Lc 7, 36–8, 3 – La pecadora perdonada
/ 29 mayo, 2016 / San Lucas
Texto Bíblico
36 Un fariseo le rogaba que fuera a comer con él y, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. 37 En esto, una mujer que había en la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino trayendo un frasco de alabastro lleno de perfume y, 38 colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con las lágrimas, se los enjugaba con los cabellos de su cabeza, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. 39 Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: «Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocando, pues es una pecadora». 40 Jesús respondió y le dijo: «Simón, tengo algo que decirte». Él contestó: «Dímelo, Maestro». 41 «Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. 42 Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de ellos le mostrará más amor?». 43 Respondió Simón y dijo: «Supongo que aquel a quien le perdonó más». Y él le dijo: «Has juzgado rectamente». 44 Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? He entrado en tu casa y no me has dado agua para los pies; ella, en cambio, me ha regado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos. 45 Tú no me diste el beso de paz; ella, en cambio, desde que entré, no ha dejado de besarme los pies. 46 Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. 47 Por eso te digo: sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco». 48 Y a ella le dijo: «Han quedado perdonados tus pecados». 49 Los demás convidados empezaron a decir entre ellos: «¿Quién es este, que hasta perdona pecados?». 50 Pero él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz».
1 Después de esto iba él caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena Noticia del reino de Dios, acompañado por los Doce, 2 y por algunas mujeres, que habían sido curadas de espíritus malos y de enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; 3 Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana y otras muchas que les servían con sus bienes.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Sobre el evangelio de Lucas: ¿Para qué vino Cristo?
«Se presenta una mujer... era una pecadora» (cf. Lc 7,36)Libro 6, 12-35, BAC, Madrid, 1966, pp. 294-306
12. Y he aquí que se presenta una mujer que era conocida en la ciudad como pecadora...
Este pasaje resulta difícil a muchos y les sugiere no pocas cuestiones: ¿es que dos evangelistas están en desacuerdo en su testimonio?; o bien, ¿han querido señalar un misterio diferente por la diversidad de expresiones? Efectivamente, en el evangelio según San Mateo se lee: Hallándose Jesús en Betania, en casa de Simón el leproso, llegóse a él una mujer con un frasco de alabastro, lleno de perfume de subido precio, y lo derramó sobre la cabeza de Jesús, que estaba puesto a la mesa (Mt 26,6-7). Luego aquí el fariseo se dice a sí mismo: Si éste fuese profeta, sabría que ella es pecadora, y debería evitar su perfume, mientras que allí el perfume derramado hace protestar a los discípulos. Es necesario explicarlo uno y lo otro; pero lo que viene en primer lugar en los escritores, debe ser también lo primero en la interpretación.
13. El Señor Jesús vino, pues, a casa de Simón el leproso. Se ve su plan: El no huye del leproso, no evita al impuro, a fin de poder limpiar las manchas del cuerpo humano. En cuanto a la casa del leproso, está en Betania, que se interpreta y quiere decir: casa de la obediencia. Luego toda la localidad era Betania, y la casa de Simón sólo una parte de la localidad. ¿No te parece que Betania es el mundo, en el que nosotros estamos obligados a hacer un servicio de obediencia, y que la casa de Simón el leproso es la tierra, que forma parte del mundo? El príncipe de este mundo es, en cierto modo, Simón el leproso. El Señor Jesucristo ha venido de las regiones superiores a este mundo y ha descendido a la tierra. No estaba en este mundo; pero con una obediencia religiosa ha sido enviado a este mundo; El mismo lo dice: Como me envió a este mundo (Jn 6,58). Esta mujer oyó que había venido el Señor y entró en la casa de Simón: esta mujer no habría podido ser sanada si Cristo no hubiese venido a la tierra. Y si ella entró en la casa de Simón, puede ser que sea figura de un alma elevada, o la Iglesia, que ha descendido sobre a tierra para atraer a los pueblos en torno suyo por su buen olor.
