Jn 8, 21-30: Testimonio de Jesús sobre sí mismo
/ 8 abril, 2014 / San JuanEl Texto (Jn 8, 21-30)
21 Jesús les dijo otra vez:
«Yo me voy y vosotros me buscaréis, y moriréis en vuestro pecado. Adonde yo voy, vosotros no podéis ir.»
22 Los judíos se decían: «¿Es que se va a suicidar, pues dice: “Adonde yo voy, vosotros no podéis ir?» 23 El les decía:
«Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo.
24 Ya os he dicho que moriréis en vuestros pecados, porque si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados.»
25 Entonces le decían: «¿Quién eres tú?» Jesús les respondió: «Desde el principio, lo que os estoy diciendo. 26 Mucho podría hablar de vosotros y juzgar pero el que me ha enviado es veraz, y lo que le he oído a él es lo que hablo al mundo.»
27 No comprendieron que les hablaba del Padre. 28 Les dijo, pues, Jesús:
«Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy, y que no hago nada por mi propia cuenta; sino que, lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo.
29 Y el que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a él.»
30 Al hablar así, muchos creyeron en él.
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
San Agustín, in Ioannem, tract. 38-39.49
21-24. Como ya se ha dicho, ninguno le echó mano, porque aún no había llegado su hora. Habla en seguida a los judíos de su pasión, que no estaba sujeta a la necesidad, sino a su voluntad. Por esto sigue el evangelista: «Y en otra ocasión les dijo Jesús yo me voy», porque la muerte del Salvador no fue otra cosa que el regreso al cielo, de donde había venido y de donde había salido.
«Me buscaréis, dice el Señor, pero no con piadoso afecto, sino por odio». Y en verdad que le buscaron cuando desapareció de la vista de los hombres, tanto los que le aborrecían cuanto los que le amaban; los primeros, persiguiéndole; los segundos, deseando tenerle consigo. «Y no creáis que me buscaréis con buen fin, por esto moriréis en vuestro pecado». Esto quiere decir buscar mal a Jesucristo, morir en pecado; esto quiere decir aborrecerle, porque de El solo puede venirnos la salvación. Pronunció su sentencia de antemano, diciendo que morirían en su pecado.
«Moriréis en vuestro pecado». Dijo el Señor esto mismo a los apóstoles en otro sitio, pero no les dijo moriréis en vuestro pecado, sino «a donde yo voy no podéis vosotros venir ahora». No les quitó la esperanza, sino que les predijo la dilación.
«Adonde yo voy, vosotros no podéis ir.» Oídas estas palabras, preguntaron, como suelen preguntar los hombres carnales. Prosigue: «Y decían los judíos: ¿Por ventura, se matará a sí mismo? Porque ha dicho: A donde yo voy, vosotros no podéis venir». Palabras necias. Pues qué, ¿no podían ellos ir a donde el Señor iría si se matase? Pues ellos ¿no habían de morir también? Dijo «a donde yo voy», y no adonde se va por medio de la muerte, sino adonde iría el Señor después de su muerte.
«Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo.» ¿Qué quiere decir de arriba? Del mismo Padre, sobre el cual nada hay. Pero vosotros sois de este mundo, y yo no, ¿cómo había de ser del mundo el mismo que lo había creado?
Nuestro Señor explicó el sentido en que dijo: «Vosotros sois de este mundo». Eran pecadores, puesto que todos nacemos en pecado, y cuando vivimos añadimos nuevos pecados a aquél con el que hemos nacido. Toda la infidelidad de los judíos consistía no en tener pecado, sino en morir en sus pecados. Por esto añade el Salvador: «Por eso os dije, que moriréis en vuestros pecados». Creo que habría muchos de los que oían al Salvador que creerían en El, y que no diría para todos aquella sentencia terrible: «moriréis en vuestro pecado». Si fuera así, quitaría también la esperanza a aquéllos que creerían en El. Pero les dio esperanza añadiendo: «Porque si no creyereis que yo soy, moriréis en vuestro pecado»; luego, si creéis que yo soy, no moriréis en vuestro pecado.
Y cuando dice «si no creyereis que yo soy», aunque nada añadió, dio a entender mucho; porque también Dios dijo a Moisés: «yo soy el que soy» (Ex 3,14). ¿Y cómo oigo, «yo soy el que soy», y «si no creyereis que yo soy», como si no existieran otros seres? Considerando que cualquier otro ser, por grande que sea su mérito, si es mudable, en realidad no es. Examinemos el cambio de las cosas, y veremos que ellas fueron, y que serán. Pero fíjate en Dios y encontrarás que es, y en El no cabe tiempo pasado. Mas para que tú existas has de traspasar el tiempo. Y eso que añadió: para que no muramos en nuestros pecados, no parece que quiere decir otra cosa que: «si no creyereis que yo soy», esto es, si no creéis que yo soy Dios. Demos gracias a Dios, que dijo si no creyereis, y no dijo si no comprendiereis. ¿Quién comprendería esto?
