Lc 9, 28-36: La Transfiguración
/ 22 febrero, 2013 / San LucasEl Evangelio de la Transfiguración es proclamado el 2do. Domingo de Cuaresma, para animar a los cristianos a tomar su Cruz y seguir a Cristo en su camino hacia la Pascua.
«Ante testigos privilegiados, el Señor desvela su gloria… Por medio de la Transfiguración él quería curar en los discípulos el escándalo de la Cruz, para que la humillación de su Pasión voluntaria no turbara su fe, por eso les revelaba de antemano la gloria de su dignidad aún oculta a los demás.
Pero al mismo tiempo Él quería por este gesto fundar la fe de la Santa Iglesia, para que el Cuerpo total de Cristo conociera la bienaventurada transformación a que estaba destinado, y que cada miembro pudiese tener parte de ese honor que resplandecía en su Cabeza». (León Magno, Sermón 51 [SC 74,17]).
- Mt 17,1; Mc 9,2; Lc 9,28 || Ex 24,15-16
Seis días después: Precisión algo rara utilizada quizá para hacer referencia a Moisés (|| Ex 24).
Una alta montaña: como el Sinaí, pero más particularmente sin duda lo contrario de aquella en la que Cristo rechazó el reino terrestre que Satanás le ofrecía (Mt 4,8) y análoga a aquella montaña en la que Cristo reunió sus discípulos luego de la resurrección para transmitirle algo de su Poder recibido de Dios (Mt 28,16-20). Todo hace referencia al símbolo universal de la montaña como proximidad con Dios.
Pedro Santiago y Juan, ellos solos (Mc), aparte (Mt-Lc): como en el momento la resurrección de la hija de Jairo y como en Getsemaní.
Para orar: como es habitual en Lucas, subraya que los grandes acontecimientos de la vida pública de Cristo nacen de su oración: formación del colegio Apostólico (Lc 5,12) y ante todo en el momento de su Bautismo (Lc 3,21) del cual la Transfiguración es la confirmación paralela.
- Mt 17,2; Mc 9,3; Lc 9,29
Fue transfigurado: es el llamado «Passivum divinum» – pasivo divino (Mt 5,3b), que indica a Dios mismo como autor de esta meta-morfosis en el sentido de transformación deslumbrante de un cuerpo que sigue siendo el mismo sustancialmente. Jesús sigue siendo humano, solo que deja por un instante que el brillo de su divinidad impregne su cuerpo, haciéndole radiante. Por su encarnación en efecto esta gloria divina debería haber sido el estado normal de Cristo. Si Él no la ha dejado aparecer que esta vez solamente e incluso no delante de todos los apóstoles muestra hasta que punto quiere dejarnos el beneficio de creer sin haber visto (cf. Lc 2,9-10a). Incluso luego de la resurrección Él no se presentará que con una gloria como tamizada.
Pero lo que presagia la Transfiguración es sobre todo nuestro estado glorioso en el cielo, donde el brillo del alma, llena de Dios, convertirá nuestros cuerpos resucitados en «gloriosos», libres de la pesadez terrestre y partícipes de la Gloria de Dios: Rm 5,2; 8,18.21; 1Cor 2,7; 15,43; 2Cor 4,17 (y || 2Cor 3,18); Flp 3,21; Col 3,4; 1Tes 2,12; 2Tes 2,14: es «el» Misterio que está al centro del Evangelio de San Pablo: «Cristo entre vosotros, esperanza de la gloria» (Col 1,27).
|| Dn 10,5-12; 12,5; Jdt 10,7-8; Ex 34,29-30; 2Cor 3,7-10.18 – El paralelo de Daniel 10 y 12 va en esta misma línea. Encontramos en ambos lados: la luz, el rostro brillante, resplandeciente, la voz, la invitación a escuchar, el temor de los testigos, la cara contra la tierra, tocar, levantar, invitación a no tener miedo; y los dos personajes conversando. Del mismo modo, el || con Moisés y el Sinaí es uno de los axis de todo este relato de la Transfiguración donde confluyen la revelación de la Ley y de los Profetas o de los Apocalipsis. Transformación que nos ha sido prometida a nosotros mismos, si vivimos en la contemplación de Dios (|| 2Cor 3,18).
