Jn 16, 12-15: Espíritu de la Verdad
/ 13 mayo, 2015 / San JuanEl Texto (Jn 16, 12-15)
Texto Bíblico
12 Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; 13 cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. 14 Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. 15 Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Hilario, obispo
Tratado sobre la Santísima Trinidad
Libro 2, 1, 33. 35: PL 10, 50-51. 73-75 – Liturgia de las Horas, Viernes VII Pascua (Par)
El don del Padre en Cristo
El Señor mandó bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, esto es, en la profesión de fe en el Creador, en el Hijo único y en el que es llamado Don.
Uno solo es el Creador de todo, ya que uno solo es Dios Padre, de quien procede todo; y uno solo el Hijo único, nuestro Señor Jesucristo, por quien ha sido hecho todo; y uno solo el Espíritu, que a todos nos ha sido dado.
Todo, pues, se halla ordenado según la propia virtud y operación: un Poder del cual procede todo, un Hijo por quien existe todo, un Don que es garantía de nuestra esperanza consumada. Ninguna falta se halla en semejante perfección; dentro de ella, en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, se halla lo infinito en lo eterno, la figura en la imagen, la fruición en el don.
Escuchemos las palabras del Señor en persona, que nos describe cuál es la acción específica del Espíritu en nosotros; dice, en efecto: Tendría aún muchas cosas que deciros, pero no estáis ahora en disposición de entenderlas. Os conviene, por tanto, que yo me vaya, porque, si me voy, os enviaré el Abogado.
Y también: Yo rogaré al Padre y él os dará otro Abogado que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de verdad. Él os conducirá a la verdad completa, porque no hablará por cuenta propia, sino que os dirá cuanto se le comunique y os anunciará las cosas futuras. Él me glorificará, porque tomará de lo que es mío.
Esta pluralidad de afirmaciones tiene por objeto darnos una mayor comprensión, ya que en ellas se nos explica cuál sea la voluntad del que nos otorga su Don, y cuál la naturaleza de este mismo Don: pues, ya que la debilidad de nuestra razón nos hace incapaces de conocer al Padre y al Hijo y nos dificulta el creer en la encarnación de Dios, el Don que es el Espíritu Santo, con su luz, nos ayuda a penetrar en estas verdades.
Al recibirlo, pues, se nos da un conocimiento más profundo. Porque, del mismo modo que nuestro cuerpo natural, cuando se ve privado de los estímulos adecuados, permanece inactivo (por ejemplo, los ojos, privados de luz, los oídos, cuando falta el sonido, y el olfato, cuando no hay ningún olor, no ejercen su función propia, no porque dejen de existir por la falta de estímulo, sino porque necesitan este estímulo para actuar), así también nuestra alma, si no recibe por la fe el Don que es el Espíritu, tendrá ciertamente una naturaleza capaz de entender a Dios, pero le faltará la luz para llegar a ese conocimiento. El Don de Cristo está todo entero a nuestra disposición y se halla en todas partes, pero se da a proporción del deseo y de los méritos de cada uno. Este Don está con nosotros hasta el fin del mundo; él es nuestro solaz en este tiempo de expectación; él, con su actuación en nosotros, es la garantía de nuestra esperanza futura; él es la luz de nuestra mente, el resplandor de nuestro espíritu.
Diadoco de Foticé
Capítulos sobre la perfección espiritual
6.26.27.30: PG 65, 1169.1175-1176
El discernimiento de espíritus se adquiere por el gusto espiritual
El auténtico conocimiento consiste en discernir sin error el bien del mal; cuando esto se logra, entonces el camino de la justicia, que conduce al alma hacia Dios, sol de justicia, introduce a aquella misma alma en la luz infinita del conocimiento, de modo que, en adelante, va ya segura en pos de la caridad.
Conviene que, aun en medio de nuestras luchas, conservemos siempre la paz del espíritu, para que la mente pueda discernir los pensamientos que la asaltan, guardando en la despensa de su memoria los que son buenos y provienen de Dios, y arrojando de este almacén natural los que son malos y proceden del demonio. El mar, cuando está en calma, permite a los pescadores ver hasta el fondo del mismo y descubrir dónde se hallan los peces; en cambio, cuando está agitado, se enturbia e impide aquella visibilidad, volviendo inútiles todos los recursos de que se valen los pescadores.
Sólo el Espíritu Santo puede purificar nuestra mente; si no entra él, como el más fuerte del evangelio, para vencer al ladrón, nunca le podremos arrebatar a éste su presa. Conviene, pues, que en toda ocasión el Espíritu Santo se halle a gusto en nuestra alma pacificada, y así tendremos siempre encendida en nosotros la luz del conocimiento; si ella brilla siempre en nuestro interior, no sólo se pondrán al descubierto las influencias nefastas y tenebrosas del demonio, sino que también se debilitarán en gran manera, al ser sorprendidas por aquella luz santa y gloriosa.
Por esto dice el Apóstol: No apaguéis el Espíritu, esto es, no entristezcáis al Espíritu Santo con vuestras malas obras y pensamientos, no sea que deje de ayudaros con su luz. No es que nosotros podamos extinguir lo que hay de eterno y vivificante en el Espíritu Santo, pero sí que él contristarlo, es decir, al ocasionar este alejamiento entre él y nosotros, queda nuestra mente privada de su luz y envuelta en tinieblas.
La sensibilidad del espíritu consiste en un gusto acertado, que nos da el verdadero discernimiento. Del mismo modo que, por el sentido corporal del gusto, cuando disfrutamos de buena salud, apetecemos lo agradable, discerniendo sin error lo bueno de lo malo, así también nuestro espíritu, desde el momento en que comienza a gozar de plena salud y a prescindir de inútiles preocupaciones, se hace capaz de experimentar la abundancia de la consolación divina y de retener en su mente el recuerdo de su sabor, por obra de la caridad, para distinguir y quedarse con lo mejor, según lo que dice el Apóstol: Y ésta es mi oración: Que vuestro amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores.
San Gregorio de Nacianceno, obispo y doctor de la Iglesia
Discurso
Discurso 31, 25-27; PG 36, 159
«Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hacia la verdad plena»
A lo largo de los siglos, dos grandes revoluciones han conmovido la tierra; los llamados dos Testamentos: uno ha hecho pasar a los hombres de la idolatría a la Ley; el otro, de la Ley al Evangelio. Un tercer cambio se prevee: aquel que, de aquí abajo, nos llevará a lo alto donde no hay movimiento ni agitación. Ahora bien, estos dos Testamentos tienen el mismo carácter…: no lo han transformado todo rápidamente desde el primer impulso de su creación…para no hacer las cosas con violencia sino con persuasión. Porque aquello que es impuesto por la fuerza, no es perdurable.
El Antiguo Testamento ha manifestado claramente al Padre, oscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento ha revelado al Hijo e insinuado la divinidad del Espíritu. Hoy el Espíritu vive entre nosotros, y se hace ver con claridad. Hubiera sido peligroso dar a conocer abiertamente al Hijo cuando la divinidad del Padre no era reconocida, y, cuando la divinidad del Hijo no era admitida, imponer…la del Espíritu Santo. Se podría temer que, como los responsables de demasiada comida o como los que miran el sol con los ojos todavía débiles, los creyentes pueden perder la fuerza que tenían para soportar. El esplendor de la Trinidad debe, entonces, iluminar progresivamente o como dice David, «poco a poco»(Sal 83,6) y por una progresión de gloria en gloria …
Todavía quiero hacer esta consideración: El Salvador sabía que ciertas cosas sus discípulos no las podían llevar por ahora, a pesar de la enseñanza que habían recibido. Por la razón que he dicho más arriba, mantenía cosas ocultas. Y Él les repetía que el Espíritu, después de su venida, se lo enseñaría todo.
