de Jesús al Padre. Juan alude a la inclinación de la cabeza y a las palabras «Todo está cumplido» (Jn 19, 30); es el summum de la obediencia al designio de «Dios que no ha mandado a su Hijo al mundo para juzgarlo sino para que el mundo sea salvo por Él» (Jn 3, 17). En cambio los evangelistas Mateo y Marcos ponen de relieve la invocación «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 26; Mc 15, 35) situándonos frente al gran dolor de Cristo que afronta el tránsito con un grito humanísimo y paradójico, que encierra de modo dramático la seguridad de la presencia de Quien en aquel momento parecía ausente: «Dios mío, Dios mío».
No hay duda de que Jesús concibió su vida y su muerte como medio de rescate (lytron) de los hombres. Nos hallamos en el corazón del misterio de la vida de Cristo. Jesús quiso darse por nosotros. Como escribió San Pablo, «Me amó y se entregó por mí» (Gál 2, 20).
Catequesis: Audiencia General (01-02-1989)
Del «sepulcro vacío» al encuentro con el Resucitado
2. Y sin embargo, la resurrección es una verdad que, en su dimensión más profunda, pertenece a la Revelación divina: en efecto, fue anunciada gradualmente de antemano por Cristo a lo largo de su actividad mesiánica durante el período prepascual. Muchas veces predijo Jesús explícitamente que, tras haber sufrido mucho y ser ejecutado, resucitaría. Así, en el Evangelio de Marcos. se dice que tras la proclamación de Pedro en las cercanía de Cesarea de Filipo. Jesús a comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días. Hablaba de esto abiertamente” (Mc 8, 31-32). También según Marcos, después de la transfiguración, “cuando bajaban del monte les ordenó que a nadie contaran lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos” (Mc 9, 9). Los discípulos quedaron perplejos sobre el significado de aquella “resurrección” y pasaron a la cuestión, ya agitada en el mundo judío, del retorno de Elías (Mc 9, 11): pero Jesús reafirmó la idea de que el Hijo del hombre debería “sufrir mucho y ser despreciado” (Mc 9, 12). Después de la curación del epiléptico endemoniado, en el camino de Galilea recorrido casi clandestinamente, Jesús toma de nuevo la palabra para, instruirlos: “El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará”. “Pero ellos no entendían lo que les decía y temían preguntarle” (Mc 9, 31-32). Es el segundo anuncio de la pasión y resurrección al que sigue el tercero, cuando ya se encuentran en camino hacia Jerusalén: “Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y le matarán, y a los tres días resucitará” (Mc 10, 33-34).
3. Estamos aquí ante una previsión y predicción profética de los acontecimientos, en la que Jesús ejercita su función de revelador, poniendo en relación la muerte y la resurrección unificadas en la finalidad redentora, y refiriéndose al designio divino según el cual todo lo que prevé y predice “debe” suceder. Jesús, por tanto, hace conocer a los discípulos estupefactos e incluso asustados algo del misterio teológico que subyace en los próximos acontecimientos, como por lo demás en toda su vida. Otros destellos de este misterio se encuentran en la alusión al “signo de Jonás” (cf. Mt12. 40) que Jesús hace suyo y aplica a los días de su muerte y resurrección, y en el desafío a los judíos sobre “la reconstrucción en tres días del templo que será destruido” (cf. Jn 2, 19). Juan anota que Jesús “hablaba del Santuario de su cuerpo. Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús” (Jn 2, 20-21) Una vez más nos encontramos ante la relación entre la resurrección de Cristo y su Palabra, ante sus anuncios ligados “a las Escrituras”.
4. Pero además de las palabras de Jesús, también la actividad mesiánica desarrollada por Él en el período prepascual muestra el poder de que dispone sobre la vida y sobre la muerte, y la conciencia de este poder, como la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5, 39-42), la resurrección del joven de Naím (Lc 7, 12-15), y sobre todo la resurrección de Lázaro (Jn 11, 42-44) que se presenta en el cuarto Evangelio como un anuncio y una prefiguración de la resurrección de Jesús. En las palabras dirigidas a Marta durante este último episodio se tiene la clara manifestación de la autoconciencia de Jesús respecto a su identidad de Señor de la vida v de la muerte v de poseedor de las llaves del misterio de la resurrección: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25-26).
