Lc 13, 1-9: Necesidad de la conversión – Parábola de la higuera
/ 1 marzo, 2013 / San LucasTexto Bíblico
1 En aquel momento se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. 2 Jesús respondió: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? 3 Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. 4 O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre en Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? 5 Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera».
6 Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. 7 Dijo entonces al viñador: “Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno?”. 8 Pero el viñador respondió: “Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, 9 a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar”».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Conversaciones Espirituales: Obediencia amorosa
«Un hombre vino a buscar fruto de su higuera y no lo encontró... y dijo al viñador: córtala» (Lc 13,1-9)Sobre la obediencia: VI, 178.
La caridad y la obediencia tienen tal unión entre sí que no se pueden separar: el amor nos hace obedecer pronta y graciosamente, pues por difícil que sea lo mandado, quien tiene obediencia amorosa, lo emprende amorosamente.
Hay, en la vida de San Pacomio, un ejemplo de esta prontitud en obedecer, que os la voy a contar: Entre los religiosos de San Pacomio había uno llamado Jonás, hombre de gran virtud y santidad, encargado del jardín, y tenía en él una higuera llena de hermosos higos. Pero la higuera servía de tentación a los religiosos; cada vez que pasaban cerca la miraban. Pasando un día San Pacomio por allí, levantó los ojos y vio al diablo subido al árbol y mirando los higos de arriba abajo, como los miraban los religiosos de abajo a arriba.
El gran santo llamó enseguida a Jonás ordenándole que no dejara de cortar enseguida la higuera, pues quería educar a sus religiosos en la mortificación de los sentidos, con el mismo cuidado que lo hacía con la mortificación interior de las pasiones e inclinaciones.
A esto, el pobre Jonás, respondió: Padre mío, tenemos que soportar un poco a esos jóvenes; ¿qué quiere? son buenas personas y algo tienen que tener para recrearse; no es que yo quiera conservar el árbol. Y lo decía con toda verdad pues en setenta y cinco años que en religión llevaba de jardinero, jamás había probado una fruta, pero era comprensivo respecto a los Hermanos.
San Pacomio le dijo dulcemente: Bien, Hermano, no habéis querido obedecer con sencillez y prontitud. ¿Os apostáis a que el árbol será más obediente? Y así sucedió: al día siguiente el árbol estaba seco y nunca más volvió a dar fruto.
Nuestro Señor dio, durante toda su vida, ejemplo de esta continua prontitud en obedecer, pues nunca se ha visto más docilidad y prontitud al servicio de la voluntad de los demás.
Pablo VI
Constitución apostólica «Paenitemini» : Convertíos y creed en la Buena Noticia
«Si no os convertís, todos pereceréis lo mismo» (Lc 13,3)AAS t. 58, 1966, pp. 179-180.
Cristo, que en su vida siempre hizo lo que enseñó, antes de iniciar su ministerio, pasó cuarenta días y cuarenta noches en la oración y el ayuno, e inauguró su misión pública con este mensaje gozoso: Convertíos y creed en la Buena Noticia. Estas palabras constituyen, en cierto modo, el compendio de toda vida cristiana.
Al reino anunciado por Cristo se puede llegar solamente por la «metánoia», es decir, por esa íntima y total transformación y renovación de todo el hombre —de todo su sentir, juzgar y disponer— que se lleva a cabo en él a la luz de la santidad y caridad de Dios, santidad y caridad que, en el Hijo, se nos ha manifestado y comunicado con plenitud.
La invitación del Hijo de Dios a la «metánoia» resulta mucho más indeclinable en cuanto que él no sólo la predica, sino que él mismo se ofrece como ejemplo. Pues Cristo es el modelo supremo de penitentes; quiso padecer la pena por los pecados que no eran suyos, sino de los demás.
Con Cristo, el hombre queda iluminado con una luz nueva, y consiguientemente reconoce la santidad de Dios y la gravedad del pecado; por medio de la palabra de Cristo se le transmite el mensaje que invita a la conversión y concede el perdón de los pecados, dones que consigue plenamente en el bautismo. Pues este sacramento lo configura de acuerdo con la pasión, muerte y resurrección del Señor, y bajo el sello de este misterio plantea toda la vida futura del bautizado.
Por ello, siguiendo al Maestro, cada cristiano tiene que renunciar a sí mismo, tomar su cruz, participar en los sufrimientos de Cristo; transformado de esta forma en una imagen de su muerte, se hace capaz de meditar la gloria de la resurrección. También siguiendo al Maestro, ya no podrá vivir para sí mismo, sino para aquel que lo amó y se entregó por él y tendrá también que vivir para los hermanos, completando en su carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia.
Además, estando la Iglesia íntimamente unida a Cristo, la penitencia de cada cristiano tiene también una propia e íntima relación con toda la comunidad eclesial, pues no sólo en el seno de la Iglesia, en el bautismo, recibe el don de la «metánoia», sino que este don se restaura y adquiere nuevo vigor por medio del sacramento de la penitencia, en aquellos miembros del Cuerpo místico que han caído en el pecado. «Porque quienes se acercan al sacramento de la penitencia reciben por misericordia de Dios el perdón de las ofensas que a él se le han infligido, y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que han producido una herida con el pecado y la cual coopera a su conversión con la caridad, con el ejemplo y con la oración» (LG 11). Finalmente, también en la Iglesia el pequeño acto penitencial impuesto a cada uno en el sacramento, se hace partícipe de forma especial de la infinita expiación de Cristo, al paso que, por una disposición general de la Iglesia, el penitente puede íntimamente unir a la satisfacción sacramental todas sus demás acciones, padecimientos y sufrimientos.
De esta forma la misión de llevar en el cuerpo y en el alma la muerte del Señor, afecta a toda la vida del bautizado, en todos sus momentos y expresiones.
Uso Litúrgico de este texto (Homilías)
Tiempo de Cuaresma: Domingo III (Ciclo C)por hacer
por hacer
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
San Cirilo, in Cat. graec. Patr
1-5. Eran los sectarios de Judas de Galilea, de los que hace mención San Lucas en los Hechos de los apóstoles (Hch 5,36) diciendo que no se debía llamar señor a nadie. Por lo que muchos de ellos, que no reconocían al César como a señor, fueron castigados por Pilato. Decían también que no convenía ofrecer a Dios otras víctimas que las designadas en la ley de Moisés, por lo que prohibían ofrecer las víctimas establecidas por el pueblo por la salud del emperador y del pueblo romano. Indignado Pilato por esto contra ellos, mandó sacrificarlos entre las mismas víctimas que se ofrecían según la ley, de modo que la sangre de los que ofrecían se mezcló con la de las víctimas ofrecidas. Y creyendo el vulgo que estos galileos habían padecido con justicia este castigo porque habían escandalizado al pueblo y excitado el odio de los súbditos contra los magistrados, contaron esto al Salvador deseando conocer lo que opinaba sobre ello. Y el Señor dijo que obraban mal. Sin embargo, no dijo que los que padecían estas penas fueran peores que los que no las padecían. Por lo cual prosigue: «Les respondió Jesús: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas?»
Queriendo el Señor separar a los pueblos de las insurrecciones internas concitadas con pretexto de la religión, añade: «Mas si no hiciereis penitencia, todos pereceréis de la misma manera» (y si no cesáis de conspirar contra los príncipes, no obraréis conforme con la voluntad divina) y vuestra sangre se mezclará con la de vuestras víctimas.
Crisóstomo, hom. 5 De Lázaro
1-5. Dios castiga a ciertos pecadores, destruyendo su malicia y decretando pena más leve para ellos, los separa de los otros y corrige a los que viven en el mal con la condenación de algunos. Además, aquí no castiga a otros, con el fin de que, si hicieren penitencia, evitasen los castigos presentes y la pena eterna, pero si perseveraren en su malicia, habrán de sufrir mayor tormento.
El Señor da a conocer con esto que permitió que fuesen castigados algunos para que aterrados por los peligros ajenos, los que ésto mirasen se hiciesen herederos del reino de los cielos. ¿Cómo, pues? dirás, ¿acaso otro hombre es castigado para que yo mejore mi conducta? No, por cierto, es castigado por sus propias culpas, pero su castigo es un motivo de salvación para los que lo ven.
Además, otros dieciocho habían sido aplastados por una torre acerca de los que continuó de la misma manera, diciendo: «O aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén? No, os lo aseguro…» Así, no castiga a todos en este mundo, sino que da tiempo para hacer penitencia, y no reserva a todos al castigo de la otra vida, con el fin de que muchos no renieguen de su providencia.
Beda
1-5. Pero como no hicieron penitencia, cuarenta años después de la pasión del Señor, viniendo los romanos (a quienes Pilato representaba como de su misma nación) y empezando por la Galilea (en donde había empezado la predicación del Señor) destruyeron de raíz aquella nación impía y no solamente mancharon con la sangre humana los atrios del templo donde acostumbraban a ofrecer los sacrificios, sino también el interior.
