Mc 1, 14-20: Dejaron sus redes y le siguieron
/ 12 enero, 2015 / San MarcosTexto Bíblico
14 Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; 15 decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio». 16 Pasando junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, echando las redes en el mar, pues eran pescadores. 17 Jesús les dijo: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres». 18 Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. 19 Un poco más adelante vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. 20 A continuación los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon en pos de él.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
San Juan Crisóstomo
14. San Marcos evangelista sigue en el orden a San Mateo. Es así que, después que dijo que los ángeles lo servían, añadió: Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios… Después de las tentaciones y de ser servido por los ángeles, partió a Galilea. De este modo nos enseña a no resistir a las violencias de los malvados.
El se retiró también con el fin de conservarse para las enseñanzas y curaciones antes de su Pasión y, una vez cumplidas todas estas cosas, hacerse obediente hasta la muerte.
15. decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» Cumplido ya el tiempo, es decir, cuando verdaderamente llegó la plenitud de los tiempos y envió Dios a su Hijo ( Gál 4), fue conveniente que el género humano obtuviera la última gracia de Dios. Por esto dice que el reino de Dios se había aproximado. Pero el reino de Dios es, en cuanto a la sustancia, el mismo que el reino de los Cielos, aunque difiera por la razón. Se entiende por reino de Dios aquél en que Dios reina; esto es en las regiones de los vivos, cuando se vive en las buenas promesas de ver a Dios cara a cara. Aquella región se puede entender ya sea por el amor, ya sea por alguna otra prueba de aquellos que llevan la imagen divina. Esto se entiende por cielos. Es, pues, bien claro que el reino de Dios no se encierra en ningún lugar ni tiempo.
Beda
14-15. Después de que Juan fue entregado… Apresado San Juan, empezó el Señor a predicar oportunamente, por lo que continúa: Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios…, porque donde tiene fin la ley es consiguiente que tenga origen el Evangelio.
No piense ninguno que el confinamiento de San Juan en la cárcel fue inmediatamente después de la tentación de los cuarenta días y del ayuno del Señor. Cualquiera que leyere el Evangelio de San Juan encontrará que el Señor enseñó muchas cosas antes que San Juan fuese entregado, obrando asimismo muchos milagros. Por eso dice su Evangelio: «Este fue el principio de los milagros de Jesús» ( Jn 2,11), y después: «Todavía Juan no había sido enviado a la cárcel» ( Jn 3,22). Se dice que cuando San Juan leyó los libros de San Mateo, San Marcos y San Lucas, los aprobó ciertamente como textos de la historia y afirmó que decían la verdad, refiriéndose a lo acaecido en el año que transcurrió después de la prisión de San Juan el Bautista. Por tanto, omitiendo él el año cuyas actas fueron suficientemente expuestas por los tres, narró los hechos del tiempo anterior al día en que fue encerrado San Juan en la cárcel. Habiendo dicho San Marcos que Jesús llegó a Galilea predicando el Evangelio del reino, añadió: decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio».
17-20. Jesús les dijo: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres». Pescadores e ignorantes, son enviados a predicar, para que se comprenda que la fe de los creyentes está en el poder de Dios y no en la elocuencia ni en la doctrina.
Pero se preguntará alguno: ¿Cómo llamó de sus barcas de dos en dos a los pescadores, primeramente a Pedro y Andrés, después, avanzando un poco más, a los dos hijos de Zebedeo, cuando San Lucas dice ( Lc 5,1-11) que Santiago y Juan fueron llamados para ayudar a Pedro y a Andrés, y que Cristo sólo a Pedro dijo: «No temas; ya desde este momento serás pescador de hombres», y que sin embargo, conducidas las barcas a tierra, ambos lo siguieron? Por lo que entendemos, ocurrió primero lo que dice San Lucas, y después, cuando regresaron a la pesca según su costumbre, lo que refiere San Marcos. Entonces siguieron al Señor conduciendo las barcas a tierra, no ya con el pensamiento de volver a ellas, sino de seguir al que los llamaba y mandaba que lo siguiesen.
Teofilacto
15. decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» Dice el Señor que el tiempo de la ley se ha cumplido. Es como si dijese: Hasta el tiempo presente ha imperado la ley; en adelante será renovado el reino de Dios que, según el Evangelio, es la vida. Esta se identifica convenientemente con el reino de los cielos. Cuando veis que algún mortal vive según el Evangelio, ¿no decís acaso que tiene el reino de los cielos? Este no es alimento, ni bebida, sino justicia y paz, y gozo en el Espíritu Santo.
16-17. Pasando junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, echando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres». Como refiere San Juan evangelista, Pedro y Andrés eran discípulos del precursor, y viendo el testimonio que San Juan había dado de Jesús, se unieron a El. Condolidos después por haber sido apresado San Juan, volvieron a trabajar en su oficio de pescadores. Por lo que sigue: «Echando las redes en el mar, pues eran pescadores». Ved, pues, que ellos viven de su propio trabajo y no de la iniquidad. Eran por tanto dignos de ser los primeros discípulos de Cristo. Y Jesús les dijo: «Seguidme a mí». Los llama ahora por segunda vez, siendo ésta la segunda vocación con respecto a aquélla que se lee en San Juan. Les manifiesta para qué son llamados con las siguientes palabras: «Haré que vengáis a ser pescadores de hombres».
18-20. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Así pues, no conviene tardarse, sino seguir a Dios inmediatamente. Después de éstos aparecen los pescadores Santiago y Juan, quienes, aunque eran pobres, sostenían a su anciano padre. Un poco más adelante vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. A continuación los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon en pos de él. Dejaron, pues, a su padre, porque les hubiera servido de impedimento para seguir a Cristo. Así vosotros, cuando para seguir al Señor encontréis algún impedimento en vuestros padres, dejadlos y acercaos a Dios. Con esto se manifiesta que Zebedeo no creyó, aunque creyó la madre de estos dos apóstoles. Ella, una vez muerto Zebedeo, siguió a Cristo.
Es de saber también que primeramente es llamada la acción, después la contemplación. El que en verdad está cerca de Pedro significa acción; el que está cerca de Juan, contemplación; Pedro es fervorosísimo y más solícito que los otros, pero Juan fue excelentísimo teólogo.
San Jerónimo
14. Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios… Desapareciendo la sombra, aparece la verdad. San Juan en la cárcel, la ley en Judea; Jesús en Galilea, San Pablo predicando a las gentes el Evangelio del reino. La pobreza sucede al reino terreno, el reino sempiterno se da a la pobreza de los cristianos. La honra terrena se compara a la espuma, al agua helada, al humo o al sueño.
15. decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» Hace penitencia el que quiere unirse al eterno Bien, esto es, al reino de Dios. El que desea la almendra de la nuez, rompe la cáscara. La dulzura de la fruta compensa la amargura de la raíz. La esperanza del enriquecimiento hace agradables los peligros del mar, la esperanza de la salud mitiga el dolor que causa la curación. Así, pues, los que merecieron llegar a la palma de la indulgencia son los que pueden anunciar dignamente las enseñanzas de Cristo. Y por esto, después que dijo: «Haced penitencia», añadió: «Y creed en el Evangelio, porque si no creyereis, no le entenderéis». Haced penitencia y creed, esto es, renunciad a las obras de muerte. Porque, de ¿qué aprovecha creer sin buenas obras? Porque no lleva a la fe el mérito de las buenas obras, sino que empieza la fe para que sigan las buenas obras.
16-20. Místicamente: somos conducidos al cielo, como Elías, en esta carroza de los cuatro pescadores. La primera Iglesia se construye sobre estos cuatro vértices. Por las cuatro letras hebreas conocidas como tetragrammaton [1], reconocemos el nombre del Señor. A nosotros se nos aconseja con este ejemplo a que oigamos la voz de Dios que nos llama, y que olvidemos al pueblo de los vicios y la casa del trato paterno. Todo esto es necedad para Dios, y es como una red de telas de araña en la que -como a los mosquitos apenas caídos en ella- nos sostenía el aire, que está suspendido sobre la nada. De este modo debemos rechazar la barca del antiguo trato del mundo. Adán, que es nuestro padre según la carne, se cubría con pieles de animales muertos. Ahora, habiendo depuesto al hombre viejo con sus obras, y siguiendo al nuevo, nos cubrimos con las pieles de Salomón, con las cuales se vanagloriaba la esposa de parecer hermosa. Simón significa obediente, Andrés viril, Santiago suplidor, Juan gracia. Por estos cuatro nombres nos convertimos en imagen de Dios. La obediencia para que oigamos; la virilidad para que luchemos; el suplemento para que perseveremos; la gracia para que nos conservemos. Estas cuatro virtudes son llamadas cardinales, pues por la prudencia obedecemos, por la justicia obramos virilmente, por la templanza pisamos a la serpiente, y por la fortaleza merecemos la gracia de Dios.
Notas
[1] Del griego: tetra, cuatro, y gramma, letra: denominación técnica, entre los israelitas, del nombre propio de Dios, que consta de cuatro letras (yhwh). La verdadera pronunciación del tetragrama es yahvéh. La falsa pronunciación Jehová es de origen cristiano. (Haag-Van den Born-Ausejo, Diccionario de la Biblia).
San Remigio
17. Jesús les dijo: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres». Porque por la red de la santa predicación sacaron a los hombres del mar profundo de la infidelidad a la luz de la fe. Y es muy admirable esta pesca, porque los peces cogidos mueren lentamente, mientras que los hombres prendidos por la palabra de la predicación son vivificados.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Jerónimo, presbítero
Homilía: El tiempo se ha cumplido
Homilía sobre el Evangelio de Marcos, n° 2 A; SC 494 (trad. SC p. 93 rev.)