Todo son palabras y hechos que contienen de formas diversas la revelación de la verdad sobre la resurrección en el período prepascual.
Benedicto XVI, papa
Homilía (20-11-2010)
Consistorio Ordinario Público para la Creación de Nuevos Cardenales
Basílica Vaticana. Sábado 20 de noviembre de 2010
La Palabra de Dios que se acaba de proclamar nos ayuda a meditar precisamente sobre este aspecto tan fundamental. En el pasaje del Evangelio (Mc 10, 32-45) se nos presenta el icono de Jesús como el Mesías —anunciado por Isaías (cf. Is 53)— que no vino para ser servido, sino para servir: su estilo de vida se convierte en la base de las nuevas relaciones dentro de la comunidad cristiana y de un modo nuevo de ejercer la autoridad. Jesús va de camino hacia Jerusalén y anuncia por tercera vez, indicándolo a los discípulos, el camino a través del cual va a llevar a cumplimiento la obra que el Padre le encomendó: es el camino del don humilde de sí mismo hasta el sacrificio de la vida, el camino de la Pasión, el camino de la cruz. Y, sin embargo, incluso después de este anuncio, como sucedió con los anteriores, los discípulos manifiestan toda su dificultad para comprender, para llevar a cabo el necesario «éxodo» de una mentalidad mundana hacia la mentalidad de Dios. En este caso, son los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, quienes piden a Jesús poder sentarse en los primeros puestos a su lado en la «gloria», manifestando expectativas y proyectos de grandeza, de autoridad, de honor según el mundo. Jesús, que conoce el corazón del hombre, no queda turbado por esta petición, sino que inmediatamente explica su profundo alcance: «No sabéis lo que pedís»; después guía a los dos hermanos a comprender lo que conlleva seguirlo.
¿Cuál es, pues, el camino que debe recorrer quien quiere ser discípulo? Es el camino del Maestro, es el camino de la obediencia total a Dios. Por esto Jesús pregunta a Santiago y a Juan: ¿estáis dispuestos a compartir mi elección de cumplir hasta el final la voluntad del Padre? ¿Estáis dispuestos a recorrer este camino que pasa por la humillación, el sufrimiento y la muerte por amor? Los dos discípulos, con su respuesta segura —«podemos»— muestran, una vez más, que no han entendido el sentido real de lo que les anuncia el Maestro. Y de nuevo Jesús, con paciencia, les hace dar un paso más: ni siquiera experimentar el cáliz del sufrimiento y el bautismo de la muerte da derecho a los primeros puestos, porque eso es «para quienes está preparado», está en manos del Padre celestial; el hombre no debe calcular, simplemente debe abandonarse a Dios, sin pretensiones, conformándose a su voluntad.
La indignación de los demás discípulos se convierte en ocasión para extender la enseñanza a toda la comunidad. Ante todo Jesús «los llamó a sí»: es el gesto de la vocación originaria, a la cual los invita a volver. Es muy significativa esta referencia al momento constitutivo de la vocación de los Doce, al «estar con Jesús» para ser enviados, porque recuerda claramente que todo ministerio eclesial siempre es respuesta a una llamada de Dios, nunca es fruto de un proyecto propio o de una ambición, sino que es conformar la propia voluntad a la del Padre que está en los cielos, como Cristo en Getsemaní (cf. Lc 22, 42). En la Iglesia nadie es amo, sino que todos son llamados, todos son enviados, todos son alcanzados y guiados por la gracia divina. Y esta es también nuestra seguridad. Sólo volviendo a escuchar la palabra de Jesús, que pide «ven y sígueme», sólo volviendo a la vocación originaria es posible entender la propia presencia y la propia misión en la Iglesia como auténticos discípulos.
