Lc 19, 1-10: Zaqueo
/ 2 noviembre, 2013 / San LucasTexto Bíblico
1 Entró en Jericó e iba atravesando la ciudad. 2 En esto, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, 3 trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura. 4 Corriendo más adelante, se subió a un sicomoro para verlo, porque tenía que pasar por allí. 5 Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y le dijo: «Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa». 6 Él se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento. 7 Al ver esto, todos murmuraban diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador». 8 Pero Zaqueo, de pie, dijo al Señor: «Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más». 9 Jesús le dijo: «Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también este es hijo de Abrahán. 10 Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Cartas: Mi corazón no está todavía totalmente vacío
«Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa» (Lc 19,5)Carta 137
¡Qué gran misterio es nuestra grandeza en Jesús! Ya ves todo lo que Jesús nos ha enseñado al hacernos subir al árbol simbólico del que te hablaba hace poco. Y ahora ¿qué ciencia va a enseñarnos? ¿No nos lo ha enseñado ya todo...? Escuchemos lo que él nos dice: «Bajad enseguida, porque hoy tengo que alojarme en vuestra casa». ¿Pero cómo...? Jesús nos dice que bajemos... ¿Adónde tenemos que bajar? Celina, tú lo sabes mejor que yo; sin embargo, déjame que te diga hasta dónde debemos ahora seguir a Jesús. Una vez, los judíos le preguntaron a nuestro divino Salvador: «Maestro, ¿dónde vives?», y él les respondió: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos, yo no tengo donde reclinar la cabeza» (Jn 1,38; Mt 8,20). He ahí hasta dónde tenemos que bajar nosotras para poder servir de morada a Jesús: hacernos tan pobres, que no tengamos donde reposar la cabeza. Ya ves, querida Celina, lo que Jesús ha obrado en mi alma durante estos ejercicios... Ya entiendes que se trata del interior. (...)
Lo que Jesús desea es que lo recibamos en nuestros corazones. Estos, qué duda cabe, están ya vacíos de criaturas, pero yo siento que lamentablemente el mío no está totalmente vacío de mí misma, y por eso Jesús me manda bajar... Él, el Rey de reyes, se humilló de tal suerte, que su rostro estaba escondido y nadie lo reconocía... Pues yo también quiero esconder mi rostro, quiero que sólo mi amado pueda verlo, que sólo él pueda contar mis lágrimas..., que al menos en mi corazón sí que pueda reposar su cabeza querida y sentir que allí sí es conocido y comprendido...
Escritos: Dios quiere habitar en ti
«Es necesario que hoy me quede en tu casa» (Lc 19,5)Último retiro, 42-44
«Sólo en Dios descansa mi alma, porque de él viene mi salvación; sólo él es mi roca y mi salvación, mi alcázar, no vacilaré» (Sal 61,2-3). ¡He aquí el misterio que hoy canta mi lira! Como a Zaqueo, mi Maestro me ha dicho: «Apresúrate, desciende, que quiero alojarme en tu casa.» Apresúrate a descender, pero ¿dónde?. En lo más profundo de mí misma, después de haberme negado a mí misma (Mt 16,24), separado de mí misma, despojado de mí misma, en una palabra, sin yo misma.
«Es necesario que me aloje en tu casa.» ¡Es mi Maestro quien me expresa este deseo! Mi Maestro que quiere habitar en mí, con el Padre y el Espíritu de Amor, para que, según la expresión del discípulo amado, yo viva «en sociedad» con ellos, que esté en comunión con ellos (1Jn 1,3). «Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois miembros de la casa de Dios», dice san Pablo (Ef 2,19). He aquí como yo entiendo ser «de la casa de Dios»: viviendo en el seno de la apacible Trinidad, en mi abismo interior, en esta «fortaleza inexpugnable del santo recogimiento» de la que habla san Juan de la Cruz...
¡Oh qué bella es esta criatura así despojada, liberada de ella misma!... Sube, se levanta por encima de los sentidos, de la naturaleza; se supera a ella misma; sobrepasa tanto todo gozo como todo dolor y pasa a través de las nubes, para no descansar hasta que habrá penetrado «en el interior» de Aquel que ama y que él mismo le dará el descanso... El Maestro le dice: «Apresúrate a descender». Es así como ella vivirá, a imitación de la Trinidad inmutable, en un eterno presente..., y por una mirada cada vez más simple, más unitiva, llegar a ser «el resplandor de su gloria» (Heb 1,3) o dicho de otra manera, la incesante «alabanza de gloria» (Ef 1,6) de sus adorables perfecciones.
Tratados: Hoy podemos recibir a Cristo en la Eucaristía
«Le recibió en su casa muy contento» (Lc 19,6)Tratado para recibir el Cuerpo de nuestro Señor [fr]
Recibamos a Cristo en la Eucaristía, como lo hizo Zaqueo, el buen publicano...como deseaba ver a Cristo y como era bajo de estatura, se subió a un árbol, y el Señor al ver su devoción lo llamó, le dijo que bajara del árbol y que quería hospedarse en su casa, Zaqueo se apresuró y bajó, y con mucho gusto le recibió en su casa. Pero no sólo se contentó con recibirlo alegremente, fruto de un encuentro superficial..., lo demostró con sus obras virtuosas. Se comprometió a devolver enseguida a todos, sin esperar a mañana, lo que no era suyo, y a dar la mitad de sus bienes a los pobres y si había defraudado a alguno, restituirlo cuatro veces más.
Con la misma rapidez, espontaneidad, y alegría; la misma alegría espiritual, con la que le recibió este hombre en su casa, que nuestro Señor, nos conceda la gracia de recibir su Santísimo Cuerpo y Sangre, su Alma y su Divinidad todopoderosa tanto, en nuestro cuerpo, como en nuestra alma, y que el fruto de nuestras buenas obras, pueden dar testimonio de que lo recibimos dignamente, con una fe plena, y un propósito estable de vida buena, que se impone a aquellos que comulgan. Entonces Dios,... nos dirá, como le dijo a Zaqueo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (Lc 19,9).
Confesiones: Mira, tu voz es mi gozo
«El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que se había perdido» (Lc 19,10)Lib. 11, 2, 3-3, 5: CSEL 33, 282-284
CSEL
Tuyo es el día, tuya es la noche: a una indicación tuya vuelan los instantes. Concédeme, pues, tiempo para meditar las profundidades de tu ley y no des con la puerta en las narices a quienes se acercan a llamar a ella. Pues no en vano quisiste que se escribieran los misteriosos secretos de tantas páginas. ¿O es que estos bosques no tienen sus ciervos que en ellos se refugien y recojan, trisquen y pazcan, descansen y rumien?
Oh Señor, perfeccióname y revélamelos. Mira, tu voz es mi gozo, tu voz vale más que todos los placeres juntos. Dame lo que amo: pues amo, e incluso esto es don tuyo. No dejes abandonados tus dones ni desprecies tu hierba sedienta. Te contaré todo lo que descubriere en tus libros, para proclamar tu alabanza, abrevarme en ti y considerar las maravillas de tu ley, desde el principio en que creaste el cielo y la tierra, hasta el reino de tu ciudad santa, que, contigo, será perdurable.
Señor, ten piedad de mí y escucha mi deseo. Pues pienso que no es un deseo terreno: porque no ambiciono oro, ni plata, ni piedras o vestidos suntuosos, ni honores, ni cargos o deleites carnales, ni tampoco lo necesario para el cuerpo y para la presente vida de nuestra peregrinación, cosas todas que se darán por añadidura a todo el que busque el reino de Dios y su justicia.
Fijate, Dios mío, cuál es el origen de mi deseo. Me contaron los insolentes cosas placenteras, pero no según tu voluntad, Señor. He aquí el origen de mi deseo. Fíjate, Padre, mira, ve y aprueba, y sea grato ante el acatamiento de tu misericordia que yo halle gracia ante ti, para que me sean abiertos, al llamar yo, los íntimos secretos de tus palabras. Te lo suplico por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, el hombre de tu diestra, el hijo del hombre, a quien confirmaste como mediador tuyo y nuestro, por medio del cual nos buscaste cuando no te buscábamos, y nos buscaste para que te buscáramos, tu Palabra por la cual hiciste todas las cosas y, entre ellas, también a mí; tu Unigénito, por medio del cual llamaste a la adopción al pueblo de los creyentes, y, en él, también a mí: te lo suplico por aquel, que se sienta a tu derecha e intercede ante ti por nosotros, en quien están encerrados todos los tesoros del saber y el conocer. Esos tesoros son los que yo busco en tus libros. Moisés escribió de él: lo dijo el mismo Cristo, lo dijo la Verdad.
Pueda yo escuchar y comprender cómo al principio creaste el cielo y la tierra. Lo escribió Moisés: lo escribió y se fue; marchó de aquí: de ti a ti, pues que ahora no está ante mí. Pues de estar, lo agarraría y le pediría conjurándolo por ti, que me explicara estas cosas, y yo prestaría la atención de mis oídos corporales a los sonidos que brotasen de su boca. Claro que si hablase en hebreo, en vano pulsaría a las puertas de mis sentidos ni de ello mi inteligencia sacaría provecho alguno; en cambio, si me hablara en latín, sabría lo que decía. Pero no pudiendo preguntarle a él, te ruego a ti, oh Verdad, de la que estando lleno él, dijo cosas verdaderas. Te ruego, Dios mío, te ruego, que perdones mis pecados; y tú que concediste a aquel siervo tuyo decir estas cosas, concédeme también a mí poder comprenderlas.
Cartas: Hoy Cristo pasa
«Hoy, la salvación ha llegado a esta casa» (Lc 19,9)Carta 98, 9
Cuando se acercan las fiestas de Pascua, sin dudar decimos: «Mañana es la Pasión del Señor» y, sin embargo, hace ya muchos años que el Señor sufrió su Pasión, una vez por todas (Heb 9, 26). También este domingo con razón decimos: «Hoy el Señor ha resucitado»; ahora bien, han transcurrido ya muchos años desde que Cristo resucitó. ¿Por qué, pues, nadie viene a reprocharnos este «hoy» como una mentira?
