Jn 3, 7b-15: Entrevista con Nicodemo (ii)
/ 2 agosto, 2013 / San JuanTexto Bíblico
7 No te extrañes de que te haya dicho: “Tenéis que nacer de nuevo”; 8 el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu». 9 Nicodemo le preguntó: «¿Cómo puede suceder eso?». 10 Le contestó Jesús: «¿Tú eres maestro en Israel, y no lo entiendes? 11 En verdad, en verdad te digo: Hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero no recibís nuestro testimonio. 12 Si os hablo de las cosas terrenas y no me creéis, ¿cómo creeréis si os hablo de las cosas celestiales?
13 Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. 14 Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, 15 para que todo el que cree en él tenga vida eterna.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Pablo VI
Audiencia General (17-05-1972): Hacer sitio al Espíritu
«El mundo no lo ve y no lo conoce; pero vosotros lo conocéis, porque permanece en vosotros» (Jn 14,17)Extracto traducido del original en italiano
«El Espíritu sopla donde quiere», dice Jesús en su conversación con Nicodemo (Jn 3,8). No podemos trazar pues, sobre el plan doctrinal y práctico, normas que conciernen exclusivamente a las intervenciones del Espíritu Santo en la vida de los hombres. Puede manifestarse bajo las formas más libres y más imprevistas: «jugaba con la bola de la tierra» (cf. Pr 8,31); la hagiografía nos narra tantas aventuras curiosas y estupendas sobre la santidad... Pero para los que quieren captar las ondas sobrenaturales del Espíritu Santo, hay una regla, una exigencia que se impone de modo ordinario: la vida interior. Dentro del alma es donde se encuentra con este huésped indecible: «dulce huésped del alma», dice el maravilloso himno litúrgico de Pentecostés. El hombre se hace «templo del Espíritu Santo», nos repite san Pablo (1Co 3,16; 6,19).
El hombre de hoy, y también el cristiano muy a menudo, incluso los que están consagrados a Dios, tienden a secularizarse. Pero no podrá, jamás deberá olvidar esta exigencia fundamental de la vida interior si quiere que su vida sea cristiana y esté animada por el Espíritu Santo. Pentecostés ha sido precedido por una novena de recogimiento y de oración. El silencio interior es necesario para oír la palabra de Dios, para sentir su presencia, para oír la llamada de Dios.
Hoy, nuestro espíritu está demasiado volcado hacia el exterior; no sabemos meditar, no sabemos orar; no sabemos acallar todo el ruido que hacen en nosotros los intereses exteriores, las imágenes, los humores. No hay en el corazón el espacio tranquilo y consagrado para recibir el fuego de Pentecostés. La conclusión es clara: hay que darle a la vida interior un sitio en el programa de nuestra ajetreada vida; un sitio privilegiado, silencioso y puro; debemos encontrarnos a nosotros mismos para que pueda vivir en nosotros el Espíritu vivificante y santificante, si no, ¿cómo vamos a escuchar el testimonio que el Espíritu da a nuestro espíritu? (Cfr. Jn 15, 26; Rom 8, 7).
Homilía (03-06-2006): El Espíritu une, no dispersa
«El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu» (Jn 3,8)§ 23-24. 29
A Nicodemo que, buscando la verdad, va de noche con sus preguntas, Jesús le dice: «El Espíritu sopla donde quiere» (Jn 3, 8). Pero la voluntad del Espíritu no es arbitraria. Es la voluntad de la verdad y del bien. Por eso no sopla por cualquier parte, girando una vez por acá y otra vez por allá; su soplo no nos dispersa, sino que nos reúne, porque la verdad une y el amor une.
El Espíritu Santo es el Espíritu de Jesucristo, el Espíritu que une al Padre y al Hijo en el Amor que en el único Dios da y acoge. Él nos une de tal manera, que san Pablo pudo decir en cierta ocasión: «Todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28). El Espíritu Santo, con su soplo, nos impulsa hacia Cristo. El Espíritu Santo actúa corporalmente, no sólo obra subjetivamente, «espiritualmente». A los discípulos que lo consideraban sólo un «espíritu», Cristo resucitado les dijo: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu —un fantasma— no tiene carne y huesos como veis que yo tengo» (Lc 24, 39). Esto vale para Cristo resucitado en cualquier época de la historia.
Cristo resucitado no es un fantasma; no es sólo un espíritu, no es sólo un pensamiento, no es sólo una idea. Sigue siendo el Encarnado. Resucitó el que asumió nuestra carne, y sigue siempre edificando su Cuerpo, haciendo de nosotros su Cuerpo. El Espíritu sopla donde quiere, y su voluntad es la unidad hecha cuerpo, la unidad que encuentra el mundo y lo transforma.