«El tiempo se ha cumplido, el reino de Dios está cerca» (Mc 1, 15)
«Después de la detención de Juan Bautista, Jesús vino a Galilea… «. Según nuestra interpretación, Juan representa la Ley y Jesús el Evangelio. En efecto, Juan dijo: «detrás de mi, viene el que es más fuerte que yo» (Mc 1,7), y en otro lugar: «Hace falta que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30): así es como compara la Ley con Evangelio. Y luego dice: «Yo – es decir la Ley – os bautizo con agua, pero Él – es decir el Evangelio – os bautizará con el Espíritu Santo» (Mc 1,8). Jesús vino porque Juan había sido encarcelado. En efecto la Ley es cerrada y encerrada, ya no tiene la libertad pasada; pero nosotros pasamos de la Ley al Evangelio … «Jesús vino a Galilea, predicando el Evangelio, la Buena Noticia del Reino de Dios » … Cuando leo la Ley, los profetas y los salmos, jamás pensé hablar del Reino de los cielos: solamente en el Evangelio.
Porque solamente cuando vino aquel sobre el que se decía “el Reino de Dios está entre vosotros» (Lc 17,21) es cuando el Reino de Dios se abre… En efecto, antes de la llegada del Salvador y la luz del Evangelio, antes de que Cristo abra la puerta del paraíso al ladrón (Lc 23,43), todas las almas de los santos descendían a la estancia de los muertos. Jacob mismo dice: » De luto, bajaré al lugar de los muertos » (Gn 37,35)… En la Ley, Abraham está en el descanso de los muertos; en el Evangelio, el ladrón está en el paraíso. No denigramos a Abraham, todos deseamos reposar en su seno (Lc 16,23); pero preferimos Cristo a Abraham, el Evangelio a la Ley.
Leemos que después de la resurrección del Cristo, muchos santos aparecieron en la ciudad santa (Mt 27,53). Nuestro Señor y nuestro Salvador predicó sobre tierra y predicó también en los infiernos; murió, descendió a los infiernos para liberar las almas que estaban retenidas allí (1Sal. 3,18s).
San Ireneo de Lyon, obispo y mártir
Contra las herejías: Dios no tiene necesidad de nosotros
n. 4, 14
«Todos los que han sido llamados en mi nombre»
El Padre nos recomienda vivir en seguimiento del Verbo, no porque tuviera necesidad de nuestro servicio sino para procurarnos la salvación. Porque, seguir al Salvador es tener parte en la salvación, como seguir a la luz es tener parte en la luz. No son los hombres los que hacen resplandecer la luz sino que son ellos los iluminados, los que resplandecen por la luz. Los hombres nada pueden añadir a la luz, sino que la luz los ilumina y los enriquece.
Lo mismo ocurre con el servicio que rendimos a Dios. Dios no tiene necesidad de nuestro servicio y nada le añade a su gloria. Pero aquellos que le sirven y le siguen reciben de Dios la vida, la incorruptibilidad y la gloria eterna. Si Dios invita a los hombres a vivir en su servicio, es para poder otorgarnos sus beneficios, ya que él es bueno y misericordioso con todos. Dios no necesita nada; en cambio el hombre necesita de la comunión con Dios. La gloria del hombre consiste en perseverar en el servicio de Dios.
Por esto dijo el Señor a los apóstoles: “No me elegisteis vosotros a mí, fui yo quien os elegí a vosotros.” (Jn 15,16) Con ello indica que no somos nosotros los que le glorificamos con nuestro servicio, sino que por haber seguido al Hijo de Dios, somos glorificados por él… Es de ellos de quien dice Dios por boca de Isaías: “Desde Oriente traeré a tu estirpe, te reuniré desde Occidente… haz venir a mis hijos desde lejos, y a mis hijas del extremo de la tierra, a todos los que llevan mi nombre, a los que creé para mi gloria” (Is 43,6-7).
San León Magno, papa
Sermón: Auténtica conversión
Sermón 1 en la Navidad del Señor, 1-3; PL 54, 190
«Convertíos y creed en el evangelio» (Mc 1, 15b)
Demos, por tanto, queridos hermanos, gracias a Dios Padre por medio de su Hijo, en el Espíritu Santo, puesto que se apiadó de nosotros a causa de la inmensa misericordia con que nos amó; estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo, para que gracias a él fuésemos una nueva creatura, una nueva creación.
Despojémonos, por tanto, del hombre viejo con todas sus obras y, ya que hemos recibido la participación de la generación de Cristo, renunciemos a las obras de la carne. Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina (2P 1,4), no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro (Ef 4,15- 16). No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz y al reino de Dios (Col 1,13).
Gracias al sacramento del bautismo te has convertido en templo del Espíritu Santo (1Co 6,19); no se te ocurra ahuyentar con tus malas acciones a tan noble huésped, ni volver a someterte a la servidumbre del demonio: porque tu precio es la sangre de Cristo.
San Gregorio Magno, papa y doctor de la Iglesia
In Kephas: Lo que significa dejarlo todo
In Kephas 1, pp. 451-452
«Inmediatamente, dejando las redes, le siguieron» (Mc 1,18)
Lo deja todo el que no guarda nada para sí. Lo deja todo el que, sin reservarse nada para sí, abandona lo poco que posee. Nosotros, por el contrario, nos quedamos atados a lo que tenemos, y buscamos ávidamente lo que no tenemos. Pedro y Andrés pues, abandonaron mucho al renunciar los dos al mero deseo de poseer. Abandonaron mucho puesto que, renunciando a sus bienes, renunciaron también a sus ambiciones.
Así pues, al seguir al Señor renunciaron a todo lo que hubieran podido desear si no le hubiesen seguido. Que nadie, pues, incluso el que ve que algunos han renunciado a grandes riquezas, no diga para sí mismo: «Mucho quisiera yo imitarles en su menosprecio de este mundo, pero no he dejado nada ». Abandonáis mucho, hermanos míos, si renunciáis a los deseos terrestres. Y el Señor se contenta con nuestros bienes exteriores, por mínimos que sean. Porque, en efecto, lo que él aprecia es el corazón y no los bienes; pone más atención en las disposiciones que acompañan a la ofrenda que le hacemos, que a la misma ofrenda.
Porque si tenemos en cuenta los bienes exteriores, vemos que nuestros santos comerciantes han pagado con sus redes y sus barcas la vida eterna que es la de los ángeles. El Reino de Dios no tiene precio: y sin embargo sólo vale lo que tenéis.
Santa Teresa-Benedicta de la Cruz (Edith Stein), virgen y mártir
El pesebre y la cruz
n. 4, 14
«Se ha cumplido el plazo… Venid conmigo»
El niño del pesebre es Rey de reyes, el que reina sobre la vida y la muerte. Y dice: «Sígueme», y el que no está con él está contra él (Lc 11,23). Lo dice también
por nosotros y nos pone ante la posibilidad de escoger entre la luz y las tinieblas. Desconocemos dónde nos quiere llevar el Niño divino en esta tierra, y no hemos de preguntárselo antes de que sea la hora. Todo lo que sabemos es que para los que aman al Señor todo concurre para su bien (Rm 8,28), y que los caminos trazados por el Señor nos conducen más allá de esta tierra.
Tomando un cuerpo, el Creador del género humano nos ofrece su divinidad. Dios se ha hecho hombre para que los hombres llegáramos a ser hijos de Dios. «¡Oh admirable intercambio!». Es para esta obra que el Salvador ha venido al mundo. Uno de entre nosotros había roto el lazo de nuestra filiación de Dios; uno de entre nosotros debía atarlo de nuevo y expiar la falta. Ningún retoño del viejo tronco, enfermo y degenerado, hubiera podido hacerlo; era necesario que sobre este tronco se injertara una nueva planta, sana y noble. Y es así que llegó a ser uno de nosotros y al mismo tiempo más que eso: uno con nosotros. Esto es lo que hay de más maravilloso en el género humano: que todos seamos uno… Vino para formar con nosotros un cuerpo misterioso: él el Jefe, la cabeza, y nosotros sus miembros (Ef 5,23.30).
Si aceptamos poner nuestras manos en las del Niño divino, si respondemos «Sí» a su «Sígueme», entonces somos suyos y el camino está libre para que pase a nosotros su vida divina. Este es el comienzo de la vida eterna en nosotros. No estamos aún en la visión beatífica en la luz de la gloria, estamos todavía en la oscuridad de la fe; pero no es ya la oscuridad de este mundo –es estar ya en el Reino de Dios.
San Juan Pablo II, papa
Catequesis: El Reino de Dios
Audiencia general, 18-03-1987
Jesucristo, inauguración y cumplimiento del Reino de Dios
1. “Se ha cumplido el tiempo, está cerca el reino de Dios” (Mc 1, 15). Con estas palabras Jesús de Nazaret comienza su predicación mesiánica. El reino de Dios, que en Jesús irrumpe en la vida y en la historia del hombre, constituye el cumplimiento de las promesas de salvación que Israel había recibido del Señor.
Jesús se revela Mesías, no porque busque un dominio temporal y político según la concepción de sus contemporáneos, sino porque con sumisión se culmina en la pasión-muerte-resurrección, “todas las promesas de Dios son ‘sí’” (2 Cor 1, 20).
2. Para comprender plenamente la misión de Jesús es necesario recordar el mensaje del Antiguo Testamento que proclama la realeza salvífica del Señor. En el cántico de Moisés (Ex15, 1-18), el Señor es aclamado “rey” porque ha liberado maravillosamente a su pueblo y lo ha guiado, con potencia y amor, a la comunión con Él y con los hermanos en el gozo de la libertad. También el antiquísimo Salmo 28/29 da testimonio de la misma fe: el Señor es contemplado en la potencia de su realeza, que domina todo lo creado y comunica a su pueblo fuerza, bendición y paz (Sal 28/29, 10). Pero la fe en el Señor “rey” se presenta completamente penetrada por el tema de la salvación, sobre todo en la vocación de Isaías. El “Rey” contemplado por el Profeta con los ojos de la fe “sobre un trono alto y sublime” (Is 6, 1 ) es Dios en el misterio de su santidad transcendente y de su bondad misericordiosa, con la que se hace presente a su pueblo como fuente de amor que purifica, perdona, salva: “Santo, Santo, Santo, Yahvé de los ejércitos. Está la tierra llena de tu gloria” (Is 6, 3).
Esta fe en la realeza salvífica del Señor impidió que, en el pueblo de la alianza, la monarquía se desarrollase de forma autónoma, como ocurría en el resto de las naciones: El rey es el elegido, el ungido del Señor y, como tal, es el instrumento mediante el cual Dios mismo ejerce su soberanía sobre Israel (cf. 1 Sam 12, 12-15). “El Señor reina”, proclaman continuamente los Salmos (cf. 5, 3; 9, 6; 28/29, 10; 92/93, 1; 96/97, 1-4; 145/146, 10).
