Jn 13, 1-15: La última cena de Jesús con sus discípulos: El lavatorio de los pies
/ 3 agosto, 2013 / San JuanEl Texto
1. Antes del día de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que llegó la hora en que pasara de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, les amó hasta el fin. 2. Y hecha la cena, habiendo ya el diablo inspirado en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariotes, que lo entregase, 3. sabiendo que el Padre lo había entregado a su potestad y que de Dios salió y a Dios va, 4. se levanta de la cena y depuso sus vestiduras; y tomando un paño se ciñó con él; 5. después echó agua en una jofaina y empezó a lavar los pies de sus discípulos y a limpiarlos con el paño que se había ceñido.
6. Vino, pues, a Simón Pedro. Y díjole Pedro: «Señor, ¿tú me lavas los pies?» 7. Respondió Jesús y dijo: «Lo que yo hago, tú no lo sabes ahora, mas lo sabrás después». 8. Díjole Pedro: «No me lavarás jamás los pies». Respondióle Jesús: «Si no te lavare, no tendrás parte conmigo». 9. Díjole Simón Pedro: «Señor, no solamente los pies, sino también las manos y la cabeza». 10. Dícele Jesús: «El que ha sido lavado no necesita sino de que se lave los pies, porque está todo limpio; y vosotros estáis limpios, pero no todos»; 11. porque sabía quién era el que lo había de entregar: por esto dijo no estáis todos limpios.
12. Luego que les lavó los pies, tomó sus vestidos; y cuando se hubo sentado, díjoles de nuevo: «¿Sabéis lo que he hecho con vosotros?; 13. vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien: lo soy, en efecto: 14. si pues yo, el Señor y Maestro he lavado vuestros pies, también vosotros debéis lavaros mutuamente los pies: 15. os he dado el ejemplo, para que así como yo hice a vosotros, así también vosotros lo hagáis.
Catena Aurea (comentarios por versículos de los Padres de la Iglesia)
San Agustín In Ioannem tract., 55-58
1. Pascua no es, como creen algunos, nombre griego, sino hebreo. Y muy oportunamente se da en ambas lenguas, respecto de esta palabra, cierta coincidencia de significación, porque en griego »paschein» significa padecer, y de aquí que Pascua quiera decir pasión, derivando este nombre de aquel verbo. Y en su lengua, o sea la hebrea, Pascua es tránsito, por la razón de que los judíos la celebraron por primera vez cuando habiendo salido de Egipto atravesaron el mar Rojo [ref]El vocablo pascua viene del hebreo »pésaj». La voz se deriva de »pásaj»: pasar, saltar, que el AT relaciona con el paso del Señor en Egipto. El NT se refiere normalmente a la pascua con el término »pasca» , que es la transliteración griega del término arameo correspondiente. En el NT aparece junto con el verbo »pascein», padecer, en Lc 22,15, aunque no parece haber una relación lingüística directa.[/ref]. Y ahora aquella figura profética se completa en la realidad, porque Cristo es conducido al sacrificio como un cordero, con cuya sangre, pintadas nuestras puertas (esto es, hecho el signo de la cruz en nuestras frentes), somos libres de la perdición de esta vida, como aquellos de la cautividad egipcia. Y verificamos un tránsito en sumo grado saludable, pasando a Cristo desde el poder del diablo, y desde esta vida transitoria a aquel reino lleno de poderío. Por eso el evangelista, queriéndonos dar la interpretación de esta palabra Pascua, dice: «Sabiendo que llegó la hora en que había de pasar de este mundo al Padre»; he aquí la Pascua, he aquí el tránsito.
2. Los amó al final, para que por este amor pasasen de este mundo a El, que era su cabeza. ¿Qué fin es éste sino Cristo? Porque el fin de la ley es Cristo, fin que perfecciona a todo creyente ( Rom 10,4), conduciéndolo a la justicia y no a la muerte. Paréceme, pues, que estas palabras puedan tomarse en significado humano, esto es, que Cristo amó a los suyos hasta el momento de su muerte. Pero no se entienda que este amor termina en la muerte de Aquel que no termina por la muerte. A no ser que se haya de entender así: los amó hasta la muerte, esto es, el amor de ellos lo condujo a la muerte.
Y sigue: «Hecha la cena», esto es, confeccionada y puesta en la mesa para el servicio de los convidados. Lo de hecha la cena no debe tomarse en el sentido de que ya estuviese consumida o terminada, porque todavía se estaba cenando cuando se levantó y lavó los pies a los discípulos; porque después volvió a sentarse y dio al traidor el bocado de pan. Al decir: «Habiendo ya el diablo inspirado en el corazón», etc., si quieres averiguar qué es lo que inspiró en el corazón de Judas, te diré que el hacer entrega de El. Esta tentación espiritual se llama sugestión. El diablo inspira sugestiones y las mezcla con los pensamientos humanos. Estaba ya decidido en el corazón de Judas, por la sugestión del diablo, el entregar a su Maestro.
3. Habiendo de tratar el evangelista de la humildad del Señor, primero quiso encomiar su grandeza, y a esto se refiere lo que añade: «Sabiendo que el Padre había puesto todas las cosas bajo su potestad», etc. Entre esas cosas estaba el mismo traidor.
Sabiendo también que salió del Padre y a Dios va, ni por eso dejó a Dios cuando de El salió, ni a nosotros al volver a El.
Y habiendo puesto el Padre todas las cosas en sus manos, El lavó a sus discípulos, no las manos, sino los pies. Y sabiendo que había salido de Dios y a Dios iba, ejerció los deberes, no de Dios Señor, sino de hombre siervo.
4-5. Dejó sus vestiduras el que siendo Dios se anonadó a sí mismo. Se ciñó con una toalla el que recibió forma de siervo. Echó agua en la jofaina para lavar los pies de sus discípulos, el que derramó su sangre para lavar con ellas las manchas del pecado. Limpió con el paño los pies que había lavado, el que confortó los pasos de los evangelistas con la carne de que estaba revestido. Y, para ceñirse con el paño, dejó primero las vestiduras que tenía. Mas para tomar la forma de siervo, cuando se humilló hasta la nada, no dejó lo que tenía, sino que tomó lo que no tenía. Para ser crucificado tenía que ser despojado de sus vestiduras; después de muerto envuelto en sábanas, y toda su pasión tenía que servir para purificarnos.
6-9. ¿Qué quiere decir aquí tú ? ¿Qué quiere decir a mí ? Estas cosas más bien pueden concebirse que expresarse, no sea que la lengua no sepa significar con dignidad lo elevado que el pensamiento haya concebido.
O debemos creer que Pedro desaprobase y recusase entre todos una acción que ya los demás habían permitido de buen grado antes de él. Y así, no puede entenderse que ya otros hubiesen sido lavados antes que él, y que Jesús llegase a él después de los otros (¿quién ignora que Pedro era reputado como el primero de los apóstoles?), sino que empezó por él. Así, cuando empezó a lavar los pies, vino a aquel por el cual empezó (esto es, Pedro), y entonces Pedro rehusó maravillado una acción que cualquier otro hubiera rehusado.
Prosigue: «Respondió Jesús, y le dijo: Lo que yo hago, tú no lo sabes ahora, mas lo sabrás después».
Sin embargo, él, asombrado ante la grandeza del Señor, no permitía que se hiciera aquello cuya razón ignoraba, sin que pudiera tolerar que la humildad del Señor llegase hasta lavarle los pies. Y así sigue: «Dícele Pedro: No lavarás jamás mis pies», esto es, jamás lo permitiré, porque se dice que jamás se hará una cosa, cuando nunca se hace.
