Jn 11, 45-57: Las autoridades judías deciden dar muerte a Jesús
/ 12 abril, 2014 / San JuanEl Texto (Jn 11, 45-57)
45 Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en él. 46 Pero algunos de ellos fueron donde los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús. 47 Entonces los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron consejo y decían: «¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchas señales. 48 Si le dejamos que siga así, todos creerán en él y vendrán los romanos y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra nación.» 49 Pero uno de ellos, Caifás, que era el Sumo Sacerdote de aquel año, les dijo: «Vosotros no sabéis nada, 50 ni caéis en la cuenta que os conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación.» 51 Esto no lo dijo por su propia cuenta, sino que, como era Sumo Sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación 52 – y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. 53 Desde este día, decidieron darle muerte. 54 Por eso Jesús no andaba ya en público entre los judíos, sino que se retiró de allí a la región cercana al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y allí residía con sus discípulos.
55 Estaba cerca la Pascua de los judíos, y muchos del país habían subido a Jerusalén, antes de la Pascua para purificarse. 56 Buscaban a Jesús y se decían unos a otros estando en el Templo: «¿Qué os parece? ¿Que no vendrá a la fiesta?» 57 Los sumos sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes de que, si alguno sabía dónde estaba, lo notificara para detenerle.
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
Teofilacto
47. Era conveniente admirar y ensalzar a Aquel que tales prodigios obraba, pero ellos más bien maquinan darle la muerte. Por esto dice: «Y los príncipes de los sacerdotes y los fariseos juntaron concilio», etc.
50-51. «Os conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación.» Esto lo dijo él con una intención depravada. Sin embargo, la gracia del Espíritu Santo se valió de sus palabras para presagio del porvenir: «Mas esto no lo dijo de sí mismo, sino que siendo pontífice profetizó», etc.
55-56. «Estaba cerca la Pascua de los judíos, y muchos del país habían subido a Jerusalén, antes de la Pascua para purificarse.» Vinieron a Jerusalén antes de la Pascua para purificarse, porque todos aquellos que habían pecado, ya voluntariamente, ya contra su voluntad [1], no celebraban la Pascua sin expiar antes, según costumbre, por medio de abluciones, ayunos, cortarse el cabello, y además haciendo algunas ofrendas determinadas a este fin. En el tiempo, pues, en que éstos celebraban la expiación, fue cuando tendían asechanzas al Señor: «Buscaban a Jesús y se decían unos a otros estando en el Templo: “¿Qué os parece? ¿Que no vendrá a la fiesta?”»
57. Si estas cosas hubieran sido obra exclusivamente de las turbas, podría creerse que su pasión era resultado de la ignorancia. Pero los fariseos mismos dan la orden de que sea preso: «Los sumos sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes de que, si alguno sabía dónde estaba, lo notificara para detenerle.»
Notas
[1] Por haber «pecado contra su voluntad» ha de entenderse haber incurrido involuntariamente en mancha ritual, y no haber pecado propiamente. El pecado incluye el carácter voluntario. La Bula Ex omnibus affictionibus (1567) de San Pío V, condenó el error de Bayo, que afirmaba que «lo voluntario no pertenece a la esencia y definición de pecado».
San Agustín In Ioannem tract., 49-50
47. «¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchas señales.»Ellos no dicen: «Creemos». Estos hombres perdidos se ocupaban mejor de hacer daño y de matar, que de la manera de salvarse a sí mismos. Y, sin embargo, temían y se consultaban unos a otros: «¿Qué hacemos? Porque este hombre hace muchos milagros».
48a. «Si le dejamos que siga así, todos creerán en él…» Temían que si todos creían en Cristo no quedase nadie para defender la ciudad y el templo de Dios contra los romanos, porque bien sabían que la doctrina de Cristo era contraria al mismo templo y a las leyes de sus antepasados. Temían, pues, perder los bienes temporales, y nada les importaba perder la vida eterna, en que no pensaban. Pero a pesar de todo esto, finalmente los romanos, después de la pasión y de la resurrección del Señor, hicieron desaparecer la ciudad, destruyéndola.
49. «Caifás… era el Sumo Sacerdote de aquel año» Podía uno preguntar, ¿cómo es que se dice que era pontífice de aquel año, siendo así que el Señor había establecido un único sumo sacerdote, que no debía tener sucesor sino después de su muerte? Es preciso admitir que la división y la ambición habían conducido más tarde a los judíos a tener muchos pontífices, que servían alternativamente cada año, y quizá en un mismo año había muchos, a los cuales sucedían otros en el año siguiente.
51. «Esto no lo dijo por su propia cuenta, sino que, como era Sumo Sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación». Aquí también podemos aprender que los hombres malos pueden también vaticinar lo futuro con espíritu profético, lo cual, sin embargo, el evangelista atribuye al sagrado ministerio, porque Caifás era pontífice, esto es, sumo sacerdote.
52. Caifás, pues, sólo profetizó de la nación judía, en la que estaban las ovejas de que el mismo Señor había dicho Mt 15,2): «No soy enviado sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel». Pero el evangelista sabía que había otras ovejas que no eran de este redil, a las cuales convenía conducir, y por eso añadió: «Y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos.» Esto se dijo de la predestinación, pues entonces no había ni ovejas ni hijos de Dios.
54. «Por eso Jesús no andaba ya en público entre los judíos, sino que se retiró de allí a la región cercana al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y allí residía con sus discípulos. No por defecto de su poder (el que, si hubiera querido, le habría permitido hablar en público con los judíos y no le habrían hecho nada); mas El dejó este ejemplo a sus discípulos, para enseñarles que no hay pecado en que sus fieles se aparten de las miradas de los perseguidores y, ocultándose, prefieran evitar el furor de los malvados, que sería más terrible manifestándose en público.
55. «Estaba cerca la Pascua de los judíos, y muchos del país habían subido a Jerusalén, antes de la Pascua para purificarse.» Aquel que había bajado del cielo para sufrir, quiso acercarse al lugar de su pasión porque la hora de su muerte estaba cercana. Por eso el evangelista añade: «Y estaba ya cerca la Pascua», etc. Los judíos celebraban la Pascua en las tinieblas, nosotros en la luz. Con la sangre de su cordero se señalaron los umbrales de las casas de los judíos; nuestras frentes se señalan con la sangre de Cristo. Los judíos quisieron ensangrentar esta fiesta con la sangre del Salvador. En este mismo día de fiesta fue sacrificado el Cordero que consagró el mismo día con su propia sangre. La ley de los judíos mandaba que en el día de fiesta en que se celebraba la Pascua se reunieran de todas partes y se santificaran con la celebración de aquel día: «Y muchos de aquella tierra subieron a Jerusalén antes de la Pascua para purificarse».