Pilato (que quiere decir boca de herrero) significa al diablo, que siempre está preparado para herir; la sangre representa al pecado y los sacrificios expresan las buenas acciones. Por tanto, Pilato mezcla la sangre de los galileos con la de sus sacrificios, cuando el diablo mancha la limosna y las demás buenas acciones de los fieles con la delectación de la carne, con la ambición de la humana alabanza o con cualquier otra iniquidad. Aquellos jerosolimitanos que fueron aplastados por la torre, representan a los judíos que no quisieron hacer penitencia y que habían de perecer dentro de sus mismas murallas. No carece de misterio el número dieciocho (el cual entre los griegos se escribe con I y H, que son las mismas letras con que empieza el nombre de Jesús). Esto quiere decir que los judíos habrían de perecer principalmente porque no quisieron reconocer el nombre del Salvador. Esa torre representa al que es la torre de la fortaleza, la cual estaba en Siloé, que quiere decir enviado. Representa, pues, al que vino al mundo enviado por el Padre y que aplastaría a todos aquéllos sobre quienes cayese.
6-9. El mismo Señor que estableció la sinagoga por medio de Moisés, habiendo nacido en carne mortal y enseñado en la sinagoga, buscó con frecuencia fruto de fe, pero no lo encontró en la mente de los fariseos. Por esto sigue: «Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró.»
Lo cual se verificó en verdad por los romanos, por quienes los judíos fueron destruidos y expulsados de la tierra de promisión.
Tito Bostrense
1-5. Aquí da a conocer que lo que salga de los juicios para castigo de los reos, no es sólo por el poder de los que juzgan, sino también de la voluntad de Dios. Por tanto ya castigue el juez con rectitud o ya condene teniendo en cuenta alguna otra mira, debe creerse que ha sido dispuesto por el juicio de Dios.
Compara esta torre a toda la ciudad para que la parte aterre al todo. Así es que dice: «Y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo.» Como diciendo, toda la ciudad será ocupada poco después, si perseveran en la infidelidad.
6-9. Se alegraban los judíos porque habían muerto dieciocho y ellos permanecieron todos ilesos. Por eso el Señor les propuso la parábola de la higuera, de este modo: «Les dijo esta parábola: «Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró.»
San Ambrosio
1-5. En sentido místico, aquellos cuya sangre mezcló Pilato con sus sacrificios, son en cierto modo figura de los que por sugestión diabólica no ofrecen el santo sacrificio con pureza y cuya oración está en el pecado, así como está escrito de Judas, que meditaba su traición en medio del sacrificio de la Sangre del Señor.
6. Era la viña del Señor Sabbaoth, la cual entregó al pillaje de los gentiles. Es muy propia la comparación de la sinagoga con este árbol, porque así como este árbol abunda en hojas hermosas y engaña la esperanza de su dueño que espera sus frutos, así también en la sinagoga, mientras sus doctores, infecundos por sus obras se gloriaban con sus palabras redundantes como las hojas, la sombra vana de la ley se hacía más oscura. También este árbol es el único que produce los frutos desde luego en vez de flores y los frutos primeros caen para dar lugar a los segundos, aunque quedan algunos, muy raros, de los primeros, que no caen. El primer pueblo de la sinagoga cayó como fruto inútil para que saliera el nuevo pueblo de la Iglesia, como de la savia de la antigua religión. Los primeros tallos que brotaron de Israel, como naturaleza vigorosa, bajo la sombra de la ley y de la cruz, en el seno de una y otra, tomando vida de su savia vivificadora (como los higos que maduran primero), aventajaron a todos los demás por la gracia de sus bellos frutos, de los que se dice (Mt 19,28): «Os sentaréis sobre doce tronos». Algunos, sin embargo, creen que esta higuera no es figura de la sinagoga, sino de la malicia y la iniquidad, pero su interpretación se diferencia de la anterior únicamente en que se toma el género por la especie.
7-9. Buscaba el Señor, no porque ignorase que la higuera carecía de fruto, sino para dar a conocer en esa figura que la sinagoga ya debía tener fruto. Y por lo que sigue da a entender que no había venido antes de tiempo, porque estaba ya tres años predicando. Por esto continúa: «Dijo entonces al viñador: “Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro»…» Vino a Abraham, vino a Moisés, vino a María; esto es, vino en figura, vino en la ley y vino corporalmente. Hemos conocido su venida en sus beneficios, primero en la purificación, después en la santificación y, por último, en la justificación. La circuncisión purificó, la ley santificó y la gracia justificó. Pero el pueblo judío ni pudo purificarse, porque aun cuando tuvo la circuncisión del cuerpo, no tuvo la del alma. Ni pudo santificarse, porque ignorando la virtud de la ley, se dejaba llevar más bien de las cosas carnales que de las espirituales. Ni podía justificarse, porque no haciendo penitencia por sus pecados, desconocía la gracia. Por tanto, con razón puede decirse que no se encontró fruto ninguno en la sinagoga y por esto se mandó cortarla.
Sigue: «…»Córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?”» El buen colono (acaso aquél en quien se funda la Iglesia), presagiando que habría de enviarse otro a los gentiles y a él a los circuncidados, intervino para suplicar que no fuera cortada, comprendiendo, confiado en su vocación, que el pueblo judío podría salvarse también por la Iglesia. Por esto sigue: «Pero él le respondió: “Señor, déjala por este año todavía…» Conoció en seguida que la dureza y la soberbia de los judíos eran las causas de su esterilidad. De este modo el que supo reprender sus vicios conoció cómo había de labrar. Por lo cual añade: «Y mientras tanto cavaré a su alrededor» Ofrece cavar la dureza de sus corazones con los azadones apostólicos, para evitar que se hunda y esconda en la tierra la raíz de la sabiduría. Dice pues, «Y le echaré estiércol (abono)…» Esto es, el afecto de la humildad, por el cual cree que aún el judío puede fructificar en el Evangelio de Cristo. Por lo cual añade: «Por si da fruto en adelante» es decir, será bueno. «Si no da, la cortas.»
Teofilacto
6-9. De modo que cada uno de nosotros es como una higuera plantada en la viña de Dios; es decir, en la Iglesia o en este mundo.
Por tres veces nuestra naturaleza no dio el fruto esperado. La primera, cuando en el paraíso quebrantamos el precepto divino; la segunda, cuando en tiempo de la ley se forjó el becerro; la tercera, cuando rechazaron al Salvador. Pero estos tres años deben entenderse por las tres edades: la pueril, la viril y la ancianidad.
Dios Padre es el padre de familia. El cultivador es Jesucristo, que no permite cortar la higuera estéril, como diciendo al Padre: Aun cuando no han dado fruto de penitencia por la ley y los profetas yo los regaré con mis tormentos y mis enseñanzas y acaso darán fruto de obediencia.
San Gregorio,in Evang hom. 31
6-9. Vino el Señor a la higuera por tercera vez, porque buscó la naturaleza humana ante la ley, bajo la ley y bajo la gracia (esperando, amonestando y visitando). Sin embargo, se queja de que en estos tres años no encuentra fruto. Porque ni la ley natural e inspirada corrige las almas de algunos depravados, ni sus preceptos les enseñan, ni los convierten los milagros de su encarnación.
Pero debe oírse con gran temor lo que dice: «Córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?”» En efecto, teniendo cada uno a su modo un lugar en la vida presente, si no da frutos de buenas obras, ocupa la tierra como árbol infructuoso. Porque en el sitio en que él se encuentra impide que trabajen otros.
El orden de los pontífices se expresa por el cultivador de la viña, porque al gobernar la Iglesia cuidan de la viña del Señor.
O bien se llaman estiércol los pecados de la carne, porque por el estiércol se vivifica el árbol y el hombre resucita a las buenas obras por la consideración del pecado. Pero hay muchos que oyen las reprensiones y, sin embargo, descuidan el hacer penitencia, por cuya razón añade: «Por si da fruto en adelante…»
El que no quiere hacerse fecundo por esta amonestación, cae en lugar de donde ya no puede levantarse por la penitencia.
San Agustín, De verb. Dom., serm. 31
6-9. El árbol de la higuera representa al género humano, porque cuando pecó el primer hombre cubrió su desnudez con hojas de higuera, esto es, los miembros de que nacemos.
También el colono que intercede representa a todo santo que dentro de la Iglesia ruega por el que está fuera de ella, diciendo: «Señor, perdónala por este año (esto es, en este tiempo con vuestra gracia), hasta que yo cave alrededor de ella». Cavar alrededor es enseñar la humildad y la paciencia. Porque la fosa es la tierra humilde y el estiércol (tomado en buen sentido) es las inmundicias, pero da fruto. La inmundicia del cultivador es el dolor del que peca. Los que hacen penitencia la hacen sobre sus inmundicias, pero obran con verdad.
«Y si no da frutos, la cortas», esto es, cuando vengas en el día del juicio a juzgar a los vivos y a los muertos. Hasta entonces, por ahora perdona.
San Basilio, conc. 8, quae de Penitentia inscribitur
6-9. Es propio de la divina misericordia no imponer castigos en silencio, sino publicar primero sus amenazas excitando a penitencia, así como hizo con los ninivitas y ahora con el labrador, diciendo «Córtala», estimulándolo a que la cuide y excitando al alma estéril a que produzca los debidos frutos.