El Espíritu Santo quiere la unidad, quiere la totalidad. Por eso, su presencia se demuestra finalmente también en el impulso misionero. Quien ha encontrado algo verdadero, hermoso y bueno en su vida —el único auténtico tesoro, la perla preciosa— corre a compartirlo por doquier, en la familia y en el trabajo, en todos los ámbitos de su existencia. Lo hace sin temor alguno, porque sabe que ha recibido la filiación adoptiva; sin ninguna presunción, porque todo es don; sin desalentarse, porque el Espíritu de Dios precede a su acción en el «corazón» de los hombres y como semilla en las culturas y religiones más diversas. Lo hace sin confines, porque es portador de una buena nueva destinada a todos los hombres, a todos los pueblos.
Uso Litúrgico de este texto (Homilías)
Tiempo de Pascua: Martes IICatena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
San Juan Crisóstomo, In Ioannem hom, 23-26
7-8. Viniendo Nicodemo a buscar a Jesús como si fuese sólo hombre, oyendo de sus labios palabras más importantes que las que pueden salir de un mero hombre, se levanta a la altura de cuanto se dice; se ofusca y no sabe sostenerse, sino que las tinieblas le rodean por todas partes, y vacila, separándose de la fe. Por esto habla de cierta imposibilidad, para mover al Salvador a que explique más su doctrina. De dos cosas se admiraba, a saber: de aquella especie de nacimiento y del reino, porque esto no se había oído entre los judíos. Mas entre tanto pregunta acerca de lo que antes se había dicho y sobre lo que problematizaba más su inteligencia. Por esto dice: «Nicodemo le dijo: ¿cómo puede un hombre nacer, siendo viejo? ¿Por ventura puede volver al vientre de su madre, y nacer otra vez?».
Le llamas Maestro, reconoces que viene de Dios, pero no aceptas lo que dice. Y hablas al Maestro de forma que puedan brotar muchas dudas. Esto -el saber preguntar de cierto modo- es propio de aquellos que no creen firmemente y muchos que así preguntan se han separado de la fe. Porque éstos preguntan: ¿cómo se ha encarnado Dios?; y otros: ¿cómo es impasible? Por lo tanto también éste pregunta llevado por la ansiedad, pero debe tenerse en cuenta que el que mezcla cosas espirituales con sus propios pensamientos habla cosas dignas de risa.
Nicodemo estaba pensando en un nacimiento carnal, según se acostumbra en la vida material, por lo que Jesucristo le revela más claramente que se refiere a un nacimiento espiritual. «Jesús respondió: En verdad, en verdad te digo, que no puede entrar en el reino de Dios sino aquel que fuere renacido de agua y de Espíritu Santo».
Mas si alguno pregunta: ¿cómo nace el hombre del agua?, yo le preguntaré: ¿y cómo nació Adán de la tierra? Así como en un principio todo era tierra y todo el mérito de la obra pertenecía al Creador, así ahora, sirviéndose del elemento del agua, la obra es del Espíritu de gracia. Entonces le dio el Paraíso para que viviese en él, mas ahora nos abre las puertas del cielo. ¿Pero qué necesidad de agua tienen aquellos que reciben el Espíritu Santo? Os explicaré este misterio, pues sagradas figuras se realizan por medio del agua: la sepultura y la muerte, la resurrección y la vida. Porque mientras sumergimos la cabeza en el agua, como en una especie de sepulcro, el hombre viejo es sepultado y, sumergido abajo, es ocultado; luego, desde allí abajo, asciende el hombre nuevo. Sirva esto para que aprendamos que la virtud del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo lo llena todo, y que Jesucristo esperó tres días para resucitar.
Lo que es el útero para el feto, es el agua para el fiel, porque en el agua se forma y se figura. Mas lo que en el útero se forma, necesita de tiempo, mientras que en el agua no sucede así, sino que todo sucede en un momento. Tal es la naturaleza de los cuerpos que necesitan tiempo para llegar a su perfección. Mas en las cosas espirituales no acontece lo mismo, sino que lo que se hace ya se hace con perfección desde el principio. Desde que el Señor subió del Jordán, el agua ya no produce reptiles de almas vivientes [1] sino almas espirituales y racionales.