Simeón el Nuevo Teólogo, monje griego
Catequesis
n. 33: SC 113
«Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena»
La «llave del conocimiento»(Lc 11,52) no es otra cosa que la gracia del Espíritu Santo. Se da por la fe. Por la iluminación, produce realmente el conocimiento y hasta el conocimiento pleno. Despierta nuestro espíritu encerrado y oscurecido, a menudo con parábolas y símbolos, pero también con afirmaciones más claras… hechas atención en el sentido espiritual de la palabra. Si la llave no es buena, la puerta no se abre. Porque, dice el Buen Pastor, » es a él a quien el portero abre » (Jn 10,3). Pero si la puerta no se abre, nadie entra en la casa del Padre, porque Cristo dijo: «Nadie va al Padre sin pasar por mí» (Jn 14,6).
Por tanto, es el Espíritu Santo, el primero, que despierta nuestro espíritu y nos enseña lo que concierne al Padre y el Hijo. Cristo nos dice esto también: «Cuando venga, él, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, dará testimonio en mi favor, y os guiará hacia la verdad plena» (Jn 15,26; 16,13). Ved cómo, por el Espíritu o más bien en el Espíritu, el Padre y el Hijo se dan a conocer, inseparablemente…
Si se llama llave al Espíritu Santo, es porque, por él y en él primero, tenemos el espíritu iluminado. Una vez purificados, somos iluminados por la luz del conocimiento. Somos bautizados desde lo alto, recibimos un nuevo nacimiento y llegamos a ser hijos de Dios, como dice san Pablo: «El Espíritu Santo clama por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26). Y todavía más: «Dios derramó su Espíritu en nuestros corazones que grita: ‘ Abba, Padre'» (Ga 4,6). Es pues él quien nos muestra la puerta, puerta que es luz, y la puerta nos enseña que, aquel que habita en la casa ,es él también luz inaccesible.
Dominum et Vivifantem
6. Esto se deduce también de la profunda correlación de contenido y de intención con el anuncio y la promesa mencionada, que se encuentra en las palabras sucesivas del texto de Juan: « Mucho podría deciros aún, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir » (Jn 16, 12 s.).
Con estas palabras Jesús presenta el Paráclito. el Espíritu de la verdad, como el que « enseñará » y « recordará », como el que « dará testimonio » de él; luego dice: « Os guiará hasta la verdad completa ». Este « guiar hasta la verdad completa », con referencia a lo que dice a los apóstoles « pero ahora no podéis con ello », está necesariamente relacionado con el anonadamiento de Cristo por medio de la pasión y muerte de Cruz, que entonces, cuando pronunciaba estas palabras, era inminente.
Después, sin embargo, resulta claro que aquel « guiar hasta la verdad completa » se refiere también, además del escándalo de la cruz, a todo lo que Cristo « hizo y enseñó » (Act 1, 1). En efecto, el misterio de Cristo en su globalidad exige la fe ya que ésta introduce oportunamente al hombre en la realidad del misterio revelado. El « guiar hasta la verdad completa » se realiza, pues en la fe y mediante la fe, lo cual es obra del Espíritu de la verdad y fruto de su acción en el hombre. El Espíritu Santo debe ser en esto la guía suprema del hombre y la luz del espíritu humano. Esto sirve para los apóstoles, testigos oculares, que deben llevar ya a todos los hombres el anuncio de lo que Cristo « hizo y enseñó » y, especialmente, el anuncio de su Cruz y de su Resurrección. En una perspectiva más amplia esto sirve también para todas las generaciones de discípulos y confesores del Maestro, ya que deberán aceptar con fe y confesar con lealtad el misterio de Dios operante en la historia del hombre, el misterio revelado que explica el sentido definitivo de esa misma historia.
7. Entre el Espíritu Santo y Cristo subsiste, pues, en la economía de la salvación una relación íntima por la cual el Espíritu actúa en la historia del hombre como « otro Paráclito », asegurando de modo permanente la trasmisión y la irradiación de la Buena Nueva revelada por Jesús de Nazaret. Por esto, resplandece la gloria de Cristo en el Espíritu Santo-Paráclito, que en el misterio y en la actividad de la Iglesia continúa incesantemente la presencia histórica del Redentor sobre la tierra y su obra salvífica, como lo atestiguan las siguientes palabras de Juan: « El me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros » (Jn 16,14). Con estas palabras se confirma una vez más todo lo que han dicho los enunciados anteriores. « Enseñará …, recordará …, dará testimonio ». La suprema y completa autorrevelación de Dios, que se ha realizado en Cristo, atestiguada por la predicación de los Apóstoles, sigue manifestándose en la Iglesia mediante la misión del Paráclito invisible, el Espíritu de la verdad. Cuán íntimamente esta misión esté relacionada con la misión de Cristo y cuán plenamente se fundamente en ella misma, consolidando y desarrollando en la historia sus frutos salvíficos, está expresado con el verbo « recibir »: « recibirá de lo mío y os lo comunicará ». Jesús para explicar la palabra « recibirá », poniendo en clara evidencia la unidad divina y trinitaria de la fuente, añade: « Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho: Recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros » (Jn 16, 15). Tomando de lo « mío », por eso mismo recibirá de « lo que es del Padre ».
A la luz pues de aquel « recibirá » se pueden explicar todavía las otras palabras significativas sobre el Espíritu Santo, pronunciadas por Jesús en el Cenáculo antes de la Pascua: « Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré; y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio » (Jn 16, 7s). Convendrá dedicar todavía a estas palabras una reflexión aparte.
Catecismo de la Iglesia Católica
La Iglesia, Templo del Espíritu Santo
797 Quod est spiritus noster, id est anima nostra, ad membra nostra, hoc est Spiritus Sanctus ad membra Christi, ad corpus Christi, quod est Ecclesia («Lo que nuestro espíritu, es decir, nuestra alma, es para nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia»; san Agustín, Sermo 268, 2). «A este Espíritu de Cristo, como a principio invisible, ha de atribuirse también el que todas las partes del cuerpo estén íntimamente unidas, tanto entre sí como con su excelsa Cabeza, puesto que está todo él en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de los miembros» (Pío XII: Mystici Corporis: DS 3808). El Espíritu Santo hace de la Iglesia «el Templo del Dios vivo» (2 Co 6, 16; cf. 1 Co 3, 16-17; Ef 2,21):
«En efecto, es a la misma Iglesia, a la que ha sido confiado el «don de Dios» […] Es en ella donde se ha depositado la comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo, arras de la incorruptibilidad, confirmación de nuestra fe y escala de nuestra ascensión hacia Dios […] Porque allí donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 3, 24, 1).
798 El Espíritu Santo es «el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las partes del cuerpo» (Pío XII, Mystici Corporis: DS 3808). Actúa de múltiples maneras en la edificación de todo el cuerpo en la caridad (cf. Ef 4, 16): por la Palabra de Dios, «que tiene el poder de construir el edificio» (Hch 20, 32), por el Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12, 13); por los sacramentos que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por «la gracia concedida a los apóstoles» que «entre estos dones destaca» (LG 7), por las virtudes que hacen obrar según el bien, y por las múltiples gracias especiales [llamadas «carismas»] mediante las cuales los fieles quedan «preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia» (LG 12; cf. AA 3).