25-27. Como el Señor había dicho ya: «Si no creéis que yo soy, moriréis en vuestros pecados», le preguntaban para saber en quién deberían creer, para no morir en su pecado. Por esto sigue el Evangelista: «Y le decían: ¿tú quién eres?». Porque cuando has dicho «si no creéis que yo soy», no has añadido quién eres. Sabía el Señor que allí habría algunos que habían de creer, y por esto, cuando le dijeron: «¿tú quién eres?», para que supiesen que debían creer en El, les contestó: «Yo soy el principio, que os hablo». No como diciendo soy el principio, sino creed que soy el principio, como aparece terminantemente en el texto griego, en donde la palabra «principio» es del género femenino. Por lo tanto, creed que soy el principio, no sea que muráis en vuestros pecados; porque el principio es inmutable, subsiste por sí, y renueva todas las cosas. Y además parece que es un absurdo llamar principio al Hijo y no al Padre; no puede haber dos principios, como no hay dos dioses. El Espíritu Santo es espíritu del Padre y del Hijo, y no es ni el Padre ni el Hijo. Sin embargo, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, son un solo Dios, una sola luz, un solo principio. Y añade el Salvador: «El mismo que os hablo», porque habiéndome humillado por vosotros, he descendido a hablar en estos términos. Por tanto, creed que soy el principio. Porque para que creáis esto no sólo soy el principio, sino quien hablo con vosotros. Porque si el principio, tal y como es, permaneciese con el Padre y no hubiera tomado la forma de siervo, ¿cómo le habían de creer, siendo así que las almas débiles no pueden percibir la palabra, sin el eco sensible de la voz?
«Mucho podría hablar de vosotros y juzgar…» Antes había dicho el Salvador que El no juzgaba a nadie. Así aparece cierta contradicción entre «no juzgo» y «tengo que juzgar». «No juzgo», lo dice refiriéndose al tiempo presente, y cuando dice que tiene que juzgar se refiere al porvenir. Que es como si dijera: «seré verdadero en el juicio, porque como soy hijo del que es veraz, soy la misma verdad». Por esto sigue: «Mas el que me envió es verdadero». El Padre es veraz, no por participación, sino engendrando la verdad. ¿Acaso podemos decir, más es la verdad que el que es veraz? Si dijéramos esto, empezaríamos por decir que el Hijo era mayor que el Padre.
«Lo que le he oído a él es lo que hablo al mundo.» El Hijo, siendo igual al Padre, le da gloria, como lo insinúa cuando da a entender que da gloria a Aquél de quien es Hijo; ¿cómo tú te ensoberbeces contra Aquél de quien eres siervo?
28-30. Habiendo dicho el Señor: «El que me envió es verídico», no comprendieron los judíos que les decía esto refiriéndose a su Padre. Mas veía allí algunos que habrían de creer después de su pasión, y por esto sigue: «Cuando alzareis al Hijo del hombre, entonces entenderéis que yo soy. Recordad aquello del Éxodo: ‘Yo soy el que soy’ (Ex 3,14), y comprenderéis lo que quiere decir ‘Yo soy’. Dejo para entonces vuestro conocimiento, para que así pueda realizarse mi pasión. Según vuestro modo de entender, comprenderéis quién soy yo, cuando levantéis en alto al Hijo del hombre». Habla de la exaltación de la cruz, porque en ella fue exaltado cuando pendió de ella. Y convenía que esto se realizase por manos de aquéllos mismos a quienes ahora dice esto, pero que luego habían de creer en El. ¿Y por qué, sino para que nadie desesperase por grave que fuese el delito que cometiese, recordando que el Señor había perdonado a aquéllos el homicidio que cometieron, matando al mismo Cristo?
Como había dicho el Salvador: «Entonces conoceréis quién soy yo», y dado que toda la Trinidad participaba de la misma esencia, para no dar margen al error de los sabelianos añadió a continuación: «Y nada hago de mí mismo», como diciendo: «no he nacido de mí mismo; porque el Hijo es del Padre, y es Dios. Y por esto añade: «Mas lo que mi Padre me mostró, esto hablo». A ninguno de vosotros se le debe ocurrir la idea de que esto lo decía según se entiende entre los humanos. No os imaginéis que tenéis a la vista dos hombres, el Padre y el Hijo, y que el Padre habla al Hijo como haces tú cuando dices alguna cosa a tu hijo. ¿Y qué palabras podía decir al único Verbo? Mas si el Señor habla a nuestros corazones sin que se aperciba el eco, ¿cómo hablará a su Hijo? De una manera espiritual habla el Padre al Hijo, como le había engendrado también de una manera espiritual. Y no le enseñó como si le hubiera engendrado ignorante, sino que le enseñó del mismo modo que le engendró, ya sabio. Si es única la naturaleza de la verdad, del mismo modo es propio del Hijo saberlo todo. Así pues, de la misma manera que el Padre dio la existencia al Hijo engendrándole, le dio también al engendrarle el poder de que lo supiese todo.
«El que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo…» Uno y otro son iguales, y sin embargo uno es el enviado y otro el que envía. Porque la misión es la Encarnación misma, y la Encarnación es propia del Hijo y no del Padre. Luego dijo: «El que me envió», esto es, Aquél por cuya autoridad paterna, me he encarnado. Por tanto, el Padre envió al Hijo, y el Padre había dicho por boca de Jeremías: «lleno el cielo y la tierra» (Jer 23,24). Y por qué no le dejó lo explica a continuación: «Porque hago siempre lo que a El agrada», y no desde cierto principio, sino sin principio ni fin, porque la generación divina no tiene principio de tiempo.