Al decir si no te lavare, tratándose sólo de los pies, es lo mismo que decir: me pisas, siendo sólo la planta del pie la que pisa.
El, confundido entre el amor y el temor, más se horrorizó de no tener parte con Cristo, que de que Este le lavase los pies humildemente. Por lo cual sigue: «Señor, no solamente los pies, sino también las manos y la cabeza».
10. Todo, excepto los pies; o lo que es lo mismo, sólo necesita lavarse los pies. Porque el hombre, por el bautismo, no queda todo lavado menos los pies, sino que queda lavado por completo. Sin embargo, viviendo en lo sucesivo entre las cosas humanas, pisa con ellos la tierra. Así, pues, los afectos humanos, sin los que no se puede vivir en esta vida mortal, simbolizan los pies. Y, en esta vida, de tal modo somos afectados por las cosas humanas, que si dijéramos que éstas no nos afectaban, nos engañaríamos a nosotros mismos, afirmando que no tenemos pecado ( 1Jn 1,8). Mas si confesamos nuestros pecados, Aquel que lavó los pies a sus discípulos nos los perdona, hasta los pies, con los cuales comunicamos con la tierra.
«Vosotros estáis limpios, pero no todos».No preguntemos qué sea esto, cuando el mismo evangelista lo dice claramente a continuación: «Pues sabía quién era el que había de entregarle; por lo mismo dijo: No todos estáis limpios».
Estando ya lavados sus discípulos no necesitaban sino de lavarse los pies, porque mientras el hombre vive en este mundo, parece que al tocar la tierra con sus pies atrae algo de ella con lo cual es manchado.
12. Acordándose el Señor de que había prometido a Pedro la explicación del hecho realizado, diciendo «después sabrás» (qué es lo que yo he hecho), empieza ya a enseñarlo. Por esto se dice: «Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, y habiéndose sentado empezó a hablarles de nuevo en esta forma: Sabéis lo que he hecho con vosotros».
13. Se ha mandado al hombre ( Prov 27,2): «No te alabe tu propia boca, sino que te alabe la boca de tu prójimo», porque es peligroso que se complazca en sí mismo el que quiere evitar la soberbia. Mas aquel que está sobre todas las cosas, por mucho que se alabe, no se ensalzará demasiado, ni puede decirse rectamente que en Dios haya arrogancia. Porque el conocer a Dios aprovecha únicamente a nosotros, no a El; ni nadie lo conoce si El mismo no se da a conocer. Luego, si por huir de la arrogancia no se hubiese alabado, nos hubiera privado de su conocimiento. ¿Y cómo la verdad ha de temer incurrir en arrogancia? Nadie puede reprender el que se considere Maestro, aun el que sólo lo mire bajo el concepto del hombre, porque hay que conceder que aun los mismos hombres son llamados maestros, y toleran la denominación sin arrogancia en las artes que profesan. ¿Y podrá reprochársele el que se considere Señor de sus discípulos, tratándose de hombres que en el concepto vulgar carecían de ilustración? Porque cuando es Dios el que habla, nunca hay arrogancia en tanta excelsitud; nunca mentira en la verdad. El estar sometidos a tanta grandeza, el servir a la verdad, es para beneficio nuestro. Y así, «decís bien al llamarme Maestro y Señor, porque lo soy». Y si no lo fuera, diríais mal en lo que decís.
15. Existe entre muchos esta costumbre de humildad, cuando mutuamente se reciben en hospedaje. Y hacen esto los hermanos unos con otros aun de una manera visible. Y así será mejor, y sin género de controversia más conforme a la verdad, el que se haga de mano propia, para que ningún cristiano se desdeñe en hacer lo que practicó Cristo. Porque al inclinar la cerviz delante de un hermano, despertamos en su corazón los efectos de humildad, o si ya los tenía los hacemos más fervorosos. Pero, prescindiendo de este sentido moral, ¿podrá, acaso, alguien librar a su hermano del contagio del pecado? De esta manera, confesémonos mutuamente nuestros pecados; perdonémonos los unos las faltas de los otros; oremos mutuamente para que nos sean perdonados, y así mutuamente nos lavemos los pies.
Crisóstomo In Ioannem hom., 69-70.
1. No es que antes no lo supiera, sino desde antes. El tránsito es su muerte.
Cuando había de abandonar a sus discípulos, les demuestra superior amor. Y esto es lo que dice: «Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el fin»; esto es, no dejó de practicar ninguna de aquellas cosas que debe hacer el que mucho ama. No hizo todas estas cosas desde un principio, pero a fin de aumentar la familiaridad y prepararles el consuelo para las cosas que habían de suceder posteriormente, añadió mayores muestras de amor. Los llama aquí suyos en razón a la familiaridad, porque en razón a la condición llama también suyos a otros. Así, cuando dice ( Jn 1,11): «Y los suyos no lo recibieron». Añade también «que estaban en el mundo», porque había otros suyos difuntos (Abraham, Isaac y Jacob), pero no estaban en el mundo. A los suyos que estaban en el mundo, los amó continuamente, y al fin los amó con dilección perfecta. Esto es lo que significa «al fin los amó».
2. Aquí el evangelista, lleno de admiración, introduce en la narración el hecho de que el Señor lavó los pies de aquel que ya había determinado entregarlo. Manifiesta también la maldad del traidor, a quien ni siquiera detuvo la comunidad en la misma mesa, cosa que fue siempre obstáculo para cometer alguna maldad.
3. Aquí, por entregar, se significa la salvación de todos los fieles, y cuando oyereis esta palabra, no la interpretéis en sentido humano. Es aquí la gloria del Padre y su unión con el Hijo, porque así como el Padre le entregó todas las cosas, El se entregó al Padre. Por donde San Pablo dijo ( 1Cor 15,24): «Cuando hubo entregado el reino a Dios y al Padre».
4-5. Esto era lo digno, supuesto que salió de Dios y a Dios iba, el destruir toda soberbia. De aquí sigue: «Se levantó de la cena y depuso las vestiduras, y tomando un paño, se ciñó con él; después echó agua en una jofaina y empezó a lavar los pies de los discípulos y a limpiarlos con el paño que se había ceñido». Considérese cuánta humildad manifestó, no sólo lavando los pies, sino en otro concepto; porque se levantó, no cuando estaban para sentarse, sino cuando ya todos se habían sentado. Además, no sólo lavó, sino que dejó sus vestiduras, se ciñó con un paño y llenó la jofaina y no mandó que otros la llenaran, sino que por sí hizo todas estas operaciones, enseñando con cuánto cuidado debían hacerse todas estas cosas.
6. Y si Pedro estaba en primer término, habrá que decir que el traidor insensato se había colocado antes que él, lo que significó el evangelista diciendo: Empezó a lavar los pies, después vino a Pedro.
Alguno deseará saber cómo ninguno de los otros se opuso al lavatorio, sino sólo Pedro, lo cual era signo no pequeño de amor y de modestia. De esto parece deducirse que antes de Pedro sólo fue lavado el traidor, y que después llegó a Pedro, y que, por otra parte, los demás discípulos quedaron reprendidos en él. Porque si hubiera empezado el lavatorio por cualquiera de los otros, todos lo hubieran rehusado y dicho lo que dijo Pedro.
7. No dijo la razón por la que obraba así, sino que formuló una amenaza, porque de otra manera no se hubiera persuadido. Cuando Pedro oyó: «Lo sabrás después», no contesta: enséñamelo, pues, y te lo permitiré, sino que lo permitió desde el punto en que fue amenazado en lo que más él temía (a saber, ser separado de El).