San Juan Pablo II, papa
Catequesis: Audiencia General (26-04-1989)
Miércoles 26 de Abril de 1989
«Creo en el Espíritu Santo»: La promesa de Cristo
5. El Espíritu Santo presentado por Jesús especialmente en el discurso de despedida en el Cenáculo, es evidentemente una Persona diversa de Él: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito” (Jn 14, 16). “Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, él os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26). Jesús habla del Espíritu Santo adoptando frecuentemente el pronombre personal “él”: “Él dará testimonio de mí” (Jn 15, 26). “Él convencerá al mundo en lo referente al pecado” (Jn 16, 8). “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa” (Jn 16, 13), “Él me dará gloria” (Jn 16, 14). De estos textos emerge la verdad del Espíritu Santo como Persona, y no sólo como una potencia impersonal emanada de Cristo (cf. por ejemplo Lc 6, 19: “De él salía una fuerza”). Siendo una Persona, le pertenece un obrar propio, de carácter personal. En efecto, Jesús, hablando del Espíritu Santo, dice a los Apóstoles: “Vosotros le conocéis, porque mora con vosotros y en vosotros está” (Jn 14, 17). “Él os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26); “Dará testimonio de mí” (Jn 15, 26); “Os guiará a la verdad completa”, “os anunciará lo que ha de venir” (Jn 16, 13); Él “dará gloria” a Cristo (Jn 16, 14), y “convencerá al mundo en lo referente al pecado” (Jn 16, 8). El Apóstol Pablo, por su parte, afirma que el Espíritu “clama” en nuestros corazones (Ga 4, 6), “distribuye” sus dones “a cada uno en particular según su voluntad” (1 Co 12, 11), “intercede por los fieles” (cf. Rm 8, 27).
6. El Espíritu Santo revelado por Jesús es, por tanto, un ser personal (tercera Persona de la Trinidad) con un obrar propio personal. Pero en el mismo “discurso de despedida”, Jesús muestra los vínculos que unen a la persona del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo: por ello el anuncio de la venida del Espíritu Santo ―en ese “discurso de despedida”―, es al mismo tiempo la definitiva revelación de Dios como Trinidad.
Efectivamente, Jesús dice a los Apóstoles: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito” (Jn 14, 16): “el Espíritu de la verdad, que procede del Padre” (Jn 15, 26) “que el Padre enviará en mi nombre” (Jn 14, 26). El Espíritu Santo es, por tanto, una persona distinta del Padre y del Hijo y, al mismo tiempo, unida íntimamente a ellos: “procede” del Padre, el Padre lo “envía” en el nombre del Hijo: y esto en consideración de la redención, realizada por el Hijo mediante la ofrenda de Sí mismo en la cruz. Por ello Jesucristo dice: “Si me voy os lo enviaré” (Jn 16, 7). “El Espíritu de verdad que procede del Padre” es anunciado por Cristo como el Paráclito, que “yo os enviaré junto al Padre” (Jn 15, 26).
7. En el texto de Juan, que refiere el discurso de Jesús en el Cenáculo, está contenida, por tanto, la revelación de la acción salvífica de Dios como Trinidad. En la Encíclica Dominum et Vivificantem he escrito: “El Espíritu Santo, consubstancial al Padre y al Hijo en la divinidad, es amor y don (increado), del que deriva como de una fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación de la existencia a todas las cosas mediante la creación; la donación de la gracia a los hombres mediante toda la economía de la salvación” (n. 10: L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 8 de junio de 1986, pág. 3).
En el Espíritu Santo se halla, pues, la revelación de la profundidad de la Divinidad: el misterio de la Trinidad en el que subsisten las Personas divinas, pero abierto al hombre para darle vida y salvación. A ello se refiere San Pablo en la Primera Carta a los Corintios, cuando escribe: “El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios” (1 Co2, 10).
Catequesis: Audiencia general (17-05-1989)
Miércoles 17 de mayo de 1989
«Parakletos», el Espíritu de la verdad
1. Hemos citado varias veces las palabras de Jesús, que en el discurso de despedida dirigido a los Apóstoles en el Cenáculo promete la venida del Espíritu Santo como nuevo y definitivo defensor y consolador: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce” (Jn 14, 16-17). Aquel “discurso de despedida”, que se encuentra en la narración solemne de la última cena (cf. Jn 13, 2), es una fuente de primera importancia para la neumatología, es decir, para la disciplina teológica que se refiere al Espíritu Santo. Jesús habla de Él como del Paráclito, que “procede” del Padre, y que el Padre “enviará” a los Apóstoles y a la Iglesia “en nombre del Hijo”, cuando el propio Hijo “se vaya”, “a costa” de su partida mediante el sacrificio de la cruz.
Hemos de considerar el hecho de que Jesús llama al Paráclito el “Espíritu de la verdad”. También en otros momentos lo ha llamado así (cf. Jn 15, 26; Jn 16, 13).
2. Tengamos presente que en el mismo “discurso de despedida” Jesús, respondiendo a una pregunta del Apóstol Tomás acerca de su identidad, afirma de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). De esta doble referencia a la verdad que Jesús hace para definir tanto a Sí mismo como al Espíritu Santo se deduce que, si el Paráclito es llamado por Él “Espíritu de la verdad”, esto significa que el Espíritu Santo es quien después de la partida de Cristo, mantendrá entre los discípulos la misma verdad, que Él ha anunciado y revelado y, más aún, que es Él mismo. El Paráclito, en efecto, es la verdad, como lo es Cristo. Lo dirá Juan en su Primera Carta: “El Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad” (1 Jn 5, 6). En la misma Carta el Apóstol escribe también: “Nosotros somos de Dios. Quien conoce a Dios nos escucha, quien no es de Dios no nos escucha. En esto conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error ‘spiritus erroris’” (1 Jn 4, 6). La misión del Hijo y la del Espíritu Santo se encuentran, están ligadas y se complementan recíprocamente en la afirmación de la verdad y en la victoria sobre el error. Los campos de acción en que actúa son el espíritu humano y la historia del mundo. La distinción entre la verdad y error es el primer momento de dicha actuación.
3. Permanecer en la verdad y obrar en la verdad es el problema esencial para los Apóstoles y para los discípulos de Cristo, tanto de los primeros tiempos como de todas las nuevas generaciones de la Iglesia a lo largo de los siglos. Desde este punto de vista, el anuncio del Espíritu de la verdad tiene una importancia clave. Jesús dice en el Cenáculo: “Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora (todavía) no podéis con ello” (Jn 16, 12). Es verdad que la misión mesiánica de Jesús duró poco, demasiado poco para revelar a los discípulos todos los contenidos de la revelación. Y no sólo fue breve el tiempo a disposición sino que también resultaron limitadas la preparación y la inteligencia de los oyentes. Varias veces se dice que los mismos Apóstoles “estaban desconcertados en su interior” (Cf. Mc 6, 52), y “no entendían” (cf. por ejemplo, Mc 8, 21), o bien entendían erróneamente las palabras y las obras de Cristo (cf. por ejemplo, Mt 16, 6-11 ).
Así se explican en toda la plenitud de su significado las palabras del Maestro: “Cuando venga… el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa” (Jn 16, 13).
