Jn 12, 1-11: La unción en Betania
/ 14 abril, 2014 / San JuanEl Texto (Jn 12, 1-11)
1 Seis días antes de la Pascua, Jesús se fue a Betania, donde estaba Lázaro, a quien Jesús había resucitado de entre los muertos. 2 Le dieron allí una cena. Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. 3 Entonces María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume. 4 Dice Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que lo había de entregar: 5 «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?» 6 Pero no decía esto porque le preocuparan los pobres, sino porque era ladrón, y como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella. 7 Jesús dijo: «Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura. 8 Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre tendréis.»
9 Gran número de judíos supieron que Jesús estaba allí y fueron, no sólo por Jesús, sino también por ver a Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. 10 Los sumos sacerdotes decidieron dar muerte también a Lázaro, 11 porque a causa de él muchos judíos se les iban y creían en Jesús.
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
Alcuino
(Resumen) En sentido místico, que viniera a Betania antes de seis días, significa que el que había hecho todas las cosas en seis días y en el séptimo había creado al hombre, había venido a rescatar al mundo en la edad sexta del mismo, en el día sexto y a la hora sexta. La cena del Señor es la fe de la Iglesia, que obra por la caridad. Marta sirve, cuando el alma fiel consagra al Señor las obras de su devoción. Lázaro era uno de los que estaban sentados a la mesa, cuando aquellos que después de muertos por el pecado son resucitados a la vida de la gracia, se alegran de la presencia de la verdad con aquellos que permanecieron en su justicia y se alimentan de los dones de la gracia celestial. Y con razón esta fiesta se celebra en Betania, que significa casa de obediencia [1], pues la Iglesia es la casa de obediencia.
1. «Seis días antes de la Pascua, Jesús se fue a Betania, donde estaba Lázaro, a quien Jesús había resucitado de entre los muertos.» Acercándose el tiempo en que el Señor había determinado padecer, se acercó también El al lugar en que había de terminar la obra de su pasión. Jesús, primero vino a Betania, después a Jerusalén. A Jerusalén, para padecer allí; a Betania para que la resurrección de Lázaro se grabara más profundamente en la memoria de todos: «En donde había muerto Lázaro al que Jesús resucitó».
3. «Entonces María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro…» O también fiel y no adulterado con sustancias extrañas [2]. Esta es aquella mujer, pecadora en otro tiempo, que vino al Señor en casa de Simón con un vaso de rico perfume.
«… ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume.»Debemos notar que la primera vez sólo había ungido los pies, pero ahora ungió los pies y la cabeza. Allí se significan los principios, que son la penitencia; aquí la justicia de las almas perfectas, pues por la cabeza del Señor se entiende la sublimidad de la divinidad, y por los pies la humildad de la encarnación. O bien, por la cabeza se entiende el mismo Cristo y por los pies los pobres, que son sus miembros.
6. «Pero no decía esto porque le preocuparan los pobres, sino porque era ladrón, y como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella.» Su cargo era llevar la bolsa; su crimen, robarla.
7. «Jesús dijo: «Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura.» Da a entender su muerte, y que debía ser ungido con aromas. Por eso a María, a quien no le habría de ser lícito ungir el cuerpo muerto del Salvador, deseándolo tanto, se le concedió, estando vivo, este privilegio, que no hubiera podido participar después de muerto por la pronta resurrección.
Notas
[1] Literalmente, Betania parece significar casa del pobre, o bien casa de Ananías, que significa protegido por Dios. Orígenes derivaba el nombre de bet’bara, casa de la preparación.
[2] En griego, πιστικη : pura, no adulterada, de calidad.
Teofilacto
1-2. En el décimo día del mes, toman los judíos un cordero para sacrificarlo en la fiesta de la Pascua. Entonces comienzan para ellos las solemnidades de esta fiesta. Por eso el día que hace el noveno del mes y que precede al día sexto antes de la Pascua, celebran grandes banquetes, y fijan en este día el principio de la fiesta, lo cual dio ocasión a que Jesús al ir a Betania fuese convidado a comer: «Le dieron allí una cena.» Presentándonos a Marta sirviendo a la mesa, nos da a entender el evangelista, que en su casa se celebra el convite. Pero observa la fidelidad de esta mujer; no cede ella este oficio a los criados, sino que ella misma lo desempeña. Por otra parte, el evangelista, queriendo darnos una señal de la resurrección de Lázaro, añade: «Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa.»
6. «Pero no decía esto porque le preocuparan los pobres, sino porque era ladrón, y como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella.» Opinan algunos que Judas tenía la administración del dinero, como el último de todos que era, porque la administración de las cosas temporales es inferior a la de la doctrina, conforme a las palabras que se leen en los Hechos de los Apóstoles ( Hch 6,2): «No es justo que dejemos nosotros la palabra de Dios y que sirvamos a las mesas».
9. «Gran número de judíos supieron que Jesús estaba allí y fueron, no sólo por Jesús, sino también por ver a Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos.» Ellos deseaban ver al resucitado, esperando oír de la boca de Lázaro alguna cosa acerca del lugar de las almas.
San Agustín In Ioannem tract. y De cons. evang.
2b. El vivía, hablaba, comía; la verdad resplandecía, la incredulidad de los judíos estaba confundida (trac. 50).