3. Frente a la experiencia dolorosa de los límites humanos y del pecado, los Profetas anuncian una nueva Alianza, en la que el Señor mismo será el guía salvífico y real de su pueblo renovado (cf. Jer 31, 31-34; Ez 34, 7-16; 36, 24-28).
En este contexto surge la expectación de un nuevo David, que el Señor suscitará para que sea el instrumento del éxodo, de la liberación, de la salvación (Ez 34, 23-25; cf. Jer 23, 5-6). Desde ese momento la figura del Mesías aparece en relación íntima con la manifestación de la realeza plena de Dios.
Tras el exilio, aún cuando la institución de la monarquía decayera en Israel, se continuó profundizando la fe en la realeza que Dios ejerce sobre su pueblo y que se extenderá hasta “los confines de la tierra”. Los Salmos que cantan al Señor rey constituyen el testimonio más significativo de esta esperanza (cf. Sal 95/96 – 98/99).
Esta esperanza alcanza su grado máximo de intensidad cuando la mirada de la fe, dirigiéndose más allá del tiempo de la historia humana, llegará a comprender que sólo en la eternidad futura se establecerá el reino de Dios en todo su poder: entonces, mediante la resurrección, los redimidos se encontrarán en la plena comunión de vida y de amor con el Señor (cf. Dan 7, 9-10; 12, 2-3).
4. Jesús alude a esta esperanza del Antiguo Testamento y proclama su cumplimiento. El reino de Dios constituye el tema central de su predicación, como lo demuestran sobre todo las parábolas.
La parábola del sembrador (Mt 13, 3-8) proclama que el reino de Dios está ya actuando en la predicación de Jesús; al mismo tiempo invita a contemplar a abundancia de frutos que constituirán la riqueza sobreabundante del reino al final de los tiempos. La parábola de la semilla que crece por sí sola (Mc 4, 26-29) subraya que el reino no es obra humana, sino únicamente don del amor de Dios que actúa en el corazón de los creyentes y guía la historia humana hacia su realización definitiva en la comunión eterna con el Señor. La parábola de la cizaña en medio del trigo (Mt 13, 24-30) y la de la red para pescar (Mt 13, 47-52) se refieren, sobre todo, a la presencia, ya operante, de la salvación de Dios. Pero, junto a los “hijos del reino”, se hallan también los “hijos del maligno”, los que realizan la iniquidad: sólo al final de la historia serán destruidas las potencias del mal, y quien hay cogido el reino estará para siempre con el Señor. Finalmente, las parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa (Mt 13, 44-46), expresan el valor supremo y absoluto del reino de Dios: quien lo percibe, está dispuesto a afrontar cualquier sacrificio y renuncia para entrar en él.
5. De la enseñanza de Jesús nace una riqueza muy iluminadora. El reino de Dios, en su plena y total realización, es ciertamente futuro, “debe venir” (cf. Mc 9, 1; Lc 22, 18); la oración del Padrenuestro enseña a pedir su venida: “Venga a nosotros tu reino” (Mt 6, 10).
Pero al mismo tiempo, Jesús afirma que el reino de Dios “ya ha venido” (Mt 12, 28), “está dentro de vosotros” (Lc 17, 21) mediante la predicación y las obras, de Jesús. Por otra parte, de todo el Nuevo Testamento se deduce que la Iglesia, fundada por Jesús, es el lugar donde la realeza de Dios se hace presente, en Cristo, como don de salvación en la fe, de vida nueva en el Espíritu, de comunión en la caridad.
Se ve así la relación íntima entre el reino y Jesús, una relación tan estrecha que el reino de Dios puede llamarse también “reino de Jesús” (Ef 5, 5; 2 Pe 1, 11), como afirma, por lo demás, el mismo Jesús ante Pilato al decir que “su” reino no es de este mundo (cf. 18, 36).
6. Desde esta perspectiva podemos comprender las condiciones indicadas por Jesús para entrar en el reino se pueden resumir en la palabra “conversión”. Mediante la conversión el hombre se abre al don de Dios (cf. Lc 12, 32), que llama “a su reino y a su gloria” (1 Tes 2, 12); acoge como un niño el reino (Mc 10, 15) y está dispuesto a todo tipo de renuncias para poder entrar en él (cf. Lc 18, 29; Mt 19, 29; Mc 10, 29)
El reino de Dios exige una “justicia” profunda o nueva (Mt 5, 20); requiere empeño en el cumplimiento de la “voluntad de Dios” (Mt 7, 21), implica sencillez interior “como los niños” (Mt 18, 3; Mc 10, 15); comporta la superación del obstáculo constituido por las riquezas (cf. Mc 10, 23-24).
7. Las bienaventuranzas proclamadas por Jesús (cf. Mt 5, 3-12) se presentan como la “Carta magna” del reino de los cielos, dado a los pobres de espíritu, a los afligidos, a los humildes, a quien tiene hambre y sed de justicia, a los misericordiosos, a los puros de corazón, a los artífices de paz, a los perseguidos por causa de la justicia. Las bienaventuranzas no muestran sólo las exigencias del reino; manifiestan ante todo la obra que Dios realiza en nosotros haciéndonos semejantes a su Hijo (Rom 8, 29) y capaces de tener sus sentimientos (Flp 2, 5 ss.) de amor y de perdón (cf. Jn 13, 34-35; Col 3, 13).
8. La enseñanza de Jesús sobre el reino de Dios es testimoniada por la Iglesia del Nuevo Testamento, que vivió esta enseñanza con a alegría de su fe pascual. La Iglesia es la comunidad de los “pequeños” que el Padre “ha liberado del poder de las tinieblas y ha trasladado al reino del Hijo de su amor” (Col 1, 13); es la comunidad de los que viven “en Cristo”, dejándose guiar por el Espíritu en el camino de la paz (Lc 1, 79), y que luchan para no “caer en la tentación” y evitar la obras de la “carne”, sabiendo muy bien que “quienes tales cosas hacen no heredarán el reino de Dios” (Gál 5, 21). La Iglesia es la comunidad de quienes anuncian, con su vida y con sus palabras, el mismo mensaje de Jesús: “El reino de Dios está cerca de vosotros” (Lc 10, 9).
9. La Iglesia, que “camina a través de los siglos incesantemente a la plenitud de la verdad divina hasta que se cumpla en ella las palabras de Dios” (Dei Verbum, 8), pide al Padre en cada una de las celebraciones de la Eucaristía que “venga su reino”. Vive esperando ardientemente la venida gloriosa del Señor y Salvador Jesús, que ofrecerá a la Majestad Divina “un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor la paz” (Prefacio de la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo).
Esta espera del Señor es fuente incesante de confianza de energía. Estimula a los bautizados, hechos partícipes de la dignidad real de Cristo, a vivir día tras día “en el reino del Hijo de su amor”, a testimoniar y anunciar la presencia del reino con las mismas obras de Jesús (cf. Jn 14, 12). En virtud de este testimonio de fe y de amor, enseña el Concilio, el mundo se impregnará del Espíritu de Cristo y alcanzará con mayor eficacia su fin en la justicia, en la caridad y en la paz (Lumen gentium, 36).
Catequesis: Anuncio de la Buena Nueva
Audiencia general, 15-06-1988
Jesús fundador de la Iglesia. «…edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18)
1. «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 15). En el comienzo del Evangelio de Marcos, se dicen estas palabras casi para resumir brevemente la misión de Jesús de Nazaret, Aquel que ha «venido para anunciar la Buena Nueva». En el centro de su anuncio se encuentra la revelación del reino de Dios, que se acerca y, más aún, ha entrado en la historia del hombre («El tiempo se ha cumplido»).
2. Proclamando la verdad sobre el reino de Dios, Jesús anuncia al mismo tiempo el cumplimiento de las promesas contenidas en el Antiguo Testamento. Del reino de Dios hablan ciertamente con frecuencia los versículos de los Salmos (cf. Sal 102/103, 19; Sal 92/93, 1). El Salmo 144/145 canta la gloria y la majestad de este reino y señala simultáneamente su eterna duración: «Tu reino, un reino por los siglos todos, tu dominio, por todas las edades» (Sal 144/145, 13). Los posteriores libros del Antiguo Testamento vuelven a tratar este tema. Concretamente, puede recordarse el anuncio profético, especialmente elocuente del libro de Daniel: «…el Dios del cielo hará surgir un reino que jamás será destruido y este reino no pasará a otro pueblo. Pulverizará y aniquilará a todos estos reinos y subsistirá eternamente» (Dan 2, 44).
3. Refiriéndose a estos anuncios y promesas del Antiguo Testamento, el Concilio Vaticano II constata y afirma: «Este reino brilla ante los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo» (Lumen gentium, 5)… «Cristo, en cumplimiento de la voluntad de Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos» (Lumen gentium, 3). Al mismo tiempo, el Concilio subraya que «nuestro Señor Jesús dio comienzo a la Iglesia predicando la Buena Nueva, es decir, la llegada del reino de Dios prometido desde siglos en la Escritura…» (Lumen gentium, 5). El inicio de la Iglesia, su fundación por Cristo, se inscribe en el Evangelio del reino de Dios, en el anuncio de su venida y de su presencia entre los hombres. Si el reino de Dios se ha hecho presente entre los hombres gracias a la venida de Cristo, a sus palabras y a sus obras, es también verdad que, por expresa voluntad suya, «está presente en la Iglesia, actualmente en misterio, y por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo» (Lumen gentium, 3).
4. Jesús dio a conocer de varias formas a sus oyentes la venida del reino de Dios. Son sintomáticas las palabras que pronunció a propósito de la «expulsión del demonio» fuera de los hombres y del mundo: «…si por el dedo de Dios expulso yo a los demonios…, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Lc 11, 20). El reino de Dios significa, realmente, la victoria sobre el poder del mal que hay en el mundo y sobre aquel que es su principal agente escondido. Se trata del espíritu de las tinieblas, dueño de este mundo; se trata de todo pecado que nace en el hombre por efecto de su mala voluntad y bajo el influjo de aquella arcana y maléfica presencia. Jesús, que ha venido para perdonar los pecados, incluso cuando cura de las enfermedades, advierte que la liberación del mal físico es señal de la liberación del mal más grave que arruina el alma del hombre. Hemos explicado esto con mayor amplitud en las catequesis anteriores.