4. La primera confirmación de esta promesa de Jesús tendrá lugar en Pentecostés y en los días sucesivos, como atestiguan los Hechos de los Apóstoles. Pero la promesa no se refiere sólo a los Apóstoles y a sus inmediatos compañeros en la evangelización, sino también a las futuras generaciones de discípulos y de confesores de Cristo. El Evangelio, en efecto, está destinado a todas las naciones y a las generaciones siempre nuevas, que se desarrollarán en el contexto de las diversas culturas y del múltiple progreso de la civilización humana. Mirando todo el arco de la historia Jesús dice: “El Espíritu de la verdad, que procede del Padre, dará testimonio de mí”. “Dará testimonio”, es decir, mostrará el verdadero sentido del Evangelio en el interior de la Iglesia para que ella lo anuncie de modo auténtico a todo el mundo. Siempre y en todo lugar, incluso en la interminable sucesión de las cosas que cambian desarrollándose en la vida de la humanidad, el “espíritu de la verdad” guiará a la Iglesia “hasta la verdad completa” (Jn 16, 13).
5. La relación entre la revelación comunicada por el Espíritu Santo y la de Jesús es muy estrecha. No se trata de una revelación diversa, heterogénea. Esto se puede argumentar desde una peculiaridad del lenguaje que Jesús usa en su promesa: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26). El recordar es la función de la memoria. Recordando se vuelve a lo pasado, a lo que se ha dicho y realizado, renovando así en la conciencia las cosas pasadas, y casi haciéndolas revivir. Tratándose especialmente del Espíritu Santo, Espíritu de una verdad cargada del poder divino, su misión no se agota al recordar el pasado como tal: “recordando” las palabras, las obras y todo el misterio salvífico de Cristo, el Espíritu de la verdad lo hace continuamente presente en la Iglesia, de modo que revista una “actualidad” siempre nueva en la comunidad de la salvación. Gracias a la acción del Espíritu Santo, la Iglesia no sólo recuerda la verdad, sino que permanece y vive en la verdad recibida de su Señor. También de este modo se cumplen las palabras de Cristo: “Él (el Espíritu Santo) dará testimonio de mí” (Jn 15, 26). Este testimonio del Espíritu de la verdad se identifica así con la presencia de Cristo siempre vivo, con la fuerza operante del Evangelio, con la actuación creciente de la redención, con una continua ilustración de verdad y de virtud. De este modo, el Espíritu Santo “guía” a la Iglesia “hasta la verdad completa”.
6. Tal verdad está presente, al menos de manera implícita, en el Evangelio. Lo que el Espíritu Santo revelará ya lo dijo Cristo. Lo revela Él mismo cuando, hablando del Espíritu Santo, subraya que “no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga… El me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16, 13)14). Cristo, glorificado por el Espíritu de la verdad, es, ante todo, el mismo Cristo crucificado, despojado de todo y casi “aniquilado” en su humanidad para la redención del mundo. Precisamente por obra del Espíritu Santo la “palabra de la cruz” tenía que ser aceptada por los discípulos, a los cuales el mismo Maestro había dicho: “Ahora (todavía) no podéis con ello” (Jn 16, 12). Se presentaba, ante aquellos pobres hombres, la imagen de la cruz. Era necesaria un acción profunda para hacer que sus mentes y sus corazones fuesen capaces de descubrir la “gloria de la redención”, que se había realizado precisamente en la cruz. Era necesario una intervención divina para convencer y transformar interiormente a cada uno de ellos, como preparación, sobre todo, para el día de Pentecostés, y, posteriormente. la misión apostólica en el mundo. Y Jesús les advierte que el Espíritu Santo “me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros”. Sólo el Espíritu que, según San Pablo (1 Co 2, 10) “sondea las profundidades de Dios”, conoce el misterio del Hijo-Verbo en su relación filial con el Padre y en su relación redentora con los hombres de todos los tiempos. Sólo Él, el Espíritu de la verdad, puede abrir las mentes y los corazones humanos haciéndolos capaces de aceptar el inescrutable misterio de Dios y de su Hijo encarnado, crucificado y resucitado, Jesucristo el Señor.
7. Jesús añade: “El Espíritu de la verdad… os anunciará lo que ha de venir” (Jn 16, 13). “¿Qué significa esta proyección profética y escatológica con la que Jesús coloca bajo el radio de acción del Espíritu Santo todo el futuro de la Iglesia, todo el camino histórico que ella está llamada a realizar a lo largo de los siglos? Significa ir al encuentro de Cristo glorioso, hacia el que tiende en virtud de la invocación suscitada por el Espíritu Santo: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 17. 20). El Espíritu Santo conduce a la Iglesia hacia un constante progreso en la comprensión de la verdad revelada. Vela por la enseñanza de dicha verdad, por su conservación, por su aplicación a las cambiantes situaciones históricas. Suscita y conduce el desarrollo de todo lo que contribuye al conocimiento y a la difusión de esta verdad: en particular, la exégesis de la Sagrada Escritura y la investigación teológica, que nunca se pueden separar de la dirección del Espíritu de la verdad ni del Magisterio de la Iglesia, en el que el Espíritu siempre está actuando.
Todo acontece en la fe y por la fe, bajo la acción del Espíritu, como he dicho en la Encíclica Dominum et vivificantem: “El misterio de Cristo en su globalidad exige la fe, ya que ésta introduce oportunamente al hombre en la realidad del misterio revelado. El ‘guiar hasta la verdad completa’ se realiza, pues, en la fe y mediante la fe, lo cual es obra del Espíritu de verdad y fruto de su acción en el hombre. El Espíritu debe ser en esto la guía suprema del hombre y la luz del espíritu humano. Esto sirve para los Apóstoles, testigos oculares, que deben llevar ya a todos los hombres el anuncio de lo que Cristo ‘hizo y enseñó’ y, especialmente, el anuncio de su cruz y de su resurrección. En una perspectiva más amplia esto sirve también para todas las generaciones de discípulos y confesores del Maestro, ya que deberán aceptar con fe y confesar con lealtad el misterio de Dios operante en la historia del hombre, el misterio revelado que explica el sentido definitivo de esa misma historia” (n. 6).
8. De este modo, el “Espíritu de la verdad” continuamente anuncia los acontecimientos futuros; continuamente muestra a la humanidad este futuro de Dios, que está por encima y fuera de todo futuro “temporal”; y así llena de valor eterno el futuro del mundo. Así el Espíritu convence al hombre, haciéndole entender que, con todo lo que es, y tiene, y hace, está llamado por Dios en Cristo a la salvación. Así el “Paráclito”, el Espíritu de la verdad, es el verdadero “Consolador” del hombre. Así es el verdadero Defensor y Abogado. Así es el verdadero Garante del Evangelio en la historia: bajo su acción la Buena Nueva es siempre “la misma” y es siempre “nueva”; y de modo siempre nuevo ilumina el camino del hombre en la perspectiva del cielo con “palabras de vida eterna” (Jn 6, 68).
Catequesis: Audiencia General (12-12-1990)
Miércoles 12 de diciembre de 1990
El Espíritu Santo, fuente de la santidad de la Iglesia
5. San Pablo insiste en recordar que el Espíritu Santo obra la santificación humana y forma la comunión eclesial de los creyentes, partícipes de su misma santidad. En efecto, los hombres «lavados, santificados y justificados en el nombre del Señor Jesucristo» se convierten en santos «en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Co 6, 11). «El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él» (1 Co 6, 17). Y esta santidad se transforma en el verdadero culto del Dios vivo: el «culto en el Espíritu de Dios» (Flp 3, 3).