Orígenes, in Ioannem, tom. 18-19
21-24. «Yo me voy y vosotros me buscaréis, y moriréis en vuestro pecado. Adonde yo voy, vosotros no podéis ir.» Pero alguien podrá objetar: Si decía esto a los que permanecían en la incredulidad, ¿cómo les dice: «y me buscaréis»? Porque buscar a Jesucristo es buscar la verdad y la sabiduría. Pero se dirá que también algunas veces, refiriéndose a sus perseguidores, se decía que buscaban el modo de prenderlo. Efectivamente, hay mucha diferencia entre los que buscan a Jesús; no todos le buscan para su propia salvación ni por su propia utilidad. Por esto sólo encuentran la paz aquéllos que le buscan con buen fin, y se dice que le buscan con buen fin aquellos que buscan al Verbo como era en el principio cuando estaba con Dios, y para que los lleve al Padre.
Pregunto yo ahora: «¿por qué dice el Evangelista más adelante que, diciendo estas cosas el Señor «creyeron muchos en El»? ¿Pues no dijo a todos los que tenía presentes: «moriréis en vuestro pecado»?» Decía esto a aquéllos que sabía no habían de creer en El, y que por esto morirían en su pecado, y no podrían seguirle. Por esta razón continúa: «A donde yo voy vosotros no podéis venir». Esto es: a donde se encuentra la verdad y la sabiduría o, lo que es lo mismo, donde se encuentra Jesús. Dice que no pueden, porque no quieren, porque si hubiesen querido y no hubiesen podido, sin razón les hubiera dicho: «moriréis en vuestro pecado».
Estas palabras expresan la insoslayable retirada de Jesucristo. Pero mientras tanto guardemos en nuestras almas las semillas de verdad que allí sembró. No se separa de nosotros el Verbo de Dios. Mas si por malicia nuestra caemos en la culpa, entonces se nos dice: «Yo me voy», y cuando queramos buscarle no le hallaremos, sino que moriremos en nuestro pecado sorprendidos por la misma muerte. No conviene escuchar con negligencia lo que dice: «Moriréis en vuestros pecados». Si esto se toma en general, se verá claramente que los pecadores mueren en sus propios pecados, y los justos en la gracia. Y si se dice: «moriréis», en el sentido que muere el que peca mortalmente, es cosa clara que aquéllos a quienes esto se decía no estaban muertos, pero vivían con la enfermedad del alma, y esta enfermedad les conducía a la muerte. Y como el médico veía que estaban gravemente enfermos, decía: «moriréis en vuestro pecado». Y así es también evidente esto otro: «A donde yo voy vosotros no podéis venir», porque cuando alguno muere en su pecado, no puede ir a donde va Jesús. Ninguno que esté muerto puede seguir a Jesús, como dice en el Salmo: «Señor, los muertos no te alabarán» (Sal 113,17).
Examinemos si los judíos decían esto del Salvador con alguna mira elevada. Porque ellos solían explicarse muchas cosas, ya por la tradición, ya por medio de escritos apócrifos. Pero, en realidad, lo que sabían acerca del Cristo, lo sabían por las más sanas tradiciones, como eran los escritos de los profetas, en los que leían que Jesús nacería en Belén. También sabían, acerca de su muerte, que debía pasar de esta vida en la forma que el Señor dice: «Ninguno me quita el alma, mas yo la pongo por mí mismo» (Jn 10,18). Mas como aquí dicen acaso se matará, no lo dicen en vano los judíos, sino según alguna tradición que tendrían acerca del Cristo. Y aparece el poder del Salvador, cuando dice: «yo me voy», porque en ello se ostenta el poder que tenía de morir voluntariamente, dejando el cuerpo cuando quisiese. Mas yo creo que lo dijeron por burla, en virtud de lo que sabían por algunas tradiciones que hasta ellos habían llegado acerca de la muerte de Jesús. Y no dijeron por darle honra: «¿por ventura, se matará a sí mismo?». Si lo hubieran dicho con ánimo de darle gloria, se hubiesen expresado así: ¿Acaso el alma de Este abandonará su cuerpo cuando a El le plazca?
Mas el Señor habla a los apegados a la tierra, como a hombres terrenos. Por esto sigue el Evangelista: «Y les decía: vosotros sois de abajo», esto es, sabéis a tierra, y no tenéis el corazón elevado hacia lo alto.
«Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo.» No son equivalentes las frases de abajo y de este mundo. Cuando se dice «de abajo», se entiende que se habla de un lugar determinado. Pero el mundo material puede decirse que se entiende en diversos lugares, todos los cuales respecto de lo inmaterial e invisible, están abajo. Mas si comparamos los diversos sitios que en el mundo se encuentran, podemos decir que unos están más elevados y otros más bajos. Donde está el tesoro de cada cual, allí está su corazón (Mt 6), de modo que si alguno atesora en la tierra, puede decirse que es de abajo, mas si atesora para el cielo, pertenece a arriba, y si se eleva sobre todo lo creado, se le encontrará en lo último, entre los bienaventurados. Además, el que ama las cosas del mundo procura complacer al mundo, pero el que no ama al mundo ni las cosas del mundo, no pertenece a él. Hay otro mundo fuera de este visible, en donde se encuentra todo lo invisible, de cuyo aspecto y hermosura disfrutarán los que sean limpios de corazón. También puede llamarse mundo Aquél mismo que existía ya antes que ninguna criatura, en cuanto es la suprema sabiduría, por quien han sido hechas todas las cosas. En El estaba todo el mundo, pero un mundo que se diferenciaba de éste material en tanto cuanto difiere la razón prototipo purificada de toda materia del mundo material. Por consiguiente, el alma de Jesucristo dice «yo no soy de este mundo», porque en realidad no vive en él.
