Lc 8, 16-18 – Jesús en Galilela: Transmitir la luz
/ 18 septiembre, 2016 / San LucasTexto Bíblico
16 Nadie que ha encendido una lámpara, la tapa con una vasija o la mete debajo de la cama, sino que la pone en el candelero para que los que entren vean la luz.17 Pues nada hay oculto que no llegue a descubrirse ni nada secreto que no llegue a saberse y hacerse público.18 Mirad, pues, cómo oís, pues al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Crisóstomo, obispo
Sobre el Evangelio de san Mateo: Mantener la luz
«»Nadie enciende una lámpara y la tapa con una vasija» (Lc 8,16)Homilía 15
«Nadie enciende una lámpara y la tapa con una vasija o la oculta debajo de la cama» De nuevo, por estas palabras, Jesús incita a sus discípulos a llevar una vida irreprochable, aconsejándolos de vigilar constantemente su proceder, ya que están colocados ante los ojos de todos los hombres, como atletas en un estadio, vistos por todo el universo. (cf 1Cor 4,9).
Les dice: «No digáis: ‘estamos tranquilos, metidos en este rincón de mundo’, porque seréis visibles ante todos los hombres como una ciudad edificada sobre un monte (cf Mt 5,14), como una lámpara que se pone en el candelero. [...] Soy yo quien he encendido vuestra luz, pero vosotros tenéis que mantenerla, no sólo para provecho propio sino por interés de todos aquellos que os verán y serán conducidos por ella a la verdad. Las peores maldades no podrán echar ninguna sombra sobre vuestra luz si vivís como quienes están llamados a llevar a todos al bien supremo. Que vuestra vida responda, pues, a vuestro ministerio para que la gracia de Dios sea anunciada por todo el mundo.
San Cromacio de Aquilea, obispo
Sobre el Evangelio de San Mateo: Iluminar
«Que los que entren vean la luz» (Lc 8,16)Homilía 5, 1.3-4
El Señor llama a sus discípulos «luz del mundo» (Mt 5,14), porque, después de haber sido iluminados por el, que es la luz verdadera y eterna (Jn 1,9), se han convertido ellos mismos en luz que disipa las tinieblas. Porque él mismo es «el Sol de justicia» (Ma 3, 20) el Señor puede también llamar a sus discípulos «luz del mundo». Es por ellos, como por los rayos resplandecientes, que él irradia la luz de su conocimiento sobre la tierra entera... Iluminados por ellos, nosotros mismos, de las tinieblas que éramos, somos convertidos en luz, como dice San Pablo: «Antes vosotros erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor, vivid como hijos de la luz» (Ef 5, 8). Y todavía «Vosotros sois hijos de la luz, hijos del día, no lo somos de la noche ni de las tinieblas» (1Ts 5,5). San Juan tiene razón al afirmar en su carta: «Dios es luz» (1,5) «El que está en Dios está en la luz» (1, 7)... También nosotros ya que hemos sido librados de las tinieblas del error, debemos vivir en la luz, como hijos de la luz... Es lo que dice el Apóstol: «En medio de ellos, aparecéis, como lumbreras de luz en el mundo, vosotros que lleváis la palabra de vida (Fl 2,15)...
Esta lámpara resplandeciente, que ha sido encendida para servir nuestra salvación, debe siempre brillar en nosotros... Esta lámpara de la ley y de la fe, no debemos por tanto ocultarla, sino colocarla siempre en la Iglesia como sobre el lampadario, para la salvación de un gran número, a fin de alegrarnos de la luz de su verdad, y brillar en todos los creyentes.
San Francisco de Sales, obispo
Tratado del Amor de Dios: Contemplar a Dios
«Para que todos los que entren vean la luz» (Lc 8,16)Libro II, 1. IV, 87
Solemos decir que cuando el sol se levanta rojizo para después tornarse oscuro y triste, o cuando al ocultarse se ofrece amarillento, pálido y mortecino, ello es señal de tiempo lluvioso.
Teótimo, el sol no es rojo, ni negro, ni pálido, ni gris; esa gran luminaria no está sujeta a las vicisitudes y cambios de colores, pues su único color es la clarísima luz, que es invariable.
Pero hablamos así, porque lo vemos así a causa de la variedad de vapores que está entre el sol y nuestros ojos, y que nos hacen verle de diferentes maneras.
Lo mismo nos pasa con Dios. Por sus obras y a través de ellas le contemplamos como si tuviese multitud de diferentes excelencias y perfecciones...
Si le contemplamos cuando libera al pecador de su miseria, decimos que es misericordioso; cuando le vemos como Creador de todas las cosas, omnipotente; cuando cumple exactamente sus promesas, veraz; al ver el orden con que ha creado todas las cosas, admiramos su sabiduría. Y así consecutivamente, según la variedad de sus obras le atribuimos una diversidad de perfecciones.
Sin embargo, en Dios no hay ni variedad ni diferencia alguna de perfección, en Sí mismo es una sola perfección, simple y única perfección; pues todo lo que está en Él no es sino Él mismo y todas las excelencias, que decimos que tiene en Sí en tan gran variedad, están allí en una simplicísima y purísima unidad.
Lo mismo que el Sol carece de todos esos colores que le atribuimos y sólo tiene una clarísima luz, que está por encima de todo color y que hace colorear todos los colores, así en Dios no hay más que una sola y pura excelencia que está por encima de toda perfección y que da la perfección a todo.