Mc 8, 34—9, 1: Condiciones para seguir a Jesús
/ 21 febrero, 2014 / San MarcosCatena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
Beda, in Marcum 2,36
Después de manifestar a sus discípulos el misterio de su pasión y resurrección, los exhorta a la vez que a la multitud a seguir el ejemplo de su pasión. «Después -continúa- convocando al pueblo con sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo».
Renunciamos a nosotros mismos cuando, renunciando a nuestra antigua vida, nos esforzamos por alcanzar el ideal que nos ofrece nuestra vocación. Llevamos, pues, nuestra cruz, mortificando al cuerpo con la abstinencia, o al alma con la compasión de los males ajenos.
O bien se refieren estas palabras del Señor al sacrificio a que debemos someternos en tiempo de persecución, puesto que en el de paz debemos quebrantar los apetitos terrenos. Esto es lo que da a entender cuando dice: «¿De qué le servirá a un hombre el ganar el mundo entero?». Y como la vergüenza impide a la mayor parte de los hombres que digan lo que ha visto su alma en su rectitud, añade: «Ello es que quien se avergonzare de mí», etc.
Por una piadosa providencia sucede que la contemplación por un momento de una dicha permanente, nos hace soportar mejor la adversidad.
O bien: el reino de Dios es la Iglesia presente. Algunos de los discípulos no debían morir en tanto que no viesen fundada y elevada la Iglesia contra la gloria del mundo, porque era preciso prometer algo de la presente vida a los discípulos aun torpes, a fin de hacerlos más fuertes para el porvenir.
San Juan Crisóstomo, hom. in Matthaeum 55,1-3; 56, 1
Que es como si dijera a San Pedro: Tú me reprochas que quiera sufrir la pasión, pero yo te digo que no sólo es perjudicial el impedir que yo la sufra, sino que tú mismo no podrás salvarte más que sufriendo. «Si alguno quiere venir -prosigue- en pos de mí», esto es: Os llamo a bienes que todos deben querer, y no a males ni a nada nocivo como pensáis. El que usa de violencia no logra frecuentemente lo que desea, pero el que deja a su oyente libertad de elección, lo atrae más a su propósito. Renuncia, pues, a sí mismo el que no se aferra a su cuerpo, sufriendo con paciencia la flagelación u otro tormento semejante.
No dice que nos dispensemos del castigo sino, lo que es mucho más, que renunciemos a nosotros mismos, como si no tuviéramos nada de común con nosotros y como si, al encontrarnos en un peligro, se tratara de otro. Y esto es perdonarse a sí mismo, porque son benévolos los padres con sus hijos, cuando los entregan a sus maestros previniéndoles que les corrijan sus faltas. Y nos dice hasta dónde debe llevar nuestra abnegación en estas palabras: «Y cargue con su cruz». Esto equivale a decir: hasta la muerte más afrentosa.
Dice esto porque puede suceder que algunos de los que sufren no sigan a Cristo, lo cual acontece cuando no se sufre por El. Sigue a Cristo quien va detrás de El y se conforma con su muerte, despreciando a los príncipes y a las potestades, bajo las cuales pecaba antes de la venida de Cristo. «Pues quien quisiere salvar -dice- su vida, la perderá; mas quien perdiese su vida», etc. Que es como si dijera: Os mando esto por mi misericordia hacia vosotros, porque el que no corrige a su hijo lo pierde, y le salva el que lo corrige. Es conveniente, pues, que estemos siempre preparados para la muerte, porque, si el que está preparado para ella es el mejor soldado en las batallas materiales, no obstante que no ha de poder resucitar, mucho más lo será el que esté preparado para ella en los combates espirituales, teniendo tanta seguridad en que ha de resucitar y salvarse al perder la vida.
