Jn 20, 11-18 – Aparición a María Magdalena
/ 22 abril, 2014 / San JuanTexto Bíblico
11 Estaba María fuera, junto al sepulcro, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro12 y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús.13 Ellos le preguntan: «Mujer, ¿por qué lloras?». Ella les contesta: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto».14 Dicho esto, se vuelve y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús.15 Jesús le dice: «Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?». Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré».16 Jesús le dice: «¡María!». Ella se vuelve y le dice: «¡Rabboni!», que significa: «¡Maestro!».17 Jesús le dice: «No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”».18 María la Magdalena fue y anunció a los discípulos: «He visto al Señor y ha dicho esto».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Audiencia General (22-02-1989): Un encuentro que ilumina y da sentido a todo
«María se vuelve y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús» (Jn 20,14)nn. 3-7
miércoles 22 de febrero de 1989
3. [...] después de la resurrección, Jesús se presenta a las mujeres y a los discípulos con su cuerpo transformado, hecho espiritual y partícipe de la gloria del alma: pero sin ninguna característica triunfalista. Jesús se manifiesta con una gran sencillez. Habla de amigo a amigo, con los que se encuentra en las circunstancias ordinarias de la vida terrena. No ha querido enfrentarse a sus adversarios, asumiendo la actitud de vencedor, ni se ha preocupado por mostrarles su «superioridad», y todavía menos ha querido fulminarlos. Ni siquiera consta que se haya presentado a alguno de ellos. Todo lo que nos dice el Evangelio nos lleva a excluir que se haya aparecido, por ejemplo, a Pilato, que lo había entregado a los sumos sacerdotes para que fuese crucificado (cf. Jn 19, 16), o a Caifás, que se había rasgado las vestiduras por la afirmación de su divinidad (cf. Mt 26, 63-66).
A los privilegiados de sus apariciones, Jesús se deja conocer en su identidad física: aquel rostro, aquellas manos, aquellos rasgos que conocían muy bien, aquel costado que habían visto traspasado; aquella voz, que habían escuchado tantas veces. Sólo en el encuentro con Pablo en las cercanías de Damasco, la luz que rodea al Resucitado casi deja ciego al ardiente perseguidor de los cristianos y lo tira al suelo (cf. Hch 9, 3-8): pero es una manifestación del poder de Aquel que, ya subido al cielo, impresiona a un hombre al que quiere hacer un «instrumento de elección» (Hch 9, 15), un misionero del Evangelio.
4. Es de destacar también un hecho significativo: Jesucristo se aparece en primer lugar a las mujeres, sus fieles seguidoras, y no a los discípulos, y ni siquiera a los mismos Apóstoles, a pesar de que los había elegido como portadores de su Evangelio al mundo. Es a las mujeres a quienes por primera vez confía el misterio de su resurrección, haciéndolas las primeras testigos de esta verdad. Quizá quiera premiar su delicadeza, su sensibilidad a su mensaje, su fortaleza, que las había impulsado hasta el Calvario. Quizá quiere manifestar un delicado rasgo de su humanidad, que consiste en la amabilidad y en la gentileza con que se acerca y beneficia a las personas que menos cuentan en el gran mundo de su tiempo. Es lo que parece que se puede concluir de un texto de Mateo: «En esto, Jesús les salió al encuentro (a las mujeres que corrían para comunicar el mensaje a los discípulos) y les dijo: ‘¡Dios os guarde!’. Y ellas, acercándose, se asieron de sus pies y le adoraron. Entonces les dice Jesús: ‘No temáis. Id y avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán’» (28, 9-10).
También el episodio de la aparición a María de Magdala (Jn 20, 11-18) es de extraordinaria finura ya sea por parte de la mujer, que manifiesta toda su apasionada y comedida entrega al seguimiento de Jesús, ya sea por parte del Maestro, que la trata con exquisita delicadeza y benevolencia.
En esta prioridad de las mujeres en los acontecimientos pascuales tendrá que inspirarse la Iglesia, que a lo largo de los siglos ha podido contar enormemente con ellas para su vida de fe, de oración y de apostolado.
5. Algunas características de estos encuentros postpascuales los hacen, en cierto modo, paradigmáticos debido a las situaciones espirituales, que tan a menudo se crean en la relación del hombre con Cristo, cuando uno se siente llamado o «visitado» por Él.
