Lc 15, 1-10 – Parábolas de la oveja y la dracma perdidas
/ 7 noviembre, 2013 / San LucasTexto Bíblico
1 Solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. 2 Y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos».
3 Jesús les dijo esta parábola: 4 «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? 5 Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; 6 y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”. 7 Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.
8 O ¿qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? 9 Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido”. 10 Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
San Gregorio, in Evang hom. 34
1-3. Por esta razón se deduce que la verdadera justicia tiene compasión y la falsa justicia desdén, aun cuando los justos suelen indignarse con razón por los pecadores. Pero una cosa es la que se hace con apariencia de soberbia y otra la que se hace por celo a la disciplina. Porque los justos, aunque exteriormente exageran sus reprensiones por la disciplina, sin embargo, interiormente conservan la dulzura de la caridad y, por lo general, prefieren en su ánimo a aquellos a quienes corrigen, que a sí mismos. Obrando así mantienen a sus súbditos en la disciplina y a la vez se mantienen ellos en la humildad. Por el contrario, los que acostumbran a ensoberbecerse por la falsa justicia, desprecian a todos los demás, sin tener ninguna misericordia de los que están enfermos y, porque se creen sin pecado, vienen a ser más pecadores. De este número eran los fariseos, quienes cuando censuraban al Señor porque recibía a los pecadores, reprendían con un corazón seco al que es la fuente misma de la caridad. Pero como estaban enfermos o ignoraban que lo estaban, el médico celestial usa con ellos, hasta que conociesen su estado, de remedios suaves. Sigue, pues: «Y les propuso esta parábola: ¿Quién de vosotros es el hombre que teniendo cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve y va a buscarla?» Propuso esta semejanza que todo hombre puede comprender y, sin embargo, se refiere al Creador de los hombres. Porque ciento es un número perfecto y El tuvo cien ovejas porque poseyó la naturaleza de los santos ángeles y de los hombres. Por esto, sigue: «Que tiene cien ovejas».
4. Se perdió una oveja cuando el hombre abandonó, por el pecado, los pastos de la vida. Se quedan las otras noventa y nueve en el desierto. Porque el número de las criaturas racionales (esto es, de los ángeles y de los hombres), que ha sido creado para ver a Dios, queda disminuido con la pérdida del hombre. Por esto sigue: «¿No deja las noventa y nueve en el desierto?» Esto es, porque había dejado los coros de los ángeles en el cielo. El hombre abandonó el cielo cuando pecó. Y para que se completase el número de las ovejas en el cielo, era buscado el hombre, perdido en la tierra. Por esto prosigue: «Y va a buscar la que se había perdido».
5-6. Puso la oveja sobre sus hombros porque, habiendo tomado la naturaleza humana, llevó sobre sí todos nuestros pecados (Is 53). Habiendo encontrado la oveja, vuelve a su casa. Porque nuestro pastor, una vez redimida la humanidad, vuelve al reino de los cielos. Por esto sigue: «Y viniendo a casa, llama a sus amigos y vecinos diciéndoles: Dadme el parabién, porque he hallado mi oveja que se había perdido». Llama amigos y vecinos a los coros de los ángeles. Estos son amigos suyos, porque constantemente cumplen su voluntad sin cesar. También son vecinos suyos, porque gozan a su lado de la claridad de su presencia.
Debe advertirse que no dice: Felicitaos por la oveja encontrada, sino: dádmela a mí. Porque nuestra vida es su alegría y cuando somos llevados al cielo hacemos el colmo de ella.
7. Declara el Señor que habrá más alegría en el cielo por la conversión de los pecadores que por la perseverancia de los justos. Porque todos aquellos que no viven bajo el yugo del pecado, están siempre en el camino de la justicia, pero no anhelan con afán la patria celestial. Y la mayor parte andan perezosos en las prácticas de las buenas obras, porque se creen seguros por no haber cometido las culpas más graves. Por el contrario, aquellos que recuerdan haber cometido faltas, afligidos por su dolor, se enardecen en el amor de Dios. Y como ven que han obrado mal respecto del Señor, recompensan los males primeros con los méritos que les siguen. Por tanto, hay mayor alegría en el cielo. Como sucede en las batallas que el capitán ama más a aquel soldado que después de haber huido vuelve y combate con más ardor al enemigo, que a aquel que nunca ha vuelto las espaldas, pero que nunca ha peleado con ardor. Así, el labrador estima más aquella tierra que después de abrojos produce óptimos frutos, que aquella que nunca produce ni espinas ni fruto abundante. Pero entre estas cosas debe tenerse en cuenta que hay muchos justos cuya vida causa tanta alegría que no puede preferirse a ella ninguna penitencia. De aquí debe deducirse que el Señor goza mucho cuando el justo llora humildemente, puesto que le llena de alegría que el pecador condene el mal que ha hecho por la penitencia.