5. Los diversos signos del poder salvífico de Dios ofrecidos por Jesús con sus milagros, conectados con su Palabra, abren el camino para la comprensión de la verdad del reino de Dios en medio de los hombres. El explica esta verdad, sirviéndose especialmente de las parábolas, entre las cuales se encuentran la del sembrador y la de la semilla. La semilla es la Palabra de Dios, que puede ser acogida de modo que crezca en el terreno del alma humana o, por diversos motivos, no ser acogida o serlo de un modo que no pueda madurar y dar fruto en el tiempo oportuno (cf. Mc 4, 14-20). Pero he aquí otra parábola que nos pone frente al misterio del desarrollo de la semilla por obra de Dios: » El reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma, primero, hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga» (Mc 4, 26-28). Es el poder de Dios el que «hace crecer», dirá San Pablo (1 Cor 3, 6 ss.) y, como escribe el Apóstol, es Él quien da «el querer y el obrar» (Flp 2, 13).
6. El reino de Dios, o «reino de los cielos», como dice Mateo (cf. 3, 2, etc.), ha entrado en la historia del hombre sobre la tierra por medio de Cristo que también, durante su pasión y en la inminencia de su muerte en la cruz, habla de Sí mismo como de un Rey y, a la vez, explica el carácter del reino que ha venido a inaugurar sobre la tierra. Sus respuestas a Pilato, recogidas en el cuarto Evangelio, (Jn 18, 33 ss.), sirven como texto clave para la comprensión de este punto. Jesús se encuentra frente al Gobernador romano, a quien ha sido entregado por el Sanedrín bajo la acusación de haberse querido hacer «Rey de los judíos». Cuando Pilato le presente este hecho, Jesús responde: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos» (Jn 18, 36). Pese a que Cristo no es un rey en sentido terreno de la palabra, ese hecho no cancela el otro sentido de su reino, que Él explica en la respuesta a una nueva pregunta de su juez. Luego, «¿Tú eres rey?», pregunta Pilato. Jesús responde con firmeza: «Sí, como dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18, 37). Es la más neta e inequívoca proclamación de la propia realeza, pero también de su carácter trascendente, que confirma el valor más profundo del espíritu humano y la base principal de las relaciones humanas: «la verdad».
7. El reino que Jesús, como Hijo de Dios encarnado, ha inaugurado en la historia del hombre, siendo de Dios, se establece y crece en el espíritu del hombre con la fuerza de la verdad y de la gracia, que proceden de Dios, como nos han hecho comprender las parábolas del sembrador y de la semilla, que hemos resumido. Cristo es el sembrador de esta verdad. Pero, en definitiva será por medio de la cruz como realizará su realeza y llevará a cabo la obra de la salvación en la historia de la humanidad: «Yo, cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).
8. Todo esto se trasluce también de la enseñanza de Jesús sobre el Buen Pastor, que «da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11). Esta imagen del pastor está estrechamente ligada con la del rebaño y de las ovejas que escuchan la voz del pastor. Jesús dice que es el Buen Pastor que «conoce a sus ovejas y ellas le conocen» (Jn 10, 14). Como Buen Pastor, busca a la oveja perdida (cf. Mt 18, 12; Lc 15, 4) e incluso piensa en las «otras ovejas que no son de este redil»; también a ésas las «tiene que conducir» para que «escuchen su voz y haya un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10, 16). Se trata, pues, de una realeza universal, ejercida con ánimo y estilo de pastor, para llevar a todos a vivir en la verdad de Dios.
9. Como se ve, toda la predicación de Cristo, toda su misión mesiánica se orienta a «reunir» el rebaño. No se trata solamente de cada uno de sus oyentes, seguidores, imitadores. Se trata de una «asamblea», que en arameo se dice «kehala» y, en hebreo, «qahal«, que corresponde al griego «ekklesia«. La palabra griega deriva de un verbo que significa «llamar» («llamada» en griego se dice «klesis«) y esta derivación etimológica sirve para hacernos comprender que, lo mismo que en la Antigua Alianza Dios había «llamado» a su pueblo Israel, así Cristo llama al nuevo Pueblo de Dios escogiendo y buscando sus miembros entre todos los hombres. Él los atrae a Sí y los reúne en torno a su persona por medio de la palabra del Evangelio y con el poder redentor del misterio pascual. Este poder divino, manifestado de forma definitiva en la resurrección de Cristo, confirmará el sentido de las palabras que una vez se dijeron a Pedro: «sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18), es decir: la nueva asamblea del reino de Dios.
10. La Iglesia-Ecclesia-Asamblea recibe de Cristo el mandamiento nuevo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado… en esto conocerán todos que sois discípulos míos» (Jn 13, 34-35; cf. Jn 15, 12). Es cierto que la «asamblea-Iglesia» recibe de Cristo también su estructura externa (de lo que trataremos próximamente), pero su valor esencial es la comunión con el mismo Cristo: es Él quien «reúne» la Iglesia, es El quien la «edifica» constantemente como su Cuerpo (cf. Ef 4, 12), como reino de Dios con dimensión universal. «Vendrán de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur y se pondrán a la mesa (con Abraham, Isaac y Jacob) en el reino de Dios» (cf. Lc 13, 28-29).
Catequesis: La llamada a la conversión en el mensaje de Fátima
Audiencia general, 15-05-1991
1. Deseo manifestar mi gratitud a la misericordiosa Providencia divina, porque me ha sido dado estar en Fátima, en el santuario de la Madre de Dios, el día 13 de mayo, con una inmensa multitud de peregrinos. Esta gran asamblea anual de peregrinos guarda relación con las apariciones que se verificaron en aquel lugar durante el año 1917…
El mensaje de María en Fátima se puede sintetizar en estas primeras y claras palabras de Cristo: «El reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 15). Los acontecimientos que han tenido lugar durante este decenio en nuestro continente europeo, particularmente en la Europa Central y Oriental, permiten dar nueva actualidad a esta llamada evangélica en el umbral del tercer milenio. Estos acontecimientos obligan también a pensar de modo particular en Fátima. El corazón de la Madre de Dios es el corazón de la Madre que se cuida no sólo de los hombres, sino también de todos los pueblos y naciones. El corazón de María está totalmente dedicado a la misión salvífica de su Hijo: de Cristo, Redentor del mundo, Redentor del hombre.
[…]
4. Volviendo una vez más a Fátima que constituía la última fase de la visita a la tierra portuguesa, es difícil resistir a la elocuencia de la fe y la confianza de aquella multitud de un millón de personas que se reunió por la noche para la vigilia, y al día siguiente, 13 de mayo, llenó aún más la explanada del santuario durante la concelebración eucarística. Además de los pastores de la Iglesia de Portugal estaba presente casi todo el Episcopado de Angola, así como otros muchos cardenales y obispos que habían llegado de diversos países de Europa y de otros continentes.
En medio de aquella gran comunidad en oración hemos sentido de modo especial «a «las grandes obras de Dios» (cf. Hch 2, 11 ), que la Providencia escribe en la historia del hombre, sirviéndose de la humilde «Sierva del Señor» (cf. Lc 1, 38). Sin embargo ella confió muy gustosamente su mensaje evangélico y, al mismo tiempo, materno a las almas sencillas y puras: a tres pobres niños. Eso tuvo lugar precisamente en Fátima. Lo mismo había ocurrido antes en Lourdes: «porque de los que son como éstos es el reino de los cielos» (Mt 19, 14), según las palabras del Señor. ¿Cómo no quedar estupefactos?
Este año la experiencia de Fátima, comenzando por el agradecimiento, ha asumido al mismo tiempo la forma de súplica ardiente. Porque las agujas que en el reloj de los siglos se mueven hacia el año 2000, muestran no sólo los cambios providenciales producidos en la historia de enteras naciones, sino también las amenazas nuevas y antiguas. Baste recordar lo que se trató hace algunas semanas en el Consistorio extraordinario de los cardenales celebrado en Roma. En la liturgia de Fátima, el libro del Apocalipsis, además de mostrarnos a «una mujer vestida de sol» (cf. Ap 12, 1), nos presenta todas las amenazas mortales que se ciernen contra los hijos que ella da a luz con dolor. Porque la Madre de Dios es, como recordó el último Concilio, el prototipo de la Iglesia-Madre.
5. Madre de la Iglesia, tu siervo en la sede de Pedro te da las gracias por todo bien que, a pesar de tantas amenazas, transforma la faz de la tierra. Te da las gracias también por todos estos años del «Ministerium petrinum», durante los cuales has querido ayudarle con tu intercesión ante Cristo, el único y eterno Pastor de la historia del hombre.
¡A él la gloria por los siglos!
Discurso: Pescadores de hombres
VISITA AL PONTIFICIO SEMINARIO ROMANO MAYOR
CON OCASIÓN DE LA FESTIVIDAD DE LA VIRGEN DE LA CONFIANZA (13-02-1999)
[Quisiera] meditar en la vocación sacerdotal, como llamada a convertirse en «pescadores de hombres», según la invitación que el divino Maestro dirigió a los primeros discípulos, a orillas del lago de Galilea (cf. Mc 1, 17). El Señor quiso dejar las redes del «reino de los cielos» (Mt 13, 47) en las manos de los Apóstoles, de sus sucesores y colaboradores: los obispos y los presbíteros.
El trabajo del pescador es duro. Requiere esfuerzo constante y paciencia. Exige, sobre todo, fe en el poder de Dios. El sacerdote es el hombre de la confianza, que repite con el apóstol Pedro: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes» (Lc 5, 5). Sabe bien que se pesca a los hombres en virtud de la palabra de Dios, que posee un dinamismo intrínseco. Por eso, no se deja llevar por la prisa, sino que permanece en una actitud de vigilancia atenta para captar los tiempos de Dios.