¿No es que decimos «hoy» porque este día representa el retorno, en el ciclo temporal, del día en que tuvo lugar el acontecimiento que conmemoramos? Tenemos razón al decir «hoy»: en efecto, hoy, por la celebración del misterio, se hace realidad el acontecimiento que hace ya años tuvo lugar. Cristo fue inmolado una vez por todas y, sin embargo, hoy es inmolado en el misterio que celebramos; no tan sólo en cada fiesta pascual, sino todos los días, para todos los pueblos. No mentimos, pues, cuando afirmamos: «Hoy, Cristo ha sido inmolado». Porque, si los sacramentos que realizamos no tuvieran una verdadera semejanza con la realidad de la cual son signos, no serían, de ninguna manera, sacramentos. Pero es precisamente esta semejanza que nos permite designarlos con el mismo nombre de la realidad de la cual son signos. Así el sacramento del cuerpo de Cristo es, en alguna manera, el cuerpo de Cristo; el misterio de la sangre de Cristo que realizamos, es la sangre de Cristo. El misterio sacramental de la fe, es la realidad que creemos.
Diatessaron: Le hizo bajar de la higuera seca.
«Hoy ha sido la salvación de esta casa» (Lc 19,9)XV, 20-21
Zaqueo oraba así en su corazón: «Dichoso el que es digno de recibir a este Justo en su casa». Nuestro Señor le dijo: «¡Zaqueo, baja en seguida!» Éste, viendo que el Señor conocía su pensamiento, se dijo: «Puesto que conoce lo que pienso, también conoce todo lo que he hecho». Por eso declaró: «Todo lo que he adquirido injustamente, lo restituiré cuatro veces más».
«Baja en seguida de la higuera, porque hoy tengo que alojarme en tu casa». Gracias a esta segunda higuera, la de este jefe de publicanos, la primera higuera, la de Adán, cae en el olvido, e igualmente es olvidado el nombre de Adán, gracias al justo Zaqueo...: «Hoy ha sido la salvación de esta casa»... El que ayer no era más que un ladrón, hoy, por su prontitud en la obediencia, se ha convertido en bienhechor; el que ayer era un recolector de impuestos, hay se ha convertido en discípulo.
Zaqueo dejó la ley antigua; y se subió sobre una higuera inerte, símbolo de la sordera de su espíritu. Pero esta misma ascensión es símbolo de su salvación. Abandonó la bajeza, y subió para ver a la divinidad en las alturas. Nuestro Señor se apresuró a hacerle bajar de la higuera seca, su antigua manera de ser, para que no quedara sordo para siempre. Mientras llameaba en él el amor de nuestro Señor, consumió en sí mismo al hombre antiguo para modelar en él a un hombre nuevo.
Sermón: Renuncia completa para llenarse de Dios
«¡Zaqueo, baja deprisa!» (Lc 19,5)Sermón 68
Podemos leer en el evangelio que Zaqueo quería ver a Nuestro Señor pero que era pequeño de estatura. ¿Qué hizo? Se subió a una higuera seca. Esto es lo que el hombre sigue haciendo. Desea ver a aquel que obra prodigios y causa tumulto en su interior, pero no tiene una talla adecuada para ello, es demasiado pequeño. ¿Qué hace entonces? Tiene que subirse a la higuera seca. La higuera muerta significa la muerte de los sentidos y de la naturaleza y la vida del hombre interior sobre el que Dios se inclina.
¿Qué dice Nuestro Señor a Zaqueo? «Baja deprisa.» Debes descender, no debes retener ni una gota de consolación de todas las impresiones que tienes en la oración, sino descender a tu pura nada, a la pobreza, a tu impotencia... Si te quedas atado todavía a alguna cosa de la naturaleza, desde el momento que la verdad te ha iluminado, no posees todavía la luz, no es tu posesión: naturaleza y gracia trabajan todavía conjuntamente y todavía no has llegado al abandono perfecto... Todavía no es la pureza consumada. Por esto, Dios invita al hombre a bajar, es decir, lo llama a una renuncia completa, a un desapego de la naturaleza. «¡Porque hoy me tengo que alojar en tu casa!» ¡Que lleguemos a este hoy eterno!
Cartas: Subir al árbol de la cruz
«Intentaba ver quien era Jesús» (Lc 19,3)Carta 119. Al prior de los religiosos olivetenses
Le escribo con el deseo de que sea un buen pastor, que apacienta y gobierna con celo las ovejas que le han sido confiadas, imitando en esto al dulce Dueño de la verdad, que dio su vida por nosotros, sus ovejas descarriadas alejadas del camino de la gracia. Es verdad... que no podemos hacer esto sin Dios, y que no podemos poseer a Dios permaneciendo sobre la tierra. Pero he aquí un buen remedio: Ya que el corazón es de reducido tamaño, hay que hacer como Zaqueo, que no era grande, y se subió a un árbol para ver a Dios. Su celo le mereció oír estas palabras: "Zaqueo, baja y vete a casa, porque hoy voy a comer contigo".
Debemos hacer lo mismo si somos bajos, cuando tenemos el corazón estrecho y poca caridad: hay que subir sobre el árbol de la santa cruz, y allí veremos, tocaremos a Dios. Allí encontraremos el fuego de su caridad indecible, el amor que lo empujó hasta la vergüenza de la cruz, que lo exaltó, y le hizo desear con el ardor del hambre y de la sed, el honor de su Padre y nuestra salvación...
Si lo queremos, si nuestra negligencia no pone obstáculos, podemos, subiendo al árbol de la cruz, cumplir en nosotros esta palabra, sacada de la boca de la Verdad: "cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mi" (Jn 12,32 tipos de Vulg).
En efecto, cuando el alma se eleva así, ve los beneficios de la bondad y el poder del Padre, ve la clemencia y la abundancia del Espíritu Santo, es decir este amor indecible que tiene Jesús desplegado sobre el bosque de la cruz. Los clavos y las cuerdas no podían retenerlo; había sólo caridad... Suba sobre este árbol santo, donde están las frutas maduras de todas las virtudes que lleva el cuerpo del Hijo de Dios; corra con ardor. Quede en el amor santo y dulce de Dios. Jesús dulce, Jesús amor.
Sermón: Estaba muerto y fue vivificado
«Zaqueo bajó a toda prisa y le recibió con alegría» (Lc 19, 6)Sermón X, 311
Así como el sol, al caer sobre la tierra, vivifica todo lo que se le descubre y se expone a sus rayos, así nuestro Señor, al pasar por el pueblo de Jericó, iluminó a Zaqueo, que se presentó ante sus ojos luminosos, estando muerto debido a sus muchos pecados. Y fue vivificado, siendo una de las conversiones más admirables. ... Y Zaqueo se enteró de que Jesús venia a la aldea. Pero la gran muchedumbre que luchaba por acercarse a Jesús, le impedía verlo, pues era de baja estatura. Entonces se adelantó y se subió a un sicomoro. No hizo como tantos otros que no se mueven ante las cosas de Dios. Estaba deseoso de no perder esta ocasión.
... Esperó, pues, a nuestro Señor, subido al árbol y al pasar Jesús, miró a aquel hombre con mirada de amor y de misericordia y al notar el interés que demostraba por verle, le dio ocasión no solamente de verle, sino de gozar de su presencia y le dijo: «Zaqueo, baja pronto, porque hoy me hospedaré en tu casa», Descendió a toda prisa y le recibió, con gozo, en su mansión.
Zaqueo se dio mucha prisa, pero nosotros nos vamos a detener un poco aquí. ¿Quién es, entre los cristianos, el que no desea, ni juzga un deber, servir a Dios? Pues pierden todo el mérito, al retrasarlo tanto y hacen como la esposa del Cantar, que oyendo al Esposo a la puerta, le costó trabajo levantarse para abrirle. ... Es tarde ir a buscar al médico cuando ya se ha muerto el enfermo. Por eso, qué bien obró Zaqueo cuando, inmediatamente, fue a recibir al Señor, el cual le dio tal contrición, que devolvió cuatro veces lo que había robado, y dio la mitad de sus bienes a los pobres; y entonces, nuestro Señor, le llamó hijo de Abraham, por su fe y por su futura salvación y le anuncia que esa salvación ha entrado en su casa.
... ¿Queréis la salvación? Haced como Zaqueo; empezad ahora mismo, y así no será demasiado tarde.
Homilía (08-06-1999): El «hoy» de Cristo nos interpela
«conviene que hoy me quede yo en tu casa» (Lc 19,5)Viaje apostólico a Lituania. Santa Misa en Elk.
nn. 1.3-5
«Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa» (Lc 19, 5).
San Lucas, en el pasaje evangélico que acabamos de escuchar, nos relata el encuentro de Jesús con un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos, muy rico. Dado que era bajo de estatura, se subió a un árbol para ver a Cristo. Allí escuchó las palabras del Maestro: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa». Jesús había notado el gesto de Zaqueo: interpretó su deseo y anticipó su invitación. Incluso causó sorpresa en algunos el hecho de que Jesús fuera a casa de un pecador. Zaqueo, feliz por la visita, «lo acogió con alegría» (Lc 19, 6), es decir, abrió generosamente la puerta de su casa y de su corazón al encuentro con el Salvador.
«Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres» (Lc 19, 8). Deseo volver a la lectura del evangelio según san Lucas: Cristo, «la luz del mundo» (cf. Jn 8, 12), llevó su luz a la casa de Zaqueo y especialmente a su corazón. Gracias a la cercanía de Jesús, a sus palabras y a su enseñanza, comienza a realizarse la transformación del corazón de ese hombre. Ya en el umbral de su casa, Zaqueo declara: «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo» (Lc 19, 8).
En el caso de Zaqueo vemos cómo Cristo disipa las tinieblas de la conciencia humana. A su luz se ensanchan los horizontes de la existencia: la persona comienza a darse cuenta de los demás hombres y de sus necesidades. Nace el sentido de la relación con los demás, la conciencia de la dimensión social del hombre y, en consecuencia, el sentido de la justicia. San Pablo enseña: «El fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad» (Ef 5, 9).
