Lc 9, 18-24: Profesión de fe de Pedro y primer anuncio de la Pasión
/ 16 junio, 2013 / San LucasTexto Bíblico
18 Una vez que Jesús estaba orando solo, lo acompañaban sus discípulos y les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?». 19 Ellos contestaron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros dicen que ha resucitado uno de los antiguos profetas». 20 Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
Pedro respondió: «El Mesías de Dios».
21 Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie, 22 porque decía: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día».
23 Entonces decía a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. 24 Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Isidro Gomá y Tomás
El Evangelio Explicado: La pregunta sobre Jesús
, Vol. 2, Acervo, Barcelona, 1967«¿Quién soy yo? (cf. Lc 9,18-24)»pp. 35-45
Jesús interroga a sus discípulos (13-15)
Dejó el Señor Betsaida Julias, donde había curado al ciego, y se remontó, a través de la Gaulanítide, y fue Jesús, con sus discípulos, a la región de Cesarea de Filipo, visitando las aldeas de aquella comarca. Era Cesarea la antigua Panias, donde el dios Pan tuvo un templo en una espaciosa gruta que subsiste todavía, sobre uno de los más copiosos manantiales del Jordán. Filipo el tetrarca, hijo de Herodes el Grande, ensanchó y embelleció la ciudad y le dio el nuevo nombre para hacerse grato al César Augusto; se le añadió el del mismo Filipo para distinguirla de la Cesarea marítima, en el Mediterráneo, entre Jaffa y el monte Carmelo. Eran gentiles en su mayor parte los habitantes de aquella región. Que Jesús fundara allí el primado de su Iglesia y se manifestara Hijo de Dios, tal vez era un presagio de que, rechazado el reino mesiánico por los judíos, se transfería definitivamente a los pueblos de la gentilidad.
Y aconteció que estando solo orando, se hallaban con él sus discípulos. Separado de la multitud que probablemente le seguía, a la vera del camino, oraba al Padre para que iluminara las inteligencias de sus discípulos. Tal vez oraban también éstos con el Señor. Siguió de nuevo su ruta la comitiva, y en el camino preguntaba a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Jesús sabe ya lo que de su persona piensan las multitudes; pero su intención, al proponer solemnemente esta cuestión gravísima, era sin duda preparar una segunda pregunta que reclamase la definición absoluta y precisa de su naturaleza y persona.
Y ellos respondieron y dijeron: Unos, que Juan el Bautista... Serían graves y frecuentes las controversias de la gente sencilla, no pervertida por la malicia de escribas y fariseos, sobre la personalidad del gran Maestro y Taumaturgo. Todos le creían un hombre extraordinario, de mayor poder que los antiguos Profetas, porque parece que era creencia entonces que los Profetas eran más poderosos cuando resucitaban de lo que lo fueron en anterior etapa (Mt. 14, 2). Pero imbuido el pueblo en las ideas de la magnificencia y poder terrenal del Mesías, ninguno le reconocía por tal; y decían los unos que Juan el Bautista, compartiendo la opinión de Herodes; otros, que Elías, de quien creían muchos vendría como precursor del Mesías, según la predicción de Malaquías (4, 5); y otros, que Jeremías, uno de los principales protectores de la nación teocrática (2 Mac. 15, 13.14), a quien se asemejaba Jesús, por su libertad en reprender a los conductores del pueblo; o uno de los Profetas antiguos, que resucitó.
Y Jesús, yendo al fondo del pensamiento de los Apóstoles, les dice: Mas vosotros, acentuando el pronombre y distinguiéndoles de las multitudes, indicándoles ya con ello que espera de ellos otra respuesta, ¿quién decís que soy yo? Vosotros, que me conocéis tan bien, que sois testigos de todos mis milagros y que los obráis por una virtud que os comuniqué, ¿pensáis de mí como el vulgo?
La confesión de Pedro y su premio (16-20)
Pedro previene la respuesta de los demás, quizás porque los vio vacilantes en su juicio sobre Jesús. Es la gracia de Dios la que ilumina su mente; y su natural impetuoso, ayudado de la misma gracia, le hace ser el primero en la confesión; ya otra vez había sido él solo quien había hablado altamente de Jesús (Ioh. 6, 69.70): Respondió Simón Pedro, y dijo... La definición que de Jesús da Pedro es llena, precisa, enérgica: Tú eres el Cristo, el Mesías en persona, prometido a los judíos y ardientemente por ellos esperado. Mas: Tú eres el hijo de Dios, no en el sentido de una relación moral de santidad o por una filiación adoptiva, como así eran llamados los santos, sino el Hijo único de Dios según la naturaleza divina, la segunda persona de la Santísima Trinidad. Si el Apóstol no lo hubiese entendido así, no hubiese necesitado una especial revelación de Dios. Lo que imprecisamente han insinuado los Apóstoles en otras ocasiones (Mt. 14, 33; Ioh. 1, 49), lo afirma Pedro en forma clara y rotunda. Y el Padre de Jesús es Dios vivo: vivo porque es vida esencial que esencialmente engendra de toda la eternidad un Hijo vivo; vivo por oposición a las divinidades muertas del paganismo. ¿Habló Pedro por cuenta propia o en nombre de sus condiscípulos? La opinión más común es que habla por sí: Pedro no conocía el secreto de los corazones de sus compañeros; ni habla en plural, como en Ioh 6, 69.70; Jesús habla de la revelación particular en que se le han manifestado aquellas verdades; el premio es también personal.
Y respondiendo Jesús, le dijo, enfáticamente, alabándole y felicitándole con efusión: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan: es bienaventurado porque lo son los que conocen a Jesucristo, enviado del Padre (Ioh. 17, 3); llámale con el nombre personal y con el patronímico para dar solemnidad a sus palabras. El motivo de la felicitación de Jesús es porque no te lo reveló la carne ni la sangre; no la prudencia, ni la razón humana, ni el lenguaje de los hombres, sino mi Padre, que está en los cielos: el mismo Dios vivo de quien me has confesado Hijo y que revela las cosas grandes a los pequeños ('Mt. 11, 25). Esta aprobación solemne, por parte de Jesús, del juicio de Pedro sobre su persona, hace que derive a los demás la claridad y la firmeza de la fe del que es Príncipe de ellos. Así viene a ser como la Cabeza jurídica del Colegio Apostólico en orden a la fe, y lo será en sus sucesores mientras el mundo dure.
Lecciones morales.
— A) v. 13 — ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? — Pregunta Cristo a sus discípulos, dice Orígenes, para que sepamos, por las respuestas de los Apóstoles, que había entonces varias opiniones sobre Jesús, y para que atendamos siempre qué opinión tengan los demás hombres de nosotros; a fin de que, si algo malo se dice de nosotros, cortemos la ocasión de ello, y si algo bueno, demos aún más ocasión de decirlo. Y deben también los discípulos de los Obispos aprender del ejemplo de los Apóstoles a transmitir a aquéllos cualesquiera opiniones que de los mismos oyeren. Aunque deba andarse con mucha cautela, para no caer en adulación o en pecado de maledicencia, al aplicar esta lección del gran Doctor alejandrino.
B) v. 16. —Respondió Simón Pedro... — Cuando se trata de preguntar a los Apóstoles la opinión de la plebe sobre Jesús, responden todos, y refieren todos los errores sobre su divina persona. Cuando se trata de preguntar su personal opinión, dice el Crisóstomo, responde uno solo. Y aunque responda Pedro en nombre propio y expresando su personal sentir, consienten los demás en su afirmación. Para que sepamos que la verdad religiosa está solamente en el Colegio Apostólico y sus sucesores y en los que con ellos viven en unidad de fe; y que fuera de Pedro y los Apóstoles, representados hoy por el Papa y los Obispos, pululan en todas las partes los erro-res sobre Jesús.
Jesús predice su pasión. Necesidad de la abnegación:
Explicación. —Después de la estupenda confesión de Pedro; de la clara afirmación de Jesús, que se llama a sí mismo Hijo de Dios y Mesías; del anuncio de una Iglesia gloriosa, obra del mismo Jesús; del vaticinio de las magníficas prerrogativas de Pedro; y cuando humanamente eran de esperar días brillantes para la predicación del reino de Dios, súbitamente, sin transición, desde entonces, señala el Señor la tremenda silueta de la cruz por vez primera. La predicción de su pasión y muerte va naturalmente seguida de una exhortación al propio renunciamiento.
Jesús anuncia su Pasión, Muerte y Resurrección (31-33)
Ha prohibido Jesús a los Apóstoles anunciar que él era el Mesías: una de las razones de ello, dada la ideología judía sobre el Mesías, fue sin duda evitar el escándalo y la decepción, cuando llegue, dentro de pocos meses, la muerte ignominiosa del Señor. Pero los discípulos deben estar preparados para la tremenda hora: Jesús comenzó a declararles que convenía que él, en propia persona, el Hijo del hombre, que acababa de ser confesado Hijo de Dios por 'San Pedro, fuese a Jerusalén y padeciese muchas cosas; esta frase es la síntesis de la pasión: convenían los padecimientos, porque eran la condición necesaria para entrar en su gloria (Lc. 24, 26). Luego especifica Jesús sus sufrimientos: tendrán lugar en Jerusalén; los jefes de la nación teocrática, los primeros magistrados del pueblo de Dios, que le rigen en el orden civil y religioso, que conocen y explican las profecías mesiánicas, la repudiarán: Y que fuese desechado por los ancianos y por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas. Todos estos poderes, conjurados contra Jesús, llegarán a quitarle la vida: Y que fuese entregado a la muerte. Pero al tercer día triunfará de todo, volviendo a la vida. Y que resucitase después de tres días.
El vaticinio era tan terrible como claro: Y decía esto claramente. Pudieron los Apóstoles presagiar los dolores de Jesús de algunos hechos singulares: de la humanidad con que aparecía, de la muerte del Precursor, del propósito de sus enemigos de perderle, del anuncio de la repetición del milagro de Jonás. Pero todo ello fue ineficaz para sugerir la idea de la muerte de Jesús, porque en el Mesías todo debía ser glorioso. Ahora ya no habrá dudas: el anuncio es categórico, sin ambages, ni metáforas.
Necesidad de la abnegación cristiana (34-39)
La escena anterior se había desarrollado sólo entre Jesús y los Apóstoles; las turbas, que habían reconocido a Jesús, seguiríanle a corta distancia, y estarían retenidas por el natural respeto a una conversación íntima. Entonces llama Jesús a la muchedumbre, que se junta a los discípulos: Y convocando al pueblo, con sus discípulos...; y dándoles una lección que brota naturalmente del anuncio de sus padecimientos, les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo. Seguir a Jesús es imitarle: el discípulo debe hacer lo que el Maestro le enseña. Negarse uno a sí mismo es desertar de sí mismo, de sus quereres, de los afectos e inclinaciones de su amor propio. Y tome su cruz: la locución es figurada; por la cruz, suplicio vulgarizado ya en la Palestina por los romanos, debieron entender los oyentes de Jesús las humillaciones, las afrentas, los tormentos, la misma muerte, si así lo exige el seguimiento de Jesús, por la cruz representados; la cruz debe tomarse siempre, cuando Dios la envíe, cuando la vida cristiana lo exija, y bien sabemos que frecuentísimamente lo exige: cada día. Y sígame: no basta llevar la cruz, porque las miserias de la vida pesan sobre todos, cristianos y paganos; se debe tomar por Cristo y con espíritu de imitación de Cristo.