San Gregorio Nacianceno, orat. in sanct lavacr. 26
6-9. Por tanto, no nos apresuremos a herir, sino dejemos crecer por misericordia; no sea que cortemos la higuera que aún puede dar fruto y que aún puede curar el celo de su inteligente cultivador. Por esto añade aquí: «Pero él le respondió: “Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono…»
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Agustín, obispo
Sermón: Hacer penitencia
«Un hombre tenía una higuera plantada…» (Lc 13,6-9).
Sermón 110, 1 (Traducido de un antiguo documento en francés)
ANÁLISIS: Amenazando con cortar la higuera estéril el Salvador nos invita a dar frutos dignos de penitencia a fin de prepararnos para la vida eterna. Porque Él vendrá ciertamente a juzgar a los hombres: todas las profecías que se han cumplido en Cristo no nos permiten dudar de que se cumplirá también lo que Él ha predicho sobre el juicio final.
La higuera se refiere a la raza humana, y los tres años a las tres eras de la humanidad: antes de la ley, bajo la ley y bajo la gracia. No es extraño ver a la raza humana en la higuera. El primer hombre después de su pecado, ¿no cubrió su miembros con hojas de higuera? (Gen 3,7) Esos miembros honorables antes del pecado, se convirtieron para él en miembros vergonzosos. Antes del pecado nuestros primeros padres estaban desnudos y no se sonrojaban por ello. ¿Cómo iban a sonrojarse, si estaban sin pecado? ¿Acaso podían ellos tener vergüenza de las obras de su Creador? Ciertamente no, porque aún no habían corrompido la pureza con sus malas acciones, no habían todavía tocado el árbol del conocimiento del bien y del mal, que Dios les había prohibido tocar. Fue sólo después de haber pecado, comiendo de aquel “fruto”, que el hombre experimentó la esterilidad…
De este modo, la higuera estéril designa perfectamente a todos los hombres que rechazan constantemente dar frutos y por este motivo son amenazados, poniendo el hacha en las raíces de este árbol ingrato. Pero el jardinero intercede, posponiendo la ejecución del hacha y tratando de aplicar un remedio eficaz al árbol enfermo. Este jardinero nos recuerda a todos los santos que oran en la Iglesia por todos aquellos que están fuera de la Iglesia. Y, ¿qué piden ellos? «Señor, déjala por este año todavía», es decir, concede un tiempo de gracia, salva a los pecadores, salva a los incrédulos, salva a las almas estériles, salva a los corazones que no producen fruto… «Cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas.»
El Señor volverá a recoger frutos. ¿Cuándo? En el momento del Juicio, cuando vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. La higuera es salvada, como un tiempo de gracia, para que de fruto. ¿Qué hemos de hacer mientras el Señor vuelve? La respuesta la podemos encontrar en la fosa cavada alrededor del árbol, que significa una exhortación a la humildad y a la penitencia. La fosa en efecto es cavada bajo tierra y allí se debe echar una buena parte de estiércol. El estiércol es sucio, pero hace fructificar. El estiércol hace referencia al dolor por nuestros pecados. Si somos llamados a hacer penitencia, hagámoslo con inteligencia y sinceridad, teniendo presente nuestra ignominia. A este árbol misterioso le es dicho: «Conviértete, porque el Reino de los Cielos ha llegado» (Mt 3,2).
Confesiones: Responder, al fin, a la llamada de Dios a convertirse.
Las Confesiones, libro 8.
«» (Lc 13,).
Me retenían mis viejas ideas amigas, ¡esas bagatelas de bagatelas, esas vanidades de vanidades! Con suaves golpes me tiraban de mi ropa de carne y me murmuraban en voz suave: “¿Nos dejas? ¡Acabas para siempre! A partir de este momento ya cercano, ya no estaremos más contigo, no te será permitido hacer esto, hacer lo otro” Oh, Dios mío, qué de cosas me sugerían!… Dudaba yo de deshacerme de ellas, de saltar hacia donde me sentía llamado; la costumbre, de manera tiránica, me decía: “¿Crees que podrás vivir sin ellas?” Pero ya su voz era más dulce, porque del lado hacia donde giraba mi rostro y donde me daba miedo pasar, la casta dignidad de la continencia me invitaba noble y graciosamente a venir sin dudar, enseñándome un multitud de buenos ejemplos:… “Es el Señor, su Dios, quien te los ha dado. ¿Por qué te apoyas sobre ti mismo siendo así que tú mismo no te mantienes en pie? Lánzate a él, no tengas miedo. Él no va a ocultarse para que caigas. Échate sin temor; él te recibirá y te curará”…
Esta lucha en mi corazón no era más que una lucha de yo mismo contra yo mismo… Cuando mi mirada había, por fin, sacado del fondo de mi corazón todas mis miserias, me sobrevino una gran tempestad de lágrimas. Para dejar que la tempestad rompiera, me levanté y salí… Sin saber demasiado cómo, me eché bajo una higuera, dejé que mis lágrimas corrieran completamente, brotaron a oleadas, sacrificio digno de ti, Dios mío. Y te dije sin mesurar: “Y tú, Señor, ¿hasta cuando? ¿Hasta cuando estarás enojado? No te acuerdes más de nuestras viejas iniquidades” (Sl 6,4; 78,5)… Yo lanzaba gritos lastimeros: “¿Para cuánto tiempo? ¿Hasta cuándo? Mañana, siempre mañana. ¿Por qué no ahora mismo?”…
Y he aquí que sentí una voz que venía de una casa vecina, una voz de niño o niña, que cantaba y repetía: “¡Toma y lee! ¡Toma y lee!”. Al momento me rehice y quería recordar si era el estribillo habitual de un juego infantil; ninguno me venía a la memoria. Reprimiendo mis lágrimas, me levanté con la certeza de que el cielo me ordenaba abrir el libro del apóstol Pablo y leer el primer pasaje que me saliera… Volví a casa apresuradamente y cogí el libro y leí lo primero que me salió: “Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujuria y desenfreno, nada de riñas ni pendencias. Vestíos del Señor Jesucristo, y que el cuidado de vuestro cuerpo no fomente los malos deseos” (Rm 13,13s). No hacía falta seguir leyendo, no tenía necesidad de más. Justo al acabar estas líneas, una luz de seguridad se derramó en mi corazón y todas las tinieblas de mi incertidumbre se disiparon.
San León Magno, papa y doctor de la Iglesia
Sermón: La conversión es el fin de algo.
Sermón 20, sobre la Pasión : SC 74 bis (trad. SC p. 245 rev.).
«Si no os convertís pereceréis» (Lc 13,).
Esforcémonos en estar asociados a la resurrección de Cristo y pasar de la muerte a la vida mientras todavía estamos en este cuerpo. Porque, para todo hombre, pasar por una conversión, de cualquiera naturaleza que sea, pasar de un estado a otro, significa el fin de algo – no ser más lo que era – y el comienzo de otro – ser lo que no era. Pero es importante saber por qué se muere y para quién vive, porque hay una muerte que hace vivir y una vida que mata.
Y es justamente en este mundo efímero, donde hay que buscar lo uno y lo otro; de la calidad de nuestras acciones terrenas, dependerá la diferencia de las retribuciones eternas. Muramos pues al diablo y vivamos para Dios; muramos al pecado para resucitar a la justicia; qué desaparezca el hombre viejo para que nazca el ser nuevo.
Ya que, según la palabra de la Verdad, «Nadie puede servir a dos señores» (Mt 6,24), tomemos como ejemplo no al que hace tropezar a los que están de pie para llevarles a la ruina, sino al que ayuda a levantar a los que caen, para conducirles a la gloria.
San Cesáreo de Arlés, obispo
Sermón: Conversión del corazón.
Sermón 37, 1; SC 243.
«Pecadores, reflexionad, volved a vuestro corazón» (Is 46,8).
Hay muchas cosas que a causa de la debilidad humana no logramos cumplir físicamente; pero, si verdaderamente lo queremos, con la inspiración de Dios, podemos encontrar el amor en nuestro corazón. Existen a veces muchas cosas que no logramos sacar de nuestro granero, de nuestra cueva o de nuestra bodega, pero no tenemos excusa cuando se trata de nuestro corazón… No nos dicen: » Id hasta Oriente, y buscad el amor; navegad hacia Occidente y encontrareis el amor». No, nos ordenan regresar al interior de nuestro corazón, de donde la cólera nos hace salir a menudo. Así como lo dice el profeta: «Pecadores, reflexionad, regresad a vuestro corazón» (Is 46,8).
No es en países lejanos donde se encuentra lo que el Señor nos pide; nos envía al interior de nosotros mismos, a nuestro corazón, porque ha colocado en nosotros lo que nos pide. La caridad perfecta no es otra que la buena voluntad del alma; a propósito de esta, los ángeles proclamaron a los pastores: «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» (Lc 2,14 tipos de Vulg)… Trabajemos pues con todas nuestras fuerzas, con la ayuda de Dios, para concederle el primer puesto, en nuestra alma, a la bondad más que a la maldad, a la paciencia más que a la cólera, a la benevolencia más que a la envidia, a la humildad más que al orgullo. En fin, que la dulzura de la caridad tome de tal manera posesión de nuestro corazón, que ya no quede sitio en él para la amargura del odio.