Catequesis: Llamada y celibato
Audiencia general, 17-07-1993
La lógica de la consagración en el celibato sacerdotal
1. En los evangelios, cuando Jesús llamó a sus primeros Apóstoles para convertirlos en «pescadores de hombres» (Mt 4, 19; Mc 1, 17; cf. Lc 5, 10), ellos, «dejándolo todo, le siguieron» (Lc 5, 11; cf. Mt 4, 20.22; Mc 1, 18.20). Un día Pedro mismo recordó ese aspecto de la vocación apostólica, diciendo a Jesús: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19, 27; Mc 10, 28; cf Lc 18, 28). Jesús, entonces, enumeró todas las renuncias necesarias, «por mí y por el Evangelio» (Mc 10, 29). No se trataba sólo de renunciar a ciertos bienes materiales, como la casa o la hacienda, sino también de separarse de las personas más queridas: «hermanos, hermanas, madre, padre e hijos» —como dicen Mateo y Marcos—, y de «mujer, hermanos, padres o hijos» —como dice Lucas (18, 29).
Observamos aquí la diversidad de las vocaciones. Jesús no exigía de todos sus discípulos la renuncia radical a la vida en familia, aunque les exigía a todos el primer lugar en su corazón cuando les decía: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí» (Mt 10, 37). La exigencia de renuncia efectiva es propia de la vida apostólica o de la vida de consagración especial. Al ser llamados por Jesús, «Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan», no dejaron sólo la barca en la que estaban «arreglando sus redes», sino también a su padre, con quien se hallaban (Mt 4, 22; cf. Mc 1, 20).
Esta constatación nos ayuda a comprender mejor el porqué de la legislación eclesiástica acerca del celibato sacerdotal. En efecto, la Iglesia lo ha considerado y sigue considerándolo como parte integrante de la lógica de la consagración sacerdotal y de la consecuente pertenencia total a Cristo, con miras a la actuación consciente de su mandato de vida espiritual y de evangelización.
2. De hecho, en el evangelio de Mateo, poco antes del párrafo sobre la separación de las personas queridas que acabamos de citar, Jesús expresa con fuerte lenguaje semítico otra renuncia exigida por el reino de los cielos, a saber, la renuncia al matrimonio. «Hay eunucos —dice— que se hicieron tales a sí mismos por el reino de los cielos» (Mt 19, 12). Es decir, que se han comprometido con el celibato para ponerse totalmente al servicio de la «buena nueva del Reino» (cf. Mt 4, 23; 9, 35; 24, 34).
El apóstol Pablo afirma en su primera carta a los Corintios que ha tomado resueltamente ese camino, y muestra con coherencia su decisión, declarando: «El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido» (1 Co 7, 32.34). Ciertamente, no es conveniente que esté dividido quien ha sido llamado para ocuparse, como sacerdote, de las cosas del Señor. Como dice el Concilio, el compromiso del celibato, derivado de una tradición que se remonta a Cristo, «está en múltiple armonía con el sacerdocio […]. Es, en efecto, signo y estímulo al mismo tiempo de la caridad pastoral y fuente peculiar de fecundidad espiritual en el mundo» (Presbyterorum ordinis, 16).
Es verdad que en las Iglesias orientales muchos presbíteros están casados legítimamente según el derecho canónico que les corresponde. Pero también en esas Iglesias los obispos viven el celibato y así mismo cierto número de sacerdotes. La diferencia de disciplina, vinculada a condiciones de tiempo y lugar valoradas por la Iglesia, se explica por el hecho de que la continencia perfecta, como dice el Concilio, «no se exige, ciertamente, por la naturaleza misma del sacerdocio» (ib.). No pertenece a la esencia del sacerdocio como orden y, por tanto, no se impone en absoluto en todas las Iglesias. Sin embargo, no hay ninguna duda sobre su conveniencia y, más aún, su congruencia con las exigencias del orden sagrado. Forma parte, como se ha dicho, de la lógica de la consagración.
3. El ideal concreto de esa condición de vida consagrada es Jesús, modelo para todos, pero especialmente para los sacerdotes. Vivió célibe y, por ello, pudo dedicar todas sus fuerzas a la predicación del reino de Dios y al servicio de los hombres, con un corazón abierto a la humanidad entera, como fundador de una nueva generación espiritual. Su opción fue verdaderamente «por el reino de los cielos» (cf. Mt 19, 12).
Jesús, con su ejemplo, daba una orientación, que se ha seguido. Según los evangelios, parece que los Doce, destinados a ser los primeros en participar de su sacerdocio, renunciaron para seguirlo a vivir en familia. Los evangelios no hablan jamás de mujeres o de hijos cuando se refieren a los Doce, aunque nos hacen saber que Pedro, antes de que Jesús lo hubiera llamado, estaba casado (cf. Mt 8, 14; Mc 1, 30; Lc 4, 38).
4. Jesús no promulgó una ley, sino que propuso un ideal del celibato para el nuevo sacerdocio que instituía. Ese ideal se ha afirmado cada vez más en la Iglesia. Puede comprenderse que en la primera fase de propagación y de desarrollo del cristianismo un gran número de sacerdotes fueran hombres casados, elegidos y ordenados siguiendo la tradición judaica. Sabemos que en las cartas a Timoteo (1 Tm 3, 2.3) y a Tito (1, 6) se pide que, entre las cualidades de los hombres elegidos como presbíteros, figure la de ser buenos padres de familia, casados con una sola mujer (es decir, fieles a su mujer). Es una fase de la Iglesia en vías de organización y, por decirlo así, de experimentación de lo que, como disciplina de los estados de vida, corresponde mejor al ideal y a los consejos que el Señor propuso. Basándose en la experiencia y en la reflexión, la disciplina del celibato ha ido afirmándose paulatinamente, hasta generalizarse en la Iglesia occidental, en virtud de la legislación canónica. No era sólo la consecuencia de un hecho jurídico y disciplinar: era la maduración de una conciencia eclesial sobre la oportunidad del celibato sacerdotal por razones no sólo históricas y prácticas, sino también derivadas de la congruencia, captada cada vez mejor, entre el celibato y las exigencias del sacerdocio.
5. El concilio Vaticano II enuncia los motivos de esa conveniencia íntima del celibato respecto al sacerdocio: «Por la virginidad o celibato guardado por amor del reino de los cielos, se consagran los presbíteros de nueva y excelente manera a Cristo, se unen más fácilmente a él con corazón indiviso, se entregan más libremente, en él y por él, al servicio de Dios y de los hombres, sirven más expeditamente a su reino y a la obra de regeneración sobrenatural y se hacen más aptos para recibir más dilatada paternidad en Cristo […]. Y así evocan aquel misterioso connubio, fundado por Dios y que ha de manifestarse plenamente en lo futuro, por el que la Iglesia tiene por único esposo a Cristo. Conviértense, además, en signo vivo de aquel mundo futuro, que se hace ya presente por la fe y la caridad, y en el que los hijos de la resurrección no tomarán ni las mujeres maridos ni los hombres mujeres» (Presbyterorum ordinis, 16; cf. Pastores dabo vobis, 29; 50; Catecismo de la Iglesia católica, n.1579).
Esas son razones de noble elevación espiritual, que podemos resumir en los siguientes elementos esenciales: una adhesión más plena a Cristo, amado y servido con un corazón indiviso (cf. 1 Co 7, 32.33); una disponibilidad más amplia al servicio del reino de Cristo y a la realización de las propias tareas en la Iglesia; la opción más exclusiva de una fecundidad espiritual (cf. 1 Co 4,15); y la práctica de una vida más semejante a la vida definitiva del más allá y, por consiguiente, más ejemplar para la vida de aquí. Esto vale para todos los tiempos, incluso para el nuestro, como razón y criterio supremo de todo juicio y de toda opción en armonía con la invitación a dejar todo, que Jesús dirigió a sus discípulos y, especialmente, a sus Apóstoles. Por esa razón, el Sínodo de los obispos de 1971 confirmó: «La ley del celibato sacerdotal, vigente en la Iglesia latina, debe ser mantenida íntegramente» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de diciembre de 1971, p. 5).
6. Es verdad que hoy la práctica del celibato encuentra obstáculos, a veces incluso graves, en las condiciones subjetivas y objetivas en las que los sacerdotes se hallan. El Sínodo de los obispos las ha examinado, pero ha considerado que también las dificultades actuales son superables, si se promueven «las condiciones aptas, es decir: el incremento de la vida interior mediante la oración, la abnegación, la caridad ardiente hacia Dios y hacia el prójimo, y los demás medios de la vida espiritual; el equilibrio humano mediante la ordenada incorporación al campo complejo de las relaciones sociales; el trato fraterno y los contactos con los otros presbíteros y con el obispo, adaptando mejor para ello las estructuras pastorales y también con la ayuda de la comunidad de los fieles»(ib.).
Es una especie de desafío que la Iglesia lanza a la mentalidad, a las tendencias ya las seducciones de este siglo, con una voluntad cada vez más renovada de coherencia y de fidelidad al ideal evangélico. Para ello, aunque se admite que el Sumo Pontífice puede valorar y disponer lo que hay que hacer en algunos casos, el Sínodo reafirmó que en la Iglesia latina » «no se admite ni siquiera en casos particulares la ordenación presbiteral de hombres casados» (ib.). La Iglesia considera que la conciencia de consagración total madurada a lo largo de los siglos sigue teniendo razón de subsistir y de perfeccionarse cada vez más.
Asimismo la Iglesia sabe, y lo recuerda juntamente con el Concilio a los presbíteros y a todos los fieles, que «el don del celibato, tan en armonía con el sacerdocio del Nuevo Testamento, será liberalmente dado por el Padre, con tal que, quienes participan del sacerdocio de Cristo por el sacramento del orden e incluso toda la Iglesia, lo pidan humilde e insistentemente» (Presbyterorum ordinis, 16).
Pero quizá, antes, es necesario pedir la gracia de comprender el celibato sacerdotal, que sin duda alguna encierra cierto misterio: el de la exigencia de audacia y de confianza en la fidelidad absoluta a la persona y a la obra redentora de Cristo, con un radicalismo de renuncias que ante los ojos humanos puede parecer desconcertante. Jesús mismo, al sugerirlo, advierte que no todos pueden comprenderlo (cf. Mt 19, 10.12). «Bienaventurados los que reciben la gracia de comprenderlo y siguen fieles por ese camino!