Porque después de haber dicho: «pues quien quisiere salvar su vida la perderá», para que no se estimen iguales esta pérdida y aquella salvación añade: «Por cierto ¿de qué le servirá al hombre», etc. Como si dijese: No se salva quien evita los peligros de la cruz, porque aunque en esta vida llegase a conquistar el mundo entero, qué habría ganado perdiendo su alma? ¿Por ventura tiene otra alma para darla por la suya? Podemos cambiar nuestra casa por dinero, pero si perdemos nuestra alma, no podemos dar otra en cambio. Dice, pues, el Señor prudentemente: «Por cierto de qué le servirá al hombre», etc. Porque por nuestra salvación dio en cambio Dios la preciosa sangre de Jesucristo.
No declaró los nombres de los que habían de subir con El al Tabor, para no despertar en los otros discípulos un sentimiento humano. Les hace, no obstante, esta predicción, a fin de hacerlos más dóciles en lo que a esta contemplación se refiere.
Aunque San Lucas dice: «Ocho días después», no hay contradicción en esto, porque contó el día en que dijo Cristo lo que queda expuesto y el día en que tomó consigo a sus discípulos. Los tomó, pues de allí a seis días, para que más inflamado su deseo en este espacio de tiempo considerasen solícita y atentamente lo que veían.
Teofilacto
Porque así como el que renuncia a otro, a su hermano por ejemplo, o a su padre, no se inquieta, ni se altera, porque se les haga daño, o porque mueran, así nosotros debemos renunciar a nuestro cuerpo, de modo que no nos inquietemos de sus sufrimientos en general.
Porque se miraba entonces como afrentosa la cruz, puesto que se ponía en ella a los malhechores.
Pero porque después de tomar la cruz conviene que alcancemos otra virtud, dice: «Y sígame».
No es suficiente la fe que se da sólo en el alma, puesto que exige el Señor que la confiese la boca: que, así como se santifica el alma por la fe, se santifica el cuerpo por la confesión.
Pseudo-Jerónimo
O de otro modo: así como el experto piloto, previendo en la calma la tempestad, quiere tener preparados a sus marineros, así el Señor dice: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo», etc.
El que confesare que Jesucristo es Dios, será también confesado por El, no aquí, en donde apareció pobre y mísero, sino en la gloria, en medio de la multitud de los ángeles.
Queriendo manifestar que no prometía en vano cuando habló de su gloria, añade: «En verdad os digo que algunos de los que aquí están», etc., que es como si dijera: algunos, esto es, Pedro, Santiago y Juan, no morirán hasta que les muestre en la transfiguración cuánta gloria ha de acompañarme en mi segunda venida. La transfiguración no era, pues, otra cosa sino la profecía de la segunda venida, en la cual brillarán el mismo Cristo y los santos.
Después de la confirmación de la Cruz se muestra la gloria de la Resurrección, para que no temieran el oprobio de la cruz aquéllos que con sus ojos habían de ver la gloria de la futura resurrección, y así dice: «Seis días después», etc.
San Gregorio Magno, homilia in Evangelia, 32
Hay quien confiesa a Cristo, porque se halla entre cristianos. Pero si el nombre de Cristo hoy no fuera tan glorificado, no tendría la Santa Iglesia a muchos de los que parece que profesan su doctrina. No basta, por tanto, esta confesión para probar la fe, por la que nadie debe avergonzarse. En tiempo de paz hay otra cosa que nos manifiesta a nosotros mismos tales como somos. Nos ruboriza muchas veces el que nos menosprecie el prójimo y desdeñamos tolerar las injurias. Si acaso nos indisponemos con alguno, nos avergonzamos de dar los primeros pasos para la reconciliación, porque nuestro corazón, verdaderamente carnal, buscando la gloria de esta vida, rechaza la humildad.