57. «Los sumos sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes de que, si alguno sabía dónde estaba, lo notificara para detenerle.»Ellos ignoraban dónde está, pero nosotros enseñamos a los judíos dónde está Jesús. ¡Ojalá quieran oírlo y apoderarse de El! Vengan a la Iglesia, oigan dónde está Cristo y aprehéndanlo.
Orígenes In Ioannem tom., 28.30
47b-48. «Este hombre realiza muchas señales. Si le dejamos que siga así, todos creerán en él…» Es de considerar, oídas sus palabras, su necedad y su ceguera. Su necedad, porque ellos habían sido testigos de los muchos milagros que había hecho y, sin embargo, creían poder conspirar contra El, como si El mismo no tuviera poder para burlar sus maquinaciones. En esto consistía también su ceguedad, porque era preciso que Aquel que había hecho tantos milagros se desembarazase de sus asechanzas, a no ser que creyesen que realmente hacía milagros, pero que estos milagros no los hacía en virtud del divino poder. Así, ellos determinaron no dejarlo ir, creyendo que esto sería un gran impedimento para los que creían en El, y que así los romanos no les quitarían su ciudad y nación. «Si lo dejamos así, creerán todos en El», etc.
48b. «… vendrán los romanos y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra nación.» En sentido místico, los gentiles ocuparon el lugar de los circuncisos, pues por la caída de éstos vino la salvación a las naciones. En lugar de los gentiles son puestos los romanos, pasando de este modo la soberanía a quienes hasta entonces habían ejercido allí sus derechos. También la gente fue arrebatada de entre ellos, porque el que fue pueblo de Dios dejó de serlo.
49. «Caifás… era el Sumo Sacerdote de aquel año.» Una prueba de la maldad de Caifás son las palabras «pontífice de aquel año», porque exponen que bajo su pontificado nuestro Salvador ejerció el ministerio de su pasión. Y sin embargo, como fuese pontífice de aquel año, les dijo: «Vosotros no sabéis nada, ni pensáis que os conviene que muera un hombre».
51. «Esto no lo dijo por su propia cuenta, sino que, como era Sumo Sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación». No todo el que profetiza es profeta, como no todo aquel que sigue la justicia es justo, como por ejemplo el que hace alguna obra por la gloria humana. Caifás, pues, profetizó, es verdad, y sin embargo no era profeta, como sucedió a Balaam Núm 23). Alguno podrá decir que Caifás no profetizó por inspiración del Espíritu Santo, ya que el espíritu maligno puede también dar testimonio de Jesús y profetizar acerca de El conforme a aquellas palabras Lc 4,34): «Sabemos quién eres, santo de Dios». Porque su intención no es hacer fieles a los que lo escuchan, sino incitar en el pretorio contra Jesús a los que confiaban en El, para hacerlo morir. Por otra parte, las palabras «os conviene» -que forman parte de su profecía-, o son verdaderas o falsas. Si son verdaderas, se sigue que se salvarán todos aquellos que se esfuerzan en el pretorio por incitar al pueblo contra Jesús y, después de su muerte por el pueblo, llegarán a conseguir lo que les conviene. Si no son verdaderas, es evidente que el Espíritu Santo no inspiró esta profecía, porque el Espíritu Santo no puede mentir. Pero si alguno cree que Caifás es en esto verídico, Heb 2,9) hallará claro que Jesús ha abrazado la muerte por todos, y que El es Salvador de todos los hombres, principalmente de los fieles. Encontrará también que todas las palabras que están en este lugar, comenzando por aquellas 1Tim 4,10): «Vosotros nada sabéis», son una verdadera profecía. Porque nada sabían los que ignoraban que Jesús es la verdad, la sabiduría, la justicia y la paz. Y lo que a ellos convenía era que éste solo -en cuanto hombre- muriera por el pueblo, pero no en cuanto imagen de Dios invisible Col 1,15), bajo cuyo respecto no está sujeto a la muerte. Y como poderoso que es, quiso destruir y borrar en sí mismo la culpa de todo el género humano. En las palabras «mas esto no lo dijo de sí mismo», se nos ha enseñado que nosotros, hombres, decimos algunas cosas por nosotros mismos sin que ninguna fuerza extraña nos induzca a ello, mientras que hay otras que las proferimos por influencia de otro poder, aun cuando nosotros no lo podamos apreciar en toda su extensión, disponiéndonos así a escuchar lo que se dice, pero sin fijarnos en la intención de las palabras. Así Caifás no dijo nada de sí, ni conoció que lo que decía era una profecía, porque ignoraba el sentido de las palabras que proferían sus labios 1Tim 1,7). Así, en la Epístola de San Pablo a Timoteo se encuentran algunos doctores de la Ley que ni saben lo que dicen ni lo que afirman.
53. «Desde este día, decidieron darle muerte.» Llenos de ira por las palabras de Caifás, decretaron la muerte del Señor. Y en verdad, si Caifás no profetizó por inspiración del Espíritu Santo, fue otro espíritu el que pudo a la vez hablar por la boca de un impío y excitar a sus camaradas contra Cristo. Mas el que ve aquí la inspiración del Espíritu Santo, dirá que así como muchos para constituir su depravada doctrina, se acogen a la palabra de las Escrituras dirigidas al bien general, así los oidores de esta verdadera profecía pronunciada contra Cristo, no tomándola en su verdadero sentido, se reúnen en consejo para dar muerte a Cristo.
54. «Por eso Jesús no andaba ya en público entre los judíos, sino que se retiró de allí a la región cercana al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y allí residía con sus discípulos. Después que los escribas y fariseos se juntaron para condenar a muerte a Jesús, El, teniendo más cautela, no conversaba ya con los judíos con tanta confianza. Y se retiró, no a una ciudad popular, sino a una que estaba lejos y apartada.
54. «Por eso Jesús no andaba ya en público entre los judíos, sino que se retiró de allí a la región cercana al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y allí residía con sus discípulos. Porque no es digno de censura para el que confiesa a Jesucristo el no evitar confusión en el momento del combate, y no rehusar la muerte por defender la verdad. Es asimismo prudente no dar ocasión exponiéndose a una prueba tan grande, no solamente por la incertidumbre del éxito de parte nuestra, sino también para no dar ocasión a los otros para que hagan mayor su impiedad y su perversidad. Porque si el que da ocasión de pecado, no se librará del castigo merecido, ¿qué castigo no merecerá aquel que no evita el pecado del perseguidor? El Señor no se fue solo. Antes bien, para no dar ocasión alguna a los que lo perseguían, llevó consigo a sus discípulos. «Y allí moraba con sus discípulos».