13. Hasta ahora no ha hablado sólo a Pedro, sino a todos. Como diciendo: «Vosotros me llamáis Maestro y Señor». Aquí aduce sus palabras propias, y después, para que no crean que se las aplican por favor especial, añade: «Y decís bien: lo soy en verdad».
15. Toma el ejemplo de cosas mayores, para que nosotros obremos en las menores. Porque ciertamente El es el Señor, y nosotros lo haremos con nuestros consiervos, si lo hiciéremos. Por eso añade: «Os he dado ejemplo, para que, así como yo lo he hecho con vosotros, vosotros también hagáis».
Orígenes In Ioannem tom. 32
1. Todas las cosas le habían sido entregadas por el Padre bajo su potestad, esto es, bajo su operación y poderío. «Mi Padre, dijo, ha obrado hasta ahora ( Jn 5,17), y yo también obro». El Padre puso bajo su poder todas las cosas, para que todos estuviesen a su servicio.
2-5. En sentido místico, el almuerzo, que es la primera comida, es también conveniente para aquellos que están en los principios de la vida espiritual que se simboliza en la presente vida; mas la cena es la última comida, que sólo se sirve a los que han progresado más en ella. También se puede entender de otra manera, diciendo que el almuerzo es la comprensión de las Escrituras antiguas, y la cena simboliza los misterios que se encierran en el Nuevo Testamento. Paréceme que aquellos que cenan en compañía de Cristo y han de convivir con El en el último día de la vida presente, necesitan ser lavados, no ciertamente en cuanto a las partes (si así puede decirse) primeras del cuerpo y del alma, sino en cuanto a las más inferiores, que necesariamente se ligan a la tierra. Dice que empezó (puesto que después dio la última mano al lavatorio) a lavar los pies de sus discípulos, porque estaban manchados según aquello de San Mateo ( Mt 26,13): «Todos vosotros os escandalizaréis esta noche en mí». Después completó la operación de lavarlos, para purificarlos y que después no volviesen a mancharse.
6-8. Como el médico que teniendo que atender a muchos enfermos empieza sus especiales cuidados por aquellos que están más graves, así también Cristo, al lavar los pies manchados de sus discípulos, empieza por aquellos que más contaminados estaban, y así llegó en último término a Pedro, que necesitaba menos que los otros del lavatorio de pies. Por esto dice: «Vino a Simón Pedro», que se resistía a ser lavado por la conciencia que tenía de que sus pies no estaban manchados. Y así continúa: «Y díjole Pedro», etc.
Todos exhibían sus pies, considerando que maestro tan sabio no lavaría sus pies sin razones de mucho peso. Sólo Pedro, posponiendo todas las razones a la veneración que profesaba a Jesús, no se prestaba a que sus pies fuesen lavados. Y, en efecto, la Escritura nos da a conocer frecuentemente a Pedro como el más entusiasmado para inculcar lo que parece mejor o más útil.
«Respondió Jesús, y le dijo: Lo que yo hago, tú no lo sabes ahora, mas lo sabrás después». Insinúa el Señor que en esto había misterio. Lavando y secando sus pies, los tornaba purificados, a ellos, que debían predicar la santidad ( Rom 10; Is 52), para que puedan enseñar el camino santo y marchar por aquel que dijo: «Yo soy el camino» ( Mt 14,6). Convenía que Jesús, deponiendo sus vestidos, lavase los pies de sus discípulos, para limpiar más a los que ya estaban limpios. O a fin de tomar sobre sí en su propio cuerpo la inmundicia de los pies de sus discípulos, mediante el paño que tenía rodeado, porque El echó sobre sí todas nuestras debilidades. Obsérvese que, debiendo lavar los pies de los discípulos, no quiso elegir otra oportunidad sino cuando el diablo ya había entrado en el corazón de Judas para que lo entregase a sus enemigos, cuando estaba próximo su sacrificio en favor de los hombres. Porque antes de esto no era oportuno el que Jesús lavase a sus discípulos los pies. ¿Quién hubiera lavado sus pies y sus manchas en el tiempo que mediaba hasta la pasión? Pero ni aun en el tiempo de la pasión, porque no había otro Jesús que lavase sus pies; ni aun tampoco después de la pasión, porque entonces, por la venida del Espíritu Santo, fueron lavados sus pies. Así, pues, de este misterio (dijo el Señor a Pedro) tú no eres capaz, pero ya lo entenderás cuando suficientemente ilustrado lo comprendieres.
«Dícele Pedro: No lavarás jamás mis pies». De esto podemos tomar ejemplo, cuán posible sea adoptar una resolución como justa, y decir por ignorancia aquello que va contra nuestros intereses. Porque Pedro, ignorando la conveniencia del acto, primeramente casi avergonzado y con mucha suavidad dice: «Señor, ¿me vas tú a lavar los pies?»; pero luego dice: «Tú, jamás me lavarás los pies», lo cual era impedir la obra que lo llevaría a tener parte alguna con Jesús. Con lo cual arguye, no solamente a Jesús que lavaría a sus discípulos los pies sin deber hacerlo, sino también a sus compañeros, que se prestan a ser lavados indignamente. Mas como la respuesta de Pedro le era perjudicial, no permitió Jesús que se realizase su deseo. Así prosigue: «Díjole Jesús: Si no te lavare los pies, no tendrás parte conmigo».
A los que no quieren explicar este y otros puntos semejantes en sentido figurado o en la esfera moral, no se les alcanza como probable siquiera el que no tuviese parte con el Hijo de Dios aquel que dijo con reverencia: «No me lavarás jamás los pies», como si el no dejar que le lavase los pies fuese un crimen. Pero para esto debemos dejarnos lavar los pies, esto es los afectos del alma, a fin de que sean embellecidos. Y en primer lugar, para ser enumerados entre los que evangelizan las buenas doctrinas, trabajamos por adquirir los dones sublimes.
«Lo sabrás después…» Usamos de esta frase contra aquellos que proyectan llevar a cabo determinaciones que no les son provechosas, porque manifestándoles que no tendrán parte con Jesús en tanto que persistan en su soberbia decisión, los conminamos que no perseveren en su mal concebido proyecto, aun cuando lo hubieren ratificado con juramento.
10-11. Jesús no quería lavar las manos, despreciando aquello que decían sus enemigos ( Mt 15,2) (porque tus discípulos no se lavan las manos cuando comen). No quería sumergir la cabeza, porque en ella reside la imagen y la gloria del Padre. Le bastaba que le presentasen los pies. De donde sigue: «Díjole Jesús: Quien fue lavado, no necesita sino que se le laven los pies, porque está todo limpio».
Creo imposible que no se contaminen las partes inferiores del alma, por muy perfecto que cualquiera se crea en cuanto a hombre. Porque muchos, después del bautismo, se llenan del polvo de las maldades hasta la cabeza. Pero los que son sus discípulos, con justo título no necesitan ser lavados sino en sus pies.
Cuando dice «Vosotros estáis limpios», se refiere a los once. Y cuando añade «pero no todos», se refiere a Judas, que estaba manchado; en primer lugar, porque no atendía a los pobres, antes era ladrón; por último, porque habitaba el diablo en su corazón, a fin de que entregase a Jesús. Les lava los pies, aun estando puros, porque la gracia de Dios sobreabunda en las cosas necesarias, y, como dice San Juan: «Que el limpio se limpie más aún» ( Ap 22,11).
14-15. No hacen bien en decir ( Mt 7,23): «Señor», aquellos a quienes se ha dicho: «Apartaos de mí, vosotros que obráis la iniquidad». Pero los apóstoles decían rectamente: Maestro y Señor. No dominaba en ellos la maldad, sino el Verbo de Dios.
«Si, pues, yo que soy Señor y Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavároslos mutuamente».