Esta doctrina de Pablo se debe poner en relación con las palabras de Cristo que aparecen en el evangelio de Juan acerca de los «verdaderos adoradores» que «adoran al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren» (Jn 4, 23-24). Este culto en espíritu y en verdad tiene en Cristo la raíz de donde se desarrolla toda la planta, vivificada por él mediante el Espíritu, como dirá Jesús mismo en el Cenáculo: «Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (Jn 16, 14). Toda la «opus laudis» en el Espíritu Santo es el «verdadero culto» ofrecido al Padre por el Hijo-Verbo encarnado, y participado en los creyentes por el Espíritu Santo. Así, pues, se trata también de la glorificación del Hijo mismo en el Padre.
6. La participación del Espíritu Santo a los creyentes y a la Iglesia se da también bajo todos los demás aspectos de la santificación: la purificación del pecado (cf. 1 P 4, 8), la iluminación del intelecto (cf. Jn 14, 26; 1 Jn 2, 27), la observancia de los mandamientos (cf. Jn 14, 23), la perseverancia en el camino hacia la vida eterna (cf. Ef 1, 13-14; Rm 8, 14-16), y la escucha de lo que el Espíritu mismo «dice a las Iglesias» (cf. Ap 2, 7). En la consideración de esta obra de santificación, santo Tomás de Aquino, en la catequesis sobre el Símbolo de los Apóstoles, encuentra fácil el paso del artículo sobre el Espíritu Santo al artículo sobre la «santa Iglesia católica». En efecto, escribe: «Así como vemos que en un hombre existe un alma y un cuerpo, y a pesar de ello hay diversos miembros, así la Iglesia católica es un solo cuerpo con diversos miembros. El alma que vivifica este cuerpo es el Espíritu Santo. Por tanto, después de la fe en el Espíritu Santo, se nos manda creer en la santa Iglesia católica, como decimos en el Símbolo. Ahora bien, Iglesia significa congregación: por consiguiente, la Iglesia es la congregación de los fieles, y todo cristiano es como un miembro de la Iglesia, que es santa (…) por el lavado en la Sangre de Cristo, por la unción con la gracia del Espíritu Santo, por la inhabitación de la Trinidad, por la invocación del Nombre de Dios en el templo del alma, que ya no se debe violar (cf. 1 Co 3, 17)» (In Symb. Apost., a. 9). Y tras haber ilustrado las notas de la Iglesia, el Aquinate pasa al artículo sobre la comunión de los santos: «Así como en el cuerpo natural la operación de cada miembro confluye en el bien de todo el cuerpo, de la misma manera sucede en el cuerpo espiritual, es decir, en la Iglesia. Puesto que todos los fieles son un solo cuerpo, el bien de cada uno es participado con el otro (cf. Rm 12, 5): según la fe de los Apóstoles existe, pues, en la Iglesia la comunión de los bienes, en Cristo que, como Cabeza, comunica su bien a todos los cristianos, como a miembros de su Cuerpo» (In Symb Apost., a. 10).
7. La lógica de este raciocinio está fundada en el hecho de que la santidad, de la que es fuente el Espíritu Santo, debe acompañar a la Iglesia y a sus miembros durante toda la peregrinación hasta las moradas eternas. Por esto, en el Símbolo están vinculados entre sí los artículos sobre el Espíritu Santo, la Iglesia y la comunión de los santos: «Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos». El perfeccionamiento de esta unión ―comunión de los santos― será el fruto escatológico de la santidad que es concedida en la tierra por el Espíritu Santo a la Iglesia en sus hijos, en toda persona, en toda generación, a lo largo de la historia. Y aunque en esta peregrinación terrena los hijos de la Iglesia con frecuencia «entristecen al Espíritu Santo» (Ef 4, 30), la fe nos dice que ellos, «sellados» con este Espíritu «para el día de la redención» (Ef 4, 30), pueden ―a pesar de sus debilidades y sus pecados― avanzar por las sendas de la santidad, hasta la conclusión del camino. Las sendas son muchas, y es grande también la variedad de los santos en la Iglesia. «Una estrella difiere de otra en resplandor» (1 Co 15, 41). Pero «hay un solo Espíritu», que con su propio modo y estilo divino realiza en cada uno la santidad. Por eso, podemos acoger con fe y esperanza la exhortación del apóstol Pablo: «Hermanos míos amados, manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que vuestro trabajo no es vano en el Señor» (1 Co 15, 58).
Catequesis: Audiencia General (17-04-1991)
Miércoles 17 de abril de 1991
El Espíritu Santo, autor de nuestra oración
4. En realidad, sobre todo en la enseñanza de san Pablo, el Espíritu Santo se presenta como el autor de la oración cristiana. En primer lugar, porque estimula a la oración. Es él quien engendra la necesidad y el deseo de obedecer el consejo de Cristo, especialmente para la hora de la tentación: «Velad y orad…; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26, 41). Un eco de esa exhortación resuena en aquella recomendación de la carta a los Efesios que dice: «orad en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia (…) para que me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el misterio del Evangelio» (Ef 6, 18-19). Pablo se reconoce en la condición de los hombres que tienen necesidad de orar para resistir a la tentación y no caer víctimas de su debilidad humana, y para llevar a cabo la misión a la que son llamados. En efecto, siempre tiene presente, y a veces siente de modo casi dramático, la consigna que recibió de ser en el mundo, especialmente en medio de los paganos, el testigo de Cristo y del Evangelio. Pablo sabe que lo que está llamado a hacer y a decir es también, y sobre todo, obra del Espíritu de verdad, del que Jesús dijo: «Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (Jn 16, 14).
Dado que se trata de una «cosa de Cristo», que el Espíritu toma para «glorificarlo» mediante el anuncio misionero, sólo entrando en el circuito de esa relación entre Cristo y su Espíritu, en el misterio de la unidad con el Padre, el hombre puede llevar a cabo esa misión: el camino de ingreso en dicha comunión es la oración, inspirada en nosotros por el Espíritu.
5. En la carta a los Romanos el Apóstol muestra, con palabras sumamente penetrantes, que «el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26). Pablo nota que, de algún modo, unos gemidos semejantes brotan también de lo más íntimo de la creación, que «deseando vivamente la revelación de los hijos de Dios (…) gime hasta el presente y sufre dolores de parto con la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción» (Rm 8, 19, 21-22). En este escenario, histórico y espiritual, actúa el Espíritu Santo: «El que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios» (Rm 8, 27).
Nos encontramos en la raíz más íntima y profunda de la oración. Pablo nos lo asegura y, por tanto, nos ayuda a entender que además de impulsarnos el Espíritu Santo a la oración, él mismo ora en nosotros.
6. El Espíritu Santo está en el origen de la oración que refleja del modo más perfecto la relación existente entre las Personas divinas de la Trinidad: la oración de glorificación y de acción de gracias, con que se honra al Padre y, con él, al Hijo y al Espíritu Santo. Esta oración estaba en boca de los Apóstoles el día de Pentecostés, cuando anunciaban «las maravillas de Dios» (Hch 2, 11). Lo mismo acaeció en la casa del centurión Cornelio cuando, durante el discurso de Pedro, los presentes recibieron «el don del Espíritu Santo» y «glorificaban a Dios» (cf. Hch 10, 45-47).
