Jn 10, 31-42: La verdadera identidad de Jesús
/ 11 abril, 2014 / San JuanEl Texto (Jn 10, 31-42)
31 Los judíos trajeron otra vez piedras para apedrearle. 32 Jesús les dijo: «Muchas obras buenas que vienen del Padre os he mostrado. ¿Por cuál de esas obras queréis apedrearme?» 33 Le respondieron los judíos: «No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por una blasfemia y porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios.» 34 Jesús les respondió:
«¿No está escrito en vuestra Ley: Yo he dicho: dioses sois?
35 Si llama dioses a aquellos a quienes se dirigió la Palabra de Dios – y no puede fallar la Escritura –
36 a aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo, ¿cómo le decís que blasfema por haber dicho: «Yo soy Hijo de Dios»?
37 Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis;
38 pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras, y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre.»
39 Querían de nuevo prenderle, pero se les escapó de las manos.
40 Se marchó de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde Juan había estado antes bautizando, y se quedó allí. 41 Muchos fueron donde él y decían: «Juan no realizó ninguna señal, pero todo lo que dijo Juan de éste, era verdad.» 42 Y muchos allí creyeron en él.
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
San Agustín, in Ioanem tract 48
31. Los judíos oyeron estas palabras: «Yo y el Padre somos una cosa» y no lo pudieron soportar. Y según su costumbre, endurecidos, acudieron a las piedras: «Entonces los judíos tomaron piedras para apedrearle».
32. «Siendo hombre te haces a ti mismo Dios» Es su respuesta a esta palabra: «Yo y el Padre somos una cosa». He aquí que los judíos entendieron lo que los arrianos no entienden, y se enfurecieron porque conocieron que no podía decirse «Yo y el Padre somos una cosa», a no ser que haya igualdad del Padre y del Hijo.
34. «¿No está escrito en vuestra Ley: Yo he dicho: dioses sois?» Es decir, en la Ley que se os ha dado, «Yo dije: ¿dioses sois?». Dios dijo esto a los hombres por el Profeta en un Salmo, y el Señor llama generalmente Ley a todas aquellas Escrituras, aun cuando alguna vez la llame Ley, distinguiéndola de los Profetas, como se ve en aquel pasaje de San Mateo (22,40): «De estos dos mandamientos depende toda la Ley y los Profetas». Alguna vez divide en tres las mismas Escrituras, cuando dice (Lc 24,26-27): «Convenía que se cumpliesen toda las cosas que de mí estaban escritas en la Ley, en los Profetas y en los Salmos». Aquí llama también a los Salmos con el nombre de Ley. He aquí su argumento: si El llamó dioses a aquellos a quienes se dirige la palabra de Dios, y la Escritura no puede faltar, ¿cómo podéis decir que blasfema Aquel a quien Dios santificó y envió al mundo, porque dijo: soy Hijo de Dios?
36. «A aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo, ¿cómo le decís que blasfema por haber dicho: «Yo soy Hijo de Dios»?» Al decir: Lo santificó, significa que, al engendrarlo le dio el ser santo, porque lo engendró santo. Ahora bien, si la palabra de Dios se ha hecho para los hombres a fin de que puedan llamarse dioses, el Verbo mismo de Dios ¿cómo no es Dios? Si los hombres, participando del Verbo de Dios se hacen dioses, ¿no ha de ser Dios el Verbo de donde toman la participación?
38. «El Padre está en mí y yo en el Padre.» Porque el Hijo no dice: Mi Padre está en mí y yo en El, a la manera que lo pueden decir los hombres; pues por los buenos pensamientos estamos en Dios, y por medio de una vida santa vive en nosotros. Participando de su gracia e iluminados por su luz, estamos en El y El está en nosotros. Mas el Hijo Unigénito de Dios está en el Padre y el Padre en El, de la misma manera que un igual en aquel que es su igual.
39. «Querían de nuevo prenderle…» Sus adversarios querián prenderlo, pero no por la fe y por la inteligencia, sino por la ira y por la muerte. Tú lo prendes para poseerlo; ellos querían prenderlo para perderlo. Por eso añade: «Mas se salió de entre sus manos». No pudieron prenderlo porque no tenían las manos de la fe. Pero no era difícil al Verbo sacar su carne fuera de las manos de la carne.
41a. «…no hizo ningún milagro», esto es: no mostró ningún milagro. No lanzó a los demonios, no dio vista a los ciegos, no resucitó a los muertos.
41b. «Todo lo que dijo Juan de éste, era verdad.» He aquí a los que prenden al que se queda, pero no como los judíos querían prender al que se retiraba. Y nosotros también sirvámonos de la lámpara para llegar al día, porque Juan era la lámpara y daba testimonio del día.