14. Mateo, pues, hace entrar esta mujer que derrama perfume sobre la cabeza de Cristo, y, tal vez por esto, no haya querido llamarla pecadora; pues, según Lucas, la pecadora ha derramado el perfume sobre los pies de Cristo. Puede ser que no sea la misma, para que no parezca que se contradicen los evangelistas. La cuestión puede resolverse por una diferencia de mérito y de tiempo, de suerte que una sea pecadora y la otra más perfecta: pues si la Iglesia, o el alma, no cambia de personalidad, sí en cuanto al progreso. Suponte un alma que se acerca a Dios con fe; aquí, en lugar de pecados torpes y obscenos, sirve piadosamente al Verbo de Dios, que tiene la seguridad de una castidad sin mancha; tú verás que ella se eleva hasta la cabeza misma de Cristo —y la cabeza de Cristo es Dios (1 Co 11,3)— y derrama el perfume de sus méritos : pues nosotros somos el buen olor de Cristo por Dios (2 Co 2,15). Pues Dios es honrado por la vida de los justos, que exhala un buen olor.
15. Si entiendes esto, verás que esta mujer, verdaderamente feliz, es nombrada "por todas partes donde sea predicado este evangelio" (Mt 16,13), y que su recuerdo no se esfumará jamás, porque ella ha derramado sobre la cabeza de Cristo el aroma de las buenas costumbres, el perfume de las acciones justas. El que sube a la cabeza ignora exaltarse como el que está verdaderamente inflado en su espíritu carnal y no está adherido a la cabeza (Col 2,18). Más quien no se adhiere a la cabeza de Cristo, debe adherirse al menos a sus pies, ya que el cuerpo alimentado y trabado por medio de las coyunturas y ligamentos, crece con crecimiento de Dios (ibíd., 19) ".
16. La otra —en cuanto a la persona o en cuanto al progreso— está cercana a nosotros. Pues nosotros aún no hemos renunciado a nuestros pecados. ¿Dónde están nuestras lágrimas, dónde nuestros gemidos, dónde nuestros llantos? Venid, adoremos y postrémonos ante El y lloremos ante nuestro Señor que nos ha hecho (Sal 94,6), a fin de poder llegar al menos a los pies de Jesús; pues nosotros no podemos llegar a la cabeza: el pecador a los pies, el justo a la cabeza.
17. Sin embargo, aun la que ha pecado posee un perfume. Apórtame tú también después del pecado la penitencia. En todas partes donde oigas que ha llegado el justo, ya a la casa de un indigno, ya a la casa de un fariseo, apresúrate; consigue la gracia del huésped, consigue el reino de los cielos, pues desde los días de Juan el Bautista hasta el presente, el reino de los cielos padece fuerza, y hombres esforzados se apoderan de él (Mt 11,12). En todas partes donde oigas el nombre de Cristo, sal al encuentro; cualquiera que sea la morada interior en la que sabes que ha entrado el Señor, tú apresúrate también. Cuando hayas encontrado la sabiduría, cuando hayas encontrado la justicia en el interior de alguien, acude a sus pies, es decir, busca al menos la parte inferior de la sabiduría No te dedignes de los pies; una tocó la fimbria y fue curada (Lc 8,44). Confiesa tus pecados con las lágrimas; que la justicia celestial diga también de ti: Con sus lágrimas regó mis pies y los enjugó con sus cabellos.
18. Y tal vez Cristo no ha lavado sus pies, para que los lavemos nosotros con nuestras lágrimas. ¡Buenas lágrimas, capaces no sólo de lavar nuestros pecados, sino también de regar los pasos del Verbo celestial, para que prosperen en nosotros sus caminos! ¡Buenas lágrimas, donde no sólo se encuentra la redención de los pecados, sino el alimento de los justos! Pues un justo es quien dijo: Mis lágrimas me sirven de pan (Sal 41,4).
19. Y si tú no puedes acercarte a la cabeza de Cristo, que con sus pies Cristo toque tu cabeza. La fimbria de su manto sana,y sanan también sus pies. Extiende tus cabellos; prosterna anteEl todas las dignidades del cuerpo. No son mediocres los cabellos que pueden enjugar los pies de Cristo. Testifica esto aquel que,cuando tuvo cabellos, no pudo ser vencido. No conviene que una mujer ore con los cabellos cortados (1 Co 11,5). Sí, que ella tenga cabellos para envolver los pies de Cristo, para enjugar con sus bucles —su belleza y su adorno— los pies de la sabiduría, a fin de que sean humedecidos por el último rocío de la virtud divina; que bese los pies de la justicia. No tiene un mérito vulgar aquella de la que la sabiduría ha podido decir: Desde que entró no ha cesado de besar mis pies.
20. No sabiendo hablar más que de la sabiduría, ni amar más que la justicia, no encontrando gusto más que en la castidad, ni sabiendo besar más que la pureza. Pues el beso es el sello del mutuo amor: el beso es la prenda de la caridad.