San Cipriano, obispo y mártir
Obras: Imitar la paciencia de Dios.
Los beneficios de la paciencia, 7.
«A ver si dará fruto» (cf. Lc 13,7-9).
Queridos hermanos, Jesucristo, nuestro Señor, no se contentó con enseñar la paciencia de palabra, sino que la enseño sobre todo en sus actos… En la hora de la Pasión y de la cruz ¡cuántos sarcasmos ofensivos escuchados pacientemente, cuántas burlas injuriosas no soportó hasta el punto de recibir salivazos, él, que con su propia saliva había abierto los ojos a un ciego (Jn 9,6)…; coronado de espinas, él, que corona a los mártires con flores eternas; golpeado su rostro con la palma de las manos, él, que otorga las verdaderas palmas a los vencedores; despojado de sus vestiduras, él, que reviste a los otros de inmortalidad; alimentado con hiel, él, que da una alimento celestial; dándole a beber vinagre, él, que hace participar de la copa de la salvación. Él, el inocente, el justo, o mejor dicho, la misma inocencia y la misma justicia, puesto en la hilera de los criminales; falsos testimonios aplastan a la Verdad; se juzga al que ha de juzgar; la Palabra de Dios, callada, es conducida al sacrificio. Después, cuando se eclipsan los astros, cuando los elementos se perturban, cuando tiembla la tierra… él no habla, no se mueve, no revela su majestad. Hasta el final lo soporta todo con una constancia inagotable para que la paciencia plena y perfecta encuentre su término en Cristo.
Después de todo eso, todavía acoge a los homicidas, si se convierten y vuelven a él; gracias a su paciencia…, a nadie cierra su Iglesia. Sus adversarios, los blasfemos, los eternos enemigos de su nombre, no sólo los admite a su perdón si se arrepienten de su falta, sino que incluso les concede la recompensa del Reino de los cielos. ¿Podría alguien citar a alguno más paciente, más benévolo? El mismo que derramó la sangre de Cristo es vivificado por la sangre de Cristo. Así es la paciencia de Cristo, y si no fuera tan grande, la Iglesia no poseería al apóstol Pablo.
Guillermo de San Teodorico, monje.
Oración: Me arrepiento de mis pecados, no de mi amor por ti.
Oraciones meditativas, nº 5.
«Si no os convertís, todos pereceréis» (Lc 13,).
Pobre de mí, mi conciencia me acusa sin cesar y la verdad no me puede excusar diciendo: no sabía lo que se hacía. Perdona, pues, Señor, al precio de tu preciosa sangre, todos los pecados en los que he caído, conscientemente o inconscientemente… Sí, Señor, verdaderamente he pecado, y voluntariamente, y mucho. Después de haber recibido el conocimiento de tu verdad, he ofendido al Espíritu de gracia; y sin embargo, cuando recibí el bautismo, me concedió gratuitamente la remisión de los pecados. Pero yo, después de haber recibido el conocimiento de tu verdad, he vuelto a caer en ellos «como el perro vuelve a su vómito» (2P 2, 22; Pr 26,11).
Oh Hijo de Dios, ¿te he pisoteado renegando de ti? Sin embargo no puedo decir que Pedro cuando te negó, te pisoteara, él que te amaba tan ardorosamente, incluso si te negó una primera, una segunda y una tercera vez… También a mí, Satán ha reclamado a veces mi fe para cribarla como el trigo; pero tu oración bajó hasta mí de manera que mi fe jamás ha decaído (Lc 22,31-32), no te ha abandonado… Tú sabes bien cómo he querido siempre adherirme a ti; así pues, tú, guárdame en esta voluntad hasta el final.
Siempre he creído en ti… siempre te he amado, incluso cuando he pecado contra ti. Me arrepiento de mis pecados hasta morir. Pero no me arrepiento de ninguna manera de mi amor, sino de no haberte amado tanto como debía.
San Ambrosio de Milán, obispo
Tratado: La higuera
Sobre el Evangelio de San Lucas I, 7, 167-171
160. Un hombre tenía plantada en su viña una higuera. ¿Qué querrá significar el Señor al usar con tanta frecuencia en su Evangelio la parábola de la higuera? En otro lugar ya has visto cómo al mandato del Señor se secó todo el verdor de este árbol (Mt 21,19). De aquí has de concluir que el Creador de todas las cosas puede mandar que las distintas especies de árboles se sequen o tomen verdor en un instante.
En otro pasaje, Él recuerda que la llegada del estío suele conocerse porque surgen en el árbol retoños nuevos y brotan las hojas (Mt 24,32). En estos dos textos se halla figurada la vanagloria que perseguía el pueblo judío y que desapareció, como una flor, cuando vino el Señor, porque permanecía infructuosa en obras, y lo mismo que, con la venida del estío, se recolectan los frutos maduros de la tierra toda, así también, en el día del juicio, se podrá contemplar la plenitud de la Iglesia, en la que creerán aun los mismos judíos.
161. Tratemos de encontrar también aquí el misterio de un sentido más profundo. La higuera está en la viña; y esta viña era del Señor de los ejércitos, a la que entregó después a las naciones como un botín (Is 5,7). Y así, el que hizo devastar la viña fue el mismo también que mandó que la higuera se secara. La comparación de este árbol es muy aplicable a la Sinagoga, porque igual que este árbol, con la exuberancia de abundantes hojas, hizo perder toda esperanza a ese su dueño, que aguardaba, en vano, la cosecha ansiada, así también en la Sinagoga, mientras los doctores, infecundos en obras, se enorgullecían por sus palabras, semejando una floración exuberante, se extendió la sombra de una ley vana, con lo cual, la esperanza y la expectación de una recolección quimérica destruyó los anhelos del pueblo creyente.
162. Pero, en la naturaleza de este árbol, existen más detalles por los que puedes comprender, con más exactitud, que esta comparación es un retrato fiel de la Sinagoga. Porque, si miras con atención, encontrarás que las leyes de este árbol difieren de las de los otros. En verdad, los otros árboles dan flores antes que frutos, y esta floración nos sirve de anuncio de los frutos futuros; sólo la higuera produce frutos desde el principio en lugar de flores. En los otros, los frutos nacen cuando desaparece la flor; en la higuera, unos frutos suceden a otros.
Por eso los primeros frutos parecen hacer el oficio de flores; y, por tener un nacimiento precoz, desconocen el modo de actuar de la naturaleza y, por tanto, se hallan incapacitados de observar esa organización perfecta. Y porque se acostumbró a sacar de entre su corteza los brotes, al ser los frutos de este árbol muy pequeños, vienen como a pudrirse. De estos frutos leemos lo siguiente en el Cantar de los Cantares: La higuera ha echado sus brotes (2,13). Así, mientras los demás árboles se ponen blancos al llegar la primavera, sólo la higuera no conoce esa blancura de flores, quizás porque no se espera que maduren sus frutos. En efecto, cuando los otros vienen, éstos son expulsados como algo degenerado, y, dada la debilidad de su tallo, son arrojados fuera, dejando su lugar a otros, para quienes será más útil la savia.
Sin embargo, quedan algunos, muy raros, que no caen, los cuales tuvieron un brote tan afortunado que crecieron con un tallo muy corto en medio de dos ramas, por lo cual, debido a esa guarda y protección doble, como si la madre naturaleza les guardara en su seno, se nutren del alimento de una savia más abundante. Estos, mimados por el ambiente y la caridad del aire y habiendo tenido más tiempo de perfeccionamiento, una vez despojada su constitución salvaje del jugo vital primitivo, logran un desarrollo mucho más perfecto que los otros, debido a su belleza y a su madurez.
163. Examina ahora las costumbres y disposiciones de los judíos, los cuales son como los primeros frutos de la mala fertilidad de la Sinagoga, que cayeron, como cayeron en esta figura los brotes de la higuera, para dar lugar a los frutos de nuestra raza que permanecerán para siempre. Porque el primer pueblo de la Sinagoga, como radicalmente enfermo en su actuar malvado, no ha podido absorber la savia de la sabiduría natural, y por ello cayó como un fruto inútil, con objeto de que de las mismas ramas del árbol, fecundado por la savia de la religión, naciese el nuevo pueblo de la Iglesia.
Por tanto, aquel que era, ha dejado de ser, para que el que no era, comenzase a ser. Y por eso, las personas mejores de Israel, a los que se había dado surgir de un ramo más vigoroso, bajo la sombra de la Ley de la cruz y en su seno, se han alimentado de una doble savia, y, del mismo modo que maduraron los primeros frutos, ellos llevarán en sí mismos esos magníficos frutos a todos; a ellos es a quienes va dirigida esta expresión : Os sentaréis sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Mt 19,28).