San Hilario, De Trin. 1, 7
31. «Los judíos trajeron otra vez piedras para apedrearle.» Ahora los herejes, con la misma impiedad, bramando de furor y rehusando obedecer a sus palabras, emplean contra el Señor, que está sentado en los cielos, su furor sacrílego; lanzan sus palabras, que son como piedras, y, si pudieran, lo volverían a traer de su trono a la Cruz.
33b. «Tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios.» El judío dice, siendo hombre; el arriano, siendo criatura. Uno y otro añaden: «Te haces Dios». El arriano habla de un dios, de una sustancia nueva y extraña, de tal suerte, que resulta un dios de otro género, o ni aun dios siquiera, puesto que dice: «No es dios por nacimiento, no es dios en verdad; es una criatura superior a todas».
36. «Aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo, ¿cómo le decís que blasfema por haber dicho: «Yo soy Hijo de Dios»?» Antes de demostrar que El y el Padre eran una misma cosa por naturaleza, comienza a refutar el ridículo y estúpido ultraje de acusarlo porque se llamaba Dios, no siendo sino hombre. Aplicando la palabra de Dios, este nombre a los hombres santos, y apoyando así en esta autoridad irrefragable la atribución hecha de este nombre a los mortales, ya no es un crimen que El se haga Dios siendo hombre, cuando la Ley llama dioses a aquellos que son hombres. Y si la usurpación de este nombre no es sacrílega entre los demás hombres, ¿por qué ha de parecer que la usurpa imprudentemente, al haberse llamado Hijo de Dios, Aquel a quien Dios santificó, pues aventaja a todos los demás que de manera impía se permiten llamarse dioses, porque El ha sido santificado para ser Hijo, como lo dice el Apóstol San Pablo por estas palabras (Rom 1,4): «Porque ha sido predestinado Hijo de Dios con poder según el espíritu de santificación». Toda esta respuesta concierne al Hijo del hombre en cuanto el Hijo de Dios es también Hijo del hombre.
37-38. «Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis…» ¿Qué lugar hay aquí para la adopción, para conceder un nombre, de manera que no sea Hijo de Dios por naturaleza cuando la prueba de que es Hijo de Dios son las obras del poder de su Padre? Porque la creatura no se equipara a Dios, puesto que a El no se le puede comparar naturaleza alguna que le sea ajena. Da testimonio de que El cumple no lo que es suyo sino lo que es de su Padre, a fin de no destruir el hecho de su generación por la grandeza de sus actos. Y como bajo el misterio del cuerpo, tomado y nacido de María, no se veía la naturaleza del Hijo del hombre y de Dios, la fe nos lo avisa por los hechos, diciendo: «Mas si las hago, aunque a mí no me queráis creer, creed a las obras». ¿Por qué, pues, el misterio del nacimiento humano ha de impedir el conocimiento del nacimiento divino, cuando Aquel que ha recibido este nacimiento divino cumple todas sus obras, rodeado de esta humanidad que lo sigue? Haciendo, pues, las obras de su Padre, ha querido demostrar lo que debía creerse en las obras, porque añade: «Para que conozcáis y creáis que El está en mí, y yo en el Padre». Esto significan aquellas palabras: «Soy Hijo de Dios», y esto (Jn 10,30): «Yo y el Padre somos una cosa».
Crisóstomo, in Ioanem hom 60
34b. El Señor no destruyó la opinión de los judíos que creían que El se hacía igual a Dios; antes bien hace todo lo contrario. Jesús les respondió: «No está escrito en vuestra Ley».
37. Esperando que sus palabras fuesen recibidas, habló con más humildad. Pero después los lleva a cosas más elevadas, diciendo: «Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis», manifestando así que en nada era menor que el Padre. Como a ellos les era imposible ver su substancia, les da una prueba de la igualdad de su poder, produciendo la igualdad de las obras.
40. Cuando Cristo ha hablado algo extraordinario, al punto se retira, para aplacar con su ausencia el furor de ellos. Esto es lo que hace ahora. «Y se fue otra vez a la otra ribera del Jordán». El Evangelista designa el nombre de este lugar para que recuerdes todas las cosas que allí hizo y dijo Juan, así como su testimonio.
41-42. Mira qué razonamientos tan irrecusables hacen ellos. Juan, dicen, no hizo ningún milagro, pero Este los ha hecho; lo cual demuestra la preeminencia de Este. Después, para que no se rehúse el testimonio de Juan, so pretexto de que no hizo ningún milagro, añaden: «Mas todas las cosas que Juan dijo de Este eran verdaderas». Si hemos de creer en el testimonio de Juan, con mucha mayor razón debemos creer en el testimonio de Aquel que tiene a su favor la prueba de los milagros. «Y muchos creyeron en El».
Teófilacto
31-32. El Señor, para mostrarles que no tenían razón alguna para enfurecerse contra El, les recuerda los milagros que ha hecho. Jesús les respondió: «Muchas buenas obras os he mostrado», etc.