No esperes ver aquí nada material, ni creas que el Espíritu engendra carne. La carne del Señor fue engendrada en verdad no sólo por el Espíritu, sino también por la carne. Mas lo que nace del Espíritu es espiritual y aquí no se refiere a aquel nacimiento que se realiza según la sustancia, sino a aquél que se realiza según el honor y la gracia. Y si el Hijo de Dios ha nacido de este modo, ¿qué tendrá más que todos los demás que han nacido así? Se encontrará quizá inferior al Espíritu Santo, porque este nacimiento se verifica por la gracia del Espíritu Santo [2]. ¿Y en qué se diferencian estas cosas de las doctrinas de los judíos? Véase aquí la dignidad del Espíritu Santo. Parece que realiza la obra de Dios pues más arriba dijo que habían nacido de Dios (Jn 1,13), y aquí dice que el Espíritu Santo los engendra. Y diciendo Jesucristo que el que nace del espíritu es espíritu, como vio a Nicodemo otra vez turbado le expuso otro ejemplo sensible diciéndole: «No te maravilles porque te dije: os es necesario nacer otra vez». Cuando dice: «No te maravilles», da a conocer la turbación de su alma. Y pone un ejemplo que no participa ni de la grosera materialidad de los cuerpos, y que tampoco raya en lo inmaterial de las cosas incorpóreas como sucede con el soplo del viento, diciendo: «El espíritu, donde quiere sopla: y oyes su voz, mas no sabes de dónde viene ni a dónde va; así es todo aquél que es nacido de espíritu». Lo que dice significa: si no hay quien detenga al viento, sino que va adonde quiere, mucho más es el Espíritu, cuya acción no podrán detener las leyes de la naturaleza, ni los términos, ni los límites del nacimiento corporal, ni ninguna otra cosa parecida. Lo que dice aquí respecto del viento lo manifiesta cuando dice: «oyes su voz», esto es, el rumor. Pues no diría esto, si fuera que hablaba con un infiel que desconocía la acción del Espíritu. Dice también, «Donde quiere sopla», no porque el viento pueda elegir, sino porque obedece a aquel movimiento que tiene por naturaleza, que no puede detenerse y que se ejecuta con poder. «Y no sabes de dónde viene, ni a dónde va», esto es, si no sabes explicar la vida de este elemento que percibes por el sentido del oído y del tacto, ¿cómo querrás escudriñar la operación del divino Espíritu? Por esto añade: «Así todo el que es nacido de espíritu», etc.
9-12. Y como aún permanecía en la vileza judía, a pesar del ejemplo ya dicho, le pregunta otra vez, por lo que el Señor le contesta con aspereza. Por esto sigue: «Respondió Jesús y le dijo: ¿Tú eres maestro en Israel y esto ignoras?»
No reprende la necedad de aquel hombre, sino su insensatez y su ignorancia. Pero dirá alguno: ¿qué tiene que ver este nacimiento de que habla Jesucristo con las doctrinas de los judíos? Ciertamente el hecho de que el primer hombre fuera creado y que la mujer fuera hecha de una costilla suya y que engendrasen las que habían sido estériles y que se realizasen milagros por medio del agua, tiene que ver algo. Y respecto a que Eliseo sacase hierro del agua, que los judíos pasasen el Mar Rojo, y que el sirio Naaman fuese purificado en el Jordán, digo que todo esto prefiguraba el nacimiento espiritual y la purificación que habría de realizarse. Y todo lo que se había dicho por los profetas prefiguraba de modo oculto este modo de nacer, como se dice en el salmo: «Tu juventud se renovará como la del águila» (Sal 102,5); y en otro salmo: «Bienaventurados aquellos cuyas culpas sean perdonadas» (Sal 31,1). Mas Isaac también es figura de este nacimiento. Recordando esto el Salvador dijo a Nicodemo: «¿Tú eres maestro en Israel e ignoras esto?». Además le hace creíble todo cuanto le ha dicho, condescendiendo con su torpeza, cuando añade: «En verdad, en verdad te digo: que lo que sabemos, eso hablamos, y lo que hemos visto atestiguamos, y no recibís nuestro testimonio». Entre nosotros, la vista es la que nos cerciora mejor que los demás sentidos. Y si queremos hacer creer a alguno, le decimos que lo hemos visto con nuestros propios ojos; por lo tanto, Jesucristo, hablando a Nicodemo de un modo sensible, consigue que le dé fe; mas no le cita ningún objeto sensible, sino que le habla de un conocimiento certísimo, y no por otra cosa le habla; por lo tanto, dice esto (esto es, lo que sabemos), o de El solo, o de El y del Padre.