164. Y esto no es algo distinto de lo que aconteció a Adán y a Eva, primeros padres nuestros tanto en cuanto a la raza como en lo referente a la caída, los cuales se vistieron con las hojas de este árbol y merecieron ser arrojados del paraíso cuando, dándose cuenta de su transgresión, huyeron de la presencia del Señor, que paseaba con ellos, queriéndonos indicar con eso que, al fin del mundo, cuando llegue el Señor de la salvación, que también a ellos vino a llamar, los judíos se darán cuenta que las tentaciones del demonio fueron quienes les despojaron de las virtudes y, arrepentidos de la desnudez vergonzosa de su conciencia y viéndose apartados de la religión, sentirán una profunda vergüenza de su prevaricación y se apartarán del Señor, tratando de cubrir la ignominia de su conducta con una abundancia de palabras, que semejarán un velo tejido con hojas.
165. Por eso, todos aquellos que recogieron de la higuera hojas y no frutos, serán excluidos del reino de Dios; pues tenían un alma viviente. Y, por el contrario, vino el segundo Adán, que buscaba, no las hojas, sino los frutos, porque tenía un espíritu vivificante (1 Cor 15,45). A la verdad, el fruto de la virtud se obtiene mediante el espíritu, así como, por medio de él, es como dignamente es adorado el Señor. En realidad, el Señor buscaba, no porque no supiera que la higuera no tenía fruto, sino para enseñarnos, con este ejemplo, que la Sinagoga, ya a esta altura, debía tener fruto.
También con lo siguiente nos quiere enseñar que Él, que estuvo entre ellos durante tres años, no había venido antes del tiempo señalado; y si no, lee lo que sigue: Hace ya tres años que vengo en busca del fruto de esta higuera y no lo hallo; córtala, pues ¿para qué va a ocupar la tierra en balde?
166.El vino a Abrahán, a Moisés, vino a María, es decir, apareció como una señal (cf. Rom 4,11), apareció en la Ley y apareció con su cuerpo. Su venida la reconocemos por sus beneficios: unas veces nos purifica, otras satisface por nosotros y otras, finalmente, nos santifica y nos justifica. La circuncisión ha purificado, la Ley ha santificado, la gracia ha justificado. Él es todo en todos y hace una unidad de la multiplicidad.
En verdad, nadie sin el temor de Dios se ha podido justificar. Y na-die merece la Ley si no está purificado de sus culpas, como nadie que desconozca la Ley poseerá la gracia. Y por esa razón el pueblo judío no pudo purificarse, puesto que su circuncisión no había sido espiritual, sino algo exclusivamente corporal, ni pudo santificarse porque ignoró la virtud de la Ley, ya que seguía los deseos carnales más que los espirituales —y, sin embargo, la Ley es espiritual (Rom 7,14) —, ni pudo justificarse, porque no hacía penitencia de sus pecados y, por consiguiente, no conocía la gracia.
Por no haberse encontrado ningún fruto en la Sinagoga, se llevó a cabo la orden de que pereciera. Pero el buen jardinero, Aquel, sin duda, en el que descansa la Iglesia, presagiando que había sido enviado otro a los gentiles, ya que Él lo había sido a los circuncisos, intervino con afecto para que ese pueblo judío no fuera proscrito, con el fin de que también él, por medio de la llamada, pudiese ser salvado por la Iglesia, y por eso dijo: Déjala aún por este año que la cabe y la abone.
168. ¡Qué pronto conoció que la causa de la esterilidad de los judíos era su dureza de corazón y su soberbia! En verdad, Él sabe tratar los vicios tan bien como descubrirlos. El promete trabajar para ablandar la dureza del corazón con una lluvia incesante de apóstoles, para que «la palabra de dos filos» (Hebr 4, 12) devuelva la vida al alma durante tanto tiempo abandonada y, ablandado su corazón, reanime su sentido haciéndolo atento al soplo del Espíritu, con el fin de que una abundancia excesiva no se convierta en un obstáculo ni esconda la raíz de la sabiduría.
Pero, además, dice que le va a echar una carga de abono. Es cierto que la fuerza del abono es grande, y lo es hasta tal punto, que gracias a él la misma infecundidad se vuelve fecunda, la aridez reverdece y la esterilidad fructifica. Sobre él se sentó Job cuando estaba tentado, y no pudo ser vencido; y Pablo considera que todo es estiércol en comparación con ganar a Cristo (cf. Phil 3,8). Y cuando Job comenzó a perderlo todo y se hubo sentado sobre el estiércol, ya nada tuvo el diablo que poder quitarle. No hay duda de que la tierra que se cava resulta fecunda, y el estiércol que se entierra contribuye a la fecundidad. Como es cierto también que el Señor levanta del polvo al pobre y alza del estiércol al desvalido (Ps 112,7).
169. Y así, por medio de una conducta propia de una inteligencia espiritual, y mientras dominan en nosotros sentimientos de humildad, el buen jardinero piensa que los mismos judíos podrán dar frutos si entran dentro del Evangelio de Cristo. Él se acordaba que el Señor había dicho por medio del profeta Ageo que el veinticuatro del noveno mes, a partir desde el día en que fue cimentado el templo del Señor omnipotente, ni la vid, ni la granada ni el olivo han florecido aún, pero a partir de este día yo los bendeciré (Ag 2, 19ss).
Con lo cual se nos quiere enseñar que, al llegar el fin del año que transcurre, es decir, en el ocaso de este mundo, ya envejecido, será fundado el templo de Dios, que es la Iglesia, gracias a la cual y por medio de la santificación del bautismo, tanto el pueblo judío como el de los gentiles podrán producir el fruto de sus méritos.
170. Por lo cual, a través de la naturaleza de este árbol, se nos representa el carácter de la Sinagoga, fructuosa gracias a un segundo impulso —ya que nosotros somos de la raza de los patriarcas—, y, efectivamente, con toda razón, son comparados los judíos a los frutos caducos, puesto que, al tener un corazón necio y una cabeza dura, no pueden llegar a un estado duradero. Los que mueran y, por así decir, se oculten a este mundo, con el fin de que renazca en ellos el hombre interior por medio del agua del bautismo, éstos sí darán fruto. Pero la perfidia de los hombres de dura cerviz ha convertido a la Sinagoga en algo inútil, y por eso, al ser estéril, se da la orden de que se la corte.
171. Lo que se ha dicho de los judíos es algo que, creo, debemos tener todos nosotros muy presente, no sea que ocupemos un lugar fecundo de la Iglesia desprovistos de méritos, precisamente nosotros que, por estar benditos, como la granada (Ag 2,12ss), debemos dar frutos internos, frutos de pudor, de unión, de mutua caridad y de amor, encerrados en el único seno de la Iglesia, nuestra madre, para que no nos dañe el viento, no nos abata el granizo, ni nos agoste el ardor de la avaricia, ni seamos atacados por la humedad y la lluvia.
172. Algunos, sin embargo, creen que el ejemplo de la higuera no es una figura de la Sinagoga, sino de la maldad y perversidad. Con todo, éstos piensan así porque confunden el género con la especie, y se dicen que hay que temer lo que el Señor dijo a la higuera: ¡Que nunca jamás nazca de ti fruto!; a pesar de todo, sabemos que muchos judíos creyeron, como también muchos otros lo van a hacer. Pero todo aquel que crea ya no será un fruto de la Sinagoga, sino de la Iglesia, pues el que renace de la Iglesia ya no nace de la Sinagoga.
Y del mismo modo que han salido de nosotros, pero que no eran de los nuestros, pues, si fueran de los nuestros, hubieran permanecido con nosotros (1 Jn 2,19), así también nosotros sostenemos que algunos judíos no hay duda que creen, puesto que, si fueran de la Sinagoga, se hubieran quedado en ella; pero si han salido de la Sinagoga, justo es creer que no eran de ella. Además, haciendo otra interpretación, la malicia es el obstáculo que interviene, tratando de impedir que se produzca fruto alguno, y por eso, cuando venga el Señor, destruirá todo germen de maldad.
Pablo VI, papa.
Constitución: La conversión, compendio de la vida cristiana.
Constitución apostólica «Paenitemini», AAS t. 58, 1966, pp. 179-180.
«Convertíos y creed en la Buena Noticia» (cf. Lc 13,3).
Cristo, que en su vida siempre hizo lo que enseñó, antes de iniciar su ministerio, pasó cuarenta días y cuarenta noches en la oración y el ayuno, e inauguró su misión pública con este mensaje gozoso: Convertíos y creed en la Buena Noticia. Estas palabras constituyen, en cierto modo, el compendio de toda vida cristiana.
Al reino anunciado por Cristo se puede llegar solamente por la «metánoia», es decir, por esa íntima y total transformación y renovación de todo el hombre —de todo su sentir, juzgar y disponer— que se lleva a cabo en él a la luz de la santidad y caridad de Dios, santidad y caridad que, en el Hijo, se nos ha manifestado y comunicado con plenitud.
La invitación del Hijo de Dios a la «metánoia» resulta mucho más indeclinable en cuanto que él no sólo la predica, sino que él mismo se ofrece como ejemplo. Pues Cristo es el modelo supremo de penitentes; quiso padecer la pena por los pecados que no eran suyos, sino de los demás.