Hay que considerar ahora si es de absoluta necesidad, para perfeccionarse en la doctrina de Jesús, el tomar como precepto absoluto el lavatorio sensible de los pies. Por esto dice: «Debéis lavaros mutuamente los pies». Pero esta costumbre, o no se practica, o se practica raras veces.
Este lavatorio espiritual de pies (del cual se ha hablado), no puede realizarse con perfección sino por el mismo Jesucristo, y de una manera secundaria por sus discípulos, a los cuales dijo: «Vosotros debéis lavaros mutuamente los pies». Jesús lavó los pies de sus discípulos como Maestro, y de sus siervos como Señor, porque el fin del Maestro es hacer a sus discípulos semejantes a El. Lo cual se ve en el Salvador con más claridad que en ningún otro maestro o señor, pues quiere que sus discípulos sean como su Maestro y Señor, no teniendo un espíritu de servidumbre, sino un espíritu de la filiación con el que claman: «Abba, Padre» ( Rom 8,15). Mas antes de hacerse semejantes a su Maestro y Señor, necesitan del lavatorio de pies, como discípulos imperfectos que conservan resabios del espíritu de servidumbre. Cuando, pues, alguno de ellos llegare al grado de maestro y señor, podrá entonces imitar al que lavó los pies de sus discípulos, y lavar los pies con la doctrina, como maestro.
Benedicto XVI, Jesús de Nazareth II
Después de las enseñanzas de Jesús que siguen al relato de su entrada en Jerusalén, los Evangelios sinópticos reanudan la narración con una datación precisa que lleva hasta la Última Cena.
Al comienzo del capítulo 14, Marcos empieza diciendo: «Faltaban dos días para la Pascua de los Ácimos» (14,1); después habla de la unción en Betania y de la traición de Judas y, retomando el hilo, continúa: «El primer día de los Ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua»» (14,12).
Juan, en cambio, dice simplemente: «Antes de la fiesta de Pascua… Estaban cenando» (13,1s). La cena de la cual habla Juan tiene lugar «antes de la Pascua», mientras que los Sinópticos presentan la Última Cena como la cena pascual, comenzando así aparentemente con un día de diferencia respecto a Juan.
Volveremos luego a las cuestiones tan controvertidas sobre estas diferencias de cronología y su sentido teológico cuando reflexionemos sobre la Última Cena de Jesús y la institución de la Eucaristía.
La hora de Jesús
Detengámonos por el momento en Juan, que, en su narración sobre la última tarde de Jesús con sus discípulos antes de la Pasión, subraya dos hechos del todo particulares. Nos relata primero cómo Jesús prestó a sus discípulos un servicio propio de esclavos en el lavatorio de los pies; en este contexto refiere también el anuncio de la traición de Judas y la negación de Pedro. Después se refiere a los sermones de despedida de Jesús, que llegan a su culmen en la gran oración sacerdotal. Pongamos ahora la atención en estos dos puntos capitales. «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (13,1). Con la Última Cena ha llegado «la hora» de Jesús,hacia la que se había encaminado desde el principio con todas sus obras (cf. 2,4). Lo esencial de esta hora queda perfilado por Juan con dos palabras fundamentales: es la hora del «paso» (»metabaínein — metábasis»); es la hora del amor (»agápé») «hasta el extremo».
Los dos términos se explican recíprocamente, son inseparables. El amor mismo es el proceso del paso, de la transformación, del salir de los límites de la condición humana destinada a la muerte, en la cual todos estamos separados unos de otros, en una alteridad que no podemos sobrepasar. Es el amor hasta el extremo el que produce la «metábasis» aparentemente imposible: salir de las barreras de la individualidad cerrada, eso es precisamente el agápé, la irrupción en la esfera divina.
La «hora» de Jesús es la hora del gran «paso más allá», de la transformación, y esta metamorfosis del ser se produce mediante el agápé. Es un agápé «hasta el extremo», expresión con la cual Juan se refiere en este punto anticipadamente a la última palabra del Crucificado: «Todo está cumplido (»tetélestai»)» (19,30). Este fin (»télos»), esta totalidad del entregarse, de la metamorfosis de todo el ser, es precisamente el entregarse a sí mismo hasta la muerte.
El que aquí, como también en otras ocasiones en el Evangelio de Juan, Jesús hable de que ha salido del Padre y de su retorno a Él, podría suscitar el recuerdo del antiguo esquema del exitus y del reditus, de la salida y del retorno, como ha sido elaborado especialmente en la filosofía de Plotino. Sin embargo, el salir y volver dcl que habla Juan es totalmente diferente de lo que se piensa en el esquema filosófico. En efecto, tanto en Plotino como en sus seguidores el «salir», que para ellos tiene lugar en el acto divino de la creación, es un descenso que, al final, se convierte en un decaer: desde la altura del «único» hacia abajo, hacia zonas cada vez más bajas del ser. El retorno consiste después en la purificación de la esfera material, en un gradual ascenso y en purificaciones, que van eliminando lo que es inferior y, finalmente, reconducen a la unidad de lo divino.
El salir de Jesús, por el contrario, presupone ante todo una creación, pero no entendida como decadencia, sino como acto positivo de la voluntad de Dios. Es también un proceso del amor, que demuestra su verdadera naturaleza precisamente en el descenso —por amor a la criatura, por amor a la oveja extraviada—, revelando así en el descender lo que es verdaderamente propio de Dios. Y el Jesús que retorna no se despoja en modo alguno de su humanidad, como si ésta fuera una contaminación. El descenso tenía la finalidad de aceptar y acoger la humanidad entera y el retorno junto con todos, la vuelta de «toda carne». En esta vuelta se produce una novedad: Jesús no vuelve solo. No abandona la carne, sino que atrae a todos hacia sí (cf. Jn 12,32). La metábasis vale para la totalidad. Aunque en el primer capítulo del Evangelio de Juan se dice que los «suyos» (»ídioi») no recibieron a Jesús (cf. 1,11), ahora oímos que Él ha amado a los «suyos» hasta el extremo (cf. 13,1).En el descenso, El ha recogido de nuevo a los «suyos» —la gran familia de Dios—, haciendo que, de forasteros, se conviertan en «suyos».
Escuchemos ahora cómo prosigue el evangelista: Jesús «se levanta de la mesa, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y comienza a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido» (Jn 13,4s). Jesús presta a sus discípulos un servicio propio de esclavos, «se despojó de su rango» (Flp 2,7). Lo que dice la Carta a los Filipenses en su gran himno cristológico — es decir, que en un gesto opuesto al de Adán, que intentó alargar la mano hacia lo divino con sus propias fuerzas, mientras que Cristo descendió de su divinidad hasta hacerse hombre, «tomando la condición de esclavo» y haciéndose obediente hasta la muerte de cruz (cf. Flp 2,7-8)—, puede verse aquí en toda su amplitud en un solo gesto. Con un acto simbólico, Jesús aclara el conjunto de su servicio salvífico. Se despoja de su esplendor divino, se arrodilla, por decirlo así, ante nosotros, lava y enjuga nuestros pies sucios para hacernos dignos de participar en el banquete nupcial de Dios.
Cuando encontramos en el Apocalipsis la formulación paradójica según la cual los salvados «han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero» (7,14), se nos está diciendo que el amor de Jesús hasta el extremo es lo que nos purifica, nos lava. El gesto de lavar los pies expresa precisamente esto: el amor servicial de Jesús es lo que nos saca de nuestra soberbia y nos hace capaces de Dios, nos hace «puros».
