Lc 10, 13-16 – Subida a Jerusalén: Ciudades impenitentes
/ 27 septiembre, 2016 / San LucasTexto Bíblico
13 ¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida! Pues si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, vestidos de sayal y sentados en la ceniza.14 Por eso el juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón que a vosotras.15 Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al abismo.16 Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Santa Catalina de Génova
El libre albedrío: Consentir en la conversión
«Quien a vosotros escucha a mí me escucha» (Lc 10,16)[fr]
Dios incita al hombre a levantarse del pecado. Luego, con la luz de la fe le ilumina la inteligencia; más tarde, gracias a un gusto y una cierta dulzura le enciende la voluntad. Todo esto lo hace Dios en un instante, aunque nosotros tengamos que expresarlo por muchas palabras e introduciendo un intervalo de tiempo.
Dios obra todo esto en el hombre según el fruto que prevé. A cada uno se le otorga gracia y luz suficiente para que, haciendo lo que está a su alcance, pueda salvarse, sólo dando su consentimiento a la obra de Dios. Este consentimiento se realiza de la manera siguiente: Cuando Dios ha hecho su obra, basta al hombre con decirle: «Estoy contento, Señor, haz de mí lo que quisieres, me decido a no pecar más y dejar todas las cosas del mundo por tu amor.»
Este consentimiento y este movimiento de la voluntad se realizan con tanta rapidez que el hombre se une a Dios sin que se dé cuenta de ello, ya que se realiza en el silencio. El hombre no ve el consentimiento pero le queda una impresión interior que le empuja a seguir en él. En esta operación se encuentra inflamado y aturdido, estupefacto, sin saber qué hacer y a dónde volverse. Por esta unión espiritual el hombre queda ligado a Dios por un lazo casi indisoluble, porque Dios hace casi todo, habiendo consentimiento por parte del hombre. Si éste se deja conducir, Dios lo conduce y lo encamina a la perfección que le tiene destinada.
San Francisco de Sales, obispo
Sermón: La fuente de la incredulidad
«Quien a vosotros rechaza a mí me rechaza» (Lc 10,10)IX, 312 y X, 408
«Si en Tiro y en Sidón hubieran sido hechos los milagros que en vosotros se han hecho, tiempo ha que hubieran hecho penitencia.» Lc 10, 13
La gran fuente de incredulidad son el orgullo y la vanidad. Es propio del orgullo arrastrar a las almas a toda clase de males, pero sobre todo a aquellos que nos hacen aferrarnos de tal modo al propio juicio, que nos obstinamos en no someterlo a nadie, por autoridad que pueda tener sobre nosotros.
Esta vanidad de estimar tanto el propio juicio, lleva a la incredulidad y a desestimar el juicio de los demás y nos hace razonar así: ¿Por qué he de sujetarme a creer que lo que me dicen es cierto? ¿Es que yo no entiendo y no sé como los demás?
¡Dios mío, en qué peligro están las almas que se dejan llevar así por su propio juicio estimándolo tan alto! Porque la pasión nos lleva hasta la obstinación.
Es cierto que nuestra fe no es palpable y que no depende de los sentidos. Es un don de Dios que Él infunde en el alma humilde, porque la fe no habita en quien está lleno de orgullo. Hay que tener humildad para recibir ese rayo de luz divina, que es don puramente gratuito.
Escuchad cómo hablaba el Salvador a los fariseos: «¿Cómo vais a poder creer vosotros que estáis hinchados de vanagloria y de propia estima?.» Es un gran mal el dejarse arrastrar de esa forma, porque los teólogos enseñan que cuando cedemos a las pasiones, ellas nos conducen hasta el pecado. Tener las pasiones agitadas no es pecado, pero es cosa muy diferente seguir los sentimientos de ellas. Por ejemplo, despecharse y obstinarse después: eso sí que es pecado.
Y es así; ¿por qué?, para que así veamos la infinita misericordia de Dios, comparándola con la miseria del pecador. En efecto, dice la Escritura: «Que Dios hace su trono de nuestra miseria.» (Salmos 92 y 137).