Pseudo-Crisóstomo
El que ha aprendido esto se somete con ardor a confesar sin vergüenza a Cristo. Llama adúltera a la generación que ha abandonado a Dios, verdadero esposo del alma, y pecadora, porque no ha seguido la doctrina de Cristo, sometiéndose al yugo del demonio y recibiendo la semilla de la impiedad. Quien negare, pues, el dominio de Cristo y la palabra de Dios, revelada en el Evangelio, recibirá el castigo digno de la impiedad, oyendo en la segunda venida estas palabras: «No te conozco» ( Mt 7,23) (vict. ant. e cat. in Marcum).
En sentido místico, Cristo es la vida y el diablo la muerte. Muere el que persevera en el pecado. Y todo hombre prueba del pan de la muerte o de la vida, según son buenas o malas las doctrinas que profesa. Y ciertamente que el menor mal es ver la muerte, porque es mayor el probarla, peor el seguirla, y mucho peor todavía el someterse a ella (orig in Matthaeum tom 12,33,35).
Remigio
Por el alma se ha de entender aquí la vida presente, no la sustancia misma del alma.
Documentos Catequéticos
Benedicto XVI, papa
Catequesis (extracto), Audiencia general, 06-02-2008
[…] somos criaturas limitadas, pecadores que siempre necesitamos penitencia y conversión. ¡Qué importante es escuchar y acoger este llamamiento en nuestro tiempo! El hombre contemporáneo, cuando proclama su total autonomía de Dios, se hace esclavo de sí mismo, y con frecuencia se encuentra en una soledad sin consuelo.
Por tanto, la invitación a la conversión es un impulso a volver a los brazos de Dios, Padre tierno y misericordioso, a fiarse de él, a abandonarse a él como hijos adoptivos, regenerados por su amor. La Iglesia, con sabia pedagogía, repite que la conversión es ante todo una gracia, un don que abre el corazón a la infinita bondad de Dios. Él mismo previene con su gracia nuestro deseo de conversión y acompaña nuestros esfuerzos hacia la plena adhesión a su voluntad salvífica. Así, convertirse quiere decir dejarse conquistar por Jesús (cf. Flp 3, 12) y «volver» con él al Padre.
La conversión implica, por tanto, aprender humildemente en la escuela de Jesús y caminar siguiendo dócilmente sus huellas. Son iluminadoras las palabras con que él mismo indica las condiciones para ser de verdad sus discípulos. Después de afirmar: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará», añade: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» (Mc 8, 35-36).
La conquista del éxito, la obsesión por el prestigio y la búsqueda de las comodidades, cuando absorben totalmente la vida hasta excluir a Dios del propio horizonte, ¿llevan verdaderamente a la felicidad? ¿Puede haber felicidad auténtica prescindiendo de Dios? La experiencia demuestra que no se es feliz por el hecho de satisfacer las expectativas y las exigencias materiales. En realidad, la única alegría que llena el corazón humano es la que procede de Dios. De hecho, tenemos necesidad de la alegría infinita. Ni las preocupaciones diarias, ni las dificultades de la vida logran apagar la alegría que nace de la amistad con Dios.
La invitación de Jesús a cargar con la propia cruz y seguirle, en un primer momento puede parecer dura y contraria de lo que queremos; nos puede parecer que va contra nuestro deseo de realización personal. Pero si lo miramos bien, nos damos cuenta de que no es así: el testimonio de los santos demuestra que en la cruz de Cristo, en el amor que se entrega, renunciando a la posesión de sí mismo, se encuentra la profunda serenidad que es manantial de entrega generosa a los hermanos, en especial, a los pobres y necesitados. Y esto también nos da alegría a nosotros mismos.
[…] Sabemos que, por desgracia, la sociedad moderna está profundamente invadida por la sugestión de las riquezas materiales. Como discípulos de Jesucristo, no debemos idolatrar los bienes terrenales, sino utilizarlos como medios para vivir y para ayudar a los necesitados…
Discurso (extracto), 08-09-2007
Los cristianos han experimentado siempre que, abandonándose a la voluntad del Padre, no se pierden, sino que de este modo encuentran el camino hacia una profunda identidad y libertad interior. En Jesús han descubierto que quien se entrega, se encuentra a sí mismo; y quien se vincula con una obediencia fundamentada en Dios y animada por la búsqueda de Dios, llega a ser libre.