«Vosotros estáis limpios»
En el pasaje del lavatorio de los pies aparece por tres veces la palabra «puro», limpio. Con eso Juan retorna un concepto fundamental de la tradición del Antiguo Testamento, como también del mundo de las religiones en general. Para poder comparecer ante Dios, entrar en comunión con Dios, el hombre ha de ser «puro». Pero cuanto más se adentra en la luz, tanto más se siente sucio y necesitado de purificación. Por eso las religiones han creado sistemas de «purificación» con el fin de dar al hombre la posibilidad de acceder a Dios. En las prescripciones cultuales de todas las religiones los ritos de purificación tienen un papel importante: dan al hombre una idea de la santidad de Dios, y también de la propia oscuridad, de la cual ha de ser liberado para poder acercarse a Él. En el judaísmo observante de los tiempos de Jesús, el sistema de las purificaciones cultuales dominaba toda la vida. En el capítulo 7 del Evangelio de Marcos encontramos la toma de posición fundamental de Jesús ante este concepto de pureza cultual que se obtiene mediante prácticas rituales; Pablo ha tenido que afrontar repetidamente en sus cartas dicha cuestión sobre la «pureza» ante Dios. En Marcos vemos el cambio radical que Jesús ha dado al concepto de pureza ante Dios: no son las prácticas rituales lo que purifica. La pureza y la impureza tienen lugar en el corazón del hombre y dependen de la condición de su corazón (cf. Mc 7,14-23).
Pero surge inmediatamente una pregunta: ¿Cómo se hace puro el corazón? ¿Quiénes son los hombres de corazón puro, los que pueden ver a Dios (cf. Mt 5,8)? La exégesis liberal ha dicho que Jesús habría reemplazado la concepción ritual de la pureza por una de orden moral: en el lugar del culto y su mundo se pondría ahora la moral. Consiguientemente, el cristianismo sería esencialmente una moral, una especie de «rearme» ético. Pero así no se hace justicia a la novedad del Nuevo Testamento.
La verdadera novedad se comienza a entrever cuando, en los Hechos de los Apóstoles, Pedro toma posición frente a la objeción de los fariseos convertidos a la fe en Cristo, que pretendían la circuncisión de los cristianos procedentes del paganismo y «exigirles guardar la Ley de Moisés». A esto Pedro replica: Dios mismo ha tomado la decisión de que «los gentiles oyeran de mi boca el mensaje del Evangelio y creyeran… No hizo distinción entre ellos y nosotros, pues ha purificado sus corazones con la fe» (15,5- 11). La fe purifica el corazón. Y la fe se debe a que Dios sale al encuentro del hombre. No es simplemente una decisión autónoma de los hombres. Nace porque las personas son tocadas interiormente por el Espíritu de Dios, que abre su corazón y lo purifica.
Juan ha retomado y profundizado este gran tema de la purificación, mencionado sólo brevemente en las palabras de Pedro, en el relato del lavatorio de los pies y, bajo la palabra clave de «santificación», en la oración sacerdotal de Jesús. «Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado., dice Jesús a sus discípulos en el discurso sobre la vid (15,3). Su palabra es lo que penetra en ellos, transforma su pensamiento y su voluntad, su «corazón», y lo abre de tal modo que se convierte en un corazón que ve.
En la reflexión sobre la oración sacerdotal encontraremos nuevamente la misma visión, aunque desde una perspectiva ligeramente diferente, cuando veamos la petición de Jesús: «Santifícalos en la verdad» (17,17). En la terminología sacerdotal, «santificar», consagrar, quiere decir habilitar para el culto. La palabra designa las acciones rituales que el sacerdote debe cumplir antes de presentarse ante Dios. «Santifícalos en la verdad». La verdad es ahora el «lavatorio» que hace a los hombres dignos de Dios. Esto nos permite comprender aquí a Jesús. El hombre debe estar inmerso en la verdad para que sea liberado de la suciedad que lo separa de Dios. A este respecto no podemos olvidar que Juan no toma en consideración un concepto abstracto de verdad; él sabe que Jesús es la verdad en persona.
En el capítulo 13 del Evangelio, el gesto de Jesús de lavar los pies aparece como la vía de purificación. Se expone una vez más lo mismo, pero desde otro punto vista. El lavatorio que nos purifica es el amor de Jesús, el amor que llega hasta la muerte. La palabra de Jesús no es solamente palabra, sino Él mismo. Y su palabra es la verdad y es el amor. En el fondo es absolutamente lo mismo que Pablo expresa de un modo más difícil de entender para nosotros, cuando dice que somos «justificados por su sangre» (Rm 5,9; cf. Rm 3,25; Ef 1,7; etc.). Y es también lo mismo que explica la Carta a los Hebreos en su gran visión del sumo sacerdocio de Jesús. En el lugar de la pureza ritual no ha entrado simplemente la moral, sino el don del encuentro con Dios en Jesucristo.
Se impone aquí de nuevo la confrontación con las filosofías platónicas de la antigüedad tardía que giran en torno al tema de la purificación, como por ejemplo, una vez más, en Plotino. Esta purificación se alcanza, por un lado, a través de los ritos y, por otro, y sobre todo, a través de la ascensión gradual del hombre hacia las alturas de Dios. De este modo, el hombre se purifica de lo material, se convierte en espíritu y, por tanto, en puro.
Por el contrario, en la fe cristiana es precisamente el Dios encarnado quien nos purifica verdaderamente y atrae la creación hacia la unidad con Dios. La espiritualidad del siglo XIX ha vuelto a convertir en unilateral el concepto de pureza, reduciéndolo cada vez más a la cuestión del orden en el ámbito sexual, contaminándolo también nuevamente con la desconfianza respecto a la esfera material y al cuerpo. En la gran aspiración de la humanidad a la pureza, el Evangelio de Juan —Jesús mismo— nos indica el rumbo: Él, que es Dios y Hombre al mismo tiempo, nos hace capaces de Dios. Lo esencial es estar en su Cuerpo, el estar penetrados por su presencia.
Quizás sea útil hacer notar ahora que la transformación del concepto de pureza en el mensaje de Jesús demuestra una vez más lo que hemos visto en el capítulo segundo sobre el final de los sacrificios de animales respecto al culto y al nuevo templo. Así como los antiguos sacrificios eran un tender hacia el futuro en actitud de espera, y recibieron su luz y su dignidad de ese porvenir hacia el que estaban orientados, también los usos rituales de purificación, que pertenecían a este culto, eran igual que aquéllos —como dirían los Padres— «sacramentum futuri»: una etapa en la historia de Dios con los hombres o de los hombres con Dios; una etapa que quería crear una apertura hacia el futuro, pero que tuvo que ceder el puesto al haber llegado la hora de la novedad.
Sacramentum y exemplum
Don y tarea: el «mandamiento nuevo»
Retornemos al capítulo 13 del Evangelio de Juan. «Vosotros estáis limpios», dice Jesús a sus discípulos. El don de la pureza es un acto de Dios. El hombre por sí mismo no puede hacerse digno de Dios, por más que se someta a cualquier proceso de purificación. «Vosotros estáis limpios». En esta palabra maravillosamente simple de Jesús se expresa de manera prácticamente sintética lo sublime del misterio de Cristo. El Dios que desciende hacia nosotros nos hace puros. La pureza es un don.
Pero surge entonces una objeción. Pocos versículos después dice Jesús: «Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» (Jn 13,14s).Con esto, ¿no hemos llegado quizás, de hecho, a una concepción meramente moral del cristianismo?