40. «Se marchó de nuevo al otro lado del Jordán…» Nótese que el Señor condujo frecuentemente a las turbas a los lugares solitarios, arrancándolas de la sociedad de los impíos para hacerles dar más fruto, de la misma manera que sacó al pueblo al desierto para darle la Ley antigua. En sentido místico, el Señor retirándose de Jerusalén (esto es, del pueblo judío), se traslada a lugares en que había fuentes, esto es, desde los pueblos del gentilismo a la Iglesia que tiene la fuente del bautismo; por lo cual, a través del Jordán, muchos van a Cristo.
Alcuino
32. «Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre, ¿por cuál obra de ellas me apedreáis?» A saber, sanando enfermos, en la manifestación de mi doctrina y de mis milagros, que mostré eran del Padre, porque siempre busqué su gloria: «¿Por cuál obra de ellas me apedreáis?» Aunque contra su voluntad, se ven obligados a confesar que muchos beneficios les venían de Cristo; pero llaman blasfemia a lo que había dicho de su igualdad y de la de su Padre. «Los judíos le respondieron: No te apedreamos por la buena obra, sino por la blasfemia», etc.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Agustín, Sermón sobre el evangelio de Juan, n. 48, 9-11: CCSL 36, 417
«Querían de nuevo prenderle, pero se les escapó de las manos.» (Jn 10,39)
«Si la Ley llama dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios, y no puede fallar la Escritura, a quién el Padre envió y consagró al mundo, ¿decís vosotros: ¡blasfemas! Porque he dicho: yo soy el Hijo de Dios?» (Jn 10,35-36) ¿De hecho, si Dios habló a los hombres para que sean llamados dioses, cómo la Palabra de Dios, el Verbo que está en Dios, no sería Dios? ¿Si los hombres, porque Dios les habla, son hechos partícipes de su naturaleza y llegan a ser dioses, cómo esta Palabra, de la que les viene este don, no sería Dios?… Tú, tú te acercas a la Luz, y la recibes, y te cuentas entre los hijos de Dios; si te alejas de la luz, te oscureces, y te cuentas entre los hijos de las tinieblas (cf. 1Tes. 5,5)…
«Creed a las obras. Para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre» El Hijo de Dios no dice «el Padre está en mí y yo en el Padre» en el sentido en que los hombres pueden decirlo. En efecto, si nuestros pensamientos son buenos, estamos en Dios; si nuestra vida es santa, Dios está en nosotros. Cuando participamos en su gracia y cuando somos iluminados por su luz, estamos en Él y Él en nosotros.
Pero reconoce lo que es propio del Señor y lo que es un don hecho a su servidor. Lo que es propio del Señor es la igualdad con el Padre; el don concedido al servidor, es participar en la Salvación. «Entonces intentaron detenerlo» ¡Si sólo lo habían cogido – pero por la fe y la inteligencia, y no para atormentarlo y matarlo! En este momento en que os hablo, todos, vosotros y yo, queremos coger a Cristo. ¿Prenderlo, en qué sentido? Vosotros lo cogéis cuando lo comprendéis. Pero los enemigos de Cristo buscaban otra cosa. Vosotros cogéis para poseer, ellos querían cogerlo para desembarazarse de él. Y porque querían cogerlo así, ¿qué hace Jesús? «Escapó de sus manos». No pudieron cogerlo, porque no tenían las manos de la fe… Verdaderamente cogemos a Cristo si nuestro espíritu coge al Verbo.
Santo Tomás Moro, Tratado sobre la Pasión, homilía 1
«Cristo nos amó hasta el extremo»: Da la vida por sus enemigos
Meditemos profundamente sobre el amor de Cristo nuestro Salvador, «que ha amado a los suyos hasta el extremo» (Jn 13,1), hasta el punto que por su bien, voluntariamente, sufrió una muerte dolorosa y manifestó el máximo grado de amor que puede existir. Pues Él mismo dijo: «No hay amor más grande que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13). Sí, este es el amor más grande que jamás se haya demostrado. Y sin embargo, nuestro Salvador nos dio uno mayor por que dio esta prueba de amor igual para sus amigos y sus enemigos.
¡Qué diferencia entre este verdadero amor y otras formas de amor falso e inconsistente que pueden encontrarse en este pobre mundo!… ¿Quién puede estar seguro, en la adversidad, de mantener a muchos de sus amigos, cuando nuestro Salvador, cuando fue arrestado, permaneció solo, abandonado de los suyos? ¿Cuándo tú te vayas, quién querrá ir contigo? ¿Si fueras rey, tu reino no te dejaría partir sólo para olvidarte tan pronto? ¿Incluso tu familia no te dejaría marchar, como una pobre alma abandonada que no sabe a dónde ir?