San Pablo interpreta esta primera experiencia cristiana, que se convirtió en patrimonio común de la Iglesia de los orígenes, cuando en la carta a los Colosenses, tras haberles deseado: «La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza» (Col 3, 16), exhorta a los cristianos a permanecer en la oración, cantando a Dios de corazón y con gratitud himnos y cánticos inspirados, instruyéndose y amonestándose con toda sabiduría, y les pide que este estilo de vida de oración sea aplicado a todo lo que hagan: «Todo cuanto hagáis, de palabra y de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre» (Col 3, 17). La misma recomendación aparece en la carta a los Efesios: «Llenaos más bien del Espíritu. Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5, 18-20)
Aquí resalta la dimensión trinitaria de la oración cristiana, según la enseñanza y la exhortación del Apóstol. Se ve asimismo que, según el Apóstol, es el Espíritu Santo quien impulsa a esa oración y la forma en el corazón del hombre. La «vida de oración» de los santos, de los místicos, de las escuelas y corrientes de espiritualidad, que se desarrolló en el cristianismo durante los siglos siguientes, sigue la línea de la experiencia de las comunidades primitivas. Y en esa misma línea se mantiene la liturgia de la Iglesia, como se manifiesta, por ejemplo, en el Gloria in excelsis Deo, cuando decimos; «Por tu inmensa gloria…, te damos gracias»; de igual forma, en el Te Deum, alabamos a Dios y lo proclamamos Señor. En los Prefacios también vuelve la invitación invariable: «Demos gracias al Señor, nuestro Dios», y a los fieles se les invita a dar su respuesta de asentimiento y participación: «Es justo y necesario». Es hermoso repetir con la Iglesia orante, al final de cada salmo y en muchas otras ocasiones, la breve, densa y espléndida doxología del Gloria Patri: «Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo…».
7. La glorificación de Dios, Uno y Trino, bajo la acción del Espíritu Santo que ora en nosotros y por nosotros, tiene lugar principalmente en el corazón, pero se traduce también en las alabanzas orales por una necesidad de expresión personal y de asociación comunitaria en la celebración de las maravillas de Dios. El alma que ama a Dios se expresa a sí misma en las palabras y, fácilmente, también en el canto, como ha sucedido siempre en la Iglesia, desde las primeras comunidades cristianas. San Agustín nos informa de que «san Ambrosio introdujo el canto en la Iglesia de Milán» (cf. Confesiones, 9, c. 7: PL 32, 770) y recuerda que lloró escuchando «los himnos y cánticos que se elevaban en tu Iglesia, lleno de una profunda emoción» (cf. Confesiones, 9, c. 6: PL 32, 769). También el sonido puede ayudar en la alabanza a Dios, cuando los instrumentos sirven para «transportar a las alturas (rapere in celsitudinem) los afectos humanos» (Santo Tomás de Aquino, Expositio in psalmos, 32, 2). Así se explica el valor de los cantos y de los sonidos en la liturgia de la Iglesia, pues «sirven para excitar el afecto con relación a Dios… (también) con las diversas modulaciones de los sonidos» (Santo Tomás, Summa Theologica, II-II, q. 92, a. 2; cf. San Agustín, Confesiones, 10, c. 22: PL 32, 800). Si se observan las normas litúrgicas, se puede experimentar también hoy lo que san Agustín recordaba en aquel otro pasaje de sus Confesiones (9, c. 4, n. 8): «¡Qué voces elevé, Dios mío, hasta ti al leer los salmos de David, cánticos de fe, música de piedad! (…) ¡Qué voces elevaba hasta ti al leer aquellos salmos! ¡Cómo me inflamaba de amor a ti y de deseo de recitarlos, si hubiera podido, delante de toda la tierra…!». Eso acontece cuando, tanto los individuos como las comunidades, secundan la acción íntima del Espíritu Santo.
Catequesis: Audiencia General (24-04-1991)
Miércoles 24 de abril de 1991
El Espíritu Santo, luz del alma
1. La vida espiritual tiene necesidad de iluminación y de guía. Por eso Jesús, al fundar la Iglesia y al mandar a los Apóstoles al mundo, les confió la tarea de hacer discípulos a todas las gentes, como leemos en el evangelio según san Mateo (28, 19-20), pero también la de «proclamar la Buena Nueva a toda la creación», como dice el texto canónico del evangelio de san Marcos (16, 15). También san Pablo habla del apostolado como de una iluminación para todos (cf. Ef 3, 9).
Pero esta obra de la Iglesia evangelizadora y maestra pertenece al ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores y, de manera diversa, a todos los miembros de la Iglesia, para continuar para siempre la obra de Cristo, el «único Maestro» (Mt 23, 8), que ha traído a la humanidad la plenitud de la revelación de Dios. Permanece la necesidad de un Maestro interior que haga penetrar en el espíritu y en el corazón de los hombres la enseñanza de Jesús. Es el Espíritu Santo a quien Jesús mismo llama «Espíritu de verdad» y que, según nos promete, guiará hacia toda la verdad (cf. Jn 14, 17; 16, 13). Si Jesús ha dicho de sí mismo: «Yo soy la verdad» (Jn 14, 6), es esta verdad de Cristo la que el Espíritu Santo hace conocer y difunde: «No hablará por su cuenta, sino que hablará de lo que oiga…, recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (Jn 16, 13-14). El Espíritu es Luz del alma: Lumen cordium, como lo invocamos en la secuencia de Pentecostés.
2. El Espíritu Santo fue Luz y Maestro interior para los Apóstoles que debían conocer a Cristo en profundidad, a fin de poder llevar a cabo la tarea de ser sus evangelizadores. Lo ha sido y lo es para la Iglesia y, en la Iglesia, para los creyentes de todas las generaciones; de modo particular, para los teólogos y los maestros del espíritu, para los catequistas y los responsables de comunidades cristianas. Lo ha sido y lo es también para todos aquellos que, dentro y fuera de los límites visibles de la Iglesia, quieren seguir los caminos de Dios con corazón sincero y, sin culpa, no encuentran quién los ayude a descifrar los enigmas del alma y a descubrir la verdad revelada. Ojalá que el Señor conceda a todos nuestros hermanos ―millones, es más, millares de millones― la gracia del recogimiento y de la docilidad al Espíritu Santo en los momentos que pueden ser decisivos en su vida.
Para nosotros, los cristianos, el magisterio íntimo del Espíritu Santo es una certeza gozosa, fundada en la palabra de Cristo sobre la venida del «otro Paráclito» que, según decía, «el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). «Os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16, 13).
3. Como resulta de este texto, Jesús no confía su palabra sólo a la memoria de sus oyentes: esta memoria será auxiliada por el Espíritu Santo, que reavivará continuamente en los Apóstoles el recuerdo de los acontecimientos y el sentido de los misterios evangélicos.
De hecho, el Espíritu Santo guió a los Apóstoles en la transmisión de la palabra y de la vida de Jesús, inspirando ya sea su predicación oral y sus escritos, ya la redacción de los evangelios, como hemos visto en su momento en la catequesis sobre el Espíritu Santo y la revelación.
Pero sigue siendo él mismo el que ayuda a los lectores de la Escritura para que comprendan el significado divino que encierra el texto, del que es inspirador y autor principal: sólo él puede hacer conocer «las profundidades de Dios» (1 Co 2, 10), tal como están contenidas en el texto sagrado; él es quien ha sido enviado para instruir a los discípulos sobre las enseñanzas del Maestro (cf. Jn 16, 13).
4. De este magisterio íntimo del Espíritu Santo nos hablan los mismos Apóstoles, los primeros transmisores de la palabra de Cristo. Escribe san Juan: «En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo [Cristo] y todos vosotros lo sabéis. Os he escrito, no porque desconozcáis la verdad, sino porque la conocéis y porque ninguna mentira viene de la verdad» (1 Jn 2, 20-21). Según los Padres de la Iglesia y la mayoría de los exegetas modernos, esta «unción» (chrisma) designa al Espíritu Santo. Más aún, san Juan afirma que aquellos que viven según el Espíritu no tienen necesidad de otros maestros: «En cuanto a vosotros ―escribe―, la unción que de él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña acerca de todas las cosas ―y es verdadera y no mentirosa― según os enseñó, permaneced en él» (1 Jn 2, 27).