«Si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados.» Es bien sabido que el que muere en sus pecados, aunque diga que cree en Jesucristo, no cree en realidad, porque quien cree en su justicia, no comete ninguna injusticia. El que cree en su sabiduría, no hace ni dice cosa inconveniente. Y así, si se examinan los demás atributos de Jesucristo, te convencerás de que el que no cree en Jesucristo, muere en sus pecados, porque inclinándose a lo contrario de lo que admitimos en Cristo, muere en sus pecados.
Crisóstomo, in Ioannem, hom.52.59
21-24. «Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo.» Como diciendo: «No me llama la atención que penséis de este modo, porque sois carnales, y nada entendéis en el orden espiritual, pero yo soy de arriba».
También pudo decir el Señor que no era de este mundo, en atención a las vanidades y deseos de los mundanos.
«Si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados.» Y si había venido a destruir el pecado y no podía conseguirlo por medio de la purificación, no podría suceder que el que no cree pueda salir de esta vida teniendo el hombre viejo, o sea el pecado, no sólo por no haber creído, sino porque conservando sus anteriores pecados volvió hacia atrás.
25-27. Pero debe verse aún la necedad de los judíos, quienes, después de tanto tiempo, tantos milagros y tanta predicación, aun preguntan: «¿Tú quién eres?» ¿Y qué les contestó el Salvador? «Desde el principio os lo vengo diciendo», como si dijera: «No sois dignos de escuchar mis palabras; ¿merecéis, acaso, que os diga quién soy? Vosotros todo lo decís con el fin de tentarme, y yo podría argüiros sobre ello y castigaros». Por esto sigue: «Muchas cosas tengo que decir de vosotros, y que juzgar».
«Mucho podría hablar de vosotros y juzgar…» Dice esto, para que no crean que a pesar de oír tantas cosas Nuestro Señor, no castiga porque no puede o porque no conoce las intenciones y los insultos que contra El se dirigen.
«… El que me ha enviado es veraz, y lo que le he oído a él es lo que hablo al mundo.» Me ha enviado el Padre no a que juzgue al mundo, sino a que salve al mundo. El Padre es veraz, por esto no juzgo ahora a ninguno, mas digo lo que afecta a vuestra salvación, y no lo que puede influir en vuestra condenación. Por esto sigue: «Y yo, lo que oí de El, eso hablo en el mundo».
28-30. «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy…» Como no podía convertirlos a fuerza de tantos milagros y de predicaciones tan sublimes, les habla de la cruz, diciéndoles: «Cuando levantéis», etc. Como diciendo: «creéis que os libraréis de mí particularmente cuando me matéis, y yo digo que entonces conoceréis, tanto por los milagros cuanto por mi resurrección y por vuestro cautiverio, que yo soy el Cristo Hijo de Dios, y que no soy enemigo de Dios». Por lo que añade: «Y que nada hago de mí mismo: sino como mi Padre me mostró», etc., dando a conocer en esto la igualdad de esencia y que nada decía sin que el Padre lo supiere. «Porque si yo fuese contrario a Dios, no hubiese excitado tanto la indignación en contra de los que no creen en mí».
Después dio el Salvador otro giro más humilde a su discurso. Por esto sigue: «Y el que me envió está conmigo». Y para que no se creyera que cuando dijo: «me envió» hablaba de que su naturaleza era inferior, dijo: «está conmigo»; porque lo uno indica humildad, lo otro divinidad.
Y como siempre estaban diciendo que no procedía de Dios, y que no guardaba el sábado, dijo contra esto: «Porque hago siempre lo que a El agrada», manifestando que lo que ellos entendían por quebrantar el sábado agradaba a Dios. En muchas ocasiones pone toda su intención en manifestar que nada hacía en contra de la voluntad del Padre. Y como dijo esto con más claridad, añade el Evangelista: «Diciendo El estas cosas muchos creyeron en El». Como diciendo: «no os llame la atención oír algunas expresiones que revelen humildad, cuando habla Jesucristo, porque los que no se convencieron después de tanta predicación, escuchan palabras más humildes, y se persuaden». Luego creyeron algunos, pero no como debían, sino sencillamente como alegrándose y descansando en la humildad de las palabras. Y esto es lo que demuestra el Evangelista en las palabras siguientes, en que se refiere que le injuriaban otra vez.
Beda
21-24. Esta encadenación de palabras es de tal naturaleza, que parece se pronunciaron en un mismo tiempo y en un mismo lugar (y también en distintos tiempos y lugares), porque tanto puede entenderse que en el intervalo nada medió, como que pudieron mediar muchas cosas.