3a. «Entonces María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús..» El perfume con que María ungió los pies de Jesús fue la justicia, y por eso llevaba una libra. Este perfume era de precioso nardo líquido; πιστι( en griego significa fe . [1] ¿Quieres obrar la justicia? El justo vive de la fe ( Rom 1,17). Unge los pies de Jesús viviendo bien; sigue sus huellas; enjúgalas con tus cabellos. Si tienes algo superfluo, dalo a los pobres y habrás enjugado los pies del Señor, porque los cabellos parecen lo superfluo del cuerpo (trac. 50)
Debemos creer que la palabra pistici indica el lugar de donde era este precioso perfume (trac. 55).
3b. «Y la casa se llenó del olor del perfume.» El sentido de este pasaje se ilumina con aquellas palabras del Apóstol: «A los unos en verdad olor de muerte para muerte; y a los otros olor de vida para vida» ( 2Cor 2,16). Finalmente, verás aquí cómo este bálsamo es para unos precioso olor que da la vida, y para otros olor corrompido que produce la muerte (trac. 50).
Este hecho, que se repitió en Betania, no es el mismo que el que refiere San Lucas; pero San Juan, San Mateo y San Marcos lo refieren de la misma manera. Que San Mateo y San Marcos digan que fue la cabeza de Jesús la que ungió con el perfume y San Juan diga que los pies, debemos entenderlo en el sentido de que ungió la cabeza y lo pies. San Mateo y San Marcos, recapitulando aquel día, que era el sexto antes de la Pascua, se refieren nuevamente a Betania, y narran lo que San Juan sobre la cena y el perfume (cons. evang., 2, 79).
Se llenó la casa de olor; el mundo se llenó de buen nombre (trac. 50).
4. «Dice Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que lo había de entregar: ¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?» Al decir los otros evangelistas que los discípulos murmuraron de que se hubiera derramado este rico perfume, mientras que San Juan sólo nombra a Judas, pienso que es a Judas a quien han querido referirse todos ellos, usando un plural por un singular. Puede también entenderse en el sentido de que los demás discípulos o sintieron esto o lo dijeron, o Judas hablándoles los persuadió con sus palabras, San Marcos y San Mateo expresan con palabras la voluntad de todos, pero Judas habló así porque era ladrón; los demás por solicitud para con los pobres. San Juan no tendría intención de hablar más que de Judas, aprovechando esta ocasión a fin de hacer constar el hábito que tenía Judas de robar, porque añade: «Y dijo esto no porque él cuidase de los pobres, sino porque era ladrón, y teniendo sus bolsillos traía lo que echaba en ellos» (cons. evang., 2, 79).
6. «Pero no decía esto porque le preocuparan los pobres, sino porque era ladrón, y como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella.» No pereció Judas en el momento en que recibió de los judíos el dinero para entregar al Señor; ya era un ladrón. Perdido este hombre, no seguía al Señor con el corazón sino con el cuerpo. Con esto nos quiso enseñar el Señor a sufrir a los malos para que no dividamos el cuerpo de Cristo. Aquel que roba algo a la Iglesia es semejante a Judas. Si eres bueno, tolera al malo para que obtengas la recompensa de los buenos y no incurras en el castigo de los malos. Toma el ejemplo del Señor mientras vivió en la tierra. ¿Por qué tenía depositarios Aquel a quien los ángeles servían la comida, sino porque su Iglesia había de tener necesidad de depositarios? ¿Por qué admitió ladrones sino con el fin de que su Iglesia, en tanto que tuviera ladrones supiera soportarlos? Pero aquel que acostumbraba a robar el dinero de la bolsa, no vaciló en vender por dinero al Señor (trac. 50).
8. «Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre tendréis.» El hablaba de su presencia corporal, pues en cuanto a su majestad, a su providencia, a su gracia inefable e invisible, se cumple lo que por El se ha dicho ( Mt 28,20): «He aquí que yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos». O de otro modo: en la persona de Judas están representados los malos en la Iglesia, porque si eres bueno tendrás la presencia de Cristo por la fe y por el sacramento, y lo tendrás siempre. Porque cuando salgas de este mundo, irás a Aquel que dijo al ladrón ( Lc 23,43): «Hoy serás conmigo en el Paraíso». Pero si, por el contrario, vives mal, te parecerá tener presente a Cristo, porque estás bautizado con el bautismo de Cristo; te acercas al altar de Cristo, pero viviendo mal, no lo tendrás siempre. El no dijo tienes, en singular, sino tenéis, en plural, porque un solo malo representa todo el cuerpo de los malos (trac. 50).
9. «Gran número de judíos supieron que Jesús estaba allí y fueron, no sólo por Jesús, sino también por ver a Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos.» La curiosidad los trajo, no la caridad (trac. 50).
10. «Los sumos sacerdotes decidieron dar muerte también a Lázaro…» Como el milagro hecho por el Señor era tan grande, se había extendido por todas partes con tanta evidencia, y se había hecho tan público, que no pudiendo ni ocultar el hecho, ni negarlo, pensaron dar muerte a Lázaro. «Y los príncipes de los sacerdotes pensaron», etc. ¡Pensamiento insensato y ciega crueldad! Como si el Señor, que pudo resucitar a un muerto, no pudiera hacer lo mismo con un asesinado. He aquí que el Señor hizo las dos cosas, pues resucitó a Lázaro muerto, y se resucitó a sí mismo que había sido muerto (trac. 50).