También el apóstol Pablo habla de una comprensión según el Espíritu, que no es fruto de sabiduría humana, sino de iluminación divina: «El hombre naturalmente (psichicòs) no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él. Y no las puede conocer pues sólo espiritualmente (pneumaticòs) pueden ser juzgadas. En cambio, el hombre de espíritu lo juzga todo; y a él nadie puede juzgarlo» (1 Co 2, 14-15).
Por tanto, los cristianos, habiendo recibido el Espíritu Santo, unción de Cristo, poseen en sí mismos una fuente de conocimiento de la verdad, y el Espíritu Santo es el Maestro soberano que los ilumina y guía.
5. Si son dóciles y fieles a su magisterio divino, el Espíritu Santo los preserva del error, y los hace vencedores en el conflicto continuo entre el «espíritu de la verdad» y el «espíritu del error» (cf. 1 Jn 4, 6). El espíritu del error, que no reconoce a Cristo (cf. 1 Jn 4, 3), es esparcido por los «falsos profetas», siempre presentes en el mundo, también en medio del pueblo cristiano, con una acción a voces descubierta e incluso clamorosa, y a veces engañosa y servil. Como Satanás, también ellos se visten a menudo como «ángeles de luz» (cf. 2 Co 11, 14) y se presentan con carismas de aparente inspiración profética y apocalíptica. Esto ya sucedía en los tiempos apostólicos. Por eso san Juan advierte: «Queridos, no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo» (1 Jn 4, 1). El Espíritu Santo, como ha recordado el Concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 12), protege al cristiano del error, haciéndole discernir lo que es genuino de lo que es falso. El cristiano, por su parte, siempre necesita buenos criterios de discernimiento acerca de las cosas que escucha o lee en materia de religión, de Sagrada Escritura, de manifestaciones de lo sobrenatural, etc. Tales criterios son: la conformidad con el Evangelio, pues el Espíritu Santo no puede menos de «recibir de Cristo»; la sintonía con la enseñanza de la Iglesia, fundada y mandada por Cristo a predicar su verdad; la rectitud de la vida de quien habla o escribe; y los frutos de santidad que derivan de lo que se presenta o se propone.
6. El Espíritu Santo enseña al cristiano la verdad como principio de vida y le muestra la aplicación concreta de las palabras de Jesús en su vida. Además, hace descubrir la actualidad del Evangelio y su valor para todas las situaciones humanas, adapta la inteligencia de la verdad a todas las circunstancias, a fin de que esta verdad no permanezca sólo como abstracta y especulativa, y libera al cristiano de los peligros de la doblez y de la hipocresía.
Por eso, el Espíritu Santo ilumina a cada uno personalmente, para guiarlo en su comportamiento, indicándole el camino que tiene que seguir y abriéndole por lo menos alguna perspectiva en relación con el proyecto del Padre acerca de su vida. Es la gran gracia de luz que san Pablo pedía para los Colosenses: «La inteligencia espiritual», capaz de hacer que ellos comprendan la voluntad divina. En efecto, los tranquilizaba: «Por eso, tampoco nosotros dejamos de rogar por vosotros desde el día que lo oímos, y de pedir que lleguéis al pleno conocimiento de su voluntad [de Dios] con toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que viváis de una manera digna del Señor, agradándole en todo, fructificando en toda obra buena…» (Col 1, 9-10). Para todos nosotros es necesaria esta gracia de luz, a fin de que conozcamos bien la voluntad de Dios sobre nosotros y podamos vivir plenamente nuestra vocación personal.
No faltan nunca problemas que a veces parecen insolubles. Pero el Espíritu Santo socorre en las dificultades e ilumina. Puede revelar la solución divina, como en el momento de la Anunciación para el problema de la conciliación de la maternidad con el deseo de conservar la virginidad. Aunque no se trate de un misterio único, como el de la intervención de María en la encarnación del Verbo, puede decirse que el Espíritu Santo posee una inventiva infinita, propia de la mente divina, que provee a desatar los nudos de los sucesos humanos, incluso los más complejos e impenetrables.
7. El Espíritu Santo concede y obra todo esto en el alma mediante sus dones, gracias a los cuales es posible practicar un buen discernimiento, no según los criterios de la sabiduría humana, que es necedad ante Dios, sino de la divina, que puede parecer necedad a los ojos de los hombres (cf. 1 Co 1, 18-25). En realidad, sólo el Espíritu «todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (1 Co 2, 10-11). Y si hay oposición entre el espíritu del mundo y el Espíritu de Dios, Pablo recuerda a los cristianos: «Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado» (1 Co 2, 12). A diferencia del «hombre natural», el «hombre espiritual» (pneumaticòs), está abierto sinceramente al Espíritu Santo y es dócil y fiel a sus inspiraciones (cf. 1 Co 2, 14-16). Por eso tiene habitualmente la capacidad de un juicio recto, bajo la guía de la sabiduría divina.
8. Un signo del contacto real con el Espíritu Santo en el discernimiento es y será siempre la adhesión a la verdad revelada como la propone el Magisterio de la Iglesia. El Maestro interior no inspira el disentimiento, la desobediencia y ni siquiera la resistencia injustificada frente a los pastores y maestros establecidos por él mismo en la Iglesia (cf. Hch 20, 29). A la autoridad de la Iglesia, como dice el Concilio en la constitución Lumen gentium (n. 12), compete «ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1 Ts 5, 12 y 19-21)». Esta línea de sabiduría eclesial y pastoral viene también del Espíritu Santo.
Francisco, papa
Catequesis: Audiencia General (15-05-2013)
Miércoles 15 de mayo de 2013. Plaza de San Pedro.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!:
Hoy quisiera reflexionar sobre la acción que realiza el Espíritu Santo al guiar a la Iglesia y a cada uno de nosotros a la Verdad. Jesús mismo dice a los discípulos: el Espíritu Santo «os guiará hasta la verdad» (Jn 16, 13), siendo Él mismo «el Espíritu de la Verdad» (cf. Jn 14, 17; 15, 26; 16, 13).
Vivimos en una época en la que se es más bien escéptico respecto a la verdad. Benedicto XVI habló muchas veces de relativismo, es decir, de la tendencia a considerar que no existe nada definitivo y a pensar que la verdad deriva del consenso o de lo que nosotros queremos. Surge la pregunta: ¿existe realmente «la» verdad? ¿Qué es «la» verdad? ¿Podemos conocerla? ¿Podemos encontrarla? Aquí me viene a la mente la pregunta del Procurador romano Poncio Pilato cuando Jesús le revela el sentido profundo de su misión: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18, 38). Pilato no logra entender que «la» Verdad está ante él, no logra ver en Jesús el rostro de la verdad, que es el rostro de Dios. Sin embargo, Jesús es precisamente esto: la Verdad, que, en la plenitud de los tiempos, «se hizo carne» (Jn 1, 1.14), vino en medio de nosotros para que la conociéramos. La verdad no se aferra como una cosa, la verdad se encuentra. No es una posesión, es un encuentro con una Persona.
