Mc 3, 13-19: Jesús en Galilea – Institución de los Doce Apóstoles
/ 24 enero, 2014 / San MarcosTexto Bíblico
13 Jesús subió al monte, llamó a los que quiso y se fueron con él. 14 E instituyó doce para que estuvieran con él 15 y para enviarlos a predicar, y que tuvieran autoridad para expulsar a los demonios: 16 Simón, a quien puso el nombre de Pedro, 17 Santiago el de Zebedeo, y Juan, el hermano de Santiago, a quienes puso el nombre de Boanerges, es decir, los hijos del trueno, 18 Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el de Caná 19 y Judas Iscariote, el que lo entregó.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
Beda in Marcus, 1,16
13-15. Después de haber prohibido a los espíritus impuros que publicasen su nombre, eligió santos para expulsar a los espíritus impuros y predicar el Evangelio. «Subiendo después Jesús a un monte, etc.».
De este modo eran llamados al apostolado, no por su elección o cálculo, sino por la gracia divina. El monte en que eligió el Señor a los apóstoles expresa la elevación de la justicia en que habían de ser instituidos y que debían predicar a los hombres.
En esto, pues, se significa que los hijos de Israel acampaban cerca del tabernáculo, a cuyos ángulos se apostaban tres tribus. Tres veces cuatro hacen doce, y éste es el número de los apóstoles que fueron enviados a predicar, a fin de que bautizasen en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, sobre todas las regiones de las cuatro partes del mundo. «Dándoles potestad», etc. Para que atestiguasen la grandeza de las promesas celestiales, e hiciesen obras nuevas los que las predicaban.
16-19. Quiso, pues, el Señor que en adelante se llamase de otro modo, para que el mismo cambio de nombre significase la misión que se le encomendaba. Cephas en siríaco significa lo mismo que Pedro en griego y en latín, y en ambas lenguas este nombre se deriva de piedra, no pudiendo caber duda de que ésta es de la que dijo San Pablo: «La piedra era Cristo» (1Cor 10); porque como Cristo era la verdadera luz (Jn 1), y se la dio a los apóstoles para que fuesen llamados luz del mundo (Mt 5), así se dio a Simón el nombre de piedra, que creía en la piedra de Cristo.
Andrés es nombre griego que significa viril, de andra varón, porque se adhirió virilmente al Señor.
«Y Felipe».
Tadeo es el mismo a quien San Lucas en el Evangelio (cap. 6) y en las Hechos de los Apóstoles (cap. 1) llama Judas de Santiago, porque era hermano de Santiago, hermano del Señor, como él mismo dijo en su epístola.
«Y Simón el Cananeo y Judas Iscariote, el mismo que le vendió». Los nombres aparecen así para distinguirlos de Simón Pedro y Judas de Santiago. Simón el Cananeo es llamado así por Cana, pueblo de Galilea, y Judas Iscariote por Isachar, pueblo o tribu en que nació.
Teofilacto
13. San Lucas dice que subió para orar. Después de la manifestación de sus milagros ora para enseñarnos que conviene dar gracias cuando alcanzamos algún bien, el que debemos atribuir a la virtud divina.
16. Dice los nombres de los apóstoles para que sean conocidos entre los que habían usurpado este título, y continúa: «Y puso a Simón el nombre de Pedro».
19. «Judas Iscariote…» Le cuenta entre los apóstoles para enseñarnos que Dios no rechaza a nadie a causa de una malicia futura, sino que lo honra por la virtud presente.
Pseudo-Crisóstomo
13. Enseña también a los prelados de la Iglesia a pasar la noche en oración antes de hacer una ordenación para que no se frustre su consagración. Cuando vino, pues, el día, según San Lucas, llamó a los que quiso, siendo muchos los que lo seguían.
17. «Boanerges… hijos de trueno..» Llama así a los hijos de Zebedeo, porque debían difundir por toda la tierra los grandes y memorables decretos de la divinidad.
Pseudo-Jerónimo
13. «Subió al monte…» Cristo es el monte en sentido espiritual del que fluyen las aguas vivas, sobre el que se prepara la leche, salud de los niños, donde se halla la fortaleza espiritual y donde realiza la gracia todo bien supremo. Por esto los aventajados en méritos y palabra son llamados a este monte, a fin de que corresponda el lugar a los altos merecimientos.
16-17. De obediencia, que significa Simón, sube a conocimiento, que es lo que significa Pedro.
«Santiago, hijo de Zebedeo, y Juan, hermano», etc. Es a saber, a Santiago, que había ahogado todos los deseos de la carne, y a Juan, que recibió de la gracia lo que otros de su esfuerzo. «A quienes apellidó, prosigue, Boanerges».
O por esto se manifiesta el mérito de los tres, que merecen oír en el monte la voz del Padre, semejante a un trueno, a través de la nube resplandeciente: «Este es mi Hijo muy querido» (Mt 17,5), a fin de que derramen sobre la tierra la lluvia con el relámpago por la nube de la carne y el fuego de la palabra, puesto que el Señor convierte en lluvia los relámpagos (Sal 134), para que su misericordia extinga el fuego que encendió su justicia.
18-19. «A Andrés», continúa. El cual significa boca de lámpara, que puede iluminar con la boca lo que concibió con el corazón, a quien dio el Señor la abertura de la boca del que ilumina. Sabemos que esta locución es propia de las Sagradas Escrituras, porque se ponen los nombres hebreos para significar algún misterio.
«Y Bartolomé».
Simón se interpreta el que está triste: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados» (Mt 5,4). Cananeo quiere decir el que tiene celo, esto es, aquel a quien devora el celo de Dios (Sal 68). «Judas Iscariote» es el que no borra su pecado por la penitencia, o que no borra la memoria de él: Judas significa el que confiesa o el glorioso, e Iscariote memoria de la muerte;que son muchos en la Iglesia los confesores soberbios y gloriosos, como Simón el mago, Arrio y los demás herejes, cuya memoria condena la Iglesia como mortal para que se huya.
San Jerónimo
14. El Señor ha amado la porción bella de Jacob (Sal 46), y así como los doce son colocados sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel, así también en grupos de tres y de cuatro deben velar cerca del tabernáculo del Señor y llevar sobre sus hombros el peso de su palabra.
18-19. Andrés… El que ataca varonilmente a la perdición, para que tenga siempre en sí la respuesta de la muerte, y esté siempre su alma en sus manos.
Bartolomé. Este nombre quiere decir el hijo del que suspende las aguas, a saber, de aquel que dijo: «Y mandaré a las nubes no lluevan gota sobre esta viña (Is 5,6)». Pero el nombre de hijos de Dios se adquiere por la paz y el amor de los enemigos: «Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,44), y luego dice: «Amad a vuestros enemigos, para que seáis hijos de Dios».