21. Bienaventurado el que puede ungir con óleo los pies de Cristo —Simón no lo había hecho todavía—, pero más feliz aún aquella que los ha ungido con perfume; pues, habiendo concentrado la gracia de muchas flores, expandió olores suaves y variados. Y tal vez nadie pueda ofrecer tal perfume más que la Iglesia sola, que posee innumerables flores con olores variadísimos; ella toma a propósito la apariencia de una pecadora, pues también Cristo ha tomado la figura de pecador.
22. Por lo mismo, nadie puede amar tanto como ella, pues ama en la multitud. Ni siquiera Pedro, que ha dicho: Señor, tú sabes que yo te amo (Jn 21,17); ni siquiera Pedro que se afligió cuando le fue preguntado: ¿Me amas tú? —pues era evidente que él no amaba como se busca una cosa desconocida—. Luego ni el mismo Pedro, pues la Iglesia amó en Pedro; ni tampoco Pablo, pues Pablo forma también parte suya. Tú también ama mucho, para que se te perdone mucho. Pablo ha pecado mucho: él mismo ha sido perseguidor, más él ha amado mucho, puesto que ha perseverado hasta el martirio; sus innumerables pecados le han sido perdonados porque ha amado mucho; y no perdonó derramar su sangre por el nombre de Dios.
23. Observa el buen orden: en la casa del fariseo está la pecadora, que es glorificada; en la casa de la Ley y de los Profetas no es justificado el fariseo, sino la Iglesia; pues el fariseo no creía y ella sí. Él decía: Si fuese profeta sabría quién y qué talla mujer que le toca. Luego, la casa de la Ley es la Judea: ella está escrita no sobre piedras, sino sobre las tablas del corazón (2 Co 3,3). Allí es justificada la Iglesia y en adelante superior a la Ley : pues la Ley ignora el perdón de los pecados; la Ley no tiene el sacramento donde son purificadas las faltas secretas, y por lo mismo, lo que falta a la Ley tiene su cumplimiento en el Evangelio.
24. Un acreedor, dice, tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y otro cincuenta.
¿Quiénes son estos dos deudores? ¿No se trata de dos pueblos: uno constituido por los judíos y el otro por los gentiles, entrampados con el acreedor de los tesoros celestiales? Uno, dice, debía quinientos denarios y el otro cincuenta. No es una cosa de poca monta este denario, en el cual se dibuja la imagen del rey y tiene grabado el trofeo del emperador. El dinero que debemos a este acreedor no es material, sino el peso de los méritos, la moneda de las virtudes, cuyo valor se mide por el peso de la gravedad, el brillo de la justicia y el sonido de la alabanza. ¡Ay de mí, si no tengo lo que recibí!, o mejor, ¡qué difícil es que alguien pueda pagar íntegramente su deuda al acreedor! ¡Ay de mí, si no pido; dame lo que me debes! Pues el Señor no nos habría enseñado a pedir en la oración que sean perdonadas nuestras deudas si no supiese que difícilmente se encontrarían deudores solventes.
25. Pero ¿cuál es este pueblo que debe más, sino nosotros, a quienes se nos ha confiado también más? A los otros se les han confiado los oráculos de Dios (Rm 3,2), a nosotros se nos ha confiado el Hijo de la Virgen. Tú tienes un talento, el Hijo de la Virgen; tú tienes el céntuplo, fruto de la fe. Nos ha sido confiado el Emmanuel: Dios con nosotros; nos ha sido confiada la cruz del Señor, su muerte, su resurrección. Aunque Cristo ha padecido por todos, sin embargo, por nosotros ha padecido de un modo especial, porque Él ha padecido por la Iglesia.
De esta forma, con toda certeza, debe más bien quien más recibió, y entre los hombres más desagrada el que más debe; pero la misericordia de Dios ha cambiado la situación de tal forma, que ame más quien más debe, si consigue la gracia. Pues el que da está en gracia, y el que la posee, por el mismo hecho de poseerla, paga; pues dando se tiene, y teniendo se da.
26. Consiguientemente, puesto que nada hay que podamos dar a Dios dignamente, —¿qué le daremos por la humillación de la encarnación, por los golpes, por la cruz, por la muerte, por la sepultura? —¡ Ay de mí, si yo no amo! No temo decir: Pedro no ha pagado y él ha amado más; no ha pagado Pablo; ciertamente dio muerte por muerte, pero otras cosas no pagó, pues debía mucho. Escucha a él mismo, que dice que no pagó: ¿Quién le dio el primero y se le pagará en retorno? (Rm 11,35). Aun cuando paguemos cruz por cruz, muerte por muerte, ¿acaso le pagaremos el tener todas las cosas de Él, por El y en El? (Rm 11,36). Luego paguemos amor por nuestra deuda, caridad por el beneficio, gratitud por el precio de su sangre; pues ama más aquel a quien más se ha dado.
