Jn 21, 1-19: Aparición a orillas del lago de Tiberíades
/ 11 junio, 2013 / San JuanTexto Bíblico
1 Después de esto Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: 2 Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo; Natanael, el de Caná de Galilea; los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. 3 Simón Pedro les dice: «Me voy a pescar». Ellos contestan: «Vamos también nosotros contigo». Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. 4 Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. 5 Jesús les dice: «Muchachos, ¿tenéis pescado?». Ellos contestaron: «No». 6 Él les dice: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. 7 Y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro: «Es el Señor». Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. 8 Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos doscientos codos, remolcando la red con los peces. 9 Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. 10 Jesús les dice: «Traed de los peces que acabáis de coger». 11 Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.
12 Jesús les dice: «Vamos, almorzad». Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. 13 Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado.
14 Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos después de resucitar de entre los muertos.
15 Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». Él le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero».
Jesús le dice: «Apacienta mis corderos». 16 Por segunda vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Él le contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Él le dice: «Pastorea mis ovejas». 17 Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: «¿Me quieres?» y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis ovejas. 18 En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras». 19 Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Sermón: No tenían nada, aún no tenían a Cristo
«Niños, ¿tenéis algo que comer?» (Jn 21,5)78: PL 52, 420
PL
Después de su Pasión donde la confusión invadió a la tierra, impresionado el cielo, sorprendido los siglos, desolado el infierno, el Señor viene a la orilla del mar y ve a sus seguidores vagando en la noche, en las olas oscuras. El sol se ha ido, ni el resplandor de la luna ni las estrellas podrán calmar la angustia de esta noche ...Al amanecer, dice el Evangelio, "Jesús se apareció en la orilla, pero los discípulos no sabían que era Jesús". Toda la creación ha escapado a la indignación infligida a su Creador ... La tierra ve desmoronarse sus cimientos y tiembla, el sol desaparece para no ver y el día se retira para no estar allí; las piedras, a pesar de su dureza, se resquebrajan... El infierno ve penetrar en su seno al mismo Juez; derrotado, deja a sus cautivos en un grito de dolor (Mt 27,45-52)...
El mundo entero fue arrojado a la confusión y no duda que la muerte del Creador le ha hundido en el abismo y en el caos (Gen 1.2). Pero de repente, a la luz de su resurrección, el Señor trae el día y devuelve al mundo su rostro familiar.
Resucita con Él y en su gloria a todos aquellos que ha visto tristemente abatidos..."Cuando amaneció, Jesús apareció en la orilla". En primer lugar para llevar a su Iglesia... a la firmeza de la fe. Encontró a sus discípulos faltos de fe, desposeídos de la fuerza del hombre... Estaba Pedro, quien le negó, Tomás que dudó, Juan que huyó; Por eso no les habla como a valientes soldados sino como a niños asustados...: "Niños, ¿tenéis algo que comer?". Así su humanidad les devuelve a la gracia, el pan a la confianza, el alimento a la fe. Ellos no creían en efecto que había resucitado con su cuerpo a no ser que le vieran sometido a las necesidades de la vida y la comida. Esto es por lo que uno que es la abundancia de todos los bienes pide alimentarse. Come pan porque tiene hambre, no de alimentos, sino del amor de los suyos:"Niños, ¿tenéis algo que comer?"."Ellos le responden: no". ¿Qué poseían, ellos que no tenían a Cristo —aunque esté entre ellos— y no vean todavía al Señor aunque se apareció delante?. "Les dijo: Tirad la red a la derecha de la barca y encontrareis".
"El discípulo que Jesús amaba le dijo a Pedro: ¡Es el Señor!" Aquel que es amado será el primero en ver; el amor provee una visión más aguda de todas las cosas; aquel que ama siempre sentirá de modo más vivaz... ¿Qué dificultad convierte el espíritu de Pedro en un espíritu tardo, y le impide ser el primero en reconocer a Jesús, como antes lo había hecho? ¿Dónde está ese singular testimonio que le hacía gritar: "Tú eres Cristo, el hijo de Dios vivo"? (Mt 16,16) ¿Dónde está? Pedro estaba en casa de Caifás, el gran sacerdote, donde había escuchado sin pena el cuchicheo de una sirvienta, pero tardó en reconocer a su Señor.
"Cuando él escucho que era el Señor, se puso su túnica, porque no tenía nada puesto". ¡Lo cual es muy extraño, hermanos!... Pedro entra sin vestimenta a la barca, ¡y se lanza completamente vestido al mar!... El culpable siempre mira hacia otro lado para ocultarse. De ese modo, como Adán, hoy Pedro desea cubrir su desnudez por su fallo; ambos, antes de pecar, no estaban vestidos más que con una desnudez santa. "Él se pone su túnica y se lanza al mar". Esperaba que el mar lavara esa sórdida vestimenta que era la traición. Él se lanzó al mar porque quería ser el primero en regresar; él, a quien las más grandes responsabilidades habían sido confiadas (Mt 16,18s). Se ciñó su túnica porque debía ceñirse al combate del martirio, según las palabras del Señor: "Alguien más te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras" (Jn 21,18)...
Los otros vinieron con la barca, arrastrando su red llena de pescado. Con gran esfuerzo entre ellos llevan una Iglesia que fue arrojada a los vientos del mundo. La misma Iglesia que estos hombres llevan en la red del Evangelio con dirección a la luz del cielo, y a la que arrancaron de los abismos para conducirla más cerca del Señor.
Ut Unum Sint: Un ministerio de misericordia nacido de un acto de misericordia
«Apacienta mis ovejas» (cf. Jn 21,15-19)nn. 90-93
El Obispo de Roma es el Obispo de la Iglesia que conserva el testimonio del martirio de Pedro y de Pablo: «Por un misterioso designio de la Providencia, termina en Roma su camino en el seguimiento de Jesús y en Roma da esta prueba máxima de amor y de fidelidad. También en Roma Pablo, el Apóstol de las Gentes, da el testimonio supremo. La Iglesia de Roma se convertía así en la Iglesia de Pedro y de Pablo».