En realidad, Rudolf Schnackenburg, por ejemplo, habla de dos interpretaciones que contrastan entre sí del lavatorio de los pies en el mismo capítulo 13: una primera, «teológicamente más profunda… entiende el lavatorio de los pies como un acontecimiento simbólico que indica la muerte de Jesús; la segunda es de carácter puramente paradigmático y se queda en el servicio de humildad de Jesús que representa el lavatorio de los pies» [ref]Johannesevangelium, III, p. 7[/ref] Schnackenburg sostiene que esta última interpretación sería una «creación de la redacción», sobre todo teniendo en cuenta que, según él, «la segunda interpretación parece ignorar la primera»[ref]p. 12; cf. p. 28[/ref]. Pero eso es una manera de pensar demasiado limitada, demasiado ceñida al esquema de nuestra lógica occidental. Para Juan, la entrega de Jesús y su acción continuada en sus discípulos van juntas.
Los Padres han resumido la diferencia de los dos aspectos, así como sus relaciones recíprocas, en las categorías de sacramentum y exemplum: con sacramentum no entienden aquí un determinado sacramento aislado, sino todo el misterio de Cristo en su conjunto —de su vida y de su muerte— , en el que Él se acerca a nosotros los hombres y entra en nosotros mediante su Espíritu y nos transforma. Pero, precisamente porque este sacramentum «purifica» verdaderamente al hombre, lo renueva desde dentro, se convierte también en la dinámica de una nueva existencia. La exigencia de hacer lo que Jesús hizo no es un apéndice moral al misterio y, menos aún, algo en contraste con él. Es una consecuencia de la dinámica intrínseca del don con el cual el Señor nos convierte en hombres nuevos y nos acoge en lo suyo. Esta dinámica esencial del don, por la cual Él mismo obra en nosotros ahora y nuestro obrar se hace una sola cosa con el suyo, aparece de modo particularmente claro en estas palabras de Jesús: «El que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores. Porque yo me voy al Padre» (Jn 14,12). Con ellas se expresa precisamente lo que se quiere decir en el lavatorio de los pies con las palabras «os he dado ejemplo». El obrar de Jesús se convierte en el nuestro, porque Él mismo es quien actúa en nosotros.
A partir de esto se entiende también el discurso sobre el «mandamiento nuevo» con el que, tras las palabras sobre la traición de Judas, Jesús vuelve a retomar la invitación a lavar los pies unos a otros, elevándolo a rango de principio (cf. 13,14s). ¿En qué consiste la novedad del mandamiento nuevo?
Puesto que, a fin de cuentas, aquí entra en juego la novedad del Nuevo Testamento y, por tanto, la cuestión sobre «la esencia del cristianismo», es muy importante escuchar con especial atención.
Se ha dicho que la novedad, más allá del mandamiento ya existente del amor al prójimo, se manifiesta en la expresión «amar como yo os he amado», es decir, en amar hasta estar dispuestos a sacrificar la propia vida por el otro. Si consistiera en esto la esencia y la totalidad del «mandamiento nuevo» entonces habría que definir el cristianismo como una especie de esfuerzo moral extremo. Así interpretan muchos también el Sermón de la Montaña. Respecto al antiguo camino de los Diez Mandamientos, que indicaría algo así como la senda normal para el hombre común, el cristianismo habría inaugurado con el Sermón de la Montaña el camino más elevado de una exigencia radical, en la cual se habría manifestado en la humanidad un grado superior de humanismo.
Pero, en realidad, ¿quién puede decir de sí mismo que se ha elevado por encima de la «mediocridad» del camino de los Diez Mandamientos, que los ha dejado atrás como algo que se da por descontado, por decirlo así, y que ahora camina por vías más elevadas en la «nueva Ley»? No, la verdadera novedad del mandamiento nuevo no puede consistir en la elevación de la exigencia moral. Lo esencial también en estas palabras no es precisamente la llamada a una exigencia suprema, sino al nuevo fundamento del ser que se nos ha dado. La novedad solamente puede venir del don de la comunión con Cristo, del vivir en Él. De hecho, Agustín había comenzado su exposición del Sermón de la Montaña —su primer ciclo de homilías tras su ordenación sacerdotal— con la idea del ethos superior, de las normas más elevadas y más puras. Pero, en el transcurso de sus homilías, el centro de gravedad se va desplazando cada vez más. Tiene que admitir repetidamente que la antigua exigencia significaba ya una verdadera perfección. Y, en lugar de una pretendida exigencia superior, aparece cada vez más claramente la disposición del corazón[ref]cf. De serm. Dom. in monte, I, 19, 59[/ref]; el «corazón puro» (cf. Mt 5,8) se convierte progresivamente en el centro de la interpretación. Más de la mitad de todo el ciclo de homilías se desarrolla con la idea de fondo del corazón purificado. Así, sorprendentemente, puede verse la conexión con el lavatorio de los pies: sólo si nos dejamos lavar una y otra vez, si nos dejamos «purificar» por el Señor mismo, podemos aprender a hacer, junto con Él, lo que Él ha hecho.
La inserción de nuestro yo en el suyo —«vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga2,20)— es lo que verdaderamente cuenta. Por eso la segunda palabra clave que aparece frecuentemente en la interpretación que hace Agustín del Sermón de la Montaña es «misericordia». Debemos dejarnos sumergir en la misericordia del Señor; entonces también nuestro «corazón» encontrará el camino recto. El «mandamiento nuevo» no es simplemente una exigencia nueva y superior. Está unido a la novedad de Jesucristo, al sumergirse progresivamente en Él.
Siguiendo en esta línea, Tomás de Aquino pudo decir: «La nueva ley es la misma gracia del Espíritu Santo»[ref]S. Theol., I-II, q. 106, a. 1[/ref], no una norma nueva, sino la nueva interioridad dada por el mismo Espíritu de Dios. Agustín pudo resumir al final esta experiencia espiritual de la verdadera novedad en el cristianismo en la famosa fórmula: «Da quod iubes et iube quod vis», «dame lo que mandas y manda lo que quieras»[ref]Conf., X, 29, 40[/ref].
El don —el sacramentum— se convierte en exemplum, ejemplo que, sin embargo, sigue siendo don. Ser cristiano es ante todo un don, pero que luego se desarrolla en la dinámica del vivir y poner en práctica este don.
El misterio del traidor
La perícopa del lavatorio de los pies nos pone ante dos formas diferentes de reaccionar a este don por parte del hombre: Judas y Pedro. Inmediatamente después de haberse referido al ejemplo que da a los suyos, Jesús comienza a hablar del caso de Judas. Juan nos dice a este respecto que Jesús, profundamente conmovido, declaró: «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar» (13,21).
Juan habla tres veces de la «turbación» o «conmoción» de Jesús: junto al sepulcro de Lázaro (cf. 11,33.38); el «Domingo de Ramos», después de las palabras sobre el grano de trigo que muere, en una escena que remite muy de cerca a la hora en el Monte de los Olivos (cf. 12,2427) y, por último, aquí. Son momentos en los que Jesús se encuentra con la majestad de la muerte y es tocado por el poder de las tinieblas, un poder que Él tiene la misión de combatir y vencer. Volveremos sobre esta «conmoción» del alma de Jesús cuando reflexionemos sobre la noche en el Monte de los Olivos.
Volvamos a nuestro texto. El anuncio de la traición suscita comprensiblemente al mismo tiempo agitación y curiosidad entre los discípulos. «Uno de ellos, al que Jesús tanto amaba, estaba en la mesa a su derecha. Simón Pedro le hizo señas para que averiguase por quién lo decía. Entonces él, apoyándose en el pecho de Jesús, le preguntó: «Señor, ¿quién es?». Jesús le contestó: «Aquel a quien yo le dé este trozo de pan untado»» (13,23ss).