Y da Jesús de ello una razón gravísima, que toca a la misma consecución, nuestro fin último: Porque el que quisiere salvar su vida, la perderá; morirá eternamente quien no esté dispuesto a abnegarse hasta dar la vida por Cristo, si fuere necesario. En cambio, logrará eterna vida quien muriere, o estuviere aparejado a morir por Cristo o por su Evangelio, en su predicación, en su defensa: Mas el que perdiere su vida por mí y por el Evangelio, la salvará, la hallará.
Otra razón para abnegarse y seguir a Cristo es la insignificancia que representa el conservar la propia vida, y aun ser dueño de todo el mundo, siguiendo las naturales concupiscencias, ante la definitiva desgracia de perder el alma: Porque, ¿qué aprovechará al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma, si se pierde a sí mismo? Y se confirma con otra razón: si el hombre tuviese más de un alma, o pudiese rescatar la única que tiene, en el caso de perderla, aún podría vacilar en abnegarse por Cristo; pero no es así o ¿qué dará el hombre a cambio de su alma?
Lecciones morales.
— A) v. 31. Comenzó a declararles que convenía que el Hijo del hombre padeciese muchas cosas... —Se lo declara inmediatamente después de haberles declarado su divinidad v de haberles dejado entrever la gloria de su reino, en la tierra y en los cielos. Para que comprendieran que el sufrimiento es ley fundamental del Cristianismo, y que para llegar a la fruición de la divinidad es preciso sorber antes las aguas amargas del dolor. El mismo Hijo de Dios quiso se cumpliera terriblemente en sí esta ley; no podrán sus discípulos escalar las alturas de la felicidad eterna sin antes salvar los durísimos caminos que a ella conducen.
c) v. 34. — Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo... —Aun ahonda más Jesús en la psicología humana y en la vida cristiana. El dolor choca y repugna naturalmente al hombre, que le considera como un adversario; en cambio, el placer está como consubstanciado con nosotros, a lo menos con nuestros anhelos. Pues bien: Jesús quiere que el hombre salga, por decirlo así, de sí mismo, y se incorpore al dolor; que se niegue, es decir, que rompa con sus propios instintos ; que se considere a sí mismo como un adversario y se reconcilie y se abrace con su natural adversario, el dolor: «Y tome su cruz, y sígame...» Equivale esta doctrina a la que expresa aquella otra sentencia de Jesús: «Si alguien ama a su propia alma, la perderá» (Ioh. 12, 25).
D) v. 37.7 — ¿Qué dará el hombre a cambio de su alma?—Así como si un hombre tuviese dos vidas podría dar una para conquistar todo el mundo si pudiese, porque con la otra podría gozar el fruto de su conquista, así si tuviese el hombre dos almas, podría gozar perdiendo una, porque le quedaría otra aún para gozar o para res-catarla. Pero no es así: si a cambio de la vida gana el hombre todo un mundo, es un infeliz, porque no puede gozarlo; de igual manera, si satisfaciendo sus inclinaciones pierde su alma, es asimismo un infeliz para siempre, porque no tiene otra para gozar, ni para rescatarse de su infelicidad.
Uso Litúrgico de este texto (Homilías)
por hacerCatena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
San Cirilo
18-22. Separado el Señor de los pueblos y colocado aparte, se consagró a la oración. Por esto dice: «Y aconteció que estando solo orando», etc. Se constituía así en modelo de sus discípulos, enseñándoles la dulce práctica de los dogmas doctrinales. Comprendo en esto que es muy conveniente que los obispos precedan también en méritos a sus diocesanos, ocupados asiduamente en las cosas necesarias y tratando aquellas que agradan a Dios.
La causa de la oración pudo asustar a los discípulos. Veían con los ojos de la carne que oraba Aquel a quien antes habían visto hacer milagros con autoridad divina. Y con objeto de quitarles la turbación, les pregunta, no porque ignorara las alabanzas de los de fuera, sino para separarlos de la opinión de los demás e infundirles la verdadera fe. Por ello sigue el Evangelista: «Y les preguntó, diciendo: ¿Quién dicen las gentes que soy?»
Observa, pues, la prudencia de la pregunta. Los dirige primero a las alabanzas exteriores, a fin de refutarlas y producir en ellos la verdadera opinión; por esto, habiendo los discípulos expuesto la opinión del pueblo, les pregunta por la suya, cuando añade: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» ¡Oh! y cuán importante es aquella palabra vosotros. Los distingue de la muchedumbre, a fin de que eviten sus opiniones, como diciendo: Vosotros, que habéis sido llamados por Mí al apostolado, y que sois testigos de mis milagros, ¿quién decís que soy yo? San Pedro se anticipó a los demás y se convierte en representante de todo el Colegio Apostólico, y pronuncia palabras de amor divino, y hace la profesión de su fe, cuando dice: «Respondiendo Simón Pedro, dijo: el Cristo de Dios». No dijo sencillamente que era Cristo de Dios, sino con el artículo el Cristo, como dice el texto griego. Pues muchos, divinamente ungidos, fueron llamados cristos, en diversos sentidos. Los unos recibieron la unción de reyes, los otros de profetas. Nosotros mismos, que recibimos la unción del Espíritu Santo por el Cristo, hemos obtenido el nombre de Cristo. Mas uno sólo es el Cristo de Dios y del Padre, como que tiene sólo por Padre propio a Aquel que está en los cielos. Y así San Lucas concuerda con este pasaje de San Mateo, que hace decir a Pedro: «Tú eres el Cristo, Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16); pero, abreviando, le hace decir: «Tú eres el Cristo de Dios».
Mas debe advertirse que San Pedro obró con mucha prudencia, confesando que Jesucristo era uno solo, contra aquellos que presumen dividir al Emmanuel en dos cristos [1]. Además, no les preguntó diciendo: «¿Quién dicen los hombres que es el Divino Verbo?», sino el Hijo del hombre. A quien San Pedro confesó que era el Hijo de Dios. Por ello fue tan admirado y considerado digno de especiales honores, porque, aunque sólo veía en el Salvador una persona como nosotros, creyó que era el Hijo del Padre. Es decir, que el Verbo, que procede de la sustancia del Padre, se hizo hombre.
Convenía que los discípulos lo predicasen por todas partes. Esta era la misión de los escogidos por el Señor para el ministerio del apostolado. Mas como dice la Sagrada Escritura: «Hay un tiempo para cada cosa» (Eclo 6), convenía que la cruz y la resurrección se cumpliesen y luego siguiese la predicación de los apóstoles. Y prosigue diciendo: «Porque conviene que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas», etc.
23-24. Los superiores de entre los generales excitan a sus valientes al valor en el manejo de las armas, no ofreciéndoles únicamente los honores de la victoria, sino diciéndoles también que su memoria será gloriosa si sucumben en la pelea. Esto mismo hace y enseña Jesucristo. Había predicho a sus discípulos lo conveniente que era el que El sufriese las calumnias de los judíos, que fuese muerto y que resucitase al tercer día. Para que no creyesen que Jesús padecía todo esto por la salud del mundo y que a ellos les sería permitido pasar una vida cómoda, dice que es necesario que cada uno ascienda por los grados de la perfección, por medio de iguales sufrimientos, cuando desea participar de su gloria. Por ello sigue: «Y decía a todos».
Notas
[1] San Cirilo se refiere a Nestorio y a sus seguidores.
Beda
18-22. Los discípulos estaban con el Señor, pero El oró solo al Padre. Porque los santos pueden unirse al Señor por medio de la fe y de la caridad, pero sólo el Hijo puede penetrar los misterios incomprensibles de la misericordia del Padre. En todas partes estaba solo, porque las oraciones del hombre no pueden comprender los designios de Dios, ni nadie puede participar de los sentimientos interiores de Cristo.
Con toda oportunidad se proponía el Salvador explorar la fe de sus discípulos, preguntando primero por el parecer de la muchedumbre, para que la confesión de ellos no parezca formada por la opinión del vulgo, sino por el conocimiento de la verdad, o que no parezcan vacilantes como Herodes acerca de lo que ha oído decir, sino que crean lo que han visto.
23-24. Dijo muy bien «a todos», porque lo que precede, relativo a la fe del nacimiento y pasión del Señor, lo trató separadamente, sólo entre El y sus discípulos.
Si alguno no renuncia a sí mismo, no se acerca al que está sobre él. Por lo que sigue: «Niéguese a sí mismo».
Se nos manda tomar todos los días nuestra cruz y, una vez tomada, seguir con ella a Jesucristo, que llevó su propia cruz. De aquí prosigue: «Y sígame».
San Ambrosio
18-22. No es sin razón la opinión de la muchedumbre que los discípulos refieren, cuando se añade: «Mas ellos respondieron y dijeron: unos Juan el Bautista (quien sabían había sido degollado), y otros Elías (quien creían había de venir), y otros que resucitó alguno de los antiguos profetas». Pero que otra sabiduría profundice estas palabras, porque si al apóstol San Pablo le bastaba no saber más que a Jesucristo, y Este crucificado (1Cor 2), ¿qué más deseo yo saber que a Jesucristo?
En este solo nombre se halla la expresión de la divinidad de la encarnación, y la fe de la pasión. Así lo comprende todo, expresando la naturaleza y el nombre, que es el compendio de los atributos.
Nuestro Señor Jesucristo no quiso ser predicado para que no se produjese algún alboroto. Por lo que sigue: «Mas El, reprendiéndolos, les mandó que no dijesen esto a nadie». Por muchas razones mandó callar a sus discípulos: para engañar al príncipe del mundo, declinar la jactancia y enseñar la humildad. Luego Cristo no quiso ser glorificado. Y tú, que has nacido innoble, ¿quieres gloriarte? Además, no quería que sus discípulos, rudos aún e imperfectos, fuesen oprimidos por la mole de tan sublime predicación. Les prohíbe, pues, anunciarlo Hijo de Dios, a fin de que lo anuncien después crucificado.
23-24. Acaso porque sabía el Señor que el misterio de la pasión y de la resurrección era difícil de creer, aun para sus discípulos, quiso El mismo ser el anunciador de su pasión y resurrección.
Crisóstomo in Mat. hom. 55-56
18-22. Con toda oportunidad prohibió el Señor a los apóstoles que dijesen a alguien que El era el Cristo, hasta que, quitados de en medio los escándalos y consumado el sacrificio de la Cruz, se imprimiese habitualmente en la mente de los oyentes la conveniente opinión de El. Pues lo que una vez toma raíces y luego se arranca, apenas se sostiene alguna vez, si se planta de nuevo. Mientras que lo que una vez plantado permanece, crece con facilidad. Porque si Pedro se escandalizó solamente por lo que había oído, ¿qué hubiese sucedido a los demás cuando hubiesen oído que Jesús era Hijo de Dios, y le hubiesen visto después crucificado y escupido?
23-24. Como es bueno y piadoso el Salvador, no quiso tener ninguno que lo sirviese como obligado sino, por el contrario, quienes lo sirviesen espontáneamente y le agradeciesen el poderlo servir. No obligando ni imponiéndose a nadie, sino persuadiendo y haciendo bien, es como atrae a todos los que quieren venir, diciendo: «Si alguno quiere».