Así pues, aprendamos a amar en todo momento, como deberíamos amar: a Dios sobre todas las cosas y a todas las otras cosas por Él. Por que cada amor que no nos lleva a este fin, es decir, a la voluntad de Dios, es un amor vano y estéril. Todo amor que dirigimos a un ser creado y que debilita nuestro amor hacia Dios, es un amor detestable y un obstáculo en nuestro camino hacia el cielo… Así que, como nuestro Señor nos ha amado tanto para nuestra salvación, imploremos asiduamente su gracia, temiendo que en comparación con su gran amor, a nosotros se nos encuentre repletos de ingratitud.
Catequesis, Audiencia general, 06-06-1990
2. Las palabras dirigidas a María en la Anunciación indican que el Espíritu Santo es la fuente de la santidad del Hijo que nacerá de Ella. En el momento en que el Verbo eterno se hace hombre, tiene lugar en la naturaleza asumida una singular plenitud de santidad humana que supera la de cualquier otro santo, no sólo de la Antigua Alianza sino también de la Nueva. Esta santidad del Hijo de Dios como hombre, como Hijo de María santidad fontal, que tiene su origen en la unión hipostática― es obra del Espíritu Santo, que seguirá actuando en Cristo hasta coronar su propia obra maestra en el misterio pascual.
3. Esa santidad es fruto de una singular “consagración” de la que Cristo mismo dirá explícitamente, disputando con los que lo escuchaban: “A aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo ¿cómo le decís que blasfema por haber dicho: Yo soy Hijo de Dios?” (Jn10, 36). Aquella “consagración” (es decir, “santificación”) está vinculada con la venida al mundo del Hijo de Dios. Como el Padre manda a su Hijo al mundo por obra del Espíritu Santo (el mensajero dice a José: “Lo engendrado en ella es del Espíritu Santo”: Mt 1, 20), así Él “consagra” a este Hijo en su humanidad por obra del Espíritu Santo. El Espíritu, que es el artífice de la santificación de todos los hombres, es, sobre todo, el artífice de la santificación del Hombre concebido y nacido de María, así como de la de su purísima Madre. Desde el primer momento de la concepción, este Hombre, que es el Hijo de Dios, recibe del Espíritu Santo una extraordinaria plenitud de santidad, en una medida correspondiente a la dignidad de su Persona divina (cf. santo Tomás, Summa Theol., III, q. 7, aa. 1, 9. 11).
Catequesis, Audiencia general, 26-08-1987
4. La reacción de los presentes es concorde: “Ha blasfemado… Acabáis de oír la blasfemia… Reo es de muerte” (Mt 26, 65-66). Esta acusación es, por decirlo así, fruto de una interpretación material de la ley antigua.
Efectivamente, leemos en el Libro del Levítico: “Quien blasfemare el nombre de Yahvé será castigado con la muerte; toda la asamblea lo lapidará” (Lev 24, 16). Jesús de Nazaret, que ante los representantes oficiales del Antiguo Testamento declara ser el verdadero Hijo de Dios, pronuncia —según la convicción de ellos— una blasfemia. Por eso “reo es de muerte”, y la condena se ejecuta, si bien no con la lapidación según la disciplina veterotestamentaria, sino con la crucifixión, de acuerdo con la legislación romana. Llamarse a sí mismo “Hijo de Dios” quería decir “hacerse Dios” (cf. Jn 10, 33), lo que suscitaba una protesta radical por parte de los custodios del monoteísmo del Antiguo Testamento.
5. Lo que al final se llevó a cabo en el proceso intentado contra Jesús, en realidad había sido ya antes objeto de amenaza, como refieren los Evangelios, particularmente el de Juan. Leemos en él repetidas veces que los que lo escuchaban querían apedrear a Jesús, cuando lo que oían de su boca les parecía una blasfemia. Descubrieron una tal blasfemia, por ejemplo, en sus palabras sobre el tema del Buen Pastor (cf. Jn 10, 27. 29), y en la conclusión a la que llegó en esa circunstancia: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30). La narración evangélica prosigue así: “De nuevo los judíos trajeron piedras para apedrearle. Jesús les respondió: Muchas obras os he mostrado de parte de mi Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis? Respondiéronle los judíos: Por ninguna obra buena te apedreamos, sino por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces Dios” (Jn 10, 31-33).
[…] Está, pues, claro, que si bien Jesús hablaba de sí mismo sobre todo como del “Hijo del hombre”, sin embargo todo el conjunto de lo que hacía y enseñaba daba testimonio de que Él era el Hijo de Dios en el sentido literal de la palabra: es decir, que era una sola cosa con el Padre, y por tanto: también Él era Dios, como el Padre. Del contenido unívoco de este testimonio es prueba tanto el hecho de que El fue reconocido y escuchado por unos: “muchos creyeron en Él”: (cf. por ejemplo Jn 8, 30); como, todavía más, el hecho de que halló en otros una oposición radical, más aún, la acusación de blasfemia con la disposición a infligirle la pena prevista para los blasfemos en la Ley del Antiguo Testamento.