8-9. Lo mismo que se representa por el pastor, se representa por la mujer, porque aquél es el mismo Dios y ésta la sabiduría de Dios. El Señor creó a imagen suya la naturaleza angélica y la naturaleza humana para que lo conociesen. Tuvo diez dracmas, porque nueve son los coros de los ángeles y, para completar el número de los elegidos, el hombre fue creado décimo.
Y como la imagen le representa en la moneda, la mujer perdió la dracma cuando el hombre -que había sido creado a imagen de Dios- dejó de parecérsele cuando pecó. Y esto es lo que añade: «¿Si perdiere una dracma no enciende el candil?». La mujer enciende la antorcha porque la sabiduría de Dios apareció en la humanidad. La antorcha es una luz en un vaso de barro. La divinidad en la carne es como la luz en el vaso de barro. Una vez encendida la antorcha, prosigue: «Y barre la casa», porque así como su divinidad ha resplandecido en la humanidad, toda nuestra conciencia quedó limpia. Esta palabra barre no se diferencia de limpia, que se lee en los demás códices. Porque el alma depravada, si no se limpia primero por el temor, no queda limpia de los defectos en que vivía. Una vez barrida la casa se encuentra la dracma. Por eso sigue: «Y la busca con cuidado hasta hallarla». Cuando la conciencia humana es sacudida[ref]»Sacudida», en el sentido de limpiar, sacudir el polvo, lo que hace referencia al acto de barrer de la mujer que busca la dracma.[/ref], es reparada en el hombre la semejanza del Creador.
Los espíritus celestiales se encuentran tanto más unidos con la divina sabiduría, cuanto más se aproximan por la gracia de su visión permanente.
10. Hacer penitencia es llorar los pecados pasados y llorando, no volver a cometerlos. Porque el que llora unos pecados a la vez que vuelve a cometerlos, o ignora qué es hacer penitencia, o la hace fingidamente. Debe considerarse también que para satisfacer a su Creador, aquel hombre que hizo lo que está prohibido debe abstenerse aún de lo que está permitido y el que recuerde que faltó en lo grave, debe censurarse por lo leve.
San Cirilo
4-7. Observa aquí la grandeza del reino de nuestro Salvador. Cuando dice cien ovejas se refiere a toda la multitud de las criaturas racionales que le están subordinadas; porque el número cien, compuesto de diez décadas, es perfecto. Pero de éstas se ha perdido una que es el género humano, que habita en la tierra.
¿Cómo es que abandona todas las demás y sólo tiene caridad respecto de una sola? De ningún modo. Todas las demás se encuentran en su redil, defendidas por su diestra poderosa. Pero debía compadecerse más de la perdida, para que no quedase incompleto el resto de sus criaturas. Una vez recogida ésta, el número ciento recobra su perfección.
8-9. Por la parábola que precede, en la que se dice que el género humano era una oveja descarriada, se nos enseña que somos creaturas de Dios omnipotente que nos ha hecho a nosotros, -y no nosotros a El- y que somos ovejas de sus pastos. Ahora añade la segunda parábola, en que el género humano es comparado a una dracma que se ha perdido. Por medio de ésta manifiesta que hemos sido creados a imagen y semejanza del Rey, esto es, del Dios excelso. Porque la dracma es una moneda que lleva impresa la imagen del rey. Por esto dice: «¿O qué mujer que tiene diez dracmas, si perdiese una dracma…»
Teofilacto
1-3. Esto lo consentía, porque con este fin había tomado nuestra carne, acogiendo a los pecadores como el médico a los enfermos. Pero los fariseos verdaderamente criminales correspondían a esta bondad con murmuraciones. Por lo cual sigue: «Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: Este recibe…»
4-7. Se llaman, pues, ovejas, los espíritus celestiales, porque toda naturaleza creada es animal respecto de Dios. Pero son llamados amigos y vecinos por ser criaturas racionales.