Con Cristo, el hombre queda iluminado con una luz nueva, y consiguientemente reconoce la santidad de Dios y la gravedad del pecado; por medio de la palabra de Cristo se le transmite el mensaje que invita a la conversión y concede el perdón de los pecados, dones que consigue plenamente en el bautismo. Pues este sacramento lo configura de acuerdo con la pasión, muerte y resurrección del Señor, y bajo el sello de este misterio plantea toda la vida futura del bautizado.
Por ello, siguiendo al Maestro, cada cristiano tiene que renunciar a sí mismo, tomar su cruz, participar en los sufrimientos de Cristo; transformado de esta forma en una imagen de su muerte, se hace capaz de meditar la gloria de la resurrección. También siguiendo al Maestro, ya no podrá vivir para sí mismo, sino para aquel que lo amó y se entregó por él y tendrá también que vivir para los hermanos, completando en su carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia.
Además, estando la Iglesia íntimamente unida a Cristo, la penitencia de cada cristiano tiene también una propia e íntima relación con toda la comunidad eclesial, pues no sólo en el seno de la Iglesia, en el bautismo, recibe el don de la «metánoia», sino que este don se restaura y adquiere nuevo vigor por medio del sacramento de la penitencia, en aquellos miembros del Cuerpo místico que han caído en el pecado. «Porque quienes se acercan al sacramento de la penitencia reciben por misericordia de Dios el perdón de las ofensas que a él se le han infligido, y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que han producido una herida con el pecado y la cual coopera a su conversión con la caridad, con el ejemplo y con la oración» (LG 11). Finalmente, también en la Iglesia el pequeño acto penitencial impuesto a cada uno en el sacramento, se hace partícipe de forma especial de la infinita expiación de Cristo, al paso que, por una disposición general de la Iglesia, el penitente puede íntimamente unir a la satisfacción sacramental todas sus demás acciones, padecimientos y sufrimientos.
De esta forma la misión de llevar en el cuerpo y en el alma la muerte del Señor, afecta a toda la vida del bautizado, en todos sus momentos y expresiones.
San Juan Pablo II, papa
Discurso: Cristo no nos hace estériles
Visita Pastoral a Turín. Encuentro con la Juventud.
Plaza de María Auxiliadora. Domingo 13 de abril de 1980
«Déjala todavía este año a ver si da fruto en adelante» (cf. Lc 13,8-9).
[…] 3. He hablado de fructificación y me ayuda también en esto el Evangelio, cuando propone —es una lectura que hemos encontrado recientemente en la sagrada liturgia— la comparación de la higuera estéril, que está en peligro de ser arrancada (cf. Lc 13, 6-9). El hombre debe fructificar en el tiempo, es decir, durante la vida terrena, y no solamente para sí, sino también para los demás, para la sociedad de la que forma parte integrante. Sin embargo, esta su actuación en el tiempo, precisamente porque él está «contenido» en el tiempo, no debe hacerle olvidar, ni pasar por alto, la otra dimensión esencial suya, la de un ser que está orientado hacia la eternidad; el hombre, por tanto debe fructificar simultáneamente tambiénpara la eternidad.
Y si quitamos al hombre esta perspectiva, quedará una higuera estéril.
Por una parte, debe «llenar de sí mismo» el tiempo de manera creativa, porque la dimensión ultraterrena no le dispensa ciertamente del deber de obrar con responsabilidad y originalmente, participando con eficacia y en colaboración con todos los demás hombres, a la edificación de la sociedad, según las concretas exigencias del momento histórico en que le toca vivir. Es éste el sentido cristiano de la «historicidad» del hombre. Por otra parte, este compromiso de fe sumerge al joven en una contemporaneidad que lleva en sí misma, en cierto sentido, una visión contraria al cristianismo. Esta anti-visión presenta estas características que recuerdo aunque sea sumariamente. Al hombre de hoy le falta frecuentemente el sentido de lo trascendente, de las realidades sobrenaturales, de algo que lo supera. El hombre no puede vivir sin algo que vaya más allá, que lo supere. El hombre se realiza si es consciente de esto, si se supera siempre a sí mismo, si se trasciende a sí mismo. Esta transcendencia está inscrita profundamente en la constitución humana de la persona. He aquí que, en la anti-visión, como he dicho, contemporánea, el significado de la existencia del hombre queda así «determinado» en el ámbito de una concepción materialista sobre los diversos problemas, como por ejemplo los de la justicia, del trabajo, etc. De ahí surgen esos contrastes multiformes entre las categorías sociales y entre las entidades nacionales, donde se manifiestan los diversos egoísmos colectivos. Es necesario, sin embargo, superar tal concepción cerrada y, en el fondo, alienante, contraponiendo a ella ese horizonte más amplio, que ya la recta razón y, más todavía, la fe cristiana, nos hacen entrever. Así, en efecto, los problemas encuentran una solución más completa; así, la justicia asume su plenitud y se realiza en todos sus aspectos; así las relaciones humanas, excluida toda forma de egoísmo, llegan a corresponder a la dignidad del hombre, como persona sobre la cual resplandece el rostro de Dios.
4. De todo ello se deduce la importancia de esa decisión, que vosotros, jóvenes, debéis tomar. Tomadla con Cristo, siguiéndole generosamente y aceptando sus enseñanzas, conscientes del eterno amor que en él ha encontrado su expresión suprema y su definitivo testimonio. Al deciros esto, no puedo ciertamente ignorar los obstáculos y peligros, por desgracia no pequeños ni infrecuentes, que se os presentan en los diversos ambientes del actual contexto social. Pero no debéis dejaros desviar; no debéis jamás ceder a la tentación, sutil y por lo mismo más insidiosa, de pensar que una decisión así pueda perjudicar a la formación de vuestra personalidad. No dudo en afirmar que tal opinión es totalmente falsa; creer que la vida humana, en el proceso de su crecimiento y de su maduración, pueda ser «disminuida» por el influjo de la fe en Cristo, es una idea que debe rechazarse. Es cierto exactamente lo contrario: así como la civilización resultaría empobrecida e incompleta sin la presencia del factor religioso, del factor cristiano, de igual modo la vida de cada hombre, y especialmente del joven, quedaría incompleta y vacía sin una fuerte experiencia de fe, alcanzada por un contacto directo con Cristo crucificado y resucitado. El cristianismo, la fe, creedme, jóvenes, confiere plenitud y culminación a vuestra personalidad; centrado como está en la figura de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre y, como tal, redentor del hombre, os lleva a la consideración, a la comprensión, al gusto de todo cuanto hay de grande, de hermoso y de noble en el mundo y en el hombre. La adhesión a Cristo no obstaculiza, sino que dilata y exalta los «impulsos» que la sabiduría de Dios Creador ha puesto en vuestras almas. La adhesión a Cristo no debilita, sino que refuerza el sentido del deber moral, proporcionándoos el deseo y la satisfacción de comprometeros en «algo que realmente merece la pena», dándoos, repito, el deseo y la satisfacción de comprometeros así, y previniendo el espíritu contra las tendencias, que hoy surgen con cierta frecuencia en el ánimo juvenil, a «dejarse llevar» o en dirección de una irresponsable o indolente abdicación, o por el camino de la violencia ciega y homicida. Sobre todo —recordadlo siempre—, la adhesión a Cristo será fuente de una alegría auténtica, de una alegría íntima. Os repito, la adhesión a Cristo es fuente de una alegría que el mundo no puede dar y que —como El mismo anunció a sus discípulos— ninguno podrá jamás quitaros (cf. Jn 16; 22), incluso estando en el mundo.
Homilía (06-03-1983): La conversión, camino hacia la paz
Viaje Apostólico a América Central. Santa Misa en el Metro Centro de El Salvador.
[…] 5. La cadena terrible de reacciones, propia de la dialéctica amigo-enemigo, se ilumina con la Palabra de Dios que exige amar incluso a los enemigos y perdonarlos. Urge pasar de la desconfianza y agresividad, al respeto, la concordia, en un clima que permita la ponderación leal y objetiva de las situaciones y la búsqueda prudente de los remedios. El remedio es la reconciliación…
El amor de Dios nunca desahucia mientras se peregrina en la historia. Sólo la dureza del hombre acosado por la lucha sin cuartel se reviste de determinismo y fatalismo: se cree entonces erróneamente que nadie puede cambiar, convertirse y que las situaciones deberían más bien conducirse programáticamente hacia un irremediable deterioro.
Es entonces el momento de escuchar la invitación del Evangelio de este domingo: “Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo” (Lc 13,3; Lc 13,5). Sí, convertirse y cambiar de conducta, porque como hemos escuchado en el Salmo responsorial Yahvé “hace obras de justicia y otorga el derecho a los oprimidos” (Sal 103,6). Por eso el cristiano sabe que todos los pecadores pueden ser rescatados; que el rico despreocupado, injusto, complacido en la egoísta posesión de sus bienes puede y debe cambiar de actitud; que quien acude al terrorismo, puede y debe cambiar; que quien rumia rencores y odios, puede y debe librarse de esta esclavitud; que los conflictos tienen modos de superación; que donde impera el lenguaje de las armas en pugna, puede y debe reinar el amor, factor irreemplazable de paz.