En el Nuevo Testamento Pedro tiene un puesto peculiar. En la primera parte de los Hechos de los Apóstoles, aparece como cabeza y portavoz del colegio apostólico, designado como «Pedro... con los Once» (2, 14; cf. también 2, 37; 5, 29). El lugar que tiene Pedro se fundamenta en las palabras mismas de Cristo, tal y como vienen recordadas por las tradiciones evangélicas.
El Evangelio de Mateo describe y precisa la misión pastoral de Pedro en la Iglesia: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (16, 17-19). Lucas señala cómo Cristo recomienda a Pedro que confirme a sus hermanos, pero al mismo tiempo le muestra su debilidad humana y su necesidad de conversión (cf. Lc 22, 31-32). Es precisamente como si, desde la debilidad humana de Pedro, se manifestara de un modo pleno que su ministerio particular en la Iglesia procede totalmente de la gracia; es como si el Maestro se dedicara de un modo especial a su conversión para prepararlo a la misión que se dispone a confiarle en la Iglesia y fuera muy exigente con él. Las misma función de Pedro, ligada siempre a una afirmación realista de su debilidad, se encuentra en el cuarto Evangelio: «Simón de Juan, ¿me amas más que éstos? Apacienta mis ovejas» (cf. Jn 21, 15-19). Es significativo además que según la Primera Carta de Pablo a los Corintios, Cristo resucitado se aparezca a Cefas y luego a los Doce (cf. 15, 5).
Es importante notar cómo la debilidad de Pedro y de Pablo manifiesta que la Iglesia se fundamenta sobre la potencia infinita de la gracia (cf. Mt 16, 17; 2 Cor 12, 7-10). Pedro, poco después de su investidura, es reprendido con severidad por Cristo que le dice: « ¡Escándalo eres par mí! » (Mt 16, 23). ¿Cómo no ver en la misericordia que Pedro necesita una relación con el ministerio de aquella misericordia que él experimenta primero? Igualmente, renegará tres veces de Jesús. El Evangelio de Juan señala además que Pedro recibe el encargo de apacentar el rebaño en una triple profesión de amor (cf. 21, 15-17) que se corresponde con su triple traición (cf. 13, 38). Por su parte Lucas, en la palabra de Cristo que ya he citado, a la cual unirá la primera tradición en un intento por describir la misión de Pedro, insiste en el hecho de que deberá «confirmar a sus hermanos cuando haya vuelto» (cf. Lc 22, 32).
En cuanto a Pablo, puede concluir la descripción de su ministerio con la desconcertante afirmación que ha recibido de los labios del Señor: « Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza » y puede pues exclamar: « Cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte » (2 Cor 12, 9-10). Esta es una característica fundamental de la experiencia cristiana.
Heredero de la misión de Pedro, en la Iglesia fecundada por la sangre de los príncipes de los Apóstoles, el Obispo de Roma ejerce un ministerio que tiene su origen en la multiforme misericordia de Dios, que convierte los corazones e infunde la fuerza de la gracia allí donde el discípulo prueba el sabor amargo de su debilidad y de su miseria. La autoridad propia de este ministerio está toda ella al servicio del designio misericordioso de Dios y debe ser siempre considerada en este sentido. Su poder se explica así.
Refiriéndose a la triple profesión de amor de Pedro, que corresponde a la triple traición, su sucesor sabe que debe ser signo de misericordia. El suyo es un ministerio de misericordia nacido de un acto de misericordia de Cristo. Toda esta lección del Evangelio ha de ser releída continuamente, para que el ejercicio del ministerio petrino no pierda su autenticidad y trasparencia.
La Iglesia de Dios está llamada por Cristo a manifestar a un mundo esclavo de sus culpabilidades y de sus torcidos propósitos que, a pesar de todo, Dios puede, en su misericordia, convertir los corazones a la unidad, haciéndoles acceder a su comunión.
Homilía (30-05-1980): Una pregunta fundamental para Pedro y para nosotros
«Señor, tú sabes que te amo» (Jn 21, 15)Visita Pastoral a París y Lisieux. Misa celebrada en la Catedral de Notre Dame, París
1. ¿Tú amas?
Pregunta fundamental, pregunta corriente. Es la pregunta que abre el corazón y que da sentido a la vida. Es la pregunta que decide sobre la verdadera dimensión del hombre. En ella debe expresarse el hombre por entero y debe también en ella superarse a sí mismo.
¿Me amas?
Esta pregunta ha sido planteada hace un instante en este lugar. Es un lugar histórico, un lugar sagrado. Aquí encontramos el genio de Francia, el genio que quedó expresado en la arquitectura de este templo hace ocho siglos y que sigue siempre aquí, para testimonio del hombre. El hombre, en efecto, a través de todas las fórmulas con las que trata de definirse a sí mismo, no puede olvidar que es, también él, un templo: el templo donde habita el Espíritu Santo. Por este motivo, el hombre ha erigido este templo, que da testimonio de él desde hace ocho siglos: Notre Dame.
Aquí, en este lugar, en el transcurso de nuestro primer encuentro, hay que plantear esta pregunta: "¿Me amas?". Pero debe también plantearse en todas partes y siempre. Es una pregunta que hace Dios al hombre. Y el hombre debe hacérsela continuamente a sí mismo.
2. Esa pregunta fue hecha por Cristo a Pedro. Cristo le preguntó tres vences, y tres veces respondió Pedro. "Simón, hijo de Juan, ¿me amas...? Sí, Señor, tú sabes que te amo" (Jn 21, 15-17).
