Jn 3, 31-36: Último testimonio del Bautista (ii)
/ 16 abril, 2015 / San JuanTexto Bíblico
31 El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo está por encima de todos.32 De lo que ha visto y ha oído da testimonio, y nadie acepta su testimonio.33 El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz.34 El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida.35 El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano.36 El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Agustín, obispo
Sobre el Evangelio de san Juan: De la tierra y del cielo.
«El que es de la tierra es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo está por encima de todos» (Jn 3,31)Tratado 14, 6.
Ahora ya aparece distinta y manifiestamente lo que acabamos de oír. Quien viene de arriba está sobre todos. Mira qué dice de Cristo. De sí, ¿qué? Quien procede de la tierra, de la tierra procede y de la tierra habla. El que viene de arriba está sobre todos (Jn 3,31): éste es Cristo. Quien, en cambio, procede de la tierra, de la tierra procede y de la tierra habla: es Juan. Pero ¿es esto todo, Juan procede de la tierra y de la tierra habla? ¿El entero testimonio que da de Cristo habla de la tierra? ¿No oye Juan voces de Dios cuando da testimonio de Cristo? ¿Cómo, pues, habla de la tierra? Pero se refería a sí en cuanto hombre. En cuanto a lo que atañe al hombre mismo, procede de la tierra y de la tierra habla; si, en cambio, habla algo divino, está iluminado por Dios, porque, si no estuviera iluminado, la tierra hablaría de la tierra. Cosas bien distintas son, pues, la gracia de Dios y la naturaleza del hombre.
Ahora interroga a la naturaleza humana: nace, crece, aprende esas cosas usuales de los hombres. ¿Qué conoce sino a la tierra a partir de la tierra? Habla de lo humano, conoce lo humano, entiende lo humano; carnal, estima carnalmente, supone carnalmente; he ahí al hombre entero. Venga la gracia de Dios, ilumine sus tinieblas, como dice: Tú iluminarás mi lámpara, Señor; Dios mío, ilumina mis tinieblas (Sal 17,29). Tome la mente humana, gírela hacia su luz; comienza ya a decir lo que el Apóstol dice: «Ahora bien, no yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1Co 15,10), y: Ahora bien, ya no vivo yo; en cambio, vive Cristo en mí (Ga 2,20). Esto significa: Es preciso que él crezca y yo, en cambio, mengüe. Juan, pues, en cuanto a lo que atañe a Juan, procede de la tierra y de la tierra habla; si oyes a Juan algo divino, es del Iluminador, no del receptor.
Sobre el Evangelio de san Juan: El Espíritu dado y el amor del Padre al Hijo.
«El que Dios envió habla las palabras de Dios... El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano» (Jn 3,34-35)nn. 10-11.
Pues a quien Dios envió habla las palabras de Dios (Jn 3,34). Esto decía de Cristo, sí, para distinguirse de él. «Pues ¿qué? ¿Acaso Dios no envió a Juan mismo? ¿No dijo él mismo: «He sido enviado delante de él» (Jn 3,28), y: «Quien me envió a bautizar con agua» (Jn 1,33), y de él está dicho: He aquí que yo envío mi ángel delante de ti, y preparará tu camino? (Ml 3,1; Mt 11,10) ¿Acaso no habla las palabras de Dios también ese mismo de quien también está dicho que es más que profeta? (Cf Mt 11,9) Si, pues, Dios también lo envió y habla las palabras de Dios, ¿cómo entendemos que en orden a la distinción dijo él acerca de Cristo: Pues a quien Dios envió habla las palabras de Dios? Pero mira qué añade: Pues Dios no da el Espíritu con medida (Jn 3,34). ¿Qué significa esto: Pues Dios no da el Espíritu con medida? Descubrimos que Dios da el Espíritu con medida. Escucha al Apóstol decir: Según la medida del don del Mesías (Ef 4,7). A los hombres lo da con medida, al único Hijo no lo da con medida. ¿Cómo lo da a los hombres con medida? A uno se le da mediante el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia, según idéntico Espíritu; a otro, fe en virtud de idéntico Espíritu; a otro profecía, a otro discernimiento de espíritus, a otro géneros de lenguas, a otro don de curaciones. ¿Acaso son todos apóstoles, acaso todos profetas, acaso todos doctores? ¿Acaso todos tienen poderes, acaso todos tienen dones de curaciones? ¿Acaso hablan todos en lenguas, acaso todos las interpretan? (1Co 12,8-10; 12,29-30). Una cosa tiene éste, otra aquél, éste no tiene lo que tiene aquél. Hay medida, hay cierta repartición de dones. A los hombres, pues, se da con medida, y la concordia hace allí un único cuerpo. Como la mano recibe una cosa para obrar, otra el ojo para ver, otra el oído para oír, otra el pie para caminar, única es empero el alma que gestiona todo, en la mano para obrar, en el pie para caminar, en el oído para oír y en el ojo para ver, así son también los diversos dones de los fieles, distribuidos a cada uno, cual a miembros, con medida. Pero Cristo, que los da, no los recibe con medida.