27. Pero volvamos a la primera, aquella de la cual aún los apóstoles no comprenden el designio que estaba escondido desde siempre en Dios (Ef 3,9); pues ¿quién ha conocido el pensamiento de Dios? (Rm 11,35). Los discípulos protestaban porque esta mujer había derramado el perfume sobre la cabeza de Jesús, y se lamentaban: ¿Por qué, decían, este despilfarro? Se hubiera podido vender a buen precio y distribuirlo a los pobres (Mt 26, 8-9). Lo que ha desagradado (a Cristo) en sus palabras, no sabrías descubrirlo si no reconoces el misterio; pues es propio del hombre lujurioso, o mejor no es de hombres oler el perfume; en todo caso, los que lo huelen tienen costumbre de frotarse con él y no derramarlo. ¿Qué es lo que ha desagradado en estas palabras: Se hubiera podido vender a buen precio y distribuirlo a los pobres? Ciertamente, lo que Él había dicho antes: Lo que hicisteis con uno de estos pequeñuelos, conmigo lo hicisteis (Mt 25,40); pero El mismo ofrecía su muerte por los pobres.
28. No se trata aquí de simples apariencias. El mismo Verbo de Dios les ha respondido: ¿Por qué molestáis a esta mujer?... Siempre tenéis a los pobres con vosotros, pero no siempre a mí (Mt 26,10-11). También tú tienes al pobre siempre contigo, y, por lo mismo, socórrelo. Ahora bien, ¿debes dejar al pobre, que siempre lo tienes contigo, cuando te dice el profeta: No digas al pobre: Mañana te daré? (Pr 3,28). Pero El habló sólo de la misericordia. Aquí se antepone la fe a la misericordia, la cual no tiene mérito si no está precedida de la fe: Que al echar ella el perfume sobre mi cuerpo, lo hizo con el fin de embalsamarme (Mt 26,12). El Señor no quería el perfume, sino el amor; acogió la fe; aprobó la humildad.
29. Tú también, si quieres la gracia, aumenta el amor; derrama sobre el cuerpo de Jesús la fe en la resurrección, el olor de la Iglesia, el perfume del amor para la comunidad; y mediante tal progreso tú darás al pobre. Este dinero te será más útil si, en lugar de dar de tu abundancia, prodigas en nombre de Cristo lo que te hubiera servido, si lo das a los pobres como una ofrenda a Cristo. No entiendas únicamente en sentido literal este perfume derramado sobre la cabeza —pues la letra mata (1 Co 3,6)—, sino según el espíritu, pues el espíritu es vida.
30. ¿Qué es, pues, el perfume de esta mujer? ¿Quién tiene tales oídos que, profiriendo Jesús la palabra que ha recibido del Padre, más aún, que El mismo es Palabra, llegue a entender la profundidad del misterio? Los mismos discípulos comprenden en parte, pero no todo. De aquí que algunos piensan que los discípulos dijeron que debía adquirirse con el precio del perfume la fe de los gentiles, lo cual se debía al precio de la sangre del Señor. Y esto parece verosímil. El evangelista Juan añade que el precio de este perfume, según Judas Iscariote, era valorado en trescientos denarios; así se lee: Se habría podido vender en trescientos denarios y darlos a los pobres (Jn 12,15); ahora bien, la cifra de trescientos significa el emblema de la cruz.Pero el Señor no pide un conocimiento superficial del misterio; El prefiere que la fe de los creyentes sea sepultada con El, en El.
31. Sin embargo, nosotros oímos también aquí las palabras de otros apóstoles; en cuanto a Judas, es condenado por avaro,ya que prefirió el dinero a la sepultura del Señor y, aunque pensó en la pasión, sin embargo, erró en la valoración tan elevada : pues Cristo quiso ser puesto a un vil precio, para que todos pudieran comprarle, a fin de que ningún pobre fuese descartado : Lo que habéis recibido gratuitamente, dice, dadlo también gratis (Mt 10,8). El "Tesoro inagotable" (cf. Rm 11,33) no pide dinero, sino gratitud. El mismo, nos ha rescatado con su preciosa sangre, no nos ha vendido. De esto hablaríamos largamente, si no recordáramos haberlo tratado en otra parte.