La petición de Santiago y Juan y la indignación de los «otros diez» Apóstoles plantea una cuestión central a la que Jesús quiere responder: ¿Quién es grande, quién es «primero» para Dios? Ante todo la mirada va al comportamiento que corren el riesgo de asumir «aquellos que son considerados los gobernantes de las naciones»: «dominar y oprimir». Jesús indica a los discípulos un modo completamente distinto: «No ha de ser así entre vosotros». Su comunidad sigue otra regla, otra lógica, otro modelo: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos». El criterio de la grandeza y del primado según Dios no es el dominio, sino el servicio; la diaconía es la ley fundamental del discípulo y de la comunidad cristiana, y nos deja entrever algo del «señorío de Dios». Y Jesús indica también el punto de referencia: el Hijo del hombre, que vino para servir; es decir, sintetiza su misión en la categoría del servicio, entendido no en sentido genérico, sino en el sentido concreto de la cruz, del don total de la vida como «rescate», como redención para muchos, y lo indica como condición para seguirlo. Es un mensaje que vale para los Apóstoles, vale para toda la Iglesia, vale sobre todo para aquellos que tienen la tarea de guiar al pueblo de Dios. No es la lógica del dominio, del poder según los criterios humanos, sino la lógica del inclinarse para lavar los pies, la lógica del servicio, la lógica de la cruz que está en la base de todo ejercicio de la autoridad. En todos los tiempos la Iglesia se ha esforzado por conformarse a esta lógica y por testimoniarla para hacer transparentar el verdadero «señorío de Dios», el del amor.
Alocución (18-02-2012)
Consistorio Ordinario Público para la Creación de Nuevos Cardenales y para el voto sobre algunas causas de canonización
Basílica Vaticana. Sábado 18 de febrero de 2012
En el pasaje evangélico que antes se ha proclamado, Jesús se presenta como siervo, ofreciéndose como modelo a imitar y seguir. Del trasfondo del tercer anuncio de la pasión, muerte y resurrección del Hijo del hombre, se aparta con llamativo contraste la escena de los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, que persiguen todavía sueños de gloria junto a Jesús. Le pidieron: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda» (Mc 10,37). La respuesta de Jesús fue fulminante, y su interpelación inesperada: «No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber? (v. 38). La alusión es muy clara: el cáliz es el de la pasión, que Jesús acepta para cumplir la voluntad del Padre. El servicio a Dios y a los hermanos, el don de sí: esta es la lógica que la fe auténtica imprime y desarrolla en nuestra vida cotidiana y que no es en cambio el estilo mundano del poder y la gloria.
Con su petición, Santiago y Juan ponen de manifiesto que no comprenden la lógica de vida de la que Jesús da testimonio, la lógica que, según el Maestro, ha de caracterizar al discípulo, en su espíritu y en sus acciones. La lógica errónea no se encuentra sólo en los dos hijos de Zebedeo ya que, según el evangelista, contagia también «a los otros diez» apóstoles que «se indignaron contra Santiago y Juan» (v. 41). Se indignaron porque no es fácil entrar en la lógica del Evangelio y abandonar la del poder y la gloria. San Juan Crisóstomo dice que todos los apóstoles eran todavía imperfectos, tanto los dos que quieren ponerse por encima de los diez, como los otros que tienen envidia de ellos (cf. Comentario a Mateo, 65, 4: PG 58, 622). San Cirilo de Alejandría, comentando los textos paralelos del Evangelio de san Lucas, añade: «Los discípulos habían caído en la debilidad humana y estaban discutiendo entre sí sobre quién era el jefe y superior a los demás… Esto sucedió y ha sido narrado para nuestro provecho… Lo que les pasó a los santos apóstoles se puede revelar para nosotros un incentivo para la humildad» (Comentario a Lucas, 12,5,15: PG 72,912). Este episodio ofrece a Jesús la ocasión de dirigirse a todos los discípulos y «llamarlos hacia sí», casi para estrecharlos consigo, para formar como un cuerpo único e indivisible con él y señalar cuál es el camino para llegar a la gloria verdadera, la de Dios: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos» (Mc 10,42-44).
