Lc 2, 36-40: Profecía de Ana
/ 30 diciembre, 2013 / San LucasTexto Bíblico
36 Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, 37 y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. 38 Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.
39 Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. 40 El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
Beda
36-38. Según el sentido místico, Ana significa la Iglesia, que en la actualidad ha quedado como viuda por la muerte de su esposo. También el número de los años de su viudez representa el tiempo de la peregrinación del cuerpo de la Iglesia lejos del Señor. Siete veces doce hacen ochenta y cuatro; siete expresa la marcha del tiempo que gira en siete días, y doce que pertenecen a la perfección de la doctrina apostólica. Por esto, tanto la Iglesia universal, como cualquier alma fiel, que procure pasar todo el tiempo de la vida según la doctrina de los apóstoles, se puede decir que ha servido al Señor por espacio de ochenta y cuatro años. También concuerda bien con esto el tiempo de siete años, que esta viuda había vivido con su marido. Porque en virtud de un privilegio de la majestad del Señor, que El mismo en carne mortal nos ha explicado, el número de siete años es signo que expresa un número perfecto. También el nombre de Ana se conforma mucho con la Iglesia, porque su nombre significa gracia. Es hija de Fanuel que quiere decir cara de Dios, y desciende de la tribu de Aser, que quiere decir bienaventurado.
39-40. San Lucas omite esto, porque sabía que San Mateo lo había expuesto con mucho detenimiento. A saber, que el Señor, después de todas estas cosas (para evitar que Herodes lo encontrase y lo matase) fue llevado por sus padres a Egipto, y volvió a Galilea del mismo modo después que hubo muerto Herodes, empezando a vivir en su ciudad Nazaret. Los evangelistas suelen omitir así las cosas que ven ya referidas, o que el Espíritu les hizo prever que habían de serlo por otros, de manera que prosiguen su narración, sin que aparezca que omitieron nada. Pero el lector solícito, que examina la escritura de otro evangelista, encuentra lo que ha sido omitido. Omitiendo muchas cosas, San Lucas dice: «Cumplidas todas las cosas», etc.
Debe advertirse la distinta significación de estas palabras, porque Nuestro Señor Jesucristo en cuanto era niño (esto es, en cuanto se hallaba revestido del hábito de la humana fragilidad), debía crecer y fortificarse.
«Porque la plenitud de la Divinidad habitaba corporalmente en El» (Col 2,9). Y la gracia porque a Jesucristo, hombre, le fue concedida la gran gracia de que desde que empezó a ser hombre fuese perfecto y fuese Dios, mucho más si consideramos que era Verbo de Dios y Dios mismo, y no necesitaba fortificarse, ni debía crecer. Todavía siendo niño, tenía la gracia de Dios, para que, como todas las cosas en El eran admirables, lo fuese también su niñez, y se cumpliese así la sabiduría de Dios.
Prosigue: «Iban sus padres todos los años a Jerusalén por la fiesta solemne de la Pascua».
Teofilacto
36-37. Se detiene el evangelista, describiendo la persona de Ana, diciendo quién era su padre, cuál era su tribu, y presentando como testigos a muchos que vieron a su padre y su tribu.
38.«…alababa a Dios». Esto es, daba gracias viendo la salvación del mundo en Israel, y decía de Jesús que era el Redentor, y el mismo Salvador. De aquí prosigue: «Y hablaba de El a todos los que esperaban», etc.
39-40. La ciudad de Belén era como su patria, pero Nazaret era el lugar donde habitaba.
Podía haber nacido Jesús teniendo en cuanto al cuerpo una edad madura. Pero para que esto no pareciese fantástico, creció poco a poco, como dice el texto: «Y el Niño crecía y se fortificaba».
Si cuando era pequeño en edad hubiese demostrado su sabiduría, hubiera parecido prodigioso, por lo cual se manifestaba a sí mismo progresivamente según la edad, para llenar todo el mundo. Y no se dice que se fortificaba en su espíritu en el sentido de que recibía la sabiduría, porque ¿cómo puede decirse que después se perfecciona más lo que desde el principio es perfectísimo? [1] De donde prosigue: «Lleno de sabiduría en verdad».
