Lc 20, 27-40 – Los muertos resucitan
/ 24 noviembre, 2017 / San LucasTexto Bíblico
27 Se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y le preguntaron:28 «Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, que tome la mujer como esposa y dé descendencia a su hermano”.29 Pues bien, había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos.30 El segundo31 y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos.32 Por último, también murió la mujer.33 Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron como mujer».34 Jesús les dijo: «En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo,35 pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio.36 Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección.37 Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”.38 No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».39 Intervinieron unos escribas: «Bien dicho, Maestro».40 Y ya no se atrevían a hacerle más preguntas.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Concilio Vaticano II
Gaudium et Spes: El misterio de la muerte
«No es un Dios de muertos» (Lc 28,38)n. 18
El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por se irreducible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sea, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano.
Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a El con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte. Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro del hombre y al mismo tiempo ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros mismos queridos hermanos arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera.
San Ireneo de Lyon, obispo y mártir
Contra las herejías: Yo soy la resurrección y la vida
«Siendo hijos de la resurrección son hijos de Dios» (Lc 20,36)Lib 4, 5, 2—5, 4: SC 100, 428-436
Nuestro Señor y maestro, en la respuesta que dio a los saduceos, que niegan la resurrección, y que además afrentaban a Dios violando la ley, confirma la realidad de la resurrección y depone en favor de Dios, diciéndoles: Estáis muy equivocados, por no comprender las Escrituras ni el poder de Dios. Y acerca de la resurrección —dice— de los muertos, ¿no habéis leído lo que dice Dios: «Yo soy el Dios de Abrahán, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob?» Y añadió: No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos. Con estas palabras manifestó que el que habló a Moisés desde la zarza y declaró ser el Dios de los padres, es el Dios de los vivos.
Y ¿quién es el Dios de los vivos sino el único Dios, por encima del cual no existe otro Dios? Es el mismo Dios anunciado por el profeta Daniel, cuando al decirle Ciro, el persa: ¿Por qué no adoras a Bel?, le respondió: Yo adoro al Señor, mi Dios, que es el Dios vivo. Así que el Dios vivo adorado por los profetas es el Dios de los vivos, y lo es también su Palabra, que habló a Moisés, que refutó a los saduceos, que nos hizo el don de la resurrección, mostrando a los que estaban ciegos estas dos verdades fundamentales: la resurrección y Dios. Si Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, y, no obstante, es llamado Dios de los padres que ya murieron, es indudable que están vivos para Dios y no perecieron: son hijos de Dios, porque participan de la resurrección.
Y la resurrección es nuestro Señor en persona, como él mismo afirmó: Yo soy la resurrección y la vida. Y los padres son sus hijos; ya lo dijo el profeta: A cambio de tus padres tendrás hijos. Así pues, el mismo Cristo es juntamente con el Padre el Dios de los vivos, que habló a Moisés y se manifestó a los padres.
Esto es lo que, enseñando, decía a los judíos: Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día: lo vio y se llenó de alegría. ¿Cómo así? Abrahán creyó a Dios y le fue computado como justicia. Creyó, en primer lugar, que él es el Creador del cielo y de la tierra, el único Dios, y, en segundo lugar, que multiplicaría su linaje como las estrellas del cielo. Es el mismo vocabulario de Pablo: Como lumbreras del mundo. Con razón, pues, abandonando toda su parentela terrena, seguía al Verbo de Dios, peregrinando con el Verbo, para morar con el Verbo. Con razón los apóstoles, descendientes de Abrahán, dejando la barca y al padre, seguían al Verbo de Dios. Con razón también nosotros, abrazando la misma fe que Abrahán, cargando con la cruz —como cargó Isaac con la leña— lo seguimos.
Efectivamente, en Abrahán aprendió y se acostumbró el hombre a seguir al Verbo de Dios. De hecho, Abrahán, secundando, en conformidad con su fe, el mandato del Verbo de Dios, consintió ofrecer en sacrificio a Dios su unigénito y amado hijo, para que también Dios tuviese a bien consentir en el sacrificio de su Hijo unigénito en favor de toda su posteridad, es decir, por nuestra redención. Por eso Abrahán, profeta como era, viendo en espíritu el día de la venida del Señor y la economía de la pasión, por la cual él mismo y todos los que creyeran como él comenzarían a estrenar la salvación, se llenó de intensa alegría.