«Y Mateo». El que es gratificado con dones, porque no sólo ha alcanzado del Señor la remisión de sus pecados, sino el privilegio de ser inscrito en el número de los apóstoles. «Y Tomás», que significa abismo, porque es uno de los que aclaran las cosas profundas que se refieren a Dios.
«Y Santiago, hijo de Alfeo», esto es, del docto o del millar, porque a su lado caerán mil (Sal 60). Este es otro Santiago, cuya lucha no es contra carne y sangre, sino contra las maldades espirituales (Ef 6). «Y Tadeo»; es decir, prudente o que tiene corazón, o que guarda su corazón con todo cuidado (Prov 4).
San Agustín, de consensu Evangelistarum, 2, 17
16. Pero no se crea que es ahora cuando Simón recibe el nombre de Pedro, lo que sería contrario a San Juan, que mucho antes refiere que le fue dicho: «Tú te llamarás Cephas» (Jn 1,42), que se interpreta Pedro. San Marcos ha dicho recapitulando: queriendo enumerar los nombres de los doce apóstoles, y siendo necesario nombrar a Pedro, quiso indicar brevemente que no se llamaba antes así, sino que el Señor le impuso el nombre.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
Padres Apostólicos
Carta a Diogneto:
XI: SC 33, 79ss.
«… para enviarlos a predicar» (Mc ,).
No digo nada extraño, no busco paradojas sino, dócil a la enseñanza de los apóstoles quiero, a mi vez, enseñar a las naciones. Quiero transmitir exactamente la tradición a los que quieren, ellos también, hacerse discípulos de la verdad. ¿Quien…no se apresurará a aprender todo lo que el Verbo de Dios ha enseñado a sus discípulos? Porque, manifestándose este Verbo no fue comprendido por los que no creían en él; El Verbo manifestó la verdad a sus discípulos. Expresándose abiertamente, les dijo todo lo que sabía. Los reconoció como fieles a su palabra. Les dio a conocer los misterios del Padre.
Por esto, el Verbo los envió al mundo. Y para que se anuncie a todo el mundo…fue proclamado por los apóstoles para que las naciones creyeran en él. El que era desde el principio (cf Jn 1,1) se manifestó en los últimos tiempos y sus discípulos lo reconocieron. El Verbo renace constantemente joven en los corazones de los santos… Gracias a él, la Iglesia está colmada de riquezas, la gracia se expande, se multiplica en los santos, confiere la inteligencia de la fe, desvela los misterios del Padre, da a comprender los signos de los tiempos… La gracia ha sido ofrecido a los que la buscan respetando las reglas de la fe y guardando fielmente la tradición de los padres.
Por esto se cantan las glorias de la Ley, son reconocidos los profetas, afirmada la fe de los evangelios, conservada la tradición de los apóstoles. La gracia de la Iglesia retoza de alegría. No entristezcáis la gracia.
San Agustín de Hipona, obispo y doctor de la Iglesia
Homilía:
Sermón 311, 2.
«Eligió a los Doce para que le siguieran y los envió a predicar» (Mc ,).
Los primeros apóstoles, carneros bienaventurados del rebaño santo, vieron al mismo Señor Jesús pendiente de la cruz, lloraron su muerte, se asustaron de su resurrección, lo amaron hecho poderoso y ellos mismos derramaron su propia sangre por la sangre que vieron. Pensad, hermanos, en lo que significa que unos hombres sean enviados por el orbe de la tierra a predicar que un hombre muerto resucitó y que ascendió al cielo, y que por esta predicación hayan sufrido cuanto la locura del mundo les ha infligido: privaciones, destierros, cadenas, tormentos, fuego, bestias, cruz y muertes. ¿Y esto lo sufrían por no sé qué cosa? ¿Acaso, hermanos míos, moría Pedro por su gloria o se predicaba a sí mismo?
Moría uno para que otro fuese honrado; se entregaba a la muerte uno para que otro fuese adorado. ¿Haría esto, acaso, si no estuviese a la raíz la fragancia de la caridad y la conciencia de la verdad? Habían visto lo que anunciaban; en efecto, ¿cuándo estarían dispuestos a morir por algo que no hubieran visto? Se les obligaba a negar lo que habían visto, mas no lo negaron: predicaban la muerte de quien sabían que estaba vivo. Sabían por qué vida despreciaban la vida; sabían por qué felicidad soportaban una infelicidad transitoria, por qué premios despreciaban estos males. Su fe no admite ponerse en la balanza con el mundo entero. Habían escuchado: ¿De qué sirve al hombre ganar todo el mundo si a cambio sufre detrimento en su alma?1 Los encantos del mundo no retrasaron su veloz carrera, ni los bienes pasajeros a quienes emigraban a otro lugar; sea cuanta sea y por deslumbrante que sea esta felicidad, hay que dejarla aquí, no puede ser traspasada a la otra vida; llegará el momento en que también los ahora vivos han de dejarla aquí.
Santa Teresa del Niño Jesús, doctora de la Iglesia
Escritos: El misterio de la vocación.
Manuscrito A, 2 rº -vº.
«» (Mc ,).
No voy a hacer otra cosa sino: comenzar a cantar lo que he de repetir eternamente -¡¡¡las misericordias del Señor!!! (cf Sal 88,1)…Abriendo el Santo Evangelio, mis ojos han topado con estas palabras: “habiendo subido Jesús a un monte, llamó a sí a los que quiso; y ellos acudieron a él” (Mc 3,13). He aquí, en verdad, el misterio de mi vocación, de toda mi vida, y el misterio, sobre todo, de los privilegios que Jesús ha dispensado a mi alma… El no llama a los que son dignos, sino a los que le place, o como dice san Pablo: “Dios tiene compasión de quien quiere y usa de misericordia con quien quiere ser misericordioso. No es, pues, obra ni del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que usa de misericordia” (Rm 9,15-16).
Durante mucho tiempo estuve preguntándome a mí misma por qué Dios tenía preferencias, por qué no todas las almas recibían las gracias con igual medida. Me maravillaba al verle prodigar favores extraordinarios a santos que le habían ofendido, como san Pablo, san Agustín, y a los que él forzaba, por decirlo así, a recibir sus gracias; o bien, al leer la vida de los santos a los que nuestro Señor se complació en acariciar desde la cuna hasta el sepulcro, apartando de su camino todo lo que pudiera serles obstáculo para elevarse a él… Jesús se dignó instruirme acerca de este misterio. Puso ante mis ojos el libro de la naturaleza, y comprendí que todas las flores creadas por él son bellas, que el brillo de la rosa y la blancura de la azucena no le quitan a la diminuta violeta su aroma ni a la margarita su encantadora sencillez…Jesús ha querido crear santos grandes, que pueden compararse a las azucenas y a las rosas; pero ha creado también otros más pequeños, y éstos han de contentarse con ser margaritas o violetas, destinadas a recrearle los ojos a Dios cuando mira al suelo. La perfección consiste en hacer su voluntad, en ser lo que él quiere que seamos.