Dominio y servicio, egoísmo y altruismo, posesión y don, interés y gratuidad: estas lógicas profundamente contrarias se enfrentan en todo tiempo y lugar. No hay ninguna duda sobre el camino escogido por Jesús: Él no se limita a señalarlo con palabras a los discípulos de entonces y de hoy, sino que lo vive en su misma carne. En efecto, explica: «Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por la multitud» (v.45). Estas palabras iluminan con singular intensidad el Consistorio público de hoy. Resuenan en lo más profundo del alma y representan una invitación y un llamamiento, un encargo y un impulso especialmente para vosotros, queridos y venerados Hermanos que estáis a punto de ser incorporados al Colegio cardenalicio.
Según la tradición bíblica, el Hijo del hombre es el que recibe el poder y el dominio de parte de Dios (cf. Dn 7,13s). Jesús interpreta su misión en la tierra sobreponiendo a la figura del Hijo del hombre la del Siervo sufriente, descrito por Isaías (cf. Is 53,1-12). Él recibe el poder y la gloria sólo en cuanto «siervo»; pero es siervo en cuanto que acoge en sí el destino de dolor y pecado de toda la humanidad. Su servicio se cumple en la fidelidad total y en la responsabilidad plena por los hombres. Por eso la aceptación libre de su muerte violenta es el precio de la liberación para muchos, es el inicio y el fundamento de la redención de cada hombre y de todo el género humano.
Queridos Hermanos que vais a ser incluidos en el Colegio cardenalicio. Que el don total de sí ofrecido por Cristo sobre la cruz sea para vosotros principio, estímulo y fuerza, gracias a una fe que actúa en la caridad. Que vuestra misión en la Iglesia y en el mundo sea siempre y sólo «en Cristo», que responda a su lógica y no a la del mundo, que esté iluminada por la fe y animada por la caridad que llegan hasta nosotros por la Cruz gloriosa del Señor. En el anillo que en unos instantes os entregaré, están representados los santos Pedro y Pablo, con una estrella en el centro que evoca a la Virgen. Llevando este anillo, estáis llamados cada día a recordar el testimonio de Cristo hasta la muerte que los dos Apóstoles han dado con su martirio aquí en Roma, fecundando con su sangre la Iglesia. Al mismo tiempo, el reclamo a la Virgen María será siempre para vosotros una invitación a seguir a aquella que fue firme en la fe y humilde sierva del Señor.
Francisco, papa
Homilía en Santa Marta (29-05-2013)
Misa matutina en Domus Sanctae Marthae, Miércoles 29 de mayo de 2013
El triunfalismo de los cristianos
El triunfalismo que pertenece a los cristianos es el que pasa a través del fracaso humano, el fracaso de la cruz. Dejarse tentar por otros triunfalismos, por triunfalismos mundanos, significa ceder a la concepción de un «cristianismo sin cruz», un «cristianismo a medias».
El Evangelio del día (Marcos 10, 32-45) describe el camino de Jesús hacia Jerusalén, a quien seguían los discípulos. «Iban por el camino que subía a Jerusalén y Jesús caminaba delante, con decisión. Podemos pensar también, deprisa». Reflexionando sobre los sentimientos que se agitaban en ese momento en el corazón de los discípulos, «desalentados» y «asustados», El Señor les revela la verdad: «Nosotros subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado» a los jefes de los sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte y le matarán, pero al tercer día resucitará. Jesús «dice la verdad» y les muestra el camino que culmina «al tercer día».
A pesar de las palabras de Cristo, los discípulos piensan que es mejor detenerse. Y al mismo tiempo comenzaron a discutir entre ellos «cómo organizar la Iglesia». Es más, Santiago y Juan «fueron a Jesús a pedirle la función de jefe de gobierno». Pero también los demás «discutían y se preguntaban quién de ellos era el más importante» en esa Iglesia que querían organizar. Cristo estaba ante el cumplimiento de su misión, mientras sus discípulos discutían sobre «otro proyecto, otro punto de vista de la Iglesia».