San Basilio in cons. mon cap. 4 y in regulis fusius disputatis ad interrog. 6.8
23-24. Cuando dice: «Venir en pos de mí» propone -a los que quieren obedecerlo- su propia vida como modelo de una vida perfecta. No insinuando que lo siguiesen corporalmente -lo que sería imposible a todos estando ya el Señor en el cielo-, sino con una imitación fiel de su vida, según la medida de nuestras fuerzas. (in cons. mon)
La abnegación de sí mismo quiere decir el olvido absoluto de lo pasado y la renuncia de la propia voluntad.
El deseo de sufrir la muerte por Cristo, la mortificación de los sentidos corporales -mientras se vive en la tierra-, el estar dispuesto a enfrentar cualquier peligro en obsequio del Señor y no aficionarse a las cosas de esta vida, es lo que se llama tomar su cruz. Por lo cual prosigue: «Y tome su cruz cada día».
La perfección consiste, pues, en tener el afecto en la indiferencia -aun de la vida-, y en estar siempre dispuesto a sufrir la muerte, no confiando en sus propias fuerzas. La perfección reconoce como fundamento las acciones exteriores. Por ejemplo, la renuncia de lo que se posee y de la vanagloria. También la renuncia de las afecciones a las cosas inútiles.
San Gregorio in Evang. hom. 32
23-24. La cruz puede llevarse de dos modos: cuando se mortifica el cuerpo por medio de la abstinencia, o cuando se apena el alma por medio de la compasión.
Orígenes tract. 2 in Mat
23-24. Se niega a sí mismo uno cuando la vida pasada en el mal se convierte en un buen régimen de nuevas costumbres, o en una vida de oración. El que ha vivido la vida del pecado deshonesto se niega a sí mismo cuando se vuelve casto. Del mismo modo, se llama negarse a sí mismo abstenerse de cualquier clase de pecado.
Expresa la causa de esto, añadiendo: «Porque el que quisiere salvar su alma, la perderá». Esto es, el que quiere vivir según el mundo y continuar gozando de las cosas sensibles, éste la perderá, porque no la conducirá a los términos de la bienaventuranza. Y por el contrario, añade: «Y quien perdiere su alma por amor de mí, la salvará». Es decir, el que menosprecia las cosas sensibles, prefiriendo la verdad -aun exponiéndose a la muerte-, éste que por decirlo así, pierde su alma por Cristo, más bien la salvará. Por tanto, si es bueno salvar el alma (con relación a la salvación que está en Dios), cierta perdición debe ser buena para el alma, es decir, la que se hace en vista de Cristo. Me parece también que se refiere a lo que precede, de renunciar a sí mismo, el que conviene que cada uno pierda su alma pecadora para tomar aquella que se salva por la virtud.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
Isaac el Sirio, Discurso, 1ª serie, 71-74
“Niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Lc, 9,23)
El Señor entregó a su propio Hijo a la muerte en cruz a causa del ardiente amor por la creación…No porque no hubiera podido rescatarla de otro modo, sino porque ha querido manifestar así su amor desbordante, como una enseñanza para nosotros. Por la muerte de su Hijo único nos ha reconciliado consigo. Sí, si hubiera tenido algo más precioso, nos lo habría entregado para que volviéramos enteramente a él.
A causa de su gran amor hacia nosotros, no quiso violentar nuestra libertad, aunque hubiera podido hacerlo. Antes bien prefirió que nosotros nos acercáramos a él por amor.
A causa de su amor por nosotros y por la obediencia a su Padre, Cristo aceptó gozosamente los insultos y la aflicción… De la misma manera, cuando los santos llegan a su plenitud, desbordando de amor por los demás y por la compasión hacia todos los hombres, se parecen a Dios.
San Anastasio de Antioquía, Homilía 4, sobre la Pasión : PG 89, 1347
«El Hijo del hombre debe sufrir mucho, ser matado y resucitar al tercer día» (Lc 9, 22).
«Mirad, estamos subiendo a Jerusalén y el Hijo del hombre va a ser entregado a los gentiles y a los sumos sacerdotes y a los escribas, para que lo azoten, se burlen de él y lo crucifiquen» (Mt 20,18). Esto que decía, estaba de acuerdo con las predicciones de los profetas, que habían anunciado de antemano el final que debía tener en Jerusalén… Nosotros comprendemos también el motivo por el cual el Verbo de Dios, por lo demás impasible, quiso sufrir la Pasión; porque era el único modo como podía ser salvado el hombre. Cosas, todas estas, que sólo las conoce Él y aquellos a quienes Él se la revela; Él, en efecto, conoce todo lo que atañe al Padre, de la misma manera que «el Espíritu sondea la profundidad de los misterios divinos» (1 Co 2,10).
«El Mesías, pues, tenía que padecer» (Lc 24,26): y su Pasión era totalmente necesaria, como él mismo lo afirmó cuando calificó de hombres «sin inteligencia» y «cortos de entendimiento» a aquellos discípulos que ignoraban que el Mesías tenía que padecer para entrar en su gloria (Lc 24,25). Porque Él, en verdad, vino para salvar a su pueblo, dejando aquella «gloria que tenía junto al Padre antes que el mundo existiese» (Jn 17,5). Y esta salvación es aquella perfección que había de obtenerse por medio de la Pasión, y que había de ser atribuida al guía de nuestra salvación, como nos enseña la carta de san Pablo:»que Él es el guía de nuestra salvación, perfeccionado y consagrado con sufrimientos»(He 2,10).
Y vemos, en cierto modo, cómo aquella gloria que poseía como Unigénito, y a la que por nosotros había renunciado por un breve tiempo, le es restituida a través de la cruz en la misma carne que había asumido; dice, en efecto, San Juan, en su evangelio, al explicar en qué consiste aquella agua que dijo el Salvador que «manaría como un torrente de las entrañas del que crea en Él. Todavía no se había dado el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido glorificado (Jn 7,38-39). Aquí el evangelista identifica la gloria con la muerte en cruz. Por eso el Señor en la oración que dirige al Padre antes de su Pasión, le pide que lo glorifique con aquella «gloria que tenía junto a Él, antes que el mundo existiese».
Francisco, papa
Ángelus, 23-06-2013
En el Evangelio de este domingo resuena una de las palabras más incisivas de Jesús: «El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará» (Lc 9, 24).
Hay aquí una síntesis del mensaje de Cristo, y está expresado con una paradoja muy eficaz, que nos permite conocer su modo de hablar, casi nos hace percibir su voz… Pero, ¿qué significa «perder la vida a causa de Jesús»? Esto puede realizarse de dos modos: explícitamente confesando la fe o implícitamente defendiendo la verdad. Los mártires son el máximo ejemplo del perder la vida por Cristo. En dos mil años son una multitud inmensa los hombres y las mujeres que sacrificaron la vida por permanecer fieles a Jesucristo y a su Evangelio. Y hoy, en muchas partes del mundo, hay muchos, muchos, muchos mártires —más que en los primeros siglos—, que dan la propia vida por Cristo y son conducidos a la muerte por no negar a Jesucristo. Esta es nuestra Iglesia. Hoy tenemos más mártires que en los primeros siglos. Pero está también el martirio cotidiano, que no comporta la muerte pero que también es un «perder la vida» por Cristo, realizando el propio deber con amor, según la lógica de Jesús, la lógica del don, del sacrificio. Pensemos: cuántos padres y madres, cada día, ponen en práctica su fe ofreciendo concretamente la propia vida por el bien de la familia. Pensemos en ellos. Cuántos sacerdotes, religiosos, religiosas desempeñan con generosidad su servicio por el Reino de Dios. Cuántos jóvenes renuncian a los propios intereses para dedicarse a los niños, a los discapacitados, a los ancianos… También ellos son mártires. Mártires cotidianos, mártires de la cotidianidad.
Y luego existen muchas personas, cristianos y no cristianos, que «pierden la propia vida» por la verdad. Cristo dijo «yo soy la verdad», por lo tanto quien sirve a la verdad sirve a Cristo. Una de estas personas, que dio la vida por la verdad, es Juan el Bautista: precisamente mañana, 24 de junio, es su fiesta grande, la solemnidad de su nacimiento. Juan fue elegido por Dios para preparar el camino a Jesús, y lo indicó al pueblo de Israel como el Mesías, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (cf. Jn 1, 29). Juan se consagró totalmente a Dios y a su enviado, Jesús. Pero, al final, ¿qué sucedió? Murió por causa de la verdad, cuando denunció el adulterio del rey Herodes y Herodías. ¡Cuántas personas pagan a caro precio el compromiso por la verdad! Cuántos hombres rectos prefieren ir a contracorriente, con tal de no negar la voz de la conciencia, la voz de la verdad. Personas rectas, que no tienen miedo de ir a contracorriente. Y nosotros, no debemos tener miedo. Entre vosotros hay muchos jóvenes. A vosotros jóvenes os digo: No tengáis miedo de ir a contracorriente, cuando nos quieren robar la esperanza, cuando nos proponen estos valores que están pervertidos, valores como el alimento en mal estado, y cuando el alimento está en mal estado, nos hace mal. Estos valores nos hacen mal. ¡Debemos ir a contracorriente! Y vosotros jóvenes, sois los primeros: Id a contracorriente y tened este orgullo de ir precisamente a contracorriente. ¡Adelante, sed valientes e id a contracorriente! ¡Y estad orgullosos de hacerlo!
Queridos amigos, acojamos con alegría esta palabra de Jesús. Es una norma de vida propuesta a todos. Que san Juan Bautista nos ayude a ponerla por obra. Por este camino nos precede, como siempre, nuestra Madre, María santísima: ella perdió su vida por Jesús, hasta la Cruz, y la recibió en plenitud, con toda la luz y la belleza de la Resurrección. Que María nos ayude a hacer cada vez más nuestra la lógica del Evangelio.
Benedicto XVI, papa
Angelus , 20-06-2010
En el Evangelio [de hoy], el Señor pregunta a sus discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Lc 9, 20). A esta pregunta el apóstol Pedro responde prontamente: «Tú eres el Cristo de Dios, el Mesías de Dios» (cf. ib.), superando así todas las opiniones terrenas que consideraban a Jesús como uno de los profetas. Según san Ambrosio, con esta profesión de fe, Pedro «abrazó todas las cosas juntas, porque expresó la naturaleza y el nombre» del Mesías (Exp. in Lucam VI, 93: CCL 14, 207). Y Jesús, ante esta profesión de fe renueva a Pedro y a los demás discípulos la invitación a seguirlo por el camino arduo del amor hasta la cruz. También a nosotros, que podemos conocer al Señor mediante la fe en su Palabra y en los sacramentos, Jesús nos propone que lo sigamos cada día y también a nosotros nos recuerda que para ser sus discípulos es necesario adueñarse del poder de su cruz, vértice de nuestros bienes y corona de nuestra esperanza.