San Bernardo, abad
Homilía:
Homilías sobre el Cantar de los Cantares, 84, 1.5.
«Llamó a los que quiso…para que estuvieran con él» (Mc ,).
“De noche busqué al amor de mi alma.” (Ct 3,1) ¡Qué bien tan grande buscar a Dios! Para mí no hay bien mayor. El primer don de Dios no se añade a ninguna virtud, porque no hay virtud anterior a este don de buscar a Dios. ¿Qué virtud se podría atribuir a aquel que no busca a Dios, y qué límite poner a la búsqueda de Dios? “Buscad siempre su rostro” dice el salmo (104,4) Yo creo que incluso cuando se le haya encontrado no cesaremos de buscarlo.
No se busca a Dios corriendo hacia alguna parte sino deseándolo. Porque la felicidad de haberlo encontrado no apaga el deseo sino, al contrario, lo agranda. El colmo de la alegría…es más bien como aceite sobre el fuego, porque el deseo es una llama. La alegría será colmada (Jn 15,11) pero el deseo no tendrá fin, y tampoco la búsqueda…
Pero, que cada alma que busca a Dios sepa que Dios se le ha adelantado, que es buscada por él antes que ella se haya puesto en movimiento para buscarle. ..A esto os llama la bondad de aquel que os precede y os busca y os ha amado el primero. Pues, si no hubieseis sido buscados nunca os hubierais puesto a buscarle. Si él no os hubiera amado primero no lo amaríais. El os pasó delante, no por una gracia única sino por dos gracias: por el amor y por la búsqueda. El amor es la causa de la búsqueda. La búsqueda es el fruto del amor y es también la prueba del amor. A causa del amor no teméis de ser buscados. Y porque habéis sido buscados no seréis amados en vano.
Francisco, papa
Catequesis (16-10-2013):
Audiencia General, 16 de octubre de 2013.
«» (Mc ,).
Cuando recitamos el Credo decimos «Creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica». No sé si habéis reflexionado alguna vez sobre el significado que tiene la expresión «la Iglesia es apostólica». Tal vez en alguna ocasión, viniendo a Roma, habéis pensado en la importancia de los Apóstoles Pedro y Pablo que aquí dieron su vida por llevar y testimoniar el Evangelio.
Pero es más. Profesar que la Iglesia es apostólica significa subrayar el vínculo constitutivo que ella tiene con los Apóstoles, con aquel pequeño grupo de doce hombres que Jesús un día llamó a sí, les llamó por su nombre, para que permanecieran con Él y para enviarles a predicar (cf. Mc 3, 13-19). «Apóstol», en efecto, es una palabra griega que quiere decir «mandado», «enviado». Un apóstol es una persona que es mandada, es enviada a hacer algo y los Apóstoles fueron elegidos, llamados y enviados por Jesús, para continuar su obra, o sea orar —es la primera labor de un apóstol— y, segundo, anunciar el Evangelio. Esto es importante, porque cuando pensamos en los Apóstoles podríamos pensar que fueron sólo a anunciar el Evangelio, a hacer muchas obras. Pero en los primeros tiempos de la Iglesia hubo un problema porque los Apóstoles debían hacer muchas cosas y entonces constituyeron a los diáconos, para que los Apóstoles tuvieran más tiempo para orar y anunciar la Palabra de Dios. Cuando pensemos en los sucesores de los Apóstoles, los Obispos, incluido el Papa, porque también él es Obispo, debemos preguntarnos si este sucesor de los Apóstoles en primer lugar reza y después si anuncia el Evangelio: esto es ser Apóstol y por esto la Iglesia es apostólica. Todos nosotros, si queremos ser apóstoles como explicaré ahora, debemos preguntarnos: ¿yo rezo por la salvación del mundo? ¿Anuncio el Evangelio? ¡Esta es la Iglesia apostólica! Es un vínculo constitutivo que tenemos con los Apóstoles.
Partiendo precisamente de esto desearía subrayar brevemente tres significados del adjetivo «apostólica» aplicado a la Iglesia.
1. La Iglesia es apostólica porque está fundada en la predicación y la oración de los Apóstoles, en la autoridad que les ha sido dada por Cristo mismo. San Pablo escribe a los cristianos de Éfeso: «Vosotros sois conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios. Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular» (2, 19-20); o sea, compara a los cristianos con piedras vivas que forman un edificio que es la Iglesia, y este edificio está fundado sobre los Apóstoles, como columnas, y la piedra que sostiene todo es Jesús mismo. ¡Sin Jesús no puede existir la Iglesia! ¡Jesús es precisamente la base de la Iglesia, el fundamento! Los Apóstoles vivieron con Jesús, escucharon sus palabras, compartieron su vida, sobre todo fueron testigos de su muerte y resurrección. Nuestra fe, la Iglesia que Cristo quiso, no se funda en una idea, no se funda en una filosofía, se funda en Cristo mismo. Y la Iglesia es como una planta que a lo largo de los siglos ha crecido, se ha desarrollado, ha dado frutos, pero sus raíces están bien plantadas en Él y la experiencia fundamental de Cristo que tuvieron los Apóstoles, elegidos y enviados por Jesús, llega hasta nosotros. Desde aquella planta pequeñita hasta nuestros días: así la Iglesia está en todo el mundo.
2. Pero preguntémonos: ¿cómo es posible para nosotros vincularnos con aquel testimonio, cómo puede llegar hasta nosotros aquello que vivieron los Apóstoles con Jesús, aquello que escucharon de Él? He aquí el segundo significado del término «apostolicidad». El Catecismo de la Iglesia católica afirma que la Iglesia es apostólica porque «guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza, el buen depósito, las sanas palabras oídas a los Apóstoles» (n. 857). La Iglesia conserva a lo largo de los siglos este precioso tesoro, que es la Sagrada Escritura, la doctrina, los Sacramentos, el ministerio de los Pastores, de forma que podamos ser fieles a Cristo y participar en su misma vida. Es como un río que corre en la historia, se desarrolla, irriga, pero el agua que corre es siempre la que parte de la fuente, y la fuente es Cristo mismo: Él es el Resucitado, Él es el Viviente, y sus palabras no pasan, porque Él no pasa, Él está vivo, Él hoy está entre nosotros aquí, Él nos siente y nosotros hablamos con Él y Él nos escucha, está en nuestro corazón. Jesús está con nosotros, ¡hoy! Esta es la belleza de la Iglesia: la presencia de Jesucristo entre nosotros. ¿Pensamos alguna vez en cuán importante es este don que Cristo nos ha dado, el don de la Iglesia, dónde lo podemos encontrar? ¿Pensamos alguna vez en cómo es precisamente la Iglesia en su camino a lo largo de estos siglos —no obstante las dificultades, los problemas, las debilidades, nuestros pecados— la que nos transmite el auténtico mensaje de Cristo? ¿Nos da la seguridad de que aquello en lo que creemos es realmente lo que Cristo nos ha comunicado?