Escuchar a Dios y obedecerle no tiene nada que ver con una constricción desde el exterior y con una pérdida de sí mismo. Sólo entrando en la voluntad de Dios alcanzamos nuestra verdadera identidad. Hoy el mundo, precisamente por su deseo de «autorrealización» y «autodeterminación», tiene gran necesidad del testimonio de esta experiencia.
Romano Guardini narra en su autobiografía que, en un momento crítico de su itinerario, cuando la fe de su infancia se tambaleaba, le fue concedida la decisión fundamental de toda su vida —la conversión— en el encuentro con las palabras de Jesús en las que afirma que sólo quien se pierde se encuentra a sí mismo (cf. Mc 8, 34 ss; Jn 12, 25). Sin abandonarse, sin perderse, el hombre no puede encontrarse, no puede autorrealizarse.
Pero luego se planteó la pregunta: ¿En qué dirección debo perderme? ¿A quién puedo entregarme? Le pareció evidente que sólo podemos entregarnos totalmente si al hacerlo caemos en las manos de Dios. En definitiva, sólo en él podemos perdernos y sólo en él podemos encontrarnos a nosotros mismos. Sucesivamente, se planteó otra pregunta: ¿Quién es Dios? ¿Dónde está Dios? Entonces comprendió que el Dios al que podemos abandonarnos es únicamente el Dios que se hizo concreto y cercano en Jesucristo. Pero de nuevo se preguntó: ¿Dónde encuentro a Jesucristo? ¿Cómo puedo entregarme a él de verdad?
La respuesta que encontró Guardini en su ardua búsqueda fue la siguiente: Jesús únicamente está presente entre nosotros de modo concreto en su cuerpo, la Iglesia. Por eso, en la práctica, la obediencia a la voluntad de Dios, la obediencia a Jesucristo, debe transformarse muy concretamente en una humilde obediencia a la Iglesia. Creo que también esto debe ser siempre objeto de un profundo examen de conciencia.
Todo ello se encuentra resumido en la oración de san Ignacio de Loyola, una oración que siempre me ha parecido demasiado grande, hasta el punto de que casi no me atrevo a rezarla. Sin embargo, aunque nos cueste, deberíamos repetirla siempre: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta» (Ejercicios Espirituales, 234).
Queridos hermanos y hermanas, ahora vais a volver a vuestro ambiente de vida, a los lugares de vuestro compromiso eclesial, pastoral, espiritual y humano. Que nuestra gran Abogada y Madre, María, extienda su mano protectora sobre vosotros y sobre vuestra actividad. Que interceda por vosotros ante su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
Catequesis (extracto), Audiencia general, 17-05-2006
[…] Pedro aprende lo que significa en realidad seguir a Jesús. Es su segunda llamada, análoga a la de Abraham en Gn 22, después de la de Gn 12: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame, porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 34-35). Es la ley exigente del seguimiento: hay que saber renunciar, si es necesario, al mundo entero para salvar los verdaderos valores, para salvar el alma, para salvar la presencia de Dios en el mundo (cf. Mc 8, 36-37). Aunque le cuesta, Pedro acoge la invitación y prosigue su camino tras las huellas del Maestro.
Encíclica Deus caritas est, n. 6, 25-12-2005
[…] El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza conlleva el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad —sólo esta persona—, y en el sentido del « para siempre ». El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la eternidad. Ciertamente, el amor es « éxtasis », pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios: « El que pretenda guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará » (Lc 17, 33), dice Jesús en una sentencia suya que, con algunas variantes, se repite en los Evangelios (cf. Mt 10, 39; 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; Jn 12, 25). Con estas palabras, Jesús describe su propio itinerario, que a través de la cruz lo lleva a la resurrección: el camino del grano de trigo que cae en tierra y muere, dando así fruto abundante. Describe también, partiendo de su sacrificio personal y del amor que en éste llega a su plenitud, la esencia del amor y de la existencia humana en general.