San Máximo el Confesor observa que «el signo distintivo del poder de nuestro Señor Jesucristo es la cruz, que él cargó sobre sus hombros» (Ambiguum 32: PG 91, 1284 C). De hecho, «decía a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Lc 9, 23)». Tomar la cruz significa comprometerse para vencer el pecado que obstaculiza el camino hacia Dios, aceptar diariamente la voluntad del Señor, aumentar la fe sobre todo ante los problemas, las dificultades y el sufrimiento. La santa carmelita Edith Stein nos lo testimonió en un tiempo de persecución. En 1938 escribió lo siguiente desde el carmelo de Colonia: «Hoy comprendo … lo que quiere decir ser esposa del Señor en el signo de la cruz, aunque no se comprenderá nunca totalmente, puesto que es un misterio… Cuanto más densa es la oscuridad a nuestro alrededor, más debemos abrir el corazón a la luz que viene de lo alto». (La scelta di Dio. Lettere [1917-1942], Roma 1973, 132-133). También en la época actual son muchos los cristianos en el mundo que, animados por el amor a Dios, toman cada día la cruz, tanto la de las pruebas cotidianas, como la que procura la barbarie humana, que a veces requiere la valentía del sacrificio extremo. Que el Señor nos conceda a cada uno poner siempre nuestra sólida esperanza en él, con la seguridad de que, al seguirlo llevando nuestra cruz, llegaremos con él a la luz de la Resurrección.
Encomendemos a la protección materna de la Virgen María a los nuevos sacerdotes, ordenados hoy, que se suman a las filas de cuantos el Señor ha llamado por su nombre: que sean siempre discípulos fieles, anunciadores valientes de la Palabra de Dios y administradores de sus dones de salvación.
Homilía, ordenación presbiteral, Roma, 20-06-2010
El Evangelio que hemos escuchado nos presenta un momento significativo del camino de Jesús, en el que pregunta a los discípulos qué piensa la gente de él y cómo lo consideran ellos mismos. Pedro responde en nombre de los Doce con una confesión de fe que se diferencia de forma sustancial de la opinión que la gente tiene sobre Jesús; él, en efecto, afirma: «Tú eres el Cristo de Dios» (cf. Lc 9, 20). ¿De dónde nace este acto de fe? Si vamos al inicio del pasaje evangélico, constatamos que la confesión de Pedro está vinculada a un momento de oración: «Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él» (Lc 9, 18). Es decir, los discípulos son incluidos en el ser y hablar absolutamente único de Jesús con el Padre. Y de este modo se les concede ver al Maestro en lo íntimo de su condición de Hijo, se les concede ver lo que otros no ven; del «ser con él», del «estar con él» en oración, deriva un conocimiento que va más allá de las opiniones de la gente, alcanzando la identidad profunda de Jesús, la verdad. Aquí se nos da una indicación bien precisa para la vida y la misión del sacerdote: en la oración está llamado a redescubrir el rostro siempre nuevo del Señor y el contenido más auténtico de su misión. Solamente quien tiene una relación íntima con el Señor es aferrado por él, puede llevarlo a los demás, puede ser enviado. Se trata de un «permanecer con él» que debe acompañar siempre el ejercicio del ministerio sacerdotal; debe ser su parte central, también y sobre todo en los momentos difíciles, cuando parece que las «cosas que hay que hacer» deben tener la prioridad. Donde estemos, en cualquier cosa que hagamos, debemos «permanecer siempre con él».
Quiero subrayar un segundo elemento del Evangelio de hoy. Inmediatamente después de la confesión de Pedro, Jesús anuncia su pasión y resurrección, y tras este anuncio imparte una enseñanza relativa al camino de los discípulos, que consiste en seguirlo a él, el Crucificado, seguirlo por la senda de la cruz. Y añade después —con una expresión paradójica— que ser discípulo significa «perderse a sí mismo», pero para volverse a encontrar plenamente a sí mismo (cf. Lc 9, 22-24). ¿Qué significa esto para cada cristiano, pero sobre todo qué significa para un sacerdote? El seguimiento, pero podríamos tranquilamente decir: el sacerdocio jamás puede representar un modo para alcanzar la seguridad en la vida o para conquistar una posición social. El que aspira al sacerdocio para aumentar su prestigio personal y su poder entiende mal en su raíz el sentido de este ministerio. Quien quiere sobre todo realizar una ambición propia, alcanzar el éxito personal, siempre será esclavo de sí mismo y de la opinión pública. Para ser tenido en consideración deberá adular; deberá decir lo que agrada a la gente; deberá adaptarse al cambio de las modas y de las opiniones y, así, se privará de la relación vital con la verdad, reduciéndose a condenar mañana aquello que había alabado hoy. Un hombre que plantee así su vida, un sacerdote que vea de esta forma su ministerio, no ama verdaderamente a Dios y a los demás; sólo se ama a sí mismo y, paradójicamente, termina por perderse a sí mismo. El sacerdocio —recordémoslo siempre— se funda en la valentía de decir sí a otra voluntad, con la conciencia, que debe crecer cada día, de que precisamente conformándose a la voluntad de Dios, «inmersos» en esta voluntad, no sólo no será cancelada nuestra originalidad, sino que, al contrario, entraremos cada vez más en la verdad de nuestro ser y de nuestro ministerio.
Queridos ordenandos, quiero proponer a vuestra reflexión un tercer pensamiento, estrechamente relacionado con el que acabo de exponer: la invitación de Jesús a «perderse a sí mismo», a tomar la cruz, remite al misterio que estamos celebrando: la Eucaristía. Hoy, con el sacramento del Orden, se os concede presidir la Eucaristía. Se os confía el sacrificio redentor de Cristo; se os confía su cuerpo entregado y su sangre derramada. Ciertamente, Jesús ofrece su sacrificio, su entrega de amor humilde y completo a la Iglesia, su Esposa, en la cruz. Es en ese leño donde el grano de trigo que el Padre dejó caer sobre el campo del mundo muere para convertirse en fruto maduro, dador de vida. Pero, en el plan de Dios, esta entrega de Cristo se hace presente en la Eucaristía gracias a la potestas sacra que el sacramento del Orden os confiera a vosotros, los presbíteros. Cuando celebramos la santa misa tenemos en nuestras manos el pan del cielo, el pan de Dios, que es Cristo, grano partido para multiplicarse y convertirse en el verdadero alimento de vida para el mundo. Es algo que no puede menos de llenaros de íntimo asombro, de viva alegría y de inmensa gratitud: el amor y el don de Cristo crucificado y glorioso ya pasan a través de vuestras manos, de vuestra voz y de vuestro corazón. Es una experiencia siempre nueva de asombro ver que en mis manos, en mi voz, el Señor realiza este misterio de su presencia.
¡Cómo no rezar, por tanto, al Señor para que os dé una conciencia siempre vigilante y entusiasta de este don, que está puesto en el centro de vuestro ser sacerdotes! Para que os dé la gracia de saber experimentar en profundidad toda la belleza y la fuerza de este servicio presbiteral y, al mismo tiempo, la gracia de poder vivir cada día este ministerio con coherencia y generosidad. La gracia del presbiterado, que dentro de poco se os dará, os unirá íntimamente, más aún, estructuralmente a la Eucaristía. Por eso, en lo más íntimo de vuestro corazón os unirá a los sentimientos de Jesús que ama hasta el extremo, hasta la entrega total de sí, a su ser pan multiplicado para el santo banquete de la unidad y la comunión. Esta es la efusión pentecostal del Espíritu, destinada a inflamar vuestra alma con el amor mismo del Señor Jesús. Es una efusión que, mientras manifiesta la absoluta gratuidad del don, graba en vuestro corazón una ley indeleble, la ley nueva, una ley que os impulsa a insertaros y a hacer que surja en el tejido concreto de las actitudes y de los gestos de vuestra vida de cada día el mismo amor de entrega de Cristo crucificado. Volvamos a escuchar la voz del apóstol san Pablo; más aún, reconozcamos en ella la voz potente del Espíritu Santo: «Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, habéis sido revestidos de Cristo» (Ga 3, 27) Ya con el Bautismo, y ahora en virtud del sacramento del Orden, habéis sido revestidos de Cristo. Que al cuidado por la celebración eucarística acompañe siempre el empeño por una vida eucarística, es decir, vivida en la obediencia a una única gran ley, la del amor que se entrega totalmente y sirve con humildad, una vida que la gracia del Espíritu Santo hace cada vez más semejante a la de Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, siervo de Dios y de los hombres.
Queridos hermanos, el camino que nos indica el Evangelio de hoy es la senda de vuestra espiritualidad y de vuestra acción pastoral, de su eficacia e incisividad, incluso en las situaciones más arduas y áridas. Más aún, este es el camino seguro para encontrar la verdadera alegría. María, la esclava del Señor, que conformó su voluntad a la de Dios, que engendró a Cristo donándolo al mundo, que siguió a su Hijo hasta el pie de la cruz en el acto supremo de amor, os acompañe cada día de vuestra vida y de vuestro ministerio. Gracias al afecto de esta madre tierna y fuerte podréis ser gozosamente fieles a la consigna que como presbíteros se os da hoy: la de configuraros a Cristo sacerdote, que supo obedecer a la voluntad del Padre y amar al hombre hasta el extremo.
Homilía, 09-09-2007
Pero si volvemos al Evangelio, podemos observar que el Señor no habla solamente de unos pocos y de su tarea particular; el núcleo de lo que dice vale para todos. En otra ocasión aclara así de qué cosa se trata, en definitiva: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ese la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?» (Lc 9, 24-25). Quien quiere sólo poseer su vida, tomarla sólo para sí mismo, la perderá. Sólo quien se entrega recibe su vida. Con otras palabras: sólo quien ama encuentra la vida. Y el amor requiere siempre salir de sí mismo, requiere olvidarse de sí mismo.
Quien mira hacia atrás para buscarse a sí mismo y quiere tener al otro solamente para sí, precisamente de este modo se pierde a sí mismo y pierde al otro. Sin este más profundo perderse a sí mismo no hay vida. El inquieto anhelo de vida que hoy no da paz a los hombres acaba en el vacío de la vida perdida. «Quien pierda su vida por mí…», dice el Señor. Renunciar a nosotros mismos de modo más radical sólo es posible si con ello al final no caemos en el vacío, sino en las manos del Amor eterno. Sólo el amor de Dios, que se perdió a sí mismo entregándose a nosotros, nos permite ser libres también nosotros, perdernos, para así encontrar verdaderamente la vida.
Este es el núcleo del mensaje que el Señor quiere comunicarnos en el pasaje evangélico, aparentemente tan duro, de [hoy]. Con su palabra nos da la certeza de que podemos contar con su amor, con el amor del Dios hecho hombre.
[…] Pedimos a Dios que nos mire con bondad. Nosotros mismos necesitamos esa mirada de bondad en la vida de cada día. Al orar sabemos que esa mirada ya nos ha sido donada; más aún, sabemos que Dios nos ha adoptado como hijos, nos ha acogido verdaderamente en la comunión con él mismo.
Ser hijo significa —lo sabía muy bien la Iglesia primitiva— ser una persona libre; no un esclavo, sino un miembro de la familia. Y significa ser heredero. Si pertenecemos al Dios que es el poder sobre todo poder, entonces no tenemos miedo y somos libres; entonces somos herederos. La herencia que él nos ha dejado es él mismo, su amor.
¡Sí, Señor, haz que este conocimiento penetre profundamente en nuestra alma, para que así aprendamos el gozo de los redimidos! Amén.