32. Luego, según las palabras de Jesús, en quien están encerrados los tesoros de la sabiduría (Col 2,3) y de la ciencia que nadie ha podido presentir, es necesario trabajar por su sepultura, de suerte que se crea que su carne ha descansado, pero no ha visto la corrupción (Sal 15,10), y que su muerte corporal llenó nuestra casa de su perfume, para que creamos que encomendó su espíritu en las manos de su Padre, y que su divinidad, extraña a la muerte, no sufrió los sufrimientos de su cuerpo.
33. Comprende cómo el cuerpo del Hijo exhala el perfume: su cuerpo ha sido abandonado, no perdido. Su cuerpo son las enseñanzas de las Escrituras; su cuerpo es la Iglesia. El perfume de su cuerpo somos nosotros; por lo mismo, conviene que honremos su muerte corporal: si ella no tiene necesidad de ornato, lo requieren los pobres. Honraré su cuerpo si predico su mensaje, si puedo descubrir a los gentiles el misterio de la cruz. Le ha honrado el que dijo: Mas nosotros predicamos a Cristo crucificado: para los judíos escándalo; para los gentiles, necedad;más para los mismos que han sido llamados, así judíos como griegos, un Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Co 1, 23-24). La cruz es honrada cuando lo que la ignorancia considera insensato, se estima más sabiamente gracias al Evangelio: de este modo podemos enseñar cómo la fuerza del enemigo ha sido destruida por la cruz del Señor; yo he aplicado el perfume al cuerpo del Señor: lo que se creía muerto, comienza a oler.
34. Que cada uno se dedique a adquirir, con su trabajo y con el esfuerzo de la virtud, un vaso de perfume, no un perfume vulgar o vil, sino un perfume precioso en un vaso de alabastro, un perfume puro. Pues, si recoge las flores de la fe y predica a Jesús crucificado, se derrama el perfume de su fe por toda la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, muerto por el mundo, que descansa en Dios; toda la casa comienza a oler la pasión del Señor; comienza a oler su muerte; comienza a oler su resurrección, de tal forma que todo el que forma parte de este pueblo santo puede decir : Esté lejos de mí gloriarme en otra cosa más que en la cruz de Cristo (Ga 6,14). El olor se expande, se exhala el perfume sobre el cuerpo, si alguien —¡ojalá también yo!— puede decir: El mundo está crucificado para mí (ibíd.). Para el que no ama las riquezas, ni los honores del mundo, ni lo que es suyo, sino lo de Cristo; para el que no ama lo que se ve, sino lo que no se ve; para el que no está apegado a la vida, sino que desea disolverse y estar con Cristo (cf. Flp 1,23), el mundo está crucificado. Esto es tomar la cruz y seguir a Cristo, a fin de que nosotros también muramos y seamos sepultados con El, afin de que podamos exhalar el perfume que esta mujer ha empleado con vistas a su sepultura. No es un perfume de bajo precio, por el cual el nombre de Cristo se ha extendido por todas partes. De aquí este dicho profético: Perfume que se expande es tu nombre (Ct 1,2): expandido, para que la fe exhale más este perfume.
35. Luego, gracias a esta mujer, entendemos lo que dijo el Apóstol: El pecado ha abundado para que sobreabunde la gracia (Rm 5,20). Pues si en esta mujer no hubiera abundado el pecado, tampoco hubiera sobreabundado la gracia; ella ha reconocido su pecado y ha conseguido la gracia. Por eso es necesaria la Ley: por la Ley reconozco mi pecado. Si no hubiese Ley, el pecado estaría oculto; reconociendo mi pecado, pido perdón. Por la Ley, pues, reconozco las clases de pecados, el crimen de mi prevaricación; corro a la penitencia y obtengo la gracia. Luego la Ley procura el bien, puesto que ella lleva a la gracia.
Uso Litúrgico de este texto (Homilías)
por hacerMás Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
Anfiloquio de Iconio
Homilía: Dios no nos pide otra cosa que la conversión.
Homilía sobre la mujer pecadora: PG 61, 745-751 (Liturgia de las Horas).
