Lc 8, 1-3: Jesús y sus seguidores
/ 18 septiembre, 2015 / San LucasTexto Bíblico
1 Después de esto iba él caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena Noticia del reino de Dios, acompañado por los Doce, 2 y por algunas mujeres, que habían sido curadas de espíritus malos y de enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; 3 Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana y otras muchas que les servían con sus bienes.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Mulieris Dignitatem, § 16.
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«Lo acompañaban los Doce y algunas mujeres» (cf. Lc 8,1s).
Desde el comienzo de la misión de Cristo, la mujer muestra, con relación a él y a todo su misterio, una particular sensibilidad que corresponde a una de las características de su feminidad. Además conviene señalar que esta verdad se confirma de manera particular en el misterio pascual, no solamente en el momento de la crucifixión sino todavía más al amanecer del día de la resurrección. Las mujeres son las primeras en estar junto al sepulcro. Son las primeras que lo encuentran vacío. Son las primeras en oír: «No está aquí: ha resucitado, como había dicho» (Mt 28,6). Son las primeras en abrazar sus pies (Mt 28,9). También son las primeras llamadas a anunciar esta verdad a los apóstoles (Mt 28,1-10; Lc 24,8-11).
El Evangelio de Juan (cf también Mc 16,9) pone de relieve el papel particular de María de Magdala. Es la primera que se encuentra con Cristo resucitado… Por eso mismo se la ha llamado «apóstol de los apóstoles». María de Magdala fue, ante los apóstoles, testimonio ocular de Cristo resucitado y, por esta razón, fue también la primera en dar testimonio de él ante los mismos.
Este acontecimiento es, en un sentido, como el coronamiento de todo lo que se ha dicho anteriormente sobre la transmisión, hecha por Cristo, de la verdad divina a las mujeres, en un plano de igualdad con los hombres. Se puede decir que así se han visto cumplidas las palabras del profeta: «Derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán» (Jl 3,1). Cincuenta días después de la Resurrección de Cristo, estas palabras son de nuevo confirmadas en el Cenáculo de Jerusalén, al descender el Espíritu Santo, el Paráclito (Hch 2,17). Todo lo que aquí se ha dicho sobre la actitud de Cristo respecto a las mujeres confirma e ilumina, en el Espíritu Santo, la verdad sobre la igualdad del hombre y la mujer.
Mulieres dignitatem, 27.
«Lo acompañaban los Doce y algunas mujeres» (cf. Lc 8,1s).
En la historia de la Iglesia, desde los primeros tiempos, había, junto a los hombres, numerosas mujeres en las que se expresaba con fuerza la respuesta de la Iglesia-Esposa al amor redentor de Cristo-Esposo. En primer lugar están aquella que personalmente habían encontrado a Cristo, que lo habían seguido y que, después de su partida, “perseveraban unánimes en la oración” (Hch 1,14) con los apóstoles en el cenáculo de Jerusalén hasta el día de Pentecostés. Aquel día, el Espíritu Santo habló por “los hijos y las hijas” del pueblo de Dios….(cf Hch 2,17; Jl 3,1) Estas mujeres, y otras en el transcurso del tiempo, han tenido un papel activo e importante en la vida de la Iglesia primitiva, en la construcción, desde sus fundamentos, de la primera comunidad cristiana y de las comunidades posteriores, gracias a sus carismas y a sus múltiples maneras de servir… El apóstol Pablo habla de sus “fatigas” por Cristo en los diversos terrenos del servicio apostólico en la Iglesia, comenzando por “la Iglesia doméstica”. En efecto, la “fe sin rebajas” pasa por la madre a los hijos y nietos, como ocurrió en casa de Timoteo. (cf 2Tim 1,5)
Esto mismo se renueva durante el correr de los siglos, de generación en generación, como lo muestra la historia de la Iglesia. La Iglesia, en efecto, defendiendo la dignidad de la mujer y su vocación, ha manifestado su gratitud hacia ellas, las que, fieles al evangelio, han participado en todos los tiempos en la misión apostólica de todo el pueblo de Dios y las ha honrado. Santas mártires, santas vírgenes, madres de familia, han dado testimonio de su fe con valentía y también, por la educación de sus hijos en el espíritu del evangelio. Han transmitido la fe y la tradición de la Iglesia… Incluso, enfrentándose a graves discriminaciones sociales, las santas mujeres han obrado con libertad, fuertes por su unión con Cristo…
En nuestros días, la Iglesia no cesa de enriquecerse gracias al testimonio de numerosas mujeres que viven generosamente su vocación a la santidad. Las santas mujeres son una encarnación del ideal femenino: pero, también son un modelo para todos los cristianos, un modelo de “sequela Christi”, del seguimiento de Cristo, un ejemplo de la manera cómo la Iglesia-Esposa tiene que responder con amor al amor de Cristo-Esposo.
Alocución (29-04-1979).
Alocución del 29 de abril 1979 13.
