Lc 1, 1-4; 4, 14-21: Comienzo de la predicación en Nazaret
/ 11 enero, 2016 / San LucasHomilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
Orígenes, presbítero
Homilía: Hoy, en esta reunión, habla el Señor
Sobre el evangelio de san Lucas, Homilía 32, 2-6: SC 87, 386-392 (Liturgia de las Horas).
«Esta Escritura se cumple hoy» (Lc 4,21).
Jesús volvió a Galilea, con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan.
Cuando lees: Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan, cuida de no juzgarlos dichosos únicamente a ellos, creyéndote privado de doctrina. Porque si es verdad lo que está escrito, el Señor no hablaba sólo entonces en las sinagogas de los judíos, sino que hoy, en esta reunión, habla el Señor. Y no sólo en ésta, sino también en cualquiera otra asamblea y en toda la tierra enseña Jesús, buscando los instrumentos adecuados para transmitir su enseñanza. ¡Orad para que también a mí me encuentre dispuesto y apto para ensalzarlo!
Después fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido». No fue mera casualidad, sino providencia de Dios, el que, desenrollando el libro, diera con el capítulo de Isaías que hablaba proféticamente de él. Pues si, como está escrito, ni un solo gorrión cae en el lazo sin que lo disponga vuestro Padre y si los cabellos de la cabeza de los apóstoles están todos contados, posiblemente tampoco el hecho de que diera precisamente con el libro del profeta Isaías y concretamente no con otro pasaje, sino con éste, que subraya el misterio de Cristo: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido —no olvidemos que es el mismo Cristo quien proclama este texto—, hay que pensar que no sucedió porque sí o fue producto del juego de la casualidad, sino que ocurrió de acuerdo con la economía y la providencia divina.
Terminada la lectura, Jesús, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. También ahora, en esta sinagoga, en esta asamblea, podéis —si así lo deseáis— fijar los ojos en el Salvador. Desde el momento mismo en que tú dirijas la más profunda mirada de tu corazón a la Sabiduría, a la Verdad y al Unigénito de Dios, para sumergirte en su contemplación, tus ojos están fijos en Jesús. ¡Dichosa la asamblea, de la que la Escritura atestigua que los ojos de todos estaban fijos en él! ¡Qué no daría yo porque esta asamblea mereciera semejante testimonio, de modo que los ojos de todos: catecúmenos y fieles, hombres, mujeres y niños, tuvieran en Jesús fijos los ojos! Y no los ojos del cuerpo, sino los del alma. En efecto, cuando vuestros ojos estuvieren fijos en él, su luz y su mirada harán más luminosos vuestros rostros, y podréis decir: «La luz de tu rostro nos ha marcado, Señor». A él corresponde la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
San Ambrosio de Milán, obispo y doctor de la Iglesia
Comentario:
Comentario al salmo 1, 33: CSEL 64, 28-30.
«Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír» (Lc ,).
Sacia tu sed en el Antiguo Testamento para, seguidamente, beber del Nuevo. Si tú no bebes del primero, no podrás beber del segundo. Bebe del primero para atenuar tu sed, del segundo para saciarla completamente… Bebe de la copa del Antiguo Testamento y del Nuevo, porque en los dos es a Cristo a quien bebes. Bebe a Cristo, porque es la vid (Jn 15,1), es la roca que hace brotar el agua (1Co, 10,3), es la fuente de la vida (Sal 36,10). Bebe a Cristo porque él es “el correr de las acequias que alegra la ciudad de Dios” (Sal 45,5), él es la paz (Ef 2,14) y “de su seno nacen los ríos de agua viva” (Jn 7,38). Bebe a Cristo para beber de la sangre de tu redención y del Verbo de Dios. El Antiguo Testamento es su palabra, el Nuevo lo es también. Se bebe la Santa Escritura y se la come; entonces, en las venas del espíritu y en la vida del alma desciende el Verbo eterno. “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra de Dios” (Dt 8,3; Mt 4,4). Bebe, pues de este Verbo, pero en el orden conveniente. Bebe primero del Antiguo Testamento, y después, sin tardar, del Nuevo.
Dice él mismo, como si tuviera prisa: “Pueblo que camina en las tinieblas, mira esta gran luz; tú, que habitas en un país de muerte, sobre ti se levanta una luz” (Is 9,1 LXX). Bebe, pues, y no esperes más y una gran luz te iluminará; no la luz normal de cada día, del sol o de la luna, sino esta luz que rechaza la sombra de la muerte.
Hugo de San Víctor
Tratado:
Tratado sobre los Sacramentos de la fe cristiana, II, 1-2: PL 176, 415.
«Con la fuerza del Espíritu» (Lc ,).
La santa Iglesia es el cuerpo de Cristo: un mismo Espíritu la vivifica, la unifica en la fe y la santifica. Los miembros de este cuerpo son los creyentes, los cuales, todos juntos forman un solo cuerpo gracias a un solo Espíritu y a una sola fe… Así pues, lo que cada uno posee como propio no es sólo para él; porque el que tan generosamente nos concede estos bienes y con tanta sabiduría los reparte quiere que cada cosa sea de todos y todas de cada uno. El que tiene la dicha de recibir un don de la gracia de Dios debe saber que no le pertenece a él solo aunque sólo él lo tenga.
Es por analogía con el cuerpo humano que a la Iglesia, es decir, al conjunto de los creyentes, se la llama cuerpo de Cristo, porque ha recibido el Espíritu de Cristo, cuya presencia en un hombre se indica con el nombre de «cristiano» que Cristo le confiere. En efecto, este nombre designa a los miembros de Cristo, a los que participan del Espíritu de Cristo, a los que reciben la unción de aquel que es el ungido, porque el nombre de cristiano le viene de Cristo, y «Cristo» quiere decir «ungido»; ungido con este aceite de júbilo, que, preferido entre todos sus compañeros (Sal 44,8), recibe en plenitud para compartirlo contados ellos, igual que la cabeza con los miembros del cuerpo. «Es como el aceite que, derramado sobre la cabeza, va bajando por la barba, hasta la franja de su ornamento» (Sal 132,2) para que llegue a todas parte y lo vivifique todo. Cuando aceptas ser cristiano, te conviertes en miembro de Cristo, miembro del cuerpo de Cristo, partícipe del Espíritu de Cristo.