La atención a los demás hombres, al prójimo, constituye uno de los principales frutos de una conversión sincera. El hombre sale de su egoísmo, deja de vivir para sí mismo, y se orienta hacia los demás; siente la necesidad de vivir para los demás, de vivir para los hermanos.
Ese ensanchamiento del corazón como fruto del encuentro con Cristo es la prenda de la salvación, como lo demuestra el desenlace del diálogo con Zaqueo: «Jesús le dijo: Hoy ha llegado la salvación a esta casa (...), pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 9-10).
Esa descripción que nos hace san Lucas del evento que tuvo lugar en Jericó resulta muy actual también aquí hoy. Y nos renueva la exhortación de Cristo, a quien «hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención» (1 Co 1, 30). Al igual que en aquella ocasión frente a Zaqueo, también hoy Cristo se presenta ante el hombre de nuestro siglo, y a cada uno le hace su propuesta: «Conviene que hoy me quede yo en tu casa» (Lc 19, 5).
Queridos hermanos y hermanas, ese «hoy» es muy importante. Constituye una especie de estímulo. En la vida hay asuntos tan importantes y urgentes que no pueden dejarse para el día de mañana. Deben afrontarse ya «hoy». El salmista exclama: «Ojalá escuchéis hoy su voz: "no endurezcáis vuestro corazón"» (Sal 95, 8). «El clamor de los pobres» (cf. Jb 34, 28) de todo el mundo se eleva sin cesar de esta tierra y llega hasta Dios. Es el grito de los niños, de las mujeres, de los ancianos, de los prófugos, de los que han sufrido injusticias, de las víctimas de la guerra, de los desempleados.
Los pobres están también entre nosotros: los que no tienen hogar, los mendigos, los que sufren hambre, los despreciados, los olvidados por sus seres más queridos y por la sociedad, los degradados y los humillados, las víctimas de diversos vicios. Muchos de ellos intentan incluso ocultar su miseria humana, pero es preciso saberlos reconocer. También son pobres las personas que sufren en los hospitales, los niños huérfanos o los jóvenes que tienen dificultades y atraviesan los problemas propios de su edad.
«Existen situaciones de miseria permanente que deben sacudir la conciencia del cristiano y llamar su atención sobre el deber de afrontarlas con urgencia, tanto de manera personal como comunitaria. (...) También hoy tenemos ante nosotros grandes espacios en los que ha de hacerse presente la caridad de Dios a través de la actuación de los cristianos».
Así pues, el «hoy» de Cristo debería resonar con toda su fuerza en cada corazón y hacerlo sensible para realizar obras de misericordia. «El clamor y el grito de los pobres» nos exige una respuesta concreta y generosa. Exige estar disponibles para servir al prójimo. Es una exhortación de Cristo. Es una llamada que Cristo nos hace constantemente, aunque a cada uno de forma diversa. En efecto, en varios lugares el hombre sufre y llama a sus hermanos. Necesita su presencia y su ayuda. ¡Cuán importante es esta presencia del corazón humano y de la solidaridad humana!
No endurezcamos nuestro corazón cuando escuchemos «el clamor de los pobres». Tratemos de escuchar ese grito. Tratemos de actuar y de vivir de modo que en nuestra patria a nadie le falte un techo y el pan en su mesa; que nadie se sienta solo o abandonado. Dirijo este llamamiento a todos mis compatriotas. Conozco todo lo que se hace en Polonia para prevenir la miseria y la indigencia, que se siguen extendiendo.
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5, 3).
Ya desde el inicio de su actividad mesiánica, hablando en la sinagoga de Nazaret, Jesús dijo: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva» (Lc 4, 18). Consideraba a los pobres los herederos privilegiados del reino. Eso significa que sólo «los pobres de espíritu» son capaces de recibir el reino de Dios con todo su corazón. El encuentro de Zaqueo con Jesús muestra que también un rico puede llegar a participar de la bienaventuranza de Cristo sobre los pobres de espíritu.
Pobre de espíritu es el que está dispuesto a usar con generosidad sus propios bienes en favor de los necesitados. En ese caso, se ve que no está apegado a esos bienes. Se ve que comprende su finalidad esencial, pues los bienes materiales están para servir a los demás, especialmente a los necesitados. La Iglesia admite la propiedad privada de los bienes, si se usan con ese fin.
[...] «Bienaventurados los pobres de espíritu». Es el grito de Cristo que hoy debería escuchar todo cristiano, todo creyente. Hacen mucha falta los pobres de espíritu, es decir, las personas dispuestas a acoger la verdad y la gracia, abiertas a las maravillas de Dios; personas de gran corazón, que no se dejen seducir por el resplandor de las riquezas de este mundo y no permitan que los bienes materiales se apoderen de su corazón. Son realmente fuertes, porque poseen la riqueza de la gracia de Dios. Viven con la conciencia de que todo lo reciben siempre de Dios.
«No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, camina» (Hch 3, 6). Con estas palabras los apóstoles Pedro y Juan respondieron a la petición del tullido. Le dieron el mayor bien que hubiera podido desear. Al ser pobres, le dieron al pobre la mayor riqueza: en el nombre de Cristo le devolvieron la salud. De esa manera proclamaron la verdad que han anunciado los confesores de Cristo a lo largo de todas las generaciones.
Los pobres de espíritu, sin poseer ni plata ni oro, gracias a Cristo tienen un poder mayor que el que pueden dar todas las riquezas del mundo.
De verdad, son felices y bienaventurados, porque a ellos les pertenece el reino de los cielos. Amén.
Carta (17-03-2002): Se encontró con Jesús mismo
«Conviene que hoy me quede yo en tu casa» (Lc 19,5)Carta a los sacerdotes, para el Jueves Santo, nn. 4-8
Para ilustrar aún mejor algunas dimensiones específicas de este especialísimo coloquio de salvación que es la confesión sacramental, quisiera proponer hoy como «icono bíblico» el encuentro de Jesús con Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10).En efecto, me parece que lo que ocurre entre Jesús y el «jefe de publicanos» de Jericó se asemeja a ciertos aspectos de una celebración del Sacramento de la misericordia. Siguiendo este relato breve, pero tan intenso, queremos descubrir en las actitudes y en la voz de Cristo todos aquellos matices de sabiduría humana y sobrenatural que también nosotros hemos de intentar expresar para que el Sacramento sea vivido en el mejor de los modos.
Como sabemos, el relato presenta el encuentro entre Jesús y Zaqueo casi como un hecho casual.
Jesús entra en Jericó y lo recorre acompañado por la muchedumbre (cf. Lc 19, 3). Zaqueo parece impulsado sólo por la curiosidad al encaramarse sobre el sicómoro. A veces, el encuentro de Dios con el hombre tiene también la apariencia de la casualidad. Pero nada es «casual» por parte de Dios. Al estar en realidades pastorales muy diversas, a veces puede desanimarnos y desmotivarnos el hecho que no sólo muchos cristianos no hagan el debido caso a la vida sacramental, sino que, a menudo, se acerquen a los Sacramentos de modo superficial. Quien tiene experiencia de confesar, de cómo se llega a este Sacramento en la vida habitual, puede quedar a veces desconcertado ante el hecho de que algunos fieles van a confesarse sin ni siquiera saber bien lo que quieren. Para algunos de ellos, la decisión de ir a confesarse puede estar determinada sólo por la necesidad de ser escuchados. Para otros, por la exigencia de recibir un consejo. Para otros, incluso, por la necesidad psicológica de librarse de la opresión del «sentido de culpa». Muchos sienten la necesidad auténtica de restablecer una relación con Dios, pero se confiesan sin tomar conciencia suficientemente de los compromisos que se derivan, o tal vez haciendo un examen de conciencia muy simple a causa de una falta de formación sobre las implicaciones de una vida moral inspirada en el Evangelio. ¿Qué confesor no ha tenido esta experiencia?
Ahora bien, éste es precisamente el caso de Zaqueo. Todo lo que le sucede es asombroso. Si en un determinado momento no se hubiera producido la «sorpresa» de la mirada de Cristo, quizás hubiera permanecido como un espectador mudo de su paso por las calles de Jericó. Jesús habría pasado al lado, pero no dentro de su vida. Él mismo no sospechaba que la curiosidad, que lo llevó a un gesto tan singular, era ya fruto de una misericordia previa, que lo atraía y pronto le transformaría en lo íntimo del corazón.
Mis queridos Sacerdotes: pensando en muchos de nuestros penitentes, releamos la estupenda indicación de Lucas sobre la actitud de Cristo: «cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa»» (Lc 19, 5).
Cada encuentro con un fiel que nos pide confesarse, aunque sea de modo un tanto superficial por no estar motivado y preparado adecuadamente, puede ser siempre, por la gracia sorprendente de Dios, aquel «lugar» cerca del sicómoro en el cual Cristo levantó los ojos hacia Zaqueo. Para nosotros es imposible valorar cuánto haya penetrado la mirada de Cristo en el alma del publicano de Jericó. Sabemos, sin embargo, que aquellos ojos son los mismos que se fijan en cada uno de nuestros penitentes. En el sacramento de la Reconciliación, nosotros somos instrumentos de un encuentro sobrenatural con sus propias leyes, que solamente debemos seguir y respetar. Para Zaqueo debió ser una experiencia sobrecogedora oír que le llamaban por su nombre. Era un nombre que, para muchos paisanos suyos, estaba cargado de desprecio. Ahora él lo oye pronunciar con un acento de ternura, que no sólo expresaba confianza sino también familiaridad y un apremiante deseo ganarse su amistad. Sí, Jesús habla a Zaqueo como a un amigo de toda la vida, tal vez olvidado, pero sin haber por ello renegado de su fidelidad, y entra así con la dulce fuerza del afecto en la vida y en la casa del amigo encontrado de nuevo: «baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa» (Lc 19, 5).
