Lc 9, 46-50: Sobre quien es el más importante y el exorcista extraño
/ 28 septiembre, 2015 / San LucasTexto Bíblico
46 Se suscitó entre ellos una discusión sobre quién sería el más importante. 47 Entonces Jesús, conociendo los pensamientos de sus corazones, tomó de la mano a un niño, lo puso a su lado 48 y les dijo: «El que acoge a este niño en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado. Pues el más pequeño de vosotros es el más importante».
49 Entonces Juan tomó la palabra y dijo: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no anda con nosotros». 50 Jesús le respondió: «No se lo impidáis: el que no está contra vosotros, está a favor vuestro».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Clemente de Alejandría
Obras: Pequeños a imagen de Cristo.
El Pedagogo, I, 21-24.
«Quien acoge a uno de estos pequeños en mi nombre, me acoge a mi» (Lc 9,48).
“Llevarán en brazos, dice la Escritura, a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo” (Is 66 12-13). La madre atrae hacia sí a sus hijos pequeños y nosotros buscamos a nuestra madre, la Iglesia. Todo ser débil y tierno, cuya debilidad tiene necesidad de ayuda, es gracioso, atrayente, hermosos; Dios no rechaza su ayuda a un ser tan joven. Los padres dedican una ternura especial a sus pequeños…De la misma manera, el Padre de toda la creación, acoge a los que se refugian en él, los regenera por el Espíritu y los adopta como hijos; conoce cuan dulces son y a ellos solos ama, ayuda, protege; y por ello les llama sus hijos pequeños (cf Jn 13, 33)…
El Santo Espíritu, por boca de Isaías, aplica al mismo Señor el término hijo pequeño: “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado…” (Is 9,5). ¿Quién es este hijo pequeño, este recién nacido, a imagen del cual somos hijos pequeños? Por el mismo profeta, el Espíritu nos describe su grandeza: “Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz” (v. 6).
¡Oh el gran Dios! ¡Oh el niño perfecto! El Hijo está en el Padre y el Padre está en el Hijo ¿Podría no ser perfecta la instrucción que nos da este niño pequeño? Ella nos engloba a todos para guiarnos a nosotros, sus hijos pequeños. Ha extendido sus manos sobre nosotros y en ellas hemos puesto toda nuestra confianza. Es de este hijo pequeño de quien Juan Bautista da testimonio: “He aquí, dice, el cordero de Dios” (Jn 1,29). Puesto que la Escritura nombra corderos a los hijos pequeños, llama “cordero de Dios” al Verbo de Dios que se ha hecho hombre por nosotros y ha querido ser, en todo, semejante a nosotros, él, el Hijo de Dios, el hijito del Padre.
San Juan Pablo II, papa
Encíclica: Ecumenismo.
Encíclica «Ut unum sint”, 14-15.
«Quisimos impedírselo, porque no está con nosotros para seguirte» (Lc 9,49).
El ecumenismo trata precisamente de hacer crecer la comunión parcial existente entre los cristianos hacia la comunión plena en la verdad y en la caridad. Pasando de los principios, del imperativo de la conciencia cristiana, a la realización del camino ecuménico hacia la unidad, el Concilio Vaticano II pone sobre todo de relieve la necesidad de conversión interior. El anuncio mesiánico “el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca” y la llamada consiguiente “convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1, 15), con la que Jesús inaugura su misión, indican el elemento esencial que debe caracterizar todo nuevo inicio: la necesidad fundamental de la evangelización en cada etapa del camino salvífico de la Iglesia. Esto se refiere, de modo particular, al proceso iniciado por el Concilio Vaticano II, incluyendo en la renovación la tarea ecuménica de unir a los cristianos divididos entre sí. “No hay verdadero ecumenismo sin conversión interior” (Unitatis redintegratio, 7). (…)
Cada uno debe pues convertirse más radicalmente al Evangelio y, sin perder nunca de vista el designio de Dios, debe cambiar su mirada. Con el ecumenismo la contemplación de las “maravillas de Dios” (mirabilia Dei) se ha enriquecido de nuevos espacios, en los que el Dios Trinitario suscita la acción de gracias: la percepción de que el Espíritu actúa en las otras Comunidades cristianas, el descubrimiento de ejemplos de santidad, la experiencia de las riquezas ilimitadas de la comunión de los santos, el contacto con aspectos impensables del compromiso cristiano.