3. El último pensamiento: la Iglesia es apostólica porque es enviada a llevar el Evangelio a todo el mundo. Continúa en el camino de la historia la misión misma que Jesús ha encomendado a los Apóstoles: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 19-21). Esto es lo que Jesús nos ha dicho que hagamos. Insisto en este aspecto de la misionariedad porque Cristo invita a todos a «ir» al encuentro de los demás, nos envía, nos pide que nos movamos para llevar la alegría del Evangelio. Una vez más preguntémonos: ¿somos misioneros con nuestra palabra, pero sobre todo con nuestra vida cristiana, con nuestro testimonio? ¿O somos cristianos encerrados en nuestro corazón y en nuestras iglesias, cristianos de sacristía? ¿Cristianos sólo de palabra, pero que viven como paganos? Debemos hacernos estas preguntas, que no son un reproche. También yo lo digo a mí mismo: ¿cómo soy cristiano, con el testimonio realmente?
La Iglesia tiene sus raíces en la enseñanza de los Apóstoles, testigos auténticos de Cristo, pero mira hacia el futuro, tiene la firme conciencia de ser enviada —enviada por Jesús—, de ser misionera, llevando el nombre de Jesús con la oración, el anuncio y el testimonio. Una Iglesia que se cierra en sí misma y en el pasado, una Iglesia que mira sólo las pequeñas reglas de costumbres, de actitudes, es una Iglesia que traiciona la propia identidad; ¡una Iglesia cerrada traiciona la propia identidad! Entonces redescubramos hoy toda la belleza y la responsabilidad de ser Iglesia apostólica. Y recordad: Iglesia apostólica porque oramos —primera tarea— y porque anunciamos el Evangelio con nuestra vida y con nuestras palabras.
Benedicto XVI
Catequesis (10-05-2006):
Audiencia General, 10 de mayo del 2006.
«Instituyó a doce» (Mc ,).
El Señor empezó convocando a los Doce en quienes quedaba representado el futuro Pueblo de Dios. Fieles al mandato recibido del Señor, los Doce, después de la Ascensión…, asocian progresivamente a otras personas para las funciones que les había confiado a fin de que continúen su ministerio. A Pablo le llama el mismo Resucitado (Gal 1,1)… Es por ahí que continuará el ministerio que, posteriormente, a partir de la segunda generación, se llamará ministerio episcopal, el ministerio de los obispos… Así la sucesión, dentro de la función episcopal, se presenta como una continuidad del ministerio de los apóstoles, que garantiza la perseverancia en la Tradición apostólica, Palabra y vida, confiada por el Señor.
El lazo de unión entre el colegio de los obispos y la comunidad original de los apóstoles se entiende, ante todo, en la línea de la continuidad histórica. Tal como lo hemos visto a los Doce se les asocian primero Matías, después Pablo, después Bernabé, después otros, hasta que queda formado el ministerio del obispo… Y la garantía de la perseverancia en la comunidad eclesial se encuentra en la continuidad de la sucesión, del colegio apostólico reunido entorno a él por Cristo.
Pero esta continuidad… deber ser igualmente comprendida en un sentido espiritual, porque la sucesión apostólica en el ministerio debe ser considerada como el lugar privilegiado de la acción y la transmisión del Espíritu Santo. Tenemos un eco claro de estas convicciones en el siguiente texto de san Ireneo de Lión: “La tradición de los apóstoles, manifestada en el mundo entero, se muestra en cada Iglesia a todos los que quieren ver la verdad y podemos enumerar los obispos establecidos por los apóstoles en las Iglesias y sus sucesores hasta nosotros… [Los apóstoles] quisieron, en efecto, que los que dejaban como sucesores, transmitiéndoles su propia misión de enseñar, fueran absolutamente perfectos e irreprensibles en todo.
Catequesis (06-09-2006):
Audiencia General, 6 de septiembre del 2006.
«» (Mc ,).
[…] no conviene olvidar que, como escribe san Marcos, Jesús escogió a los Doce con la finalidad principal de que «estuvieran con él» (Mc 3, 14), es decir, de que compartieran su vida y aprendieran directamente de él no sólo el estilo de su comportamiento, sino sobre todo quién era él realmente, pues sólo así, participando en su vida, podían conocerlo y luego anunciarlo.
Más tarde, en su carta a los Efesios, san Pablo dirá que lo importante es «aprender a Cristo» (cf.Ef 4, 20), por consiguiente, lo importante no es sólo ni sobre todo escuchar sus enseñanzas, sus palabras, sino conocerlo a él personalmente, es decir, su humanidad y divinidad, su misterio, su belleza. Él no es sólo un Maestro, sino un Amigo; más aún, un Hermano. ¿Cómo podríamos conocerlo a fondo si permanecemos alejados de él? La intimidad, la familiaridad, la cercanía nos hacen descubrir la verdadera identidad de Jesucristo. Esto es precisamente lo que nos recuerda el apóstol Felipe. Por eso, nos invita a «venir» y «ver», es decir, a entrar en un contacto de escucha, de respuesta y de comunión de vida con Jesús, día tras día.
Catequesis (15-03-2006):
Audiencia General, 15 de marzo del 2006.
«» (Mc ,).
[…] Un signo evidente de la intención del Nazareno de reunir a la comunidad de la Alianza, para manifestar en ella el cumplimiento de las promesas hechas a los Padres, que hablan siempre de convocación, unificación, unidad, es la institución de los Doce. Hemos escuchado el Evangelio sobre esta institución de los Doce. Leo una vez más su parte central: «Subió al monte y llamó a los que él quiso, y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios. Instituyó a los Doce…» (Mc3, 13-16; cf. Mt 10, 1-4; Lc 6, 12-16). En el lugar de la revelación, «el monte», Jesús, con una iniciativa que manifiesta absoluta conciencia y determinación, constituye a los Doce para que sean con él testigos y anunciadores del acontecimiento del reino de Dios.
Sobre la historicidad de esta llamada no existen dudas, no sólo en virtud de la antigüedad y de la multiplicidad de los testimonios, sino también por el simple motivo de que allí aparece el nombre de Judas, el apóstol traidor, a pesar de las dificultades que esta presencia podía crear a la comunidad naciente. El número Doce, que remite evidentemente a las doce tribus de Israel, ya revela el significado de acción profético-simbólica implícito en la nueva iniciativa de refundar el pueblo santo.