Su rostro resplandecía como el sol (Mt): || Sal 19, 6-7; 84,12 – Es precisamente lo que decía la parábola de «los justos en el Reino de su Padre» (Mt 13,43). Notemos la imagen de la tienda en el Sal 19,6 y Mt 17,4.
Sus vestidos se volvieron blancos como la luz: «Era de luz» decía Lucía de la aparición angélica de Fátima en 1916. Aquí mucho más todavía, se trata de la Luz interior, divina, que hace brillar hasta los vestidos de un blanco tan deslumbrante como ningún batanero del mundo puede dejarlos… (Mc).
|| Mal 3,2 – Como los vestidos de los ángeles de la resurrección, y como el vencedor del Apocalipsis (3,5), nosotros mismos seremos blanqueados de nuestros pecados (Is 1,18; Sal 51,9); Nuestros vestidos, sin los cuales no podremos estar en el banquete nupcial (Mt 22,11-12), tendrán que ser «blanqueados en la Sangre del Cordero» (Ap 7,14).
- Mt 17,3; Mc 9,4; Lc 9,30-31
Moisés y Elías: Según el evangelio de Lucas «dos hombres» aparecen, también ellos «en gloria» (cf. || Dn 12,5). Los tres apóstoles reconocen en ellos a Moisés y Elías, que representan generalmente la Ley y los Profetas. Malaquías 3,22-23 hace referencia a esas dos grandes figuras que parecen haber estado preservadas de la muerte (Moisés siguiendo la tradición apócrifa de la «asunción de Moisés» que se apoya en la ignorancia de su tumba en Dt 34,6; Elías en 2 Reyes 2,11-12). Ellos son también probablemente los dos misteriosos «testigos» de Ap 11, por lo que dirá san Hilario:
«Cristo aparece entre la Ley y los Profetas, Moisés y Elías, porque ellos son los testigos con los que Él juzgará a Israel; y también para enseñar que Él ha decidido conceder a los cuerpos humanos la gloria de la resurrección porque Moisés está ahí visible». (Sobre Mt 17, [PL 9, 1014]).
En todo caso la presencia de Moisés y Elías significa que en Cristo se cumple el Antiguo Testamento y más precisamente en su Misterio Pascual del cual precisamente «hablan entre ellos». La muerte y la glorificación de Cristo, y con Él de su Cuerpo místico todo entero es proclamada por la voz concordante del Antiguo y del Nuevo Testamento. Los textos antiguos concuerdan con la enseñanza del Evangelio, y lo que los signos antiguos habían prometido bajo el velo del misterio, el esplendor de la gloria presente lo muestra al descubierto. (cf. San León Magno, Sermón 51 [PL 54, 311; SC 74, 18]).
Hablaban de su Éxodo (Lc):
«Toda la historia de salvación es por así decir la historia de un éxodo. Esta historia comienza con Abraham, invitado a salir, y esta invitación sigue siendo continuamente el movimiento propio, que alcanza su verdadera profundidad en la Pascua de Jesucristo: en el «amor hasta el extremo», en el amor radical que va hasta el Éxodo total fuera de sí mismo, en la salida de sí mismo para ir al encuentro de los demás hasta el don radical de la muerte (Jn 13,1)». (J. Ratzinger, Les principes de la théologie catholique, p. 210-211).
El mismo Verbo de Dios entró en esta «Vía» («Odos») por medio de su Encarnación, que San Pablo llama un «Eis-Odos» (Hch 13,24). Él «tiene» que cumplir su «Éxodo», su salida hacia la verdadera Tierra Prometida del Cielo, pasando por la muerte –el Mar Rojo de su Sangre–, la Resurrección y la Ascensión, como lo había declarado a María y a José con apenas doce años (Lc 2,49), y como lo dirá también a sus Apóstoles después de la Cena (Jn 16,16-28). Es decir, que Jesús no se preocupa solo de su muerte, sino también de su glorificación, esto es, de todo el Misterio Pascual. Es con ese objetivo que se pone en camino desde Lc 9,51-56.
Lc 9,32 – Permanecían despiertos, o bien habiéndose despertado…
Como en el v. 37, Lc precisa que Jesús baja del monte «al día siguiente». Parece que la Transfiguración tuvo lugar de noche. Es muy probable que aquí, mientras Jesús rezaba, los tres apóstoles dormían, como en Getsemaní. Al menos en éste último caso el Evangelio subraya ese sueño para resaltar la soledad de Jesús, incluso en medio de los suyos.