Discurso, al clero de Roma, 02-03-2006
La liturgia de hoy nos ilustra muy bien el sentido esencial de la Cuaresma: es una señalización del camino para nuestra vida. Por eso, con respecto al Papa Juan Pablo II, me parece que debemos insistir un poco en la primera lectura del día de hoy. El gran discurso de Moisés en el umbral de la Tierra Santa, después de los cuarenta años de peregrinación por el desierto, es un resumen de toda la Torah, de toda la Ley. Aquí encontramos lo esencial, no sólo para el pueblo judío, sino también para nosotros. Lo esencial es la palabra de Dios: «Hoy pongo delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge la vida» (Dt 30, 19).
Esta palabra fundamental de la Cuaresma es también la palabra fundamental de la herencia de nuestro gran Papa Juan Pablo II: escoger la vida. Esta es nuestra vocación sacerdotal: escoger nosotros mismos la vida y ayudar a los demás a escoger la vida. Se trata de renovar en la Cuaresma, por decirlo así, nuestra «opción fundamental», la opción por la vida.
Pero surge inmediatamente la pregunta: «¿cómo se escoge la vida?». Reflexionando, me ha venido a la mente que la gran defección del cristianismo que se produjo en Occidente en los últimos cien años se realizó precisamente en nombre de la opción por la vida. Se decía —pienso en Nietzsche, pero también en muchos otros— que el cristianismo es una opción contra la vida. Se decía que con la cruz, con todos los Mandamientos, con todos los «no» que nos propone, nos cierra la puerta de la vida; pero nosotros queremos tener la vida y escogemos, optamos, en último término, por la vida liberándonos de la cruz, liberándonos de todos estos Mandamientos y de todos estos «no». Queremos tener la vida en abundancia, nada más que la vida.
Aquí de inmediato viene a la mente la palabra del evangelio de hoy: «El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9, 24). Esta es la paradoja que debemos tener presente ante todo en la opción por la vida. No es arrogándonos la vida para nosotros como podemos encontrar la vida, sino dándola; no teniéndola o tomándola, sino dándola. Este es el sentido último de la cruz: no tomar para sí, sino dar la vida.
Así, coinciden el Antiguo y el Nuevo Testamento. En la primera lectura, tomada del Deuteronomio, la respuesta de Dios es: «Si cumples lo que yo te mando hoy, amando al Señor tu Dios, siguiendo sus caminos, guardando sus preceptos, mandatos y decretos, vivirás» (Dt30, 16). Esto, a primera vista, no nos agrada, pero ese es el camino: la opción por la vida y la opción por Dios son idénticas. El Señor lo dice en el evangelio de san Juan: «Esta es la vida eterna: que te conozcan» (Jn 17, 3). La vida humana es una relación. Sólo podemos tener la vida en relación, no encerrados en nosotros mismos. Y la relación fundamental es la relación con el Creador; de lo contrario, las demás relaciones son frágiles.
Por tanto, lo esencial es escoger a Dios. Un mundo vacío de Dios, un mundo que se olvida de Dios, pierde la vida y cae en una cultura de muerte. Por consiguiente, escoger la vida, hacer la opción por la vida es, ante todo, escoger la opción-relación con Dios.
Pero inmediatamente surge la pregunta: ¿con qué Dios? Aquí, de nuevo, nos ayuda el Evangelio: con el Dios que nos ha mostrado su rostro en Cristo, con el Dios que ha vencido el odio en la cruz, es decir, con el amor hasta el extremo. Así, escogiendo a este Dios, escogemos la vida.
El Papa Juan Pablo II nos regaló la gran encíclica Evangelium vitae. En ella, que es casi un retrato de los problemas de la cultura actual, de sus esperanzas y de sus peligros, se pone de manifiesto que una sociedad que se olvida de Dios, que excluye a Dios precisamente para tener la vida, cae en una cultura de muerte. Por querer tener la vida, se dice «no» al hijo, pues me quita parte de mi vida; se dice «no» al futuro, para tener todo el presente; se dice «no» tanto a la vida que nace como a la vida que sufre, a la que va hacia la muerte.
Esta aparente cultura de la vida se transforma en la anticultura de la muerte, donde Dios está ausente, donde está ausente aquel Dios que no ordena el odio, sino que vence al odio. Aquí hacemos la verdadera opción por la vida. Entonces todo está conectado: la opción más profunda por Cristo crucificado está conectada con la opción más completa por la vida, desde el primer momento hasta el último.
Creo que, en cierto modo, este es el núcleo de nuestra pastoral: ayudar a hacer una verdadera opción por la vida, a renovar la relación con Dios como la relación que nos da vida y nos muestra el camino para la vida. Así, amar de nuevo a Cristo, que, siendo el Ser más desconocido, al que no llegábamos y que permanecía enigmático, se convirtió en un Dios conocido, un Dios con rostro humano, un Dios que es amor.
Tengamos presente precisamente este punto fundamental para la vida y consideremos que en este programa se encierra todo el Evangelio, el Antiguo y el Nuevo Testamento, que tiene como centro a Cristo. A nosotros la Cuaresma nos debe llevar a renovar nuestro conocimiento de Dios, nuestra amistad con Jesús, para poder así guiar a los demás de modo convincente a la opción por la vida, que es ante todo opción por Dios. Debemos ser conscientes de que al escoger a Cristo no hemos elegido la negación de la vida, sino que hemos escogido realmente la vida en abundancia. En el fondo, la opción cristiana es muy sencilla: es la opción del «sí» a la vida. Pero este «sí» sólo se realiza con un Dios conocido, con un Dios de rostro humano. Se realiza siguiendo a este Dios en la comunión del amor.
San Juan Pablo II, papa
Mensaje a los Jóvenes, XVI JMJ, 14-02-2001
En esta ocasión, quisiera invitaros a reflexionar en las condiciones que Jesús pone a quien decide ser su discípulo: «Si alguno quiere venir en pos de mí -dice-, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Lc 9, 23). Jesús no es el Mesías del triunfo y del poder. En efecto, no liberó a Israel del dominio romano y no le aseguró la gloria política. Como auténtico Siervo del Señor, cumplió su misión de Mesías mediante la solidaridad, el servicio y la humillación de la muerte. Es un Mesías que se sale de cualquier esquema y de cualquier clamor; no se le puede «comprender» con la lógica del éxito y del poder, usada a menudo por el mundo como criterio de verificación de sus proyectos y acciones.
Jesús, que vino para cumplir la voluntad del Padre, permanece fiel a ella hasta sus últimas consecuencias, y así realiza la misión de salvación para cuantos creen en él y lo aman, no con palabras, sino de forma concreta. Si el amor es la condición para seguirlo, el sacrificio verifica la autenticidad de ese amor (cf. carta apostólica Salvifici doloris, 17-18).
3. «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Lc 9, 23). Estas palabras expresan el radicalismo de una opción que no admite vacilaciones ni dar marcha atrás. Es una exigencia dura, que impresionó incluso a los discípulos y que a lo largo de los siglos ha impedido que muchos hombres y mujeres siguieran a Cristo. Pero precisamente este radicalismo también ha producido frutos admirables de santidad y de martirio, que confortan en el tiempo el camino de la Iglesia. Aún hoy esas palabras son consideradas un escándalo y una locura (cf. 1 Co 1, 22-25). Y, sin embargo, hay que confrontarse con ellas, porque el camino trazado por Dios para su Hijo es el mismo que debe recorrer el discípulo, decidido a seguirlo. No existen dos caminos, sino uno solo: el que recorrió el Maestro. El discípulo no puede inventarse otro.
Jesús camina delante de los suyos y a cada uno pide que haga lo que él mismo ha hecho. Les dice: yo no he venido para ser servido, sino para servir; así, quien quiera ser como yo, sea servidor de todos. Yo he venido a vosotros como uno que no posee nada; así, puedo pediros que dejéis todo tipo de riqueza que os impide entrar en el reino de los cielos. Yo acepto la contradicción, ser rechazado por la mayoría de mi pueblo; puedo pediros también a vosotros que aceptéis la contradicción y la contestación, vengan de donde vengan.
En otras palabras, Jesús pide que elijan valientemente su mismo camino; elegirlo, ante todo, «en el corazón», porque tener una situación externa u otra no depende de nosotros. De nosotros depende la voluntad de ser, en la medida de lo posible, obedientes como él al Padre y estar dispuestos a aceptar hasta el fondo el proyecto que él tiene para cada uno.
4. «Niéguese a sí mismo«. Negarse a sí mismo significa renunciar al propio proyecto, a menudo limitado y mezquino, para acoger el de Dios: este es el camino de la conversión, indispensable para la existencia cristiana, que llevó al apóstol san Pablo a afirmar: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).
Jesús no pide renunciar a vivir; lo que pide es acoger una novedad y una plenitud de vida que sólo él puede dar. El hombre tiene enraizada en lo más profundo de su corazón la tendencia a «pensar en sí mismo», a ponerse a sí mismo en el centro de los intereses y a considerarse la medida de todo. En cambio, quien sigue a Cristo rechaza este repliegue sobre sí mismo y no valora las cosas según su interés personal. Considera la vida vivida como un don, como algo gratuito, no como una conquista o una posesión: En efecto, la vida verdadera se manifiesta en el don de sí, fruto de la gracia de Cristo: una existencia libre, en comunión con Dios y con los hermanos (cf. Gaudium et spes, 24).
Si vivir siguiendo al Señor se convierte en el valor supremo, entonces todos los demás valores reciben de este su correcta valoración e importancia. Quien busca únicamente los bienes terrenos, será un perdedor, a pesar de las apariencias de éxito: la muerte lo sorprenderá con un cúmulo de cosas, pero con una vida fallida (cf. Lc 12, 13-21). Por tanto, hay que escoger entre ser y tener, entre una vida plena y una existencia vacía, entre la verdad y la mentira.
5. «Tome su cruz y sígame«. De la misma manera que la cruz puede reducirse a mero objeto ornamental, así también «tomar la cruz» puede llegar a ser un modo de decir. Pero en la enseñanza de Jesús esta expresión no pone en primer plano la mortificación y la renuncia. No se refiere ante todo al deber de soportar con paciencia las pequeñas o grandes tribulaciones diarias; ni mucho menos quiere ser una exaltación del dolor como medio de agradar a Dios. El cristiano no busca el sufrimiento por sí mismo, sino el amor. Y la cruz acogida se transforma en el signo del amor y del don total. Llevarla en pos de Cristo quiere decir unirse a él en el ofrecimiento de la prueba máxima del amor.
No se puede hablar de la cruz sin considerar el amor que Dios nos tiene, el hecho de que Dios quiere colmarnos de sus bienes. Con la invitación «sígueme«, Jesús no sólo repite a sus discípulos: tómame como modelo, sino también: comparte mi vida y mis opciones, entrega como yo tu vida por amor a Dios y a los hermanos. Así, Cristo abre ante nosotros el «camino de la vida«, que, por desgracia, está constantemente amenazado por el «camino de la muerte«. El pecado es este camino que separa al hombre de Dios y del prójimo, causando división y minando desde dentro la sociedad.
El «camino de la vida«, que imita y renueva las actitudes de Jesús, es el camino de la fe y de la conversión; o sea, precisamente el camino de la cruz. Es el camino que lleva a confiar en él y en su designio salvífico, a creer que él murió para manifestar el amor de Dios a todo hombre; es el camino de salvación en medio de una sociedad a menudo fragmentaria, confusa y contradictoria; es el camino de la felicidad de seguir a Cristo hasta las últimas consecuencias, en las circunstancias a menudo dramáticas de la vida diaria; es el camino que no teme fracasos, dificultades, marginación y soledad, porque llena el corazón del hombre de la presencia de Jesús; es el camino de la paz, del dominio de sí, de la alegría profunda del corazón.