Sus palabras no son propias de quien está turbado, sino de quien manifiesta su mansedumbre. Y en esto nos da a entender que cuando hablemos con otros y no logremos convencerlos, no nos entristezcamos ni nos incomodemos, sino que procuremos hacer creíbles nuestras palabras, no sólo no incomodándonos, sino también bajando la voz. Se grita cuando hay motivo de ira; mas Jesús, aunque debía explicar los misterios más elevados, se detiene muchas veces, por no ser adecuada a ellos la debilidad de los que oyen. Y lejos de adoptar aquel tono y profundidad que corresponden a tan elevados misterios, prefiere la sencillez de la condescendencia. Por esto añade: «Si os he dicho cosas terrenas y no las creéis, ¿cómo creeréis si os dijere las celestiales?».
No te admires de que llame terrenal al bautismo, porque se confiere en la tierra y porque en comparación de su nacimiento extraordinario, que procede de la esencia del Padre, es terreno el nacimiento en su gracia. Y muy oportunamente no dijo no entendéis, sino no creéis. Porque al que no alcanza a conocer alguna cosa por su propio entendimiento, se le considera como un loco o como un ignorante; mas cuando alguno no acepta lo que únicamente debe conocer por medio de la fe, no debe acusársele de loco, sino de infiel. Se decían estas cosas aun cuando no eran creídas, porque las creerían los que vinieran después.
13. Como había dicho Nicodemo: «Sabemos que eres Maestro venido de Dios». Para que no se crea que este Maestro es como muchos de los profetas que existieron en el mundo, añadió: «Y ninguno subió al cielo sino el que descendió del cielo; el Hijo del hombre, que está en el cielo».
No llamó carne en este lugar al Hijo del hombre, sino que dio al todo el nombre de la naturaleza menos importante. En efecto, a veces acostumbra dar el nombre del de la naturaleza divina al todo, a veces del de la humana.
Véase también que lo que parece tan alto es indigno de su grandeza, porque no sólo está en el cielo, sino que se encuentra en todas partes. Y aun habla, a pesar de la ignorancia del que le oye, queriendo atraerle poco a poco.
14. Como había explicado el beneficio del bautismo, ahora aduce su causa, esto es, su cruz, diciendo: «Y como Moisés levantó la serpiente», etc.
Y no dijo: conviene que el Hijo del hombre no esté colgado, sino: que sea levantado, porque esto parecía lo más prudente. Y así dijo esto por el que le oía y por lo que la cosa representaba, con el fin de que veamos la relación que las antiguas cosas tenían con las nuevas. Y aprendamos que no se entregó a la muerte contra su voluntad y que de aquí brotó la salud para muchos.
Véase también que quiso ocultar su pasión, a fin de que no entristecieran sus palabras a aquél que le oía. Pero puso de manifiesto el fruto de su pasión. Y si los que creen en el crucificado no perecen, mucho menos perecerá el que está crucificado con Jesucristo.
15. Como había dicho: «Conviene que sea levantado el Hijo del hombre», en lo que daba a conocer ocultamente su muerte. Y para que el que oía no se entristeciese por estas palabras, creyendo que era humano cuanto a El se refería, y para que no creyese que su muerte no sería saludable, dijo, como para rectificar, cuando había insinuado que el Hijo de Dios sería entregado a la muerte, que su muerte sería la que alcanzaría la vida eterna. Por esto dice: «Porque de tal modo amó Dios al mundo, que dio a su Hijo Unigénito». No os admiréis de que yo deba ser levantado para que vosotros os salvéis, porque así agradó esto al Padre que tanto os amó, y que por estos siervos ingratos e indiferentes dio a su mismo Hijo. Y al decir: «De tal manera amó Dios al mundo», indicó la inmensidad de su amor, habiendo necesidad de reconocer aquí una distancia infinita. El que es inmortal, El que no tiene principio, El que es la grandeza infinita, amó a los que están en el mundo, que son de tierra y ceniza, y están llenos de infinitos pecados. Lo que pone a continuación demuestra la cualidad de su amor; porque no dio un siervo, ni un ángel, ni un arcángel, sino su propio Hijo. Por esto añade: «Unigénito».
Notas
[1] En alusión al mandato del Señor en la Creación: «Produzcan las aguas reptiles de almas vivientes…» (Gén 1,20 Vulg.)
[2] El Señor Jesús es plenamente Dios y plenamente hombre, en la persona divina del Hijo. En la Trinidad cada una de las personas posee la esencia divina, que es numéricamente la misma, una.