Catequesis: Conversión y penitencia
Audiencia general, 15-09-1999
1. El camino hacia el Padre, propuesto a la especial reflexión de este año de preparación para el gran jubileo, implica también el redescubrimiento del sacramento de la penitencia en su significado profundo de encuentro con él, que perdona mediante Cristo en el espíritu (cf. Tertio millennio adveniente, 50).
Son varios los motivos por los que urge en la Iglesia una reflexión seria sobre este sacramento. Lo exige, ante todo, el anuncio del amor del Padre, como fundamento del vivir y el obrar cristiano, en el marco de la sociedad actual, donde a menudo se halla ofuscada la visión ética de la existencia humana. Si muchos han perdido la dimensión del bien y del mal, es porque han perdido el sentido de Dios, interpretando la culpa solamente según perspectivas psicológicas o sociológicas. En segundo lugar, la pastoral debe dar nuevo impulso a un itinerario de crecimiento en la fe que subraye el valor del espíritu y de la práctica penitencial en todo el arco de la vida cristiana.
2. El mensaje bíblico presenta esa dimensión penitencial como compromiso permanente de conversión. Hacer obras de penitencia supone una transformación de la conciencia, que es fruto de la gracia de Dios. Sobre todo en el Nuevo Testamento la conversión es exigida como opción fundamental a aquellos a quienes se dirige la predicación del reino de Dios: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15; cf. Mt 4, 17). Con estas palabras Jesús inicia su ministerio y anuncia la plenitud de los tiempos y la inminencia del reino. El «convertíos» (en griego, metanoeite) es una llamada a cambiar el modo de pensar y actuar.
3. Esta invitación a la conversión constituye la conclusión vital del anuncio que hacen los Apóstoles después de Pentecostés. En él, el objeto del anuncio es explicitado plenamente: ya no es genéricamente el «reino», sino la obra misma de Jesús, insertada en el plan divino predicho por los profetas. Después del anuncio de lo que aconteció en Jesucristo muerto, resucitado y vivo en la gloria del Padre, hacen una apremiante invitación a la conversión, a la que está vinculado también el perdón de los pecados. Todo esto queda claramente de manifiesto en el discurso que Pedro hace en el pórtico de Salomón: «Dios ha dado así cumplimiento a lo que había anunciado por boca de todos los profetas, la pasión de su Ungido. Arrepentíos, pues, y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados» (Hch 3, 18-19).
En el Antiguo Testamento, este perdón de los pecados es prometido por Dios en el marco de la nueva alianza, que él establecerá con su pueblo (cf. Jr 31, 31-34). Dios escribirá la ley en el corazón. Desde esa perspectiva, la conversión es un requisito de la alianza definitiva con Dios y, a la vez, una actitud permanente de aquel que, acogiendo las palabras del anuncio evangélico, entra a formar parte del reino de Dios en su dinamismo histórico y escatológico.
4. En el sacramento de la reconciliación se realizan y hacen visibles mistéricamente esos valores fundamentales anunciados por la palabra de Dios. Ese sacramento vuelve a insertar al hombre en el marco salvífico de la alianza y lo abre de nuevo a la vida trinitaria, que es diálogo de gracia, comunicación de amor, don y acogida del Espíritu Santo.
Una relectura atenta del Ordo paenitentiae ayudará mucho a profundizar, con ocasión del jubileo, las dimensiones esenciales de este sacramento. La madurez de la vida eclesial depende, en gran parte, de su redescubrimiento. En efecto, el sacramento de la reconciliación no se limita al momento litúrgico-celebrativo, sino que lleva a vivir la actitud penitencial como dimensión permanente de la experiencia cristiana. Es «un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro de la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo ha dejado de gustar» (Reconciliatio et paenitentia, 31, III).
5. Para los contenidos doctrinales de este sacramento remito a la exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia (cf. nn. 28-34) y al Catecismo de la Iglesia católica (cf. nn. 1420-1484), así como a las demás intervenciones del Magisterio eclesial. Aquí deseo recordar la importancia de la atención pastoral necesaria para que el pueblo de Dios valore este sacramento, de modo que el anuncio de la reconciliación, el camino de conversión e incluso la celebración del sacramento logren tocar más el corazón de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
En particular, deseo recordar a los pastores que sólo es buen confesor el que es auténtico penitente. Los sacerdotes saben que son depositarios de un poder que viene de lo alto: en efecto, el perdón que transmiten «es el signo eficaz de la intervención del Padre» (Reconciliatio et paenitentia, 31, III), que hace resucitar de la muerte espiritual. Por eso, viviendo con humildad y sencillez evangélica una dimensión tan esencial de su ministerio, los confesores no deben descuidar su propio perfeccionamiento y actualización, a fin de que no les falten nunca las cualidades humanas y espirituales, tan necesarias para la relación con las conciencias.
Pero, juntamente con los pastores, toda la comunidad cristiana debe participar en la renovación pastoral del sacramento de la reconciliación. Lo exige la «eclesialidad» propia del sacramento. La comunidad eclesial es el seno que acoge al pecador arrepentido y perdonado y, antes aún, crea el ambiente adecuado para un camino de vuelta al Padre. En una comunidad reconciliada y reconciliadora los pecadores pueden volver a encontrar la senda perdida y la ayuda de los hermanos. Y, por último, a través de la comunidad cristiana se puede trazar nuevamente un sólido camino de caridad que, mediante las buenas obras, haga visible el perdón recuperado, el mal reparado y la esperanza de poder encontrar de nuevo los brazos misericordiosos del Padre.
Catequesis: Cooperadores del Reino
Audiencia general, 06-12-2000
Cooperar a la llegada del reino de Dios en el mundo
1. […] Nuestra reflexión toma como punto de partida el evangelio de san Marcos, donde leemos: «Marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la buena nueva de Dios, diciendo: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio»» (Mc 1, 14-15). Estas son las primeras palabras que Jesús pronuncia ante la multitud: contienen el núcleo de su Evangelio de esperanza y salvación, el anuncio del reino de Dios. Desde ese momento en adelante, como observan los evangelistas, «recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la buena nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mt 4, 23; cf. Lc 8, 1). En esa línea se sitúan los Apóstoles, al igual que san Pablo, el Apóstol de las gentes, llamado a «anunciar el reino de Dios» en medio de las naciones hasta la capital del imperio romano (cf. Hch 20, 25; 28, 23. 31).
2. Con el Evangelio del Reino, Cristo se remite a las Escrituras sagradas que, con la imagen de un rey, celebran el señorío de Dios sobre el cosmos y sobre la historia. Así leemos en el Salterio: «Decid a los pueblos: «El Señor es rey; él afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente»» (Sal 96, 10). Por consiguiente, el Reino es la acción eficaz, pero misteriosa, que Dios lleva a cabo en el universo y en el entramado de las vicisitudes humanas. Vence las resistencias del mal con paciencia, no con prepotencia y de forma clamorosa.
Por eso, Jesús compara el Reino con el grano de mostaza, la más pequeña de todas las semillas, pero destinada a convertirse en un árbol frondoso (cf. Mt 13, 31-32), o con la semilla que un hombre echa en la tierra: «duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo» (Mc 4, 27). El Reino es gracia, amor de Dios al mundo, para nosotros fuente de serenidad y confianza: «No temas, pequeño rebaño -dice Jesús-, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino» (Lc 12, 32). Los temores, los afanes y las angustias desaparecen, porque el reino de Dios está en medio de nosotros en la persona de Cristo (cf. Lc 17, 21).
3. Con todo, el hombre no es un testigo inerte del ingreso de Dios en la historia. Jesús nos invita a «buscar» activamente «el reino de Dios y su justicia» y a considerar esta búsqueda como nuestra preocupación principal (cf. Mt 6, 33). A los que «creían que el reino de Dios aparecería de un momento a otro» (Lc 19, 11), les recomienda una actitud activa en vez de una espera pasiva, contándoles la parábola de las diez minas encomendadas para hacerlas fructificar (cf. Lc 19, 12-27). Por su parte, el apóstol san Pablo declara que «el reino de Dios no es cuestión de comida o bebida, sino -ante todo- de justicia» (Rm 14, 17) e insta a los fieles a poner sus miembros al servicio de la justicia con vistas a la santificación (cf. Rm 6, 13. 19).
Así pues, la persona humana está llamada a cooperar con sus manos, su mente y su corazón al establecimiento del reino de Dios en el mundo. Esto es verdad de manera especial con respecto a los que están llamados al apostolado y que son, como dice san Pablo, «cooperadores del reino de Dios» (Col 4, 11), pero también es verdad con respecto a toda persona humana.
4. En el Reino entran las personas que han elegido el camino de las bienaventuranzas evangélicas, viviendo como «pobres de espíritu» por su desapego de los bienes materiales, para levantar a los últimos de la tierra del polvo de la humillación. «¿Acaso no ha escogido Dios a los pobres según el mundo -se pregunta el apóstol Santiago en su carta- para enriquecerlos en la fe y hacerlos herederos del Reino que prometió a los que le aman?» (St 2, 5). En el Reino entran los que soportan con amor los sufrimientos de la vida: «Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios» (Hch 14, 22; cf. 2 Ts 1, 4-5), donde Dios mismo «enjugará toda lágrima (…) y no habrá ya muerte ni llanto ni gritos ni fatigas» (Ap 21, 4). En el Reino entran los puros de corazón que eligen la senda de la justicia, es decir, de la adhesión a la voluntad de Dios, como advierte san Pablo: «¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, (…) ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el reino de Dios» (1 Co 6, 9-10, cf. 15, 50; Ef 5, 5).
5. Así pues, todos los justos de la tierra, incluso los que no conocen a Cristo y a su Iglesia, y que, bajo el influjo de la gracia, buscan a Dios con corazón sincero (cf. Lumen gentium, 16), están llamados a edificar el reino de Dios, colaborando con el Señor, que es su artífice primero y decisivo. Por eso, debemos ponernos en sus manos, confiar en su palabra y dejarnos guiar por él como niños inexpertos que sólo en el Padre encuentran la seguridad: «El que no reciba el reino de Dios como niño -dijo Jesús-, no entrará en él» (Lc 18, 17).