Catequesis, Audiencia general, 15-07-1987
Jesucristo como Hijo íntimamente unido al Padre. Esta unión le permite y le exige decir: “El Padre está en mí, y yo estoy en el Padre”, no sólo en la conversación confidencial del Cenáculo, sino también en la declaración pública hecha durante la celebración de la fiesta de los Tabernáculos (cf. Jn 7, 28-29). Es más, Jesús llega a decir aún con más claridad: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30). Esas palabras son consideradas blasfemas y provocan la reacción violenta de los que lo escuchan: “Trajeron piedras para apedrearlo” (cf. Jn 10, 31). En efecto, según la ley de Moisés la blasfemia se debía castigar con la muerte (cf. Dt 13, 10-11).
2. Ahora bien, es importante reconocer que existe un vínculo orgánico entre la verdad de esta íntima unión del Hijo con el Padre y el hecho de que Jesús-Hijo vive totalmente “para el Padre”. Sabemos que, efectivamente, toda la vida, toda la existencia terrena de Jesús estádirigida constantemente hacia el Padre, es una donación al Padre sin reservas. Ya a los 12 años, Jesús, hijo de María, tiene una conciencia precisa de su relación con el Padre y toma una actitud coherente con esta certeza interior. Por eso, ante la reprobación de su Madre, cuando Ella y José lo encuentran en el templo después de haberlo buscado durante tres días, responde: “¿No sabíais que tenía que ocuparme de las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49).
Catequesis, Audiencia general, 08-07-1987
5. La reacción de los adversarios en este caso es violenta: “De nuevo los judíos trajeron piedras para apedrearlo”. Jesús les pregunta por qué obras provenientes del Padre y realizadas por Él lo quieren apedrear, y ellos responden: “Por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces Dios”. La respuesta de Jesús es inequívoca: “Si no hago las obras de mi Padre no me creáis; pero si las hago, ya que no me creéis a mí, creed a la obras, para que sepáis y conozcáis que el Padre está en mí y yo en el Padre” (cf. Jn 10, 31-38).
6. Tengamos bien en cuenta el significado de este punto crucial de la vida y de la revelación de Cristo. La verdad sobre el particular vínculo, la particular unidad que existe entre el Hijo y el Padre, encuentra la oposición de los judíos: Si tú eres el Hijo en el sentido que se deduce de tus palabras, entonces tú, siendo hombre, te haces Dios. En tal caso profieres la mayor blasfemia. Por lo tanto, los que lo escuchaban comprendieron el sentido de las palabras de Jesús de Nazaret: como Hijo, Él es “Dios de Dios” —“de la misma naturaleza que el Padre”—, pero precisamente por eso no las aceptaron, sino que las rechazaron de la forma más absoluta, con toda firmeza. Aunque en el conflicto de ese momento no se llega a apedrearlo (cf. Jn 10, 39); sin embargo, al día siguiente de la oración sacerdotal en el Cenáculo, Jesús será sometido a muerte en la cruz. Y los judíos presentes gritarán: “Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz” (Mt27, 40), y comentarán con escarnio: “Ha puesto su confianza en Dios; que Él lo libre ahora, si es que lo quiere, puesto que ha dicho: soy el Hijo de Dios” (Mt 27, 42-43).
“Quien me ve a mí, ve al Padre”. El Nuevo Testamento está todo plagado de la luz de esta verdad evangélica. El Hijo es “irradiación de su (del Padre) gloria», e “impronta de su substancia” (Heb 1, 3). Es “imagen del Dios invisible” (Col 1, 15). Es la epifanía de Dios. Cuando se hizo hombre, asumiendo “la condición de siervo” y “haciéndose obediente hasta la muerte” (cf. Flp 2, 7-8), al mismo tiempo se hizo para todos los que lo escucharon “el camino”: el camino al Padre, con el que es “la verdad y la vida” (Jn 14, 6).
En la fatigosa subida para conformarse a la imagen de Cristo, los que creen en Él, como dice San Pablo, “se revisten del hombre nuevo…”, y “se renuevan sin cesar, para lograr el perfecto conocimiento de Dios” (cf. Col 3, 10), según la imagen del Aquél que es “modelo”. Este es el sólido fundamento de la esperanza cristiana.
Catequesis, Audiencia general, 06-12-1978
Son conocidos los muchos intentos que la ciencia ha hecho —y sigue haciendo— en los diferentes campos, para demostrar los vínculos del hombre con el mundo natural y su dependencia de él, a fin de inserirlo en la historia de la evolución de las distintas especies. Respetando ciertamente tales investigaciones, no podemos limitarnos a ellas. Si analizamos al hombre en lo más profundo de su ser, vemos que se diferencia del mundo de la naturaleza más de lo que a él se parece. En esta dirección caminan también la antropología y la filosofía cuando tratan de analizar y comprender la inteligencia, la libertad, la conciencia y la espiritualidad del hombre. El libro del Génesis parece que sale al encuentro de todas estas experiencias de la ciencia y, hablando del hombre en cuanto “imagen de Dios”, da a entender que la respuesta al misterio de su humanidad no se encuentra por el camino de la semejanza con el mundo de la naturaleza. El hombre se asemeja más a Dios que a la naturaleza. En este sentido el Salmo 82, 6 dice: “Sois dioses”, palabras que luego repetirá Jesús (cf. Jn 10, 34).