Francisco, papa
Ángelus (10-11-2013): Un vínculo más fuerte que la muerte
«No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para Él todos están vivos» (Lc 20, 38)domingo 10 de noviembre de 2013
El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús enfrentando a los saduceos, quienes negaban la resurrección. Y es precisamente sobre este tema que ellos hacen una pregunta a Jesús, para ponerlo en dificultad y ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos. Parten de un caso imaginario: «Una mujer tuvo siete maridos, que murieron uno tras otro», y preguntan a Jesús: «¿De cuál de ellos será esposa esa mujer después de su muerte?». Jesús, siempre apacible y paciente, en primer lugar responde que la vida después de la muerte no tiene los mismos parámetros de la vida terrena. La vida eterna es otra vida, en otra dimensión donde, entre otras cosas, ya no existirá el matrimonio, que está vinculado a nuestra existencia en este mundo. Los resucitados —dice Jesús— serán como los ángeles, y vivirán en un estado diverso, que ahora no podemos experimentar y ni siquiera imaginar. Así lo explica Jesús.
Pero luego Jesús, por decirlo así, pasa al contraataque. Y lo hace citando la Sagrada Escritura, con una sencillez y una originalidad que nos dejan llenos de admiración por nuestro Maestro, el único Maestro. La prueba de la resurrección Jesús la encuentra en el episodio de Moisés y de la zarza ardiente (cf. Ex 3, 1-6), allí donde Dios se revela como el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. El nombre de Dios está relacionado a los nombres de los hombres y las mujeres con quienes Él se vincula, y este vínculo es más fuerte que la muerte. Y nosotros podemos decir también de la relación de Dios con nosotros, con cada uno de nosotros: ¡Él es nuestro Dios! ¡Él es el Dios de cada uno de nosotros! Como si Él llevase nuestro nombre. A Él le gusta decirlo, y ésta es la alianza. He aquí por qué Jesús afirma: «No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para Él todos están vivos» (Lc 20, 38). Y éste es el vínculo decisivo, la alianza fundamental, la alianza con Jesús: Él mismo es la Alianza, Él mismo es la Vida y la Resurrección, porque con su amor crucificado venció la muerte. En Jesús Dios nos dona la vida eterna, la dona a todos, y gracias a Él todos tienen la esperanza de una vida aún más auténtica que ésta. La vida que Dios nos prepara no es un sencillo embellecimiento de esta vida actual: ella supera nuestra imaginación, porque Dios nos sorprende continuamente con su amor y con su misericordia.
Por lo tanto, lo que sucederá es precisamente lo contrario de cuanto esperaban los saduceos. No es esta vida la que hace referencia a la eternidad, a la otra vida, la que nos espera, sino que es la eternidad —aquella vida— la que ilumina y da esperanza a la vida terrena de cada uno de nosotros. Si miramos sólo con ojo humano, estamos predispuestos a decir que el camino del hombre va de la vida hacia la muerte. ¡Esto se ve! Pero esto es sólo si lo miramos con ojo humano. Jesús le da un giro a esta perspectiva y afirma que nuestra peregrinación va de la muerte a la vida: la vida plena. Nosotros estamos en camino, en peregrinación hacia la vida plena, y esa vida plena es la que ilumina nuestro camino. Por lo tanto, la muerte está detrás, a la espalda, no delante de nosotros. Delante de nosotros está el Dios de los vivientes, el Dios de la alianza, el Dios que lleva mi nombre, nuestro nombre, como Él dijo: «Yo soy el Dios de Abrahán, Isaac, Jacob», también el Dios con mi nombre, con tu nombre, con tu nombre..., con nuestro nombre. ¡Dios de los vivientes! ... Está la derrota definitiva del pecado y de la muerte, el inicio de un nuevo tiempo de alegría y luz sin fin. Pero ya en esta tierra, en la oración, en los Sacramentos, en la fraternidad, encontramos a Jesús y su amor, y así podemos pregustar algo de la vida resucitada. La experiencia que hacemos de su amor y de su fidelidad enciende como un fuego en nuestro corazón y aumenta nuestra fe en la resurrección. En efecto, si Dios es fiel y ama, no puede serlo a tiempo limitado: la fidelidad es eterna, no puede cambiar. El amor de Dios es eterno, no puede cambiar. No es a tiempo limitado: es para siempre. Es para seguir adelante. Él es fiel para siempre y Él nos espera, a cada uno de nosotros, acompaña a cada uno de nosotros con esta fidelidad eterna.