Con este espíritu debemos hacer nuestra la invocación: «¡Venga tu reino!». En la historia de la humanidad esta invocación se ha elevado innumerables veces al cielo como un gran anhelo de esperanza: «¡Venga a nosotros la paz de tu reino!», exclama Dante en su paráfrasis del Padrenuestro (Purgatorio XI, 7). Esa invocación nos impulsa a dirigir nuestra mirada al regreso de Cristo y alimenta el deseo de la venida final del reino de Dios. Sin embargo, este deseo no impide a la Iglesia cumplir su misión en este mundo; al contrario, la compromete aún más (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2818), a la espera de poder cruzar el umbral del Reino, del que la Iglesia es germen e inicio (cf. Lumen gentium, 5), cuando llegue al mundo en plenitud. Entonces, como nos asegura san Pedro en su segunda carta, «se os dará amplia entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 P 1, 11).
Benedicto XVI, papa
Ángelus: En fátima y en Lourdes la virgen invita a la conversión y a la penitencia
Extracto del ángelus de 14-10-2007 y 11-02-2007
«Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). Jesús inició su vida pública con esta invitación, que sigue resonando en la Iglesia, hasta el punto de que también la santísima Virgen, especialmente en sus apariciones de los últimos tiempos, ha renovado siempre esta exhortación. Hoy pensamos, de modo particular, en Fátima donde, exactamente hace 90 años, desde el 13 de mayo hasta el 13 de octubre de 1917, la Virgen se apareció a los tres pastorcillos: Lucía, Jacinta y Francisco…
Pidamos a la Virgen para todos los cristianos el don de una verdadera conversión, a fin de que se anuncie y se testimonie con coherencia y fidelidad el perenne mensaje evangélico, que indica a la humanidad el camino de la auténtica paz (Ángelus 14-10-2007).
[…] Hoy la Iglesia recuerda la primera aparición de la Virgen María a santa Bernardita, acaecida el 11 de febrero de 1858 en la gruta de Massabielle, cerca de Lourdes. Se trata de un acontecimiento prodigioso, que ha hecho de aquella localidad, situada en la vertiente francesa de los Pirineos, un centro mundial de peregrinaciones y de intensa espiritualidad mariana. En aquel lugar, desde hace ya casi 150 años, resuena con fuerza la exhortación de la Virgen a la oración y a la penitencia, como un eco permanente de la invitación con la que Jesús inauguró su predicación en Galilea: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15) (Ángelus, 11-02-2007).
Ángelus: La Buena Nueva de Jesús
27-01-2008
En la liturgia de hoy el evangelista san Mateo, que nos acompañará durante todo este año litúrgico, presenta el inicio de la misión pública de Cristo. Consiste esencialmente en el anuncio del reino de Dios y en la curación de los enfermos, para demostrar que este reino ya está cerca, más aún, ya ha venido a nosotros. Jesús comienza a predicar en Galilea, la región en la que creció, un territorio de «periferia» con respecto al centro de la nación judía, que es Judea, y en ella, Jerusalén. Pero el profeta Isaías había anunciado que esa tierra, asignada a las tribus de Zabulón y Neftalí, conocería un futuro glorioso: el pueblo que caminaba en tinieblas vería una gran luz (cf. Is 8, 23-9, 1), la luz de Cristo y de su Evangelio (cf. Mt 4, 12-16).
El término «evangelio», en tiempos de Jesús, lo usaban los emperadores romanos para sus proclamas. Independientemente de su contenido, se definían «buenas nuevas», es decir, anuncios de salvación, porque el emperador era considerado el señor del mundo, y sus edictos, buenos presagios. Por eso, aplicar esta palabra a la predicación de Jesús asumió un sentido fuertemente crítico, como para decir: Dios, no el emperador, es el Señor del mundo, y el verdadero Evangelio es el de Jesucristo.
La «buena nueva» que Jesús proclama se resume en estas palabras: «El reino de Dios —o reino de los cielos— está cerca» (Mt 4, 17; Mc 1, 15). ¿Qué significa esta expresión? Ciertamente, no indica un reino terreno, delimitado en el espacio y en el tiempo; anuncia que Dios es quien reina, que Dios es el Señor, y que su señorío está presente, es actual, se está realizando.
Por tanto, la novedad del mensaje de Cristo es que en él Dios se ha hecho cercano, que ya reina en medio de nosotros, como lo demuestran los milagros y las curaciones que realiza. Dios reina en el mundo mediante su Hijo hecho hombre y con la fuerza del Espíritu Santo, al que se le llama «dedo de Dios» (cf. Lc 11, 20). El Espíritu creador infunde vida donde llega Jesús, y los hombres quedan curados de las enfermedades del cuerpo y del espíritu. El señorío de Dios se manifiesta entonces en la curación integral del hombre. De este modo Jesús quiere revelar el rostro del verdadero Dios, el Dios cercano, lleno de misericordia hacia todo ser humano; el Dios que nos da la vida en abundancia, su misma vida. En consecuencia, el reino de Dios es la vida que triunfa sobre la muerte, la luz de la verdad que disipa las tinieblas de la ignorancia y de la mentira.
Pidamos a María santísima que obtenga siempre para la Iglesia la misma pasión por el reino de Dios que animó la misión de Jesucristo: pasión por Dios, por su señorío de amor y de vida; pasión por el hombre, encontrándolo de verdad con el deseo de darle el tesoro más valioso: el amor de Dios, su Creador y Padre.
Catequesis: Los Apóstoles testigos y enviados de Cristo
Audiencia general, 22-03-2006
La carta a los Efesios nos presenta a la Iglesia como un edificio construido «sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo» (Ef 2, 20). En el Apocalipsis, el papel de los Apóstoles, y más específicamente de los Doce, se aclara en la perspectiva escatológica de la Jerusalén celestial, presentada como una ciudad cuyas murallas «se asientan sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce Apóstoles del Cordero» (Ap 21, 14). Los Evangelios concuerdan al referir que la llamada de los Apóstoles marcó los primeros pasos del ministerio de Jesús, después del bautismo recibido del Bautista en las aguas del Jordán.
Según el relato de san Marcos (cf. Mc 1, 16-20) y san Mateo (cf. Mt 4, 18-22), el escenario de la llamada de los primeros Apóstoles es el lago de Galilea. Jesús acaba de comenzar la predicación del reino de Dios, cuando su mirada se fija en dos pares de hermanos: Simón y Andrés, Santiago y Juan. Son pescadores, dedicados a su trabajo diario. Echan las redes, las arreglan. Pero los espera otra pesca. Jesús los llama con decisión y ellos lo siguen con prontitud: de ahora en adelante serán «pescadores de hombres» (Mc 1, 17; Mt 4, 19).
San Lucas, aunque sigue la misma tradición, tiene un relato más elaborado (cf. Lc 5, 1-11). Muestra el camino de fe de los primeros discípulos, precisando que la invitación al seguimiento les llega después de haber escuchado la primera predicación de Jesús y de haber asistido a los primeros signos prodigiosos realizados por él. En particular, la pesca milagrosa constituye el contexto inmediato y brinda el símbolo de la misión de pescadores de hombres, encomendada a ellos. El destino de estos «llamados», de ahora en adelante, estará íntimamente unido al de Jesús. El apóstol es un enviado, pero, ante todo, es un «experto» de Jesús.
El evangelista san Juan pone de relieve precisamente este aspecto desde el primer encuentro de Jesús con sus futuros Apóstoles. Aquí el escenario es diverso. El encuentro tiene lugar en las riberas del Jordán. La presencia de los futuros discípulos, que como Jesús habían venido de Galilea para vivir la experiencia del bautismo administrado por Juan, arroja luz sobre su mundo espiritual.
Eran hombres que esperaban el reino de Dios, deseosos de conocer al Mesías, cuya venida se anunciaba como inminente. Les basta la indicación de Juan Bautista, que señala a Jesús como el Cordero de Dios (cf. Jn 1, 36), para que surja en ellos el deseo de un encuentro personal con el Maestro. Las palabras del diálogo de Jesús con los primeros dos futuros Apóstoles son muy expresivas. A la pregunta: «¿Qué buscáis?»; ellos contestan con otra pregunta: «Rabbí —que quiere decir «Maestro»—, ¿dónde vives?». La respuesta de Jesús es una invitación: «Venid y lo veréis» (cf. Jn 1, 38-39). Venid para que podáis ver.
La aventura de los Apóstoles comienza así, como un encuentro de personas que se abren recíprocamente. Para los discípulos comienza un conocimiento directo del Maestro. Ven dónde vive y empiezan a conocerlo. En efecto, no deberán ser anunciadores de una idea, sino testigos de una persona. Antes de ser enviados a evangelizar, deberán «estar» con Jesús (cf. Mc 3, 14), entablando con él una relación personal. Sobre esta base, la evangelización no será más que un anuncio de lo que se ha experimentado y una invitación a entrar en el misterio de la comunión con Cristo (cf. 1 Jn 1, 3).
¿A quién serán enviados los Apóstoles? En el evangelio, Jesús parece limitar su misión sólo a Israel: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15, 24). De modo análogo, parece circunscribir la misión encomendada a los Doce: «A estos Doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones: «No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel»» (Mt 10, 5-6).
Cierta crítica moderna de inspiración racionalista había visto en estas expresiones la falta de una conciencia universalista del Nazareno. En realidad, se deben comprender a la luz de su relación especial con Israel, comunidad de la Alianza, en la continuidad de la historia de la salvación.
Según la espera mesiánica, las promesas divinas, dirigidas inmediatamente a Israel, se cumplirían cuando Dios mismo, a través de su Elegido, reuniría a su pueblo como hace un pastor con su rebaño: «Yo vendré a salvar a mis ovejas para que no estén más expuestas al pillaje (…). Yo suscitaré para ponérselo al frente un solo pastor que las apacentará, mi siervo David: él las apacentará y será su pastor. Yo, el Señor, seré su Dios, y mi siervo David será príncipe en medio de ellos» (Ez 34, 22-24).