Impacta el tono del lenguaje en el relato de Lucas: ¡todo es tan personalizado, tan delicado, tan afectuoso! No se trata sólo de rasgos conmovedores de humanidad. Dentro de este texto hay una urgencia intrínseca, que Jesús expresa como revelación definitiva de la misericordia de Dios. Dice: «debo quedarme en tu casa» o, para traducir aún más literalmente: «es necesario para mí quedarme en tu casa» (Lc 19, 5). Siguiendo el misterioso sendero que el Padre le ha indicado, Jesús ha encontrado en su camino también a Zaqueo. Se entretiene con él como si fuera un encuentro previsto desde el principio. La casa de este pecador está a punto de convertirse, a pesar de tantas murmuraciones de la humana mezquindad, en un lugar de revelación, en el escenario de un milagro de la misericordia. Ciertamente, esto no sucederá si Zaqueo no libera su corazón de los lazos del egoísmo y de las ataduras de la injusticia cometida con el fraude. Pero la misericordia ya le ha llegado como ofrecimiento gratuito y desbordante. ¡La misericordia le ha precedido!
Esto es lo que sucede en todo encuentro sacramental. No pensemos que es el pecador, con su camino autónomo de conversión, quien se gana la misericordia. Al contrario, es la misericordia lo que le impulsa hacia el camino de la conversión. El hombre no puede nada por sí mismo. Y nada merece. La confesión, antes que un camino del hombre hacia Dios, es un visita de Dios a la casa del hombre.
Así pues, podremos encontrarnos en cada confesión ante los más diversos tipos de personas. Pero hemos de estar convencidos de una cosa: antes de nuestra invitación, e incluso antes de nuestras palabras sacramentales, los hermanos que solicitan nuestro ministerio están ya arropados por una misericordia que actúa en ellos desde dentro. Ojalá que por nuestras palabras y nuestro ánimo de pastores, siempre atentos a cada persona, capaces también de intuir sus problemas y acompañarles en el camino con delicadeza, transmitiéndoles confianza en la bondad de Dios, lleguemos a ser colaboradores de la misericordia que acoge y del amor que salva.
«Debo quedarme en tu casa». Intentemos penetrar más profundamente aún en estas palabras. Son una proclamación. Antes aún de indicar una decisión de Cristo, proclaman la voluntad del Padre. Jesús se presenta como quien ha recibido un mandato preciso. Él mismo tiene una «ley» que observar: la voluntad del Padre, que Él cumple con amor, hasta el punto de hacer de ello su «alimento» (cf. Jn 4, 34). Las palabras con las que Jesús se dirige a Zaqueo no son solamente un modo de establecer una relación, sino el anuncio de un designio de Dios.
El encuentro se produce en la perspectiva de la Palabra de Dios, que tiene su perfecta expresión en la Palabra y el Rostro de Cristo. Éste es también el principio necesario de todo auténtico encuentro para la celebración de la Penitencia. Qué lástima si todo se redujera a un mero proceso comunicativo humano. La atención a las leyes de la comunicación humana puede ser útil y no deben descuidarse, pero todo se ha fundar en la Palabra de Dios. Por eso el rito del Sacramento prevé que se proclame también al penitente esta Palabra.
Aunque no sea fácil ponerlo en práctica, éste es un detalle que no se ha de infravalorar. Los confesores experimentan continuamente lo difícil que es ilustrar las exigencias de esta Palabra a quien sólo la conoce superficialmente. Es cierto que el momento en que se celebra el Sacramento no es el más apto para cubrir esta laguna. Es preciso que esto se haga, con sabiduría pastoral, en la fase de preparación anterior, ofreciendo las indicaciones fundamentales que permitan a cada uno confrontarse con la verdad del Evangelio. En todo caso, el confesor no dejará de aprovechar el encuentro sacramental para intentar que el penitente vislumbre de algún modo la condescendencia misericordiosa de Dios, que le tiende su mano no para castigarlo, sino para salvarlo.
Por lo demás, ¿cómo ocultar las dificultades objetivas que crea la cultura dominante en nuestro tiempo a este respecto? También los cristianos maduros encuentran en ella un obstáculo en su esfuerzo por sintonizar con los mandamientos de Dios y con las orientaciones expresadas por el magisterio de la Iglesia, sobre la base de los mandamientos. Éste es el caso de muchos problemas de ética sexual y familiar, de bioética, de moral profesional y social, pero también de problemas relativos a los deberes relacionados con la práctica religiosa y con la participación en la vida eclesial. Por eso se requiere una labor catequética que no puede recaer sobre el confesor en el momento de administrar el Sacramento. Esto debería intentarse más bien tomándolo como tema de profundización en la preparación a la confesión. En este sentido, pueden ser de gran ayuda las celebraciones penitenciales preparadas de manera comunitaria y que concluyen con la confesión individual.
Para perfilar bien todo esto, el «icono bíblico» de Zaqueo ofrece también una indicación importante. En el Sacramento, antes de encontrarse con «los mandamientos de Dios», se encuentra, en Jesús, con «el Dios de los mandamientos». Jesús mismo es quien se presenta a Zaqueo: «me he de quedar en tu casa». Él es el don para Zaqueo y, al mismo tiempo, la «ley de Dios» para Zaqueo. Cuando se encuentra a Jesús como un don, hasta el aspecto más exigente de la ley adquiere la «suavidad» propia de la gracia, según la dinámica sobrenatural que hizo decir a Pablo: «si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Ga 5, 18).Toda celebración de la penitencia debería suscitar en el ánimo del penitente el mismo sobresalto de alegría que las palabras de Cristo provocaron en Zaqueo, el cual «se apresuró a bajar y le recibió con alegría» (Lc19, 6).
La precedencia y superabundancia de la misericordia no debe hacer olvidar, sin embargo, que ésta es sólo el presupuesto de la salvación, que se consuma en la medida en que encuentra respuesta por parte del ser humano. En efecto, el perdón concedido en el sacramento de la Reconciliación no es un acto exterior, una especie de «indulto» jurídico, sino un encuentro auténtico y real del penitente con Dios, que restablece la relación de amistad quebrantada por el pecado. La «verdad» de esta relación exige que el hombre acoja el abrazo misericordioso de Dios, superando toda resistencia causada por el pecado.
Esto es lo que ocurre en Zaqueo. Al sentirse tratado como «hijo», comienza a pensar y a comportarse como un hijo, y lo demuestra redescubriendo a los hermanos. Bajo la mirada amorosa de Cristo, su corazón se abre al amor del prójimo. De una actitud cerrada, que lo había llevado a enriquecerse sin preocuparse del sufrimiento ajeno, pasa a una actitud de compartir que se expresa en una distribución real y efectiva de su patrimonio: «la mitad de los bienes» a los pobres. La injusticia cometida con el fraude contra los hermanos es reparada con una restitución cuadruplicada: «Y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo» (Lc 19, 8). Sólo llegados a este punto el amor de Dios alcanza su objetivo y se verifica la salvación: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (Lc 19, 9).
Este camino de la salvación, expresado de un modo tan claro en el episodio de Zaqueo, ha de ofrecernos, queridos Sacerdotes, la orientación para desempeñar con sabio equilibrio pastoral nuestra difícil tarea en el ministerio de la confesión. Éste sufre continuamente la fuerza contrastante de dos excesos: el rigorismo y el laxismo. El primero no tiene en cuenta la primera parte del episodio de Zaqueo: la misericordia previa, que impulsa a la conversión y valora también hasta los más pequeños progresos en el amor, porque el Padre quiere hacer lo imposible para salvar al hijo perdido. «Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10). El segundo exceso, el laxismo, no tiene en cuenta el hecho de que la salvación plena, la que no solamente se ofrece sino que se recibe, la que verdaderamente sana y reaviva, implica una verdadera conversión a las exigencias del amor de Dios. Si Zaqueo hubiera acogido al Señor en su casa sin llegar a una actitud de apertura al amor, a la reparación del mal cometido, a un propósito firme de vida nueva, no habría recibido en lo más profundo de su ser el perdón que el Señor le había ofrecido con tanta premura.
Ángelus (04-11-2007): Llama por su nombre a un hombre despreciado
«Zaqueo, baja pronto» (Lc 19,5)Hoy la liturgia presenta a nuestra meditación el conocido episodio evangélico del encuentro de Jesús con Zaqueo en la ciudad de Jericó. ¿Quién era Zaqueo? Un hombre rico, que ejercía el oficio de "publicano", es decir, de recaudador de impuestos por cuenta de la autoridad romana, y precisamente por eso era considerado un pecador público. Al saber que Jesús pasaría por Jericó, aquel hombre sintió un gran deseo de verlo, pero, como era bajo de estatura, se subió a un árbol. Jesús se detuvo precisamente bajo ese árbol y se dirigió a él llamándolo por su nombre: "Zaqueo, baja en seguida, porque hoy debo alojarme en tu casa" (Lc 19, 5). ¡Qué mensaje en esta sencilla frase!
"Zaqueo": Jesús llama por su nombre a un hombre despreciado por todos. "Hoy": sí, precisamente ahora ha llegado para él el momento de la salvación. "Tengo que alojarme": ¿por qué "debo"? Porque el Padre, rico en misericordia, quiere que Jesús vaya a "buscar y a salvar lo que estaba perdido" (Lc 19, 10). La gracia de aquel encuentro imprevisible fue tal que cambió completamente la vida de Zaqueo: "Mira —le dijo a Jesús—, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más" (Lc 19, 8). Una vez más el Evangelio nos dice que el amor, partiendo del corazón de Dios y actuando a través del corazón del hombre, es la fuerza que renueva el mundo...