Ante todo hay una dificultad inicial en reconocer a Cristo por parte de aquellos a los que El sale al encuentro, como se puede apreciar en el caso de la misma Magdalena (Jn 20, 14-16) y de los discípulos de Emaús (Lc 24, 16). No falta un cierto sentimiento de temor ante Él. Se le ama, se le busca, pero, en el momento en el que se le encuentra, se experimenta alguna vacilación...
Pero Jesús les lleva gradualmente al reconocimiento y a la fe, tanto a María Magdalena (Jn 20, 16), como a los discípulos de Emaús (Lc 24, 26 ss.), y, análogamente, a otros discípulos (cf. Lc 24, 25-48). Signo de la pedagogía paciente de Cristo al revelarse al hombre, al atraerlo, al convertirlo, al llevarlo al conocimiento de las riquezas de su corazón y a la salvación.
6. Es interesante analizar el proceso psicológico que los diversos encuentros dejan entrever: los discípulos experimentan una cierta dificultad en reconocer no sólo la verdad de la resurrección, sino también la identidad de Aquel que está ante ellos, y aparece como el mismo pero al mismo tiempo como otro: un Cristo «transformado». No es nada fácil para ellos hacer la inmediata identificación. Intuyen, sí, que es Jesús, pero al mismo tiempo sienten que Él ya no se encuentra en la condición anterior, y ante Él están llenos de reverencia y temor.
Cuando, luego, se dan cuenta, con su ayuda, de que no se trata de otro, sino de Él mismo transformado, aparece repentinamente en ellos una nueva capacidad de descubrimiento, de inteligencia, de caridad y de fe. Es como un despertar de fe: «¿No estaba ardiendo nuestro Corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24, 32). «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). «He visto al Señor» (Jn 20, 18). ¡Entonces una luz absolutamente nueva ilumina en sus ojos incluso el acontecimiento de la cruz; y da el verdadero y pleno sentido del misterio de dolor y de muerte, que se concluye en la gloria de la nueva vida! Este será uno de los elementos principales del mensaje de salvación que los Apóstoles han llevado desde el principio al pueblo hebreo y, poco a poco, a todas las gentes.
7. Hay que subrayar una última característica de las apariciones de Cristo resucitado: en ellas, especialmente en las últimas, Jesús realiza la definitiva entrega a los Apóstoles (y a la Iglesia) de la misión de evangelizar el mundo para llevarle el mensaje de su Palabra y el don de su gracia.
Recuérdese la aparición a los discípulos en el Cenáculo la tarde de Pascua: «Como el Padre me envió, también yo os envío...» (Jn 20, 21): ¡y les da el poder de perdonar los pecados!
Y en la aparición en el mar de Tiberíades, seguida de la pesca milagrosa, que simboliza y anuncia la fertilidad de la misión, es evidente que Jesús quiere orientar sus espíritus hacia la obra que les espera (cf. Jn 21, 1-23). Lo confirma la definitiva asignación de la misión particular a Pedro (Jn 21, 15-18): «¿Me amas?... Tú sabes que te quiero... Apacienta mis corderos.. Apacienta mis ovejas...».
Juan indica que «ésta fue va la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos» (Jn 21, 14). Esta vez, ellos, no sólo se habían dado cuenta de su identidad: «Es el Señor» (Jn 21, 7); sino que habían comprendido que, todo cuanto había sucedido y sucedía en aquellos días pascuales, les comprometía a cada uno de ellos ?y de modo particular a Pedro? en la construcción de la nueva era de la historia, que había tenido su principio en aquella mañana de pascua.
Audiencia General (10-05-2000): Presencia nueva y diferente
«Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto» (Jn 20,13)nn. 1-2. 5
miércoles 10 de mayo de 2000
[...] 1. El itinerario de la vida de Cristo no culmina en la oscuridad de la tumba, sino en el cielo luminoso de la resurrección. En este misterio se funda la fe cristiana (cf. 1 Co 15, 1-20), como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia católica: «La resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del misterio pascual al mismo tiempo que la cruz» (n. 638).
Afirmaba un escritor místico español del siglo XVI: «En Dios se descubren nuevos mares cuanto más se navega» (fray Luis de León). Queremos navegar ahora en la inmensidad del misterio hacia la luz de la presencia trinitaria en los acontecimientos pascuales. Es una presencia que se dilata durante los cincuenta días de Pascua.