8-9. Son sus amigas, porque cumplen su voluntad; vecinas suyas, porque son incorpóreas. O bien: son amigos suyos todos los espíritus celestes, pero son sus vecinos los que están más cerca, como son los tronos, los querubines y los serafines.
San Ambrosio
1-3. Puede aprenderse en lo dicho hasta el momento que no debemos preocuparnos de las cosas de la tierra, ni preferir lo caduco a lo imperecedero. Pero como la fragilidad humana no puede tener un instante firme mientras viva en este mundo impúdico, este buen médico nos ha proporcionado remedios contra el error. Y como Juez misericordioso, no nos niega la esperanza del perdón. Por esto sigue: «Y se acercaban a El los publicanos…»
4-7. Este pastor es tan rico, que todos nosotros sólo formamos una centésima parte de su rebaño. Por eso sigue: «Y si perdiere una de ellas, no deja las noventa y nueve…»
10. Los ángeles, como racionales, se alegran también en la redención inmerecida de los hombres. Por esto sigue: «Os digo, que así habrá más gozo en el cielo sobre un pecador que hiciere penitencia, que sobre noventa y nueve justos que no han menester penitencia». Sirva esto de aliciente para obrar bien. Porque cada uno puede creer que su conversión será agradable a los coros de los ángeles, cuyo patrocinio se debe buscar, así como se debe temer su ofensa.
San Agustín De quaest.Evang. 2, 32-33
4. O bien: aquellas noventa y nueve que dejó en el desierto, se refieren a los soberbios que, llevando la soledad -por decirlo así- en el alma, quieren aparecer como que son solos. A estos les falta la unidad para la perfección. Así, cuando alguno se separa de la verdadera unidad, se separa por soberbio. Deseando no depender más que de su propio poder, prescinde de la unidad, que está en Dios. Se aleja de todos los reconciliados por la penitencia, que se obtiene con la humildad.
8-9. También coloca entre las nueve dracmas, así como entre las noventa y nueve ovejas, la representación de aquellos que -presumiendo de sí- se prefieren a los pecadores que vuelven al camino de la salvación. Uno falta a nueve para que sean diez. Y al noventa y nueve también le falta uno para ser ciento. Este uno designa a todos los reconciliados por la penitencia.
San Gregorio Niceno
5. Cuando el pastor encuentra la oveja, no la castiga ni la conduce al redil violentamente sino que, colocándola sobre sus hombros y llevándola con clemencia, la reúne con su rebaño. Por esto sigue: «Y cuando la hallare, la pone sobre sus hombros gozoso».
8-10. De otro modo: creo que el Señor nos da a conocer en la búsqueda de la dracma perdida que no nos viene utilidad alguna de la práctica de las virtudes exteriores -a las que llama dracmas- aun cuando se posean todas, si queda el alma como viuda de aquella que le da el brillo de la semejanza de Dios. Por esto, primero manda encender la luz -esto es, la palabra divina que descubre las cosas ocultas-, o acaso la lámpara de la penitencia. Pero en la casa propia -en sí mismo y en su conciencia- conviene buscar la dracma perdida. Es decir, la imagen del rey, que no se ha perdido del todo, sino que está cubierta debajo del abono, que significa la miseria humana. Una vez quitado éste con esmero, es decir limpiado por el esfuerzo de la vida, resplandece lo que fue encontrado. Por esto conviene que aquella que la encuentra se alegre y que llame a participar de su alegría a las vecinas, esto es, a las que están más próximas, que son las virtudes; a saber: el entendimiento, la sensibilidad y todos los afectos que puedan considerarse como propios del alma, que deben alegrarse en el Señor. Finalmente, para concluir la parábola añade: «Así os digo que habrá gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que hace penitencia».
San Gregorio Nacianceno
9. Una vez encontrada la dracma hace participante de su alegría a los espíritus celestiales, a quienes hace dispensadores de sus beneficios. Y sigue: «Y después que la ha encontrado, junta a las amigas y vecinas…»
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Ambrosio, obispo
Tratados: La misericordia de la cruz
Tratado sobre el evangelio de San Lucas 7, 207-209
«Las tres parábolas de la misericordia» (cf. Lc 15).