Ángelus (31-10-2010): Respondió a su deseo de salvación
«Ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10)El evangelista san Lucas presta una atención particular al tema de la misericordia de Jesús. De hecho, en su narración encontramos algunos episodios que ponen de relieve el amor misericordioso de Dios y de Cristo, el cual afirma que no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores (cf. Lc 5, 32). Entre los relatos típicos de san Lucas se encuentra el de la conversión de Zaqueo, que se lee en la liturgia de este domingo. Zaqueo es un «publicano», más aún, el jefe de los publicanos de Jericó, importante ciudad situada junto al río Jordán. Los publicanos eran los recaudadores de los impuestos que los judíos debían pagar al emperador romano y, por este motivo, ya eran considerados pecadores públicos. Además, aprovechaban con frecuencia su posición para sacar dinero a la gente mediante chantaje. Por eso Zaqueo era muy rico, pero sus conciudadanos lo despreciaban. Así, cuando Jesús, al atravesar Jericó, se detuvo precisamente en casa de Zaqueo, suscitó un escándalo general, pero el Señor sabía muy bien lo que hacía. Por decirlo así, quiso arriesgar y ganó la apuesta: Zaqueo, profundamente impresionado por la visita de Jesús, decide cambiar de vida, y promete restituir el cuádruplo de lo que ha robado. «Hoy ha llegado la salvación a esta casa», dice Jesús y concluye: «El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».
Dios no excluye a nadie, ni a pobres y ni a ricos. Dios no se deja condicionar por nuestros prejuicios humanos, sino que ve en cada uno un alma que es preciso salvar, y le atraen especialmente aquellas almas a las que se considera perdidas y que así lo piensan ellas mismas. Jesucristo, encarnación de Dios, demostró esta inmensa misericordia, que no quita nada a la gravedad del pecado, sino que busca siempre salvar al pecador, ofrecerle la posibilidad de rescatarse, de volver a comenzar, de convertirse. En otro pasaje del Evangelio Jesús afirma que es muy difícil para un rico entrar en el reino de los cielos (cf. Mt 19, 23). En el caso de Zaqueo vemos precisamente que lo que parece imposible se realiza: «Él —comenta san Jerónimo— entregó su riqueza e inmediatamente la sustituyó con la riqueza del reino de los cielos» (Homilía sobre el Salmo 83, 3). Y san Máximo de Turín añade: «Para los necios, las riquezas son un alimento para la deshonestidad; sin embargo, para los sabios son una ayuda para la virtud; a estos se les ofrece una oportunidad para la salvación; a aquellos se les provoca un tropiezo que los arruina» (Sermones, 95).
Queridos amigos, Zaqueo acogió a Jesús y se convirtió, porque Jesús lo había acogido antes a él. No lo había condenado, sino que había respondido a su deseo de salvación. Pidamos a la Virgen María, modelo perfecto de comunión con Jesús, que también nosotros experimentemos la alegría de recibir la visita del Hijo de Dios, de quedar renovados por su amor y transmitir a los demás su misericordia.
Ángelus (03-11-2013): Dios recuerda
«También éste es hijo de Abrahán» (Lc 19,9)La página del Evangelio de san Lucas de este domingo nos presenta a Jesús que, en su camino hacia Jerusalén, entra en la ciudad de Jericó. Es la última etapa de un viaje que resume en sí el sentido de toda la vida de Jesús, dedicada a buscar y salvar a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Pero cuanto más se acerca el camino a la meta, tanto más se va formando en torno a Jesús un círculo de hostilidad.
Sin embargo, en Jericó tiene lugar uno de los acontecimientos más gozosos narrados por san Lucas: la conversión de Zaqueo. Este hombre es una oveja perdida, es despreciado y es un «excomulgado», porque es un publicano, es más, es el jefe de los publicanos de la ciudad, amigo de los odiados ocupantes romanos, es un ladrón y un explotador.
Impedido de acercarse a Jesús, probablemente por motivo de su mala fama, y siendo pequeño de estatura, Zaqueo se trepa a un árbol, para poder ver al Maestro que pasa. Este gesto exterior, un poco ridículo, expresa sin embargo el acto interior del hombre que busca pasar sobre la multitud para tener un contacto con Jesús. Zaqueo mismo no conoce el sentido profundo de su gesto, no sabe por qué hace esto, pero lo hace; ni siquiera se atreve a esperar que se supere la distancia que le separa del Señor; se resigna a verlo sólo de paso. Pero Jesús, cuando se acerca a ese árbol, le llama por su nombre: «Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa» (Lc 19, 5). Ese hombre pequeño de estatura, rechazado por todos y distante de Jesús, está como perdido en el anonimato; pero Jesús le llama, y ese nombre «Zaqueo», en la lengua de ese tiempo, tiene un hermoso significado lleno de alusiones: «Zaqueo», en efecto, quiere decir «Dios recuerda».
Y Jesús va a la casa de Zaqueo, suscitando las críticas de toda la gente de Jericó (porque también en ese tiempo se murmuraba mucho), que decía: ¿Cómo? Con todas las buenas personas que hay en la ciudad, ¿va a estar precisamente con ese publicano? Sí, porque él estaba perdido; y Jesús dice: «Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán» (Lc 19, 9). En la casa de Zaqueo, desde ese día, entró la alegría, entró la paz, entró la salvación, entró Jesús.
No existe profesión o condición social, no existe pecado o crimen de algún tipo que pueda borrar de la memoria y del corazón de Dios a uno solo de sus hijos. «Dios recuerda», siempre, no olvida a ninguno de aquellos que ha creado. Él es Padre, siempre en espera vigilante y amorosa de ver renacer en el corazón del hijo el deseo del regreso a casa. Y cuando reconoce ese deseo, incluso simplemente insinuado, y muchas veces casi inconsciente, inmediatamente está a su lado, y con su perdón le hace más suave el camino de la conversión y del regreso. Miremos hoy a Zaqueo en el árbol: su gesto es un gesto ridículo, pero es un gesto de salvación. Y yo te digo a ti: si tienes un peso en tu conciencia, si tienes vergüenza por tantas cosas que has cometido, detente un poco, no te asustes. Piensa que alguien te espera porque nunca dejó de recordarte; y este alguien es tu Padre, es Dios quien te espera. Trépate, como hizo Zaqueo, sube al árbol del deseo de ser perdonado; yo te aseguro que no quedarás decepcionado. Jesús es misericordioso y jamás se cansa de perdonar. Recordadlo bien, así es Jesús.
Hermanos y hermanas, dejémonos también nosotros llamar por el nombre por Jesús. En lo profundo del corazón, escuchemos su voz que nos dice: «Es necesario que hoy me quede en tu casa», es decir, en tu corazón, en tu vida. Y acojámosle con alegría: Él puede cambiarnos, puede convertir nuestro corazón de piedra en corazón de carne, puede liberarnos del egoísmo y hacer de nuestra vida un don de amor. Jesús puede hacerlo; ¡déjate mirar por Jesús!
Homilía (31-07-2016): Tuvo que superar algunos obstáculos
«No podía ver a Jesús porque era de baja estatura» (Lc (19,3)XXXI Jornada Mundial de la Juventud. Campus Misericordiae - Cracovia.
Queridos jóvenes: habéis venido a Cracovia para encontraros con Jesús. Y el Evangelio de hoy nos habla precisamente del encuentro entre Jesús y un hombre, Zaqueo, en Jericó (cf. Lc 19,1-10). Allí Jesús no se limita a predicar, o a saludar a alguien, sino que quiere —nos dice el Evangelista— cruzar la ciudad (cf. v. 1). Con otras palabras, Jesús desea acercarse a la vida de cada uno, recorrer nuestro camino hasta el final, para que su vida y la nuestra se encuentren realmente.
Tiene lugar así el encuentro más sorprendente, el encuentro con Zaqueo, jefe de los «publicanos», es decir, de los recaudadores de impuestos. Así que Zaqueo era un rico colaborador de los odiados ocupantes romanos; era un explotador de su pueblo, uno que debido a su mala fama no podía ni siquiera acercarse al Maestro. Sin embargo, el encuentro con Jesús cambió su vida, como sucedió, y cada día puede suceder con cada uno de nosotros. Pero Zaqueo tuvo que superar algunos obstáculos para encontrarse con Jesús. No fue fácil para él, tuvo que superar algunos obstáculos, al menos tres, que también pueden enseñarnos algo a nosotros.
El primero es la baja estatura: Zaqueo no conseguía ver al Maestro, porque era bajo. También nosotros podemos hoy caer en el peligro de quedarnos lejos de Jesús porque no nos sentimos a la altura, porque tenemos una baja consideración de nosotros mismos. Esta es una gran tentación, que no sólo tiene que ver con la autoestima, sino que afecta también la fe. Porque la fe nos dice que somos «hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1): hemos sido creados a su imagen; Jesús hizo suya nuestra humanidad y su corazón nunca se separará de nosotros; el Espíritu Santo quiere habitar en nosotros; estamos llamados a la alegría eterna con Dios. Esta es nuestra «estatura», esta es nuestra identidad espiritual: somos los hijos amados de Dios, siempre. Entendéis entonces que no aceptarse, vivir descontentos y pensar en negativo significa no reconocer nuestra identidad más auténtica: es como darse la vuelta cuando Dios quiere fijar sus ojos en mí; significa querer impedir que se cumpla su sueño en mí. Dios nos ama tal como somos, y no hay pecado, defecto o error que lo haga cambiar de idea. Para Jesús —nos lo muestra el Evangelio—, nadie es inferior y distante, nadie es insignificante, sino que todos somos predilectos e importantes: ¡Tú eres importante! Y Dios cuenta contigo por lo que eres, no por lo que tienes: ante él, nada vale la ropa que llevas o el teléfono móvil que utilizas; no le importa si vas a la moda, le importas tú, tal como eres. A sus ojos, vales, y lo que vales no tiene precio.
Cuando en la vida sucede que apuntamos bajo en vez de a lo alto, nos puede ser de ayuda esta gran verdad: Dios es fiel en su amor, y hasta obstinado. Nos ayudará pensar que nos ama más de lo que nosotros nos amamos, que cree en nosotros más que nosotros mismos, que está siempre de nuestra parte, como el más acérrimo de los «hinchas». Siempre nos espera con esperanza, incluso cuando nos encerramos en nuestras tristezas, rumiando continuamente los males sufridos y el pasado. Pero complacerse en la tristeza no es digno de nuestra estatura espiritual. Es más, es un virus que infecta y paraliza todo, que cierra cualquier puerta, que impide enderezar la vida, que recomience. Dios, sin embargo, es obstinadamente esperanzado: siempre cree que podemos levantarnos y no se resigna a vernos apagados y sin alegría. Es triste ver a un joven sin alegría. Porque somos siempre sus hijos amados. Recordemos esto al comienzo de cada día. Nos hará bien decir todas las mañanas en la oración: «Señor, te doy gracias porque me amas; estoy seguro de que me amas; haz que me enamore de mi vida». No de mis defectos, que hay que corregir, sino de la vida, que es un gran regalo: es el tiempo para amar y ser amado.