En efecto, porque del Hijo había dicho: «Pues Dios no da el Espíritu con medida», oye aún qué sigue: El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano (Jn 3,34-35). Añadió: «Ha puesto todo en su mano», para que conocieses también aquí con qué distinción está dicho: El Padre ama al Hijo. Pues ¿por qué? ¿El Padre no ama a Juan? Y sin embargo no ha puesto todo en su mano. ¿El Padre no ama a Pablo? Y sin embargo no ha puesto todo en su mano. El Padre ama al Hijo, pero como un padre a su hijo, no como un señor a su esclavo; como al Único, no como a un adoptado. Así pues, ha puesto todo en su mano. ¿Qué significa «todo»? Que el Hijo es tan grande como el Padre. De hecho, para la igualdad consigo ha engendrado a ese que no tuvo como rapiña ser igual a Dios en forma de Dios (Cf Flp 2,6). El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano. Cuando, pues, se dignó enviarnos al Hijo, no supongamos que se nos envió algo menor de lo que es el Padre. Al enviar al Hijo, se envió a sí mismo en otra persona.
Sobre el Evangelio de san Juan: La ira de Dios.
«El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él» (Jn 3,36)nn. 13.
El pensamiento carnal no capta lo que digo; difiera la comprensión y comience por la fe; oiga lo que sigue: Quien cree en el Hijo tiene vida eterna; quien, en cambio, es incrédulo respecto al Hijo no verá vida, sino que permanece sobre él la ira de Dios (Jn 3,36). No dijo «la ira de Dios viene a él», sino: La ira de Dios permanece sobre él. Todos los que nacen mortales tienen consigo la ira de Dios. ¿Qué ira de Dios? La que recibió el primer Adán. De hecho, si pecó el primer hombre y oyó: «De muerte morirás» (Gn 2,17), él pasó a ser mortal, y comenzamos a nacer mortales porque hemos nacido bajo la ira de Dios. Vino después el Hijo sin tener pecado y se vistió de carne, se vistió de mortalidad. Si él participó con nosotros de la ira de Dios, ¿seremos nosotros perezosos en participar con él de la gracia de Dios? Quien, pues, no quiere creer en el Hijo, la ira de Dios permanece sobre él. ¿Qué ira de Dios? Esa de la que dice el Apóstol: Por naturaleza fuimos también nosotros hijos de ira, como también los demás (Ef 2,3). Todos, pues, somos hijos de ira porque venimos de la maldición de la muerte. Cree en Cristo, hecho mortal por ti, para que comprendas que es inmortal; en efecto, cuando comprendas su inmortalidad, tampoco tú serás mortal. Vivía, morías; murió para que vivas. Trajo la gracia de Dios, se llevó la ira de Dios. Dios ha vencido a la muerte, para que la muerte no venciese al hombre.
San Juan Pablo II, papa
Fiedes et Ratio: Jesús revela al Padre.
«De lo que ha visto y ha oído da testimonio» (Jn 3,32)nn. 11-12.
La revelación de Dios se inserta, pues, en el tiempo y la historia, más aún, la encarnación de Jesucristo, tiene lugar en la “plenitud de los tiempos” (Ga 4, 4). A dos mil años de distancia de aquel acontecimiento, siento el deber de reafirmar con fuerza que “en el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental” (Carta apostólica Tertio millennio adveniente, 10 de noviembre de 1994, n. 10). En él tiene lugar toda la obra de la creación y de la salvación y, sobre todo destaca el hecho de que con la encarnación del Hijo de Dios vivimos y anticipamos ya desde ahora lo que será la plenitud del tiempo (cf. Hb 1, 2).
La verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se inserta, pues, en el tiempo y en la historia. Es verdad que ha sido pronunciada de una vez para siempre en el misterio de Jesús de Nazaret. Lo dice con palabras elocuentes la Constitución Dei Verbum: «Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas. “Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo” (Hb 1, 1-2). Pues envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios (cf. Jn 1, 1-18). Jesucristo, Palabra hecha carne, «hombre enviado a los hombres”, habla las palabras de Dios (Jn 3, 34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó (cf. Jn 5, 36; 17, 4). Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre (cf. Jn 14, 9); él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación» (Dei Verbum, 4).