Superado desde hacía tiempo el sistema de las doce tribus, la esperanza de Israel anhelaba su reconstitución como signo de la llegada del tiempo escatológico (pensemos en la conclusión del libro de Ezequiel: 37, 15-19; 39, 23-29; 40-48). Al elegir a los Doce, para introducirlos en una comunión de vida consigo y hacerles partícipes de su misión de anunciar el Reino con palabras y obras (cf. Mc 6, 7-13; Mt 10, 5-8; Lc 9, 1-6; 6, 13), Jesús quiere manifestar que ha llegado el tiempo definitivo en el que se constituye de nuevo el pueblo de Dios, el pueblo de las doce tribus, que se transforma ahora en un pueblo universal, su Iglesia.
Con su misma existencia los Doce —procedentes de diferentes orígenes— son un llamamiento a todo Israel para que se convierta y se deje reunir en la nueva Alianza, cumplimiento pleno y perfecto de la antigua. El hecho de haberles encomendado en la última Cena, antes de su Pasión, la misión de celebrar su memorial, muestra cómo Jesús quería transmitir a toda la comunidad en la persona de sus jefes el mandato de ser, en la historia, signo e instrumento de la reunión escatológica iniciada en él. En cierto sentido podemos decir que precisamente la última Cena es el acto de la fundación de la Iglesia, porque él se da a sí mismo y crea así una nueva comunidad, una comunidad unida en la comunión con él mismo.
Desde esta perspectiva, se comprende que el Resucitado les confiera —con la efusión del Espíritu— el poder de perdonar los pecados (cf. Jn 20, 23). Los doce Apóstoles son así el signo más evidente de la voluntad de Jesús respecto a la existencia y la misión de su Iglesia, la garantía de que entre Cristo y la Iglesia no existe ninguna contraposición: son inseparables, a pesar de los pecados de los hombres que componen la Iglesia. Por tanto, es del todo incompatible con la intención de Cristo un eslogan que estuvo de moda hace algunos años: «Jesús sí, Iglesia no». Este Jesús individualista elegido es un Jesús de fantasía. No podemos tener a Jesús prescindiendo de la realidad que él ha creado y en la cual se comunica.
Entre el Hijo de Dios encarnado y su Iglesia existe una profunda, inseparable y misteriosa continuidad, en virtud de la cual Cristo está presente hoy en su pueblo. Es siempre contemporáneo nuestro, es siempre contemporáneo en la Iglesia construida sobre el fundamento de los Apóstoles, está vivo en la sucesión de los Apóstoles. Y esta presencia suya en la comunidad, en la que él mismo se da siempre a nosotros, es motivo de nuestra alegría. Sí, Cristo está con nosotros, el Reino de Dios viene.
San Juan Pablo II, papa
Catequesis (01-07-1992):
Audiencia General, 1 de julio de 1992.
«» (Mc ,).
1. […] La historia evangélica nos da a conocer que Jesús llamó discípulos a seguirlo y entre ellos eligió a doce (cf. Lc 6, 13). La narración evangélica nos muestra que para Jesús se trataba de una elección decisiva, hecha después de una noche de oración (cf. Lc 6, 12);de una elección hecha con una libertad soberana: Marcos nos dice que Jesús, después de haber subido al monte, llamó «a los que él quiso» (Mc 3, 13). Los textos evangélicos refieren los nombres de los que fueron llamados (cf. Mc 3, 16-19 y par): signo de que la Iglesia primitiva comprendió y reconoció su importancia.
2. Con la creación del grupo de los Doce, Jesús creaba la Iglesia como sociedad visible y estructurada al servicio del Evangelio y de la llegada del reino de Dios. El número doce hacía referencia a las doce tribus de Israel, y el uso que Jesús hizo de él revela su intención de crear un nuevo Israel, el nuevo pueblo de Dios, instituido como Iglesia. La intención creadora de Jesús se manifiesta a través del mismo verbo que usa Marcos para describir la institución: «Hizo Doce: Hizo los Doce». El verbo «hacer» recuerda el verbo que usa la narración del Génesis acerca de la creación del mundo y el Déutero-Isaías (43, 1; 44, 2) acerca de la creación del pueblo de Dios, el antiguo Israel.
La voluntad creadora se manifiesta también en los nuevos nombres que da a Simón (Pedro) y a Santiago y a Juan (Hijos del trueno), pero también a todo el grupo o colegio en su conjunto. En efecto, escribe san Lucas que Jesús «eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles» (Lc 6, 13). Los doce Apóstoles se convertían, así, en una realidad socio-eclesial característica, distinta y, en muchos aspectos, irrepetible. Un su grupo destacaba el apóstol Pedro, sobre el cual Jesús manifestaba de modo más explícito la intención de fundar un nuevo Israel, con aquel nombre que dio a Simón: «piedra», sobre la que Jesús quería edificar su Iglesia (cf. Mt 16, 18).
3. Marcos define la finalidad de Jesús al instituir a los Doce: «Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar, con poder de expulsar los demonios» (Mc 3, 14-15).
El primer elemento constitutivo del grupo de los Doce es, por consiguiente, la adhesión absoluta a Cristo: se trata de personas llamadas a «estar con él», es decir, a seguirlo dejándolo todo. El segundo elemento es el carácter misionero, expresado en el modelo de la misma misión de Jesús, que predicaba y expulsaba demonios. La misión de los Doce es una participación en la misión de Cristo por parte de hombres estrechamente vinculados a él como discípulos, amigos, representantes.
4. En la misión de los Apóstoles el evangelista Marcos subraya el «poder de expulsar a los demonios». Es un poder sobre la potencia del mal, que en forma positiva significa el poder de dar a los hombres la salvación de Cristo, que arroja fuera al «príncipe de este mundo» (Jn 12, 31).
Lucas confirma el sentido de este poder y la finalidad de la institución de los Doce, refiriendo la palabra de Jesús que confiere a los Apóstoles la autoridad en el reino: «Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas; yo, por mi parte, dispongo un reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí» (Lc 22, 28-29). También en esta declaración se hallan íntimamente ligadas la perseverancia en la unión con Cristo y la autoridad concedida en el reino.
Se trata de una autoridad pastoral, como muestra el texto acerca de la misión confiada específicamente a Pedro: «Apacienta mis corderos… Apacienta mis ovejas» (Jn 21, 15-17). Pedro recibe personalmente la autoridad suprema en la misión de pastor. Esta misión se ejercita como participación en la autoridad del único Pastor y Maestro, Cristo.
La autoridad suprema confiada a Pedro no anula la autoridad conferida a los demás Apóstoles en el reino. La misión pastoral es compartida por los Doce, bajo la autoridad de un solo pastor universal, mandatario y representante del buen Pastor, Cristo.
