Lc 5, 12-16 – Curación de un leproso
/ 10 enero, 2019 / Evangelios, San LucasTexto Bíblico
12 Sucedió que, estando él en una de las ciudades, se presentó un hombre lleno de lepra; al ver a Jesús, cayendo sobre su rostro, le suplicó, diciendo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme».13 Y extendiendo la mano, lo tocó diciendo:
«Quiero, queda limpio». Y enseguida la lepra se le quitó.14 Y él le ordenó no comunicarlo a nadie; y le dijo: «Ve, preséntate al sacerdote y ofrece por tu purificación según mandó Moisés, para que les sirva de testimonio».15 Se hablaba de él cada vez más, y acudía mucha gente a oírlo y a que los curara de sus enfermedades.16 Él, por su parte, solía retirarse a despoblado y se entregaba a la oración.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Crisóstomo, obispo
Sobre el Evangelio de san Mateo: Grande es la prudencia y la fe del que se acerca
«Quiero: queda limpio» (Mc 1,41)Homilía 25, 1-2: PG 57, 328-329
Se acercó un leproso, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Grande es la prudencia y la fe del que se acerca. Pues no interrumpe el discurso ni irrumpe en medio de los oyentes, sino que espera el momento oportuno; se le acerca cuando Cristo ha bajado del monte. Y le ruega no superficialmente, sino con gran fervor, postrándose a sus pies, con fe sincera y con una justa opinión de él.
Porque no dijo: «Si se lo pides a Dios», ni: «Si haces oración», sino: Si quieres, puedes limpiarme. Tampoco dijo: «Señor, límpiame»; sino que todo lo deja en sus manos, le hace señor de su curación y le reconoce la plenitud de poder. Mas el Señor, que muchas veces habló de sí humildemente y por debajo de lo que a su gloria corresponde, ¿qué dice aquí para confirmar la opinión de quienes contemplaban admirados su autoridad? Quiero: queda limpio. Aun cuando hubiera el Señor realizado ya tantos y tan estupendos milagros, en ninguna parte hallamos una expresión que se le parezca.
Aquí, en cambio, para confirmar la opinión que de su autoridad tenía tanto el pueblo en su totalidad como el leproso, antepuso este: quiero. Y no es que lo dijera y luego no lo hiciera, sino que la obra secundó inmediatamente a la palabra. Y no se limitó a decir: quiero: queda limpio, sino que añade: Extendió la mano y lo tocó. Lo cual es digno de ulterior consideración. En efecto, ¿por qué si opera la curación con la voluntad y la palabra, añade el contacto de la mano? Pienso que lo hizo únicamente para indicar que él no estaba sometido a la ley, sino por encima de la ley, y que en lo sucesivo todo es limpio para los limpios.
El Señor, en efecto, no vino a curar solamente los cuerpos, sino también para conducir el alma a la filosofía. Y así como en otra parte afirma que en adelante no está ya prohibido comer sin lavarse las manos —sentando aquella óptima ley relativa a la indiferencia de los alimentos—, así actúa también en este lugar enseñándonos que lo importante es cuidar del alma y, sin hacer caso de las purificaciones externas, mantener el alma bien limpia, no temiendo otra lepra que la lepra del alma, es decir, el pecado. Jesús es el primero que toca a un leproso y nadie se lo reprocha.
Y es que aquel tribunal no estaba corrompido ni los espectadores estaban trabajados por la envidia. Por eso, no sólo no lo calumniaron, sino que, maravillados ante semejante milagro, se retiraron adorando su poder invencible, patentizado en sus palabras y en sus obras.
Habiéndole, pues, curado el cuerpo, mandó el Señor al leproso que no lo dijera a nadie, sino que se presentase al sacerdote y ofreciera lo prescrito en la ley. Y no es que lo curase de modo que pudiera subsistir duda alguna sobre su cabal curación: pero lo encargó severamente no decirlo a nadie, para enseñarnos a no buscar la ostentación y la vanagloria. Ciertamente él sabía que el leproso no se iba a callar y que había de hacerse lenguas de su bienhechor; hizo, sin embargo, lo que estaba en su mano.
En otra ocasión, Jesús mandó que no exaltaran su persona, sino que dieran gloria a Dios; en la persona de este leproso quiere exhortarnos el Señor a que seamos humildes y que huyamos la vanagloria; en la persona de aquel otro leproso, por lo contrario, nos exhorta a ser agradecidos y no echar en olvido los beneficios recibidos. Y en cualquier caso, nos enseña a canalizar hacia Dios toda alabanza.