Hoy el peligro es ceder a la «tentación de un cristianismo sin cruz. Un cristianismo a mitad de camino». Es la tentación del triunfalismo: «Nosotros queremos el triunfo ahora, sin ir por la cruz. Un triunfo mundano, un triunfo razonable». «El triunfalismo en la Iglesia paraliza a la Iglesia. El triunfalismo de nosotros cristianos paraliza a los cristianos. Una Iglesia triunfalista es una Iglesia a mitad de camino». Una Iglesia que se contentara con estar «bien organizada, con todas las oficinas, todo en su lugar, todo bonito, eficiente», pero que renegara a los mártires sería «una Iglesia que sólo piensa en los triunfos, en el éxito; que no tiene el estilo de Jesús: la norma del triunfo a través del fracaso. El fracaso humano, el fracaso de la cruz. Y esta es una tentación que todos nosotros tenemos».
«Una vez, me encontraba en un momento oscuro de mi vida espiritual y pedía una gracia al Señor. Fui a predicar ejercicios espirituales a unas religiosas y el último día se confesaron. Vino una hermana anciana, de más de ochenta años, con los ojos claros, realmente luminosos. Era una mujer de Dios. Al final le dije: “Hermana, como penitencia rece por mí, porque necesito una gracia, ¿eh? Si usted la pide al Señor, seguro que me la dará”. Ella se detuvo un momento, como si rezara, y me dijo esto: “Seguro que el Señor le dará la gracia, pero no se equivoque: a su modo divino”. Esto me hizo mucho bien: sentir que el Señor nos da siempre lo que pedimos pero lo hace con su modo divino». Este modo «implica la cruz. No por masoquismo, no, no: por amor, por amor hasta el final».
Homilía (22-02-2014)
Consistorio Ordinario Público para la Creación de Nuevos Cardenales
Basílica Vaticana. Sábado 22 de febrero de 2014
Jesús iba delante de ellos
«Y Jesús iba delante de ellos» (Mc 10,32)
También en este momento Jesús camina delante de nosotros. Él siempre está por delante de nosotros. Él nos precede y nos abre el camino… Y esta es nuestra confianza y nuestra alegría: ser discípulos suyos, estar con él, caminar tras él, seguirlo…
Cuando con los Cardenales hemos concelebrado juntos la primera Misa en la Capilla Sixtina, «caminar» ha sido la primera palabra que el Señor nos ha propuesto: caminar, y después construir y confesar.
Hoy vuelve esta palabra, pero como un acto, como una acción de Jesús que continúa: «Jesús caminaba…». Nos llama la atención esto en los evangelios: Jesús camina mucho e instruye a los suyos a lo largo del camino. Esto es importante. Jesús no ha venido a enseñar una filosofía, una ideología…, sino una «vía», una senda para recorrerla con él, y la senda se aprende haciéndola, caminando. Sí, queridos hermanos, esta es nuestra alegría: caminar con Jesús.
Y esto no es fácil, no es cómodo, porque la vía escogida por Jesús es la vía de la cruz. Mientras van de camino, él habla a sus discípulos de lo que le sucederá en Jerusalén: anuncia su pasión, muerte y resurrección. Y ellos se quedan «sorprendidos» y «asustados». Sorprendidos, cierto, porque para ellos subir a Jerusalén significaba participar en el triunfo del Mesías, en su victoria, como se ve luego en la petición de Santiago y Juan; y asustados por lo que Jesús habría tenido que sufrir, y que también ellos corrían el riesgo de padecer.
A diferencia de los discípulos de entonces, nosotros sabemos que Jesús ha vencido, y no deberíamos tener miedo de la cruz, sino que, más bien, en la Cruz tenemos nuestra esperanza. No obstante, también nosotros somos humanos, pecadores, y estamos expuestos a la tentación de pensar según el modo de los hombres y no de Dios.
Y cuando se piensa de modo mundano, ¿cuál es la consecuencia? Dice el Evangelio: «Los otros diez se indignaron contra Santiago y Juan» (v. 41). Ellos se indignaron. Si prevalece la mentalidad del mundo, surgen las rivalidades, las envidias, los bandos…
Así, pues, esta palabra que hoy nos dirige el Señor es muy saludable. Nos purifica interiormente, proyecta luz en nuestra conciencia y nos ayuda a ponernos en plena sintonía con Jesús, y a hacerlo juntos, en el momento en que el Colegio de Cardenales se incrementa con el ingreso de nuevos miembros.