5. Las tareas específicas inherentes a la misión confiada por Jesucristo a los Doce son las siguientes:
a. Misión y poder de evangelizar a todas las gentes, como atestiguan claramente los tres Sinópticos (cf. Mt 28, 18-20; Mc 16, 16-18; Lc 24, 45-48). Entre ellos, Mateo pone de relieve la relación establecida por Jesús mismo entre su poder mesiánico y el mandato que confiere a los Apóstoles: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28, 18-19). Los Apóstoles podrán y deberán llevar a cabo su misión gracias al poder de Cristo que se manifestará en ellos.
b. Misión y poder de bautizar (Mt 28, 29), como cumplimiento del mandato de Cristo, con un bautismo en el nombre de la Santísima Trinidad (Mt 28, 29) que, por estar vinculado al misterio pascual de Cristo, en los Hechos de los Apóstoles es considerado también como bautismo en el nombre de Jesús (cf. Hch 2, 38; 8, 16).
c. Misión y poder de celebrar la eucaristía: «Haced esto en conmemoración mía» (Lc 22, 19; 1 Co 11, 24-25). El encargo de volver a hacer lo que Jesús realizó en la última cena, con la consagración del pan y el vino, implica un poder muy grande; decir en el nombre de Cristo: «Esto es mi cuerpo», «esta es mi sangre», es casi identificarse con Cristo en el acto sacramental.
d. Misión y poder de perdonar los pecados (Jn 20, 22-23). Es una participación de los Apóstoles en el poder del Hijo del hombre de perdonar los pecados en la tierra (cf. Mc 2, 10); aquel poder que, en la vida pública de Jesús, había provocado el estupor de la muchedumbre, de la que el evangelista Mateo nos dice que «glorificó a Dios, que había dado tal poder a los hombres» (Mt 9, 8).
6. Para llevar a cabo esta misión, los Apóstoles recibieron, además del poder, el don especial del Espíritu Santo (cf. Jn 20, 21-22), que se manifestó en Pentecostés, según la promesa de Jesús (cf. Hch 1, 8). Con la fuerza de ese don, desde el momento de Pentecostés, comenzaron a cumplir el mandato de la evangelización de todas las gentes. Nos lo dice el concilio Vaticano II en la constitución Lumen gentium: «Los Apóstoles…, predicando en todas partes el Evangelio, recibido por los oyentes bajo la acción del Espíritu Santo, congregan la Iglesia universal que el Señor fundó en los Apóstoles y edificó sobre el bienaventurado Pedro, su cabeza, siendo el propio Cristo Jesús la piedra angular (cf. Ap 21, 14; Mt 16, 18; Ef 2, 20)» (n. 19).
7. La misión de los Doce comprendía un papel fundamental reservado a ellos, que no heredarían los demás: ser testigos oculares de la vida, muerte y resurrección de Cristo (cf. Lc24, 48), transmitir su mensaje a la comunidad primitiva, como lazo de unión entre la revelación divina y la Iglesia, y por ello mismo dar comienzo a la Iglesia en nombre y por virtud de Cristo, bajo la acción del Espíritu Santo. Por esta función, los Doce Apóstoles constituyen un grupo de importancia única en la Iglesia, que desde el Símbolo nicenoconstantinopolitano es definidaapostólica (Credo unam sanctam, catholicam et «apostolicam» Ecclesiam) por este vínculo indisoluble con los Doce. Ese hecho explica por qué también en la liturgia la Iglesia ha insertado y reservado celebraciones especialmente solemnes en honor de los Apóstoles.
8. Con todo, Jesús confirió a los Apóstoles una misión de evangelización de todas las gentes, que requiere un tiempo muy largo; más aún, que dura «hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Los Apóstoles entendieron que era voluntad de Cristo que cuidaran de tener sucesores que, como herederos y legados suyos, prosiguiesen su misión. Por ello, establecieron «obispos y diáconos» en las diversas comunidades «y dispusieron que, después de su muerte, otros hombres aprobados recibiesen su sucesión en el ministerio» (1 Clem. 44, 2; cf. 42, 1-4).
De este modo, Cristo instituyó una estructura jerárquica y ministerial de la Iglesia, formada por los Apóstoles y sus sucesores; estructura que no deriva de una anterior comunidad ya constituida, sino que fue creada directamente por él. Los Apóstoles fueron, a la vez, las semillas del nuevo Israel y el origen de la sagrada jerarquía, como se lee en la constitución Ad gentes del Concilio (n. 5). Dicha estructura pertenece, por consiguiente, a la naturaleza misma de la Iglesia, según el designio divino realizado por Jesús. Según este mismo designio, esa estructura desempeña un papel esencial en todo el desarrollo de la comunidad cristiana, desde el día de Pentecostés hasta el fin de los tiempos, cuando en la Jerusalén celestial todos los elegidos participen plenamente de la «vida nueva» por toda la eternidad.
Catequesis (11-09-1991):
Audiencia General, 11 de septiembre de 1991.
«» (Mc ,).
[…] la Iglesia comienza con el grupo de doce discípulos a los que Jesús mismo elige entre la multitud de sus seguidores (cf. Mc 3, 13-19; Jn 6, 70; Hch 1, 2) y que reciben el nombre de Apóstoles (cf. Mt 10, 1-5; Lc 6, 13). Jesús los llama, los forma de modo completamente peculiar y, en fin, los envía al mundo como testigos y anunciadores de su mensaje, de su pasión y muerte, y de su resurrección. Los Doce son, desde este punto de vista, los fundadores de la Iglesia como reino de Dios que, sin embargo, tiene siempre su fundamento (cf. 1 Co 3, 11; Ef 2, 20) en él, en Cristo.
[…] Jesucristo, que desde el principio de su misión mesiánica proclamaba la conversión y llamada a la fe: «convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 15), confió a los Apóstoles y a la Iglesia la tarea de congregar a los hombres en la unidad de esta fe, invitándolos a entrar en la comunidad de fe fundada por él.
Catequesis (22-06-1988):
Audiencia General, 22 de junio de 1988.
«» (Mc ,).
[… 4 ] Jesús había instituido a los Doce «para que estuvieran con Él«, para poderlos «enviar a predicar con poder de expulsar a los demonios» (Mc 3, 14-15). Han sido, pues, elegidos e «instruidos» para una misión precisa. Son unos enviados (=»apostoloi»). En el texto de Juan leemos también: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). Este «fruto» viene designado en otro apartado con la imagen de la «pesca», cuando Jesús, después de la pesca milagrosa en el lago de Genesaret, dice a Pedro, todo emocionado por aquel hecho prodigioso: «No temas, desde ahora serás pescador de hombres» (Lc 5, 10).
8. Podemos decir, por consiguiente, que los diferentes pasajes del Evangelio indican claramente que Jesucristo transmite a los Apóstoles «el reino» y «la misión» que Él mismo recibió del Padre y, a la vez, instituye la estructura fundamental de su Iglesia, donde este reino de Dios, mediante la continuidad de la misión mesiánica de Cristo, debe realizarse en todas las naciones de la tierra, como cumplimiento mesiánico y escatológico de las eternas promesas de Dios. Las últimas palabras dirigidas por Jesús a los Apóstoles, antes de su regreso al Padre, expresan de manera definitiva la realidad y las dimensiones de esta institución: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentesbautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 18-20 y también Mc 16, 15-18 y Lc 24, 47-48).