Jesús es el pastor escatológico, que reúne a las ovejas perdidas de la casa de Israel y va en busca de ellas, porque las conoce y las ama (cf. Lc 15, 4-7 y Mt 18, 12-14; cf. también la figura del buen pastor en Jn 10, 11 ss). A través de esta «reunión» el reino de Dios se anuncia a todas las naciones: «Manifestaré yo mi gloria entre las naciones, y todas las naciones verán el juicio que voy a ejecutar y la mano que pondré sobre ellos» (Ez 39, 21). Y Jesús sigue precisamente esta línea profética. El primer paso es la «reunión» del pueblo de Israel, para que así todas las naciones llamadas a congregarse en la comunión con el Señor puedan ver y creer.
De este modo, los Doce, elegidos para participar en la misma misión de Jesús, cooperan con el Pastor de los últimos tiempos, yendo ante todo también ellos a las ovejas perdidas de la casa de Israel, es decir, dirigiéndose al pueblo de la promesa, cuya reunión es el signo de salvación para todos los pueblos, el inicio de la universalización de la Alianza.
Lejos de contradecir la apertura universalista de la acción mesiánica del Nazareno, la limitación inicial a Israel de su misión y de la de los Doce se transforma así en el signo profético más eficaz. Después de la pasión y la resurrección de Cristo, ese signo quedará esclarecido: el carácter universal de la misión de los Apóstoles se hará explícito. Cristo enviará a los Apóstoles «a todo el mundo» (Mc 16, 15), a «todas las naciones» (Mt 28, 19; Lc 24, 47), «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8).
Y esta misión continúa. Continúa siempre el mandato del Señor de congregar a los pueblos en la unidad de su amor. Esta es nuestra esperanza y este es también nuestro mandato: contribuir a esta universalidad, a esta verdadera unidad en la riqueza de las culturas, en comunión con nuestro verdadero Señor Jesucristo.
Homilía: La conversión y la penitencia son fundamentales
CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON LOS MIEMBROS DE LA PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA
Capilla Paulina (15-04-2010)
[…] Reflexionemos también sobre otro versículo: Cristo, el Salvador, concedió a Israel la conversión y el perdón de los pecados (ib., v. 31) —en el texto griego el término es metanoia—, concedió la penitencia y el perdón de los pecados. Para mí, se trata de una observación muy importante: la penitencia es una gracia. Existe una tendencia en exégesis que dice: Jesús en Galilea anunció una gracia sin condición, totalmente incondicional; por tanto, también sin penitencia, gracia como tal, sin condiciones humanas previas. Pero esta es una falsa interpretación de la gracia. La penitencia es gracia; es una gracia que reconozcamos nuestro pecado, es una gracia que reconozcamos que tenemos necesidad de renovación, de cambio, de una trasformación de nuestro ser. Penitencia, poder hacer penitencia, es el don de la gracia. Y debo decir que nosotros, los cristianos, también en los últimos tiempos, con frecuencia hemos evitado la palabra penitencia, nos parecía demasiado dura. Ahora, bajo los ataques del mundo que nos hablan de nuestros pecados, vemos que poder hacer penitencia es gracia. Y vemos que es necesario hacer penitencia, es decir, reconocer lo que en nuestra vida hay de equivocado, abrirse al perdón, prepararse al perdón, dejarse transformar. El dolor de la penitencia, es decir, de la purificación, de la transformación, este dolor es gracia, porque es renovación, es obra de la misericordia divina. Estas dos cosas que dice san Pedro —penitencia y perdón— corresponden al inicio de la predicación de Jesús: metanoeite, es decir, convertíos (cf. Mc 1, 15). Por lo tanto, este es el punto fundamental: la metanoia no es algo privado, que parecería sustituido por la gracia, sino que la metanoia es la llegada de la gracia que nos trasforma.
Lectio Divina: Sígueme
VISITA AL PONTIFICIO SEMINARIO ROMANO MAYOR CON OCASIÓN DE LA FIESTA DE LA VIRGEN DE LA CONFIANZA.
Capilla del Seminario (04-03-2011)
Entramos ahora en el tema central de nuestra meditación, al encontrar una palabra que nos impresiona de modo especial: la palabra «llamada», «vocación». San Pablo escribe: «comportaos como pide la llamada —de la κλήσις— que habéis recibido» (ib.). Y poco después la repetirá al afirmar que «una sola es la esperanza a la que habéis sido llamados, la de vuestra vocación» (v. 4). Aquí, en este caso, se trata de la vocación común de todos los cristianos, es decir, de la vocación bautismal: la llamada a ser de Cristo y a vivir en él, en su cuerpo. Dentro de esta palabra se halla inscrita una experiencia, en ella resuena el eco de la experiencia de los primeros discípulos, que conocemos por los Evangelios: cuando Jesús pasó por la orilla del lago de Galilea y llamó a Simón y Andrés, luego a Santiago y Juan (cf. Mc 1, 16-20). Y antes aún, junto al río Jordán, después del bautismo, cuando, dándose cuenta de que Andrés y el otro discípulo lo seguían, les dijo: «Venid y veréis» (Jn 1, 39). La vida cristiana comienza con una llamada y es siempre una respuesta, hasta el final. Eso es así, tanto en la dimensión del creer como en la del obrar: tanto la fe como el comportamiento del cristiano son correspondencia a la gracia de la vocación.
He hablado de la llamada de los primeros Apóstoles, pero con la palabra «llamada» pensamos sobre todo en la Madre de todas las llamadas, en María santísima, la elegida, la Llamada por excelencia. El icono de la Anunciación a María representa mucho más que ese episodio evangélico particular, por más fundamental que sea: contiene todo el misterio de María, toda su historia, su ser; y, al mismo tiempo, habla de la Iglesia, de su esencia de siempre, al igual que de cada creyente en Cristo, de cada alma cristiana llamada.
Al llegar a este punto, debemos tener presente que no hablamos de personas del pasado. Dios, el Señor, nos ha llamado a cada uno de nosotros; cada uno ha sido llamado por su propio nombre. Dios es tan grande que tiene tiempo para cada uno de nosotros, me conoce, nos conoce a cada uno por nombre, personalmente. Cada uno de nosotros ha recibido una llamada personal. Creo que debemos meditar muchas veces este misterio: Dios, el Señor, me ha llamado a mí, me llama a mí, me conoce, espera mi respuesta como esperaba la respuesta de María, como esperaba la respuesta de los Apóstoles. Dios me llama: este hecho debería impulsarnos a estar atentos a la voz de Dios, atentos a su Palabra, a su llamada a mí, a fin de responder, a fin de realizar esta parte de la historia de la salvación para la que me ha llamado a mí.
En este texto, además, san Pablo nos indica algunos elementos concretos de esta respuesta con cuatro palabras: «humildad», «mansedumbre», «magnanimidad» y «sobrellevándoos mutuamente con amor»…
[…] Ahora demos un paso más. Después de la palabra «llamada» sigue la dimensión eclesial. Hemos hablado ahora de la vocación como de una llamada muy personal: Dios me llama, me conoce, espera mi respuesta personal. Pero, al mismo tiempo, la llamada de Dios es una llamada en comunidad, es una llamada eclesial. Dios nos llama en una comunidad. Es verdad que en este pasaje que estamos meditando no aparece la palabra εκκλησία, la palabra «Iglesia», pero sí está muy presente la realidad. San Pablo habla de un Espíritu y un cuerpo. El Espíritu se crea el cuerpo y nos une como un único cuerpo. Y luego habla de la unidad, habla de la cadena del ser, del vínculo de la paz. Con esta palabra alude a la palabra «prisionero» del comienzo. Siempre es la misma palabra: «yo estoy en cadenas», «me hallo en cadenas», pero detrás de ella está la gran cadena invisible, liberadora, del amor. Nosotros estamos en este vínculo de la paz que es la Iglesia; es el gran vínculo que nos une con Cristo. Tal vez también debemos meditar personalmente en este punto: estamos llamados personalmente, pero estamos llamados en un cuerpo. Y este cuerpo no es algo abstracto, sino muy real…
[…]
Ahora podemos dar un nuevo paso. Si nos preguntamos cuál es el sentido profundo de este uso de la palabra «llamada», vemos que es una de las dos puertas que se abren sobre el misterio trinitario. Hasta ahora hemos hablado del misterio de la Iglesia, del único Dios, pero se nos presenta también el misterio trinitario. Jesús es el mediador de la llamada del Padre que se realiza en el Espíritu Santo.
La vocación cristiana no puede menos de tener una forma trinitaria, tanto a nivel de cada persona como a nivel de comunidad eclesial. Todo el misterio de la Iglesia está animado por el dinamismo del Espíritu Santo, que es un dinamismo vocacional en sentido amplio y perenne, a partir de Abraham, el primero que escuchó la llamada de Dios y respondió con la fe y con la acción (cf. Gn 12, 1-3); hasta el «Heme aquí» de María, reflejo perfecto del «Heme aquí» del Hijo de Dios en el momento en que acoge la llamada del Padre a venir al mundo (cf. Hb 10, 5-7). Así, en el «corazón» de la Iglesia —como diría santa Teresa del Niño Jesús— la llamada de cada cristiano es un misterio trinitario: el misterio del encuentro con Jesús, con la Palabra hecha carne, mediante la cual Dios Padre nos llama a la comunión consigo y, por esto, nos quiere dar su Espíritu Santo; y precisamente gracias al Espíritu podemos responder a Jesús y al Padre de modo auténtico, dentro de una relación real, filial. Sin el soplo del Espíritu Santo la vocación cristiana sencillamente no se explica, pierde su linfa vital.
Y, finalmente, el último pasaje. La forma de la unidad según el Espíritu requiere, como he dicho, la imitación de Jesús, la configuración con él en sus comportamientos concretos. Como hemos meditado, el Apóstol escribe: «Con toda humildad, mansedumbre y magnanimidad, sobrellevándoos mutuamente con amor», y añade que la unidad del espíritu se debe conservar «con el vínculo de la paz» (Ef 4, 2-3).
La unidad de la Iglesia no deriva de un «molde» impuesto desde el exterior, sino que es fruto de una concordia, de un compromiso común de comportarse como Jesús, con la fuerza de su Espíritu.
Uso litúrgico de este texto (Homilías)
- Domingo III del Tiempo Ordinario (Ciclo B)
- Lunes I del Tiempo Ordinario