San Agustín
7-8. Pues el Espíritu habla, pero Nicodemo entiende en sentido carnal. No había conocido éste más que un solo nacimiento (el que proviene de Adán y Eva) y no conocía el que proviene de Dios y de la Iglesia. Y así debes comprender el nacimiento del Espíritu como Nicodemo conoció el nacimiento de la carne. Como no puede volverse otra vez al seno de la madre, tampoco puede reiterarse el bautismo. (»In Ioannem, tract. 11»)
Como si dijere: tú crees que me refiero a la generación carnal, pero me refiero al nacimiento que tiene lugar por medio del agua y del Espíritu, por medio del cual nace el hombre para el reino de Dios. Si uno nace ya de las entrañas de su madre carnal, de un modo temporal, para obtener la heredad del padre, nace de las entrañas de la Iglesia para la eterna heredad de Dios Padre. Como el hombre consta de dos sustancias, a saber: de cuerpo y de alma, debe tener dos clases de generación: la del agua, que es visible, se aplica para la limpieza del cuerpo y la del Espíritu, que es invisible, para la purificación del alma, que es invisible. (»In Ioannem, tract. 11»)
¿Y quién de nosotros no verá (por ejemplo), el Austro yendo desde el Mediodía al Aquilón [1], u otro viento que del Oriente se encamina al Occidente? ¿Y cómo desconocemos de dónde viene y a dónde va? (»In Ioannem, tract. 12»)
Suena el salmo, suena el Evangelio, suena la Palabra divina, y todo ello es voz del Espíritu. Y dice esto porque el Espíritu está presente, aunque de una manera invisible, en la palabra y en el sacramento, para que nazcamos. (»In Ioannem, tract. 12»)
Y aun cuando tú nacieres del Espíritu, serás de tal modo que aquél que no ha nacido aun del Espíritu, no sabrá de dónde vienes ni a dónde vas. Dice esto a continuación: «Así es todo aquél que es nacido del Espíritu». (»In Ioannem, tract. 12»)
9-12. ¿Y qué creemos? ¿que el Señor quiso insultar a ese maestro de Israel? Quería en realidad que naciese del Espíritu, porque ninguno nace del Espíritu si no es humilde, en atención a que la humildad es la que nos hace nacer del Espíritu. Mas Nicodemo, enorgullecido con su magisterio, se creía a sí mismo persona de importancia porque era doctor de los judíos. Mas el Señor le hace bajar de su soberbia para que pueda nacer del Espíritu. (»In Ioannem, tract. 12»)
Esto es: si no creéis que puedo levantar el templo derribado por vosotros, ¿cómo creeréis que puedo regenerar a los hombres por medio del Espíritu Santo? (»In Ioannem, tract. 12»)
13. Conocida la torpeza de Nicodemo, que antes se levantaba sobre los demás por su magisterio, y reprendida así la incredulidad de todos sus semejantes, respondió a lo que se le había preguntado para que otros crean si ellos no creen: «¿Cómo puede hacerse esto?» Dijo: «Y ninguno subió al cielo sino el que descendió del cielo; el Hijo del hombre, que está en el cielo». Como diciendo: así se formará la generación espiritual, convirtiéndose en celestiales los hombres, cuando antes eran terrenos, lo que no podrán conseguir si no se hacen miembros míos, para que entonces suba el mismo que bajó, no considerando a su Cuerpo (esto es, a su Iglesia) como otra cosa que su misma persona. (»De peccat. mer. et remiss. cap. 32»)
Aun cuando el Hijo del hombre ha sido engendrado en la tierra, sin embargo no consideró a su divinidad, que vive en el cielo y bajó a la tierra, como indigna del nombre de Hijo del hombre. Porque por la unidad de la persona, que por una y otra sustancia es Cristo y el Hijo de Dios, anda en la tierra, siendo el mismo Hijo del hombre el que estaba en el cielo. Por lo tanto la fe de las cosas creíbles la obtenéis cuando creéis en las cosas increíbles. Pero si la divina esencia, que es muy superior, pudo, sin embargo, tomar esta esencia humana por nosotros, para poder hacerse una sola persona, ¿no ha de ser también creíble que los demás santos se hacen con el Hombre Cristo un solo Cristo? Y si todos suben por medio de su gracia, ¿no es uno mismo el que sube al cielo y el que bajó del cielo? (»De peccat. mer. et remiss. cap. 32»)