Catequesis (28-10-1987):
Audiencia General, 28 de octubre de 1987.
«» (Mc ,).
[…] no podemos dejar de reflexionar sobre lo excelsa y ardua que es la vocación cristiana. No cabe duda que las formas concretas de seguir a Cristo están graduadas por Él mismo según las condiciones, las posibilidades, las misiones, los carismas de las personas y de los grupos.
[…] según Santo Tomás de Aquino, la exigencia evangélica de renuncias heroicas como las de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y renuncia de sí por seguir a Jesús —y podemos decir igual de la oblación de sí mismo en el martirio, antes que traicionar la fe y el seguimiento de Cristo— compromete a todos “secundum praeparationem animi” (cf. S. Th. II-II q. 184, a. 7, ad 1), o sea, según la disponibilidad del espíritu para cumplir lo que se le pide en cualquier momento que se le llame, y por lo tanto comportan para todos un desapego interior, una oblación, una autodonación a Cristo, sin las cuales no hay un verdadero espíritu evangélico.
6. Del mismo Evangelio podemos deducir que hay vocaciones particulares, que dependen de una elección de Cristo: como la de los Apóstoles y de muchos discípulos, que Marcos señala con bastante claridad cuando escribe: “Subió a un monte, y llamando a los que quiso, vinieron a Él, y designó a doce para que lo acompañaran…” (Mc 3, 13-14). El mismo Jesús, según Juan, dice a los Apóstoles en el discurso final: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo os he elegido a vosotros…” (Jn 15, 16).
No se deduce que Él condenara definitivamente al que no aceptó seguirlo por un camino de total dedicación a la causa del Evangelio (cf. el caso de joven rico: Mc 10, 17-27). Hay algo más que pone en juego la libre generosidad de cada uno. Pero no hay duda que la vocación a la fe y al amor cristiano es universal y obligatoria: fe en la Palabra de Jesús, amor a Dios sobre todas las cosas y también al prójimo como a nosotros mismos, porque “el que no ama a su hermano a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no ve” (1 Jn 4, 20).
7. Jesús, al establecer la exigencia de la respuesta a la vocación a seguirlo, no esconde a nadie que su seguimiento requiere sacrificio, a veces incluso el sacrificio supremo. En efecto, dice a sus discípulos: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la salvará…” (Mt 16, 24-25).
Marcos subraya que Jesús había convocado con los discípulos también a la multitud, y habló a todos de la renuncia que pide a quien quiera seguirlo, de cargar con la cruz y de perder la vida “por mi y el Evangelio” (Mc 8, 34-35). (Y esto después de haber hablado de su próxima pasión y muerte! (cf. Mc 8, 31-32).
8. Pero, al mismo tiempo, Jesús proclama la bienaventuranza de los que son perseguidos “por amor del Hijo del hombre” (Lc 6, 22): “Alegraos y regocijaos, porque grande será en los cielos vuestra recompensa” (Mt 5, 12).
Y nosotros nos preguntamos una vez más: ¿Quién es éste que llama con autoridad a seguirlo, predice odio, insultos y persecuciones de todo género (cf. Lc 6, 22), y promete “recompensa en los cielos”? Sólo un Hijo del hombre que tenía la conciencia de ser Hijo de Dios podía hablar así. En este sentido lo entendieron los Apóstoles y los discípulos, que nos transmitieron su revelación y su mensaje. En este sentido queremos entenderlo nosotros también, diciéndole de nuevo con el Apóstol Tomás: “Señor mío y Dios mío”.
Pastores dabos vobis:
Exhortación apostólica Pastores dabos vobis, n. 36.
«» (Mc ,).
«Llamó a los que él quiso y vinieron a él» (Mc 3, 13). Este «venir», que se identifica con el «seguir» a Jesús, expresa la respuesta libre de los doce a la llamada del Maestro. Así sucede con Pedro y Andrés; les dijo: «’Venid conmigo y os haré pescadores de hombres’. Y ellos al instante, dejaron las redes y le siguieron» (Mt 4, 19-20). Idéntica fue la experiencia de Santiago y Juan (cf. Mt 4, 21-22). Así sucede siempre: en la vocación brillan a la vez el amor gratuito de Dios y la exaltación de la libertad del hombre; la adhesión a la llamada de Dios y su entrega a Él.
En realidad, gracia y libertad no se oponen entre sí. Al contrario, la gracia anima y sostiene la libertad humana, liberándola de la esclavitud del pecado (cf. Jn 8, 34-36), sanándola y elevándola en sus capacidades de apertura y acogida del don de Dios. Y si no se puede atentar contra la iniciativa absolutamente gratuita de Dios que llama, tampoco se puede atentar contra la extrema seriedad con la que el hombre es desafiado en su libertad. Así, al «ven y sígueme» de Jesús, el joven rico contesta con el rechazo, signo —aunque sea negativo— de su libertad: «Pero él, abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mc 10, 22).
Por tanto, la libertad es esencial para la vocación, una libertad que en la respuesta positiva se califica como adhesión personal profunda, como donación de amor —o mejor como re-donación al Donador: Dios que llama—, esto es, como oblación. «A la llamada —decía Pablo VI— corresponde la respuesta. No puede haber vocaciones, si no son libres, es decir, si no son ofrendas espontáneas de sí mismo, conscientes, generosas, totales… Oblaciones; éste es prácticamente el verdadero problema… Es la voz humilde y penetrante de Cristo, que dice, hoy como ayer y más que ayer: ven. La libertad se sitúa en su raíz más profunda: la oblación, la generosidad y el sacrificio»[102].
En íntima unión con Cristo, María, la Virgen Madre, ha sido la criatura que más ha vivido la plena verdad de la vocación, porque nadie como Ella ha respondido con un amor tan grande al amor inmenso de Dios
Notas
Concilio Vaticano II
Lumen gentium:
Constitución apostólica Lumen gentium, n. 19-20.26.
«» (Mc ,).
19. El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a sí a los que El quiso, eligió a doce para que viviesen con El y para enviarlos a predicar el reino de Dios (cf. Mc 3,13-19; Mt 10,1-42); a estos Apóstoles (cf. Lc 6,13) los instituyó a modo de colegio, es decir, de grupo estable, al frente del cual puso a Pedro, elegido de entre ellos mismos (cf. Jn 21,15-17). Los envió primeramente a los hijos de Israel, y después a todas las gentes (cf. Rm 1,16), para que, participando de su potestad, hiciesen discípulos de El a todos los pueblos y los santificasen y gobernasen (cf. Mt 28,16-20; Mc 16, 15; Le 24,45-48; Jn 20,21-23), y así propagasen la Iglesia y la apacentasen, sirviéndola, bajo la dirección del Señor, todos los días hasta la consumación de los siglos (Mt 28,20). En esta misión fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés (cf. Hch 2,1-36), según la promesa del Señor: «Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaría y hasta el último confín de la tierra» (Hch 1,8). Los Apóstoles, pues, predicando en todas partes el Evangelio (cf. Mc 16,20), recibido por los oyentes bajo la acción del Espíritu Santo, congregan la Iglesia universal que el Señor fundó en los Apóstoles y edificó sobre el bienaventurado Pedro, su cabeza, siendo el propio Cristo Jesús la piedra angular (cf. Ap 21, 14;Mt 16, 18; Ef 2, 20) [39].