Para comprender este texto hay que tener en cuenta primero que en la cena pascual estaba prescrito cómo acomodarse a la mesa. Charles K. Barrett explica el versículo que acabamos de citar de la siguiente manera: «Los participantes en una cena estaban recostados sobre su izquierda; el brazo izquierdo servía para sujetar el cuerpo; el derecho quedaba libre para poderlo usar. Por tanto, el discípulo que estaba a la derecha de Jesús tenía su cabeza inmediatamente delante de Jesús y, consiguientemente, se podía decir que estaba acomodado frente a su pecho. Como es obvio, podía hablar confidencialmente con Jesús, pero el suyo no era el puesto de honor; éste estaba a la izquierda del anfitrión. No obstante, el puesto ocupado por el discípulo amado era el de un íntimo amigo. Barrett hace notar en este contexto que existe una descripción paralela en Plinio[ref]p. 437[/ref].
Tal como está aquí, la respuesta de Jesús es totalmente clara. Pero el evangelista nos hace saber que, a pesar de ello, los discípulos no entendieron a quién se refería. Podemos suponer por tanto que Juan, repensando lo acontecido, haya dado a la respuesta una claridad que no tenía para los presentes en aquel momento. En 13,18 nos pone sobre la buena pista. En él Jesús dice: «Tiene que cumplirse la Escritura: «El que compartía mi pan me ha traicionado»» (Sal 41,10; cf. Sal 55,14). Éste es el modo de hablar característico de Jesús: con palabras de la Escritura, Él alude a su destino, insertándolo al mismo tiempo en la lógica de Dios, en la lógica de la historia de la salvación.
Estas palabras se hacen totalmente transparentes después; queda claro que la Escritura describe verdaderamente su camino, aunque, por el momento, permanece el enigma. Inicialmente se alcanza a entender únicamente que quien traicionará a Jesús es uno de los comensales; pero posteriormente se va clarificando que el Señor tiene que padecer hasta el final y seguir hasta en los más mínimos detalles el destino de sufrimiento del justo, un destino que aparece de muchas maneras sobre todo en los Salmos. Jesús debe experimentar la incomprensión, la infidelidad incluso den- ro del círculo más íntimo de los amigos y, de este [nodo, «cumplir la Escritura». Él se revela como el verdadero sujeto de los Salmos, como el «David» del que provienen, y a través del cual adquieren sentido.
En lugar de la expresión usada por la Biblia griega para decir «comer», Juan utiliza el término trógein —con el cual Jesús indica en su gran sermón sobre el pan el «comer» su cuerpo y su sangre, es decir, recibir el Sacramento eucarístico (cf. Jn 6,54-58)— y, de este modo, añade una nueva dimensión a la palabra del Salmo retomada por Jesús como profecía sobre su propio camino. Así, la palabra del Salmo proyecta anticipadamente su sombra sobre la Iglesia que celebra la Eucaristía, tanto en el tiempo del evangelista como en todos los tiempos: con la traición de Judas, el sufrimiento por la deslealtad no se ha terminado. «Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba, el que compartía mi pan, me ha traicionado» (Sal 41,10). La ruptura de la amistad llega hasta la fraternidad de comunión de la Iglesia, donde una y otra vez se encuentran personas que toman «su pan» y lo traicionan.
El sufrimiento de Jesús, su agonía, perdura hasta el fin del mundo, ha escrito Pascal basándose en estas consideraciones[ref]cf. Pensées, VII, 553[/ref]. Podemos expresarlo también desde el punto de vista opuesto: en aquella hora, Jesús ha tomado sobre sus hombros la traición de todos los tiempos, el sufrimiento de todas las épocas por el ser traicionado, soportando así hasta el fondo las miserias de la historia.
Juan no da ninguna interpretación psicológica del comportamiento de Judas; el único punto de referencia que nos ofrece es la alusión al hecho de que, como tesorero del grupo de los discípulos, Judas les habría sustraído su dinero (cf. 12,6). Por lo que se refiere al contexto que nos interesa, el evangelista dice sólo lacónicamente: «Entonces, tras el bocado, entró en él Satanás» (13,27).
Lo que sucedió con Judas, para Juan, ya no es explicable psicológicamente. Ha caído bajo el dominio de otro: quien rompe la amistad con Jesús, quien se sacude de encima su «yugo ligero», no alcanza la libertad, no se hace libre, sino que, por el contrario, se convierte en esclavo de otros poderes; o más bien: el hecho de que traicione esta amistad proviene ya de la intervención de otro poder, al que ha abierto sus puertas.
Y, sin embargo, la luz que se había proyectado desde Jesús en el alma de Judas no se oscureció completamente. Hay un primer paso hacia la conversión: «He pecado», dice a sus mandantes. Trata de salvar a Jesús y devuelve el dinero (cf. Mt 27,3ss). Todo lo puro y grande que había recibido de Jesús seguía grabado en su alma, no podía olvidarlo.
Su segunda tragedia, después de la traición, es que ya no logra creer en el perdón. Su arrepentimiento se convierte en desesperación. Ya no ve más que a sí mismo y sus tinieblas, ya no ve la luz de Jesús, esa luz que puede iluminar y superar incluso las tinieblas. De este modo, nos hace ver el modo equivocado del arrepentimiento: un arrepentimiento que ya no es capaz de esperar, sino que ve únicamente la propia oscuridad, es destructivo y no es un verdadero arrepentimiento.
La certeza de la esperanza forma parte del verdadero arrepentimiento, una certeza que nace de la fe en que la Luz tiene mayor poder y se ha hecho carne en Jesús.
Juan concluye el pasaje sobre Judas de una manera dramática con las palabras: «En cuanto Judas tomó el bocado, salió. Era de noche» (13,30). Judas sale fuera, y en un sentido más profundo: sale para entrar en la noche, se marcha de la luz hacia la oscuridad; el «poder de las tinieblas» se ha apoderado de él (cf. Jn 3,19; Lc 22,53).
Dos coloquios con Pedro
En Judas encontramos el peligro que atraviesa todos los tiempos, es decir, el peligro de que también los que «fueron una vez iluminados, gustaron el don celestial y fueron partícipes del Espíritu Santo» (Hb 6,4), a través de múltiples formas de infidelidad en apariencia intrascendentes, decaigan anímicamente y así, al final, saliendo de la luz, entren en la noche y ya no sean capaces de conversión. En Pedro vemos otro tipo de amenaza, de caída más bien, pero que no se convierte en deserción y, por tanto, puede ser rescatada mediante la conversión.
Juan 13 nos relata dos coloquios entre Jesús y Pedro en los que aparecen ambos aspectos de este peligro. En el primer coloquio, Pedro, el Apóstol, no quiere al principio dejarse lavar los pies por Jesús. Eso contrasta con su idea de la relación entre maestro y discípulo, contrasta con su imagen del Mesías, que él ha reconocido en Jesús. En el fondo, su resistencia a dejarse lavar los pies tiene el mismo sentido que su objeción contra el anuncio que Jesús hace de su pasión después de la confesión del Apóstol en Cesarea de Felipe: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte» (Mt 16,22), dijo entonces.
Y ahora, fundándose en la misma idea, dice: «No me lavarás los pies jamás» (In 13,8). Es la objeción a Jesús que recorre toda la historia, como diciendo: «Tú eres el triunfador. Tú tienes el poder. Tu abajamiento, tu humildad es inadmisible». Y es siempre Jesús quien tiene que ayudarnos a entender una y otra vez que el poder de Dios es diferente, que el Mesías tiene que entrar en la gloria y llevar a la gloria a través del sufrimiento.