No carece de significado que Lucas nos haya presentado tres parábolas seguidas: La oveja perdida se había descarriado y fue recobrada, la dracma perdida fue hallada; el hijo pródigo que daban por muerto lo recobraron con vida, para que, solicitados por este triple remedio, nosotros curásemos nuestras heridas. ¿Quién es este padre, este pastor, esta mujer? ¿No es Dios Padre, Cristo, la Iglesia? Cristo que ha cargado con tus pecados te lleva en su cuerpo; la Iglesia te busca; el Padre te acoge. Como un pastor, te conduce; como una madre, te busca; como un padre te viste de gala. Primero la misericordia, después la solicitud, luego la reconciliación.
Cada detalle conviene a cada uno: el Redentor viene en ayuda, la Iglesia asiste, el Padre se reconcilia. La misericordia de la obra divina es la misma, pero la gracia varía según nuestros méritos. La oveja cansada es conducida por el pastor, la dracma perdida es hallada, el hijo vuelve donde su padre y vuelve plenamente arrepentido de su mala vida…
Alegrémonos, pues, que esta oveja que había perecido en Adán sea recogida en Cristo. Los hombros de Cristo son los brazos de la cruz; aquí he clavado mis pecados, aquí, en el abrazo de este patíbulo he descansado.
San Juan María Vianney (Cura de Ars), presbítero
Sermones: Misericordia infinita de Dios
Sermón para el III domingo después de Pentecostés, 1º sobre la misericordia
«Hay alegría entre los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente» (Lc 15,10).
La conducta que Jesucristo tuvo durante su vida mortal, nos muestra la grandeza de su misericordia para con los pecadores. Vemos que todos ellos se acercan a hacerle compañía, y él, lejos de rechazarlos o por lo menos alejarse, al contrario, hizo todo lo posible para encontrarse entre ellos, con el fin de atraerlos hacia su Padre. Los va a buscar por los remordimientos de conciencia, los hace volver por su gracia y los gana con sus modales amorosos. Los trata con tanta amabilidad, que incluso los defiende ante los escribas y fariseos que quieren culparlos, y que parecen que no querer el sufrimiento de Jesucristo.
Va incluso más allá: quiere justificar su conducta hacia ellos con una parábola que retrata, de la mejor manera, la grandeza de su amor por los pecadores, diciéndoles: «Un pastor que tenía cien ovejas, habiendo perdido una, deja a todas las demás y va corriendo a buscar a la que se había perdido, y, habiéndola encontrado, se la pone sobre sus hombros para ahorrarle las dificultades del camino. Entonces, después de devolverla a su redil, invitó a todos sus amigos para que se alegraran con él, por haber encontrado la oveja que estaba perdida». Y añadió también esta parábola de una mujer que tiene diez monedas de plata y habiendo perdido una, enciende la lámpara para buscar en cada rincón de su casa, y habiéndola encontrado, invita a todos sus amigos para que se alegren con ella. «Por ello, dijo, que el cielo entero, se alegra por el regreso de un pecador que se arrepiente y hace penitencia. Yo no he venido a salvar a los justos sino a los pecadores, los que están sanos no necesitan médico, sino los enfermos»(Lc 5,31-32).
Vemos que Jesús aplica a sí mismo la imagen viva de la grandeza de su misericordia hacia los pecadores. ¡Qué suerte para nosotros saber que la misericordia de Dios es infinita! ¡Qué intenso deseo debemos sentir nacer en nosotros, que nos llevará a arrodillarnos a los pies de un Dios que nos recibirá con tanta alegría!
San Pedro Crisólogo, obispo
Sermones: ¡Busquemos a Cristo, llevemos a Cristo!
Sermón 168, 4-6; CCL 24B, 1032-1034
Dios va en busca de una oveja para la salvación de todas.
El mero hecho de encontrar un objeto que habíamos perdido nos llena de un gozo renovado cada vez. Y este gozo es más grande que el que experimentamos, antes de perderlo, cuando este objeto estaba bien guardado. Pero la parábola de la oveja perdida habla más de la ternura de Dios que de la manera como los hombres se comportan habitualmente. Y expresa una verdad profunda. Dejar lo que tiene importancia por amor a lo que hay de más humilde es propio del poder divino, no de la codicia humana. Porque Dios incluso hace existir lo que no existe; y va en busca de lo que está perdido aún cuidando lo que ha dejado en su lugar, y encuentra lo que se había perdido sin perder lo que tiene bajo su custodia.