«Llamándolos Jesús a sí…» (Mc 10,42). He aquí el otro gesto del Señor. Durante el camino, se da cuenta de que necesita hablar a los Doce, se para y los llama a sí. Hermanos, dejemos que el Señor Jesús nos llame a sí. Dejémonos con-vocar por él. Y escuchémosle con la alegría de acoger juntos su palabra, de dejarnos enseñar por ella y por el Espíritu Santo, para ser cada vez más un solo corazón y una sola alma en torno a él.
Y mientras estamos así, convocados, «llamados a sí» por nuestro único Maestro, os digo lo que la Iglesia necesita: tiene necesidad de vosotros, de vuestra colaboración y, antes de nada, de vuestra comunión, conmigo y entre vosotros. La Iglesia necesita vuestro valor para anunciar el evangelio en toda ocasión, oportuna e inoportunamente, y para dar testimonio de la verdad. La Iglesia necesita vuestras oraciones, para apacentar bien la grey de Cristo, la oración –no lo olvidemos– que, con el anuncio de la Palabra, es el primer deber del Obispo. La Iglesia necesita vuestra compasión sobre todo en estos momentos de dolor y sufrimiento en tantos países del mundo. Expresemos juntos nuestra cercanía espiritual a las comunidades eclesiales, a todos los cristianos que sufren discriminación y persecución. ¡Debemos luchar contra cualquier discriminación! La Iglesia necesita que recemos por ellos, para que sean fuertes en la fe y sepan responder el mal con bien. Y que esta oración se haga extensiva a todos los hombres y mujeres que padecen injusticia a causa de sus convicciones religiosas.
La Iglesia también necesita de nosotros para que seamos hombres de paz y construyamos la paz con nuestras obras, nuestros deseos, nuestras oraciones. ¡Construir la paz! ¡Artesanos de la paz! Por ello imploramos la paz y la reconciliación para los pueblos que en estos tiempos sufren la prueba de la violencia, de la exclusión y de la guerra.
Gracias, queridos hermanos. Gracias. Caminemos juntos tras el Señor, y dejémonos convocar cada vez más por él, en medio del Pueblo fiel, del santo Pueblo fiel de Dios, de la Santa Madre Iglesia. Gracias.
Catecismo de la Iglesia Católica
Cristo se ofreció a su Padre por nuestros pecados
Toda la vida de Cristo es oblación al Padre
606 El Hijo de Dios «bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado» (Jn 6, 38), «al entrar en este mundo, dice: […] He aquí que vengo […] para hacer, oh Dios, tu voluntad […] En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo» (Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús «por los pecados del mundo entero» (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: «El Padre me ama porque doy mi vida» (Jn 10, 17). «El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14, 31).
607 Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús (cf. Lc 12,50; 22, 15; Mt 16, 21-23) porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: «¡Padre líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!» (Jn 12, 27). «El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?» (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz antes de que «todo esté cumplido» (Jn 19, 30), dice: «Tengo sed» (Jn 19, 28).
«El cordero que quita el pecado del mundo»
608 Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores (cf. Lc 3, 21; Mt 3, 14-15), vio y señaló a Jesús como el «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» (Jn 1, 29; cf. Jn 1, 36). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53, 7; cf. Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (cf. Is 53, 12) y el cordero pascual símbolo de la redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14; cf. Jn 19, 36; 1 Co 5, 7). Toda la vida de Cristo expresa su misión: «Servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10, 45).
Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre
609 Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, «los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1) porque «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb 2, 10. 17-18; 4, 15; 5, 7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: «Nadie me quita [la vida]; yo la doy voluntariamente» (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando Él mismo se encamina hacia la muerte (cf. Jn 18, 4-6; Mt 26, 53).
Jesús anticipó en la cena la ofrenda libre de su vida
610 Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los doce Apóstoles (cf Mt 26, 20), en «la noche en que fue entregado» (1 Co 11, 23). En la víspera de su Pasión, estando todavía libre, Jesús hizo de esta última Cena con sus Apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre (cf. 1 Co 5, 7), por la salvación de los hombres: «Este es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros» (Lc 22, 19). «Esta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26, 28).