Y Pedro emprendió desde entonces, con esa pregunta y esa respuesta, el camino que había de seguir hasta el fin de su vida. Ante todo, debía poner en práctica el admirable diálogo que acababa de producirse también tres veces: "Apacienta mis corderos", "apacienta mis ovejas... Sé el pastor de este rebaño, del que yo soy la puerta y el Buen Pastor" (cf. Jn 10, 7).
Para siempre, hasta el fin de su vida, Pedro debía avanzar por ese camino, acompañado de esa triple pregunta: "¿Me amas?". Y conformaría todas sus actividades a la respuesta que entonces había dado. Cuando fue convocado ante el Sanedrín. Cuando fue encerrado en la prisión de Jerusalén, prisión de la que no debía salir... y de la que, sin embargo, salió. Y cuando marchó de Jerusalén hacia el norte, a Antioquía, y luego más lejos aún, de Antioquía a Roma. Y cuando en Roma perseveró hasta el fin de sus días, conoció la fuerza de las palabras según las cuales otro le conduciría a donde no quería ir... (cf. Jn 21, 18).
Sabía también que, gracias a la fuerza de esas palabras, la Iglesia perseveraba "en oír la enseñanza de los Apóstoles y en la unión, en la fracción del pan y en la oración..." y que "cada día el Señor iba incorporando a los que habían de ser salvos" (Act 2, 42. 47).
Así sucedió en Jerusalén. Y luego en Antioquía. Y luego en Roma. Y sucesivamente también aquí, al Oeste y al Norte de los Alpes: en Marsella, Lión, París.
3. Pedro jamás puede olvidar esta pregunta: "¿Me amas?". La lleva consigo adondequiera que va. La lleva a través de los siglos, a través de las generaciones. En medio de los nuevos pueblos y de las nuevas naciones. En medio de lenguas y de razas siempre nuevas. La lleva él solo y, sin embargo, no está solo. Otros la llevan también con él: Pablo, Juan, Santiago, Andrés, Ireneo de Lión, Benito de Nursia, Martín de Tours, Bernardo de Claraval, el Poverello de Asís, Juana de Arco, Francisco de Sales, Juana Francisca de Chantal, Vicente de Paúl, Juan María Vianney, Teresa de Lisieux.
En esta tierra que tengo hoy la suerte de visitar, aquí en esta ciudad, ha habido y hay muchos hombres y mujeres que han sabido y saben todavía que toda su vida tiene valor y sentido sólo y exclusivamente en la medida en que es una respuesta a esta misma pregunta: ¿Amas? ¿Me amas? Ellos dieron y dan su respuesta de modo total y perfecto —una respuesta heroica— o también de manera común, ordinaria. Pero en todo caso, saben que su vida, que la vida humana en general, tiene valor y sentido en la medida en que es la respuesta a esa pregunta: ¿Tú amas? Solamente gracias a esa pregunta la vida vale la pena de ser vivida.
Yo vengo aquí siguiendo sus huellas. Visito su patria terrena. Recomiendo a su intercesión Francia y París, la Iglesia y el mundo. La respuesta que han dado a esa. pregunta "¿Tú amas?", tiene una significación universal, un valor perdurable. Construye en la historia de la humanidad, el mundo del bien. Sólo el amor construye dicho mundo. Lo construye con trabajo. Debe luchar para darle forma; debe luchar contra las fuerzas del mal, del pecado, del odio, contra la codicia de la carne, contra la codicia de los ojos y contra la soberbia de la vida (cf. Jn 2, 16).
Esta lucha es incesante. Es también antigua como la historia del hombre. En nuestro tiempo, esta lucha para dar forma a nuestro mundo parece ser más grande que nunca. Y más de una vez nos preguntamos, temblando, si el odio no triunfará sobre el amor, la guerra sobre la paz, la destrucción sobre la construcción.
¡Qué elocuencia tan extraordinaria la de esta pregunta de Cristo: "¿Me amas?"! Es fundamental para cada uno y para todos. Es fundamental para el individuo y para la sociedad, para la nación y para el Estado. Es fundamental para París y para Francia: "¿Tú amas?".
4. Cristo es la piedra angular de esta construcción. Es la piedra angular de esta forma que el mundo, nuestro mundo humano, puede tomar gracias al amor.
Pedro lo sabía; él, a quien Cristo preguntó tres veces "¿Me amas?". Pedro lo sabía; él, que a la hora de la prueba negó tres veces a su Maestro.. Y su voz temblaba cuando respondió: "Señor, tú sabes que te amo" (Jn 21, 15). Sin embargo, no respondió: "Y no obstante, Señor, te he decepcionado", sino: "Señor, tú sabes que te amo". Al decir esto, sabía ya que Cristo es la piedra angular sobre la cual, por encima de toda debilidad humana, puede crecer en él, en Pedro, esta construcción que tendrá la forma del amor. A través de todas las situaciones y de todas las pruebas. Hasta el fin. Por eso, escribirá un día, en su Carta que acabamos de leer, el texto sobre Jesucristo, la piedra angular sobre la cual "vosotros, como piedras vivas, sois edificados como casa espiritual para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios por Jesucristo" (1 Pe 2, 5).
Todo esto no significa otra cosa que responder siempre y constantemente, con tenacidad y de manera consecuente, a esa única pregunta: ¿Tú amas? ¿Tú me amas? ¿Me amas cada vez más?
Es, en efecto, esta respuesta, es decir, este amor lo que hace que seamos "linaje escogido, sacerdocio regio, gente santa, pueblo adquirido..." (1 Pe 2, 9).
Es la que hace que proclamemos las obras maravillosas de Aquel que nos "ha llamado de las tinieblas a su luz admirable" (ib.).