He aquí porque este pastor no es de la tierra sino del cielo. La parábola no es, de ninguna manera, la representación del obrar humano, sino que esconde misterios divinos, tal como lo demuestran los nombres que, de entrada, menciona: “Si uno de entre vosotros, dice el Señor, tiene cien ovejas y pierde una”… Ved como la pérdida de una sola oveja ha hecho sufrir, dolorosamente, al pastor, como si el rebaño entero, privado de su protección hubiera tomado un mal camino. Por eso, dejando a las noventa y nueve restantes, va en busca de una sola, se ocupa de una sola, a fin de reencontrarlas y salvar a todas en ella.
Este hombre que posee cien ovejas, Cristo, es el buen pastor, el pastor misericordioso que agrupó a todo el género humano en una sola oveja, es decir, en Adán. Había colocado a la oveja en un paraíso delicioso y en una región de pastos abundantes. Pero ella, fiándose de los alaridos del lobo, olvidó la voz del pastor, perdió el camino que conduce al redil de la salvación y quedó lastimada con heridas mortales. Cristo ha venido al mundo a buscar la oveja y la encontró en el seno de la Virgen. Ha venido, ha nacido en la carne, ha colocado la oveja en la cruz, y la ha tomado sobre sus hombros en la pasión. Luego, lleno del gozo de la resurrección, la ha levantado, por su ascensión, hasta las moradas celestiales.
«… Reúne a sus amigas y vecinas» (Lc 15,9) es decir, a los ángeles y les dice: «¡Alegraos conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido!» Los ángeles cantan de júbilo y exultan con Cristo por el retorno de la oveja del Señor. No se irritan al verla entronizada con majestad. Porque la envidia no existe en el cielo de donde ha sido arrojada junto con el diablo. Gracias al Cordero que quita el pecado del mundo, el pecado de la envidia ya no puede penetrar en los cielos.
Hermanos, Cristo ha venido a buscarnos a la tierra. ¡Busquémosle nosotros en el cielo! Nos ha llevado a la gloria de su divinidad. Llevémosle en nuestro cuerpo por la santidad de vida.
Isaac de la Stella, monje cisterciense
Sermones: El tiempo favorable
Sermón 35, 2º domingo de Cuaresma
«¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido» (Lc 15,6).
Cuando llegó el tiempo de la misericordia (Sal 101,14), el Buen Pastor descendió de junto al Padre…, tal como había prometido desde toda la eternidad. Vino a buscar a la única oveja que se había perdido. Para ella fue prometido desde siempre; para ella fue enviado en el tiempo; para ella nació y se nos dio, predestinado eternamente para ella. Es única, sacada tanto de los judíos como de las otras naciones…, presente en todos los pueblos…; es única en su misterio, múltiple en las personas, múltiple por la carne según la naturaleza, única por el Espíritu según la gracia –es decir, una sola oveja y una innumerable multitud…
Ahora bien, las que este pastor reconoce como suyas «nadie puede arrancarlas de sus manos» (Jn 10,28). Porque nadie puede forzar al verdadero poder, engañar a la sabiduría, destruir la caridad. Por eso habla con toda seguridad diciendo…: «Padre, de los que me has dado no se ha perdido ninguno» (Jn 18,9)…
Fue enviado como verdad para los engañados, como camino para los extraviados, como vida para los que estaban muertos, como sabiduría para los insensatos, como remedio para los enfermos, como rescate para los cautivos, como alimento para los que morían de hambre. Siendo para todos ellos, se puede decir que fue enviado «a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24) para que no se pierdan nunca jamás. Fue enviado como un alma a un cuerpo inerte para que, a su llegada, los miembros se calentaran de nuevo y vivieran una vida nueva, sobrenatural y divina: es la primera resurrección (Ap 20,5). Por eso él mismo puede declarar: «Os aseguro que llega la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que hayan oído vivirán» (Jn 5,25). Y puede, pues, decir a sus ovejas: «Escucharán mi voz y me seguirán» (Jn 10, 4-5).