20. Esta divina misión confiada por Cristo a los Apóstoles ha de durar hasta él fin del mundo (cf.Mt 28,20), puesto que el Evangelio que ellos deben propagar es en todo tiempo el principio de toda la vida para la Iglesia. Por esto los Apóstoles cuidaron de establecer sucesores en esta sociedad jerárquicamente organizada.
En efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio[40], sino que, a fin de que la misión a ellos confiada se continuase después de su muerte, dejaron a modo de testamento a sus colaboradores inmediatos el encargo de acabar y consolidar la obra comenzada por ellos [41], encomendándoles que atendieran a toda la grey, en medio de la cual el Espíritu Santo los había puesto para apacentar la Iglesia de Dios (cf. Hch 20,28). Y así establecieron tales colaboradores y les dieron además la orden de que, al morir ellos, otros varones probados se hicieran cargo de su ministerio [42]. Entre los varios ministerios que desde los primeros tiempos se vienen ejerciendo en la Iglesia, según el testimonio de la Tradición, ocupa el primer lugar el oficio de aquellos que, ordenados Obispos por una sucesión que se remonta a los mismos orígenes [43], conservan la semilla apostólica [44]. Así, como atestigua San Ireneo, por medio de aquellos que fueron instituidos por los Apóstoles Obispos y sucesores suyos hasta nosotros, se manifiesta [45] y se conserva la tradición apostólica en todo el mundo [46].
El Obispo, por estar revestido de la plenitud del sacramento del orden, es «el administrador de la gracia del supremo sacerdocio», sobre todo en la Eucaristía, que él mismo celebra o procura que sea celebrada, y mediante la cual la Iglesia vive y crece continuamente. Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones locales de los fieles, que, unidas a sus pastores, reciben también en el Nuevo Testamento el nombre de iglesias (Hch. 8,1; 14,22).. Ellas son, en su lugar, el Pueblo nuevo, llamado por Dios en el Espíritu Santo y en gran plenitud (cf. 1 Ts 1,5). En ellas se congregan los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor «para que por medio del cuerpo y de la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad».
En toda comunidad de altar, bajo el sagrado ministerio del Obispo, se manifiesta el símbolo de aquella caridad y «unidad del Cuerpo místico, sin la cual no puede haber salvación». En estas comunidades, aunque sean frecuentemente pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, está presente Cristo, por cuya virtud se congrega la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Pues «la participación del cuerpo y sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos».
Así, los Obispos, orando y trabajando por el pueblo, difunden de muchas maneras y con abundancia la plenitud de la santidad de Cristo. Por medio del ministerio de la palabra comunican la virtud de Dios a los creyentes para la salvación (cf. Rm 1,16), y por medio de los sacramentos, cuya administración legítima y fructuosa regulan ellos con su autoridad, santifican a los fieles.
Notas
Catecismo de la Iglesia Católica,
nn. 857-865.
La Iglesia es apostólica.
857 La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido:
— fue y permanece edificada sobre «el fundamento de los Apóstoles» (Ef 2, 20;Hch 21, 14), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (cf. Mt28, 16-20; Hch 1, 8; 1 Co 9, 1; 15, 7-8; Ga 1, l; etc.).
— guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (cf. Hch 2, 42), el buen depósito, las sanas palabras oídas a los Apóstoles (cf 2 Tm 1, 13-14).
— sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los Apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, «al que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia» (AG 5):
«Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio (Prefacio de los Apóstoles I: Misal Romano).
La misión de los Apóstoles
858 Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, «llamó a los que él quiso […] y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 13-14). Desde entonces, serán sus «enviados» [es lo que significa la palabra griega apóstoloi]. En ellos continúa su propia misión: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21; cf. Jn 13, 20; 17, 18). Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe», dice a los Doce (Mt 10, 40; cf, Lc 10, 16).
859 Jesús los asocia a su misión recibida del Padre: como «el Hijo no puede hacer nada por su cuenta» (Jn 5, 19.30), sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin Él (cf. Jn 15, 5) de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla. Los Apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como «ministros de una nueva alianza» (2 Co 3, 6), «ministros de Dios» (2 Co 6, 4), «embajadores de Cristo» (2 Co 5, 20), «servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (1 Co 4, 1).
860 En el encargo dado a los Apóstoles hay un aspecto intransmisible: ser los testigos elegidos de la Resurrección del Señor y los fundamentos de la Iglesia. Pero hay también un aspecto permanente de su misión. Cristo les ha prometido permanecer con ellos hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20). «Esta misión divina confiada por Cristo a los Apóstoles tiene que durar hasta el fin del mundo, pues el Evangelio que tienen que transmitir es el principio de toda la vida de la Iglesia. Por eso los Apóstoles se preocuparon de instituir […] sucesores» (LG 20).
Los obispos sucesores de los Apóstoles
861 «Para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, [los Apóstoles] encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto, de esta manera a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio» (LG 20; cf. San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios, 42, 4).
862 «Así como permanece el ministerio confiado personalmente por el Señor a Pedro, ministerio que debía ser transmitido a sus sucesores, de la misma manera permanece el ministerio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ser ejercido perennemente por el orden sagrado de los obispos». Por eso, la Iglesia enseña que «por institución divina los obispos han sucedido a los apóstoles como pastores de la Iglesia. El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió» (LG 20).
El apostolado
863 Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los Apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es «enviada» al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. «La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado». Se llama «apostolado» a «toda la actividad del Cuerpo Místico» que tiende a «propagar el Reino de Cristo por toda la tierra» (AA 2).
864 «Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia», es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo (AA 4; cf. Jn 15, 5). Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero la caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, «siempre es como el alma de todo apostolado» (AA 3).
865 La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos «el Reino de los cielos», «el Reino de Dios» (cf. Ap 19, 6), que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación escatológica. Entoncestodos los hombres rescatados por él, hechos en él «santos e inmaculados en presencia de Dios en el Amor» (Ef 1, 4), serán reunidos como el único Pueblo de Dios, «la Esposa del Cordero» (Ap 21, 9), «la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de Dios» (Ap21, 10-11); y «la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce Apóstoles del Cordero» (Ap 21, 14).