Zaqueo tenía un segundo obstáculo en el camino del encuentro con Jesús: la vergüenza paralizante. Sobre esto hemos dicho algo ayer por la tarde. Podemos imaginar lo que sucedió en el corazón de Zaqueo antes de subir a aquella higuera, habrá tenido una lucha afanosa: por un lado, la curiosidad buena de conocer a Jesús; por otro, el riesgo de hacer una figura bochornosa. Zaqueo era un personaje público; sabía que, al intentar subir al árbol, haría el ridículo delante de todos, él, un jefe, un hombre de poder, pero muy odiado. Pero superó la vergüenza, porque la atracción de Jesús era más fuerte. Habréis experimentado lo que sucede cuando una persona se siente tan atraída por otra que se enamora: entonces sucede que se hacen de buena gana cosas que nunca se habrían hecho. Algo similar ocurrió en el corazón de Zaqueo, cuando sintió que Jesús era de tal manera importante que habría hecho cualquier cosa por él, porque él era el único que podía sacarlo de las arenas movedizas del pecado y de la infelicidad. Y así, la vergüenza paralizante no triunfó: Zaqueo —nos dice el Evangelio— «corrió más adelante», «subió» y luego, cuando Jesús lo llamó, «se dio prisa en bajar» (vv. 4.6.). Se arriesgó y actuó. Esto es también para nosotros el secreto de la alegría: no apagar la buena curiosidad, sino participar, porque la vida no hay que encerrarla en un cajón. Ante Jesús no podemos quedarnos sentados esperando con los brazos cruzados; a él, que nos da la vida, no podemos responderle con un pensamiento o un simple «mensajito».
Queridos jóvenes, no os avergoncéis de llevarle todo, especialmente las debilidades, las dificultades y los pecados, en la confesión: Él sabrá sorprenderos con su perdón y su paz. No tengáis miedo de decirle «sí» con toda la fuerza del corazón, de responder con generosidad, de seguirlo. No os dejéis anestesiar el alma, sino aspirad a la meta del amor hermoso, que exige también renuncia, y un «no» fuerte al doping del éxito a cualquier precio y a la droga de pensar sólo en sí mismo y en la propia comodidad.
Después de la baja estatura y después de la vergüenza paralizante, hay un tercer obstáculo que Zaqueo tuvo que enfrentar, ya no en su interior sino a su alrededor. Es la multitud que murmura, que primero lo bloqueó y luego lo criticó: Jesús no tenía que entrar en su casa, en la casa de un pecador. ¿Qué difícil es acoger realmente a Jesús, qué duro es aceptar a un «Dios, rico en misericordia» (Ef 2,4). Puede que os bloqueen, tratando de haceros creer que Dios es distante, rígido y poco sensible, bueno con los buenos y malo con los malos. En cambio, nuestro Padre «hace salir su sol sobre malos y buenos» (Mt 5,45), y nos invita al valor verdadero: ser más fuertes que el mal amando a todos, incluso a los enemigos. Puede que se rían de vosotros, porque creéis en la fuerza mansa y humilde de la misericordia. No tengáis miedo, pensad en cambio en las palabras de estos días: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7). Puede que os juzguen como unos soñadores, porque creéis en una nueva humanidad, que no acepta el odio entre los pueblos, ni ve las fronteras de los países como una barrera y custodia las propias tradiciones sin egoísmo y resentimiento. No os desaniméis: con vuestra sonrisa y vuestros brazos abiertos predicáis la esperanza y sois una bendición para la única familia humana, tan bien representada por vosotros aquí.
Aquel día, la multitud juzgó a Zaqueo, lo miró con desprecio; Jesús, en cambio, hizo lo contrario: levantó los ojos hacia él (v. 5). La mirada de Jesús va más allá de los defectos para ver a la persona; no se detiene en el mal del pasado, sino que divisa el bien en el futuro; no se resigna frente a la cerrazón, sino que busca el camino de la unidad y de la comunión; en medio de todos, no se detiene en las apariencias, sino que mira al corazón. Jesús mira nuestro corazón, el tuyo, el mío. Con esta mirada de Jesús, podéis hacer surgir una humanidad diferente, sin esperar a que os digan «qué buenos sois», sino buscando el bien por sí mismo, felices de conservar el corazón limpio y de luchar pacíficamente por la honestidad y la justicia. No os detengáis en la superficie de las cosas y desconfiad de las liturgias mundanas de la apariencia, del maquillaje del alma para aparentar mejores. Por el contrario, instalad bien la conexión más estable, la de un corazón que ve y transmite incansablemente el bien. Y esa alegría que habéis recibido gratis de Dios, por favor, dadla gratis (cf. Mt 10,8), porque son muchos los que la esperan. Y la esperan de vosotros.
Escuchemos por último las palabras de Jesús a Zaqueo, que parecen dichas a propósito para nosotros, para cada uno de nosotros: «Date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa» (v. 5). «Baja inmediatamente, porque hoy debo quedarme contigo. Ábreme la puerta de tu corazón». Jesús te dirige la misma invitación: «Hoy tengo que alojarme en tu casa». La Jornada Mundial de la Juventud, podríamos decir, comienza hoy y continúa mañana, en casa, porque es allí donde Jesús quiere encontrarnos a partir de ahora. El Señor no quiere quedarse solamente en esta hermosa ciudad o en los recuerdos entrañables, sino que quiere venir a tu casa, vivir tu vida cotidiana: el estudio y los primeros años de trabajo, las amistades y los afectos, los proyectos y los sueños. Cómo le gusta que todo esto se lo llevemos en la oración. Él espera que, entre tantos contactos y chats de cada día, el primer puesto lo ocupe el hilo de oro de la oración. Cuánto desea que su Palabra hable a cada una de tus jornadas, que su Evangelio sea tuyo, y se convierta en tu «navegador» en el camino de la vida.
Jesús, a la vez que te pide entrar en tu casa, como hizo con Zaqueo, te llama por tu nombre. Jesús nos llama a todos por nuestro nombre. Tu nombre es precioso para él. El nombre de Zaqueo evocaba, en la lengua de la época, el recuerdo de Dios. Fiaros del recuerdo de Dios: su memoria no es un «disco duro» que registra y almacena todos nuestros datos, su memoria es un corazón tierno de compasión, que se regocija eliminando definitivamente cualquier vestigio del mal. Procuremos también nosotros ahora imitar la memoria fiel de Dios y custodiar el bien que hemos recibido en estos días. En silencio hagamos memoria de este encuentro, custodiemos el recuerdo de la presencia de Dios y de su Palabra, avivemos en nosotros la voz de Jesús que nos llama por nuestro nombre. Así pues, recemos en silencio, haciendo memoria, dando gracias al Señor que nos ha traído aquí y ha querido encontrarnos.
Comentario: Dios tiene misericordia
«Hoy tengo que alojarme en tu casa» (Lc 19,5)El espejo de la bienaventuranza eterna [fr]
Las personas de las cuales te acabo de hablar, se parecen a Zaqueo. Desean ver a Jesús para saber quién es, y por eso se quedan cortos todo razonamiento y toda luz natural. Avanzan, pues, delante de toda la multitud y de la dispersión de las criaturas. Por la fe y el amor suben por encima de su pensamiento, allí donde el espíritu permanece lejos del afecto a toda imagen y libre de todo. Es allí donde Jesús es visto, reconocido y amado en su divinidad. Porque él está siempre presente en todos los espíritus libres y elevados que, amándole, han sido elevados por encima de ellos mismos. Es allí que desborda plenamente en dones y gracias.
Y sin embargo, dice a cada una de ellas: «Baja enseguida, porque una libertad de espíritu elevado no puede permanecer allí si no es gracias a un espíritu de humilde obediencia. Porque es necesario que me reconozcas y me ames como Dios y como hombre, a la vez elevado por encima de todo y abajado por debajo de todo. De tal manera que tú podrás saborearme cuando yo te eleve por encima de todo y más allá de ti mismo, en mí, cuando tu te abajes por debajo de todo y de ti mismo, conmigo y por mí. Es entonces que vendré a tu casa, permaneceré en ella y viviré allí contigo y en ti, y tú, conmigo y en mí.»
Cuando alguien conoce esto y lo saborea siente en sí, baja rápidamente, y no se estimando en nada sino con corazón humilde, decepcionado de su vida y de todas sus obras, se dice: «Señor, yo no soy digno, sino muy al contrario, en la morada de mis pecados que son mi cuerpo y mi alma soy indigno de recibir tu cuerpo glorioso en el Santísimo Sacramento (Mt 8,8). Pero tú, Señor, dame tu gracia y ten piedad de mi pobre vida y de todos mis fallos.»
Isidro Gomá y Tomás
El Evangelio Explicado: Jesús en casa de Zaqueo
, Vol. 1, Acervo, Barcelona, 1966pp. 324-327
Explicación. -
También es Lc. el único Evangelista que refiere este episodio de Zaqueo, que tan bien encaja en el «Evangelio de la misericordia», como se ha llamado al tercero. Escrito para los gentiles, es oportunísimo el ejemplo del publicano de Jericó para demostrar que nadie debe desconfiar de la bondad del Señor.