Un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. ¡Oh gracia inenarrable!, ¡oh inefable bondad! El es médico y cura todas las enfermedades, para ser útil a todos: buenos y malos, ingratos y agradecidos. Por lo cual, invitado ahora por un fariseo, entra en aquella casa hasta el momento repleta de males. Dondequiera que moraba un fariseo, allí había un antro de maldad, una cueva de pecadores, el aposento de la arrogancia. Pero aunque la casa de aquel fariseo reuniese todas estas condiciones, el Señor no desdeñó aceptar la invitación. Y con razón.
Accede prontamente a la invitación del fariseo, y lo hace con delicadeza, sin reprocharle su conducta: en primer lugar, porque quería santificar a los invitados, y también al anfitrión, a su familia y la misma esplendidez de los manjares; en segundo lugar, acepta la invitación del fariseo porque sabía que iba a acudir una meretriz y había de hacer ostensión de su férvido y ardiente anhelo de conversión, para que, deplorando ella sus pecados en presencia de los letrados y los fariseos, le brindara oportunidad de enseñarles a ellos cómo hay que aplacar a Dios con lágrimas por los pecados cometidos.
Y una mujer de la ciudad, una pecadora —dice—, colocándose detrás, junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas. Alabemos, pues, a esta mujer que se ha granjeado el aplauso de todo el mundo. Tocó aquellos pies inmaculados, compartiendo con Juan el cuerpo de Cristo. Aquél, efectivamente, se apoyó sobre el pecho, de donde sacó la doctrina divina; ésta, en cambio, se abrazó a aquellos pies que por nosotros recorrían los caminos de la vida.
Por su parte, Cristo —que no se pronuncia sobre el pecado, pero alaba la penitencia; que no castiga el pasado, sino que sondea el porvenir—, haciendo caso omiso de las maldades pasadas, honra a la mujer, encomia su conversión, justifica sus lágrimas y premia su buen propósito; en cambio, el fariseo, al ver el milagro queda desconcertado y, trabajado por la envidia, se niega a admitir la conversión de aquella mujer: más aún, se desata en improperios contra la que así honraba al Señor, arroja el descrédito contra la dignidad del que era honrado, tachándolo de ignorante: Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que le está tocando.
Jesús, tomando la palabra, se dirige al fariseo enfrascado en tal tipo de murmuraciones: Simón, tengo algo que decirte. ¡Oh gracia inefable!, ¡oh inenarrable bondad! Dios y el hombre dialogan: Cristo plantea un problema y traza una norma de bondad, para vencer la maldad del fariseo. El respondió: Dímelo, maestro. Un prestamista tenía dos deudores. Fíjate en la sabiduría de Dios: ni siquiera nombra a la mujer, para que el fariseo no falsee intencionadamente la respuesta. Uno —dice— le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, les perdonó a los dos. Perdonó a los que no tenían, no a los que no querían: una cosa es no tener y otra muy distinta no querer. Un ejemplo: Dios no nos pide otra cosa que la conversión: por eso quiere que estemos siempre alegres y nos demos prisa en acudir a la penitencia. Ahora bien, si teniendo voluntad de convertirnos, la multitud de nuestros pecados pone de manifiesto lo inadecuado de nuestro arrepentimiento, no porque no queremos sino porque no podemos, entonces nos perdona la deuda. Como no tenían con qué pagar, les perdonó a los dos.
¿Cuál de los dos lo amará más? Simón contestó: —Supongo que aquel a quien le perdonó más. Jesús le dijo: —Has juzgado rectamente. Y volviéndose a la mujer, dijo a Simón: —¿Ves a esta mujer pecadora, a la que tú rechazas y a la que yo acojo? Desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Por eso te digo, sus muchos pecados están perdonados. Porque tú, al recibirme como invitado, no me honraste con un beso, no me perfumaste con ungüento; ésta, en cambio, que impetró el olvido de sus muchos pecados, me ha hecho los honores hasta con sus lágrimas.
Por tanto, todos los aquí presentes, imitad lo que habéis oído y emulad el llanto de esta meretriz. Lavaos el cuerpo no con el agua, sino con las lágrimas; no os vistáis el manto de seda, sino la incontaminada túnica de la continencia, para que consigáis idéntica gloria, dando gracias al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. A él la gloria, el honor y la adoración, con el Padre y el Espíritu Santo ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
San Macario de Egipto, monje
Homilía: Una acogida que salva.
Homilías espirituales 30,9 [obra atribuida a San Macario].
«He entrado en tu casa…» (Lc 7,44).