54. «Por eso Jesús no andaba ya en público entre los judíos, sino que se retiró de allí a la región cercana al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y allí residía con sus discípulos. Místicamente hablando, debemos decir que Jesús andaba confiadamente en medio de los judíos, cuando el Verbo divino estaba entre ellos por la profecía. Mas apenas marchó de allí y el Verbo de Dios no estuvo más con los judíos «se retiró a un territorio cerca del desierto» Is 54,1). Los hijos de la mujer desierta, esto es, abandonada, son más numerosos que los de la desposada. Esta ciudad se llama Ephrem, que quiere decir fertilidad [1]. Effraim fue hermano de Manasés, del antiguo pueblo entregado al olvido. Después que este pueblo fue relegado al olvido y abandonado, fue cuando surgió la abundancia de en medio de los gentiles. El Señor, abandonando a los judíos, vino a esta tierra del universo, a la Iglesia casi desierta, y cuyo nombre significa ciudad fecunda, y en ella permanece hasta ahora con sus discípulos.
55-56 «Estaba cerca la Pascua de los judíos…» Y por eso no dijo la Pascua del Señor, sino de los judíos, porque en ella el Salvador sufría asechanzas: 56. «Buscaban a Jesús y se decían unos a otros estando en el Templo: “¿Qué os parece? ¿Que no vendrá a la fiesta?”»
57. «Los sumos sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes de que, si alguno sabía dónde estaba, lo notificara para detenerle.»Notad que ellos ignoraban dónde está, porque se ha dicho que El se había retirado. Podrá decirse que los que tendían lazos a Jesús ignoraban dónde estaría y que dieron otros preceptos que los divinos, enseñando las ciencias y los mandatos de los hombres.
Notas
[1] La raíz del nombre parece ser el verbo hebreo que significa ser fructífero o fértil. El territorio que ocupó la tribu de Efraím era de los más fértiles de Palestina.
Crisóstomo In Ioannem hom., 64-65
47b. «Este hombre realiza muchas señales.» Todavía lo llaman hombre los mismos que acababan de tener una prueba tan grande de su divinidad [1].
48. «Si le dejamos que siga así, todos creerán en él…» Con estas palabras querían atemorizar al pueblo, haciéndoles ver el peligro en que estaban de que se sospechase que querían declararse en poder independiente; palabras que equivalen a estas otras: Si los romanos lo ven seguido de la muchedumbre, sospecharán que queremos erigirnos en poder independiente, y destruirán la ciudad. Pero todo lo que decían era pura ficción, porque ¿cuáles eran los motivos para sospechar esto? ¿Iba El acaso rodeado de gente armada y seguido de escuadrones? ¿Acaso no buscaba los desiertos? Pero para que no se pensara que esto lo decían con el intento de preparar su muerte, dicen que toda la ciudad está en peligro.
49. Mientras ellos vacilaban y proponían ese consejo para deliberar, diciendo: «¿Qué hacemos?», uno, descaradamente y con la mayor crueldad, gritó: «Pero uno de ellos, Caifás, que era el Sumo Sacerdote de aquel año, les dijo: “Vosotros no sabéis nada”.»
50. «Ni caéis en la cuenta que os conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación.» Como si dijera: Vosotros estáis tranquilos y miráis esto con poco interés, pero tened en cuenta que es preciso despreciar la salvación de un solo hombre para salvar el bien común.
51. «Esto no lo dijo por su propia cuenta, sino que, como era Sumo Sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación». ¡Mira cuán grande es la virtud del Espíritu Santo, que de una inteligencia depravada hace salir palabras proféticas! Mira también cuán grande es la virtud y la dignidad del pontificado, pues hecho pontífice, aunque indigno, Caifás profetiza sin saber lo que dice. La gracia no toca más que a la boca, pero no llega al corrompido corazón.
53. «Desde este día, decidieron darle muerte.» Primero lo buscaban para darle la muerte, y ahora dan la sentencia.
54. «Por eso Jesús no andaba ya en público entre los judíos, sino que se retiró de allí a la región cercana al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y allí residía con sus discípulos. ¿Qué impresión piensas que debió ser la de los discípulos, viéndolo humanamente salvado, es decir, viéndolo buscar como hombre un asilo que lo oculte y lo ponga a salvo de las manos de sus perseguidores? Mientras que todos se regocijan y celebran fiesta, ellos se ocultan y corren graves peligros; sin embargo, permanecen con El, conforme a aquellas palabras Lc 22,28): «Vosotros sois los que permanecisteis conmigo en mis tentaciones».
56. «Buscaban a Jesús y se decían unos a otros estando en el Templo: “¿Qué os parece? ¿Que no vendrá a la fiesta?”» Le ponían asechanzas y celebraban el día de la fiesta y el de la inmolación.
Notas
[1] Según la definición del Concilio de Calcedonia (451): «ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente, y el mismo verdaderamente hombre de alma racional y de cuerpo, consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y el mismo consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad, semejante en todo a nosotros, menos en el pecado Heb 4,15); engendrado del Padre antes de todos los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad; que se ha de reconocer a uno solo y el mismo Cristo Hijo Señor unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, en modo alguno borrada la diferencia de naturalezas por causa de la unión, sino conservando, más bien, cada naturaleza su propiedad, y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo Señor Jesucristo» Dz 148).
Otros padres
45. «Algunos de ellos fueron donde los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús.» Los que van a anunciar a los fariseos son aquellos que viendo las buenas obras de los siervos de Dios, los persiguen con su odio y se esfuerzan en infamarlos (Beda).
49. «Caifás… era el Sumo Sacerdote de aquel año.» Cuenta Josefo, que este Caifás había comprado por dinero el pontificado de aquel año (Alcuino).
52. «Y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos.» Los perseguidores hicieron, pues, todo lo que maliciosamente habían maquinado. Prepararon su muerte para arrancar la fe que en El tenían los creyentes, pero la fe creció por los mismos medios que los incrédulos habían empleado para extinguirla. No convirtió en obsequio de su piedad, lo que la crueldad humana fraguó contra El (San Gregorio Moralium 6, 13).
56. «Buscaban a Jesús y se decían unos a otros estando en el Templo: “¿Qué os parece? ¿Que no vendrá a la fiesta?”» Ellos no buscaban al Señor por una causa justa, pero nosotros lo buscamos estando en el templo, consolándonos mutuamente, exhortándonos y pidiendo que venga a nuestro día de fiesta y nos santifique con su presencia (Alcuino).