Por otro lado, se ha difundido también la necesidad de penitencia: el ser conscientes de ciertas exclusiones que hieren la caridad fraterna, de ciertos rechazos que deben ser perdonados, de un cierto orgullo, de aquella obstinación no evangélica en la condena de los « otros », de un desprecio derivado de una presunción nociva. Así la vida entera de los cristianos queda marcada por la preocupación ecuménica y están llamados a asumirla.
Concilio Vaticano II
Declaración (NA): La discriminación es contraria al espíritu de Cristo.
Declaración sobre las relaciones de la iglesia con las religiones no cristianas “Nostra Aetate” , 5
«Tratamos de impedírselo, porque no es de los nuestros» (Lc 9,49).
No podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a conducirnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios (Gn 1, 27). La relación del hombre para con Dios Padre y con los demás hombres sus hermanos están de tal forma unidas que, como dice la Escritura: «el que no ama, no ha conocido a Dios» (1 Jn 4,8).
Así se elimina el fundamento de toda teoría o práctica que introduce discriminación entre los hombres y entre los pueblos, en lo que toca a la dignidad humana y a los derechos que de ella dimanan.
La Iglesia, por consiguiente, reprueba como ajena al espíritu de Cristo cualquier discriminación o vejación realizada por motivos de raza o color, de condición o religión. Por esto, el sagrado Concilio, siguiendo las huellas de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, ruega ardientemente a los fieles que, «observando en medio de las naciones una conducta ejemplar» (1 P 2, 12), si es posible, en cuanto de ellos depende (Rm 12, 18), tengan paz con todos los hombres, para que sean verdaderamente hijos del Padre que está en los cielos (Mt 5, 45).
Constitución (GS): Vínculo de la caridad.
Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual «Gaudium et spes», 92
«El que no está contra vosotros, está con vosotros» (Lc 9,50).
La Iglesia, en virtud de la misión que tiene de iluminar a todo el orbe con el mensaje evangélico y de reunir en un solo Espíritu a todos los hombres de cualquier nación, raza o cultura, se convierte en señal de la fraternidad que permite y consolida el diálogo sincero.
Lo cual requiere, en primer lugar, que se promueva en el seno de la Iglesia la mutua estima, respeto y concordia, reconociendo todas las legítimas diversidades, para abrir, con fecundidad siempre creciente, el diálogo entre todos los que integran el único Pueblo de Dios, tanto los pastores como los demás fieles. Los lazos de unión de los fieles son mucho más fuertes que los motivos de división entre ellos. Haya unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo.
Nuestro espíritu abraza al mismo tiempo a los hermanos que todavía no viven unidos a nosotros en la plenitud de comunión y abraza también a sus comunidades. Con todos ellos nos sentimos unidos por la confesión del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y por el vínculo de la caridad, conscientes de que la unidad de los cristianos es objeto de esperanzas y de deseos hoy incluso por muchos que no creen en Cristo. Los avances que esta unidad realice en la verdad y en la caridad bajo la poderosa virtud y la paz para el universo mundo. Por ello, con unión de energías y en formas cada vez más adecuadas para lograr hoy con eficacia este importante propósito, procuremos que, ajustándonos cada vez más al Evangelio, cooperemos fraternalmente para servir a la familia humana, que está llamada en Cristo Jesús a ser la familia de los hijos de Dios.
Nos dirigimos también por la misma razón a todos los que creen en Dios y conservan en el legado de sus tradiciones preciados elementos religiosos y humanos, deseando que el coloquio abierto nos mueva a todos a recibir fielmente los impulsos del Espíritu y a ejecutarlos con ánimo alegre.