6. Al hablar de conversión como camino hacia la paz, no abogo por una paz artificiosa que oculta los problemas e ignora los mecanismos desgastados que es preciso componer. Se trata de una paz en la verdad, en la justicia, en el reconocimiento integral de los derechos de la persona humana. Es una paz para todos, de todas las edades, condiciones, grupos, procedencias, opciones políticas. Nadie debe ser excluido del esfuerzo por la paz…
7. Es urgente sepultar la violencia que tantas víctimas ha cobrado en ésta y en otras naciones. ¿Cómo? Con una verdadera conversión a Jesucristo. Con una reconciliación capaz de hermanar a cuantos hoy están separados por muros políticos, sociales, económicos e ideológicos. Con mecanismos e instrumentos de auténtica participación en lo económico y social, con el acceso a los bienes de la tierra para todos, con la posibilidad de la realización por el trabajo; en una palabra, con la aplicación de la doctrina social de la Iglesia. En este conjunto se inserta un valiente y generoso esfuerzo en favor de la justicia de la que jamás se puede prescindir.
Catequesis (08-06-1988): Dulzura y exigencia
Audiencia general, 8 de junio de 1988, cf. nn. 5-8.
La mansedumbre y humildad de Jesús llegan a ser atractivas para quien es llamado a acceder a su escuela: «Aprended de mí». Jesús es «el testigo fiel» del amor que Dios nutre para con el hombre…
Pero esta «mansedumbre y humildad de corazón» en modo alguno significa debilidad. Al contrario, Jesús es exigente. Su Evangelio es exigente. Jesús es exigente. No duro o inexorablemente severo: pero fuerte y sin equívocos cuando llama a alguien a vivir en la verdad. Él amonesta a todos y cada uno: «…si no os convertís, todos pereceréis» (Lc 13, 3).
Así, el Evangelio de la mansedumbre y de la humildad va al mismo paso que el Evangelio de las exigencias morales y hasta de las severas amenazas a quienes no quieren convertirse. No hay contradicción entre el uno y el otro. Jesús vive de la verdad que anuncia y del amor que revela y es éste un amor exigente como la verdad de la que deriva. Por lo demás, el amor ha planteado las mayores exigencias a Jesús mismo en la hora de Getsemaní, en la hora del Calvario, en la hora de la cruz. Jesús ha aceptado y secundado estas exigencias hasta el fondo, porque, como nos advierte el Evangelista, Él «amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Se trata de un amor fiel, por lo cual, el día antes de su muerte, podía decir al Padre: «Las palabras que tú me diste se las he dado a ellos» (Jn 17, 8).
Catequesis (09-11-1988): El pecado es el verdadero mal.
Audiencia general, 9 de noviembre de 1988.
El Cristo que sufre es, como ha cantado un poeta moderno, «el Santo que sufre», el Inocente que sufre, y, precisamente por ello, su sufrimiento tiene una profundidad mucho mayor en relación con la de todos los otros hombres, incluso de todos los Job, es decir de todos los que sufren en el mundo sin culpa propia. Ya que Cristo es el único que verdaderamente no tiene pecado, y que, más aún, ni siquiera puede pecar. Es, por tanto, Aquél ―el único― que no merece absolutamente el sufrimiento. Y sin embargo es también el que lo ha aceptado en la forma más plena y decidida, lo ha aceptado voluntariamente y con amor. Esto significa ese deseo suyo, esa especie de tensión interior de beber totalmente el cáliz del dolor (cf. Jn 18, 11), y esto «por nuestros pecados, no sólo por los nuestros sino también por los de todo el mundo», como explica el Apóstol San Juan (1 Jn 2, 2). En tal deseo, que se comunica también a un alma sin culpa, se encuentra la raíz de la redención del mundo mediante la cruz.La potencia redentora del sufrimiento está en el amor.
3. Y así, por obra de Cristo, cambia radicalmente el sentido del sufrimiento. Ya no basta ver en él un castigo por los pecados. Es necesario descubrir en él la potencia redentora, salvífica del amor. El mal del sufrimiento, en el misterio de la redención de Cristo, queda superado y de todos modos transformado: se convierte en la fuerza para la liberación del mal, para la victoria del bien. Todo sufrimiento humano, unido al de Cristo, completa «lo que falta a las tribulaciones de Cristo en la persona que sufre, en favor de su Cuerpo» (cf. Col 1, 24): el Cuerpo es la Iglesia como comunidad salvífica universal.
4. En su enseñanza, llamada normalmente prepascual, Jesús dio a conocer más de una vez que el concepto de sufrimiento, entendido exclusivamente como pena por el pecado, es insuficiente y hasta impropio. Así, cuando le hablaron de algunos galileos «cuya sangre Pilato había mezclado con la de sus sacrificios», Jesús preguntó: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas…? aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén?» (Lc 13, 1 – 2.4). Jesús cuestiona claramente tal modo de pensar, difundido y aceptado comúnmente en aquel tiempo, y hace comprender que la «desgracia» que comporta sufrimiento no se puede entender exclusivamente como un castigo por los pecados personales. «No, os lo aseguro» ―declara Jesús―, y añade: «Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo» (Lc 13, 3-4). En el contexto, confrontando estas palabras con las precedentes, es fácil descubrir que Jesús trata de subrayar la necesidad de evitar el pecado, porque este es el verdadero mal, el mal en sí mismo y permaneciendo la solidaridad que une entre sí a los seres humanos, la raíz última de todo sufrimiento. No basta evitar el pecado sólo por miedo al castigo que se puede derivar de él para el que lo comete. Es menester «convertirse» verdaderamente al bien, de forma que la ley de la solidaridad pueda invertir su eficacia y desarrollar, gracias a la comunión con los sufrimientos de Cristo, un influjo positivo sobre los demás miembros de la familia humana.
Comentario sinóptico y paralelos
1. «Los galileos cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios…»
Episodio desconocido fuera de este texto, como ocurre también con el incidente mencionado en el v. 4. El historiador Flavio Josefo informa de varias intervenciones sangrientas de Pilato en Jerusalén, para apagar toda tentativa de revuelta.
2.4 (|| Jb 6,2)
Más pecadores: (literalmente «más deudores») refiriéndose a la deuda que no podemos pagar (cf. Mt 18,24-25).
Pero el más o el menos no es aquí la cuestión, sino la relación interna entre la maldad y la desgracia, como en el caso ejemplar de Job.
Aquí el Evangelio niega la individualización de esta relación misteriosa: es imposible establecer una relación directa e unilateral de causa-efecto entre lo que hemos de sufrir y nuestros propios actos (o los actos de nuestros padres, en el caso del Ciego de nacimiento). Ciertamente que influyen, pero en un conjunto indisociable donde cada uno causa y sufre a la vez los efectos producidos por todos, y por toda la sociedad de la que somos miembros. Aunque también es cierto que algunos deben pagar más o menos, con respecto a sus propias faltas, y llevar sobre sí las consecuencias de las carencias de sus semejantes –tal como nos beneficiamos también más o menos de lo que otros han aportado al mejoramiento de la sociedad–. Esto sólo es injusto si lo vemos desde una óptica individualista y abstracta; pero visto en su conjunto, es la confirmación de que «nadie es una isla», pues todo destino es al mismo tiempo personal y solidario del destino de los otros.
Esta solidaridad natural o social se redobla en el orden sobrenatural del Reino, donde «somos miembros unos de otros» (Rm 12,4-5; 1Co 12,12-27). Es el misterio de la «comunión de los santos» y de la llamada «reversibilidad de los méritos», por la cual se realiza nuestra Redención por un Otro. Como dijo Elisabeth Leseur: «Un alma que se eleva, eleva al mundo entero».
El libro de Job en su conjunto enfoca sobre todo una espiritualidad de confianza, que se remite a la Sabiduría providencial de Dios para «justificar» (hacer justo) esas disparidades de suerte en las que Job es particularmente afligido. De ello se concluirá, como en el caso del Ciego de nacimiento de Jn 9, el bien que hace la manifestación de la Gloria de Dios y de la fidelidad de Job, que repara y sobrepasa todas esas injusticias temporales.
Pero esto no es motivo para ser indiferente y negar que es evidente la desproporción entre los sufrimientos de Job y su conducta anterior. Por esto, brotan las rectificaciones indignadas de Job al simplismo de sus tres amigos, especialmente en los capítulos 6-7 y 9-10, cuyo contenido esencial es retomado por la Iglesia en su Oficio de difuntos, como para reconocer aquí uno de los testimonios más conmovedores de la condición humana, invitando a todos los que se hallen en esta situación a refugiarse en Dios que hace justicia. En definitiva, ésta es la lección religiosa del libro de Job: el hombre debe persistir en la fe incluso cuando su espíritu no encuentra sosiego. Para esclarecer el misterio del sufrimiento de los inocentes, era necesario que Cristo resucitara y se conociese el valor del sufrimiento de los hombres unido al sufrimiento del Crucificado. Dos textos de San Pablo responderán al angustioso problema de Job: «Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (Rom 8,18) y «completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).