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Roberto Belarmino, Subida del alma hacia Dios
«Desde este día, decidieron darle muerte.» (Jn 11, 53)
Señor, todo esto que tu nos enseñas puede parecernos muy difícil, demasiado pesado, si tu hubieras hablado desde otra tribuna; pero desde que nos enseñas más por el ejemplo que por palabra, Tú que eres «Señor y Maestro» (Jn 13,14), ¿cómo nos atreveremos a decir lo contrario, nosotros que somos los siervos y los aprendices? Lo que dices es perfectamente cierto, lo que ordenas perfectamente justo. Esta Cruz desde donde hablas da testimonio. Esta sangre fluyendo también da testimonio; Gritó con todas sus fuerzas (Gn 4,10). Y, finalmente, incluso la muerte: si ha podido rasgar el velo del templo a distancia y la separación de las piedras más consistentes (Mt 27,51), ¿qué no hará por ella misma y más aún por el corazón de los creyentes?…
Señor, queremos devolverte amor por amor; y si el deseo de seguirte no procede todavía de nuestro amor por ti, porque es muy débil, por lo menos que nuestro amor provenga de tu amor. Si nos atraes hacia ti, «nosotros correremos tras el olor de tus perfumes» (Ct 1,4 LXX): Nosotros no deseamos solamente amarte, te seguimos, y estamos decididos a despreciar este mundo… puesto que vemos que Tú, nuestro líder, no te has dejado capturar por los placeres de esta vida. Te hemos visto enfrentar la muerte, no en una cama, sino sobre el madero de ajusticiado; y aunque eres rey, no quisiste tener otro trono que este patíbulo… Atraídos por tu ejemplo de rey sabio, rechazamos la llamada de este mundo y sus lujos, y tomando tu cruz sobre nuestros hombros, proponemos seguirte, sólo a Ti…Danos la ayuda necesaria; Haz que seamos lo suficientemente fuertes para seguirte.
Francisco, papa
Carta encíclica Lumen fidei
30. La conexión entre el ver y el escuchar, como órganos de conocimiento de la fe, aparece con toda claridad en el Evangelio de san Juan. Para el cuarto Evangelio, creer es escuchar y, al mismo tiempo, ver. La escucha de la fe tiene las mismas características que el conocimiento propio del amor: es una escucha personal, que distingue la voz y reconoce la del Buen Pastor (cf. Jn 10,3-5); una escucha que requiere seguimiento, como en el caso de los primeros discípulos, que « oyeron sus palabras y siguieron a Jesús » (Jn 1,37). Por otra parte, la fe está unida también a la visión. A veces, la visión de los signos de Jesús precede a la fe, como en el caso de aquellos judíos que, tras la resurrección de Lázaro, « al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él » (Jn 11,45). Otras veces, la fe lleva a una visión más profunda: « Si crees, verás la gloria de Dios » (Jn 11,40). Al final, creer y ver están entrelazados: « El que cree en mí […] cree en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado » (Jn 12,44-45). Gracias a la unión con la escucha, el ver también forma parte del seguimiento de Jesús, y la fe se presenta como un camino de la mirada, en el que los ojos se acostumbran a ver en profundidad. Así, en la mañana de Pascua, se pasa de Juan que, todavía en la oscuridad, ante el sepulcro vacío, « vio y creyó » (Jn 20,8), a María Magdalena que ve, ahora sí, a Jesús (cf. Jn 20,14) y quiere retenerlo, pero se le pide que lo contemple en su camino hacia el Padre, hasta llegar a la plena confesión de la misma Magdalena ante los discípulos: « He visto al Señor » (Jn20,18).
¿Cómo se llega a esta síntesis entre el oír y el ver? Lo hace posible la persona concreta de Jesús, que se puede ver y oír. Él es la Palabra hecha carne, cuya gloria hemos contemplado (cf. Jn 1,14). La luz de la fe es la de un Rostro en el que se ve al Padre. En efecto, en el cuarto Evangelio, la verdad que percibe la fe es la manifestación del Padre en el Hijo, en su carne y en sus obras terrenas, verdad que se puede definir como la « vida luminosa » de Jesús[24]. Esto significa que el conocimiento de la fe no invita a mirar una verdad puramente interior. La verdad que la fe nos desvela está centrada en el encuentro con Cristo, en la contemplación de su vida, en la percepción de su presencia. En este sentido, santo Tomás de Aquino habla de la oculata fides de los Apóstoles —la fe que ve— ante la visión corpórea del Resucitado[25]. Vieron a Jesús resucitado con sus propios ojos y creyeron, es decir, pudieron penetrar en la profundidad de aquello que veían para confesar al Hijo de Dios, sentado a la derecha del Padre.
31. Solamente así, mediante la encarnación, compartiendo nuestra humanidad, el conocimiento propio del amor podía llegar a plenitud. En efecto, la luz del amor se enciende cuando somos tocados en el corazón, acogiendo la presencia interior del amado, que nos permite reconocer su misterio. Entendemos entonces por qué, para san Juan, junto al ver y escuchar, la fe es también un tocar, como afirma en su primera Carta: « Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos […] y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida » (1 Jn 1,1). Con su encarnación, con su venida entre nosotros, Jesús nos ha tocado y, a través de los sacramentos, también hoy nos toca; de este modo, transformando nuestro corazón, nos ha permitido y nos sigue permitiendo reconocerlo y confesarlo como Hijo de Dios. Con la fe, nosotros podemos tocarlo, y recibir la fuerza de su gracia. San Agustín, comentando el pasaje de la hemorroísa que toca a Jesús para curarse (cf. Lc 8,45-46), afirma: « Tocar con el corazón, esto es creer »[26]. También la multitud se agolpa en torno a él, pero no lo roza con el toque personal de la fe, que reconoce su misterio, el misterio del Hijo que manifiesta al Padre. Cuando estamos configurados con Jesús, recibimos ojos adecuados para verlo.
Juan Pablo II, papa
Catequesis, Audiencia general, 28-06-1995
El concilio Vaticano II recuerda, oportunamente, que la unidad de la Iglesia universal no es el resultado o el producto de la unión de las Iglesias locales, sino que es una de sus propiedades esenciales. Desde el inicio, la Iglesia fue fundada por Cristo como universal e, históricamente, las Iglesias locales se formaron como presencias y expresiones de esta única Iglesia universal. Por eso, la fe cristiana es fe en la Iglesia una y católica (cf. Lumen gentium, 13).
3. La palabra de Cristo, transmitida por los Apóstoles y contenida en el Nuevo Testamento, no deja dudas sobre su voluntad, de acuerdo con el plan del Padre: «No ruego sólo por éstos (los Apóstoles) sino también por aquellos, que, por medio de su palabra, creerán en mí para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn17, 20-21). La unidad del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo es el fundamento supremo de la unidad de la Iglesia. Es preciso imitar la perfección de esa unidad trascendente, «para que sean perfectamente uno» (Jn 17, 23). Dicha unidad divina es, por tanto, el principio que funda la unión de los creyentes: «Que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17, 21).