4. Esta afirmación es audaz. Hay que tener fe para aceptarla. Aunque es cierto que la razón libre de prejuicios no se opone a tal verdad sobre el hombre; al contrario, ve en ella un complemento de lo que resulta del análisis de la realidad humana y, sobre todo, del espíritu humano.
Catecismo de la Iglesia Católica
Los signos del Reino de Dios, n. 547-549
547 Jesús acompaña sus palabras con numerosos «milagros, prodigios y signos» (Hch 2, 22) que manifiestan que el Reino está presente en Él. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado (cf, Lc 7, 18-23).
548 Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado (cf. Jn 5, 36; 10, 25). Invitan a creer en Jesús (cf. Jn 10, 38). Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe (cf. Mc 5, 25-34; 10, 52). Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquel que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que él es Hijo de Dios (cf. Jn 10, 31-38). Pero también pueden ser «ocasión de escándalo» (Mt 11, 6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos (cf. Jn 11, 47-48); incluso se le acusa de obrar movido por los demonios (cf. Mc 3, 22).
549 Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (cf. Jn 6, 5-15), de la injusticia (cf. Lc 19, 8), de la enfermedad y de la muerte (cf. Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (cf. Lc 12, 13. 14; Jn18, 36), sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (cf. Jn 8, 34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas.
Jesús y la fe de Israel en el Dios único y Salvador, n. 587-591
587 Si la Ley y el Templo de Jerusalén pudieron ser ocasión de «contradicción» (cf. Lc 2, 34) entre Jesús y las autoridades religiosas de Israel, la razón está en que Jesús, para la redención de los pecados —obra divina por excelencia—, acepta ser verdadera piedra de escándalo para aquellas autoridades (cf. Lc 20, 17-18; Sal 118, 22).
588 Jesús escandalizó a los fariseos comiendo con los publicanos y los pecadores (cf. Lc 5, 30) tan familiarmente como con ellos mismos (cf. Lc 7, 36; 11, 37; 14, 1). Contra algunos de los «que se tenían por justos y despreciaban a los demás» (Lc 18, 9; cf. Jn 7, 49; 9, 34), Jesús afirmó: «No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores» (Lc 5, 32). Fue más lejos todavía al proclamar frente a los fariseos que, siendo el pecado una realidad universal (cf.Jn 8, 33-36), los que pretenden no tener necesidad de salvación se ciegan con respecto a sí mismos (cf. Jn 9, 40-41).
589 Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos (cf. Mt 9, 13; Os 6, 6). Llegó incluso a dejar entender que compartiendo la mesa con los pecadores (cf. Lc 15, 1-2), los admitía al banquete mesiánico (cf. Lc 15, 22-32). Pero es especialmente al perdonar los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas dicen, justamente asombradas, «¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?» (Mc 2, 7). Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios (cf. Jn 5, 18; 10, 33) o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre de Dios (cf. Jn 17, 6-26).
590 Sólo la identidad divina de la persona de Jesús puede justificar una exigencia tan absoluta como ésta: «El que no está conmigo está contra mí» (Mt 12, 30); lo mismo cuando dice que él es «más que Jonás […] más que Salomón» (Mt 12, 41-42), «más que el Templo» (Mt 12, 6); cuando recuerda, refiriéndose a que David llama al Mesías su Señor (cf. Mt 12, 36-37), cuando afirma: «Antes que naciese Abraham, Yo soy» (Jn 8, 58); e incluso: «El Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10, 30).
591 Jesús pidió a las autoridades religiosas de Jerusalén que creyeran en él en virtud de las obras de su Padre que él realizaba (Jn 10, 36-38). Pero tal acto de fe debía pasar por una misteriosa muerte a sí mismo para un nuevo «nacimiento de lo alto» (Jn 3, 7) atraído por la gracia divina (cf. Jn 6, 44). Tal exigencia de conversión frente a un cumplimiento tan sorprendente de las promesas (cf. Is 53, 1) permite comprender el trágico desprecio del Sanedrín al estimar que Jesús merecía la muerte como blasfemo (cf. Mc 3, 6; Mt 26, 64-66). Sus miembros obraban así tanto por «ignorancia» (cf. Lc 23, 34; Hch 3, 17-18) como por el «endurecimiento» (Mc 3, 5; Rm 11, 25) de la «incredulidad» (Rm 11, 20).