Pero, ¿quién nos hace reconocer que Jesús es «la» Palabra de verdad, el Hijo unigénito de Dios Padre? San Pablo enseña que «nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!”, sino por el Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). Es precisamente el Espíritu Santo, el don de Cristo Resucitado, quien nos hace reconocer la Verdad. Jesús lo define el «Paráclito», es decir, «aquel que viene a ayudar», que está a nuestro lado para sostenernos en este camino de conocimiento; y, durante la última Cena, Jesús asegura a los discípulos que el Espíritu Santo enseñará todo, recordándoles sus palabras (cf. Jn 14, 26).
¿Cuál es, entonces, la acción del Espíritu Santo en nuestra vida y en la vida de la Iglesia para guiarnos a la verdad? Ante todo, recuerda e imprime en el corazón de los creyentes las palabras que dijo Jesús, y, precisamente a través de tales palabras, la ley de Dios —como habían anunciado los profetas del Antiguo Testamento— se inscribe en nuestro corazón y se convierte en nosotros en principio de valoración en las opciones y de guía en las acciones cotidianas; se convierte en principio de vida. Se realiza así la gran profecía de Ezequiel: «os purificaré de todas vuestras inmundicias e idolatrías, y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo… Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos» (36, 25-27). En efecto, es del interior de nosotros mismos de donde nacen nuestras acciones: es precisamente el corazón lo que debe convertirse a Dios, y el Espíritu Santo lo transforma si nosotros nos abrimos a Él.
El Espíritu Santo, luego, como promete Jesús, nos guía «hasta la verdad plena» (Jn 16, 13); nos guía no sólo al encuentro con Jesús, plenitud de la Verdad, sino que nos guía incluso «dentro» de la Verdad, es decir, nos hace entrar en una comunión cada vez más profunda con Jesús, donándonos la inteligencia de las cosas de Dios. Y esto no lo podemos alcanzar con nuestras fuerzas. Si Dios no nos ilumina interiormente, nuestro ser cristianos será superficial. La Tradición de la Iglesia afirma que el Espíritu de la Verdad actúa en nuestro corazón suscitando el «sentido de la fe» (sensus fidei) a través del cual, como afirma el Concilio Vaticano II, el Pueblo de Dios, bajo la guía del Magisterio, se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida, la profundiza con recto juicio y la aplica más plenamente en la vida (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 12). Preguntémonos: ¿estoy abierto a la acción del Espíritu Santo, le pido que me dé luz, me haga más sensible a las cosas de Dios? Esta es una oración que debemos hacer todos los días: «Espíritu Santo haz que mi corazón se abra a la Palabra de Dios, que mi corazón se abra al bien, que mi corazón se abra a la belleza de Dios todos los días». Quisiera hacer una pregunta a todos: ¿cuántos de vosotros rezan todos los días al Espíritu Santo? Serán pocos, pero nosotros debemos satisfacer este deseo de Jesús y rezar todos los días al Espíritu Santo, para que nos abra el corazón hacia Jesús.
Pensemos en María, que «conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19.51). La acogida de las palabras y de las verdades de la fe, para que se conviertan en vida, se realiza y crece bajo la acción del Espíritu Santo. En este sentido es necesario aprender de María, revivir su «sí», su disponibilidad total a recibir al Hijo de Dios en su vida, que quedó transformada desde ese momento. A través del Espíritu Santo, el Padre y el Hijo habitan junto a nosotros: nosotros vivimos en Dios y de Dios. Pero, nuestra vida ¿está verdaderamente animada por Dios? ¿Cuántas cosas antepongo a Dios?
Queridos hermanos y hermanas, necesitamos dejarnos inundar por la luz del Espíritu Santo, para que Él nos introduzca en la Verdad de Dios, que es el único Señor de nuestra vida. En este Año de la fe preguntémonos si hemos dado concretamente algún paso para conocer más a Cristo y las verdades de la fe, leyendo y meditando la Sagrada Escritura, estudiando el Catecismo, acercándonos con constancia a los Sacramentos. Preguntémonos al mismo tiempo qué pasos estamos dando para que la fe oriente toda nuestra existencia. No se es cristiano a «tiempo parcial», sólo en algunos momentos, en algunas circunstancias, en algunas opciones. No se puede ser cristianos de este modo, se es cristiano en todo momento. ¡Totalmente! La verdad de Cristo, que el Espíritu Santo nos enseña y nos dona, atañe para siempre y totalmente nuestra vida cotidiana. Invoquémosle con más frecuencia para que nos guíe por el camino de los discípulos de Cristo. Invoquémosle todos los días. Os hago esta propuesta: invoquemos todos los días al Espíritu Santo, así el Espíritu Santo nos acercará a Jesucristo.
Benedicto XVI, papa
Homilía (07-05-2005)
En la Misa de Toma de Posesión de su Cátedra. Basílica de San Juan de Letrán
Sábado 7 de mayo de 2005
[…] De las lecturas de la liturgia de hoy aprendemos también algo más sobre cómo el Señor realiza de forma concreta este estar cerca de nosotros. El Señor promete a los discípulos su Espíritu Santo…El Espíritu Santo será «fuerza» para los discípulos; el evangelio añade que nos guiará hasta la Verdad completa. Jesús dijo todo a sus discípulos, siendo él mismo la Palabra viva de Dios, y Dios no puede dar más de sí mismo.
En Jesús, Dios se nos ha dado totalmente a sí mismo, es decir, nos lo ha dado todo. Además de esto, o junto a esto, no puede haber ninguna otra revelación capaz de comunicar más o de completar, de algún modo, la revelación de Cristo. En él, en el Hijo, se nos ha dicho todo, se nos ha dado todo. Pero nuestra capacidad de comprender es limitada; por eso, la misión del Espíritu consiste en introducir a la Iglesia de modo siempre nuevo, de generación en generación, en la grandeza del misterio de Cristo.
El Espíritu no añade nada diverso o nada nuevo a Cristo; no existe -como dicen algunos- ninguna revelación pneumática junto a la de Cristo, ningún segundo nivel de Revelación. No: «recibirá de lo mío», dice Cristo en el evangelio (Jn 16, 14). Y del mismo modo que Cristo dice sólo lo que oye y recibe del Padre, así el Espíritu Santo es intérprete de Cristo. «Recibirá de lo mío». No nos conduce a otros lugares, lejanos de Cristo, sino que nos conduce cada vez más dentro de la luz de Cristo.
Por eso, la Revelación cristiana es, al mismo tiempo, siempre antigua y siempre nueva. Por eso, todo nos es dado siempre y ya. Al mismo tiempo, cada generación, en el inagotable encuentro con el Señor, encuentro mediado por el Espíritu Santo, capta siempre algo nuevo.
Así, el Espíritu Santo es la fuerza a través de la cual Cristo nos hace experimentar su cercanía. Pero la primera lectura hace también una segunda afirmación: seréis mis testigos. Cristo resucitado necesita testigos que se hayan encontrado con él, hombres que lo hayan conocido íntimamente a través de la fuerza del Espíritu Santo. Hombres que, habiendo estado con él, puedan dar testimonio de él. Así la Iglesia, la familia de Cristo, ha crecido desde «Jerusalén… hasta los confines de la tierra», como dice la lectura. A través de los testigos se ha construido la Iglesia, comenzando por Pedro y Pablo, y por los Doce, hasta todos los hombres y mujeres que, llenos de Cristo, a lo largo de los siglos han encendido y encenderán de modo siempre nuevo la llama de la fe. Todo cristiano, a su modo, puede y debe ser testigo del Señor resucitado. Al repasar los nombres de los santos podemos constatar que han sido, y siguen siendo, ante todo hombres sencillos, hombres de los que emanaba, y emana, una luz resplandeciente capaz de llevar a Cristo.