San Juan Pablo II, papa
Cartas encíclicas: la misericordia nos hace humanos
Dives in misericordia, n. 14
La misericordia auténticamente cristiana es también, en cierto sentido, la más perfecta encarnación de la « igualdad » entre los hombres y por consiguiente también la encarnación más perfecta de la justicia, en cuanto también ésta, dentro de su ámbito, mira al mismo resultado. La igualdad introducida mediante la justicia se limita, sin embargo al ámbito de los bienes objetivos y extrínsecos, mientras el amor y la misericordia logran que los hombres se encuentren entre sí en ese valor que es el mismo hombre, con la dignidad que le es propia. Al mismo tiempo, la « igualdad » de los hombres mediante el amor « paciente y benigno » (Cfr. 1Cor 13, 4) no borra las diferencias: el que da se hace más generoso, cuando se siente contemporáneamente gratificado por el que recibe su don; viceversa, el que sabe recibir el don con la conciencia de que también él, acogiéndolo, hace el bien, sirve por su parte a la gran causa de la dignidad de la persona y esto contribuye a unir a los hombres entre si de manera más profunda.
Así pues, la misericordia se hace elemento indispensable para plasmar las relaciones mutuas entre los hombres, en el espíritu del más profundo respeto de lo que es humano y de la recíproca fraternidad. Es imposible lograr establecer este vínculo entre los hombres si se quiere regular las mutuas relaciones únicamente con la medida de la justicia. Esta, en todas las esferas de las relaciones interhumanas, debe experimentar por decirlo así, una notable « corrección » por parte del amor que—como proclama san Pablo—es « paciente » y « benigno », o dicho en otras palabras lleva en sí los caracteres del amor misericordioso tan esenciales al evangelio y al cristianismo. Recordemos además que el amor misericordioso indica también esa cordial ternura y sensibilidad, de que tan elocuentemente nos habla la parábola del hijo pródigo (Cfr. Lc 15, 11-32) o la de la oveja extraviada o la de la dracma perdida (Cfr. Lc 15, 1-10). Por tanto, el amor misericordioso es sumamente indispensable entre aquellos que están más cercanos: entre los esposos, entre padres e hijos, entre amigos; es también indispensable en la educación y en la pastoral.
Su radio de acción, no obstante, no halla aquí su término. Si Pablo VI indicó en más de una ocasión la « civilización del amor » [ref]Pablo VI. Enseñanzas al Pueblo de Dios (1975), p. 482 (Clausura del Año Santo, 25 diciembre 1975).[/ref] como fin al que deben tender todos los esfuerzos en campo social y cultural, lo mismo que económico y político, hay que añadir que este fin no se conseguirá nunca, si en nuestras concepciones y actuaciones, relativas a las amplias y complejas esferas de la convivencia humana, nos detenemos en el criterio del « ojo por ojo, diente por diente » (Mt 5, 38) y no tendemos en cambio a transformarlo esencialmente, superándolo con otro espíritu. Ciertamente, en tal dirección nos conduce también el Concilio Vaticano II cuando hablando repetidas veces de la necesidad de hacer el mundo más humano, [1] individúa la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo precisamente en la realización de tal cometido. El mundo de los hombres puede hacerse cada vez más humano, únicamente si introducimos en el ámbito pluriforme de las relaciones humanas y sociales, junto con la justicia, el « amor misericordioso » que constituye el mensaje mesiánico del evangelio.
El mundo de los hombres puede hacerse « cada vez más humano », solamente si en todas las relaciones recíprocas que plasman su rostro moral introducimos el momento del perdón, tan esencial al evangelio. El perdón atestigua que en el mundo está presente el amor más fuerte que el pecado. El perdón es además la condición fundamental de la reconciliación, no sólo en la relación de Dios con el nombre, sino también en las recíprocas relaciones entre los hombres. Un mundo, del que se eliminase el perdón, sería solamente un mundo de justicia fría e irrespetuosa, en nombre de la cual cada uno reivindicaría sus propios derechos respecto a los demás; así los egoísmos de distintos géneros, adormecidos en el hombre, podrían transformar la vida y la convivencia humana en un sistema de opresión de los más débiles por parte de los más fuertes o en una arena de lucha permanente de los unos contra los otros.
Notas
[1] Cfr. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 40: A.A.S. 58 (1966), p. 1057 ss. Pablo VI, Exhort. Apost. Paterna cum benevolentia, esp. nn. 1 y 6: A.A.S. 67 (1975), p. 7-9; 17-23.
Ludolfo de Sajonia, dominico
Oración: Ven a buscar la oveja perdida.
Oraciones a Jesucristo, CLD.
«Deja a las noventa y nueve y va en busca de la oveja perdida» (Lc 15,4).