Adviértase que pone pecado en singular, y vuestro en plural, para manifestar que el pecado de todos era uno mismo.
«Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo.» ¿Cómo había de ser del mundo el que existía antes que el mundo? Mas los judíos eran del mundo, porque fueron creados después que el mundo ya existía.
25-27. «Entonces le decían: «¿Quién eres tú?» Jesús les respondió: «Desde el principio, lo que os estoy diciendo.» Y en verdad que se encuentra escrito en algunos ejemplares: «Y el que os hablo». Pero es más conveniente leer de otro modo, para que sea éste el sentido: «creed que yo soy el principio, y que por vosotros he descendido a hablar en esta forma».
Teofilacto
21-24. Por estas palabras dio a entender que resucitaría revestido de gloria, y se sentaría a la derecha de Dios.
Y como no aparentaba cosa alguna que pareciese mundana, no podía decirse que llegaría a tal demencia que pensara en matarse. Mas Apolinar, interpretando mal este relato, dice que el cuerpo de Jesús no era de este mundo, sino que lo trajo de lo alto, del cielo [1]. ¿Acaso también los apóstoles, a quienes dijo el Señor: «Vosotros no sois de este mundo» (Jn 15,19), obtuvieron el cuerpo del cielo? Así pues, debe entenderse este concepto en el sentido de que cuando dice el Señor, «yo no soy de este mundo», quiere decir no soy del número de los vuestros, que tanto os cuidáis de las cosas de este mundo.
25-27. Como había dicho Jesús: «Muchas cosas tengo que decir de vosotros y que juzgar», da a entender que se reserva su juicio para la otra vida, por lo que añade: «Mas el que me envió, es veraz», como diciendo: «Y si vosotros sois infieles, mi Padre es verdadero y tiene prefijado el día en que os dará lo merecido».
Notas
[1] «Apolinar de Laodicea afirmaba que en Cristo el Verbo había sustituido al alma o al espíritu. Contra este error la Iglesia confesó que el Hijo eterno asumió también un alma racional humana». (Catecismo de la Iglesia Católica, 471)
Alcuino
25-27. Haber oído del Padre es tanto como ser del Padre; ha oído a Aquél de quien ha recibido la esencia.
Cuando los judíos le oyeron decir: «es veraz el que me ha enviado», no comprendieron de quién hablaba. Por esto sigue: «Y no entendieron que llamaba Padre a Dios». Aún no tenían bien abiertos los ojos de su alma, y por ello no podían comprender la igualdad que existe entre el Padre y el Hijo.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Bernardo, Sermón 1 para el primer domingo de noviembre
«Cuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que Yo Soy» (Jn 8, 28)
El profeta Isaías nos describe una visión sublime: «Vi al Señor sentado en un trono» (Is 6,1). ¡Qué magnífico espectáculo, hermanos! ¡Dichosos los ojos que lo han visto! ¿Quién no desearía con toda su alma contemplar el esplendor de una gloria tan grande?… Pero fijaos en que oigo al mismo profeta que nos narra otra visión de este mismo Señor, muy diferente: «Le vimos sin belleza ni esplendor: pensamos que era un leproso» (Is 53,2s Vulg).
Si tú, pues, deseas ver a Jesús en su gloria, procura verlo primero en su anonadamiento. Comienza fijando tu mirada en la serpiente levantada en el desierto (cf. Jn 3,14) si de verdad deseas ver al Rey sentado en su trono. Que la primera visión te llene de humildad para que la segunda te levante de tu humillación. Que aquélla reprima y cure tu orgullo antes que ésa llene y colme tu deseo. ¿Ves al Señor «reducido a nada» (Flp 2,7)? Que esta visión no te deje ansioso pues de lo contrario no podrás seguidamente, contemplarlo, sin ansiedad, en la gloria de su exaltación.
Ciertamente, «serás semejante a él» cuando le verás «tal cual es» (1Jn 3, 2). Procura ser ya ahora semejante a él viendo lo que ha llegado a ser por ti. Si no rechazas asemejarte a él en su anonadamiento, te dará a cambio, la semejanza de su gloria. Nunca podrá soportar que el que ha participado de su pasión sea excluido de su gloria. Por ello puede admitir y estar con él en el Reino, al ladrón que ha participado de su Pasión, y que por haberle confesado en la cruz, se encontrara con él el mismo día en el paraíso (Lc 23,42)… Si «sufrimos con él, reinaremos con él» (Rm 8,17).
San Máximo de Turín, Sermón 57 : PL 57,339
«Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy.» (Jn 8, 28)
Cristo nuestro Señor ha sido crucificado para liberar al género humano del naufragio de este gente… En el Antiguo Testamento Moisés había levantado, en medio de los moribundos, una serpiente de bronce atada a una estaca; había ordenado al pueblo esperar la curación mirando este signo (Num 21,6s). Era este un remedio de tal potencia contra la mordedura de las serpientes, que el herido, volviéndose hacia la serpiente elevada, confiaba y en seguida recuperaba la salud. El Señor no dejó de recordar este episodio en el Evangelio cuando dijo: «Como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre » (Jn 3,14).