Además, en los evangelios y en los demás escritos del Nuevo Testamento se afirma claramente que la unidad de la Iglesia se ha obtenido por medio del sacrificio redentor. Leemos, por ejemplo, en el evangelio de san Juan: «Jesús debía morir (…) no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 51-52). Si la dispersión fue el fruto del pecado ―es la lección que nos brinda el episodio de la torre de Babel―, la reunificación de los hijos de Dios dispersos es obra de la Redención. Con su sacrificio, Jesús creó «un solo hombre nuevo» y reconcilió a los hombres entre sí, destruyendo la enemistad que los dividía (cf. Ef 2, 14-16).
Catequesis, Audiencia general, 28-09-1988
5. El hecho que en definitiva precipitó la situación y llevó a la decisión de dar muerte a Jesús fue la resurrección de Lázaro en Betania. El Evangelio de Juan nos hace saber que en la siguiente reunión del sanedrín se constató: «Este hombre realiza muchos signos. Si le dejamos que siga así todos creerán en Él y vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación». Ante estas previsiones y temores Caifás, Sumo Sacerdote, se pronunció con esta sentencia: «Conviene que muera uno sólo por el pueblo y no perezca toda la nación. (Jn1, 47-50). El Evangelista añade: «Esto no lo dijo de su propia cuenta, sino que, como era Sumo Sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación sino para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos». Y concluye: «Desde este día, decidieron darle muerte» (Jn 11, 51-53).
Juan, de este modo, nos hace conocer un doble aspecto de aquella toma de posición de Caifás.Desde el punto de vista humano, que se podría más precisamente llamar oportunista, era un intento de justificar la decisión de eliminar un hombre al que se consideraba políticamente peligroso, sin preocuparse de su inocencia. Desde un punto de vista superior, hecho suyo y anotado por el Evangelista, las palabras de Caifás, independientemente de sus intenciones, tenían un contenido auténticamente profético referente al misterio de la muerte de Cristo según el designio salvífico de Dios.
6. Aquí consideramos el desarrollo humano de los acontecimientos. En aquella reunión del sanedrín se tomó la decisión de matar a Jesús de Nazaret. Se aprovechó su presencia en Jerusalén durante las fiestas pascuales. Judas, uno de los Doce, entregó a Jesús por treinta monedas de plata, indicando el lugar donde se le podía arrestar. Una vez preso, Jesús fue conducido ante el sanedrín. A la pregunta capital del Sumo Sacerdote: «Yo te conjuro por Dios vivo que nos digas si Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios«. Jesús dio una gran respuesta: «Tú lo has dicho» (Mt 26, 63-64; cf. Mc 14, 62; Lc 22, 70). En esta declaración el sanedrín vio una blasfemia evidente y sentenció que Jesús era «reo de muerte» (Mc 14, 64).
7. El sanedrín no podía, sin embargo, exigir la condena sin el consenso del procurador romano. Pilato está convencido de que Jesús es inocente, y lo hace entender más de una vez. Tras haber opuesto una dudosa resistencia a las presiones del sanedrín, cede por fin por temor al riesgo de desaprobación del César, tanto más cuanto que la multitud, azuzada por los fautores de la eliminación de Jesús, pretende ahora la crucifixión. «¡Crucifige eum!». Y así Jesús es condenado a muerte mediante la crucifixión.
8. Los hombres indicados nominalmente por los Evangelios, al menos en parte, son históricamente los responsables de esta muerte. Lo declara Jesús mismo cuando dice a Pilato durante el proceso: «El que me ha entregado a ti tiene mayor pecado» (Jn 19, 11). Y en otro lugar: «El Hijo del hombre se va, como está escrito de Él, pero, (ay de aquél por quien el Hijo del hombre es entregado! (Más le valdría a ese hombre no haber nacido!» (Mc 14, 21; Mt 26, 24; Lc 22, 22). Jesús alude a las diversas personas que, de distintos modos, serán los artífices de su muerte: a Judas, a los representantes del sanedrín, a Pilato, a los demás… También Simón Pedro, en el discurso que tuvo después de Pentecostés imputará a los jefes del sanedrín la muerte de Jesús: «Vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos» (Act 2, 23).
9. Sin embargo no se puede extender esta imputación más allá del círculo de personas verdaderamente responsables. En un documento del Concilio Vaticano II leemos: «Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo, lo que en su pasión se hizo no puede ser imputado, ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni (mucho menos) a los judíos de hoy» (Declaración Nostra aetate, 4).
Luego si se trata de valorar la responsabilidad de las conciencias no se pueden olvidar las palabras de Cristo en la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).
El eco de aquellas palabras lo encontramos en otro discurso pronunciado por Pedro después de Pentecostés: «Ya sé yo, hermanos, que obrasteis por ignorancia, lo mismo que vuestros jefes» (Act 3, 17). (Qué sentido de discreción ante el misterio de la conciencia humana, incluso en el caso del delito más grande cometido en la historia, la muerte de Cristo!
10. Siguiendo el ejemplo de Jesús y de Pedro, aunque sea difícil negar la responsabilidad de aquellos hombres que provocaron voluntariamente la muerte de Cristo, también nosotros veremos las cosas a la luz del designio eterno de Dios, que pedía la ofrenda propia de su Hijo predilecto como víctima por los pecados de todos los hombres. En esta perspectiva superior nos damos cuenta de que todos, por causa de nuestros pecados, somos responsables de la muerte de Cristo en la cruz: todos, en la medida en que hayamos contribuido mediante el pecado a hacer que Cristo muriera por nosotros como víctima de expiación. También en este sentido se pueden entender las palabras de Jesús: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le matarán, y al tercer día resucitará» (Mt 17, 22).
11. La cruz de Cristo es, pues, para todos una llamada real al hecho expresado por el Apóstol Juan con las palabras «La sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado. Si decimos: ‘no tenemos pecado’, nos engañamos y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1, 7-8). La Cruz de Cristo no cesa de ser para cada uno de nosotros esta llamada misericordiosa y, al mismo tiempo severa a reconocer y confesar la propia culpa. Es una llamada a vivir en la verdad.
Catequesis, Audiencia general, 25-11-1987
[…] Entre los varios “muertos”, resucitados por Jesús, merece especial atención Lázaro de Betania, porque su resurrección es como un “preludio” de la cruz y de la resurrección de Cristo, en el que se cumple la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte.