Por otra parte, si Lc dice que estaban muertos de sueño, esto hace pensar que Pedro, Santiago y Juan estaban cargados por la percepción oscura, y por ello angustiosa, de la inminencia de un Misterio Sagrado, como Adán antes de la creación de Eva o como Abraham en el momento del Sacrificio de la Alianza (Gn 2,21 y 15,12).
- Mt 17,4; Mc 9,5-6a; Lc 9,33 ||Sal 17,15; Is 4,5; Os 12,10-11, Sal 15,1
¡Qué bueno (bello, trad. literal) es estarnos aquí
Asociando esa dicha de los tres apóstoles al «temor» en los versículos siguientes, vemos un claro ejemplo del llamado «temor fascinante», reacción ambivalente del hombre ante lo sagrado. Precisamente los tres evangelistas indican el «temor» como en un segundo tiempo, y por una razón más particular, al menos en Mt y Lc (ver Mt 17,5-6). La primera impresión de la que Pedro da testimonio, con ese grito salido de lo profundo del corazón, es la de haber llegado a la visión beatífica, que no es otra cosa que el mismo cielo (Jn 1,48).
Hacer tres tiendas: La tienda es un símbolo mayor de la condición de «extranjero y de peregrino», que es en definitiva la condición de todo hombre, y en grado supremo la del Pueblo de Dios en «Éxodo». Incluso una vez acabados los 40 años de peregrinación en el desierto, la Fiesta de las Tiendas debía recordárselo cada año a Israel (Lv 23,33-36) y renovar en ellos su vocación escatológica, es decir, el vivir orientados hacia un «más allá» no tanto futuro (luego del fin del mundo) mas sobrenatural (ya presente, porque es eterno).
|| Is 4,5: Podemos decir también que la tienda verdadera es el Señor, que protege a su pueblo. Aquí encontramos las imágenes de «la Montaña» como también en el Salmo 15,1 y de «la Nube». Aquel a quien se debe hacer esta Tienda, en la expectativa de los judíos, es al Mesías; y es justamente como Mesías que aparece Cristo, Verbo que «ha puesto su morada entre nosotros», Sabiduría Eterna que el Padre ha enviado para «preparar su tienda e instalarse en Israel» (Jn 1,14).
La Fiesta de las Tiendas reavivaba en Israel la esperanza de la «Tienda del Encuentro». ¡Y he aquí que, sobre el monte, ésta se revela a Pedro! En ese sentido, lo ocurrido en la Transfiguración significa que las esperanzas escatológicas y mesiánicas ligadas a la fiesta judía de los Tabernáculos se realizan en Jesucristo. Pero, de ser así, ¿por qué Pedro no sabía lo que decía? (Mt-Lc). Fundamentalmente porque esa Tienda, figura del «más allá» al que el hombre está llamado, es una morada dada al hombre por Dios y no lo contrario. El error, por así decir, de Pedro, es el mismo de David cuando propone, de sus propias manos, construir un Templo a Dios (2 Sa 7).
«En éxtasis por esta revelación de los Misterios, el apóstol Pedro está como fuera de sí, arrebatado hacia el deseo de las cosas de arriba. Lleno de la alegría de toda esta visión, desea permanecer con Jesús, allí mismo donde se alegra de haber visto su gloria… A esta proposición el Señor no dio respuesta en aquel momento. Ese silencio dejaba entender que el deseo de Pedro no era reprensible, aunque no entraba en el plan querido por Dios. Pues el mundo debía ser salvado por la muerte de Cristo; y el ejemplo del Señor estaba destinado a ser una llamada para la fe de los creyentes: sin dudar jamás de las promesas de la felicidad eterna, hemos de comprender que en las pruebas de la vida presente debemos pedir la perseverancia, antes que la gloria. Porque la felicidad del Reino no puede preceder al tiempo de la Pasión». (San León Magno, Sermón 51 [PL 54,311]).
Al «¡qué bueno es estarnos aquí!» responde el «conviene que yo me vaya… para prepararos una morada en la casa de mi Padre» (Jn 16,7; 14,2-3).