Y habiendo entrado, iba andando por Jericó, lentamente, haciendo su camino hacia Betania, de donde le separaban aún seis horas de viaje, quizás aguardando anocheciera: es probable que pernoctara en la ciudad. Cuando un hombre llamado Zaqueo, nombre hebreo que parece significar Inocencio (Esdr. 2, 9; Neh. 7, 14): de ello se deduce que este hombre era judío de origen (v. 9): Que era jefe de los publicanos, y rico: Jericó, ciudad de gran tránsito e importante centro comercial de productos agrícolas, especialmente de bálsamo, que en la comarca se cosechaba abundante, contaba con numerosos cobradores de tributos o publicanos; Zaqueo, según la palabra griega que le califica, era un jefe de publicanos, quizás un arrendador de contribuciones que tenía a su servicio gente asalariada que tan odiada era de los judíos. Ello nos explica que fuese rico: su profesión era lucrativa; si era arrendador de tributos, necesitaba un capital de garantía para responder de ellos ante los romanos.
Zaqueo deseaba conocer a Jesús: es instinto innato en el hombre conocer por el rostro a los personajes famosos; quizá se le ha dicho que el taumaturgo era amigo de publicanos: Procuraba ver a Jesús, quién fuese. Formaba la multitud valla infranqueable alrededor de Jesús; Zaqueo, bajo de cuerpo, no puede satisfacer sus deseos: Y no podía por la mucha gente, porque era pequeño de estatura. Ello le inspira, a mas de la gracia de Dios que lleva este negocio, una estratagema que le libre de la gente y le permita dominar la multitud: Y corriendo delante, adonde no llegan aún la muchedumbre, se subió a un sicómoro para verle; era un sicómoro, o higuera de Egipto, árbol propio de la Palestina, de hojas semejantes al moral y de frutos parecidos a los higos; sus ramas se extienden horizontales a poca altura del suelo; estaría plantado en alguna plazuela adonde pararía la comitiva: Porque por allí había de pasar.
Jesús fue con el publicano lleno de bondad generosa: Y cuando llegó a aquel lugar, alzando los ojos, le vio: quien quería ver, es visto, y puede contemplar a placer el divino rostro. Le vio y le habló y le llamó por su nombre; conocía Jesús al hombre y lo que había en él (Ioh. 2, 25); él mismo había iniciado el movimiento de Zaqueo hacia Jesús. Y le dijo: Zaqueo, baja presto, porque es menester, lo pide mi caridad, lo exige el socorro que necesitas, que hoy me hospede en tu casa. Así colma Jesús los deseos de Zaqueo: se para, le mira, le habla, le llama por su nombre, estará con e1 aquel día.
Llenó ello de gozo a aquel hombre ingenuo y recto: Y el bajó apresurado, y le recibió gozoso: nunca pudo esperar tanto. En cambio, la gente, que odiaba a los publicanos, y mas aun al jefe de ellos, por ser mayor pecador que ellos (Mt. 9, 11; Lc. 15, 1), manifestó su descontento, no pudiendo substraerse a sus prejuicios, a pesar de que, poco ha, había dado gloria a Dios por la curación del ciego obrada por Jesús: Y todos, al ver esto, murmuraban diciendo que había ido a hospedarse en casa de un pecador.
Mas Zaqueo, presentándose al Señor, reverente, en pie, como el esclavo ante su señor, le dijo, contrayendo ya desde este momento grave y formal compromiso: Señor, la mitad de cuanto tenga, doy a los pobres: doy, no daré; así empieza a hacerse amigos con las riquezas inicuas (Lc. 16, 9, n. 135): y si en algo he defraudado a alguno, le vuelvo cuatro tantos más. La ley mandaba que descubierto el fraude y después de sentencia judicial, debía el robador devolver el doble de lo defraudado (Ex. 22, 9); la ley romana autorizaba a exigir hasta el cuádruplo a quien era cogido en flagrante delito. Zaqueo no se acusa de fraude concreto y manifiesto; pero su oficio es pecaminoso: ha sido duro y exigente con todos; quizá más de lo justo; para componer su conciencia con la justicia y equidad, va más allá de lo que la ley exige en caso de fraude cierto.
Zaqueo corresponde con sobreabundancia a la gracia de Jesús. Y Jesús, que no se deja vencer, le dijo, colmando de gracia al dueño de la casa y a los suyos: Hoy ha entrado la salvación mesiánica en esta casa: aunque publicano, tenía derecho, como todos los hijos de Abraham, a la salvación prometida en pacto solemne al Patriarca: Porque él también es hijo de Abraham. Y a los murmuradores, que le imputan el que se trate con pecadores, da Jesús esta razón general de la economía de la gracia: Pues el Hijo del hombre vino a buscar y salvar lo que había perecido: expresión llena de bondad y misericordia, que concreta uno de los grandes oficios que vino el Verbo humanado a llenar en la tierra.
Lecciones morales.
- A) v. 3. - Procuraba ver a Jesús, quien fuese... — Si hubiese visto a Jesús, dice un comentarista, ya no hubiese ejercido de publicano: porque nadie ve y conoce a Jesús y persevera en sus pecados. Es buena disposición para dejarlos el deseo de conocer a Jesús: porque a más de que ello es un comienzo de santificación, el conocimiento de la santidad de Jesús engendra natural horror a nuestros pecados e imperfecciones. El conocimiento de Jesús es la vida eterna (Ioh. 17, 3); por ello, como Zaqueo, debemos forcejear para vencer la resistencia de las multitudes, que no son otra cosa que los obstáculos de todo genero que impiden nuestra visión, negocios, pecados, amigos, diversiones, etc., y alargar nuestra baja estatura, subiéndonos al árbol de la fe y de los grandes principios de la vida humana, que nos permiten dominar el flujo de las cosas caducas de la tierra.
B) v. 5. - Alzando los ojos, le vio... — Vio Jesús el alma de aquel hombre ansiosa de vivir santamente, y la convirtió, dice San Cirilo. Es el mismo deseo expresado por el Salmista: «Deseó en todo tiempo mi alma cumplir tus mandamientos» (Ps. 118, 20). Dios premia siempre los sinceros deseos de servirle, ayudándonos con su gracia, sin la que nada podemos. Un deseo de hacer el bien es una aproximación a Dios, fuente de toda bondad y de todo bien; a esta aproximación responde siempre el Señor acercándose a nosotros, como lo hizo con el profeta, «porque era varón de deseos» (Dan. 9, 23). Los deseos del alma son malos, y llevan al mal: ¿por qué los deseos del bien no deben ser ya cosa buena, que pueden tener la eficacia de llegar a hacer el bien? Y no hay bien que de Dios no venga.
C) v. 6. -El bajó apresurado, y le recibió gozoso. — Aprendan los ricos, dice San Ambrosio, que no está el crimen en las riquezas, sino en aquellos que no saben usar de ellas: porque las riquezas, así como son para los malos un obstáculo para la virtud, son medio utilísimo de ella a los buenos.
D) v. 8.- Y si en algo he defraudado a alguno, le vuelvo cuatro tantos más. — ¡Qué lenguaje de sinceridad, de lealtad, de desprendimiento, de pena por la injusticia quizá cometida, el que transpiran estas palabras de Zaqueo! ¡Cuánto distan de él los ricos de hoy! Para la mayoría de ellos no tiene la vida más que un fin: atesorar. Limpio o menos limpio, quieren todos aumentar su caudal. Dar la mitad de los bienes a los pobres sería un hecho insólito, tenido tal vez como una sandez. Al contrario, utilizar a los pobres para aumentar las riquezas, esto es quizá tenido como medio normal de hacer negocio. Restituir cuatro veces lo defraudado, es un milagro cuando se tiene la conciencia de ello; cosa jamás vista cuando no se puede concretar el punto en que se cometió la injusticia, aunque quizá todo un negocio o toda una vida no hayan hecho más que bordear la injusticia. En verdad que es difícil entrar los ricos en el cielo; y que es muy costoso hacer para ello lo que hizo Zaqueo, según palabra de San Beda: fue un camello que depuso la enorme y pesada giba de sus bienes a los pies de Jesús, para entrar por el ojo de la aguja, que son las estrecheces de la justicia y de la caridad, y pasar así al Reino de los cielos.
Uso Litúrgico de este texto (Homilías)
por hacerpor hacer
por hacer
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
San Ambrosio
1-4. Zaqueo se encuentra sobre un sicómoro y el ciego en el camino; el Señor espera a uno de ellos para curarle y honra al otro penetrando en su casa. Acerca de esto se dice: «Y habiendo entrado Jesús, pasaba por Jericó…» Y con razón elige a un jefe de los publicanos, porque ¿quién desesperará de sí cuando éste alcanzó la gracia, siendo así que recaudaba los tributos con engaño? Y en verdad que era rico, para que conozcas que no todos los ricos son avaros.
¿Qué significa que no se hable de la estatura de ningún otro? Véase si es que era pequeño por su malicia, o pequeño por su fe, porque aún no estaba dispuesto cuando subió al árbol y todavía no había visto al Salvador.
Muy oportunamente añade que el Señor había de pasar por donde estaba el sicómoro, o cerca de Zaqueo, para que conociese el misterio y difundiese la gracia; porque había venido así para venir a los gentiles por medio de los judíos. Así vio a Zaqueo en lo alto; porque brillaba ya la sublimidad de su fe entre los frutos de las buenas obras, y en la altura de la fecundidad del árbol. Zaqueo está sobre el árbol porque se sobrepone a la ley.
5. No habiendo sido invitado por él, se invita a sí mismo. Por esto dice: «Y le dijo: Zaqueo, desciende pronto, porque…» Sabía, pues, que su hospitalidad obtendría una gran recompensa, aun cuando no había oído todavía la voz del que le había de convidar; pero ya conocía su deseo.
8-9. Aprendan los ricos que no consiste el crimen en las riquezas, sino en no saber usar de ellas; porque así como las riquezas son impedimentos para los malos, son también un medio de virtud para los buenos.
San Cirilo
Pero Zaqueo no se detuvo por este obstáculo (su riqueza), por lo que se hizo acreedor a la gracia de Dios que ilumina a los ciegos y llama a los que están lejos.
Vio, en verdad, que aquel hombre hacía los mayores esfuerzos por vivir santamente y lo convirtió a la piedad.