Notas
[1] El término πιστικη tiene la misma raíz que πιστις , fe.
Crisóstomo In Ioannem hom., 64
3. María no atendía al servicio general, y sólo se ocupaba de la gloria del Señor, y no se acercaba a El como a hombre, sino como a Dios. «Entonces María tomó una libra de ungüento de nardo puro, de gran precio, y ungió los pies de Jesús, y le enjugó los pies con sus cabellos», etc.
6. «Pero no decía esto porque le preocuparan los pobres, sino porque era ladrón, y como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella.» El confió a este ladrón la bolsa de los pobres para quitarle toda ocasión, a fin de que no pudiera decir que por deseo de dinero había cometido aquella traición, toda vez que en la bolsa tenía bastante dinero con que apagar su codicia.
7-8. Jesucristo, usando de mucha condescendencia con Judas, no le echó en cara sus robos, sino que lo disculpó: ««Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura.»
Otra vez por causa del traidor hace mención de su sepultura, como si quisiera decir: te soy grave y pesado, mas espera un poco y me iré. Y esto mismo manifiesta cuando añade: «Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre tendréis.»
10. «Los sumos sacerdotes decidieron dar muerte también a Lázaro…» Ningún milagro de Cristo los había enfurecido tanto. Este era el más notable de todos y se había obrado en presencia de mucha gente, y era increíble ver y oír hablar a un muerto de cuatro días. En otras circunstancias, ellos tramaban acusarlo de quebrantar el sábado y por este medio levantar las turbas contra El. Mas ahora, no encontrando motivo alguno para quejarse contra Jesús, dirigen sus ataques contra Lázaro; y aun con el ciego hubieran hecho ellos lo mismo, si no hubiesen tenido la acusación de la violación del sábado. O bien, al ciego que era de baja y humilde condición, lo echaron del templo, mientras que Lázaro era noble, lo cual se comprende por la multitud de personas que vinieron a consolar a sus hermanas. Esto les mortificaba sobremanera: ver que todos, sin cuidarse de la solemnidad próxima venían a Betania.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
Benedicto XVI, papa
Homilía, 29-03-2010
V ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL SIERVO DE DIOS JUAN PABLO II
En la primera lectura bíblica que se ha proclamado, el profeta Isaías presenta la figura de un «siervo de Dios» que es a la vez su elegido, en quien se complace. El siervo actuará con firmeza inquebrantable, con una energía que no desfallece hasta que él haya cumplido la tarea que se le ha confiado. Sin embargo, no tendrá a su disposición los medios humanos que parecen indispensables para la realización de un plan tan grandioso. Él se presentará con la fuerza de la convicción, y será el Espíritu que Dios ha puesto en él quien le dará la capacidad de obrar con suavidad y con fuerza, asegurándole el éxito final. Lo que el profeta inspirado dice del siervo lo podemos aplicar al amado Juan Pablo II: el Señor lo llamó a su servicio y, confiándole tareas de responsabilidad cada vez mayor, lo acompañó también con su gracia y con su asistencia continua. Durante su largo pontificado, se prodigó en proclamar el derecho con firmeza, sin debilidades ni titubeos, sobre todo cuando tenía que afrontar resistencias, hostilidades y rechazos. Sabía que el Señor lo había tomado de la mano, y esto le permitió ejercer un ministerio muy fecundo, por el que, una vez más, damos fervientes gracias a Dios.
El Evangelio recién proclamado nos conduce a Betania, donde, como apunta el evangelista, Lázaro, Marta y María ofrecieron una cena al Maestro (cf. Jn 12, 1). Este banquete en casa de los tres amigos de Jesús se caracteriza por los presentimientos de la muerte inminente: los seis días antes de Pascua, la insinuación del traidor Judas, la respuesta de Jesús que recuerda uno de los piadosos actos de la sepultura anticipado por María, la alusión a que no lo tendrían siempre con ellos, el propósito de eliminar a Lázaro, en el que se refleja la voluntad de matar a Jesús. En este relato evangélico hay un gesto sobre el que deseo llamar la atención: María de Betania, «tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos» (12, 3). El gesto de María es la expresión de fe y de amor grandes por el Señor: para ella no es suficiente lavar los pies del Maestro con agua, sino que los unge con una gran cantidad de perfume precioso que —como protestará Judas— se habría podido vender por trescientos denarios; y no unge la cabeza, como era costumbre, sino los pies: María ofrece a Jesús cuanto tiene de mayor valor y lo hace con un gesto de profunda devoción. El amor no calcula, no mide, no repara en gastos, no pone barreras, sino que sabe donar con alegría, busca sólo el bien del otro, vence la mezquindad, la cicatería, los resentimientos, la cerrazón que el hombre lleva a veces en su corazón.