Señor Jesucristo, para enseñarnos lo más elevado de las virtudes has subido al monte con tus discípulos, les has enseñado las Bienaventuranzas y las virtudes sublimes, prometiéndoles las recompensas propias a cada uno. Concede a mi fragilidad escuchar tu voz, aplicarme, por su práctica, a adquirir el mérito de las virtudes, a fin de que por tu gran misericordia obtenga la recompensa prometida. Haz que, considerando el salario, no rechace el esfuerzo del trabajo. Haz que la esperanza de la salvación eterna me dulcifique la amargura del remedio inflamando mi alma con el esplendor de tu obra. Señor, de miserable como soy haz de mí un bienaventurado; por tu gracia condúceme de la felicidad de aquí abajo, a la felicidad de la patria.
Ven, Señor Jesús, a buscar a tu servidor, a buscar a tu oveja errante y extenuada. Ven, Esposo de la Iglesia, a buscar la dracma perdida. Ven, Padre de misericordia, a recibir al hijo pródigo que vuelve a ti. Ven pues, Señor, porque sólo tú puedes llamar de nuevo a la oveja que se extravía, encontrar la dracma perdida, reconciliar al hijo fugitivo. ¡Ven, a fin de que haya salvación en la tierra y gozo en el cielo! Conviérteme a ti y dame poder llevar una verdadera penitencia para que yo sea ocasión de gozo para los ángeles. ¡Dulcísimo Jesús, te lo ruego, por la inmensidad de tu amor hacia mí, pecador, que te ame sólo a ti, por encima de todo, que sólo sea consolado por ti, mi dulcísimo Dios!
Beato Charles de Foucauld, ermitaño
Retiro: En busca de la oveja perdida.
Retiro en Nazaret, noviembre 1897.
«Cuando encuentra la oveja perdida se la carga sobre los hombros» (Lc 15,5).
Me alejaba, me alejaba cada vez más, mi Señor y mi vida, y mi vida comenzaba a ser una muerte, o mejor aún, era ya una muerte a vuestros ojos. Y todavía en este estado de muerte Vos me conservabais… Había desaparecido del todo la fe, pero el respeto y la estima permanecían intactos. Vos me hacíais otras gracias, Dios mío, me conservabais el gusto por el estudio, las lecturas serias, las cosas bellas, el asco por el vicio y la abyección. Yo hacía el mal, pero no lo aprobaba ni me gustaba… Vos me distes esta vaga inquietud de una conciencia que, a pesar de estar adormecida, no estaba del todo muerta.
Jamás he sentido esta misma tristeza, este malestar, esta inquietud de entonces. Dios mío, era, sin duda, un don vuestro; ¡qué lejos estaba de sospecharlo! ¡Cuán bueno sois! Y al mismo tiempo que, por una invitación de vuestro amor, privabais a mi alma de ahogarse irremediablemente, guardabais mi cuerpo: porque si entonces hubiera muerto hubiera ido al infierno… ¡Cómo por milagro me habéis hecho salir de estos peligros en viajes, tan grandes y múltiples! ¡Esta inalterable salud en los lugares más malsanos, a pesar de mis grandes fatigas! ¡Oh, Dios mío, cómo teníais vuestra mano sobre mí, y qué poco la sentía yo! ¡Cómo me habéis guardado! ¡Cómo me cobijabais bajo vuestras alas siendo así que yo ni tan solo creía en vuestra existencia! Y mientras así me guardabais, pasaba el tiempo, y juzgasteis que se acercaba el momento oportuno de hacerme entrar en el redil.
A pesar de todo, habéis desatado todas mis malas ligaduras que me hubieran mantenido alejado de Vos; incluso habéis desatado los lazos buenos que me hubieran privado de ser un día vuestro del todo…Vuestra mano sola ha hecho esto al principio, en medio y al fin. ¡Cuán bueno sois! Era necesario para preparar mi alma a la verdad; el demonio es demasiado dueño de un alma que no es casta para dejar entrar en ella la verdad; Vos no podíais entrar, Dios mío, en un alma en la que el demonio de las pasiones inmundas reinaba como señor. Vos querías entrar en la mía, o buen Pastor, y Vos mismo habéis echado fuera a vuestro enemigo.