2. A diferencia de los escritos apócrifos, los evangelios canónicos no presentan el acontecimiento de la resurrección en sí, sino más bien la presencia nueva y diferente de Cristo resucitado en medio de sus discípulos. Precisamente esta novedad es la que subraya la primera escena en la que queremos detenernos. Se trata de la aparición que tiene lugar en una Jerusalén aún sumergida en la luz tenue del alba: una mujer, María Magdalena, y un hombre se encuentran en una zona de sepulcros. En un primer momento, la mujer no reconoce al hombre que se le ha acercado; sin embargo, es el mismo Jesús de Nazaret a quien había escuchado y que había transformado su vida. Para reconocerlo es necesaria otra vía de conocimiento diversa de la razón y los sentidos. Es el camino de la fe, que se abre cuando ella oye que le llaman por su nombre (cf. Jn 20, 11-18).
Fijemos nuestra atención, dentro de esta escena, en las palabras del Resucitado. Él declara: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17). Aparece, pues, el Padre celestial, con respecto al cual Cristo, con la expresión «mi Padre», subraya un vínculo especial y único, distinto del que existe entre el Padre y los discípulos: «vuestro Padre». Tan sólo en el evangelio de san Mateo, Jesús llama diecisiete veces a Dios «mi Padre». El cuarto evangelista usará dos vocablos griegos diversos: uno, hyiós, para indicar la plena y perfecta filiación divina de Cristo; el otro, tékna, referido a nuestro ser hijos de Dios de modo real, pero derivado.
[...]
5. Así pues, el Padre y el Espíritu están unidos al Hijo en la hora suprema de la redención. Esto es lo que afirma san Pablo en una página muy luminosa de la carta a los Romanos, en la que evoca a la Trinidad precisamente en relación con la resurrección de Cristo y de todos nosotros: «Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8, 11).
El Apóstol indica en esta misma carta la condición para que se cumpla dicha promesa: «Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10, 9). A la naturaleza trinitaria del acontecimiento pascual, corresponde el aspecto trinitario de la profesión de fe. En efecto, «nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!», si no es bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Co 12, 3), y quien lo dice, lo dice «para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 11).
Acojamos, pues, la fe pascual y la alegría que deriva de ella recordando un canto de la Iglesia de Oriente para la Vigilia pascual: «Todas las cosas son iluminadas por tu resurrección, oh Señor, y el paraíso ha vuelto a abrirse. Toda la creación te bendice y diariamente te ofrece un himno. Glorifico el poder del Padre y del Hijo, alabo la autoridad del Espíritu Santo, Divinidad indivisa, increada, Trinidad consustancial que reina por los siglos de los siglos» (Canon pascual de san Juan Damasceno, Sábado santo, tercer tono).
Benedicto XVI, papa
Audiencia General (19-04-2006): Un tiempo para ver al Resucitado
«He visto al Señor y ha dicho esto» (Jn 20,18)miércoles 19 de abril de 2006
«La celebración de la Pascua según una fecha del calendario —afirma el Papa san León Magno— nos recuerda la fiesta eterna que supera todo tiempo humano». «La Pascua actual —prosigue- es la sombra de la Pascua futura. Por eso, la celebramos para pasar de una fiesta anual a una fiesta que será eterna».
La alegría de estos días se extiende a todo el Año litúrgico y se renueva de modo especial el domingo, día dedicado al recuerdo de la resurrección del Señor. En él, que es como la «pequeña Pascua» de cada semana, la asamblea litúrgica reunida para la santa misa proclama en el Credo que Jesús resucitó el tercer día, añadiendo que esperamos «la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». Así se indica que el acontecimiento de la muerte y resurrección de Jesús constituye el centro de nuestra fe y sobre este anuncio se funda y crece la Iglesia.
San Agustín recuerda, de modo incisivo: «Consideremos, amadísimos hermanos, la resurrección de Cristo. En efecto, como su pasión significaba nuestra vida vieja, así su resurrección es sacramento de vida nueva. (...) Has creído, has sido bautizado: la vida vieja ha muerto en la cruz y ha sido sepultada en el bautismo. Ha sido sepultada la vida vieja, en la que has vivido; ahora tienes una vida nueva. Vive bien; vive de forma que, cuando mueras, no mueras» (Sermón Guelferb. 9, 3).
Las narraciones evangélicas, que refieren las apariciones del Resucitado, concluyen por lo general con la invitación a superar cualquier incertidumbre, a confrontar el acontecimiento con las Escrituras, a anunciar que Jesús, más allá de la muerte, es el eterno viviente, fuente de vida nueva para todos los que creen. Así acontece, por ejemplo, en el caso de María Magdalena (cf.Jn 20, 11-18), que descubre el sepulcro abierto y vacío, e inmediatamente teme que se hayan llevado el cuerpo del Señor. El Señor entonces la llama por su nombre y en ese momento se produce en ella un cambio profundo: el desconsuelo y la desorientación se transforman en alegría y entusiasmo. Con prontitud va donde los Apóstoles y les anuncia: «He visto al Señor» (Jn 20, 18).