María se pone a los pies de Jesús en humilde actitud de servicio, como hará el propio Maestro en la última Cena, cuando, como dice el cuarto Evangelio, «se levantó de la mesa, se quitó sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echó agua en una jofaina y se puso a lavar los pies de los discípulos» (Jn 13, 4-5), para que —dijo— «también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (v. 15): la regla de la comunidad de Jesús es la del amor que sabe servir hasta el don de la vida. Y el perfume se difunde: «Toda la casa —anota el evangelista— se llenó del olor del perfume» (Jn 12, 3). El significado del gesto de María, que es respuesta al amor infinito de Dios, se expande entre todos los convidados; todo gesto de caridad y de devoción auténtica a Cristo no se limita a un hecho personal, no se refiere sólo a la relación entre el individuo y el Señor, sino a todo el cuerpo de la Iglesia; es contagioso: infunde amor, alegría y luz.
«Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 11): al acto de María se contraponen la actitud y las palabras de Judas, quien, bajo el pretexto de la ayuda a los pobres oculta el egoísmo y la falsedad del hombre cerrado en sí mismo, encadenado por la avidez de la posesión, que no se deja envolver por el buen perfume del amor divino. Judas calcula allí donde no se puede calcular, entra con ánimo mezquino en el espacio reservado al amor, al don, a la entrega total. Y Jesús, que hasta aquel momento había permanecido en silencio, interviene a favor del gesto de María: «Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura» (Jn 12, 7). Jesús comprende que María ha intuido el amor de Dios e indica que ya se acerca su «hora», la «hora» en la que el Amor hallará su expresión suprema en el madero de la cruz: el Hijo de Dios se entrega a sí mismo para que el hombre tenga vida, desciende a los abismos de la muerte para llevar al hombre a las alturas de Dios, no teme humillarse «haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2, 8). San Agustín, en el Sermón en el que comenta este pasaje evangélico, nos dirige a cada uno, con palabras apremiantes, la invitación a entrar en este circuito de amor, imitando el gesto de María y situándonos concretamente en el seguimiento de Jesús. Escribe san Agustín: «Toda alma que quiera ser fiel, únase a María para ungir con perfume precioso los pies del Señor… Unja los pies de Jesús: siga las huellas del Señor llevando una vida digna. Seque los pies con los cabellos: si tienes cosas superfluas, dalas a los pobres, y habrás enjugado los pies del Señor» (In Ioh. evang., 50, 6).
Mientras proseguimos la celebración eucarística, disponiéndonos a vivir los días gloriosos de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, encomendémonos con confianza a la intercesión de la santísima Virgen María, Madre de la Iglesia, para que nos sostenga en el compromiso de ser, en toda circunstancia, apóstoles incansables de su Hijo divino y de su Amor misericordioso. Amén.
Homilía, 02-04-2007
CONCELEBRACIÓN EN SUFRAGIO EL PAPA JUAN PABLO II
El relato evangélico confiere un intenso clima pascual a nuestra meditación: la cena de Betania es preludio de la muerte de Jesús, bajo el signo de la unción que María hizo en honor del Maestro y que él aceptó en previsión de su sepultura (cf. Jn 12, 7). Pero también es anuncio de la resurrección, mediante la presencia misma del resucitado Lázaro, testimonio elocuente del poder de Cristo sobre la muerte.
Además de su profundo significado pascual, la narración de la cena de Betania encierra una emotiva resonancia, llena de afecto y devoción; una mezcla de alegría y de dolor: alegría de fiesta por la visita de Jesús y de sus discípulos, por la resurrección de Lázaro, por la Pascua ya cercana; y amargura profunda porque esa Pascua podía ser la última, como hacían temer las tramas de los judíos, que querían la muerte de Jesús, y las amenazas contra el mismo Lázaro, cuya muerte se proyectaba.
En este pasaje evangélico hay un gesto sobre el que se centra nuestra atención, y que también ahora habla de modo singular a nuestro corazón: en un momento determinado, María de Betania, «tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos» (Jn 12, 3). Es uno de los detalles de la vida de Jesús que san Juan recogió en la memoria de su corazón y que contienen una inagotable fuerza expresiva. Habla del amor a Cristo, un amor sobreabundante, pródigo, como el ungüento «muy caro» derramado sobre sus pies. Un hecho que, sintomáticamente, escandalizó a Judas Iscariote: la lógica del amor contrasta con la del interés económico.
Para nosotros, reunidos en oración para recordar a mi venerado predecesor, el gesto de la unción de María de Betania entraña ecos y sugerencias espirituales. Evoca el luminoso testimonio que Juan Pablo II dio de un amor a Cristo sin reservas y sin escatimar sacrificios. El «perfume» de su amor «llenó toda la casa» (Jn 12, 3), es decir, toda la Iglesia. Ciertamente, resultamos beneficiados nosotros, que estuvimos cerca de él, y por esto damos gracias a Dios, pero también pudieron gozar de él todos los que lo conocieron de lejos, porque el amor del Papa Wojtyla a Cristo era tan fuerte e intenso que rebosó, podríamos decir, a todas las regiones del mundo.
La estima, el respeto y el afecto que creyentes y no creyentes le expresaron a su muerte, ¿no son acaso un testimonio elocuente? San Agustín, comentando este pasaje del evangelio de san Juan, escribe: «La casa se llenó de perfume; es decir, el mundo se llenó de la buena fama. El buen olor es la buena fama… Por mérito de los buenos cristianos, el nombre del Señor es alabado» (In Io. evang. tr., 50, 7). Es verdad: el intenso y fecundo ministerio pastoral, y más aún el calvario de la agonía y la serena muerte de nuestro amado Papa, dieron a conocer a los hombres de nuestro tiempo que Jesucristo era de verdad su «todo».