En el segundo coloquio, después de que Judas ha salido y se ha proclamado el mandamiento nuevo, se pasa al tema del martirio. Esto aparece bajo la palabra clave «irse», «ir hacia» (»hypágó»). Según Juan, Jesús habló en dos ocasiones de su «irse» donde los judíos no podían ir (cf. 7,34ss; 8,21s). Quienes lo escuchaban trataron de adivinar el sentido de esto y avanzaron dos suposiciones. En un caso dijeron: «¿Se irá a los que viven dispersos entre los griegos para enseñar a los griegos?» (7,35). En otro, comentaron: «Será que va a suicidarse?» (8,22). En ambas suposiciones se barrunta algo verdadero y, sin embargo, fallan radicalmente en la verdad fundamental. Sí, su irse es un ir a la muerte, pero no en el sentido de darse muerte a sí mismo, sino de transformar su muerte violenta en la libre entrega de su propia vida (cf. 10,18).
Y así es como Jesús, aunque no fue personalmente a Grecia, ha llegado efectivamente a los griegos y ha manifestado el Padre, el Dios vivo, al mundo pagano mediante la cruz y la resurrección.
En la hora del lavatorio de los pies, en la atmósfera de la despedida que caracteriza la situación, Pedro pregunta abiertamente al Maestro: «Señor, ¿adónde vas?». Y, una vez más, recibe una respuesta cifrada: «A donde yo voy, no me puedes acompañar ahora, me acompañarás más tarde» (13,36). Pedro entiende que Jesús habla de su muerte inminente e intenta subrayar su fidelidad radical hasta la muerte con su pregunta: «Por qué no puedo acompañarte ahora? Daré mi vida por ti» (13,37). De hecho, después, en el Monte de los Olivos, decidido a poner en práctica su propósito, se comprometerá desenvainando la espada. Pero tiene que aprender que el martirio tampoco es un acto heroico, sino un don gratuito de la disponibilidad para sufrir por Jesús. Tiene que olvidarse de la heroicidad de sus propias acciones y aprender la humildad del discípulo. Su voluntad de llegar a las manos en la reyerta, su heroísmo, termina en su renegar de Jesús. Para lograr un puesto cercano al fuego en el patio del palacio del sumo sacerdote, y obtener posiblemente información de las últimas novedades sobre lo que ocurría con Jesús, dice que no lo conoce. Su heroísmo se ha derrumbado en una mezquina forma de táctica. Tiene que aprender a esperar su hora; tiene que aprender la espera, la perseverancia. Tiene que aprender el camino del seguimiento, para ser llevado después, a su hora, donde él no quiere (cf. Jn 21,18), y recibir la gracia del martirio. En el fondo, en ambos coloquios se trata de lo mismo: no prescribir a Dios lo que Dios tiene que hacer, sino aprender a aceptarlo tal como Él mismo se nos manifiesta; no querer ponerse a la altura de Dios, sino dejarse plasmar poco a poco, en la humildad del servicio, según la verdadera imagen de Dios.
Lavatorio de los pies y confesión de los pecados
Finalmente hemos de prestar atención todavía a un último detalle del relato del lavatorio de los pies. Después de que el Señor explica a Pedro la necesidad de lavarle los pies, éste replica que, siendo así las cosas, Jesús le debería lavar no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. La respuesta de Jesús, una vez más, resulta enigmática: «Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio» (13,10). ¿Qué significa esto? Las palabras de Jesús suponen obviamente que los discípulos, antes de ir a la cena, habían tomado un baño completo y que ahora, ya a la mesa, sólo hacía falta lavarles los pies. Está claro que Juan ve en estas palabras un sentido simbólico más profundo, que no es fácil de identificar. Tengamos presente ante todo que el lavatorio de los pies — como ya hemos visto— no es un sacramento particular, sino que significa la totalidad del servicio salvador de Jesús: el sacramentum de su amor, en el cual Él nos sumerge en la fe y que es el verdadero lavatorio de purificación para el hombre.
Pero el lavatorio de los pies adquiere en este contexto, más allá de su simbolismo esencial, también un significado más concreto que nos remite a la praxis de la vida de la Iglesia primitiva. ¿De qué se trata? El «baño completo» que se da por supuesto no puede ser otro que el Bautismo, con el cual el hombre queda inmerso en Cristo de una vez por todas y recibe su nueva identidad del ser en Cristo. Este proceso fundamental, mediante el cual no nos hacemos cristianos por nosotros mismos, sino que nos convertimos en cristianos gracias a la acción del Señor en su Iglesia, es irrepetible. No obstante, en la vida de los cristianos, para permanecer en una comunión de mesa con el Señor, este proceso necesita siempre un complemento: el lavatorio de los pies. ¿Qué significa esto? No hay una respuesta absolutamente segura. Pero me parece que la Primera Carta de Juan indica el buen camino y nos señala cuál es su significado. En ella se lee: «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Pero si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos lavará de nuestros delitos. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso y no poseemos su palabra» (1,8ss). Puesto que también los bautizados siguen siendo pecadores, tienen necesidad de la confesión de los pecados, que «nos lava de todos nuestros delitos».
La palabra «purificar» establece la conexión interior con la perícopa del lavatorio de los pies. La práctica misma de la confesión de los pecados, que procede del judaísmo, está atestiguada también en la Carta de Santiago (5,16), así como en la Didaché. En ésta leemos: «En la asamblea confesarás tus faltas» (4,14); y vuelve a decir más adelante: «En cuanto al domingo del Señor, una vez reunidos, partid el pan y dad gracias después de haber confesado vuestros pecados» (14,1). Franz Mußner, siguiendo a Rudolf Knopf, comenta: «En ambos textos se piensa en una confesión pública del individuo» [ref]Jakobusbrief, p. 226, nota 5[/ref]. En esta confesión de los pecados, que ciertamente formaba parte de las primeras comunidades cristianas en el ámbito de influjo judeocristiano, no se puede identificar seguramente el sacramento de la Penitencia tal como se ha desarrollado en el curso de la historia de la Iglesia, pero es ciertamente «una etapa hacia él» [ref]Ibid., p. 226[/ref].
De lo que se trata en el fondo es de que la culpa no debe seguir supurando ocultamente en el alma, envenenándola así desde dentro. Necesita la confesión. Por la confesión la sacamos a la luz, la exponemos al amor purificador de Cristo (cf. Jn 3,20s).En la confesión el Señor vuelve a lavar siempre nuestros pies sucios y nos prepara para la comunión de mesa con Él. Al mirar en retrospectiva al conjunto del capítulo sobre el lavatorio de los pies, podemos decir que en este gesto de humildad, en el cual se hace visible la totalidad del servicio de Jesús en la vida y la muerte, el Señor está ante nosotros como el siervo de Dios; como Aquel que se ha hecho siervo por nosotros, que carga con nuestro peso, dándonos así la verdadera pureza, la capacidad de acercarnos a Dios. En el segundo «canto del siervo de Dios», en el profeta Isaías, se encuentra una frase que en cierto modo anticipa la línea de fondo de la teología joánica de la Pasión: «El Señor me dijo: «Tú eres mi siervo y en ti seré glorificado» (LXX: »doxasthésomai»)»(cf. 49,3).
Esta conexión entre el servicio humilde y la gloria (»dóxa») es el núcleo de todo el relato de la Pasión en san Juan: precisamente en el abajamiento de Jesús, en su humillación hasta la cruz, se transparenta la gloria de Dios; Dios Padre es glorificado, y Jesús en Él. Un pequeño inciso en el «Domingo de Ramos» —que podría considerarse como la versión joánica de la narración del Monte de los Olivos— resume todo esto: «Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si para eso he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Le he glorificado y volveré a glorificarle» (12,27s). La hora de la cruz es la hora de la verdadera gloria de Dios Padre y de Jesús.[ref]