7. El Evangelista Juan nos ha dejado una descripción pormenorizada del acontecimiento. Bástenos referir el momento conclusivo. Jesús pide que se quite la losa que cierra la tumba (“Quitad la piedra”). Marta, la hermana de Lázaro, indica que su hermano está desde hace ya cuatro días en el sepulcro y el cuerpo ha comenzado ya, sin duda, a descomponerse. Sin embargo, Jesús gritó con fuerte voz: “¡Lázaro, sal fuera!”. “Salió el muerto”, atestigua el Evangelista (cf. Jn 11, 38-43). El hecho suscita la fe en muchos de los presentes. Otros, por el contrario, van a los representantes del Sanedrín, para denunciar lo sucedido. Los sumos sacerdotes y los fariseos se quedan preocupados, piensan en una posible reacción del ocupante romano (“vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación”: cf. Jn 11, 45-48). Precisamente entonces se dirigen al Sanedrín las famosas palabras de Caifás: “Vosotros no sabéis nada; ¿no comprendéis que conviene que muera un hombre por todo el pueblo y no que perezca todo el pueblo?”. Y el Evangelista anota: “No dijo esto de sí mismo, sino que, como era pontífice aquel año, profetizó”. ¿De qué profecía se trata? He aquí que Juan nos da la lectura cristiana de aquellas palabras, que son de una dimensión inmensa: “Jesús había de morir por el pueblo y no sólo por el pueblo, sino para reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos” (cf. Jn 11, 49-52).
8. Como se ve, la descripción joánica de la resurrección de Lázaro contiene tambiénindicaciones esenciales referentes al significado salvífico de este milagro. Son indicaciones definitivas, precisamente porque entonces tomó el Sanedrín la decisión sobre la muerte de Jesús (cf. Jn 11, 53). Y será la muerte redentora “por el pueblo” y “para reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos” para la salvación del mundo. Pero Jesús dijo ya que aquella muerte llegaría a ser también la victoria definitiva sobre la muerte. Con motivo de la resurrección de Lázaro, dijo a Marta: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre” (Jn 11, 25-26)
Ángelus, 07-08-1983
En el Antiguo Testamento, los «hijos de Dios dispersos» son los exiliados en tierra extranjera, especialmente en Babilonia. El Señor los dispersó entre los pueblos, a causa de sus pecados (Dt 4, 25-27; 28, 62-66), pero una vez que se convirtieron por la predicación de los Profetas (Dt 4, 29-31; 30, 1-6), Dios los reunió de la diáspora y los hizo retornar a su tierra.
El Templo de Jerusalén, reconstruido de sus ruinas, es el lugar privilegiado para dicha reunificación (Ez 37, 21. 26-28; 2 Mac 1, 27-29; 2, 18). Bajo sus bóvedas los convertidos, miembros ya de una nueva Alianza, adoran al mismo Señor; y Jerusalén se convierte así en «madre universal» de estos innumerables hijos que Yavé, su Esposo, ha reunido entre sus muros (Is 49, 21; 60, 1-9; Sal 87; Tob 13, 11-13). Esos muros, efectivamente, vienen a ser como un regazo, en el que está el templo y todos aquellos que se reúnen en él para adorar al único Dios.
2. Es sobre todo el Evangelista Juan quien, a la luz de la redención realizada por Cristo, hace una nueva lectura de estos temas preparados por la Antigua Alianza.
Jesús, con su muerte, es Aquel que ha reunido en la unidad a todos los hijos de Dios que estaban dispersos (Jn 11, 51-52). Ahora, los «dispersos» son todos los hombres, en cuanto víctimas del maligno, que arrebata y dispersa (Jn 10, 12). Pero todos ellos pueden convertirse en «hijos de Dios», si acogen a Cristo y a su Palabra (Jn 1, 12; 1 Jn 5, 1). Y Cristo, reúne a la humanidad dispersa en otro templo, es decir, en su misma Persona, que revela al Padre y lleva a los hombres a la unión perfecta con Él (Jn 10, 30; 17, 21).
Así la verdadera Jerusalén está formada por la grey de los discípulos del Señor, es decir, por la Iglesia a la cual Jesús conduce a judíos y gentiles (Jn 10, 16, 11, 51-52; 12, 32-33). María es la Madre de esta nueva Jerusalén. He ahí que «tus hijos se reúnen y vienen a ti» dice el Profeta a la antigua Jerusalén (Is 60, 4; LXX). «Mujer, he ahí a tu hijo», dice Jesús a su Madre cuando desde la cruz le confía el discípulo amado (Jn 19, 26), que representaba a todos sus discípulos de todos los tiempos.
Catequesis, Audiencia general, 11-09-1981
6. […] Desde sus orígenes, la Iglesia comprendió que la institución del sacramento, que tuvo lugar durante la Ultima Cena, significaba la introducción de los cristianos en el corazón mismo del reino de Dios, que Cristo mediante su encarnación redentora había iniciado y constituido en la historia del hombre. Los cristianos sabían desde el principio que este reino perdura en la Iglesia, especialmente a través de la Eucaristía. Y ésta ―como sacramento de la Iglesia― era y es también la expresión culminante de ese culto en espíritu y en verdad, al que Jesús había aludido durante su conversación con la samaritana.
7. El Concilio Vaticano II resume así la doctrina de la Iglesia acerca de este punto: «La obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado (1 Co 5, 7). Y, al mismo tiempo, la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico (cf. 1 Co 10, 17)» (Lumen gentium, 3).
Según el Concilio, la Ultima Cena es el momento en que Cristo, anticipando su muerte en la cruz y su resurrección, da comienzo a la Iglesia: la Iglesia es engendrada junto con la Eucaristía, en cuanto que está llamada «a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos» (Lumen gentium, 3). Cristo es luz del mundo sobre todo en su sacrificio redentor. Es entonces cuando realiza plena mente las palabras que dijo un día: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45; Mt 20, 28). Cumple entonces el designio eterno del Padre, según el cual Cristo «iba a morir ( ) para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 51-52). Por ello, en el sacrificio de la cruz Cristo es el centro de la unidad de la Iglesia, como había predicho: «Y cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). En el sacrificio de la cruz renovado en el altar, Cristo sigue siendo el perenne centro generador de la Iglesia, en la que los hombres están llamados a participar en su vida divina para alcanzar un día la participación en su gloria eterna. Et futurae gloriae nobis pignus datur.