Todo esto Pedro lo supo con la absoluta certidumbre de su fe. Y todo esto lo sabe, y lo continúa confesando, en sus sucesores. El sabe, sí, y confiesa que esta piedra angular, que da a toda la construcción de la historia humana la forma, del amor, de la justicia y de la paz, fue, es y será, verdaderamente, la piedra rechazada por los hombres..., por los hombres, por muchos de ellos que son los constructores del destino del mundo; y, sin embargo, pese a ello, es verdaderamente El, Jesucristo, quien ha sido, es y será la piedra angular de la historia humana. Y es de El, de donde, a pesar de todos los conflictos, las objeciones y las negaciones, a pesar de la oscuridad y de las nubes que no dejan de acumularse en el horizonte de la historia —¡y bien sabéis cuán amenazadoras son hoy, en nuestra época!—, es de El, de donde la construcción perenne surgirá, sobre El se erigirá, a partir de El se desarrollará. Sólo el amor tiene la fuerza de hacer esto. Solamente el amor no conoce ocaso.
Sólo el amor dura siempre (cf. 1 Cor 13, 8). Sólo el amor construye la forma de la eternidad en las dimensiones terrestres y fugaces de la historia del hombre sobre la tierra.
5. Estamos aquí en un lugar sagrado: Notre Dame. Esta espléndida construcción, tesoro del arte gótico, vuestros abuelos la consagraron a la Madre de Dios. La consagraron a quien, entre todos los seres humanos, dio la respuesta más perfecta a esa pregunta: ¿Tú amas? ¿Tú me amas? ¿Me amas cada vez más? Su vida entera fue, en efecto, una respuesta perfecta, sin error alguno, a esta pregunta.
Convenía, pues, que yo comenzase en un lugar consagrado a María mi encuentro con París y con Francia, encuentro al que he sido tan cortésmente invitado por las autoridades del Estado y de la ciudad, por la Iglesia y sus Pastores. Mi visita del lunes a la sede de la UNESCO, en París, adquiere por eso su emplazamiento completo y la dimensión que corresponde a mi misión de testimonio y de servicio apostólico.
Esta invitación es para mí un gran premio. Lo aprecio vivamente. Deseo también, según mis posibilidades y según la gracia de estado que me ha sido concedida, responder a esa invitación y hacerle alcanzar su objetivo.
Por eso, me alegra que este nuestro primer encuentro tenga lugar en presencia de la Madre de Dios, ante la que es nuestra esperanza. Deseo confiarle el servicio que debo cumplir entre vosotros. A Ella también le pido, junto con todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, que este servicio sea útil y fructuoso para la Iglesia en Francia, para el hombre y para el mundo contemporáneo.
6. Son numerosos los lugares de vuestro país donde muy frecuentemente, quizá cada día, mi pensamiento y mi corazón van como peregrinos: el santuario de la Virgen Inmaculada de Lourdes, Lisieux y Ars, adonde esta vez no podré acercarme, y Annecy, adonde he sido invitado desde hace tiempo sin poder hasta ahora realizar mi deseo.
Y he aquí que se presenta ante mis ojos Francia, madre de santos a lo largo de tantas generaciones y siglos. ¡Oh, cuánto me gustaría que volvieran todos a nuestro siglo, a nuestra generación, en la medida de sus necesidades y responsabilidades!
En este primer encuentro, yo deseo que todos y cada uno escuchemos en toda su elocuencia la pregunta que Cristo hizo antaño a Pedro: ¿Amas? ¿Me amas? ¡Que esa pregunta resuene y encuentre eco profundo en cada uno de nosotros!
El futuro del hombre y del mundo depende de ello. ¿Escucharemos esa pregunta ¿Comprenderemos su importancia? ¿Cómo responderemos a ella?
Uso Litúrgico de este texto (Homilías)
Tiempo de Pascua: Domingo III (Ciclo C)Catena Aurea (comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos)
San Agustín, in Ioannem, tract., 122-124
1-11. Por lo que anteriormente dijo el Evangelista, parece que indica el fin de este libro. Pero sigue contando cómo se manifestó el Señor en el mar de Tiberíades. Por esto dice: «Después se manifestó otra vez junto al mar de Tiberíades».
Si esto lo hubieran hecho los discípulos después de la muerte de Jesús y antes de su resurrección de entre los muertos, creeríamos lo hacían dominados de desesperanza. Pero ahora, después de recobrarle vivo del sepulcro, de inspeccionar las cicatrices de sus heridas y de recibido el soplo del Espíritu Santo, vuelven en seguida a ser lo que antes eran: pescadores, no de hombres, sino de peces. Debe a esto responderse que no les había sido prohibido ganarse el sustento en un arte lícito, salvada la integridad de su apostolado, siempre que no tuvieran de qué vivir. Porque si el bienaventurado San Pablo, renunciando al derecho que con razón le pertenecía como a los demás predicadores del Evangelio, no quiso usar de él como los demás, sino que vivió de su peculio, a fin de que las naciones que eran extrañas al nombre de Cristo, no menospreciaran su doctrina como venal, se dedicó a aprender un arte que antes ignoraba, para no gravar a sus oyentes y vivir del trabajo de sus manos, ¿con cuánta más razón el bienaventurado San Pedro, que ya había sido pescador, podía volver a su oficio, si en aquella ocasión no tenía de qué vivir? Pero responderá alguno: ¿Y por qué no encontró, habiéndoselo prometido el Señor cuando dijo «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás os será ofrecido» ( Mt 6,33)? Sin duda que el Señor cumplió lo que ofreció, pues ¿quién fue el que aprontó los peces para que fuesen cogidos? Y es de creer que les puso en la necesidad de tomarse el trabajo de ir a pescar, porque tenía dispuesto hacer un milagro.
No se ha de entender que el pan estuviese colocado sobre las brasas, sino como si dijera: Vieron colocadas las brasas y el pez puesto sobre ellas, y también vieron el pan.