¿Te admiras de que estaba en el cielo al mismo tiempo? Pues el mismo don concedió a sus discípulos. Oigase a San Pablo que dice: «Nuestra morada está en los cielos» (Flp 3,20). Y si San Pablo, siendo hombre y estando en la tierra, moraba en los cielos, ¿el Dios del cielo y la tierra no podía estar a la vez en el cielo y en la tierra? (»De peccat. mer. et remiss. cap. 32»)
14. Muchos morían en el desierto por las mordeduras de las serpientes. Y por ello Moisés, por orden de Dios, levantó en alto una serpiente de bronce en el desierto; cuantos miraban a ésta, quedaban curados en el acto. La serpiente levantada representa la muerte de Cristo, de la misma manera que el efecto se significa por la causa eficiente. La muerte había venido por medio de la serpiente, la que indujo al hombre al pecado por el cual había de morir; mas el Señor, aun cuando en su carne no había recibido el pecado, que era como el veneno de la serpiente, había recibido la muerte, para que hubiese pena sin culpa en la semejanza de la carne del pecado, por lo cual en esta misma carne se paga la pena y la culpa. (»De peccat. mer. et remiss. cap. 32»)
Así como en otro tiempo quedaban curados del veneno y de la muerte todos los que veían la serpiente levantada en el desierto, así ahora el que se conforma con el modelo de la muerte de Jesucristo por medio de la fe y del bautismo, se libra también del pecado por la justificación, y de la muerte por la resurrección. Y esto es lo que dice: «Para que todo aquél que cree en El no perezca, sino que tenga vida eterna». ¿Y para qué se necesita que la muerte de Jesucristo se compare con el bautismo del niño, si no ha sido envenenado éste aún por la mordedura de la serpiente? (»De peccat. mer. et remiss. cap. 32»)
Hay una diferencia entre la figura y la realidad, y es que aquellos eran curados sólo de la muerte temporal volviendo a una vida material, mas éstos obtienen la vida eterna. (»In Ioannem tract., 12»)
15. Debe observarse que explica lo mismo respecto del Hijo de Dios que lo anunciado respecto del Hijo del hombre exaltado en la cruz, diciendo: «Para que todo aquél que crea en El». Porque el mismo Redentor y Creador nuestro, el Hijo de Dios existente antes de todos los siglos, ha sido hecho Hijo del hombre por los siglos de los siglos, a fin de que quien por el poder de su divinidad nos había creado para gozar de la felicidad de la vida eterna, El mismo nos redimiese por medio de la fragilidad humana para que alcanzáramos la vida que habíamos perdido.
Notas
[1] El Austro es un viento que sopla desde el sur (Mediodía) hacia el norte (Aquilón).
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
Benedicto XVI, papa
Homilía, 03-06-2006
A Nicodemo que, buscando la verdad, va de noche con sus preguntas, Jesús le dice: «El Espíritu sopla donde quiere» (Jn 3, 8). Pero la voluntad del Espíritu no es arbitraria. Es la voluntad de la verdad y del bien. Por eso no sopla por cualquier parte, girando una vez por acá y otra vez por allá; su soplo no nos dispersa, sino que nos reúne, porque la verdad une y el amor une.
El Espíritu Santo es el Espíritu de Jesucristo, el Espíritu que une al Padre y al Hijo en el Amor que en el único Dios da y acoge. Él nos une de tal manera, que san Pablo pudo decir en cierta ocasión: «Todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28). El Espíritu Santo, con su soplo, nos impulsa hacia Cristo. El Espíritu Santo actúa corporalmente, no sólo obra subjetivamente, «espiritualmente». A los discípulos que lo consideraban sólo un «espíritu», Cristo resucitado les dijo: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu —un fantasma— no tiene carne y huesos como veis que yo tengo» (Lc 24, 39). Esto vale para Cristo resucitado en cualquier época de la historia.
Cristo resucitado no es un fantasma; no es sólo un espíritu, no es sólo un pensamiento, no es sólo una idea. Sigue siendo el Encarnado. Resucitó el que asumió nuestra carne, y sigue siempre edificando su Cuerpo, haciendo de nosotros su Cuerpo. El Espíritu sopla donde quiere, y su voluntad es la unidad hecha cuerpo, la unidad que encuentra el mundo y lo transforma.