Partiendo de ahí, el Evangelio no enseña que si las desgracias sufridas no provienen exclusivamente de quienes las sufren, sino de todos, entonces cada uno está llamado a hacer penitencia, para evitar que todos finalmente perezcan del mismo modo –como lo hemos visto en las catástrofes que marcaron el fin de los Reinos de Israel y de Judá (2Re 17,7.23; cf. 24,20); y como lo vimos en el año 70–. ¿Cómo esta misma advertencia no será válida, y con mayor razón, para los cristianos, miembros del Reino de la comunión de los santos? Es pues necesario que cada cristiano haga penitencia por solidaridad con todo el género humano. Esta llamada se repite por ejemplo en las apariciones de Lourdes, de Fátima o de La Salette.
3.5 Si no os convertís
El verbo original es metanoein, que significa conversión o, lo que es lo mismo, retorno a Dios (Mt 3,2). Aquí, como en la predicación de Juan Bautista, la invitación es sobre todo a la urgencia de producir «un fruto digno de penitencia» (Mt 3,8). El aspecto de «retorno» o cambio de dirección será puesto en relieve por el Hijo Pródigo (Lc 15,17-20).
|| Jer 4,1-4; 14,7-9
La llamada a la penitencia o a la conversión es la función esencial de todos los profetas: basta recordar a Jonás, o el resumen general de la predicación profética que nos hace Jeremías (Jer 23,1-13), invitación urgente como único medio para prevenir la catástrofe que de otro modo, sería inevitable. Esta llamada se encuentra también en el corazón mismo del Evangelio, pues es el segundo artículo del anuncio del Kerygma.
LA PARÁBOLA DE LA HIGUERA ESTÉRIL (Lc 13,6-9)
Puesta inmediatamente a continuación de la llamada a la conversión, quiere hacernos comprender que si bien nos queda todavía el tiempo presente para convertirnos, el mismo es limitado.
Más adelante, entre los Ramos y la Pasión, Mt y Mc hablarán de una higuera maldita y que se seca de un día para otro, porque «el tiempo de la visita» en el que aún era posible reconocer a Cristo y volverse a Dios por la fe en su Enviado, habrá pasado.
Así como «permanecer bajo su viña y su higuera», a ejemplo de Natanael antes de su vocación, era signo de paz y de bienestar, no solamente físico o social, sino también espiritual gracias a la meditación provechosa de la Escritura (Jn 1,48); también la figura de este árbol seco era el terrible símbolo de las desgracias de Israel anunciadas por los profetas (|| Os 9,10-16; Ha 3,17; Is 34,4; Jr 5,17; 8,13, Os 2,14; Jl 1,7.12; Am 4,9).
La Higuera como figura de Israel y de todos los creyentes, y por tanto de nosotros que somos hoy el «Israel de Dios»
La Higuera no es un árbol cualquiera, posee características que otros árboles no poseen. San Ambrosio nos ofrece algunos detalles interesantes:
Era la viña del Señor Sabbaoth, la cual entregó al pillaje de los gentiles. Es muy propia la comparación de la sinagoga con este árbol, porque así como este árbol abunda en hojas hermosas y engaña la esperanza de su dueño que espera sus frutos, así también en la sinagoga, mientras sus doctores, infecundos por sus obras se gloriaban con sus palabras redundantes como las hojas, la sombra vana de la ley se hacía más oscura. También este árbol es el único que produce los frutos desde luego en vez de flores y los frutos primeros caen para dar lugar a los segundos, aunque quedan algunos, muy raros, de los primeros, que no caen. El primer pueblo de la sinagoga cayó como fruto inútil para que saliera el nuevo pueblo de la Iglesia, como de la savia de la antigua religión. Los primeros tallos que brotaron de Israel, como naturaleza vigorosa, bajo la sombra de la ley y de la cruz, en el seno de una y otra, tomando vida de su savia vivificadora (como los higos que maduran primero), aventajaron a todos los demás por la gracia de sus bellos frutos, de los que se dice (Mt 19,28): «Os sentaréis sobre doce tronos». Algunos, sin embargo, creen que esta higuera no es figura de la sinagoga, sino de la malicia y la iniquidad, pero su interpretación se diferencia de la anterior únicamente en que se toma el género por la especie. (San Ambrosio)
… Buscaba fruto
El mismo Señor que estableció la sinagoga por medio de Moisés, habiendo nacido en carne mortal y enseñado en la sinagoga, buscó con frecuencia fruto de fe, pero no lo encontró en la mente de los fariseos. Por esto sigue: «Y fue a buscar el fruto en ella y no lo encontró». (Beda)
Buscaba el Señor, no porque ignorase que la higuera carecía de fruto, sino para dar a conocer en esa figura que la sinagoga ya debía tener fruto. Y por lo que sigue da a entender que no había venido antes de tiempo, porque estaba ya tres años predicando. Por esto continúa: «Y dijo al que labraba la viña: Mira, tres años ha que vengo a buscar fruto en esta higuera y no le hallo». Vino a Abraham, vino a Moisés, vino a María; esto es, vino en figura, vino en la ley y vino corporalmente. Hemos conocido su venida en sus beneficios, primero en la purificación, después en la santificación y, por último, en la justificación. La circuncisión purificó, la ley santificó y la gracia justificó. Pero el pueblo judío ni pudo purificarse, porque aun cuando tuvo la circuncisión del cuerpo, no tuvo la del alma. Ni pudo santificarse, porque ignorando la virtud de la ley, se dejaba llevar más bien de las cosas carnales que de las espirituales. Ni podía justificarse, porque no haciendo penitencia por sus pecados, desconocía la gracia. Por tanto, con razón puede decirse que no se encontró fruto ninguno en la sinagoga y por esto se mandó cortarla. Sigue: «Córtala, pues, ¿para qué ha de ocupar la tierra?». El buen colono (acaso aquél en quien se funda la Iglesia), presagiando que habría de enviarse otro a los gentiles y a él a los circuncidados, intervino para suplicar que no fuera cortada, comprendiendo, confiado en su vocación, que el pueblo judío podría salvarse también por la Iglesia. Por esto sigue: «Mas él respondió y le dijo: Señor, déjala aún este año». Conoció en seguida que la dureza y la soberbia de los judíos eran las causas de su esterilidad. De este modo el que supo reprender sus vicios conoció cómo había de labrar. Por lo cual añade: «Y la cavaré alrededor». Ofrece cavar la dureza de sus corazones con los azadones apostólicos, para evitar que se hunda y esconda en la tierra la raíz de la sabiduría. Dice pues, «Y le echaré estiércol». Esto es, el afecto de la humildad, por el cual cree que aún el judío puede fructificar en el Evangelio de Cristo. Por lo cual añade: «Y si con esto diere fruto»; es decir, será bueno. «Si no, la cortarás después». (San Ambrosio)
Pero la advertencia está dirigida a todas las generaciones, y por tanto a nosotros hoy: seamos diligentes en reconocer a Cristo, convertirnos a Él, antes que llegue el Fin. «…cada uno de nosotros es como una higuera plantada en la viña de Dios; es decir, en la Iglesia o en este mundo.» (Teofilacto)
Pero debe oírse con gran temor lo que dice: «Córtala, pues, ¿para qué ha de ocupar aún la tierra?» En efecto, teniendo cada uno a su modo un lugar en la vida presente, si no da frutos de buenas obras, ocupa la tierra como árbol infructuoso. Porque en el sitio en que él se encuentra impide que trabajen otros. (San Gregorio, ut sup)
Lc 13,8-9a
Misericordia e intercesión: Señor, déjala por este año todavía
Hemos de ver también en las palabras del viñador una llamada a practicar la misericordia, a interceder por todos los hombres y especialmente de aquellos que nos son queridos y que parecen vivir de espaldas a Dios.
Es propio de la divina misericordia no imponer castigos en silencio, sino publicar primero sus amenazas excitando a penitencia, así como hizo con los ninivitas y ahora con el labrador, diciendo «Córtala», estimulándolo a que la cuide y excitando al alma estéril a que produzca los debidos frutos. (San Basilio, conc. 8, quae de Penitentia inscribitur)
Por tanto, no nos apresuremos a herir, sino dejemos crecer por misericordia; no sea que cortemos la higuera que aún puede dar fruto y que aún puede curar el celo de su inteligente cultivador. Por esto añade aquí: «Mas él respondió y le dijo: Señor, déjala…» (San Gregorio Nacianceno, orat. in sanct lavacr. 26)
También el colono que intercede representa a todo santo que dentro de la Iglesia ruega por el que está fuera de ella, diciendo: «Señor, perdónala por este año (esto es, en este tiempo con vuestra gracia), hasta que yo cave alrededor de ella». Cavar alrededor es enseñar la humildad y la paciencia. Porque la fosa es la tierra humilde y el estiércol (tomado en buen sentido) es las inmundicias, pero da fruto. La inmundicia del cultivador es el dolor del que peca. Los que hacen penitencia la hacen sobre sus inmundicias, pero obran con verdad. (San Agustín, De verb. Dom., serm. 31)
Lc 13,9b
Juicio
… si no da [fruto] la cortarás después
«Y si no, la cortarás después», esto es, cuando vengas en el día del juicio a juzgar a los vivos y a los muertos. Hasta entonces, por ahora perdona. (San Agustín)