Acojamos a nuestro Dios y Salvador, el verdadero médico, el único capaz de curar nuestras almas, él que tanto sufrió por nosotros. Llama sin cesar a la puerta de nuestro corazón para que le abramos y le dejemos entrar, para que descanse en nuestras almas, nos lave los pies y los envuelva de perfume y se quede con nosotros. En un lugar del evangelio, Jesús reprende a uno que no le había lavado los pies, y en otro lugar dice: “Mira que estoy llamando a la puerta; si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa…” (Ap 3,20) Por esto ha soportado tantos sufrimientos, ha entregado su cuerpo a la muerte y nos ha rescatado de la esclavitud: para venir a nosotros y morar en nosotros.
Por esto, el Señor dice a los que en el día del juicio estarán a su izquierda, condenados al infierno: “Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me alojasteis; estaba desnudo y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis.” (Mt 25,42-43) Porque su alimento, su bebida, su vestido, su techo, su descanso están en nuestro corazón. De ahí que está llamando sin cesar, queriendo entrar. Acojámosle, pues, e introduzcámosle dentro de nosotros, ya que él es también nuestro alimento, nuestra bebida, nuestra vida eterna.
Y toda persona que no lo acoge ahora en su interior, para que ahí descanse, o mejor dicho, para que ella descanse en él, no heredará el Reino de los cielos con los santos; no podrá entrar en la ciudad celestial. Pero tú, Señor Jesucristo, danos poder entrar para gloria de tu nombre, junto con el Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
Autor anónimo de Siria
Homilía: El amor de Dios más fuerte que cualquier pecado.
Homilías anónimas sobre la pecadora, 1, 4.5.19.26.28.
«Como no tenían con qué pagar los perdonó a los dos» (Lc 7,42).
El amor de Dios, sale al encuentro de los pecadores, es proclamado a nosotros por una mujer pecadora. Pues llamando a ella, es a toda nuestra raza a quien Cristo invita al amor; y en su persona, son todos los pecadores los que atrae a su perdón. El habla a ella sola; pero él convida a su gracia a la creación entera…
¿Qué no será tocado por la misericordia de Cristo, él que, por salvar a una pecadora, acepta la invitación de un fariseo? A causa de ésta hambrienta de perdón, él mismo quiere tener hambre en la mesa de Simón el fariseo, entonces, bajo la apariencia de una mesa de pan, él había preparado a la pecadora una mesa de arrepentimiento…
A fin de que sea así por ti, toma conciencia que tu pecado es grande, pero desesperar de tu perdón cuando tu pecado te parece muy grande, es blasfemar contra Dios y hacerte daño a ti mismo. Pues si él ha prometido perdonar tus pecados sea cual sea su nombre, ¿vas tú a decirle que no puedes creer y declararle: «Mi pecado es muy grande para que tú lo perdones. Tú no puedes curarme de mis males»? Allí, párate y grita con el profeta: “Yo he pecado contra ti, Señor”(Sal 50,6). Inmediatamente te responderá: “Yo he pasado por encima de tu falta, no morirás”. A él la gloria por todos nosotros, en los siglos. Amén.
San Juan Pablo II, papa
Carta encíclica: Convertirse es descubrir la misericordia de Dios.
Carta encíclica «Dives in Misericordia», n. 13.
«Sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados» (Lc 7,47).
Precisamente porque existe el pecado en el mundo, al que «Dios amó tanto que lo dio su Hijo unigénito», (Jn 3,16) Dios que «es amor» (Jn 4,8) no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia. Esta corresponde no sólo con la verdad más profunda de ese amor que es Dios, sino también con la verdad interior del hombre y del mundo que es su patria temporal… Por tanto, la Iglesia profesa y proclama la conversión. La conversión a Dios consiste siempre en descubrir su misericordia, es decir, ese amor que es paciente y benigno (Cfr 1Co 13,4) a medida del Creador y Padre: el amor, al que «Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Cfr 2Co 1,3) es fiel hasta las últimas consecuencias en la historia de la alianza con el hombre: hasta la cruz, hasta la muerte y la resurrección de su Hijo. La conversión a Dios es siempre fruto del «reencuentro» de este Padre, rico en misericordia (Ef 2,4).
El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo «ven» así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a El. Viven pues in statu conversionis; es este estado el que traza la componente más profunda de la peregrinación de todo hombre por la tierra in statu viatoris.
Es evidente que la Iglesia profesa la misericordia de Dios, revelada en Cristo crucificado y resucitado, no sólo con la palabra de sus enseñanzas, sino, por encima de todo, con la más profunda pulsación de la vida de todo el Pueblo de Dios. Mediante este testimonio de vida, la Iglesia cumple la propia misión del Pueblo de Dios, misión que es participación y, en cierto sentido, continuación de la misión mesiánica del mismo Cristo.