Notas
[1] «Esta alma humana que el Hijo de Dios asumió está dotada de un verdadero conocimiento humano. Como tal, éste no podía ser de por sí ilimitado: se desenvolvía en las condiciones históricas de su existencia en el espacio y en el tiempo. Por eso el Hijo de Dios, al hacerse hombre, quiso progresar «en sabiduría, en estatura y en gracia» (Lc 2,52) e igualmente adquirir aquello que en la condición humana se adquiere de manera experimental (ver Mc 6,38; 8,27; Jn 11,34). Eso… correspondía a la realidad de su anonadamiento voluntario en «la condición de esclavo» (Flp 2,7)» (Catecismo de la Iglesia Católica, 472.)
San Ambrosio
36-37. Había profetizado Simeón, había profetizado una que era casada, y había profetizado una Virgen. Debió también profetizar una viuda para que no faltase ningún sexo ni condición. Y por ello dice: «Vivía entonces una profetisa llamada Ana», etc.
Ana, tanto por sus virtudes de viuda, cuanto por sus costumbres, está representada como digna de anunciar al Redentor del mundo, por lo que continúa: «Que era ya de edad muy avanzada, y había vivido desde su virginidad, siete años con su marido y siendo viuda hasta los ochenta y cuatro años».
San Agustín, de consensu evangelistarum, 2, 9-10
39-40. Acaso llama la atención que dijo San Mateo que los padres del Niño se fueron con El a Galilea, principalmente porque Nazaret de Galilea era su patria, como dice aquí San Lucas. Pero debe entenderse que cuando el ángel dijo en sueños a José en Egipto: «Levántate, toma al Niño y a su Madre, y marcha a la tierra de Israel» (Mt 2,20), San José comprendió que se le había mandado marchar a Judea (porque es por excelencia la tierra de Israel). Mas como en seguida supo que reinaba allí Arquelao, hijo de Herodes, no quiso exponerse a aquel peligro, pudiendo considerar que era lo mismo Israel que Galilea, en donde moraba el pueblo de Israel.
Griego, in Cat. graec. Patrum
39-40. O de otro modo, refiere San Lucas aquí el tiempo que pasó antes de ir a Egipto, porque José no hubiese llevado a María antes de que hubiera sido purificada. Antes que fuesen a Egipto no habían recibido orden de marchar a Nazaret, sino que deseando voluntariamente volver a su patria, hacia ella se encaminaron. No fueron, pues, a Belén sino con motivo del empadronamiento. Pero una vez cumplido este deber, por cuya causa habían ido allí, se fueron a Nazaret.
San Cirilo
39-40. Pero une el aumento del cuerpo al incremento de la sabiduría con toda oportunidad, cuando dice: «Y se fortificaba», esto es, en espíritu, porque según la edad del cuerpo, manifestaba la naturaleza divina su propia sabiduría.
San Juan Crisóstomo, Orat. 2, contra Judaeos
39-40. Mandaba la ley observar no sólo el tiempo, sino también el lugar en las solemnidades de los hebreos, y por tanto los padres de Jesús no querían celebrar la Pascua fuera de Jerusalén.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Pedro Crisólogo
Sermón: Dios escogió un medio para hacerse visible.
Sermón 147, sobre el misterio de la Encarnación
Por fin Ana ve a Dios en su Templo
¿Cómo es posible que a ese Dios que el mundo no puede estrechar, el hombre, con su mirada tan limitada, lo pueda circunscribir? El amor no se preocupa por saber si una cosa es segura, conveniente o posible: el amor… ignora la medida. No se consuela bajo pretexto de que es imposible; la dificultad no lo echa atrás… El amor no puede dejar de ver lo que ama… ¿Cómo creerse amado de Dios sin contemplarlo? Así, el amor que desea ver a Dios, aunque no sea razonable, es inspirado por la intuición del corazón. Por eso Moisés se atrevió a decir: «Si he encontrado gracia ante tus ojos, muéstrame tu rostro» (Ex 33, 13s), y el salmista: «Que tu rostro brille sobre mi» (cf 79,4)…
Conociendo Dios el deseo de los hombres de verle, escogió un medio para hacerse visible el cual, al mismo tiempo que era un beneficio para los habitantes de la tierra, no fuera una degradación para el cielo. La criatura que él mismo había hecho semejante a él para habitar la tierra ¿podía pasar en el cielo por poco honorable? «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» había dicho Dios (Gn 1,26)… Si Dios hubiera tomado en el cielo la forma de un ángel, hubiera permanecido del todo invisible; si, por el contrario, se hubiera encarnado en la tierra en una naturaleza inferior a la del hombre, hubiera sido una injuria a la divinidad y el hombre hubiera quedado rebajado en lugar de ser elevado. Que nadie, pues, hermanos muy amados, considere ser una injuria a Dios el hecho de haya venido a los hombres a través de un hombre, y haya encontrado este medio para ser visto por nosotros.