Homilía, 16-04-2012, en su 85° aniversario
La vida biológica de por sí es un don, pero está rodeada de una gran pregunta. Sólo se transforma en un verdadero don si, junto con ella, se puede dar una promesa que es más fuerte que cualquier desventura que nos pueda amenazar, si se la sumerge en una fuerza que garantiza que ser hombre es un bien, que para esta persona es un bien cualquier cosa que pueda traer el futuro. Así, al nacimiento se une el renacimiento, la certeza de que, en verdad, es un bien existir, porque la promesa es más fuerte que las amenazas. Este es el sentido del renacimiento por el agua y por el Espíritu: ser inmersos en la promesa que sólo Dios puede hacer: es un bien que tú existas, y puedes estar seguro de ello, suceda lo que suceda. Por esta certeza he podido vivir, renacido por el agua y por el Espíritu. Nicodemo pregunta al Señor: «¿Acaso un viejo puede renacer?». Ahora bien, el renacimiento se nos da en el Bautismo, pero nosotros debemos crecer continuamente en él, debemos dejarnos sumergir siempre de nuevo en su promesa, para renacer verdaderamente en la grande y nueva familia de Dios, que es más fuerte que todas las debilidades y que todas las potencias negativas que nos amenazan. Por eso, este es un día de gran acción de gracias.
Juan Pablo II, papa
Mensaje, 30-11-1997
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD DE 1998
[Queremos] que el Espíritu de Dios nos lo enseñe todo, poniéndonos en una actitud de docilidad y humildad a su escucha, a fin de aprender la «sabiduría del corazón» (Sal 90, 12) que sostiene y alimenta nuestra vida.
Creer es ver las cosas como las ve Dios, participar de la visión que Dios tiene del mundo y del hombre, de acuerdo con las palabras del Salmo: «Tu luz nos hace ver la luz» (Sal 36, 10). Esta «luz de la fe» en nosotros es un rayo de la luz del Espíritu Santo. En la secuencia de Pentecostés, oramos así: «Oh luz dichosísima, penetra hasta el fondo en el corazón de tus fieles».
Jesús quiso subrayar fuertemente el carácter misterioso del Espíritu Santo: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3, 8). Entonces, ¿es necesario renunciar a entender? Jesús pensaba exactamente lo contrario, pues asegura que el Espíritu Santo mismo es capaz de guiarnos «hasta la verdad completa» (Jn 16, 13).
4. […] Cuando Cristo resucitado se hace presente en la vida de las personas y les da su Espíritu (cf. Jn 20, 22), cambian completamente, aun permaneciendo, más aún, llegando a ser plenamente ellas mismas. El ejemplo de san Pablo es particularmente significativo: la luz que lo deslumbró en el camino de Damasco hizo de él un hombre más libre de lo que había sido; libre con la libertad verdadera, la del Resucitado ante el que había caído por tierra (cf. Hch 9, 1-30). La experiencia que vivió le permitió escribir a los cristianos de Roma: «Libres del pecado y esclavos de Dios, fructificáis para la santidad; y el fin, la vida eterna» (Rm 6, 22).
Lo que Jesús comenzó a hacer con los suyos en tres años de vida común, es llevado a plenitud por el don del Espíritu Santo. Antes la fe de los Apóstoles era imperfecta y titubeante, pero después es firme y fecunda: hace caminar a los paralíticos (cf. Hch 3, 1-10), ahuyenta a los espíritu inmundos (cf. Hch 5, 16). Los que, en otro tiempo, temblaban a causa del miedo al pueblo y a las autoridades, afrontan a la muchedumbre reunida en el templo y desafían al Sanedrín (cf. Hch 4, 1-14). Pedro, a quien el miedo a las acusaciones de una mujer había llevado a la triple negación (cf. Mc 14, 66-72), ahora se comporta como la «roca» que Jesús quería (cf.Mt 16, 18). Y también los demás, que hasta ese momento se dedicaban a discusiones motivadas por la ambición (cf. Mc 9, 33), ahora son capaces de ser «un solo corazón y una sola alma» y de ponerlo todo en común (cf. Hch 4, 32). Los mismos que, tan imperfectamente y con tanta dificultad, habían aprendido de Jesús a orar, a amar y a ir a la misión, ahora oran de verdad, aman de verdad y son verdaderos misioneros, verdaderos apóstoles.
Esa es la obra realizada por el Espíritu de Jesús en sus Apóstoles.
5. Lo que sucedió entonces sigue aconteciendo en la comunidad cristiana de hoy. Gracias a la acción de Aquel que es, en el corazón de la Iglesia, la «memoria viva» de Cristo (cf. Jn 14, 26), el misterio pascual de Jesús nos llega y nos transforma. El Espíritu Santo es quien, a través de los signos visibles, audibles y tangibles de los sacramentos, nos permite ver, escuchar y tocar la humanidad glorificada del Resucitado.