En la Escritura aparece también la Eternidad como morada «bajo la tienda» (cf. Ap 7,15; Is 4,5; 12,12; 13,6; 15,5; 21,3).
- Mt 17,5-6; Mc 9,6b-7; Lc 9,34-35 || Ex 19,1; 20,20-21; 40,34; 1 Re 8,10-12; 2 Ma 2,8
Estaban llenos de miedo: Inspirándose sin duda más directamente de los recuerdos de Pedro, Mc pone en relación el temor sagrado de los tres testigos con la visión misma de Cristo en Gloria. Según Lc, será el hecho de «entrar en la Nube» que suscitará el temor; y Mt lo presenta aún más tarde, cuando escuchan «la Voz» (v. 6). En definitiva, todo esto manifiesta la misma Realidad Magnífica: la Nube.
Podemos pensar a la Nube del Éxodo, o la del Templo de Salomón, signo de la «Shekiná» o Presencia de Dios. Nube al mismo tiempo luminosa (Mt) y tenebrosa (|| Ex 20,21 y 1 Re 8,12; cf. Sal 18,12 y 104,2), como lo es todo conocimiento de Dios en esta tierra.
Según el || de 2 Mac 2,8 el símbolo de la Nube debía reaparecer en los tiempos mesiánicos. Es más, la tradición judía lo asociaba al símbolo de las «tiendas»:
«Todos los ciudadanos de Israel habitarán en Cabañas, para que sepan vuestros descendientes que yo, el Señor, he hecho habitar a los hijos de Israel en las nubes gloriosas de mi Shekiná bajo la imagen de las Cabañas, cuando salieron de la tierra de Egipto». (Targum Neofiti).
La Tradición cristiana verá en ésta Nube una manifestación más personal del Espíritu Santo, aparecido en la teofanía paralela del Bautismo en forma de Paloma, y en Pentecostés en forma de Llamas de Fuego.
De la Nube, una voz… || Sal 99,6-7 –– El «Padre invisible», debido al resplandor mismo de su Gloria, se manifiesta mediante una «Voz», como en Ex 19,19, nuevo paralelo con el Sinaí. Esta Voz es para confirmar que su Verbo es el mismo Jesús, «escuchadlo».
Este es mi hijo, El amado: En el mi amor es perfecto || Is 42,1 –– Es la misma declaración que en el bautismo (Mt 3,17), con el que esta teofanía tiene tantos puntos en común. Conforme a su propósito general de presentar la Transfiguración en la perspectiva del Misterio Pascual, Lc añade: mi Elegido, lo cual refuerza la identificación con el Siervo de Isaías 42, anunciado sobre todo como Siervo sufriente (Is 53). Pues es sin duda por su Pasión que será perfecto el Designio eterno de amor de Dios de rescatarnos, salvarnos glorificarnos.
Escuchadlo – || Dt 18,15.18-19; 2 Pe 1,16-19 –– Esta recomendación no fue dada al momento del bautismo donde la teofanía era para Jesús (Mt, Mc, Lc) o para Juan Bautista (Jn 1,32-34). Aquí al contrario la voz del Padre se dirige más allá de Pedro Santiago y Juan a todos los discípulos presentes y futuros.
Al título fundamental de Hijo de Dios y de Siervo se añade pues el de Profeta mesiánico prometido por Moisés. Será el mismo Pedro quien aplicará Dt 18 a Jesús en su segundo discurso después de Pentecostés (Hch 3,22-23), llegando a la misma conclusión: El Padre, habiendo confirmado a Cristo como su propio Hijo, Siervo y Verbo, es la misma cosa escuchar y «creer en aquel que me ha enviado» (Jn 5,24 = || Dt 18,19).