La fecundidad de este testimonio, como sabemos, depende de la cruz. En la vida de Karol Wojtyla la palabra «cruz» no fue sólo una palabra. Desde su infancia y su juventud experimentó el dolor y la muerte. Como sacerdote y como obispo, y sobre todo como Sumo Pontífice, se tomó muy en serio la última llamada de Cristo resucitado a Simón Pedro, en la ribera del lago de Galilea: «Sígueme… Tú sígueme» (Jn 21, 19. 22). Especialmente en el lento pero implacable avance de la enfermedad, que poco a poco lo despojó de todo, su existencia se transformó en una ofrenda completa a Cristo, anuncio vivo de su pasión, con la esperanza llena de fe en la resurrección.
Su pontificado se desarrolló bajo el signo de la «prodigalidad», de una entrega generosa y sin reservas. Lo movía únicamente el amor místico a Cristo, a Aquel que, el 16 de octubre de 1978, lo había llamado con las palabras del ceremonial: «Magister adest et vocat te«, «el Maestro está aquí y te llama». El 2 de abril de 2005, el Maestro volvió a llamarlo, esta vez sin intermediarios, para llevarlo a casa, a la casa del Padre. Y él, una vez más, respondió prontamente con su corazón intrépido, y susurró: «Dejadme ir al Señor» (cf. S. Dziwisz, Una vita con Karol, p. 223).
Desde mucho tiempo antes se preparaba para este último encuentro con Jesús, como lo atestiguan las diversas redacciones de su Testamento. Durante los largos ratos de oración en su capilla privada hablaba con él, abandonándose totalmente a su voluntad, y se encomendaba a María, repitiendo el Totus tuus. Como su divino Maestro, vivió su agonía en oración. Durante el último día de su vida, víspera del domingo de la Misericordia divina, pidió que se le leyera precisamente el evangelio de san Juan. Con la ayuda de las personas que lo acompañaban, quiso participar en todas las oraciones diarias y en la liturgia de las Horas, hacer la adoración y la meditación. Murió orando. Verdaderamente, se durmió en el Señor.
«Y toda la casa se llenó del olor del perfume» (Jn 12, 3). Volvamos a esta anotación, tan sugestiva, del evangelista san Juan. El perfume de la fe, de la esperanza y de la caridad del Papa llenó su casa, llenó la plaza de San Pedro, llenó la Iglesia y se difundió por el mundo entero. Lo que aconteció después de su muerte fue, para quien cree, efecto de aquel «perfume» que llegó a todos, cercanos y lejanos, y los atrajo hacia un hombre que Dios había configurado progresivamente con su Cristo.
Por eso, podemos aplicarle a él las palabras del primer canto del Siervo del Señor, que hemos escuchado en la primera lectura: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones» (Is 42, 1). «Siervo de Dios»: es lo que fue, y así lo llamamos ahora en la Iglesia, mientras se desarrolla con rapidez su proceso de beatificación: precisamente esta mañana se ha clausurado la investigación diocesana sobre su vida, sus virtudes y su fama de santidad.
«Siervo de Dios» es un título particularmente apropiado para él. El Señor lo llamó a su servicio por el camino del sacerdocio y le abrió poco a poco horizontes cada vez más amplios: desde su diócesis hasta la Iglesia universal. Esta dimensión de universalidad alcanzó su máxima extensión en el momento de su muerte, acontecimiento que el mundo entero vivió con una participación nunca vista en la historia.
Queridos hermanos y hermanas, el Salmo responsorial ha puesto en nuestros labios palabras llenas de confianza. En la comunión de los santos, nos parece escuchar la viva voz del amado Juan Pablo II, que desde la casa del Padre —estamos seguros— no deja de acompañar el camino de la Iglesia: «Espera en el Señor, sé valiente; ten ánimo, espera en el Señor» (Sal 26, 14).
Sí, tengamos ánimo, queridos hermanos y hermanas; que nuestro corazón esté lleno de esperanza. Con esta invitación en el corazón prosigamos la celebración eucarística, vislumbrando ya la luz de la Resurrección de Cristo, que brillará en la Vigilia pascual después de la dramática oscuridad del Viernes santo.
Que el Totus tuus del amado Pontífice nos estimule a seguirlo por la senda de la entrega de nosotros mismos a Cristo por intercesión de María, y nos lo obtenga precisamente ella, la Virgen santísima, mientras encomendamos a sus manos maternales a este padre, hermano y amigo nuestro, para que en Dios descanse y goce en paz. Amén.
Catequesis, Audiencia general, 18-10-2006
«Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que lo había de entregar…» (Jn 12,4)
[…] Ya sólo el nombre de Judas suscita entre los cristianos una reacción instintiva de reprobación y de condena. El significado del apelativo «Iscariote» es controvertido: la explicación más común dice que significa «hombre de Keriot», aludiendo a su pueblo de origen, situado cerca de Hebrón y mencionado dos veces en la sagrada Escritura (cf. Jos 15, 25; Am 2, 2). Otros lo interpretan como una variación del término «sicario», como si aludiera a un guerrillero armado de puñal, llamado en latín «sica». Por último, algunos ven en ese apodo la simple trascripción de una raíz hebreo-aramea que significa: «el que iba a entregarlo». Esta designación se encuentra dos veces en el cuarto Evangelio: después de una confesión de fe de Pedro (cf. Jn 6, 71) y luego durante la unción de Betania (cf. Jn 12, 4).