Juan Pablo II, papa
Catequesis (extracto), Audiencia general, 06-09-2000
2. Las condiciones para recorrer el mismo camino de Jesús son pocas pero fundamentales. Como hemos escuchado en el pasaje evangélico que acabamos de leer, es necesario dejar atrás el pasado, cortar con él de modo determinante y realizar una metánoia en el sentido profundo del término: un cambio de mentalidad y de vida. El camino que propone Cristo es estrecho, exige sacrificio y la entrega total de sí: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mc 8, 34). Es un camino que conoce las espinas de las pruebas y de las persecuciones: «Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15, 20). Es un camino que transforma en misioneros y testigos de la palabra de Cristo, pero exige de los apóstoles que «nada tomen para el camino: (…) ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja» (Mc 6, 8; cf. Mt 10, 9-10).
3. Así pues, el seguimiento no es un viaje cómodo por un camino llano. También pueden surgir momentos de desaliento…
[…] 4. La meta última del seguimiento es la gloria. El camino consiste en la «imitación de Cristo», que vivió en el amor y murió por amor en la cruz. El discípulo «debe, por decirlo así, entrar en Cristo con todo su ser, debe «apropiarse» y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo» (Redemptor hominis, 10). Cristo debe entrar en su yo para liberarlo del egoísmo y del orgullo, como dice a este propósito san Ambrosio: «Que Cristo entre en tu alma y Jesús habite en tus pensamientos, para cerrar todos los espacios al pecado en la tienda sagrada de la virtud» (Comentario al Salmo 118, 26).
5. Por consiguiente, la cruz, signo de amor y de entrega total, es el emblema del discípulo llamado a configurarse con Cristo glorioso. Un Padre de la Iglesia de Oriente, que es también un poeta inspirado, Romanos el Melódico, interpela al discípulo con estas palabras: «Tú posees la cruz como bastón; apoya en ella tu juventud. Llévala a tu oración, llévala a la mesa común, llévala a tu cama y por doquier como tu título de gloria. (…) Di a tu esposo que ahora se ha unido a ti: Me echo a tus pies. Da, en tu gran misericordia, la paz a tu universo; a tus Iglesias, tu ayuda; a los pastores, la solicitud; a la grey, la concordia, para que todos, siempre, cantemos nuestra resurrección» (Himno 52 «A los nuevos bautizados», estrofas 19 y 22).
Catequesis (extracto), Audiencia general, 26-10-1998
La verdad sobre el hombre, redimido sin duda a precio de la Cruz de Cristo, y también llamado al mismo tiempo a «completar en la propia carne lo que falta» a los sufrimientos de Cristo por la redención del mundo. Todo esto se sitúa en la lógica de la alianza entre Dios y el hombre y supone, en éste último, la fe como vía fundamental de su participación en la salvación que viene del sacrificio de Jesús sobre la Cruz.
9. Cristo mismo ha llamado y llama constantemente a sus discípulos a esta participación: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mc 8, 34). Más de una vez también habla de las persecuciones que esperan a sus discípulos: «El siervo no es más que su Señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15, 20). «Lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes pero vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Jn 16, 20). Estos y otros textos del Nuevo Testamento han basado, justamente, la tradición teológica, espiritual y ascética que desde los tiempos más antiguos ha mantenido la necesidad y mostrado los caminos del seguimiento de Cristo en la pasión, no sólo como imitación de sus virtudes, sino también como cooperación en la redención universal con la participación en su sacrificio.