La serpiente es pues la primera en ser crucificada, por Moisés. Es sólo justicia, ya que el diablo fue el primero que pecó bajo la mirada del Señor (Gn 3)… Fue crucificado sobre un tronco, lo que es justo, ya que el hombre había sido engañado indirectamente por árbol del deseo; en lo sucesivo, es salvado por un tronco tomado de otro árbol… Después de la serpiente, es el hombre quien es crucificado en el Salvador, sin duda alguna, para castigar no sólo al responsable, sino también el delito. La primera cruz se venga sobre la serpiente, la segunda sobre su veneno: el veneno que por su persuasión había penetrado en el hombre es rechazado y curado… He aquí lo que hizo el Señor por su naturaleza humana: Él, el inocente, sufre; en Él la desobediencia, provocada por el famoso engaño del diablo, es enmendada; y liberado de su falta, el hombre es liberado de la muerte.
Ya que tenemos por Señor, a Jesús que nos liberó por su Pasión, tengamos constantemente los ojos fijos en Él, esperemos siempre encontrar en este signo el remedio a nuestras heridas. Si el veneno de la avaricia viniera a apoderarse de nosotros, miremos la cruz, ella nos librará; si el deseo, este escorpión, nos roe, implorémosla, ella nos curará; si las mordeduras de los pensamientos de aquí abajo nos laceran, roguémosle y viviremos. He aquí las serpientes espirituales de nuestras almas: para pisotearlas, el Señor fue crucificado. Él mismo nos dice: «Os di el poder de pisotear serpientes, escorpiones, y nada podrá dañaros» (Lc 10,19).
Juan Pablo II, papa
Discurso, 14-08-1991
VIGILIA DE ORACIÓN VI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD – CZESTOCHOWA
Yo soy (la Palabra) (cf. Jn 8, 28)
«Yo soy»: éste es el nombre de Dios. Así respondió una Voz a Moisés desde la zarza ardiente, cuando preguntaba cuál era el nombre de Dios. «Yo soy el que soy» (Ex 3, 14): con este nombre el Señor envió a Moisés a Israel, esclavo de Egipto, y al faraón-opresor: «Yo-Soy me ha enviado a vosotros» (Ex 3, 14). Con este nombre Dios sacó a su pueblo elegido de la esclavitud, para sellar una alianza con Israel:
«Yo, el Señor, soy tu Dios, que te ha sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí» (Ex 20, 2-3).
«Yo-Soy», este nombre es el fundamento de la antigua Alianza.
2. Ese nombre constituye también el fundamento de la nueva Alianza. Jesucristo dice a los judíos: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10, 30). «Antes de que Abraham existiera, Yo Soy» (Jn 8, 58). «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy» (Jn 8, 28).
En medio de nosotros, que velamos, se ha detenido la cruz. Habéis traído aquí esta cruz y la habéis levantado en medio de nuestra asamblea. En esta cruz se ha manifestado «hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1) el «Yo-Soy» divino de la Alianza nueva y eterna. «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que (el hombre no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).
La cruz es el signo del amor inefable, el signo que revela que «Dios es amor» (cf. 1 Jn 4, 8).
Mientras se acercaba la noche, antes del sábado de Pascua, Jesús fue retirado de la cruz y depositado en el sepulcro. El tercer día se presentó resucitado en medio de sus discípulos, que estaban «sobresaltados y asustados», diciéndoles: «La paz con vosotros (…); soy yo mismo»(cf. Lc 24, 36-37. 39): el «Yo-Soy» divino de la Alianza, del Misterio pascual y de la Eucaristía.
3. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios para poder existir y decir a su Creador «yo soy». En este «yo soy» humano se contiene toda la verdad de la existencia y de la conciencia. «Yo soy» ante ti, que «Eres».
Cuando Dios pregunta al primer hombre: «¿Dónde estás?», Adán responde: «Me escondí de ti» (cf. Gn 3, 9-10), tratando de no estar delante de Dios. ¡No puedes esconderte, Adán! No puedes no estar delante de quien te ha creado, de quien ha hecho que «tú seas», delante de quien «escruta los corazones y conoce» (cf. Rm 8, 27).
4. Habéis llegado a Jasna Góra, queridos amigos, donde desde hace muchos años se canta el himno «Estoy junto a ti».
El mundo que os rodea, la civilización moderna, ha influido mucho para quitar ese «Yo Soy» divino de la conciencia del hombre. Tiende a vivir como si Dios no existiera. Este es su programa.
Pero, si Dios no existe, tú, hombre, ¿podrás existir de verdad?
Habéis venido aquí, queridos amigos, para recuperar y confirmar profundamente esta identidad humana: «yo soy», delante del «Yo Soy» de Dios. Mirad la cruz en la que el «Yo-Soy» significa «Amor». ¡Mirad la cruz y no os olvidéis! Que el «estoy junto a ti» siga siendo la palabra clave de toda vuestra vida.
Catequesis, Audiencia general, 08-03-1989
Yo soy (Jn 8, 28)
[…] 2. La resurrección constituía en primer lugar la confirmación de todo lo que Cristo mismo había “hecho y enseñado”. Era el sello divino puesto sobre sus palabras y sobre su vida. El mismo había indicado a los discípulos y adversarios este signo definitivo de su verdad.