6. Queridos jóvenes, nos os parezca extraño que, al comienzo del tercer milenio, el Papa os indique una vez más la cruz como camino de vida y de auténtica felicidad. La Iglesia desde siempre cree y confiesa que sólo en la cruz de Cristo hay salvación.
Una difundida cultura de lo efímero, que asigna valor a lo que agrada y parece hermoso, quisiera hacer creer que para ser felices es necesario apartar la cruz. Presenta como ideal un éxito fácil, una carrera rápida, una sexualidad sin sentido de responsabilidad y, finalmente, una existencia centrada en la afirmación de sí mismos, a menudo sin respeto por los demás.
Sin embargo, queridos jóvenes, abrid bien los ojos: este no es el camino que lleva a la vida, sino el sendero que desemboca en la muerte. Jesús dice: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la salvará». Jesús no nos engaña: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?» (Lc 9, 24-25). Con la verdad de sus palabras, que parecen duras, pero llenan el corazón de paz, Jesús nos revela el secreto de la vida auténtica (cf. Discurso a los jóvenes de Roma, 2 de abril de 1998).
Así pues, no tengáis miedo de avanzar por el camino que el Señor recorrió primero. Con vuestra juventud, imprimid en el tercer milenio que se abre el signo de la esperanza y del entusiasmo típico de vuestra edad. Si dejáis que actúe en vosotros la gracia de Dios, si cumplís vuestro importante compromiso diario, haréis que este nuevo siglo sea un tiempo mejor para todos.
Con vosotros camina María, la Madre del Señor, la primera de los discípulos, que permaneció fiel al pie de la cruz, desde la cual Cristo nos confió a ella como hijos suyos. Y os acompañe también la bendición apostólica, que os imparto de todo corazón.
Homilía (Beatificación), 21-06-1998
1. «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Lc 9, 18).
Jesús planteó un día esta pregunta a los discípulos que iban de camino con él. Y a los cristianos que avanzan por los caminos de nuestro tiempo les hace también esa pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo?
Como sucedió hace dos mil años en un lugar apartado del mundo conocido de entonces, también hoy con respecto a Jesús hay diversidad de opiniones. Algunos le atribuyen el título de profeta. Otros lo consideran una personalidad extraordinaria, un ídolo que atrae a la gente. Y otros incluso lo creen capaz de iniciar una nueva era.
«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Lc 9, 20). Esta pregunta no admite una respuesta «neutral». Exige una opción de campo y compromete a todos. También hoy Cristo pregunta:vosotros, católicos de Austria; vosotros, cristianos de este país; vosotros, ciudadanos, ¿quién decís que soy yo?
La pregunta brota del corazón mismo de Jesús. Quien abre su corazón quiere que la persona que tiene delante no responda sólo con la mente. La pregunta procedente del corazón de Jesús debe tocar nuestro corazón. ¿Quién soy yo para vosotros? ¿Qué represento yo para vosotros? ¿Me conocéis de verdad? ¿Sois mis testigos? ¿Me amáis?
2. Entonces Pedro, portavoz de los discípulos, respondió: Nosotros creemos que tú eres «el Cristo de Dios» (Lc 9, 20). El evangelista Mateo refiere la profesión de Pedro más detalladamente: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Hoy el Papa, como sucesor del Apóstol Pedro por voluntad divina, profesa en nombre vuestro y juntamente con vosotros: Tú eres el Mesías de Dios, tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
3. A lo largo de los siglos, se ha buscado continuamente la profesión de fe más adecuada.Demos gracias a san Pedro, pues sus palabras han resultado normativas.
Con ellas se deben medir los esfuerzos de la Iglesia, que trata de expresar en el tiempo lo que representa para ella Cristo. En efecto, no basta la profesión hecha con los labios. El conocimiento de la Escritura y de la Tradición es importante; el estudio del catecismo es muy útil; pero, ¿de qué sirve todo esto si la fe del conocimiento carece de obras?
La profesión de fe en Cristo invita al seguimiento de Cristo. La adecuada profesión de fe debe ser confirmada con una vida santa. La ortodoxia exige la ortopraxis. Ya desde el inicio Jesús puso de manifiesto a sus discípulos esta verdad exigente. En efecto, apenas había acabado Pedro de hacer una extraordinaria profesión de fe, él y los demás discípulos escuchan de labios de Jesús lo que él, el Maestro, espera de ellos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc 9, 23).
Ahora todo es igual que al inicio: Jesús no busca personas que lo aclamen; quiere personas que lo sigan.
4. Queridos hermanos y hermanas, quien reflexiona sobre la historia de la Iglesia con los ojos del amor, descubre con gratitud que, a pesar de todos los defectos y de todas las sombras, ha habido y sigue habiendo por doquier hombres y mujeres cuya existencia pone de relieve lacredibilidad del Evangelio.
[…] Muchas cosas nos pueden quitar a los cristianos. Pero la cruz como signo de salvación no nos la dejaremos arrebatar. No permitiremos que sea desterrada de la vida pública. Escucharemos la voz de la conciencia, que dice: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch5, 29).
[…]Queridos jóvenes, los tres héroes de la Iglesia que acabamos de incluir en el catálogo de los beatos os pueden sostener en vuestro camino. No fueron «cristianos de fotocopia», sino que cada uno fue auténtico, irrepetible, único. Comenzaron como vosotros: desde la juventud, llenos de ideales, tratando de dar sentido a su vida. Hay otro aspecto que hace atractivos a estos tres beatos: sus biografías nos demuestran que su personalidad experimentó una maduración progresiva. Así, también vuestra vida debe aún llegar a ser fruto maduro. Por eso, es importante que cultivéis la vida de modo que pueda florecer y madurar. Alimentadla con la savia del Evangelio. Ofrecedla a Cristo, que es el sol de la salvación. Plantad en vuestra vida la cruz de Cristo. La cruz es el verdadero árbol de la vida.
9. Queridos hermanos y hermanas, «¿vosotros quién decís que soy yo?
Dentro de poco haremos la profesión de fe. Además de esta profesión, que nos inserta en la comunidad de los Apóstoles y en la tradición de la Iglesia, así como en la multitud de santos y beatos, debemos dar nuestra respuesta personal. El influjo social del mensaje depende también de la credibilidad de sus mensajeros. En efecto, la nueva evangelizaci ón comienza por nosotros, por nuestro estilo de vida.
La Iglesia de hoy no necesita católicos de tiempo parcial, sino cristianos de tiempo completo.Así fueron los tres nuevos beatos. Ellos nos dan ejemplo.
Catequesis, Audiencia general, 05-10-1988
[…] 5. Jesús seguía con sus discípulos el método de una oportuna «pedagogía». Esto se ve, de modo particularmente claro, en el momento en que los Apóstoles parecían haber llegado a la convicción de que Jesús era el verdadero Mesías (el «Cristo»), convicción expresada por aquella exclamación de Simón Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16), que podía considerarse como el punto culminante del camino de maduración de los Doce en la ya notable experiencia adquirida en el seguimiento de Jesús. Y he aquí que, precisamente tras esta profesión (ocurrida en las cercanías de Cesarea de Filipos), Cristo habla por primera vezde su pasión y muerte: «Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8, 31; cf. también Mt 16, 21; Lc 9, 22).
6. También las palabras de severa reprensión dirigidas a Pedro, que no quería aceptar aquello que oía («Señor, de ningún modo te sucederá eso»: Mt 16, 22), prueban lo identificada que estaba la conciencia de Jesús con la certeza del futuro sacrificio. Ser Mesías quería decir para Él «dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45). Desde el inicio sabia Jesús que éste era el sentido definitivo de su misión y de su vida. Por ello rechazaba todo lo que habría podido ser o aparecer como la negación de esa finalidad salvífica. Esto se vislumbra ya en la hora de la tentación, cuando Jesús rechaza resueltamente al halagador que trata de desviarle hacia la búsqueda de éxitos terrenos (cf. Mt 4, 5-10; Lc 4, 5-12).
7. Debemos notar, sin embargo, que en los textos citados, cuando Jesús anuncia su pasión y muerte, procura hablar también de la resurrección que sucederá «el tercer día». Es un añadido que no cambia en absoluto el significado esencial del sacrificio mesiánico mediante la muerte en cruz, sino que pone de relieve su significado salvífico y vivificante. Digamos, desde ahora, que esto pertenece a la más profunda esencia de la misión de Cristo: el Redentor del mundo es aquel en quien se debe llevar a cabo la «pascua», es decir, el paso del hombre a una nueva vida en Dios.
Catequesis, Audiencia general, 07-09-1988
Desde los comienzos de su actividad mesiánica, Jesús insiste en inculcar a sus discípulos la idea de que «el Hijo del Hombre… debe sufrir mucho» (Lc 9, 22), es decir, debe ser «reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matadoy resucitar a los tres días» (Mc 8, 31). Pero todo esto no es sólo cosa de los hombres, no procede sólo de su hostilidad frente a la persona y a la enseñanza de Jesús, sino que constituye el cumplimiento de los designios eternos de Dios, como lo anunciaban las Escrituras que contenían la revelación divina. «¿Cómo está escrito del Hijo del Hombre que sufrirá mucho y que será despreciado?» (Mc 9, 12).
3. Cuando Pedro intenta negar esta eventualidad («…de ningún modo te sucederá esto»: Mt 16, 22), Jesús le reprocha con palabras muy severas: «¡Quítate de mi vista, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mc 8, 33). Impresiona la elocuencia de estas palabras, con las que Jesús quiere dar a entender a Pedro que oponerse al camino de la cruz significa rechazar los designios del mismo Dios. «Satanás» es precisamente el que «desde el principio» se enfrenta con «lo que es de Dios».
4. Así, pues, Jesús es consciente de la responsabilidad de los hombres frente a su muerte en la cruz, que Él deberá afrontar debido a una condena pronunciada por tribunales terrenos; pero también lo es de que por medio de esta condena humana se cumplirá el designio eterno de Dios: «lo que es de Dios», es decir, el sacrificio ofrecido en la cruz por la redención del mundo. Y aunque Jesús (como el mismo Dios) no quiere el mal del «deicidio» cometido por los hombres, acepta este mal para sacar de él el bien de la salvación del mundo.
Catequesis, Audiencia general, 17-02-1988
Jesús ordinariamente habló de sí mismo como del «Hijo del hombre» (por ejemplo Mc 2, 10. 28; 14, 67; Mt 8, 20; 16, 27; 24, 27; Lc 9, 22; 11, 30; Jn 1, 51; 8, 28; 13, 31, etc.). Esta expresión, según la sensibilidad del lenguaje común de entonces, podía indicar también que Él es verdadero hombre como todos los demás seres humanos y, sin duda, contiene la referencia a su real humanidad.
Sin embargo el significado estrictamente bíblico, también en este caso, se debe establecer teniendo en cuenta el contexto histórico resultante de la tradición de Israel, expresada e influenciada por la profecía de Daniel que da origen a esa formulación de un concepto mesiánico (cf. Dn 7, 13-14). «Hijo del hombre» en este contexto no significa sólo un hombre común perteneciente al género humano, sino que se refiere a un personaje que recibirá de Dios una dominación universal y que transciende cada uno de los tiempos históricos, en la era escatológica.