En sentido espiritual, esta captura de los peces es una figura de que la Iglesia deberá existir en la última resurrección de los muertos. Esto lo da a entender la interposición del capítulo que, como adicionado al libro que deja concluido, sirve de introducción a una narración nueva. Los siete discípulos presentes a esta pesca significan el fin del tiempo, porque éste está comprendido en los siete días.
La playa es el límite del mar, y significa el fin del mundo, pues así como en este pasaje se figura a la Iglesia tal como se encontrará en el fin del mundo, del mismo modo el Señor significó en otra pesca a la Iglesia tal cual es ahora; por lo que en la primera pesca no estaba en la playa, sino que, subiendo a la nave de Pedro, le rogó que se alejara un poco de tierra. En aquella pesca no se echaron las redes a la derecha para significar sólo a los buenos, ni a la izquierda para designar sólo a los malos, sino indiferentemente dijo: «Echad vuestras redes para pescar» ( Lc 5,4), a fin de que entendamos mezclados los buenos con los malos. Pero aquí dice «Echadla a la derecha de la nave», para señalar sólo aquellos buenos que estaban a la derecha. Aquello lo hizo al principio de su predicación; esto, después de su resurrección. Allí, manifestando en la pesca de buenos y malos a los que hoy están en la Iglesia; y en ésta, tan sólo a los buenos, que conservará eternamente en el fin del mundo, después de la resurrección de los muertos. Aquellos, pues, que pertenecen a la resurrección de la vida (esto es, a la derecha), y que están prendidos en las redes del nombre cristiano, éstos aparecerán en la playa cuando resucitaren al fin del mundo. Esta es la razón por qué no pudieron sacar las redes para descargar en la nave los peces que habían cogido, como en otras ocasiones lo hicieron. La Iglesia guarda estos peces de la derecha (como en profundo sueño de paz) ocultos para después del fin de esta vida, hasta que de la red descansen en la playa. En cuanto a la pesca primera en dos barcos distantes de ésta doscientos codos, creo que representan las dos clases de elegidos y la circuncisión y el prepucio.
En la otra pesca no se expresa el número de peces, como si sucediera en aquella lo que dijo el profeta: «Anuncié, y hablé, y se multiplicaron sin número» ( Sal 39,6). Pero aquí el número es cierto, y debe darse la razón. El número, pues, significa la Ley, cuyo nombre es diez por el Decálogo. Pero cuando se añade a la Ley de gracia, esto es, la letra a su espíritu, se añade en cierto modo el número siete al diez; porque el Espíritu Santo, autor de la santificación, es designado con el número siete, pues ésta es, en verdad, la primera vez que en el día séptimo brilló la santificación en la Ley ( Gén 2). El profeta Isaías nos muestra al Espíritu Santo autor de siete dones de operaciones. Uniéndose, pues, a la decena de la Ley el septenario del Espíritu Santo, resultan diez y siete, cuyo número, computado desde el uno hasta el mismo (poniendo en orden de suma desde el uno hasta el diez y siete inclusive) asciende a ciento cincuenta y tres.
No sólo resucitarán a vida eterna los ciento cincuenta y tres santos figurados en los ciento cincuenta y tres peces, sino que en este número están comprendidos todos los que recibieron la gracia del Espíritu Santo. Este número contiene tres veces el número cincuenta, y además sobre éste el tres, por el misterio de la Trinidad. Complétase, pues, el número cincuenta por la multiplicación del siete por sí mismo, añadiéndole uno en significación de que los tres son uno. No en vano había dicho que los peces eran grandes, pues habiendo dicho el Señor ( Mt 5,17) «No he venido a destruir la Ley, sino a cumplirla» (dándoles el Espíritu con el cual pudiese la Ley ser cumplida), añade poco después: «El que hiciere y enseñare, será llamado grande en el reino de los cielos» ( Mt 5,19). En la primera pesca se rompió la red, significando los cismas. Pero en ésta, como denota la suprema paz de los santos en la que no se conocerá el cisma, tuvo derecho el Evangelista para decir «»‘y como fuesen tantos»»‘, esto es tan grandes, «»‘no se rompió la red»»‘, como si en vista de aquel mal recomendara este bien.
12-14. Hecha la pesca, el Señor los llama a comer. Y sigue: «Jesús les dice: Acercaos a comer».
[En la futura resurrección, los cuerpos de los justos no necesitarán del árbol de la vida que les preserve de la muerte por enfermedad ni decrepitud, ni tampoco de ningunos otros alimentos que los libren de las molestias del hambre y de la sed, porque se hallarán revestidos de una verdadera e inviolable inmortalidad, y no tendrán, si no quieren, necesidad de comer, pues aunque no estarán privados de la facultad, estarán exentos de esta necesidad, así como nuestro Salvador, después de resucitado en verdadera carne, aunque espiritual, comió y bebió con sus discípulos, no por necesidad, sino por potestad.
Sigue: «Y ninguno de los comensales se atrevía a preguntarle».] («De civ. Dei 13, 22 «)
Nadie osaba dudar quién fuese, pues tanta era la evidencia de la verdad, que nadie se atreviera, no sólo a negar, pero ni aun a dudar, porque de haber dudado hubieran preguntado.
Místicamente, es el pez asado figura de Cristo crucificado; El mismo es el pan que bajó del cielo. A éste está incorporada la Iglesia para participar de la bienaventuranza eterna. Por esto les dijo: «Traed de los peces que cogisteis ahora», a fin de que todos los que participamos de la misma esperanza sepamos que en el número de los siete discípulos (en el que está figurada la universalidad de los fieles) estamos llamados a la comunión de tan grande sacramento y a la sociedad de la misma bienaventuranza.