Catecismo de la Iglesia Católica
1-3. «… los fariseos y los escriban murmuraban…»
Jesús y la fe de Israel en el Dios único y Salvador
587 Si la Ley y el Templo de Jerusalén pudieron ser ocasión de «contradicción» (cf. Lc 2, 34) entre Jesús y las autoridades religiosas de Israel, la razón está en que Jesús, para la redención de los pecados —obra divina por excelencia—, acepta ser verdadera piedra de escándalo para aquellas autoridades (cf. Lc 20, 17-18; Sal 118, 22).
588 Jesús escandalizó a los fariseos comiendo con los publicanos y los pecadores (cf. Lc 5, 30) tan familiarmente como con ellos mismos (cf. Lc 7, 36; 11, 37; 14, 1). Contra algunos de los «que se tenían por justos y despreciaban a los demás» (Lc 18, 9; cf. Jn 7, 49; 9, 34), Jesús afirmó: «No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores» (Lc 5, 32). Fue más lejos todavía al proclamar frente a los fariseos que, siendo el pecado una realidad universal (cf.Jn 8, 33-36), los que pretenden no tener necesidad de salvación se ciegan con respecto a sí mismos (cf. Jn 9, 40-41).
589 Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos (cf. Mt 9, 13; Os 6, 6). Llegó incluso a dejar entender que compartiendo la mesa con los pecadores (cf. Lc 15, 1-2), los admitía al banquete mesiánico (cf. Lc 15, 22-32). Pero es especialmente al perdonar los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas dicen, justamente asombradas, «¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?» (Mc 2, 7). Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios (cf. Jn 5, 18; 10, 33) o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre de Dios (cf. Jn 17, 6-26).
590 Sólo la identidad divina de la persona de Jesús puede justificar una exigencia tan absoluta como ésta: «El que no está conmigo está contra mí» (Mt 12, 30); lo mismo cuando dice que él es «más que Jonás […] más que Salomón» (Mt 12, 41-42), «más que el Templo» (Mt 12, 6); cuando recuerda, refiriéndose a que David llama al Mesías su Señor (cf. Mt 12, 36-37), cuando afirma: «Antes que naciese Abraham, Yo soy» (Jn 8, 58); e incluso: «El Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10, 30).
591 Jesús pidió a las autoridades religiosas de Jerusalén que creyeran en él en virtud de las obras de su Padre que él realizaba (Jn 10, 36-38). Pero tal acto de fe debía pasar por una misteriosa muerte a sí mismo para un nuevo «nacimiento de lo alto» (Jn 3, 7) atraído por la gracia divina (cf. Jn 6, 44). Tal exigencia de conversión frente a un cumplimiento tan sorprendente de las promesas (cf. Is 53, 1) permite comprender el trágico desprecio del Sanedrín al estimar que Jesús merecía la muerte como blasfemo (cf. Mc 3, 6; Mt 26, 64-66). Sus miembros obraban así tanto por «ignorancia» (cf. Lc 23, 34; Hch 3, 17-18) como por el «endurecimiento» (Mc 3, 5; Rm 11, 25) de la «incredulidad» (Rm 11, 20).
7. «… habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión.»
El anuncio del Reino de Dios
543 Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel (cf. Mt 10, 5-7), este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones (cf. Mt 8, 11; 28, 19). Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús:
«La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega» (LG5).
544 El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir, a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para «anunciar la Buena Nueva a los pobres» (Lc 4, 18; cf.Lc 7, 22). Los declara bienaventurados porque de «ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5, 3); a los «pequeños» es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes (cf. Mt 11, 25). Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre (cf. Mc 2, 23-26; Mt 21,18), la sed (cf. Jn 4,6-7; 19,28) y la privación (cf. Lc 9, 58). Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino (cf. Mt 25, 31-46).
545 Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: «No he venido a llamar a justos sino a pecadores» (Mc 2, 17; cf. 1 Tim 1, 15). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos (cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa «alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta» (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida «para remisión de los pecados» (Mt 26, 28).
546 Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza (cf.Mc 4, 33-34). Por medio de ellas invita al banquete del Reino (cf. Mt 22, 1-14), pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (cf. Mt 13, 44-45); las palabras no bastan, hacen falta obras (cf. Mt 21, 28-32). Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra (cf. Mt 13, 3-9)? ¿Qué hace con los talentos recibidos (cf. Mt 25, 14-30)? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para «conocer los Misterios del Reino de los cielos» (Mt 13, 11). Para los que están «fuera» (Mc 4, 11), la enseñanza de las parábolas es algo enigmático (cf. Mt 13, 10-15).