Se trata, por tanto, de una figura perteneciente al grupo de los que Jesús se había escogido como compañeros y colaboradores cercanos. Esto plantea dos preguntas al intentar explicar lo sucedido. La primera consiste en preguntarnos cómo es posible que Jesús escogiera a este hombre y confiara en él. Ante todo, aunque Judas era de hecho el ecónomo del grupo (cf. Jn12, 6; 13, 29), en realidad también se le llama «ladrón» (Jn 12, 6). Es un misterio su elección, sobre todo teniendo en cuenta que Jesús pronuncia un juicio muy severo sobre él: «¡Ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado!» (Mt 26, 24). Es todavía más profundo el misterio sobre su suerte eterna, sabiendo que Judas «acosado por el remordimiento, devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo: «Pequé entregando sangre inocente»» (Mt 27, 3-4).
Aunque luego se alejó para ahorcarse (cf. Mt 27, 5), a nosotros no nos corresponde juzgar su gesto, poniéndonos en el lugar de Dios, infinitamente misericordioso y justo.
Una segunda pregunta atañe al motivo del comportamiento de Judas: ¿por qué traicionó a Jesús? Para responder a este interrogante se han hecho varias hipótesis. Algunos recurren al factor de la avidez por el dinero; otros dan una explicación de carácter mesiánico: Judas habría quedado decepcionado al ver que Jesús no incluía en su programa la liberación político-militar de su país.
En realidad, los textos evangélicos insisten en otro aspecto: Juan dice expresamente que «el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo» (Jn 13, 2); de manera semejante, Lucas escribe: «Satanás entró en Judas, llamado Iscariote, que era del número de los Doce» (Lc 22, 3). De este modo, se va más allá de las motivaciones históricas y se explica lo sucedido basándose en la responsabilidad personal de Judas, que cedió miserablemente a una tentación del Maligno. En todo caso, la traición de Judas sigue siendo un misterio. Jesús lo trató como a un amigo (cf. Mt 26, 50), pero en sus invitaciones a seguirlo por el camino de las bienaventuranzas no forzaba las voluntades ni les impedía caer en las tentaciones de Satanás, respetando la libertad humana.
En efecto, las posibilidades de perversión del corazón humano son realmente muchas. El único modo de prevenirlas consiste en no cultivar una visión de las cosas meramente individualista, autónoma, sino, por el contrario, en ponerse siempre del lado de Jesús, asumiendo su punto de vista. Día tras día debemos esforzarnos por estar en plena comunión con él.
[…] Recordemos dos cosas. La primera: Jesús respeta nuestra libertad. La segunda: Jesús espera que queramos arrepentirnos y convertirnos; es rico en misericordia y perdón. Por lo demás, cuando pensamos en el papel negativo que desempeñó Judas, debemos enmarcarlo en el designio superior de Dios que guía los acontecimientos. Su traición llevó a la muerte de Jesús, quien transformó este tremendo suplicio en un espacio de amor salvífico y en entrega de sí mismo al Padre (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). El verbo «traicionar» es la versión de una palabra griega que significa «entregar». A veces su sujeto es incluso Dios en persona: él mismo por amor «entregó» a Jesús por todos nosotros (cf. Rm 8, 32). En su misterioso plan de salvación, Dios asume el gesto injustificable de Judas como ocasión de la entrega total del Hijo por la redención del mundo.
Juan Pablo II, papa
Ecclesia de Eucharistia, Encíclica, 17-04-2003
47. Quien lee el relato de la institución eucarística en los Evangelios sinópticos queda impresionado por la sencillez y, al mismo tiempo, la « gravedad », con la cual Jesús, la tarde de la Última Cena, instituye el gran Sacramento. Hay un episodio que, en cierto sentido, hace de preludio: la unción de Betania. Una mujer, que Juan identifica con María, hermana de Lázaro, derrama sobre la cabeza de Jesús un frasco de perfume precioso, provocando en los discípulos –en particular en Judas (cf. Mt 26, 8; Mc 14, 4; Jn 12, 4)– una reacción de protesta, como si este gesto fuera un « derroche » intolerable, considerando las exigencias de los pobres. Pero la valoración de Jesús es muy diferente. Sin quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han de dedicar siempre los discípulos –« pobres tendréis siempre con vosotros » (Mt 26, 11; Mc 14, 7; cf. Jn 12, 8)–, Él se fija en el acontecimiento inminente de su muerte y sepultura, y aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al misterio de su persona…
48. Como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de « derrochar », dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía. No menos que aquellos primeros discípulos encargados de preparar la « sala grande », la Iglesia se ha sentido impulsada a lo largo de los siglos y en las diversas culturas a celebrar la Eucaristía en un contexto digno de tan gran Misterio. La liturgia cristiana ha nacido en continuidad con las palabras y gestos de Jesús y desarrollando la herencia ritual del judaísmo. Y, en efecto, nada será bastante para expresar de modo adecuado la acogida del don de sí mismo que el Esposo divino hace continuamente a la Iglesia Esposa, poniendo al alcance de todas las generaciones de creyentes el Sacrificio ofrecido una vez por todas sobre la Cruz, y haciéndose alimento para todos los fieles. Aunque la lógica del « convite » inspire familiaridad, la Iglesia no ha cedido nunca a la tentación de banalizar esta « cordialidad » con su Esposo, olvidando que Él es también su Dios y que el « banquete » sigue siendo siempre, después de todo, un banquete sacrificial, marcado por la sangre derramada en el Gólgota. El banquete eucarístico es verdaderamente un banquete « sagrado », en el que la sencillez de los signos contiene el abismo de la santidad de Dios: « O Sacrum convivium, in quo Christus sumitur! » El pan que se parte en nuestros altares, ofrecido a nuestra condición de peregrinos en camino por las sendas del mundo, es « panis angelorum », pan de los ángeles, al cual no es posible acercarse si no es con la humildad del centurión del Evangelio: « Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo » (Mt 8, 8; Lc 7, 6).