10. He aquí uno de los puntos de referencia de la espiritualidad cristiana específica que estamos llamados a reactivar en nuestra vida por fuerza del mismo bautismo que, según el decir de San Pablo (cf. Rom 6, 3-4), actúa sacramentalmente nuestra muerte y sepultura sumergiéndonos en el sacrificio salvífico de Cristo: si Cristo ha redimido a la humanidad, aceptando la cruz y la muerte «por todos», esta solidaridad de Cristo con cada hombre contiene en sí la llamada a la cooperación solidaria con Él en la obra de la redención. Tal es la elocuencia del Evangelio. Así es, sobre todo, la elocuencia de la cruz. Así, la importancia del bautismo que, como veremos en su momento, actúa ya en sí la participación del hombre, de todo hombre, en la obra salvífica, en la que está asociado a Cristo por una misma vocación divina.
Discurso a los jóvenes con ocasión de la XIII Jornada Mundial de la Juventud, Roma, 02-04-1998
«¡Toma la cruz!».
La cruz se ha de acoger, ante todo, en el corazón, y después se ha de llevar en la vida.
Muchos cristianos han abrazado la cruz a lo largo de los siglos: ¿podemos dejar de dar gracias a Dios por ello? Y vosotros…, sois testigos de cómo el mensaje de muerte y resurrección, que brota de la cruz, se convierte en anuncio de esperanza que conmueve y consuela, fortalece el espíritu y apacigua el corazón. ¡Cuán actuales resultan las palabras de Jesús: «Cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32), y «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19, 37)!
Hoy queremos proclamar con vigor el evangelio de la cruz, es decir, de Jesús muerto y resucitado para el perdón de los pecados. Este anuncio salvífico, que asegura a los creyentes la vida eterna, desde el día de Pascua no ha dejado nunca de resonar en el mundo.
…«Amor» ¿No es la cruz el mensaje del amor de Cristo, del Hijo de Dios, que nos amó hasta ser clavado en el madero de la cruz? Sí, la cruz es la primera letra del alfabeto de Dios.
«Amor» ¿No es la cruz el mensaje del amor de Cristo, del Hijo de Dios, que nos amó hasta ser clavado en el madero de la cruz? Sí, la cruz es la primera letra del alfabeto de Dios.
4. La cruz no es algo extraño para la vida de todo hombre y mujer de cualquier edad, pueblo y condición social. Durante este encuentro habéis conocido a varias personas, más o menos famosas. Estas, de diferentes modos, han encontrado y encuentran el misterio de la cruz; han sido tocadas y, en cierto modo, marcadas por ella. Sí, la cruz está inscrita en la vida del hombre. Querer excluirla de la propia existencia es como querer ignorar la realidad de la condición humana. ¡Es así! Hemos sido creados para la vida y, sin embargo, no podemos eliminar de nuestra historia personal el sufrimiento y la prueba. Queridos jóvenes, ¿no experimentáis también vosotros diariamente la realidad de la cruz? Cuando en la familia no existe la armonía, cuando aumentan las dificultades en el estudio, cuando los sentimientos no encuentran correspondencia, cuando resulta casi imposible encontrar un puesto de trabajo, cuando por razones económicas os veis obligados a sacrificar el proyecto de formar una familia, cuando debéis luchar contra la enfermedad y la soledad, y cuando corréis el riesgo de ser víctimas de un peligroso vacío de valores, ¿no es, acaso, la cruz la que os está interpelando?
Una difundida cultura de lo efímero, que asigna valores sólo a lo que parece hermoso y a lo que agrada, quisiera haceros creer que hay que apartar la cruz. Esta moda cultural promete éxito, carrera rápida y afirmación de sí a toda costa; invita a una sexualidad vivida sin responsabilidad y a una existencia carente de proyectos y de respeto a los demás. Abrid bien los ojos, queridos jóvenes; este no es el camino que lleva a la alegría y a la vida, sino la senda que conduce al pecado y a la muerte. Dice Jesús: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16, 24-25).