3. [La resurrección de Cristo] confirma la verdad de su misma divinidad. Jesús había dicho: “Cuando hayáis levantado (sobre la cruz) al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy” (Jn 8, 28). Los que escucharon estas palabras querían lapidar a Jesús, puesto que “YO SOY” era para los hebreos el equivalente del nombre inefable de Dios. De hecho, al pedir a Pilato su condena a muerte presentaron como acusación principal la de haberse “hecho Hijo de Dios” (Jn 19, 7). Por esta misma razón lo habían condenado en el Sanedrín como reo de blasfemia después de haber declarado que era el Cristo, el Hijo de Dios, tras el interrogatorio del sumo sacerdote (Mt26, 63-65; Mc 14, 62; Lc 22, 70): es decir, no sólo el Mesías terreno como era concebido y esperado por la tradición judía, sino el Mesías-Señor anunciado por el Salmo 109/110 (cf. Mt22, 41 ss.), el personaje misterioso vislumbrado por Daniel (7, 13-14). Esta era la gran blasfemia, la imputación para la condena a muerte: ¡el haberse proclamado Hijo de Dios! Y ahora su resurrección confirmaba la veracidad de su identidad divina y legitimaba la atribución hecha a Sí mismo, antes de la Pascua, del Nombre” de Dios: “En verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham existiera, Yo soy” (Jn 8, 58). Para los judíos ésa era una pretensión que merecía la lapidación (cf. Lv 24, 16), y, en efecto, “tomaron piedras para tirárselas; pero Jesús se ocultó y salió del templo” (Jn 8, 59). Pero si entonces no pudieron lapidarlo, posteriormente lograron “levantarlo” sobre la cruz: la resurrección del Crucificado demostraba, sin embargo, que Él era verdaderamente Yo soy, el Hijo de Dios.
9. […] La resurrección de Cristo está estrechamente unida con el misterio de la encarnación del Hijo de Dios: es su cumplimiento, según el eterno designio de Dios. Más aún, es la coronación suprema de todo lo que Jesús manifestó y realizó en toda su vida, desde el nacimiento a la pasión y muerte, con sus obras, prodigios, magisterio, ejemplo de una vida perfecta, y sobre todo con su transfiguración. El nunca reveló de modo directo la gloria que había recibido del Padre “antes que el mundo fuese” (Jn 17, 5), sino que ocultaba esta gloria con su humanidad, hasta que se despojó definitivamente (cf. Flp 2, 7-8) con la muerte en cruz.
En la resurrección se reveló el hecho de que “en Cristo reside toda la plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2, 9; cf. Col 1, 19). Así, la resurrección “completa” la manifestación del contenido de la Encarnación. Por eso podemos decir que es también la plenitud de la Revelación. Por lo tanto, como hemos dicho, ella está en el centro de la fe cristiana y de la predicación de la Iglesia.
Catequesis, Audiencia general, 08-06-1988
[…] 2. Jesús en su predicación y en su conducta muestra ante todo su profunda unión con el Padreen el pensamiento y en las palabras. Lo que quiere transmitir a sus oyentes (y a toda la humanidad) proviene del Padre, que lo ha «enviado al mundo» (Jn 10, 36). «Porque yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado, me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí» (Jn 12, 49-50). «Lo que el Padre me ha enseñado eso es lo que hablo» (Jn 8, 28). Así leemos en el Evangelio de Juan. Pero también en los Sinópticos se transmite una expresión análoga pronunciada por Jesús: «Todo me ha sido entregado por mi Padre» (Mt 11, 27). Y con este «todo» Jesús se refiere expresamente al contenido de la Revelación traída por El a los hombres (cf. Mt 11, 25-27; análogamente Lc 10, 21-22). En estas palabras de Jesús encontramos la manifestación del Espíritu con el cual realiza su predicación. Él es y permanece como «el testigo fiel» (Ap 1, 5). En este testimonio se incluye y resalta esa especial «obediencia» del Hijo al Padre que en el momento culminante se demostrará como «obediencia hasta la muerte» (cf. Flp 2, 8).
[…] 9. Como «testigo fiel» Jesús ha cumplido la misión recibida del Padre en la profundidad del misterio trinitario. Era una misión eterna, incluida en el pensamiento del Padre que lo engendraba y predestinaba a cumplirla «en la plenitud de los tiempos» para la salvación del hombre —de todo hombre— y para el bien perfecto de toda la creación. Jesús tenía conciencia de esta misión suya en el centro del plan creador y redentor del Padre; y, por ello, con todo el realismo de la verdad y del amor traídos al mundo, podía decir: «Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).
Catequesis, Audiencia general, 26-08-1987
Está claro, que si bien Jesús hablaba de sí mismo sobre todo como del “Hijo del hombre”, sin embargo todo el conjunto de lo que hacía y enseñaba daba testimonio de que Él era el Hijo de Dios en el sentido literal de la palabra: es decir, que era una sola cosa con el Padre, y por tanto: también Él era Dios, como el Padre. Del contenido unívoco de este testimonio es prueba tanto el hecho de que El fue reconocido y escuchado por unos: “muchos creyeron en Él”: (cf. por ejemplo Jn 8, 30); como, todavía más, el hecho de que halló en otros una oposición radical, más aún, la acusación de blasfemia con la disposición a infligirle la pena prevista para los blasfemos en la Ley del Antiguo Testamento.