«… fue la tercera vez que Jesús se manifestó a sus discípulos después que resucitó de entre los muertos». Este número no se refiere a las entrevistas, sino a los días, esto es, el primer día, el de la resurrección, y después de ocho días, cuando Tomás oyó y creyó, y éste en el que hizo el milagro de los peces, y después cuantas veces quiso hasta el día cuadragésimo, en que subió a los cielos.
[Nosotros encontramos acordes a los cuatro evangelistas en que el Señor fue visto diez veces después de su resurrección: una vez en el sepulcro por las mujeres; otra por las mismas en el camino, cuando regresaban del sepulcro; la tercera vez por Pedro; la cuarta por los dos discípulos que iban a la aldea; la quinta por muchos en Jerusalén, en donde no estaba Tomás; la sexta cuando le vio Tomás; la séptima en el mar de Tiberíades; la octava por todos los once en el monte de Galilea, como afirma Mateo; la nona en la última comida, después de la cual ya no volverían a comer con El, según refiere Marcos, y la décima en el día de la ascensión, no ya en tierra, sino elevado en una nube.](«De cons. evang. 3, 26»).
15-17. Sabiendo el Señor, pregunta. Sabía el Señor que Pedro no sólo le amaba, sino que le amaba más que todos.
[En la muerte del Señor temió y negó, pero resucitando el Señor, le quita el miedo y le infunde el amor. Porque cuando negó, temió morir, mas resucitando el Señor, ¿qué había de temer, si veía en El muerta la muerte? Y sigue: «Le dijo: Tú, sabes, Señor, que te amo». Entonces confía sus ovejas al que confiesa su amor. Por eso sigue: «Dice a Pedro: Apacienta mis corderos». Como si no pudiera Pedro manifestar su amor a Cristo de otro modo, que siendo pastor fiel sometido al príncipe de todos los pastores.
Con razón pregunta a Pedro: «¿Me amas?» y responde: «Te amo» y le dice: «Apacienta mis corderos». Con esto se demuestra que la dilección y el amor son un mismo sentimiento, pues el Señor no le pregunta en la última vez: ¿Me estimas?, sino «¿Me amas?» Sigue pues: «Dícele por tercera vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Esta es la tercera vez que el Señor pregunta a Pedro si le ama, haciéndole confesar tres veces lo que negó tres veces, a fin de que la lengua no sirva menos al amor que lo que sirvió al temor, y que habló, más por conjurar la muerte que le amargaba, que por despreciar la vida presente.](«In serm. Pass. 149»)
[Se entristeció, porque preguntado repetidamente por aquel que sabía lo que preguntaba y le inspiraba la respuesta, contestó con toda veracidad, y de lo íntimo de su corazón profirió aquella palabra de amor: «Tú sabes que te amo».] («De verb Dom»)
No añade, empero, «más que estos», porque él respondió lo que sabía de sí mismo y no podía saber cuánto podría amarle otro, cuyo corazón no podía ver. Sigue: «Dícele: apacienta mis ovejas»; como si dijera: sea el ejercicio del amor el apacentar el rebaño del Señor, así como fue indicio de cobardía el negar al pastor.
Los que de tal modo apacientan las ovejas de Cristo que más quieren que sean suyas que de Cristo, queda demostrado que no aman a Cristo, sino que están poseídos de la ambición de gloria, de dominio y de riquezas, pero no de la caridad de obedecer, servir y agradar a Dios. Sea a Cristo al que amemos y no a nosotros mismos y en apacentar a sus ovejas busquemos lo que es de Dios, y no lo que es nuestro. Porque el que se ama a sí mismo y no a Dios, no se ama; pues el que no puede vivir de sí mismo, muere suponiendo que se ama. No se ama, pues, quien no se ama para vivir. Pero aquel que es amado por quien vive, no ama más amándose, porque no se ama para amar a aquel de quien se vive.
[Han existido siervos infieles que dividieron el rebaño de Cristo e hicieron su peculio de lo que hurtaron, y oirás que dicen: Aquellas son mis ovejas. ¿Qué dices, mis ovejas? No te encuentro entre las mías, porque si decimos nosotros mías, y ellos dicen suyas, Cristo perdió sus ovejas.] («in serm. Pass»)
18-19. «…cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras». Esto es, serás crucificado, pues a esto vendrás para que otro te ciña y te lleve donde tú no quieras. Primero dijo lo que sucedería, y después el modo, pues no sólo fue crucificado, sino que fue conducido a donde él no quería para crucificarle. El quería verse desembarazado de su cuerpo mortal y estar con Cristo. Pero (si era posible) deseaba la vida eterna sin las molestias de la muerte, las que sufrió contra su voluntad, triunfando de ellas voluntariamente. Este sentimiento de repugnancia a la muerte es inherente a la naturaleza, y la misma ancianidad no pudo librar a Pedro. Pero sean cuales fueren las agonías de la muerte, debe superarlas a fuerza del amor por Aquel que, siendo nuestra vida, quiso morir por nosotros. Porque si la muerte fuera de poca importancia, no sería tan grande la gloria del martirio.
Este es el fin que encontró aquel que negó y amó, dando su vida con perfecto amor por aquel a quien había prometido en una precipitación culpable que daría su vida. Convenía, pues, que Cristo muriera por la salvación de Pedro, y que después Pedro muriera por la predicación de Cristo.
San Juan Crisóstomo, in Ioannem, hom. 86-87
1-11. Dice después, porque ya no iba de continuo con ellos como antes. Y dice se dejó ver, porque no lo hubieran visto si El no lo hubiese permitido, y porque su cuerpo era inmortal. Hace también mención del lugar, como demostrando que el Señor les había quitado el temor y se atrevían ya a alejarse de casa; no se encerraban en ella, y sin temor de los judíos habían ido a Galilea.