San Gregorio de Agrigento, obispo
Sobre el libro del Qohelet
Dulce es la luz, como dice el Eclesiastés, y es cosa muy buena contemplar con nuestros ojos este sol visible. Sin la luz, en efecto, el mundo se vería privado de su belleza, la vida dejaría de ser tal. Por esto, Moisés, el vidente de Dios, había dicho ya antes: Y vio Dios que la luz era buena. Pero nosotros debemos pensar en aquella magna, verdadera y eterna luz que viniendo a este mundo alumbra a todo hombre, esto es, Cristo, salvador y redentor del mundo, el cual, hecho hombre, compartió hasta lo último la condición humana; acerca del cual dice el salmista: Cantad a Dios, tocad en su honor, alfombrad el camino del que avanza por el desierto; su nombre es el Señor: alegraos en su presencia.
Aplica a la luz el apelativo de dulce, y afirma ser cosa buena el contemplar con los propios ojos el sol de la gloria, es decir, a aquel que en el tiempo dé su vida mortal dijo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Y también: El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo. Así, pues, al hablar de esta luz solar que vemos con nuestros ojos corporales, anunciaba de antemano al Sol de justicia, el cual fue, en verdad, sobremanera dulce para aquellos que tuvieron la dicha de ser instruidos por él y de contemplarlo con sus propios ojos mientras convivía con los hombres, como otro hombre cualquiera, aunque, en realidad, no era un hombre como los demás. En efecto, era también Dios verdadero, y, por esto, hizo que los ciegos vieran, que los cojos caminaran, que los sordos oyeran, limpió a los leprosos, resucitó a los muertos con el solo imperio de su voz.
Pero, también ahora, es cosa dulcísima fijar en él los ojos del espíritu, y contemplar y meditar interiormente su pura y divina hermosura, y así, mediante esta comunión y este consorcio, ser iluminados y embellecidos, ser colmados de dulzura espiritual, ser revestidos de santidad, adquirir la sabiduría y rebosar, finalmente, de una alegría divina que se extiende a todos los días de nuestra vida presente. Esto es lo que insinuaba el sabio Eclesiastés, cuando decía: Si uno vive muchos años, que goce de todos ellos. Porque realmente aquel Sol de justicia es fuente de toda alegría para los que lo miran; refiriéndose a él, dice el salmista: Gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría; y también: Alegraos, justos, en el Señor, que merece la alabanza de los buenos.
San Francisco de Sales, obispo
Sermón (06-12-1620): Combatir la lepra
«Un leproso» (Mc 1m40)Sermón 408-409. 412
domingo 6 de diciembre de 1620
Viene a Él un leproso que, suplicante y de rodillas, le dice: «Si quieres, puedes limpiarme» Mc 1, 40
Hay muchos leprosos en el mundo. Ese mal consiste en cierta languidez y tibieza en el servicio de Dios.
No es que se tenga fiebre ni que sea una enfermedad peligrosa, pero el cuerpo está de tal manera manchado de la lepra que se encuentra débil y flojo.
Quiero decir que no es que se tengan grandes imperfecciones ni se cometan grandes faltas, pero caemos en tantísimas omisiones pequeñas, que el corazón está lánguido y debilitado.
Y lo peor de las desgracias es que en ese estado, a nada que nos digan o hagan, todo nos llega al alma.
Los que tienen esta lepra se parecen a los lagartos, esos animales tan viles y abyectos, los más impotentes y débiles de todos, pero que, a pesar de ello, a poco que se les toque, se vuelven a morder...
Lo mismo hacen los leprosos espirituales; están llenos de muchísimas imperfecciones pequeñas, pero son tan altivos que no admiten ser rozados y a poco que se les reprenda, se irritan y se sienten ofendidos en lo más vivo.
¿Qué remedio hay? Tenemos que agarrarnos fuertemente a la cruz de Nuestro Salvador, meditarla y llevar en nosotros la mortificación. No hay otro camino para ir al cielo; nuestro Señor lo recorrió el primero. Si no os ejercitáis en la mortificación de vosotras mismas, os digo que todo lo demás no vale nada y os quedaréis vacías de todo bien.