Vita consecrata, Exhortación apostólica, 25-03-1996
104. No son pocos los que hoy se preguntan con perplejidad: ¿Para qué sirve la vida consagrada? ¿Por qué abrazar este género de vida cuando hay tantas necesidades en el campo de la caridad y de la misma evangelización a las que se pueden responder también sin asumir los compromisos peculiares de la vida consagrada? ¿No representa quizás la vida consagrada una especie de « despilfarro » de energías humanas que serían, según un criterio de eficiencia, mejor utilizadas en bienes más provechosos para la humanidad y la Iglesia?
Estas preguntas son más frecuentes en nuestro tiempo, avivadas por una cultura utilitarista y tecnocrática, que tiende a valorar la importancia de las cosas y de las mismas personas en relación con su « funcionalidad » inmediata. Pero interrogantes semejantes han existido siempre, como demuestra elocuentemente el episodio evangélico de la unción de Betania: «María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume» (Jn 12, 3). A Judas, que con el pretexto de la necesidad de los pobres se lamentaba de tanto derroche, Jesús le responde: «Déjala» (Jn 12, 7). Esta es la respuesta siempre válida a la pregunta que tantos, aun de buena fe, se plantean sobe la actualidad de la vida consagrada: ¿No se podría dedicar la propia existencia de manera más eficiente y racional para mejorar la sociedad? He aquí la respuesta de Jesús: «Déjala».
Catequesis, Audiencia general, 04-04-1979
1. Deseo volver una vez más a los temas de nuestras tres meditaciones cuaresmales: oración, ayuno y limosna, y sobre todo a esta última. Si la oración, el ayuno y la limosna forman nuestra conversión a Dios, conversión que se expresa de modo más exacto con el término griegometánoia, si constituyen el tema principal de la liturgia cuaresmal, un estudio penetrante de esta liturgia nos persuade que la “limosna” ocupa en ella un puesto particular. Tratamos de explicarlo brevemente el miércoles pasado, recurriendo a la enseñanza de Cristo y de los Profetas del Antiguo Testamento, que tiene resonancias frecuentes en la liturgia cuaresmal.
Pero es necesario actualizar este tema, traducirlo, por así decir, no sólo a un lenguaje de términos modernos, sino también al lenguaje de la actual realidad humana: interior y social a la vez. ¿Cómo se refieren a la realidad actual las palabras pronunciadas hace miles de años, en un contexto histórico-social completamente diverso, palabras dirigidas a hombres de una mentalidad tan distinta de la de hoy? ¿Cómo es posible, pues, aplicarlas a nosotros mismos? ¿A qué puntos neurálgicos de nuestra injusticia actual, de las iniquidades humanas, de las muchas desigualdades que no han desaparecido ciertamente de la vida de la humanidad —aunque tantas veces la palabra de orden “igualdad” se haya escoto en varias banderas— deben afectar estas palabras?
Resuenan con fuerza insólita las palabras discretas de Cristo dirigidas un día al apóstol traidor: “Pobres siempre los tenéis con vosotros, pero a mí no me tenéis siempre” (Jn 12, 8).
“Siempre tendréis pobres entre vosotros”. Después del abismo de esta palabra, ningún hombre ha podido decir jamás qué es la pobreza. (…). Cuando se pregunta a Dios, responde que precisamente Él es el Pobre: Ego sum pauper (Léon Bloy, La femme pauvre, II, 1, Mercure de France, 1948).
2. La llamada a la penitencia, a la conversión significa llamada a la apertura interior “hacia los otros”. Nada puede sustituir a esta llamada ni en la historia de la Iglesia, ni en la del hombre.Esta llamada tiene destinos infinitos. Se dirige a cada uno de los hombres y se dirige a cada uno por motivos propios. Cada uno, pues, debe mirarse en los dos aspectos del destino de esta llamada. Cristo exige de mí una apertura hacia el otro. Pero, ¿hacia qué otro? ¡Hacia el que está aquí, en este momento! No se puede “aplazar” esta llamada de Cristo a un momento indefinido, en el que aparecerá el mendigo “calificado” y tenderá la mano.