Francisco, papa
Catequesis (02-10-2013): No tengas miedo de dejarte amar por Dios.
Audiencia general. Miércoles 2 de octubre de 2013.
«Han sido perdonados sus muchos pecados» (Lc 7,47).
La Iglesia ofrece a todos la posibilidad de recorrer el camino de la santidad, que es el camino del cristiano: nos hace encontrar a Jesucristo en los sacramentos, especialmente en la Confesión y en la Eucaristía; nos comunica la Palabra de Dios, nos hace vivir en la caridad, en el amor de Dios hacia todos. Preguntémonos entonces: ¿nos dejamos santificar? ¿Somos una Iglesia que llama y acoge con los brazos abiertos a los pecadores, que da valentía, esperanza, o somos una Iglesia cerrada en sí misma? ¿Somos una Iglesia en la que se vive el amor de Dios, en la que se presta atención al otro, en la que se reza los unos por los otros?
Una última pregunta: ¿qué puedo hacer yo que me siento débil, frágil, pecador? Dios te dice: no tengas miedo de la santidad, no tengas miedo de apuntar alto, de dejarte amar y purificar por Dios, no tengas miedo de dejarte guiar por el Espíritu Santo. Dejémonos contagiar por la santidad de Dios. Cada cristiano está llamado a la santidad (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 39-42); y la santidad no consiste ante todo en hacer cosas extraordinarias, sino en dejar actuar a Dios. Es el encuentro de nuestra debilidad con la fuerza de su gracia, es tener confianza en su acción lo que nos permite vivir en la caridad, hacer todo con alegría y humildad, para la gloria de Dios y en el servicio al prójimo. Hay una frase célebre del escritor francés Léon Bloy; en los últimos momentos de su vida decía: «Existe una sola tristeza en la vida, la de no ser santos».
San Romano el Melódico
Himno: Rompo con el pasado; renuncio al abismo de mis obras.
Himno 21.
«Una mujer que había en la ciudad, una pecadora…» (Lc 7,37).
Cuando ella [una mujer de la ciudad] ha visto que las palabras de Cristo se propagaban por todas partes como los aromas, la pecadora… se ha puesto a detestar la pestilencia de sus actos…: “No he tenido en cuenta la misericordia con la que Cristo me envuelve, buscándome cuando yo me extraviaba por mi culpa. Porque es a mi a quien busca por todas partes; es por mí que come en casa del fariseo, él que alimenta al mundo entero. Él hace de la mesa un altar del sacrificio en el que él mismo se ofrece devolviendo la deuda a sus deudores para que éstos se acerquen con confianza diciendo: ‘Señor, líbrame del abismo de mis obras.’”
Ávidamente, corre hacia él, desdeñando las migajas, ha cogido el pan; más hambrienta que la Cananea (Mc 7,24s), ha saciado su alma vacía porque su fe era tan grande como su hambre. No es su llamada que la ha rescatado sino su silencio, porque en un sollozo ha dicho: “Señor, líbrame del abismo de mis obras”…
Ella se ha apresurado a ir a la casa del fariseo, precipitándose en la penitencia. “¡Vamos, alma mía, dice, este es el tiempo que pedías! El que purifica está aquí, ¿por qué quedarte en el abismo de tus obras? Me voy a él porque es por mí que ha venido. Dejo mis viejos amigos porque el que ahora está aquí lo deseo apasionadamente; y puesto que él me ama, son para él mi perfume y mis lágrimas… El deseo del deseado me transfigura y yo amo a aquel que me ama como él quiere ser amado. Me arrepiento y me prosterno, es eso lo que él espera; busco el silencio y el retiro, es lo que a él le place. Rompo con el pasado; renuncio al abismo de mis obras.
“Así pues, iré a él para ser iluminada, como dice la Escritura, me acercaré a Cristo y no quedaré avergonzada (Sal 33,6; 1P 2,6). Nada me va a reprochar; no me dirá: ‘Hasta este momento tú estabas en tinieblas y has venido a verme a mi, que soy el sol.’ Por eso tomaré el perfume y haré de la casa del fariseo un baptisterio donde lavaré mis faltas y me purificaré de mi pecado. Con lágrimas de aceite y de perfume, llenaré la pila bautismal en la que me lavaré, en la que me purificaré, y escaparé del abismo de mis obras.”