Es un hecho que quien se encuentra con Jesús resucitado queda transformado en su interior. No se puede «ver» al Resucitado sin «creer» en él. Pidámosle que nos llame a cada uno por nuestro nombre y nos convierta, abriéndonos a la «visión» de la fe.
La fe nace del encuentro personal con Cristo resucitado y se transforma en impulso de valentía y libertad que nos lleva a proclamar al mundo: Jesús ha resucitado y vive para siempre. Esta es la misión de los discípulos del Señor de todas las épocas y también de nuestro tiempo: «Si habéis resucitado con Cristo —exhorta san Pablo—, buscad las cosas de arriba (...). Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Col 3, 1-2). Esto no quiere decir desentenderse de los compromisos de cada día, desinteresarse de las realidades terrenas; más bien, significa impregnar todas nuestras actividades humanas con una dimensión sobrenatural, significa convertirse en gozosos heraldos y testigos de la resurrección de Cristo, que vive para siempre (cf. Jn 20, 25; Lc 24, 33-34).
Queridos hermanos y hermanas, en la Pascua de su Hijo unigénito Dios se revela plenamente a sí mismo y revela su fuerza victoriosa sobre las fuerzas de la muerte, la fuerza del Amor trinitario.
La santísima Virgen María, que se asoció íntimamente a la pasión, muerte y resurrección de su Hijo, y al pie de la cruz se convirtió en Madre de todos los creyentes, nos ayude a comprender este misterio de amor que cambia los corazones y nos haga gustar plenamente la alegría pascual, para poder comunicarla luego, a nuestra vez, a los hombres y mujeres del tercer milenio.
Audiencia General (11-04-2007): Nada será como antes
«No me retengas, que todavía no he subido al Padre» (Jn 20,17)miércoles 11 de abril de 2007
En la Vigilia pascual resonó este anuncio: "Verdaderamente, ha resucitado el Señor, aleluya". Ahora es él mismo quien nos habla: "No moriré —proclama—; seguiré vivo". A los pecadores dice: "Recibid el perdón de los pecados, pues yo soy vuestro perdón". Por último, a todos repite: "Yo soy la Pascua de la salvación, yo soy el Cordero inmolado por vosotros, yo soy vuestro rescate, yo soy vuestra vida, yo soy vuestra resurrección, yo soy vuestra luz, yo soy vuestra salvación, yo soy vuestro rey. Yo os mostraré al Padre". Así se expresa un escritor del siglo II, Melitón de Sardes, interpretando con realismo las palabras y el pensamiento del Resucitado (Sobre la Pascua, 102-103).
En estos días la liturgia recuerda varios encuentros que Jesús tuvo después de su resurrección: con María Magdalena y las demás mujeres que fueron al sepulcro de madrugada, el día que siguió al sábado; con los Apóstoles, reunidos incrédulos en el Cenáculo; con Tomás y los demás discípulos. Estas diferentes apariciones de Jesús constituyen también para nosotros una invitación a profundizar el mensaje fundamental de la Pascua; nos estimulan a recorrer el itinerario espiritual de quienes se encontraron con Cristo y lo reconocieron en esos primeros días después de los acontecimientos pascuales.
El evangelista Juan narra que Pedro y él mismo, al oír la noticia que les dio María Magdalena, corrieron, casi como en una competición, hacia el sepulcro (cf. Jn 20, 3 ss). Los Padres de la Iglesia vieron en esa carrera hacia el sepulcro vacío una exhortación a la única competición legítima entre los creyentes: la competición en busca de Cristo.
Y ¿qué decir de María Magdalena? Llorando, permanece junto a la tumba vacía con el único deseo de saber a dónde han llevado a su Maestro. Lo vuelve a encontrar y lo reconoce cuando la llama por su nombre (cf. Jn 20, 11-18). También nosotros, si buscamos al Señor con sencillez y sinceridad de corazón, lo encontraremos, más aún, será él quien saldrá a nuestro encuentro; se dejará reconocer, nos llamará por nuestro nombre, es decir, nos hará entrar en la intimidad de su amor...
[...]