Debo estar abierto a cada uno de los hombres, pronto a “ofrecerme”. A ofrecerme, ¿con qué? Es sabido que a veces con una sola palabra podemos “hacer un don” a otro, pero también podemos con una sola palabra atacarlo dolorosamente, injuriarlo, herirlo, podemos incluso “matarlo” moralmente. Es necesario, pues, acoger esta llamada de Cristo cada día en las situaciones ordinarias de convivencia y de contacto, donde cada uno de nosotros es siempre el que puede “dar” a los otros y, al mismo tiempo, el que sabe aceptar lo que los otros pueden ofrecerle.
Realizar la llamada de Cristo para abrirse interiormente a los otros, significa vivir siempre con la prontitud de encontrarse en la otra parte del destino de esta llamada. Yo soy el que da a los otros, también cuando sé aceptar, cuando soy agradecido por todo bien que me viene de los otros. No puedo ser cerrado y desagradecido. No puedo aislarme. Aceptar la llamada de Cristo a la apertura hacia los otros exige, como se ve, una reelaboración de todo el estilo de nuestra vida cotidiana. Es necesario aceptar esta llamada en las dimensiones reales de la vida. No aplazarla para condiciones y circunstancias distintas, para cuando se presente su necesidad. Es necesario perseverar continuamente en tal actitud interior. De otro modo, cuando se presente la ocasión “extraordinaria” podrá ocurrirnos que no tengamos una disposición adecuada.
3. Entendiendo así, de modo práctico, el significado de la llamada de Cristo a “ofrecerse” a los otros en la vida de cada día, no queramos restringir el sentido de esta donación sólo a los hechos cotidianos, de pequeñas dimensiones, por así decirlo. Nuestro “prestarse” debe mirar también a los hechos lejanos, a las necesidades del prójimo con quien no estamos en contacto cada día, pero de cuya existencia somos conscientes. Sí, hoy conocemos mucho mejor las necesidades, los sufrimientos, las injusticias de los hombres que viven en otros países, en otros continentes. Estamos lejos de ellos geográficamente, estamos separados por barreras lingüísticas, por fronteras puestas por cada Estado… No podemos meternos directamente en su hambre, en su indigencia, en los malos tratos, en las humillaciones, en las torturas, en la prisión, en las discriminaciones sociales, en su condena a un “exilio exterior” o a la “proscripción”, sin embargo, sabemos que sufren y sabemos que son hombres como nosotros, hermanos nuestros. La “fraternidad” no se ha escrito sólo sobre las banderas y estandartes de las revoluciones modernas. Hace ya mucho tiempo la ha proclamado Cristo: “…todos vosotros sois hermanos” (Mt 23, 8). Y aún más: Él ha dado un punto de referencia indispensable a esta fraternidad: nos ha enseñado a decir: “Padre nuestro”. La fraternidad humana presupone la paternidad divina…
Catequesis, Audiencia general, 28-03-1979
Cuando el Señor Jesús habla de limosna, cuando pide practicarla, lo hace siempre en el sentido de ayudar a quien tiene necesidad de ello, de compartir los propios bienes con los necesitados, es decir, en el sentido simple y esencial que no nos permite dudar del valor del acto denominado con el término “limosna”, al contrario, nos apremia a aprobarlo: como acto bueno, como expresión de amor al prójimo y como acto salvífico.
Además, en un momento de particular importancia, Cristo pronuncia estas palabras significativas: “Pobres siempre los tenéis con vosotros” (Jn 12, 8). Con tales palabras no quiere decir que los cambios de las estructuras sociales y económicas no valgan y que no se deban intentar diversos caminos para eliminar la injusticia, la humillación, la miseria, el hambre. Quiere decir sólo que en el hombre habrá siempre necesidades que no podrán ser satisfechas de otro modo sino con la ayuda al necesitado y con hacer participar a los otros de los propios bienes… ¿De qué ayuda se trata? ¿De qué participación? ¿Acaso sólo de “limosna”, entendida bajo la forma de dinero, de socorro material?
3. Ciertamente Cristo no quita la limosna de nuestro campo visual. Piensa también en la limosna pecuniaria, material, pero a su modo…
[…] En la Sagrada Escritura y según las categorías evangélicas, “limosna” significa, ante todo, don interior. Significa la actitud de apertura “hacia el otro”. Precisamente tal actitud es un factor indispensable de la “metánoia”, esto es, de la conversión, así como son también indispensables la oración y el ayuno.
[…] Los Padres de la Iglesia dirán después con San Pedro Crisólogo: “La mano del pobre es el gazofilacio de Cristo, porque todo lo que el pobre recibe es Cristo quien lo recibe” (SermoVIII, 4), y con San Gregorio Nacianceno: “El Señor de todas las cosas quiere la misericordia, no el sacrificio; y nosotros la damos a través de los pobres” (De pauperum amore, XI).
Por tanto, esta apertura a los otros, que se expresa con la “ayuda”, con el “compartir” la comida, el vaso de agua, la palabra buena, el consuelo, la visita, el tiempo precioso, etc., este don interior ofrecido al otro llega directamente a Cristo, directamente a Dios. Decide el encuentro con Él. Es la conversión.
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