611 La Eucaristía que instituyó en este momento será el «memorial» (1 Co 11, 25) de su sacrificio. Jesús incluye a los Apóstoles en su propia ofrenda y les manda perpetuarla (cf. Lc 22, 19). Así Jesús instituye a sus apóstoles sacerdotes de la Nueva Alianza: «Por ellos me consagro a mí mismo para que ellos sean también consagrados en la verdad» (Jn 17, 19; cf. Concilio de Trento: DS, 1752; 1764).
La agonía de Getsemaní
612 El cáliz de la Nueva Alianza que Jesús anticipó en la Cena al ofrecerse a sí mismo (cf. Lc 22, 20), lo acepta a continuación de manos del Padre en su agonía de Getsemaní (cf. Mt 26, 42) haciéndose «obediente hasta la muerte» (Flp 2, 8; cf. Hb 5, 7-8). Jesús ora: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz…» (Mt 26, 39). Expresa así el horror que representa la muerte para su naturaleza humana. Esta, en efecto, como la nuestra, está destinada a la vida eterna; además, a diferencia de la nuestra, está perfectamente exenta de pecado (cf. Hb 4, 15) que es la causa de la muerte (cf. Rm 5, 12); pero sobre todo está asumida por la persona divina del «Príncipe de la Vida» (Hch 3, 15), de «el que vive», Viventis assumpta (Ap 1, 18; cf. Jn 1, 4; 5, 26). Al aceptar en su voluntad humana que se haga la voluntad del Padre (cf. Mt 26, 42), acepta su muerte como redentora para «llevar nuestras faltas en su cuerpo sobre el madero» (1 P 2, 24).
La muerte de Cristo es el sacrificio único y definitivo
613 La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres (cf. 1 Co 5, 7; Jn 8, 34-36) por medio del «Cordero que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29; cf. 1 P 1, 19) y el sacrificio de la Nueva Alianza (cf. 1 Co 11, 25) que devuelve al hombre a la comunión con Dios (cf. Ex 24, 8) reconciliándole con Él por «la sangre derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26, 28; cf. Lv 16, 15-16).
614 Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios (cf. Hb 10, 10). Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos consigo (cf. 1 Jn 4, 10). Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor (cf. Jn 15, 13), ofrece su vida (cf. Jn 10, 17-18) a su Padre por medio del Espíritu Santo (cf. Hb 9, 14), para reparar nuestra desobediencia.
Jesús reemplaza nuestra desobediencia por su obediencia
615 «Como […] por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos» (Rm 5, 19). Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente que «se dio a sí mismo en expiación«, «cuando llevó el pecado de muchos», a quienes «justificará y cuyas culpas soportará» (Is 53, 10-12). Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados (cf. Concilio de Trento: DS, 1529).
En la cruz, Jesús consuma su sacrificio
616 El «amor hasta el extremo»(Jn 13, 1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). «El amor […] de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron» (2 Co 5, 14). Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos.
617 Sua sanctissima passione in ligno crucis nobis justificationem meruit («Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación»), enseña el Concilio de Trento (DS, 1529) subrayando el carácter único del sacrificio de Cristo como «causa de salvación eterna» (Hb 5, 9). Y la Iglesia venera la Cruz cantando: O crux, ave, spes unica («Salve, oh cruz, única esperanza»; Añadidura litúrgica al himno «Vexilla Regis»: Liturgia de las Horas).
Nuestra participación en el sacrificio de Cristo
618 La Cruz es el único sacrificio de Cristo «único mediador entre Dios y los hombres» (1 Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, «se ha unido en cierto modo con todo hombre» (GS 22, 2) Él «ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida […] se asocien a este misterio pascual» (GS 22, 5). Él llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» (Mt 16, 24) porque Él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (1 P 2, 21). Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios (cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2, 35):
«Esta es la única verdadera escala del paraíso, fuera de la Cruz no hay otra por donde subir al cielo» (Santa Rosa de Lima, cf. P. Hansen, Vita mirabilis, Lovaina, 1668)