A María Magdalena el Señor le dijo: "Suéltame, pues todavía no he subido al Padre" (Jn 20, 17). Es sorprendente esta frase, sobre todo si se compara con lo que sucedió al incrédulo Tomás. Allí, en el Cenáculo, fue el Resucitado quien presentó las manos y el costado al Apóstol para que los tocara y así obtuviera la certeza de que era precisamente él (cf. Jn 20, 27). En realidad, los dos episodios no se contradicen; al contrario, uno ayuda a comprender el otro.
María Magdalena quería volver a tener a su Maestro como antes, considerando la cruz como un dramático recuerdo que era preciso olvidar. Sin embargo, ya no era posible una relación meramente humana con el Resucitado. Para encontrarse con él no había que volver atrás, sino entablar una relación totalmente nueva con él: era necesario ir hacia adelante.
Lo subraya san Bernardo: Jesús "nos invita a todos a esta nueva vida, a este paso... No veremos a Cristo volviendo la vista atrás" (Discurso sobre la Pascua). Es lo que aconteció a Tomás. Jesús le muestra sus heridas no para olvidar la cruz, sino para hacerla inolvidable también en el futuro. Por tanto, la mirada ya está orientada hacia el futuro. El discípulo tiene la misión de testimoniar la muerte y la resurrección de su Maestro y su vida nueva. Por eso, Jesús invita a su amigo incrédulo a "tocarlo": lo quiere convertir en testigo directo de su resurrección.
Queridos hermanos y hermanas, también nosotros, como María Magdalena, Tomás y los demás discípulos, estamos llamados a ser testigos de la muerte y la resurrección de Cristo. No podemos guardar para nosotros la gran noticia. Debemos llevarla al mundo entero: "Hemos visto al Señor" (Jn 20, 24).
Que la Virgen María nos ayude a gustar plenamente la alegría pascual, para que, sostenidos por la fuerza del Espíritu Santo, seamos capaces de difundirla a nuestra vez dondequiera que vivamos y actuemos.
Una vez más: ¡Feliz Pascua a todos vosotros!
Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)
Jesús de Nazaret II: Tocar a Cristo y subir al Padre
«No me retengas, que todavía no he subido al Padre» (Jn 20,17)Capítulo 9, 4
Después de las palabras de los dos ángeles vestidos de blanco, María se dio media vuelta y vio a Jesús, pero no lo reconoció. Entonces Él la llama por su nombre: «¡María!». Ella tiene que volverse otra vez, y ahora reconoce con alegría al Resucitado, al que llama «Rabbuní», su Maestro. Quiere tocarlo, retenerlo, pero el Señor le dice: «Suéltame, que todavía no he subido al Padre» (Jn 20,17). Esto nos sorprende. Es como decir: Precisamente ahora que lo tiene delante, ella puede tocarlo, tenerlo consigo. Cuando habrá subido al Padre, eso ya no será posible. Pero el Señor dice lo contrario: Ahora no lo puede tocar, retenerlo. La relación anterior con el Jesús terrenal ya no es posible.
Se trata aquí de la misma experiencia a la que se refiere Pablo en 2 Corintios 5,16s: «Si conocimos a Cristo según los criterios humanos, ya no lo conocemos así. Si uno está en Cristo, es una criatura nueva». El viejo modo humano de estar juntos y de encontrarse queda superado. Ahora ya sólo se puede tocar a Jesús «junto al Padre». Únicamente se le puede tocar subiendo. Él nos resulta accesible y cercano de manera nueva: a partir del Padre, en comunión con el Padre.
Esta nueva capacidad de acceder presupone también una novedad por nuestra parte: por el bautismo, nuestra vida está ya escondida con Cristo en Dios; en nuestra verdadera existencia ya estamos «allá arriba», junto a Él, a la derecha del Padre (cf. Col 3,1ss). Si nos adentramos en la esencia de nuestra existencia cristiana, entonces tocamos al Resucitado: allí somos plenamente nosotros mismos. El tocar a Cristo y el subir están intrínsecamente enlazados. Y recordemos que, según Juan, el lugar de la «elevación» de Cristo es su cruz, y que nuestra «ascensión» —que siempre es necesaria cada vez—, nuestro subir para tocarlo, ha de ser un caminar junto con el Crucificado. El Cristo junto al Padre no está lejos de nosotros; si acaso, somos nosotros los que estamos lejos de Él; pero la senda entre Él y nosotros está abierta. De lo que se trata aquí no es de un recorrido de carácter cósmico-geográfico, sino de la «navegación espacial» del corazón, que lleva de la dimensión de un encerramiento en sí mismo hasta la dimensión nueva del amor divino que abraza el universo.