Como el Señor no estaba siempre con ellos, ni les había sido dado el Espíritu Santo, ni tenían encargo que desempeñar, ni nada que hacer, se ocupaban en la pesca. Y así dice: «Estaban juntos Simón Pedro y Tomás, conocido por Dídimo, y Nathanael, que era de Caná de Galilea (que es el que fue llamado Felipe), y los hijos de Zebedeo (Santiago y Juan), y otros dos discípulos. Díceles Simón Pedro: Voy a pescar».
Otros de los discípulos seguían a Pedro. Y continúa: «Dijéronle: Vamos contigo», y todos, reunidos como estaban querían ver el resultado de la pesca. Sigue: «Y salieron y subieron al barco». Pescaban de noche, porque aún temían.
En medio de los trabajos y aflicción de los discípulos, se presenta Jesús. Y sigue: «Amanecido el día, se situó Jesús en la playa». No quiso descubrírseles de repente, sino entablar con ellos conversación. Empieza por hablarles a manera humana. Y sigue: «Jesús les dice: Muchachos, ¿tenéis algo que comer?» Lo pregunta como quien desea comprar algo; pero en cuanto ellos temieron, les hizo seña para que le conocieran. Sigue, pues: «Díjoles: Echad la red a la derecha del barco y encontraréis». A esto siguieron grandes cosas, siendo la primera la pesca de muchos peces. Y así, sigue: «Echaron la red y no podían ya sacarla por la multitud de peces». Pero en este movimiento de Cristo, Pedro y Juan demostraron su diferente modo de ser. Juan era perspicaz y así conoció enseguida al Señor. Por esto sigue: «Dice, pues, a Pedro aquel discípulo a quien amaba Jesús: El Señor es».
Como Pedro era más impetuoso, llegó primero a Cristo. Sigue: «Al oír Simón Pedro que era el Señor, se ciñó la túnica (porque estaba desnudo)».
En seguida cita otro milagro, diciendo: «Cuando bajaron a tierra vieron ascuas colocadas», etc. No obra aun los milagros en materia preexistente, sino de una manera más admirable, demostrando que antes de su muerte hacía los milagros de una manera misteriosa sobre materia que ya existía.
Para demostrarles que no era ilusión lo que veían, les manda traer de los peces que habían cogido. Sigue, pues: «Les dice Jesús: Traed de los peces que habéis cogido ahora». A continuación se vio otro milagro, como el que la red no se había roto, a pesar de la multitud de los peces. Sigue, pues: «Subió Simón Pedro y trajo a tierra la red llena de grandes peces, ciento cincuenta y tres, y siendo tantos, la red no se había roto».
Este Evangelista no dice que comió con ellos. Esto lo dice San Lucas. Comía, no por necesidad de la naturaleza, sino por condescendencia, para probar su resurrección.
12-14. «Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres tú?» Quiere decir con esto que los discípulos no tenían ya la misma confianza que antes para hablarle, sino que estaban sentados con gran respeto y reverencia, fijos los ojos en El, viéndole transformado admirablemente y queriendo preguntarle estupefactos. Pero por cuanto sabían que era el Señor, el temor les contenía de preguntar, y sólo comían lo que les daba con supremo dominio. Ahora no mira al cielo, ni hace nada que no demuestre que obra por pura condescendencia. Sigue: «Y vino Jesús», etc.
Como no estaba continuamente con ellos como antes, dice el Evangelista: «Esta fue la tercera vez que Jesús se manifestó a sus discípulos después que resucitó de entre los muertos».
15-17. El principal bien que nos resulta de este amor, es el de procurar la salvación del prójimo. Prescindiendo, pues, el Señor de los demás Apóstoles, dirige a Pedro estas promesas, porque Pedro era el primero de los Apóstoles, y la voz de los discípulos y la cabeza del colegio. Por esto, después que fue borrada su negación, le invistió como prelado de sus hermanos. No le echa en cara su negación, sino que le dice: Si me amas, preside a tus hermanos, y da testimonio ahora del amor que por todas partes demostraste, sacrificando por mis ovejas esa vida que dijiste que darías por mí.
Sigue: «Vuelve a preguntarle: Simón, hijo de Juan, ¿me amas?», etc.
Le pregunta tres veces, y tres veces le encarga lo mismo, dando a entender lo que aprecia el gobierno de sus propias ovejas, y que en confiárselas le da la mayor prueba de su amor.
Después de la tercera pregunta, se turba. Por lo que sigue: «Pedro se contristó porque le preguntó por tercera vez: ¿Me amas?» Temiendo que sucediera otra vez como antes que, pareciéndole amar al Señor, no le ame y sea reprendido como lo fue primero cuando se consideraba muy fuerte, se ampara al mismo Cristo. Por eso sigue: «Y le dice: Señor, tú que sabes todas las cosas»; esto es, lo más secreto del corazón, presente y futuro.
18-19. Después que el Señor habló a Pedro del amor que éste le tenía, le predice el martirio que deberá sufrir por El, enseñándonos el modo cómo se le debe amar. Por eso dice: «En verdad, en verdad, te digo, que cuando eras joven, te ceñías e ibas a donde querías». Le recuerda su primera juventud, porque en las cosas del mundo el joven es útil, pero el que envejece se inutiliza, lo que no sucede en las cosas divinas, porque en la ancianidad es más esclarecida la virtud y más industriosa, a pesar de la edad. Como Pedro siempre quería hallarse en los peligros con Cristo, le dice: Confía, porque yo satisfaré tu deseo de tal modo, que padecerás siendo anciano lo que no padeciste de joven. Por eso sigue: «Cuando envejecieres», por lo que se da a entender que a la sazón no era joven ni viejo, sino varón perfecto.