En la boca de Jesús y en los textos de los Evangelistas la fórmula está por tanto cargada de un sentido pleno que abarca lo divino y lo humano, cielo y tierra, historia y escatología, como el mismo Jesús nos hace comprender cuando, testimoniando ante Caifás que era Hijo de Dios, predice con fuerza: «a partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Padre y venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26, 64). En el Hijo del hombre está por consiguiente inmanente el poder y la gloria de Dios. Nos hallamos nuevamente ante el único Hombre-Dios, verdadero Hombre y verdadero Dios. La catequesis nos lleva continuamente a Él para que creamos y, creyendo, oremos y adoremos.
Discurso a los Jóvenes, Buenos Aires, 11-04-1987
Espero, sobre todo, que renovéis vuestra fidelidad a Jesucristo y a su cruz redentora. Pensad, en primer lugar, que ese mismo sacrificio redentor de Cristo se actualiza sacramentalmente en cada Misa que se celebra, quizás muy cerca de vuestros lugares de estudio y de trabajo. No es Jesús, por tanto, Alguien que ha dejado de actuar en nuestra historia. ¡No! ¡El vive! Y continúa buscándonos a cada uno para que nos unamos a El cada día en la Eucaristía, también, si es posible, acercándonos –con el alma en gracia, limpia de todo pecado mortal– a la comunión.
Pensad también en aquellas serias palabras que el Señor dirigió a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lc 9, 23). Quiero haceros notar que esa cruz de cada día es especialmente vuestra lucha cotidiana por ser buenos cristianos, que os hace colaboradores en la obra de la redención de Cristo; de esta manera, contribuís a llevar a cabo la reconciliación de todos los hombres y de toda la creación con Dios. Es un hermoso programa de vida, pero que exige generosidad. Considerad entonces cómo ha de ser vuestra vida; porque si Cristo nos ha redimido muriendo en un madero, no sería coherente que vosotros le respondierais con una vida mediocre. Se requiere esfuerzo, sacrificio, tenacidad; sentir el cansancio de esa cruz que pesa sobre nuestras espaldas diariamente.
Pensad que esa donación de sí mismo exige la abnegación, la negación de nosotros mismos y la afirmación del designio salvador del Padre. Exige gastar la vida, hasta perderla si es preciso, por Cristo. Son éstos, en efecto, los términos en que Cristo se dirige a cada uno de nosotros: “Quien quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda la vida por mí, ése la salvará” (Lc 9, 24). Quien se dedica sólo a sus propios gustos o ambiciones, por muy nobles que a primera vista pudieran parecer, estaría queriendo salvar su vida y. por tanto, alejándose de Cristo. Habéis de actuar entonces como Jesús en la cruz, con ese amor supremo del que da “la vida por los amigos” (Jn 15, 13). ¡Agrandad vuestro corazón! Sentid las necesidades de todos los hombres, especialmente de los más indigentes; tened ante vuestros ojos todas las formas de miseria –material y espiritual– que padecen vuestros países y la humanidad entera; y dedicaos luego a buscar y poner por obra soluciones reales, solidarias, radicales, a todos esos males. Pero buscad, sobre todo, servir a los hombres como Dios quiere que sean servidos, sin buscar en ello sólo la recompensa o dejados llevar por intereses egoístas.
Os pido, pues, en nombre del Señor, que renovéis hoy esa fidelidad a Cristo que hace de vuestra tierra el “continente de la esperanza”. He querido señalaros los ejes de ese compromiso con Cristo: la Eucaristía, el sacrificio en vuestra conducta cotidiana, la abnegación de la propia persona.
Os acompañe María, Esperanza nuestra, la Virgen de Guadalupe, Patrona de América Latina.
Ángelus, 31-07-1983
[…] 2. «También la Santísima Virgen ―nos enseña el Concilio Vaticano II― avanzó en la peregrinación de la fe y sirvió fielmente a su unión con el Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium,58).
El episodio del hallazgo en el templo demuestra que la Virgen no siempre y no inmediatamente podía comprender el comportamiento del Hijo. En efecto, Lucas observa que ni Ella ni José comprendieron la respuesta de Jesús (cf. Lc 2, 50). A pesar de ello, María «conservaba todo esto en su corazón» (Lc 2, 51b.).
Vendrán después días en que Jesús anuncia su muerte y resurrección como un designio del que habían hablado las Escrituras (cf. Lc 9, 22. 43-44; 18. 31-33; 24, 6-7. 26-27). Ella, ciertamente, como verdadera «Hija de Sión», habrá mirado a la misión dolorosa del Hijo con los recursos que le venían de la fe (cf. Lc 11, 27-28). Si Dios, en las vicisitudes de su pueblo, había desatado tantas veces las cadenas de los justos que se hallaban en tribulación, también ahora puede cumplir la promesa que Cristo debe resucitar de entre los muertos (cf. Heb 11, 19; Rom4, 17).
3. La actitud de María inspira nuestra fe. Cuando soplan las tempestades y todo parece naufragar, nos sostenga el recuerdo de lo que el Señor ha hecho en el pasado. Volvamos a pensar, ante todo, en la muerte y resurrección de Jesús; y luego en las innumerables liberaciones que Cristo ha realizado en la historia de la Iglesia, en el mundo y en la vida de cada uno de nosotros los creyentes.
De esta anamnesis brotará más fecunda y alegre la certeza de que también en el momento presente, aunque sea amenazador, el Redentor navega con nosotros en la misma barca. A Él le obedecen el viento y el mar (cf. Mc 4, 41; Mt 8, 27; Lc 8, 25).
San Juan XXIII, papa
Diario del alma, 1930, retiro en Rusciuk
«Qué tome su cruz cada día» (Lc 9, 23).
El amor a la cruz de mi Señor, me atrae cada vez más estos días. ¡Jesús bendito, que esto no sea un fuego de paja que se apague con la primera lluvia, sino un incendio que arda sin consumirse jamás! He encontrado estos días otra bella oración que corresponde muy bien a mis condiciones espirituales: «Oh Jesús, mi amor crucificado, te adoro en todos tus sufrimientos… Abrazo con todo mi corazón, por amor a ti, todas las cruces de cuerpo y espíritu que me llegarán. Y hago profesión de poner toda mi gloria, mi tesoro y mi satisfacción en tu cruz, es decir en las humillaciones, privaciones y sufrimientos, diciendo con Santo Pablo: «qué jamás me vanaglorie, si no en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Ga 6,14). En cuanto a mí, no quiero otro paraíso en este mundo que la cruz de mi Señor Jesucristo «… Todo me hace pensar que el Señor me quiere todo para él, en el «camino real de la santa cruz». Y es por este camino, y no por otro, que quiero seguirlo…
Una nota característica de este retiro, ha sido una gran paz y una gran alegría interior, que me dan el coraje de ofrecerme al Señor para todos los sacrificios que quiera pedir a mi sensibilidad. De esta calma y de esta alegría, quiero que toda mi ser y toda mi vida estén siempre penetradas, por dentro y por fuera… Cuidaré de guardar esta alegría interior y exterior…
La comparación de San Francisco de Sales que me gusta repetir, entre otras: «Estoy como un pájaro que canta sobre un matorral de espinas», debe ser una invitación continua para mí. Por tanto, pocas confidencias sobre lo que puede hacer sufrir; mucha discreción e indulgencia juzgando a los hombres y las situaciones; me esforzaré por rezar especialmente por los que me hacen sufrir; y luego en toda cosa una gran bondad, una paciencia sin límites, acordándome de que otro sentimiento… no está conforme con el espíritu del Evangelio y de la perfección evangélica. Desde el momento que hago triunfar la caridad cueste lo que cueste, quiero pasar por un hombre cualquiera. Me dejaré atropellar, pero quiero ser paciente y bueno hasta el heroísmo.
Encíclica Paenitentiam agere, 01-07-1962
Muchos, por desgracia, en vez de la mortificación y de la negación de sí mismos, impuestas por Jesucristo a todos sus seguidores con las palabras: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome todos los días su cruz y sígame” (Lc 9, 23), buscan más bien los placeres desenfrenados de la tierra y desvían y debilitan las energías más nobles del espíritu. Contra este modo de vivir desarreglado, que desencadena a menudo las más bajas pasiones y lleva a grave peligro de la salvación eterna es preciso que los cristianos reaccionen con la fortaleza de los mártires y de los santos que han ilustrado siempre la Iglesia católica. De este modo todos podrán contribuir, según su estado particular, [ ] a un reflorecimiento de la vida cristiana.
Isidro Gomá y Tomás
El Evangelio explicado: La pregunta sobre Jesús
Jesús interroga a sus discípulos (13-15)
Dejó el Señor Betsaida Julias, donde había curado al ciego, y se remontó, a través de la Gaulanítide, y fue Jesús, con sus discípulos, a la región de Cesarea de Filipo, visitando las aldeas de aquella comarca. Era Cesarea la antigua Panias, donde el dios Pan tuvo un templo en una espaciosa gruta que subsiste todavía, sobre uno de los más copiosos manantiales del Jordán. Filipo el tetrarca, hijo de Herodes el Grande, ensanchó y embelleció la ciudad y le dio el nuevo nombre para hacerse grato al César Augusto; se le añadió el del mismo Filipo para distinguirla de la Cesarea marítima, en el Mediterráneo, entre Jaffa y el monte Carmelo. Eran gentiles en su mayor parte los habitantes de aquella región. Que Jesús fundara allí el primado de su Iglesia y se manifestara Hijo de Dios, tal vez era un presagio de que, rechazado el reino mesiánico por los judíos, se transfería definitivamente a los pueblos de la gentilidad.
Y aconteció que estando solo orando, se hallaban con él sus discípulos. Separado de la multitud que probablemente le seguía, a la vera del camino, oraba al Padre para que iluminara las inteligencias de sus discípulos. Tal vez oraban también éstos con el Señor. Siguió de nuevo su ruta la comitiva, y en el camino preguntaba a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Jesús sabe ya lo que de su persona piensan las multitudes; pero su intención, al proponer solemnemente esta cuestión gravísima, era sin duda preparar una segunda pregunta que reclamase la definición absoluta y precisa de su naturaleza y persona.
Y ellos respondieron y dijeron: Unos, que Juan el Bautista… Serían graves y frecuentes las controversias de la gente sencilla, no pervertida por la malicia de escribas y fariseos, sobre la personalidad del gran Maestro y Taumaturgo. Todos le creían un hombre extraordinario, de mayor poder que los antiguos Profetas, porque parece que era creencia entonces que los Profetas eran más poderosos cuando resucitaban de lo que lo fueron en anterior etapa (Mt. 14, 2). Pero imbuido el pueblo en las ideas de la magnificencia y poder terrenal del Mesías, ninguno le reconocía por tal; y decían los unos que Juan el Bautista, compartiendo la opinión de Herodes; otros, que Elías, de quien creían muchos vendría como precursor del Mesías, según la predicción de Malaquías (4, 5); y otros, que Jeremías, uno de los principales protectores de la nación teocrática (2 Mac. 15, 13.14), a quien se asemejaba Jesús, por su libertad en reprender a los conductores del pueblo; o uno de los Profetas antiguos, que resucitó.