Jesús no nos engaña. Con la verdad de sus palabras, que parecen duras pero llenan el corazón de paz, nos revela el secreto de la vida auténtica. Él, aceptando la condición y el destino del hombre venció el pecado y la muerte y, resucitando, transformó la cruz de árbol de muerte en árbol de vida. Es el Dios con nosotros, que vino para compartir toda nuestra existencia. No nos deja solos en la cruz. Jesús es el amor fiel, que no abandona y que sabe transformar las noches en albas de esperanza. Si se acepta la cruz, genera salvación y procura serenidad, como lo demuestran tantos testimonios hermosos de jóvenes creyentes. Sin Dios, la cruz nos aplasta; con Dios, nos redime y nos salva.
5. Todo esto es posible, como sabéis, gracias al sacramento del bautismo, que nos une íntimamente a Cristo muerto y resucitado, y nos da el Espíritu Santo, el Espíritu del amor, que brotó del misterio pascual y se derramó en abundancia sobre cuantos confirman su bautismo con el sucesivo sacramento de la confirmación. … Quiero recordar que vivir el bautismo significa aceptar la cruz con fe y amor, no sólo en su valor de prueba, sino también en su inseparable dimensión de salvación y resurrección.
[…] Hoy queremos gritar a cada habitante de nuestra ciudad: «Toma la cruz», acéptala, no dejes que los acontecimientos te hundan; al contrario, vence con Cristo el mal y la muerte. Si haces del evangelio de la cruz tu proyecto de vida; si sigues a Jesús hasta la cruz, te encontrarás a ti mismo plenamente.
Amadísimos jóvenes, como conclusión de nuestro sugestivo encuentro, tomad vuestra cruz y llevadla como mensaje de amor, de perdón y de compromiso misionero por las calles de Roma, a las diversas regiones de Italia y a todos los rincones del mundo.
Que os acompañe María, que permaneció fiel al pie de la cruz junto al apóstol Juan; os protejan los numerosos santos y mártires romanos. También yo estoy cerca de vosotros con mi oración, mientras con afecto os bendigo a todos.
Mensaje (extracto), a los jóvenes con ocasión de la XII JMJ, 15-08-1996
3. Muy queridos jóvenes, como los primeros discípulos, ¡seguid a Jesús! No tengáis miedo de acercaros a Él, de cruzar el umbral de su casa, de hablar con Él cara a cara, como se está con un amigo (cfr. Ex 33,11). No tengáis miedo de la «vida nueva» que Él os ofrece: Él mismo, con la ayuda de su gracia y el don de su Espíritu, os da la posibilidad de acogerla y ponerla en práctica.
Es verdad: Jesús es un amigo exigente que indica metas altas, pide salir de uno mismo para ir a su encuentro, entregándole toda la vida: «quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,35). Esta propuesta puede parecer difícil y en algunos casos incluso puede dar miedo. Pero – os pregunto – ¿es mejor resignarse a una vida sin ideales, a un mundo construido a la propia imagen y semejanza, o más bien buscar con generosidad la verdad, el bien, la justicia, trabajar por un mundo que refleje la belleza de Dios, incluso a costa de tener que afrontar las pruebas que esto conlleva?
¡Abatid las barreras de la superficialidad y del miedo! Reconociéndoos hombres y mujeres «nuevos», regenerados por la gracia bautismal, conversad con Jesús en la oración y en la escucha de la Palabra; gustad la alegría de la reconciliación en el sacramento de la Penitencia; recibid el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía; acogedlo y servidle en los hermanos. Descubriréis la verdad sobre vosotros mismos, la unidad interior y encontraréis al «Tú» que cura de las angustias, de las preocupaciones, de aquel subjetivismo salvaje que no deja paz.
Homilía (extracto), XI Jornada Mundial de la Juventud, 31-03-1996
Abrazar este día la cruz, y pasarla de mano en mano, es un gesto muy elocuente. Es como decir: Señor, no queremos permanecer contigo solamente en el momento de los hosanna; sino que, con tu ayuda, queremos acompañarte en el camino de la cruz, como hicieron María, Madre tuya y nuestra, y el apóstol Juan. Sí, Señor, porque «Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68), y nosotros hemos creído que precisamente tu cruz es palabra de vida eterna.