La Transfiguración es pues uno de los polos de nuestra fe. Cuando Pedro, previendo su partida inminente ( 2 Pe 1,15 = su muerte como «Exodo») quiere garantizar la solidez de su predicación (= del Evangelio), recurre a la Transfiguración, porque en ella la gloria divina de Jesús (v. 16) y el testimonio del Padre (v. 17) se manifestaron más claramente que en las apariciones pascuales y en la Ascensión. La fe de la Iglesia puede entonces fundarse sobre la piedra del testimonio del apóstol que ha «visto con sus propios ojos» (v. 16) y «escuchado con sus oídos» (v. 18, cf. Jn 20,30-31; 1Jn 1,1). Ha de notarse que inmediatamente Pedro hace coincidir su testimonio con la palabra profética –como inseparables–, es decir el testimonio convergente del Antiguo Testamento que conduce misteriosamente a Cristo y a la iluminación interior del creyente (v. 19 y || 2 Cor 3,18). Pero a condición de que la Escritura sea comprendida «según el Espíritu que la inspiró», y que asiste a la Iglesia para que ésta la interprete en el mismo sentido (v. 20-21); pero es necesario que el escuchar vaya hasta la puesta en práctica, como lo recomienda el final del Sermón de la Montaña (Mt 7,24-27): Sólo entonces nuestra fe será sólida como la Roca en la que se apoya la Iglesia de Pedro, intérprete autorizado de Cristo, Piedra Angular, Verbo enviado por su Padre que es la Roca absoluta.
- Mt 17,6-7 || Lc 21,26
Cayeron rostro en tierra, llenos de miedo
″Ellos no soportaron la gloria y la fuerza de esta visión. Se recordaron entonces del oráculo: ‘El hombre no puede ver mi Rostro y seguir viviendo’ (Ex 33,20), y fueron prosternados por el poder de Dios» (Orígenes, Sobre Mt XII [PG 13,1084]).
Jesús se acerca a ellos: Se trata de Jesús, Verbo en la Gloria de Dios que hace una kenosis, se abaja, para hacerse uno de nosotros por su Encarnación.
Les tocó… Levantaos, no tengáis miedo: Como en el || Dn 10,10-12.
En un texto paralelo Lucas anuncia que ocurrirá lo mismo en la Parusía definitiva, porque Dios nos ha creado no para ser esclavos, temblando a sus pies, sino hijos (Lc 21,26-28). Entonces lo contemplaremos cara a cara, como el Hijo (Jn 1,1b y || 2 Cor 3,18).
- Mt 17,8; Mc 9,8; Lc 9,36a
Jesús sólo … Según Mc, ampliado por Lc, hay una relación inmediata entre la revelación de la Voz y el hecho de que Pedro, Santiago y Juan no vieron a nadie más que a Jesús. En efecto, Moisés y Elías se habían ya alejado de Él antes de que Pedro interviniera (Lc 9,33). Ahora que las profecías se cumplen en Jesús, éstas desaparecen, o más bien, desde ahora sólo podemos leer tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento a la luz de Cristo y dejándonos guiar por Él, Palabra viva de Dios (|| 2 Pe 1,19).
«Moisés (la Ley) y Elías (los Profetas) son una sola y misma cosa en Jesús, es decir el Evangelio». (Orígenes, Sobre Mt XII [PG 13,1084]).
«¿Quieres comprobar que Moisés esta siempre con Jesús, que la Ley está siempre con el Evangelio? El Evangelio mismo te lo dirá: cuando Jesús fue transfigurado en gloria, Moisés y Elías aparecieron con Él, en gloria también ellos. Aprende pues que la Ley, los Profetas y el Evangelio se encuentran siempre para permanecer en la única Gloria. Y si Pedro quiere hacerles tres tiendas, se le dice que él no ha comprendido nada. Porque la Ley, los Profetas y el Evangelio no habitan tres tiendas sino una sola, que es la Iglesia de Dios.» (Orígenes, Homilía sobre Levítico 6,2 [GCS 6,361]).
… nadie más que a Jesús : Mt añade ese «nadie más» para significar que «sólo Jesús basta».
«Si ellos ven a Jesús solo, y no ya transfigurado, es que la peregrinación continúa, iluminada desde ahora por ese fuerte resplandor del mundo celestial. Los discípulos que suben con el Maestro hacia Jerusalén prefiguran la Iglesia en camino hacia el Cielo; cuando la Iglesia dirige su mirada hacia esa montaña gloriosa, como antaño Israel hacia el Sinaí, que dominaba su marcha por el desierto, ella sabe que desde ahora emerge por encima de la tierra. Ella lee en el rostro iluminado de su Señor el sentido de la historia, que vive de la cruz que carga y que la encamina hacia la gloria del Hijo de Dios, en unión con Jesús transfigurado» (Xavier Léon-Dufour, Etudes d’Evangile, p. 113).