Dice, pues, «Adonde tú no quieras», por el natural sufrimiento del alma, que no quiere separarse del cuerpo, disponiéndolo Dios así, para que muchos no se quiten la vida. Después, para levantar el espíritu del oyente, continuó el Evangelista: «Esto lo dijo para significar con qué género de muerte glorificaría a Dios». El no dijo qué clase de suplicio sufriría, para que aprendas que el padecer por Cristo es gloria y honor para el paciente. Si el alma de un mártir no tuviese la seguridad de que realmente existe Dios, no soportaría de ningún modo la consideración de la muerte, por la que se revela la certeza de la gloria divina.
San Gregorio Magno, In Evang. hom. 24
1-11. Puede preguntarse por qué Pedro, que fue pescador antes de su conversión, volvió a su oficio después de ella, siendo así que la Verdad dijo: «Ninguno que ha puesto la mano en el arado y vuelve la vista atrás es apto para el reino de Dios» ( Lc 9,62).
No fue pecado volver a tomar, después de su conversión, el oficio que sin pecado habían tenido antes de convertirse. Esta es la razón por qué Pedro volvió a la pesca después de su conversión. Y Mateo no volvió al negocio de la recaudación de los impuestos, pues hay muchos cargos que difícilmente se desempeñan sin pecado, y éstos deben renunciarse después de convertirse.
Se puede preguntar por qué razón, mientras los discípulos luchaban en medio del mar, se presentó en la playa, después de su resurrección, el que antes de ella había andado sobre las olas en presencia de sus discípulos. Pero la mar significa el siglo presente, que se combate a sí mismo por el choque de las tumultuosas olas de esta vida corruptible, al paso que la tierra firme de la playa significa la estabilidad del eterno descanso. Y como los discípulos luchaban todavía con las olas de esta vida mortal, se fatigaban en el mar, mientras nuestro Redentor, después de su resurrección, habiendo sacudido la corrupción de la carne, permanecía firme en la playa.
A Pedro, pues, le ha sido confiada la Santa Iglesia, y por esto se dice al mismo de una manera especial: «Apacienta mis ovejas». Lo que después se demuestra en palabras, ahora se significa por las obras. Este, pues, lleva los peces a la playa firme, porque enseña a los fieles la estabilidad de la vida eterna. Esto hizo siempre con la predicación y las epístolas, y ahora lo hace todos los días por signos y milagros. Pero al decir que la red estaba llena de grandes peces, expresa cuántos, y dice así: «Llena de grandes peces: ciento cincuenta y tres».
Multipliquemos el siete y diez y siete por tres, y resultarán cincuenta y uno, en cuyo año todo el pueblo descansaba de todo trabajo; pero el verdadero descanso consiste en la unidad, porque donde hay división no hay verdadero descanso.
12-14. El convite último de los siete discípulos revela que en el banquete de la gloria sólo estarán con Jesús aquellos que están llenos de los siete dones del Espíritu Santo. También los siete días comprenden todo el tiempo de este mundo, y con frecuencia se designa la perfección con este número. Aquellos, pues, que animados del deseo de perfección se sobreponen a las cosas terrenas, son los que gozarán del eterno convite de la verdad.
San Beda el Venerable
1-11. El Evangelista refiere primero el hecho según acostumbra, y después cuenta cómo sucedió, diciendo: «Se manifestó de este modo».
«El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: «Es el Señor»…» Con esta indicación demuestra en esta ocasión, como en muchas, su persona. Conoció, pues, el primero al Señor, bien por esta milagrosa pesca, bien por el conocido sonido de la voz, o bien por el recuerdo de la primera pesca.
Se dice que Pedro estaba desnudo en comparación de la demás ropa que acostumbraba usar, como cuando decimos a alguno que viste un traje sencillo ¿por qué vas desnudo? O puede entenderse que iba al estilo de los pescadores.
Con el mismo ardor con que hacía otras muchas cosas, fue a Jesús. Y sigue: «Y se entró en el mar», los demás discípulos llegaron en el barco. Pero no se ha de entender que Pedro fue andando sobre las aguas, sino nadando o por su propio pie, porque estaban cerca de tierra, pues sigue: «No estaban lejos de tierra».
«Los doscientos codos» representan los dos preceptos de la caridad, pues por el amor a Dios y al prójimo nos acercamos a Cristo. El pez asado, es Cristo crucificado. Este se dignó ocultarse en las aguas del humano linaje; quiso ser prendido en el lazo de nuestra muerte; y el que se hizo por nosotros pez por la humanidad, ha sido nuestro pan restaurador por su divinidad.
Teofilacto
12-14. El haberse ceñido Pedro es señal de recato. Se vistió, pues, del lienzo con que los pescadores de Tiro y de Fenicia solían envolverse para conservar los demás vestidos, ya estuvieran o no desnudos.
«… aquella noche no pescaron nada». Esta noche antes de la presencia de Cristo, significa los profetas que no pudieron coger nada antes de la salida del sol, Jesucristo. Porque aunque se esforzaron en convertir a Israel, esta nación reincidía frecuentemente en la idolatría.
15-17. Después de la cena, confía a Pedro el gobierno del rebaño universal, no a los otros. Por esto dice: «Cuando hubieron comido, dijo a Simón Pedro, Jesús,» etc.
[Jesús le pregunta tres veces] De aquí viene la costumbre de la triple confesión que se hace en el bautismo.
Cualquiera puede señalar la diferencia entre corderos y ovejas; corderos son los que entran, pero ovejas los perfectos.
Alcuino
15-17. Es llamado Simón de Juan, esto es, hijo de Juan, su padre por la carne. En sentido espiritual Simón quiere decir «»‘ obediente»»‘, y Juan «»‘gracia»»‘. Y con razón es llamado así obediente a la gracia de Dios, para que se demuestre que el mayor amor de que está poseído, no es, en efecto, de un mérito humano, sino un don de la gracia divina.
Apacentar las ovejas es confirmar a los creyentes en Cristo para que no se aparten de la fe, socorrer sus necesidades, resistir a los contrarios y corregir a los súbditos descarriados.»