La historia, pues, es para el Pueblo de Dios un camino que hay que recorrer por entero, de forma que la verdad revelada exprese en plenitud sus contenidos gracias a la acción incesante del Espíritu Santo (cf. Jn 16, 13). Lo enseña asimismo la Constitución Dei Verbum cuando afirma que “la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios” (Dei Verbum, 8)
Así pues, la historia es el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegaríamos a comprendernos.
La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre. La verdad expresada en la revelación de Cristo no puede encerrarse en un restringido ámbito territorial y cultural, sino que se abre a todo hombre y mujer que quiera acogerla como palabra definitivamente válida para dar sentido a la existencia. Ahora todos tienen en Cristo acceso al Padre; en efecto, con su muerte y resurrección, Él ha dado la vida divina que el primer Adán había rechazado (cf. Rm 5, 12-15). Con esta Revelación se ofrece al hombre la verdad última sobre su propia vida y sobre el destino de la historia: “Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”, afirma la Constitución Gaudium et spes (n. 22). Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble. ¿Dónde podría el hombre buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, sino no en la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?
Discurso (30-09-1979): Relación profunda y personal con Jesucristo.
«El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida» (Jn 3,34)Discurso a los obispos irlandeses en Dublín, n. 4.
domingo 30 de septiembre de 1979
El fundamento de nuestra identidad personal, de nuestro vínculo común y de nuestro ministerio se encuentra en Jesucristo, Hijo de Dios y Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento. Por esta razón, hermanos, mi primera exhortación al presentarme hoy entre vosotros es ésta: “Mantengamos nuestros ojos puestos en el autor y consumidor de la fe, Jesús” (Heb 12, 2). Como somos Pastores de este rebaño, debemos tener fija nuestra mirada en Aquel que es el Pastor principal Princeps Pastorum (1 Pe 5, 4), para que nos ilumine, nos sostenga y nos colme de alegría en nuestro servicio al rebaño, conduciéndolo “por rectas sendas por amor de su nombre” (Sal 23, 3).
Pero la eficacia de nuestro servicio a Irlanda y a toda la Iglesia está vinculada a nuestra relación personal con Aquel a quien San Pedro llamó también “Pastor y guardián de vuestras almas” (1 Pe 2, 25). El seguro fundamento de nuestra guía pastoral lo constituye, pues, una relación profunda y personal de fe y amor con Jesucristo nuestro Señor. Al igual que los Doce, también nosotros hemos sido designados para estar con Él, para ser sus compañeros (cf. Mc 3,14). Podemos presentarnos como líderes religiosos de nuestro pueblo, en las situaciones que afectan profundamente a sus vidas diarias, sólo después de haber estado en piadosa comunión con el Maestro, sólo después de haber descubierto en la fe que Dios ha constituido a Cristo como “nuestra sabiduría, justicia, santificación y redención” (1 Cor 1, 30). Somos llamados, en nuestras propias vidas, a escuchar, conservar y realizar la Palabra de Dios. En las Sagradas Escrituras, y especialmente en los Evangelios, encontramos constantemente a Cristo; y, mediante el poder del Espíritu Santo, sus palabras se hacen luz y fuerza para nosotros y para nuestro pueblo. Sus mismas palabras contienen un poder de conversión, y aprendemos mediante su ejemplo.
A través de un piadoso contacto con el Jesús de los Evangelios, nosotros, sus siervos y apóstoles, absorbemos en modo creciente su serenidad y asumimos sus actitudes. Sobre todo adoptamos aquella fundamental actitud de amor hacia su Padre, tanto más cuanto que cada uno de nosotros experimentamos un gozo profundo y pleno en la verdad de nuestra relación filial: Diligo Patrem (Jn 14, 31) - Pater diligit Filium (Jn 3,35). Nuestra relación con Cristo y en Cristo halla su suprema y única expresión en el Sacrificio eucarístico, en el que actuamos por completo: in persona Christi.
La relación personal con Jesús constituye, pues, una garantía de confianza para nosotros y nuestro ministerio. En nuestra fe encontramos la victoria que vence al mundo. Por el hecho de estar unidos con Jesús y mantenidos por Él, no hay reto con el que no nos podamos enfrentar, dificultad que no podamos mantener, obstáculo que no podamos vencer por el Evangelio. En realidad Cristo mismo garantiza que “el que cree en mí, ése hará también las obras que yo hago, y las hará mayores que éstas...” (Jn 14, 12). Sí, hermanos, la respuesta a tantos problemas se halla sólo en la fe, una fe manifestada y sostenida en la oración.
Audiencia General (12-08-1987): Jesucristo trae el Espíritu Santo a la Iglesia y a la humanidad.