Amadísimos jóvenes, bien sabéis que el Señor no os engaña con falsos espejismos de felicidad, sino que nos dice: «Si alguno quiere venir en pos de mí (…), tome su cruz y sígame» (Mc 8, 34). Este lenguaje es duro, pero sincero, y encierra la verdad fundamental para la vida: sólo por el amor se realiza el hombre, y no hay amor sin sacrificio.
Id, queridos jóvenes, y llevad esta palabra de vida por los senderos del mundo, que ya se aproxima al tercer milenio. La cruz de Cristo es la esperanza del mundo.
Catequesis (extracto), Audiencia general, 01-04-1992
7. La gracia conferida por el sacramento de la confirmación es más específicamente un don de fortaleza. Dice el Concilio que los bautizados, con la confirmación «se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo» (Lumen gentium, 11). Este don responde a la necesidad de una energía superior para afrontar el «combate espiritual» de la fe y de la caridad (cf. Summa Theologiae, III, q. 72, a. 5), para resistir a las tentaciones y para dar testimonio de la palabra y de la vida cristiana en el mundo, con valentía, fervor y perseverancia. En el sacramento, el Espíritu Santo confiere esta energía.
Jesús había aludido al peligro de sentir vergüenza de profesor la fe: «Quien se avergüence de mí y de mis palabras, de ése se avergonzará el Hijo del hombre, cuando venga en su gloria, en la de su Padre y en la de los santos ángeles» (Lc 9, 26; cf. Mc 8, 38). Avergonzarse de Cristo se manifiesta a menudo en diversas formas de «respeto humano» que llevan a ocultar la propia fe y a buscar compromisos inadmisibles para quien quiere ser de verdad su discípulo. ¡Cuántos hombres, incluso entre los cristianos, hoy recurren a compromisos!
Con el sacramento de la confirmación el Espíritu Santo infunde en el hombre el valor necesario para profesar la fe en Cristo. Profesar esta fe significa, según el texto conciliar que tomamos como punto de partida «difundirla y defenderla por la palabra juntamente con las obras», como testigos coherentes y fieles.
Exhortación Christi fidelis laici, n. 37, 30-12-1988
Redescubrir y hacer redescubrir la dignidad inviolable de cada persona humana constituye una tarea esencial; es más, en cierto sentido es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana.
Entre todas las criaturas de la tierra, sólo el hombre es «persona», sujeto consciente y libre y, precisamente por eso, «centro y vértice» de todo lo que existe sobre la tierra.
La dignidad personal es el bien más precioso que el hombre posee, gracias al cual supera en valor a todo el mundo material. Las palabras de Jesús: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si después pierde su alma?» (Mc 8, 36) contienen una luminosa y estimulante afirmación antropológica: el hombre vale no por lo que «tiene» —¡aunque poseyera el mundo entero!—, sino por lo que «es». No cuentan tanto los bienes de la tierra, cuanto el bien de la persona, el bien que es la persona misma.
La dignidad de la persona manifiesta todo su fulgor cuando se consideran su origen y su destino. Creado por Dios a su imagen y semejanza, y redimido por la preciosísima sangre de Cristo, el hombre está llamado a ser «hijo en el Hijo» y templo vivo del Espíritu; y está destinado a esa eterna vida de comunión con Dios, que le llena de gozo. Por eso toda violación de la dignidad personal del ser humano grita venganza delante de Dios, y se configura como ofensa al Creador del hombre.
A causa de su dignidad personal, el ser humano es siempre un valor en sí mismo y por sí mismo y como tal exige ser considerado y tratado. Y al contrario, jamás puede ser tratado y considerado como un objeto utilizable, un instrumento, una cosa.