Concilio Vaticano II, Lumen gentium
13. Todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios. Por lo cual, este pueblo, sin dejar de ser uno y único, debe extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos, para así cumplir el designio de la voluntad de Dios, quien en un principio creó una sola naturaleza humana, y a sus hijos, que estaban dispersos, determinó luego congregarlos (cf. Jn11,52). Para esto envió Dios a su Hijo, a quien constituyó en heredero de todo (cf. Hb 1,2), para que sea Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del pueblo nuevo y universal de los hijos de Dios. Para esto, finalmente, envió Dios al Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador, quien es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de los creyentes el principio de asociación y unidad en la doctrina de los Apóstoles, en la mutua unión, en la fracción del pan y en las oraciones (cf. Hch2,42 gr.).
Así, pues, el único Pueblo de Dios está presente en todas las razas de la tierra, pues de todas ellas reúne sus ciudadanos, y éstos lo son de un reino no terrestre, sino celestial. Todos los fieles dispersos por el orbe comunican con los demás en el Espíritu Santo, y así, «quien habita en Roma sabe que los de la India son miembros suyos» [23]. Y como el reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn 18,36), la Iglesia o el Pueblo de Dios, introduciendo este reino, no disminuye el bien temporal de ningún pueblo; antes, al contrario, fomenta y asume, y al asumirlas, las purifica, fortalece y eleva todas las capacidades y riquezas y costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno. Pues es muy consciente de que ella debe congregar en unión de aquel Rey a quien han sido dadas en herencia todas las naciones (cf. Sal 2,8) y a cuya ciudad ellas traen sus dones y tributos (cf. Sal 71 [72], 10; Is 60,4-7; Ap 21,24). Este carácter de universalidad que distingue al Pueblo de Dios es un don del mismo Señor con el que la Iglesia católica tiende, eficaz y perpetuamente, a recapitular toda la humanidad, con todos sus bienes, bajo Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu [24].
En virtud de esta catolicidad, cada una de las partes colabora con sus dones propios con las restantes partes y con toda la Iglesia, de tal modo que el todo y cada una de las partes aumentan a causa de todos los que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad. De donde resulta que el Pueblo de Dios no sólo reúne a personas de pueblos diversos, sino que en sí mismo está integrado por diversos órdenes. Hay, en efecto, entre sus miembros una diversidad, sea en cuanto a los oficios, pues algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos, sea en razón de la condición y estado de vida, pues muchos en el estado religioso estimulan con su ejemplo a los hermanos al tender a la santidad por un camino más estrecho. Además, dentro de la comunión eclesiástica, existen legítimamente Iglesias particulares, que gozan de tradiciones propias, permaneciendo inmutable el primado de la cátedra de Pedro, que preside la asamblea universal de la caridad [25], protege las diferencias legítimas y simultáneamente vela para que las divergencias sirvan a la unidad en vez de dañarla. De aquí se derivan finalmente, entre las diversas partes de la Iglesia, unos vínculos de íntima comunión en lo que respecta a riquezas espirituales, obreros apostólicos y ayudas temporales. Los miembros del Pueblo de Dios son llamados a una comunicación de bienes, y las siguientes palabras del apóstol pueden aplicarse a cada una de las Iglesias: «El don que cada uno ha recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 P4,10).
Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que simboliza y promueve paz universal, y a ella pertenecen o se ordenan de diversos modos, sea los fieles católicos, sea los demás creyentes en Cristo, sea también todos los hombres en general, por la gracia de Dios llamados a la salvación.
Catecismo de la Iglesia Católica
El proceso de Jesús
Divisiones de las autoridades judías respecto a Jesús
595 Entre las autoridades religiosas de Jerusalén, no solamente el fariseo Nicodemo (cf. Jn 7, 50) o el notable José de Arimatea eran en secreto discípulos de Jesús (cf. Jn 19, 38-39), sino que durante mucho tiempo hubo disensiones a propósito de Él (cf. Jn 9, 16-17; 10, 19-21) hasta el punto de que en la misma víspera de su pasión, san Juan pudo decir de ellos que «un buen número creyó en él», aunque de una manera muy imperfecta (Jn 12, 42). Eso no tiene nada de extraño si se considera que al día siguiente de Pentecostés «multitud de sacerdotes iban aceptando la fe» (Hch 6, 7) y que «algunos de la secta de los fariseos … habían abrazado la fe» (Hch 15, 5) hasta el punto de que Santiago puede decir a san Pablo que «miles y miles de judíos han abrazado la fe, y todos son celosos partidarios de la Ley» (Hch 21, 20).
596 Las autoridades religiosas de Jerusalén no fueron unánimes en la conducta a seguir respecto de Jesús (cf. Jn 9, 16; 10, 19). Los fariseos amenazaron de excomunión a los que le siguieran (cf. Jn 9, 22). A los que temían que «todos creerían en él; y vendrían los romanos y destruirían nuestro Lugar Santo y nuestra nación» (Jn 11, 48), el sumo sacerdote Caifás les propuso profetizando: «Es mejor que muera uno solo por el pueblo y no que perezca toda la nación» (Jn 11, 49-50). El Sanedrín declaró a Jesús «reo de muerte» (Mt 26, 66) como blasfemo, pero, habiendo perdido el derecho a condenar a muerte a nadie (cf. Jn 18, 31), entregó a Jesús a los romanos acusándole de revuelta política (cf. Lc 23, 2) lo que le pondrá en paralelo con Barrabás acusado de «sedición» (Lc 23, 19). Son también las amenazas políticas las que los sumos sacerdotes ejercen sobre Pilato para que éste condene a muerte a Jesús (cf. Jn19, 12. 15. 21).
Los judíos no son responsables colectivamente de la muerte de Jesús
597 Teniendo en cuenta la complejidad histórica manifestada en las narraciones evangélicas sobre el proceso de Jesús y sea cual sea el pecado personal de los protagonistas del proceso (Judas, el Sanedrín, Pilato), lo cual solo Dios conoce, no se puede atribuir la responsabilidad del proceso al conjunto de los judíos de Jerusalén, a pesar de los gritos de una muchedumbre manipulada (Cf. Mc 15, 11) y de las acusaciones colectivas contenidas en las exhortaciones a la conversión después de Pentecostés (cf. Hch 2, 23. 36; 3, 13-14; 4, 10; 5, 30; 7, 52; 10, 39; 13, 27-28; 1 Ts 2, 14-15). El mismo Jesús perdonando en la Cruz (cf. Lc 23, 34) y Pedro siguiendo su ejemplo apelan a «la ignorancia» (Hch 3, 17) de los judíos de Jerusalén e incluso de sus jefes. Menos todavía se podría ampliar esta responsabilidad a los restantes judíos en el tiempo y en el espacio, apoyándose en el grito del pueblo: «¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» (Mt 27, 25), que equivale a una fórmula de ratificación (cf. Hch 5, 28; 18, 6):
Tanto es así que la Iglesia ha declarado en el Concilio Vaticano II: «Lo que se perpetró en su pasión no puede ser imputado indistintamente a todos los judíos que vivían entonces ni a los judíos de hoy […] No se ha de señalar a los judíos como reprobados por Dios y malditos como si tal cosa se dedujera de la sagrada Escritura» (NA 4).