La turba es la confusión de la multitud ignorante, que no pudo alcanzar la altura de la sabiduría; por esto Zaqueo no vio al Señor mientras andaba entre las turbas; pero sobreponiéndose a la ignorancia de la plebe mereció tener a su mesa a quien había deseado ver.
Tito Bostrense
3. Había germinado en él la semilla de la salvación, porque deseaba ver al Salvador. Por esto sigue: «Y procuraba ver a Jesús, quien quiera que fuese» a pesar de que nunca le había visto, porque si le hubiera visto sin duda se hubiese apartado de la mala vida de publicano. Por tanto, si alguno ve a Jesús ya no puede continuar con mala vida. Dos obstáculos le habían impedido verle: la muchedumbre, no tanto de los hombres como de sus pecados (o crímenes) y el ser pequeño de estatura; por eso sigue: «Y no podía por la mucha gente, porque era pequeño de estatura».
4. Pero se le ocurrió una buena idea. Porque apresurándose subió a un sicómoro, y entonces pudo ver, como deseaba, a Jesús que pasaba. Por esto sigue: «Y corriendo delante, se subió a un sicómoro para verle, porque había de pasar por allí». El solamente deseaba verlo; pero el que hace por nosotros más de lo que pedimos, le concedió más de lo que esperaba. Continúa, pues: «Y cuando Jesús llegó a aquel lugar, le vio».
Beda
3-4. La turba, esto es, la costumbre de los vicios, que era la que increpaba al ciego para que no pidiese la luz, es también la que impide que éste vea a Jesús; pero así como el ciego gritando más venció a la turba, así este pequeño, dejando las cosas de la tierra y subiendo al árbol de la cruz, se levanta sobre la turba. El sicómoro, pues, que es un árbol de hojas semejantes al moral, pero de más altura (por lo que los latinos le llaman celsa), se llama higuera salvaje o sin fruto; también la cruz del Salvador alimenta, como la higuera, a los que creen en El; pero los incrédulos se burlan de la cruz creyéndola estéril. A este árbol (de la cruz) se sube el pequeño Zaqueo para elevarse; y dice, como todo humilde y que conoce su propia debilidad: «No quiero gloriarme en otra cosa más que en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo» ( Gál 6,14).
En sentido espiritual puede decirse que Zaqueo, cuya palabra quiere decir justificado, significa al pueblo creyente que nacería de los gentiles, a pesar de que por las preocupaciones que tenía por las cosas temporales vivía como oprimido y empequeñecido, pero fue santificado por Dios; deseó ver al Salvador cuando entró en Jericó queriendo participar de la fe que trajo al mundo.
5-6. Adelantándose el Señor, llegó al sitio en donde Zaqueo se encontraba subido al sicómoro; porque enviando sus predicadores por todo el mundo, por los cuales hablaba y marchaba El, vino al pueblo gentil que se había elevado ya por la fe de su pasión; a quien levantando la vista vio, porque le eligió por la gracia. Alguna vez se detenía el Señor en la casa del principal de los fariseos, pero mientras El hacía cosas dignas de Dios ellos le mortificaban con su lengua. Por lo que el Salvador, detestando su proceder, se salió diciendo: «Quedará vuestra casa desierta» (Mt 23,38). Pero hoy conviene que permanezca en la casa del pequeño Zaqueo, esto es, que descanse en el corazón de las naciones humildes, resplandeciendo la gracia de la ley nueva. Respecto a que se le manda bajar del árbol y preparar un lugar en su casa, ya lo explica el Apóstol cuando dice: «Y si hemos visto a Jesucristo según la carne, ahora ya no le vemos» ( 2Cor 5,16); y otra vez dice en otro lugar: «Y si ha muerto según la debilidad (de la carne), vive según la fuerza de Dios». Con esto se da a entender que los judíos habían detestado siempre la salud de los gentiles; pero la salud que en otros tiempos llenaba las casas de los judíos, hoy brilla en el pueblo pagano, porque El también era hijo de Abraham, creyendo en Dios.
He aquí cómo el camello, dejando la carga de su jiba, pasa por el ojo de la aguja; esto es, el publicano siendo rico, habiendo dejado el amor de las riquezas y menospreciando el fraude, recibe la bendición de hospedar al Señor en su casa. Sigue pues: «Y él descendió apresurado, y le recibió gozoso…»
9. Se dice que Zaqueo es hijo de Abraham, no porque hubiese nacido de su estirpe, sino porque le imitó en su fe, y así como aquél abandonó su país y la casa de su padre, así éste abandonaba también sus bienes distribuyéndolos a los pobres. Muy oportunamente dice: «Porque él también», por cuanto declara que no sólo aquellos que viven bien, sino aquellos que dejan la mala vida, pertenecen a los hijos de la promesa.
San Juan Crisóstomo
7. Pero considera la excesiva bondad del Salvador. El inocente trata con los culpables, la fuente de la justicia con la avaricia, que es fundamento de perversidad; cuando ha entrado en la casa del publicano, no sufre ofensa alguna por la nebulosidad de la avaricia; antes al contrario hace desaparecer la avaricia con el brillo de su justicia. Pero los murmuradores y los amantes de censurar, empiezan a tentarle acerca de lo que hacía. Sigue, pues: «Y como todos vieron esto, murmuraban diciendo que había ido a hospedarse a la casa de un pecador…»
¿Por qué me recrimináis si encamino bien a los pecadores? Tan distante está de mí el odio a los pecadores, que si he venido al mundo ha sido por ellos; porque he venido como médico y no como juez; por esto me convido en casa de los enfermos, sufro el mal olor que despiden y les aplico los remedios. Dirá alguno: ¿cómo es que San Pablo manda que si uno de nuestros hermanos es lascivo o avaro no comamos siquiera con él, y Jesucristo se convida en casa de los publicanos? ( 1Cor 5,11). Pero éstos todavía no habían llegado a ser hermanos, y San Pablo mandó que no se tratase con los hermanos cuando obran mal; pero ahora todos habían cambiado.
8. Pero El, acusado como convidado y amigo de los publicanos, despreciaba todas estas cosas, con el fin de llevar adelante su propósito; porque no cura el médico si no soporta la hediondez de las llagas de los enfermos y sigue adelante en su propósito de curarle. Esto mismo sucedió entonces: el publicano se había convertido y se hizo mejor que antes. Prosigue: «Mas Zaqueo, presentándose al Señor, le dijo: Señor, la mitad de cuanto tengo doy a los pobres…» Cosa admirable. Todavía no se le habla y ya obedece. Y como el sol no ilumina una casa con palabras, sino con hechos, así el Salvador con los rayos de su justicia hace huir la niebla de la torpeza; porque la luz brilla en las tinieblas. Todo lo que está unido es fuerte, pero lo que está dividido es débil, por eso Zaqueo dividió su fortuna. Debe considerarse con atención que no todas las riquezas de Zaqueo eran injustas, sino que también las había reunido por lo que había heredado de sus padres. De otro modo, ¿cómo hubiera podido restituir el cuádruplo de lo que se había adquirido mal? Sabía muy bien que la ley mandaba restituir el cuádruplo de lo que se había adquirido mal para que se mitiguen los castigos por no haber temido la ley. Pero Zaqueo no espera el castigo de la ley y se constituye en juez de sí mismo.
Teofilacto
3-4. Es fácil traducir todo esto en una enseñanza moral: todo el que aventaja a los demás en malicia es pequeño en su estatura espiritual, y no puede ver a Jesús en medio de la turba; porque, aturdido por las pasiones y por los cuidados del siglo, no ve a Jesús cuando pasa, esto es, cuando obra sobre nosotros, no conociendo su proceder. Subió sobre un sicómoro, esto es, la dulzura de la voluptuosidad representada por el higo, y abatiéndole, es elevado, ve y es visto por Jesucristo.
5. Y el Señor le dice: «Desciende presto»; esto es, has subido por la penitencia a ese elevado lugar, baja por la humildad para que no te sorprenda el orgullo, porque me conviene descansar en la casa del humilde.
8. En nosotros existen dos especies de bienes (a saber: los corporales y los espirituales); el justo deja todo lo corporal para los pobres, pero no abandona los bienes espirituales; mas si tomó algo de alguno le devuelve cuatro veces más; dando a conocer por esto que si alguno por la penitencia marcha por el camino contrario al de su maldad primitiva, enmienda por sus muchas virtudes todas sus antiguas faltas; y así es como merece la salvación y ser llamado hijo de Abraham, porque renuncia a su propia estirpe, es decir, a la antigua maldad.
8-9. Pero si se examina con más atención, nada le quedaba de su propia fortuna. Si daba la mitad de sus bienes a los pobres, con lo que quedaba cedía a los perjudicados el cuádruplo, y no sólo prometía esto sino que también lo hacía, porque no dice: «daré la mitad y restituiré el cuádruplo», sino: doy y restituyo. Entonces el Salvador le ofrece la salvación. Sigue pues: «Y Jesús le dijo: Hoy ha venido la salvación a esta casa» dando a conocer que el mismo Zaqueo había recibido la salvación, significando por casa al que la habita. Sigue pues: «Porque él también es hijo de Abraham». Y no habría llamado hijo de Abraham a una cosa inanimada.
No dijo tampoco que era hijo de Abraham sino que ahora lo es; porque primeramente cuando era jefe de publicanos, como no tenía semejanza alguna con el justo Abraham, no era hijo de Abraham; pero como murmuraban algunos porque habitaba con un hombre pecador, añadió para hacerles callar: «Pues el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar», etc.
San Gregorio, Moralium 27, 26
4. Pero como el sicómoro es una higuera que no produce higos, el pequeño Saqueo subió a él y vio al Señor; porque los que eligen humildemente la necedad del mundo contemplan el brillo de la sabiduría del Señor. ¿Qué cosa hay más necia en este mundo que no buscar lo que se ha perdido, dejar lo que se tiene para que lo roben y no pagar injurias con injurias? Por esta sabia necedad, aun cuando todavía no se haya adquirido de una manera sólida tal y como es, llegamos a ver la sabiduría de Dios por la luz de la contemplación.