El deseo de este coloquio, que se siente movido hacia la verdad por impulso exclusivo de la caridad, salvando siempre la necesaria prudencia, no excluye a nadie por parte nuestra, ni siquiera a los que cultivan los bienes esclarecidos del espíritu humano, pero no reconocen todavía al Autor de todos ellos. Ni tampoco excluye a aquellos que se oponen a la Iglesia y la persiguen de varias maneras. Dios Padre es el principio y el fin de todos. Por ello, todos estamos llamados a ser hermanos. En consecuencia, con esta común vocación humana y divina, podemos y debemos cooperar, sin violencias, sin engaños, en verdadera paz, a la edificación del mundo.
San Juan Casiano, abad
Conferencia: El legado de Cristo.
Conferencias, n. 15, 6-7
«El más pequeño de vosotros es el más importante» (Lc 9,48).
«Venid, dice Cristo a sus discípulos, y aprended de mí», ciertamente que no a echar demonios por el poder del cielo, ni a curar leprosos, ni a devolver la vista a los ciegos, ni a resucitar muertos…; sino, dice él: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,28-29). En efecto, esto es lo que todos podemos aprender y practicar. Hacer signos y milagros no siempre es necesario, ni tan sólo ventajoso para todos, ni tampoco se concede a todos.
Es, pues, la humildad la maestra de todas las virtudes, fundamento inquebrantable de todo el edificio, don magnífico y propio del Señor. El que la posea podrá hacer, sin peligro de envanecerse, todos los milagros que Cristo obró porque busca imitar al manso Señor, no en la sublimidad de sus prodigios sino en las virtudes de la paciencia y la humildad. Por el contrario, el que está deseoso de mandar a los espíritus impuros, de devolver la salud a los enfermos, de mostrar a las multitudes cualquier signo maravilloso, podrá invocar el nombre de Cristo en medio de toda su ostentación, pero es extraño a Cristo porque su alma orgullosa no sigue al maestro de humildad.
Este es el legado que el Señor hizo a sus discípulos poco antes de volver a su Padre: «Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros; como yo os he amado amaos unos a otros»; e inmediatamente añade: «En esto conocerán que sois mis discípulos: si os amáis los unos a los otros» (Jn 13,34-35). Y es cierto que el que no es manso y humilde no podrá amar así.
Los grandes en la fe de ninguna manera se vanagloriaban del poder que tenían de obrar maravillas. Confesaban que no eran sus propios méritos los que actuaban sino que era la misericordia del Señor la que lo había hecho todo. Si alguien se admiraba de sus milagros, rechazaban la gloria humana con estas palabras tomadas de los apóstoles: «Hermanos, ¿por qué os admiráis de esto, o por qué nos miráis fijamente, como si por nuestro poder o piedad hubiéramos hecho caminar a éste?» (Hch 3,12). Nadie, a su juicio, debía se alabado por los dones y maravillas que sólo son propias de Dios…
Pero sucede, a veces, que hombres inclinados al mal, reprobables por lo que se refiere a la fe, echan demonios y obran prodigios en nombre del Señor. Es de esto que un día los apóstoles se quejaron al Señor: «Maestro, decían, hemos visto un hombre que echa a los demonios en tu nombre, y se lo hemos prohibido porque no es de los nuestros». Inmediatamente Cristo respondió: «No se lo impidáis, porque el que no está contra vosotros está con vosotros». Pero cuando al final de los tiempos esta gente dirá: «Señor, Señor, ¿no es en tu nombre que hemos profetizado? ¿No hemos echado demonios en tu nombre? ¿Y en tu nombre hemos hecho muchos milagros?» él asegura que replicará: «Nunca os he conocido; alejaos de mí, malvados». (Mt 7,22s).
A los que ha concedido la gloria de los signos y milagros, el Señor les advierte de no creerse mejores a causa de ello: «No os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos» (Lc 10,20). El autor de todos los signos y milagros llama a sus discípulos a recoger su doctrina: «Venid, les dice; y aprended de mí» –no a echar a los demonios por el poder del cielo, ni a curar leprosos, ni a devolver la vista a los ciegos, ni a resucitar a los muertos, sino que dice: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,28-29).
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