7. Entre las afirmaciones de Cristo relativas a este tema, resulta especialmente significativa la expresión: “YO SOY”. El contexto en el que viene pronunciada indica que Jesús recuerda aquí la respuesta dada por Dios mismo a Moisés, cuando le dirige la pregunta sobre su Nombre: “Yo soy el que soy… Así responderás a los hijos de Israel: Yo soy me manda a vosotros” (Ex3, 14). Ahora bien, Cristo se sirve de la misma expresión “Yo soy” en contextos muy significativos. Aquel del que se ha hablado, concerniente a Abraham: “Antes que Abraham naciese, ERA YO”; pero no sólo ése. Así, por ejemplo: “Si no creyereis que YO SOY, moriréis en vuestros pecados” (Jn 8, 24), y también: “Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces conoceréis que YO SOY” (Jn 8, 28), y asimismo: “Desde ahora os lo digo, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis que YO SOY” (Jn 13, 19).
Este “Yo soy” se halla también en otros lugares de los Evangelios sinópticos (por ejemplo Mt28, 20; Lc 24, 39); pero en las afirmaciones que hemos citado el uso del Nombre de Dios, propio del Libro del Éxodo, aparece particularmente límpido y firme. Cristo habla de su “elevación” pascual mediante la cruz y la sucesiva resurrección: “Entonces conoceréis que YO SOY”. Lo que quiere decir: entonces se manifestará claramente que yo soy aquel al que compete el Nombre de Dios. Por ello, con dicha expresión Jesús indica que es el verdadero Dios. Y aún antes de su pasión Él ruega al Padre así: “Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío” (Jn17, 10), que es otra manera de afirmar: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30).
Ante Cristo, Verbo de Dios encarnado, unámonos también nosotros a Pedro y repitamos con la misma elevación de fe: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16).
Catequesis, Audiencia general, 29-04-1987
8. Jesús habla repetidas veces de la elevación del “Hijo del hombre”, pero no oculta a sus oyentes que ésta incluye la humillación de la cruz. Frente a las objeciones y a la incredulidad de la gente y de los discípulos, que comprendían muy bien el carácter trágico de sus alusiones y que, sin embargo, le preguntaban: “¿Cómo, pues, dices tú que el Hijo del hombre ha de ser levantado? ¿Quién es este Hijo del hombre?” (Jn 12, 34), afirma Jesús claramente: “Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces conoceréis que yo soy, y no hago nada por mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo” (Jn 8, 28). Jesús afirma que su “elevación” mediante la cruz constituirá su glorificación. Poco después añadirá: “Es llegada la hora en que el Hijo del hombre será glorificado” (Jn 12, 23). Resulta significativo que cuando Judas abandonó el Cenáculo, Jesús afirme: “Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre, y Dios ha sido glorificado en él” (Jn 13, 31).
10. Si en su condición de “Hijo del hombre” Jesús realizó con su vida, pasión, muerte y resurrección el plan mesiánico delineado en el Antiguo Testamento, al mismo tiempo asume con ese mismo nombre el lugar que le corresponde entre los hombres como hombre verdadero, como hijo de una mujer, María de Nazaret. Mediante esta mujer, su Madre, Él, el “Hijo de Dios”, es al mismo tiempo “Hijo del hombre”, hombre verdadero, como testimonia la Carta a los Hebreos: “Se hizo realmente uno de nosotros, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado” (Const. Gaudium et spes, 22; cf. Heb 4, 15).
Catecismo de la Iglesia Católica, 211.651-655
211 El Nombre divino «Yo soy» o «Él es» expresa la fidelidad de Dios que, a pesar de la infidelidad del pecado de los hombres y del castigo que merece, «mantiene su amor por mil generaciones» (Ex 34,7). Dios revela que es «rico en misericordia» (Ef 2,4) llegando hasta dar su propio Hijo. Jesús, dando su vida para librarnos del pecado, revelará que Él mismo lleva el Nombre divino: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy» (Jn 8,28)
III. Sentido y alcance salvífico de la Resurrección
651 «Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe»(1 Co 15, 14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.
652 La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento (cf.Lc 24, 26-27. 44-48) y del mismo Jesús durante su vida terrenal (cf. Mt 28, 6; Mc 16, 7; Lc 24, 6-7). La expresión «según las Escrituras» (cf. 1 Co 15, 3-4 y el Símbolo Niceno-Constantinopolitano. DS 150) indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.
653 La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. Él había dicho: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy» (Jn 8, 28). La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, él era «Yo Soy», el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los judíos: «La Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros […] al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: «Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy»» (Hch 13, 32-33; cf. Sal 2, 7). La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.
654 Hay un doble aspecto en el misterio pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios (cf. Rm 4, 25) «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos […] así también nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia (cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: «Id, avisad a mis hermanos» (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.
655 Por último, la Resurrección de Cristo —y el propio Cristo resucitado— es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron […] del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Co 15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En Él los cristianos «saborean […] los prodigios del mundo futuro» (Hb 6,5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina (cf. Col 3, 1-3) para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co 5, 15).
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