“Lo acompañaban los Doce y también algunas mujeres”
Es particularmente conmovedor meditar en la actitud de Jesús hacia la mujer: se mostró audaz y sorprendente para aquellos tiempos, cuando, en el paganismo, la mujer era considerada objeto de placer, de mercancía y de trabajo, y, en el judaísmo, estaba marginada y despreciada. Jesús mostró siempre la máxima estima y el máximo respeto por la mujer, por cada mujer, y en particular fue sensible hacia el sufrimiento femenino. Traspasando las barreras religiosas y sociales del tiempo, Jesús restableció a la mujer en su plena dignidad de persona humana ante Dios y ante los hombres.
¿Cómo no recordar sus encuentros con Marta y María, con la Samaritana, con la viuda de Naín, con la mujer adúltera, con la hemorroisa, con la pecadora en casa de Simón el fariseo? El corazón vibra de emoción al sólo enumerarlos. Y cómo no recordar sobre todo, que Jesús quiso asociar algunas mujeres a los Doce, que le acompañaban y servían y fueron su consuelo durante la vía dolorosa hasta el pie de la cruz? Y después de la resurrección Jesús se apareció a las piadosas mujeres y a María Magdalena, encargándole anunciar a los discípulos su resurrección. Deseando encarnarse y entrar en nuestras historia humana, Jesús quiso tener una Madre, María Santísima, y elevó así a la mujer a la cumbre más alta y admirable de la dignidad, Madre de Dios encarnado, Inmaculada, Asunta, Reina del cielo y de la tierra.
¡Por eso, vosotras, mujeres cristianas, debéis anunciar, como María Magdalena y las otras mujeres del Evangelio debéis testimoniar que Cristo ha resucitado verdaderamente, que El es nuestro verdadero y único consuelo! Tened, pues, cuidado de vuestra vida interior.
“Mulieris dignitatem”, § 31.
“Lo acompañaban los Doce y también algunas mujeres”
«Si conocieras el don de Dios» (Jn 4, 10), dice Jesús a la samaritana en el transcurso de uno de aquellos admirables coloquios que muestran la gran estima que Cristo tiene por la dignidad de la mujer y por la vocación que le permite tomar parte en su misión mesiánica. […] La Iglesia desea dar gracias a la Santísima Trinidad por el «misterio de la mujer» y por cada mujer, por lo que constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por las «maravillas de Dios», que en la historia de la humanidad se han cumplido en ella y por medio de ella. En definitiva, ¿no se ha obrado en ella y por medio de ella lo más grande que existe en la historia del hombre sobre la tierra, es decir, el acontecimiento de que Dios mismo se ha hecho hombre?
La Iglesia, por consiguiente, da gracias por todas las mujeres y por cada una: por las madres, las hermanas, las esposas; por las mujeres consagradas a Dios en la virginidad; por las mujeres dedicadas a tantos y tantos seres humanos que esperan el amor gratuito de otra persona; por las mujeres que velan por el ser humano en la familia, la cual es el signo fundamental de la comunidad humana; por las mujeres que trabajan profesionalmente, mujeres cargadas a veces con una gran responsabilidad social […].
La Iglesia expresa su agradecimiento por todas las manifestaciones del «genio» femenino aparecidas a lo largo de la historia, en medio de los pueblos y de las naciones; da gracias por todos los carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres en la historia del Pueblo de Dios […]. La Iglesia pide, al mismo tiempo, que estas inestimables «manifestaciones del Espíritu» (cf. 1 Cor 12, 4 ss.), […], sean reconocidas debidamente, valorizadas, para que redunden en común beneficio de la Iglesia y de la humanidad.
“Mulieris dignitatem”, § 16.
« Los doce estaban con Él, y también las mujeres »
El hecho de ser hombre o mujer, no comporta ninguna restricción en lo que concierne a la misión, de la misma manera que la acción salvífica y santificante del Espíritu en el hombre no está limitada por el hecho de ser judío o griego, esclavo o libre, según nos viene expresado en las palabras bien conocidas del apóstol Pablo: « Porque todos no formáis más que uno en Cristo Jesús » (Gal 3,28).
Esta unidad no suprime las diferencias. El Espíritu, que hace realidad esta unidad en el orden sobrenatural de la gracia santificante, contribuye, en la misma medida, al hecho de que « vuestros hijos e hijas profetizarán » (Jl 3,1). Profetizar significa expresar, a través de la palabra y la vida « las maravillas de Dios » (Hch 2,11), salvaguardando la verdad y la originalidad de cada persona, sea hombre o mujer. La igualdad evangélica, la paridad del hombre y la mujer frente a las maravillas de Dios, tal como nos ha sido manifestada con total claridad en las obras y las palabras de Jesús de Nazaret, constituye el fundamento más evidente de la dignidad y la vocación de la mujer en la Iglesia y en el mundo. Toda vocación tiene un sentido profundamente personal y profético. En la vocación así comprendida, la personalidad de la mujer encuentra una dimensión del todo nueva : es la dimensión de las « maravillas de Dios » de las cuales la mujer es sujeto viviente y testimonio irreemplazable.
Benedicto XVI, papa
Catequesis (14-02-2007)
Audiencia general del 14 de febrero del 2007.
«Lo acompañaban los Doce y algunas mujeres» (cf. Lc 8,1s).