Joseph Ratzinger, Jesús de Nazareth, 2ª parte
Jesús se identifica como «quien el Padre consagró y envió al mundo» (10,36). Se trata por tanto de una triple «consagración»: el Padre ha consagrado al Hijo y lo ha enviado al mundo; el Hijo se consagra a sí mismo y ruega que, por su consagración, los discípulos sean consagrados en la verdad.
¿Qué significa «consagrar»? «Consagrado», es decir, «santo» (fiados en la Biblia hebrea), en su pleno sentido según la concepción bíblica, es sólo Dios mismo. Santidad es el término usado para expresar su particular modo de ser, el ser divino como tal. Así, la palabra «santificar, consagrar»,significa traspasar algo —persona o cosa— a la propiedad de Dios, y especialmente su destinación para el culto. Esto puede consistir, por un lado, en la consagración para el sacrificio (cf. Ex 13,2; Dt1 5,19); por otro, puede significar la consagración al sacerdocio (cf. Ex 28,41), destinar a un hombre a Dios y al culto divino.
El proceso de consagración, de «santificación», comprende dos aspectos aparentemente opuestos entre sí, pero que, en realidad, van interiormente unidos. Por una parte, «consagración», en el sentido de «santificación», es una segregación del resto del entorno propio de la vida personal del hombre. Lo consagrado es elevado a una nueva esfera que ya no está a disposición del hombre. Pero esta segregación incluye esencialmente al mismo tiempo el «para»: precisamente porque se entrega totalmente a Dios, esta realidad existe ahora para el mundo, para los hombres, los representa y los debe sanar. Podemos decir también: segregación y misión forman una única realidad completa.
Esta interrelación resulta muy clara si pensamos en la vocación especial de Israel: por un lado, el pueblo es segregado de todos los demás pueblos, pero, por otro, lo es precisamente para desempeñar un cometido para con todos ellos, para con todo el mundo. Esto es lo que se entiende con el título de Israel como «pueblo santo».
[…] Se nos dice que el Padre ha enviado al Hijo al mundo y lo ha consagrado (Jn 10,36). ¿Qué se quiere decir? Los exegetas nos hacen notar que se puede encontrar un cierto paralelismo con esta frase en las palabras sobre la vocación del profeta Jeremías:«Antes de formarte en el vientre te escogí; antes de que salieras del seno materno, te consagré. Te nombré profeta de los gentiles» (Jr 1,5).
Consagración significa que Dios reivindica para sí al hombre en su totalidad, que sea «segregado» para Él, lo que, no obstante, comporta al mismo tiempo una misión para los pueblos.
También en las palabras de Jesús, consagración y misión están entrelazadas estrechamente una con otra. Por tanto, se puede decir que esta consagración de Jesús por el Padre es idéntica a la Encarnación: expresa a la vez la plena unidad con el Padre y su ser enteramente para el mundo. Jesús pertenece por entero a Dios y, precisamente por eso, está totalmente a disposición «de todos». «Tú eres el Santo de Dios», le había dicho Pedro en la sinagoga de Cafarnaún, formulando así una gran confesión cristológica (Jn 6,69).
Pero si el Padre le «ha consagrado., ¿qué significa entonces «me consagro yo (hagiázó )» (Jn 17,19)? La respuesta de Rudolf Bultmann a esta pregunta en su comentario a Juan es convincente: «Aquí, en la oración de despedida antes de la Pasión, y en relación con el enlace con el hyper autón (por ellos), hagiázó significa un «consagrar» en el sentido de»consagrar para el sacrificio»». En este contexto, Bultmann cita unas palabras de san Juan Crisóstomo con las que está de acuerdo: «Me consagro, me entrego a mí mismo como sacrificio» (Das Evangelium des Johannes, p. 391, nota 3; cf. también Feuillet, pp. 31 y 38). Mientras la primera «consagración» se refiere a la Encarnación, aquí se trata de la Pasión como sacrificio. Bultmann ha explicado muy bellamente la íntima conexión entre las dos «consagraciones». La consagración de Jesús por el Padre, su «santidad», es un «ser para el mundo, o sea, para los suyos». Esta santidad «no es un ser diferente del mundo de modo estático, sustancial, sino una santidad que Él adquiere paulatinamente en el cumplimiento de su compromiso en favor de Dios y contra el mundo. Pero este cumplimiento significa sacrificio. En el sacrificio, Jesús está así, en ese modo que sólo es propio de Dios, tanto contra el mundo como a la vez en favor suyo» (ibid., p. 391). En esta afirmación se puede criticar la distinción radical entre el ser sustancial y el cumplimiento del sacrificio: el ser «sustancial» de Jesús, en cuanto tal, es totalmente una dinámica del ser para; ambos son inseparables. Pero quizás también Bultmann quiso decir precisamente esto. Hay que darle además la razón cuando dice que, en este versículo de Jn 17,19, «la alusión a las palabras en la Última Cena es incontestable (ibíd., p. 391, nota 3).