Y Jesús, yendo al fondo del pensamiento de los Apóstoles, les dice: Mas vosotros, acentuando el pronombre y distinguiéndoles de las multitudes, indicándoles ya con ello que espera de ellos otra respuesta, ¿quién decís que soy yo? Vosotros, que me conocéis tan bien, que sois testigos de todos mis milagros y que los obráis por una virtud que os comuniqué, ¿pensáis de mí como el vulgo?
La confesión de Pedro y su premio (16-20)
Pedro previene la respuesta de los demás, quizás porque los vio vacilantes en su juicio sobre Jesús. Es la gracia de Dios la que ilumina su mente; y su natural impetuoso, ayudado de la misma gracia, le hace ser el primero en la confesión; ya otra vez había sido él solo quien había hablado altamente de Jesús (Ioh. 6, 69.70): Respondió Simón Pedro, y dijo… La definición que de Jesús da Pedro es llena, precisa, enérgica: Tú eres el Cristo, el Mesías en persona, prometido a los judíos y ardientemente por ellos esperado. Mas: Tú eres el hijo de Dios, no en el sentido de una relación moral de santidad o por una filiación adoptiva, como así eran llamados los santos, sino el Hijo único de Dios según la naturaleza divina, la segunda persona de la Santísima Trinidad. Si el Apóstol no lo hubiese entendido así, no hubiese necesitado una especial revelación de Dios. Lo que imprecisamente han insinuado los Apóstoles en otras ocasiones (Mt. 14, 33; Ioh. 1, 49), lo afirma Pedro en forma clara y rotunda. Y el Padre de Jesús es Dios vivo: vivo porque es vida esencial que esencialmente engendra de toda la eternidad un Hijo vivo; vivo por oposición a las divinidades muertas del paganismo. ¿Habló Pedro por cuenta propia o en nombre de sus condiscípulos? La opinión más común es que habla por sí: Pedro no conocía el secreto de los corazones de sus compañeros; ni habla en plural, como en Ioh 6, 69.70; Jesús habla de la revelación particular en que se le han manifestado aquellas verdades; el premio es también personal.
Y respondiendo Jesús, le dijo, enfáticamente, alabándole y felicitándole con efusión: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan: es bienaventurado porque lo son los que conocen a Jesucristo, enviado del Padre (Ioh. 17, 3); llámale con el nombre personal y con el patronímico para dar solemnidad a sus palabras. El motivo de la felicitación de Jesús es porque no te lo reveló la carne ni la sangre; no la prudencia, ni la razón humana, ni el lenguaje de los hombres, sino mi Padre, que está en los cielos: el mismo Dios vivo de quien me has confesado Hijo y que revela las cosas grandes a los pequeños (‘Mt. 11, 25). Esta aprobación solemne, por parte de Jesús, del juicio de Pedro sobre su persona, hace que derive a los demás la claridad y la firmeza de la fe del que es Príncipe de ellos. Así viene a ser como la Cabeza jurídica del Colegio Apostólico en orden a la fe, y lo será en sus sucesores mientras el mundo dure.
Lecciones morales.
— A) v. 13 — ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? — Pregunta Cristo a sus discípulos, dice Orígenes, para que sepamos, por las respuestas de los Apóstoles, que había entonces varias opiniones sobre Jesús, y para que atendamos siempre qué opinión tengan los demás hombres de nosotros; a fin de que, si algo malo se dice de nosotros, cortemos la ocasión de ello, y si algo bueno, demos aún más ocasión de decirlo. Y deben también los discípulos de los Obispos aprender del ejemplo de los Apóstoles a transmitir a aquéllos cualesquiera opiniones que de los mismos oyeren. Aunque deba andarse con mucha cautela, para no caer en adulación o en pecado de maledicencia, al aplicar esta lección del gran Doctor alejandrino.
B) v. 16. —Respondió Simón Pedro… — Cuando se trata de preguntar a los Apóstoles la opinión de la plebe sobre Jesús, responden todos, y refieren todos los errores sobre su divina persona. Cuando se trata de preguntar su personal opinión, dice el Crisóstomo, responde uno solo. Y aunque responda Pedro en nombre propio y expresando su personal sentir, consienten los demás en su afirmación. Para que sepamos que la verdad religiosa está solamente en el Colegio Apostólico y sus sucesores y en los que con ellos viven en unidad de fe; y que fuera de Pedro y los Apóstoles, representados hoy por el Papa y los Obispos, pululan en todas las partes los erro-res sobre Jesús.
Jesús predice su pasión. Necesidad de la abnegación:
Explicación. —Después de la estupenda confesión de Pedro; de la clara afirmación de Jesús, que se llama a sí mismo Hijo de Dios y Mesías; del anuncio de una Iglesia gloriosa, obra del mismo Jesús; del vaticinio de las magníficas prerrogativas de Pedro; y cuando humanamente eran de esperar días brillantes para la predicación del reino de Dios, súbitamente, sin transición, desde entonces, señala el Señor la tremenda silueta de la cruz por vez primera. La predicción de su pasión y muerte va naturalmente seguida de una exhortación al propio renunciamiento.
Jesús anuncia su Pasión, Muerte y Resurrección (31-33)
Ha prohibido Jesús a los Apóstoles anunciar que él era el Mesías: una de las razones de ello, dada la ideología judía sobre el Mesías, fue sin duda evitar el escándalo y la decepción, cuando llegue, dentro de pocos meses, la muerte ignominiosa del Señor. Pero los discípulos deben estar preparados para la tremenda hora: Jesús comenzó a declararles que convenía que él, en propia persona, el Hijo del hombre, que acababa de ser confesado Hijo de Dios por ‘San Pedro, fuese a Jerusalén y padeciese muchas cosas; esta frase es la síntesis de la pasión: convenían los padecimientos, porque eran la condición necesaria para entrar en su gloria (Lc. 24, 26). Luego especifica Jesús sus sufrimientos: tendrán lugar en Jerusalén; los jefes de la nación teocrática, los primeros magistrados del pueblo de Dios, que le rigen en el orden civil y religioso, que conocen y explican las profecías mesiánicas, la repudiarán: Y que fuese desechado por los ancianos y por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas. Todos estos poderes, conjurados contra Jesús, llegarán a quitarle la vida: Y que fuese entregado a la muerte. Pero al tercer día triunfará de todo, volviendo a la vida. Y que resucitase después de tres días.
El vaticinio era tan terrible como claro: Y decía esto claramente. Pudieron los Apóstoles presagiar los dolores de Jesús de algunos hechos singulares: de la humanidad con que aparecía, de la muerte del Precursor, del propósito de sus enemigos de perderle, del anuncio de la repetición del milagro de Jonás. Pero todo ello fue ineficaz para sugerir la idea de la muerte de Jesús, porque en el Mesías todo debía ser glorioso. Ahora ya no habrá dudas: el anuncio es categórico, sin ambages, ni metáforas.
Necesidad de la abnegación cristiana (34-39)
La escena anterior se había desarrollado sólo entre Jesús y los Apóstoles; las turbas, que habían reconocido a Jesús, seguiríanle a corta distancia, y estarían retenidas por el natural respeto a una conversación íntima. Entonces llama Jesús a la muchedumbre, que se junta a los discípulos: Y convocando al pueblo, con sus discípulos…; y dándoles una lección que brota naturalmente del anuncio de sus padecimientos, les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo. Seguir a Jesús es imitarle: el discípulo debe hacer lo que el Maestro le enseña. Negarse uno a sí mismo es desertar de sí mismo, de sus quereres, de los afectos e inclinaciones de su amor propio. Y tome su cruz: la locución es figurada; por la cruz, suplicio vulgarizado ya en la Palestina por los romanos, debieron entender los oyentes de Jesús las humillaciones, las afrentas, los tormentos, la misma muerte, si así lo exige el seguimiento de Jesús, por la cruz representados; la cruz debe tomarse siempre, cuando Dios la envíe, cuando la vida cristiana lo exija, y bien sabemos que frecuentísimamente lo exige: cada día. Y sígame: no basta llevar la cruz, porque las miserias de la vida pesan sobre todos, cristianos y paganos; se debe tomar por Cristo y con espíritu de imitación de Cristo.
Y da Jesús de ello una razón gravísima, que toca a la misma consecución, nuestro fin último: Porque el que quisiere salvar su vida, la perderá; morirá eternamente quien no esté dispuesto a abnegarse hasta dar la vida por Cristo, si fuere necesario. En cambio, logrará eterna vida quien muriere, o estuviere aparejado a morir por Cristo o por su Evangelio, en su predicación, en su defensa: Mas el que perdiere su vida por mí y por el Evangelio, la salvará, la hallará.
Otra razón para abnegarse y seguir a Cristo es la insignificancia que representa el conservar la propia vida, y aun ser dueño de todo el mundo, siguiendo las naturales concupiscencias, ante la definitiva desgracia de perder el alma: Porque, ¿qué aprovechará al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma, si se pierde a sí mismo? Y se confirma con otra razón: si el hombre tuviese más de un alma, o pudiese rescatar la única que tiene, en el caso de perderla, aún podría vacilar en abnegarse por Cristo; pero no es así o ¿qué dará el hombre a cambio de su alma?
Lecciones morales.
— A) v. 31. Comenzó a declararles que convenía que el Hijo del hombre padeciese muchas cosas… —Se lo declara inmediatamente después de haberles declarado su divinidad v de haberles dejado entrever la gloria de su reino, en la tierra y en los cielos. Para que comprendieran que el sufrimiento es ley fundamental del Cristianismo, y que para llegar a la fruición de la divinidad es preciso sorber antes las aguas amargas del dolor. El mismo Hijo de Dios quiso se cumpliera terriblemente en sí esta ley; no podrán sus discípulos escalar las alturas de la felicidad eterna sin antes salvar los durísimos caminos que a ella conducen.
c) v. 34. — Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo… —Aun ahonda más Jesús en la psicología humana y en la vida cristiana. El dolor choca y repugna naturalmente al hombre, que le considera como un adversario; en cambio, el placer está como consubstanciado con nosotros, a lo menos con nuestros anhelos. Pues bien: Jesús quiere que el hombre salga, por decirlo así, de sí mismo, y se incorpore al dolor; que se niegue, es decir, que rompa con sus propios instintos ; que se considere a sí mismo como un adversario y se reconcilie y se abrace con su natural adversario, el dolor: «Y tome su cruz, y sígame…» Equivale esta doctrina a la que expresa aquella otra sentencia de Jesús: «Si alguien ama a su propia alma, la perderá» (Ioh. 12, 25).
D) v. 37.7 — ¿Qué dará el hombre a cambio de su alma?—Así como si un hombre tuviese dos vidas podría dar una para conquistar todo el mundo si pudiese, porque con la otra podría gozar el fruto de su conquista, así si tuviese el hombre dos almas, podría gozar perdiendo una, porque le quedaría otra aún para gozar o para res-catarla. Pero no es así: si a cambio de la vida gana el hombre todo un mundo, es un infeliz, porque no puede gozarlo; de igual manera, si satisfaciendo sus inclinaciones pierde su alma, es asimismo un infeliz para siempre, porque no tiene otra para gozar, ni para rescatarse de su infelicidad.