Sabemos que entre sus discípulos, Jesús escogió a doce para ser los padres del nuevo Israel, y los escogió para que «estuvieran con él y enviarlos a predicar». Este hecho es evidente, pero, además de los Doce, columnas de la Iglesia, padres del nuevo Pueblo de Dios, escogió también a muchas mujeres para que fueran del número de sus discípulos. No puedo hacer más que evocar brevemente las que se encuentran en el camino del mismo Jesús, desde la profetisa Ana hasta la Samaritana, la Sirofenicia, la mujer que sufría pérdidas de sangre y a la pecadora perdonada. No insistiré sobre los personajes que entran en algunas parábolas vivientes, por ejemplo la del ama de casa que cuece el pan, la que limpia la casa porque pierde la moneda de plata, la de la viuda que importuna al juez. En nuestra reflexión de hoy son más significativas estas mujeres que han jugado un papel activo en el conjunto de la misión de Jesús.
Naturalmente, en primer lugar se piensa en la Virgen María, que por su fe y su colaboración maternal coopera de manera única a la redención hasta el punto que Elisabet pudo proclamarla «bendita entre todas las mujeres», añadiendo: «Dichosa la que ha creído». Hecha discípula de su Hijo, María manifiesta en Caná su absoluta fe en él, y lo siguió hasta la cruz donde recibió de él una misión maternal para con todos los discípulos de todos los tiempos, representados allí por Juan.
Detrás de María vienen muchas mujeres, las cuales, a títulos diversos, han ejercido alrededor de la persona de Jesús funciones de diversa responsabilidad. Son ejemplo elocuente de ello las que seguían a Jesús asistiéndole con sus recursos y de las que Lucas nos transmite algunos nombres: María de Magdala, Juana, Susana, y «otras muchas». Seguidamente los Evangelios nos informan que las mujeres, a diferencia de los Doce, no abandonaron a Jesús a la hora de la Pasión. Entre ellas destaca, de manera particular, María de Magdala, la cual, no tan sólo asistió a la Pasión, sino que fue la primera en recibir el testimonio del Resucitado y a anunciarle. Es precisamente a ella a quien santo Tomás de Aquino reserva el calificativo único de «apóstol de los apóstoles», y añadiendo este bello comentario: «Así como una mujer anunció al primer hombre palabras de muerte, así también una mujer anunció a los apóstoles palabras de vida».
En el ámbito de la Iglesia primitiva la presencia femenina tampoco fue secundaria.
Debemos a san Pablo una documentación más amplia sobre la dignidad y el papel eclesial de la mujer. Toma como punto de partida el principio fundamental según el cual para los bautizados «ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer». El motivo es que «todos somos uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28), es decir, todos tenemos la misma dignidad de fondo, aunque cada uno con funciones específicas (1 Co 12, 27-30).
El Apóstol admite como algo normal que en la comunidad cristiana la mujer pueda «profetizar» (1 Co 11, 5), es decir, hablar abiertamente bajo el influjo del Espíritu, a condición de que sea para la edificación de la comunidad y que se haga de modo digno… Ya hablamos de Prisca o Priscila, esposa de Áquila, que en dos casos sorprendentemente es mencionada antes que su marido (Hch 18, 18; Rm 16, 3); en cualquier caso, ambos son calificados explícitamente por san Pablo como sus «colaboradores» -sun-ergoús (Rm 16, 3). Hay otras observaciones que no conviene descuidar. Por ejemplo, es preciso constatar que san Pablo dirige también a una mujer de nombre «Apfia» la breve carta a Filemón (Flm 2), y conviene notar que en la comunidad de Colosas debía ocupar un puesto importante; en todo caso, es la única mujer mencionada por san Pablo entre los destinatarios de una carta suya. En otros pasajes, el Apóstol menciona a una cierta «Febe», a la que llama diákonos de la Iglesia en Cencreas, pequeña localidad portuaria al este de Corinto (Rm 16, 1-2). Aunque en aquel tiempo ese título todavía no tenía un valor ministerial específico de carácter jerárquico, demuestra que esa mujer ejercía verdaderamente un cargo de responsabilidad en favor de la comunidad cristiana. San Pablo pide que la reciban cordialmente y le ayuden «en cualquier cosa que necesite», y después añade: «pues ella ha sido protectora de muchos, incluso de mí mismo». En el mismo contexto epistolar, el Apóstol, con gran delicadeza, recuerda otros nombres de mujeres: una cierta María, y después Trifena, Trifosa, Pérside, «muy querida», y Julia, de las que escribe abiertamente que «se han fatigado por vosotros» o «se han fatigado en el Señor» (Rm 16, 6. 12a. 12b. 15), subrayando así su intenso compromiso eclesial.
Asimismo, en la Iglesia de Filipos se distinguían dos mujeres llamadas Evodia y Síntique (Flp 4, 2): el llamamiento que san Pablo hace a la concordia mutua da a entender que estas dos mujeres desempeñaban una función importante dentro de esa comunidad.
En síntesis, la historia del cristianismo hubiera tenido un desarrollo muy diferente si no se hubiera contado con la aportación generosa de muchas mujeres.