San Bernardo, abad
Homilía: La señal de Dios.
Homilía sobre el Cantar de los Cantares, 2, 8
«Hablaba del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén» (Lc 2,38).
Oh tronco de Jesé, tú que eres una señal para todos los pueblos «cuántos reyes y profetas han deseado verte y no te han visto». ¡Dichoso el que en su vejez ha sido colmado con el don divino de verte! Tembló en deseos de ver la señal; «la vio y se regocijó». Habiendo recibido el beso de paz, dejó este mundo con la paz en el corazón, pero no sin antes haber proclamado que Jesús había nacido para ser una señal de contradicción. Y se cumplió así: justo acabado de nacer, fue contradicha la señal de paz –pero por aquellos que tienen el odio por paz. Porque él es «la paz para los hombres que ama el Señor», pero para los malintencionados es «piedra de tropiezo». El mismo Herodes «se turbó y toda Jerusalén con él». El Señor vino a él «pero los suyos no le recibieron». ¡Dichosos los pobres pastores que, velando de noche, han sido dignos de ver la señal!
Ya en aquel tiempo, se escondía a los pretendidos sabios y prudentes, pero se revelaba a los humildes. El ángel dijo a los pastores: «He aquí una señal para vosotros». Es para vosotros, los humildes y obedientes, para vosotros que no alardeáis de orgullosa ciencia sino que veláis «día y noche meditando la ley del Señor». ¡Ésta es vuestra señal! La que prometían los ángeles, la que reclamaban los pueblos, la que habían predicho los profetas… ahora Dios la ha cumplido y os la muestra…
Ésta es vuestra señal, pero ¿señal de qué? De perdón, de gracia, de paz, de una «paz que no tendrá fin». «Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». Pero Dios está en él reconciliando al mundo consigo…. Es el beso de Dios, el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, viviendo y reinando por los siglos.
San Juan Pablo II, papa
Homilía (02-02-2000): Espera colmada.
En el Jubileo de la Vida Consagrada, 2 de febrero del 2000.
Simeón y Ana representan la espera de todo Israel. Se les concede la gracia de encontrarse con Aquel a quien los profetas habían anunciado desde hacía siglos. Los dos ancianos, iluminados por el Espíritu Santo, reconocen al Mesías esperado en el niño que María y José, para cumplir lo que prescribía la ley del Señor, llevaron al templo.
Las palabras de Simeón tienen un acento profético: el anciano mira al pasado y anuncia el futuro. Dice: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos, luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel» (Lc 2,29-32). Simeón expresa el cumplimiento de la espera, que constituía la razón de su vida. Lo mismo sucede con la profetisa Ana, que se llena de gozo a la vista del Niño y habla de él «a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (Lc 2,38).
El evangelista dice de la profetisa Ana que «no se apartaba nunca del templo» (Lc 2,37). La primera vocación de quien opta por seguir a Jesús con corazón indiviso consiste en «estar con él» (Mc 3,14), vivir en comunión con él, escuchando su palabra en la alabanza constante de Dios (cf. Lc Lc 2,38). En este momento, pienso en la oración, especialmente la litúrgica, que se eleva desde tantos monasterios y comunidades de vida consagrada esparcidos por toda la tierra. Queridos hermanos y hermanas, haced que resuene en la Iglesia vuestra alabanza con humildad y constancia; así, el canto de vuestra vida tendrá un eco profundo en el corazón del mundo.
La gozosa experiencia del encuentro con Jesús, el júbilo y la alabanza que brotan del corazón no pueden quedar escondidos.
Homilía (02-02-1997): Encuentro
2 de febrero del 1997.
[…] 3. El segundo elemento característico de la celebración de hoy es la realidad del encuentro. Aunque nadie está esperando la llegada de José y María con el niño Jesús, que acuden entre la gente, en el templo de Jerusalén sucede algo muy singular. Allí se encuentran algunas personas guiadas por el Espíritu Santo: el anciano Simeón, de quien san Lucas escribe: «Hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor» (Lc 2,25-26), y la profetisa Ana, que «de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones» (Lc 2,36-37). El evangelista prosigue: «Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén» (Lc 2,38).
Simeón y Ana: un hombre y una mujer, representantes de la antigua alianza que, en cierto sentido, habían vivido toda su vida con vistas al momento en que el Mesías esperado visitaría el templo de Jerusalén. Simeón y Ana comprenden que finalmente ha llegado el momento y, confortados por ese encuentro, pueden afrontar con paz en el corazón la última parte de su vida: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2,29-30).