Con estas pocas palabras estamos ante la nueva liturgia de la expiación de Jesucristo, la liturgia de la Nueva Alianza en toda su grandeza y pureza. Jesús mismo es el sacerdote enviado al mundo por el Padre; Él mismo es el sacrificio que se hace presente en la Eucaristía de todos los tiempos. Filón de Alejandría había intuido ya en cierto modo el significado correcto cuando habló del Logos como sacerdote y sumo sacerdote (cf. Leg. all. III, 82; De somn., I, 215; II, 183; una alusión también en Bultmann, ibid.). El sentido de la fiesta de la Expiación se ha cumplido plenamente en el «Verbo» que se ha hecho carne «para la vida del mundo» (Jn 6,51)…
Cardenal Ennio Antonelli, Homilía en Zaragoza, 12-12-2010
CONGRESO “AYUDAR A LA FAMILIA HOY” – ZARAGOZA, 10-12 DICIEMBRE 2010
[…]“Crean en las obras, aunque no me crean a mí. Así reconocerán y sabrán que el Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn 10, 38).
Estas obras de la potencia salvífica y de amor misericordioso no se circunscriben al tiempo breve de la vida pública de Jesús, sino que están destinadas a continuar de igual modo después de su muerte y resurrección, como signos que Jesús está vivo en la gloria del Padre y permanece con nosotros en la historia como nuestro Señor y Salvador. “Les aseguro que el que cree en mí hará también las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre” (Jn 14, 12). De hecho en toda época, desde los inicios de la Iglesia hasta nuestros días, continúan dándose en nombre de Jesús “curaciones, signos y prodigios” (Hechos, 4, 30).
Agradezcamos a Dios por estos signos que nos ayudan a creer y contribuyen a hacer razonable nuestra fe. Pero aún más, debemos agradecerle el don de los santos innumerables, extraordinarios y ordinarios que Él suscita en la Iglesia. Los cristianos santos son signos de la presencia de Cristo más persuasivos que los milagros. En los santos, afirma el Concilio Vaticano II, “Dios manifiesta a los hombres en forma viva su presencia y su rostro” (LG, 50). La belleza del amor cristiano es un reflejo de la belleza de Dios mismo, que es amor. Jesucristo ha querido a la Iglesia como luz del mundo, ciudad sobre el monte, luz sobre el candelabro, sal de la tierra (cfr. Mt 5, 13-14), como su cuerpo (cfr. 1 Cor 12, 27), como su expresión visible, para continuar manifestando su presencia en la historia y atraer hacia sí a los hombres y prepararlos para la salvación eterna, también a aquellos que durante su existencia terrena no han llegado a la plena adhesión. Ha querido la Iglesia, como sacramento universal de salvación, para cooperar con Él en la salvación de todos los hombres. Y nosotros los creyentes cooperamos con Él en la medida en la cual acogemos en la fe su amor gratuito y misericordioso, lo hacemos nuestro y lo manifestamos en el amor recíproco y hacia todos, mediante la relación con los demás, en los acontecimientos, en el sufrimiento y en la alegría. En cada cristiano que ama es Cristo mismo el que ama porque ninguno es capaz de amor por sí solo sin la gracia del Espíritu Santo que es don de Cristo.
Los hombres no podrían creer en Cristo y no podrían tomar en serio su Evangelio si no encontrasen los signos de su presencia. Especialmente hoy tienen necesidad de encontrarlo y de cualquier forma verlo. “Los hombres de nuestro tiempo –observa Juan Pablo II- quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo hablar de Cristo, sino en cierto modo hacérselo ver” (NMI, 16).
Se puede ver a Cristo en los milagros; pero más aun se lo puede ver en los santos, no sólo en aquellos heroicos y extraordinarios, sino también en aquellos ordinarios que tiende a la santidad como “alto grado de la vida cristiana ordinaria” (NMI, 31) y no se contentan con “una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial” (ibid.). Hoy más que nunca se precisan falta cristianos ejemplares, de familias cristianas unidas, de comunidades eclesiales fervorosas. Para solventar la crisis de la familia, que es una crisis del matrimonio, de la natalidad y de la educación, que se traduce en una disgregación y cansancio de la sociedad, la misión pastoral más importante es formar en cada parroquia núcleos de familias que sean evangelio vivido. Para evangelizar nuestro mundo secularizado y los pueblos que ignoran nuestra fe, es más necesaria la autenticidad de la vida cristiana que el número de los cristianos. Es a través de los pocos, que muchos vienen interpelados y pueden orientarse a la vida eterna, aunque si en esta tierra no alcanzan a inserirse plenamente en la Iglesia. Lo que cuenta más es que existan hogueras encendidas que iluminen y caliente la noche.
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