«El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida» (Jn 3,34)nn. 7-9.
miércoles 12 de agosto de 1987
[...] Podemos decir que Jesucristo es aquel que proviene del Padre como eterno Hijo, es aquel que “ha salido” del Padre haciéndose hombre por obra del Espíritu Santo. Y después de haber cumplido su misión mesiánica como Hijo del hombre, en la fuerza del Espíritu Santo “va al Padre” (cf. Jn 14, 21). Marchándose allí como Redentor del mundo, “da” a sus discípulos y manda sobre la Iglesia para siempre, el mismo Espíritu, en cuya potencia Él actuaba como hombre. De este modo Jesucristo, como aquel que “va al Padre”, por medio del Espíritu Santo conduce “al Padre” a todos aquellos que lo seguirán en el transcurso de los siglos.
“Exaltado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, (Jesucristo) le derramó” (Act 2, 33), dirá el Apóstol Pedro el día de Pentecostés. “Y, puesto que sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abbá!, ¡Padre!” (Gál 4, 6), escribía el Apóstol Pablo. El Espíritu Santo, que “procede del Padre” (cf. Jn 15, 26), es, al mismo tiempo, el Espíritu de Jesucristo: el Espíritu del Hijo.
Dios ha dado “sin medida” a Cristo el Espíritu Santo, proclama Juan Bautista, según el cuarto Evangelio. Y Santo Tomás de Aquino explica en su claro comentario que los profetas recibieron el Espíritu “con medida”, y por ello, profetizaban “parcialmente”. Cristo, por el contrario, tiene el Espíritu Santo “sin medida”: ya como Dios, en cuanto que el Padre mediante la generación eterna le da el soplar el Espíritu sin medida; ya como hombre, en cuanto que, mediante la plenitud de la gracia, Dios lo ha colmado de Espíritu Santo, para que lo efunda en todo creyente (cf. Super Evang S. Ioannis Lectura, c. III, 1. 6, nn. 541-544). El Doctor Angélico se refiere al texto de Juan (Jn 3, 34): “Porque aquél a quien Dios ha enviado habla palabras de Dios, pues Dios no le dio el espíritu con medida” (según la traducción propuesta por ilustres biblistas).
Verdaderamente podemos exclamar con íntima emoción, uniéndonos al Evangelista Juan: “De su plenitud todos hemos recibido” (Jn 1, 16); verdaderamente hemos sido hechos partícipes de la vida de Dios en el Espíritu Santo.
Y en este mundo de hijos del primer Adán, destinados a la muerte, vemos erguirse potente a Cristo, el “último Adán”, convertido en “Espíritu vivificante” (1 Cor 15, 45).
Audiencia General (06-10-1999): El amor transforma e ilumina
«Permaneced en mi amor» (Jn 15,9-10)nn. 3-4
miércoles 6 de octubre de 1999
El Nuevo Testamento nos presenta esta dinámica del amor centrada en Jesús, Hijo amado por el Padre (cf. Jn 3, 35; 5, 20; 10, 17), el cual se manifiesta mediante él. Los hombres participan en este amor conociendo al Hijo, o sea, acogiendo su doctrina y su obra redentora.
Sólo es posible acceder al amor del Padre imitando al Hijo en el cumplimiento de los mandamientos del Padre: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (Jn 15, 9-10). Así se llega a participar también del conocimiento que el Hijo tiene del Padre. «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15).
El amor nos hace entrar plenamente en la vida filial de Jesús, convirtiéndonos en hijos en el Hijo: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos. El mundo no nos conoce porque no le conoció a él» (1 Jn 3, 1). El amor transforma la vida e ilumina también nuestro conocimiento de Dios, hasta alcanzar el conocimiento perfecto del que habla san Pablo: «Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido» (1 Co 13, 12).
Es preciso subrayar la relación que existe entre conocimiento y amor. La conversión íntima que el cristianismo propone es una auténtica experiencia de Dios, en el sentido indicado por Jesús, durante la última cena, en la oración sacerdotal: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3). Ciertamente, el conocimiento de Dios tiene también una dimensión de orden intelectual (cf. Rm 1, 19-20). Pero la experiencia viva del Padre y del Hijo se realiza en el amor, es decir, en último término, en el Espíritu Santo, puesto que «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5).
Gracias al Paráclito hacemos la experiencia del amor paterno de Dios. Y el efecto más consolador de su presencia en nosotros es precisamente la certeza de que este amor perenne e ilimitado, con el que Dios nos ha amado primero, no nos abandonará nunca: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? (...) Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8, 35. 38-39). El corazón nuevo, que ama y conoce, late en sintonía con Dios, que ama con un amor perenne.