En este encuentro discreto las palabras y los gestos expresan eficazmente la realidad del acontecimiento que se está realizando. La llegada del Mesías no ha pasado desapercibida. Ha sido reconocida por la mirada penetrante de la fe, que el anciano Simeón manifiesta en sus conmovedoras palabras.
San Cipriano de Cartago, obispo y mártir
Tratado: Que la pereza no te prive de orar.
Sobre el Padrenuestro; PL 4, 544.
«Sirviendo a Dios día y noche» (Lc 2,37).
En las Escrituras, el verdadero sol y el verdadero día, es Cristo; por eso los cristianos no excluyen ninguna hora, y hay que adorar a Dios sin cesar y siempre. Puesto que estamos en Cristo, es decir, en la luz verdadera, estemos en oración y no dejemos de suplicar a lo largo de todo el día. Y cuando, siguiendo el curso el tiempo, la noche llega después del día, no hay nada, ni las mismas tinieblas nocturnas, que nos puede impedir de orar: para los hijos de la luz (1Ts 5,5), incluso durante la noche es de día. ¿Cuándo, pues, está sin luz aquel que tiene la luz en su corazón? ¡Cuándo falta el sol, cuándo, pues, no es día para aquel que Cristo es Sol y Día?
Durante la noche, pues, no dejemos de orar. Es así como Ana, la viuda, obtuvo el favor de Dios perseverando en la oración y en las vigilias, tal como está escrito en el Evangelio: «No se alejaba nunca del Templo, sirviendo día y noche con ayunos y la oración»… Que la pereza y la desidia no nos priven de orar. Por la misericordia de Dios, hemos sido recreados en el Espíritu y hemos renacido. Imitemos pues, eso que seremos. Debemos ser habitantes de un reino donde no habrá más noche, donde brillará el día sin ocaso, velemos ahora, durante la noche como si fuera pleno día. Llamados a orar y a dar gracias sin fin al Dios del cielo, comencemos ya aquí a orar sin cesar y a darle gracias.
Adán de Perseigne, abad cisterciense
Sermón: Pasar de la carne al Espíritu.
Sermón 4 para Navidad.
«Los padres de Jesús le llevaron al Templo para presentarlo» (Lc ,).
Que la carne se acerque al Verbo hecho carne hoy, para comprender cuales son sus propios límites y en ella aprender, poco a poco, a pasar de la carne al Espíritu. Que nos acerquemos, pues, hoy a Él porque un nuevo sol brilla más de lo ordinario. Hasta aquí encerrado en Belén en la estrechez de un pesebre y conocido sólo por un número reducido de personas, hoy va Jerusalén, al Templo del Señor; allí es presentado ante más de una persona. Hasta ahí, tú, Belén, te has regocijado tu sola de la luz que se nos ha dado para todos; orgullosa de un privilegio, de una novedad inaudita, podías rivalizar con el mismo Oriente por tu luz. Más aún, cosa increíble de decir, en ti había, en un pesebre más luz que toda la que el sol de este mundo puede difundir cuando se levanta… Pero hoy, el sol se lanza para iluminar al mundo entero. Hoy, el Señor del Templo se ofrece en el Templo de Jerusalén.
¡Qué dichosos son los que, en la soledad de un corazón pacífico se ofrecen a Dios como Cristo se ofreció como una paloma! Éstos están maduros para celebrar con María el misterio de la purificación… No es la Madre de Dios, que jamás consintió al pecado la que ha sido purificada en este día. Es el hombre ensuciado por el pecado que hoy ha sido purificado por su alumbramiento y su ofrenda voluntaria… Es nuestra purificación la que hemos obtenido por María… Si abrazamos con fe al fruto de sus entrañas, si nos ofrecemos con Él en el Templo, es el misterio que celebramos el que nos purificará.
Benedicto XVI, papa
Homilía (02-02-2006): Quien espera, ve.
Ana es «profetisa», mujer sabia y piadosa, que interpreta el sentido profundo de los acontecimientos históricos y del mensaje de Dios encerrado en ellos. Por eso puede «alabar a Dios» y hablar «del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén» (Lc 2,38). Su larga viudez, dedicada al culto en el templo, su fidelidad a los ayunos semanales y su participación en la espera de todos los que anhelaban el rescate de Israel concluyen en el encuentro con el niño Jesús.