Todos los pecadores fueron los autores de la Pasión de Cristo
598 La Iglesia, en el magisterio de su fe y en el testimonio de sus santos, no ha olvidado jamás que «los pecadores mismos fueron los autores y como los instrumentos de todas las penas que soportó el divino Redentor» (Catecismo Romano, 1, 5, 11; cf. Hb 12, 3). Teniendo en cuenta que nuestros pecados alcanzan a Cristo mismo (cf. Mt 25, 45; Hch 9, 4-5), la Iglesia no duda en imputar a los cristianos la responsabilidad más grave en el suplicio de Jesús, responsabilidad con la que ellos con demasiada frecuencia, han abrumado únicamente a los judíos:
«Debemos considerar como culpables de esta horrible falta a los que continúan recayendo en sus pecados. Ya que son nuestras malas acciones las que han hecho sufrir a Nuestro Señor Jesucristo el suplicio de la cruz, sin ninguna duda los que se sumergen en los desórdenes y en el mal «crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública infamia» (Hb 6, 6). Y es necesario reconocer que nuestro crimen en este caso es mayor que el de los judíos. Porque según el testimonio del apóstol, «de haberlo conocido ellos no habrían crucificado jamás al Señor de la Gloria» (1 Co 2, 8). Nosotros, en cambio, hacemos profesión de conocerle. Y cuando renegamos de Él con nuestras acciones, ponemos de algún modo sobre Él nuestras manos criminales» (Catecismo Romano, 1, 5, 11).
«Y los demonios no son los que le han crucificado; eres tú quien con ellos lo has crucificado y lo sigues crucificando todavía, deleitándote en los vicios y en los pecados» (S. Francisco de Asís, Admonitio, 5, 3).
Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, 2ª parte
El contenido de la «profecía» de Caifás es ante todo de naturaleza absolutamente pragmática y, desde este punto de vista, le parece razonable en lo inmediato: si por la muerte de uno (y sólo en un caso así) se puede salvar el pueblo, su muerte es un mal menor y la solución es políticamente correcta. Pero esto, que aparece y se entiende enprimer lugar en sentido meramente pragmático, alcanza sin embargo una profundidad muy diferente visto desde la inspiración «profética». Jesús, ese«uno», muere por el pueblo: se vislumbra así el misterio de la función vicaria, que es el contenido más profundo de la misión de Jesús.
La idea de la función vicaria impregna toda la historia de las religiones. Se intenta liberar de diferentes maneras al rey, al pueblo o a la propia vida de la calamidad que le aflige, transfiriéndola a sustitutos. El mal debe ser expiado, restableciendo así la justicia. Pero se descarga sobre otros el castigo, la desgracia ineluctable, y se trata de este modo de liberarse a sí mismos. Sin embargo, esta sustitución mediante sacrificios animales o incluso humanos sigue en última instancia sin convencer. Lo que en estos casos se ofrece sustitutivamente es solamente un sucedáneo de lo que es propiamente personal y en modo alguno puede reemplazar debidamente a quien debe ser redimido. El sucedáneo no es representante en el sentido de una función vicaria y, sin embargo, toda la historia está en busca de Aquel que pueda intervenir realmente en nuestro lugar; que sea verdaderamente capaz de asumirnos en sí mismo y llevarnos así a la salvación.
En el Antiguo Testamento la idea de la función vicaria aparece de manera del todo central cuando Moisés, tras la idolatría del pueblo en el Sinaí, dice al Dios encolerizado: «Pero ahora, o perdonas su pecado o me borras del libro de tu registro» (Ex 32,32). Es verdad que se le contesta: «Al que haya pecado contra mí lo borraré» (Ex 32,33); pero Moisés sigue siendo de alguna manera el sustituto, el que lleva la carga sobre sí, y por cuya intercesión cambia una y otra vez la suerte del pueblo. En el Deuteronomio, en fin, se traza la imagen del Moisés apenado, que padece en lugar de Israel y, en función vicaria, por Israel, debiendo morir fuera de Tierra Santa (cf. von Rad, I, 293). En Isaías 53 aparece totalmente desarrollada la idea dela función vicaria en la imagen del siervo de Dios que sufre, que carga con la culpa de muchos, convirtiéndolos así en justos (cf. 53,11). En Isaías, esta figura permanece llena de misterio; el canto del siervo de Dios es como un avizorar a lo lejos para ver a Aquel que ha de venir. Uno muere por muchos: esta palabra profética del sumo sacerdote Caifás une a la vez las aspiraciones de la historia de las religiones del mundo y las grandes tradiciones de la fe de Israel, aplicándolas a Jesús. Todo su vivir y morir queda sintetizado en la palabra «por»; es, como ha subrayado repetidamente sobre todo Heinz Schürmann, una «pro-existencia».
A las palabras de Caifás, que equivalían prácticamente a una condena a muerte, Juan ha añadido un comentario en la perspectiva de fe de los discípulos. Primero subraya —como ya hemos observado— que las palabras sobre el morir por el pueblo habían tenido su origen en una inspiraciónprofética, y prosigue: «Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos» (11,52). Efectivamente, esto se corresponde ante todo con el modo de hablar judío. Expresa la esperanza de que en el tiempo del Mesías los israelitas dispersos por el mundo serían reunidos en su propio país (cf. Barrett, p. 403).
Pero en labios del evangelista estas palabras adquieren un nuevo significado. El reencuentro ya no se orienta a un país geográficamente determinado, sino a la unificación de los hijos de Dios; aquí resuena ya la palabra clave de la oración sacerdotal de Jesús. La reunión mira a la unidad de todos los creyentes y, por tanto, alude a la comunidad de la Iglesia y, ciertamente, más allá de ella, a la unidad escatológica definitiva.
Los hijos de Dios dispersos no son únicamente los judíos, sino los hijos de Abraham en el sentido profundo desarrollado por Pablo: aquellos que, como Abraham, están en busca de Dios; quienes están dispuestos a escucharlo y a seguir su llamada; personas, podríamos decir, en actitud de «Adviento».
Se pone así de manifiesto la nueva comunidad de judíos y gentiles (cf. Jn10,16). De este modo se abre desde aquí un nuevo acceso a las palabras de la Última Cena sobre los «muchos» por los que el Señor da la vida: se trata de la congregación de los «hijos de Dios», es decir, de todos aquellos que se dejan llamar por Él.
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