[…] El Espíritu Santo da al cristiano -cuya vida, de otro modo, correría el riesgo de quedar sujeta únicamente al esfuerzo, a la regla e incluso al conformismo exterior- la docilidad, la libertad y la fidelidad. En efecto, él es «Espíritu de sabiduría e inteligencia, Espíritu de consejo y fortaleza, Espíritu de ciencia y temor del Señor» (Is 11, 2). Sin él, ¿cómo se podría comprender que el yugo de Cristo es suave y su carga ligera? (cf. Mt 11, 30).
El Espíritu Santo infunde audacia; impulsa a contemplar la gloria de Dios en la existencia y en el trabajo de cada día. Estimula a hacer la experiencia del misterio de Cristo en la liturgia, a hacer que la Palabra resuene en toda la vida, con la seguridad de que siempre tendrá algo nuevo que decir; ayuda a comprometerse de por vida, a pesar del miedo al fracaso, a afrontar los peligros y superar las barreras que separan las culturas para anunciar el Evangelio, a trabajar incansablemente por la continua renovación de la Iglesia, sin constituirse en jueces de los hermanos.
[…] El don del Espíritu está en la base de la vocación de cada uno. Está en la raíz de los ministerios consagrados del obispo, del presbítero y del diácono, que están al servicio de la vida eclesial. También él es quien forma y modela el alma de los llamados a una vida de especial consagración, configurándolos a Cristo casto, pobre y obediente. El mismo Espíritu, que por el sacramento del matrimonio envuelve y consagra la unión de los esposos, infunde fuerza y sostiene la misión de los padres, llamados a hacer de la familia la primera y fundamental realización de la Iglesia. Por último, con el don del Espíritu se alimentan todos los demás servicios -la educación cristiana y la catequesis, la asistencia a los enfermos y a los pobres, la promoción humana y el ejercicio de la caridad- orientados a la edificación y animación de la comunidad. En efecto, «a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común» (1 Co 12, 7).
8. Así pues, es deber irrenunciable de cada uno buscar y reconocer, día tras día, el camino por el que el Señor le sale personalmente al encuentro. Queridos amigos, planteaos seriamente la pregunta sobre vuestra vocación, y estad dispuestos a responder al Señor que os llama a ocupar el lugar que tiene preparado para vosotros desde siempre.
[…] Una «vida espiritual», que pone en contacto con el amor de Dios y reproduce en el cristiano la imagen de Jesús, puede curar una enfermedad de nuestro siglo, superdesarrollado en la racionalidad técnica y subdesarrollado en la atención al hombre, a sus expectativas y a su misterio. Urge reconstituir un universo interior, inspirado y sostenido por el Espíritu, alimentado de oración y orientado a la acción, de manera que sea bastante fuerte como para resistir a las múltiples situaciones en las que conviene conservar la fidelidad a un proyecto, en vez de seguir o acomodarse a la mentalidad corriente.
9. María, a diferencia de los discípulos, no esperó la Resurrección para vivir, orar y actuar en la plenitud del Espíritu. El Magníficat expresa toda la oración, todo el celo misionero, toda la alegría de la Iglesia de Pascua y de Pentecostés (cf. Lc 1, 46-55).
Cuando, llevando hasta el extremo la lógica de su amor, Dios elevó a la gloria del cielo a María en cuerpo y alma, se realizó el último misterio: ella, que Jesús crucificado había dado como madre al discípulo a quien amaba (cf. Jn 19, 26-27), vive ya su presencia materna en el corazón de la Iglesia, al lado de cada uno de los discípulos de su Hijo, y participa de una manera única en la eterna intercesión de Cristo para la salvación del mundo.
Catequesis, Audiencia general, 03-01-1990
3. En la Biblia, el término hebreo que designa al Espíritu Santo es ruah. El primer sentido de este término, así como de su traducción latina “spiritus”, es “soplo”, aliento, respiración. En español se puede aún observar el parentesco entre “espíritu” y “respiración”. El aliento es la realidad más inmaterial que percibimos; no se ve, es sutilísimo; no es posible aferrarlo con las manos; parece que no es nada, pero tiene una importancia vital: quien no respira no puede vivir. Entre un hombre vivo y un hombre muerto sólo existe esta diferencia: que el primero respira y el otro ya no. La vida viene de Dios: el aliento, por tanto, viene de Dios, que lo puede también retirar (cf. Sal 103/104, 29-30). De estas observaciones sobre el aliento se llegó a comprender que la vida, depende de un principio espiritual, que fue llamado con la misma palabra hebrea ruah.
El aliento del hombre está en relación con un soplo externo mucho más potente, el soplo del viento.
El hebreo ruah, como el latino “spiritus”, designa también el soplo del viento. Nadie ve el viento, pero sus efectos son impresionantes. El viento empuja las nubes, agita los árboles. Cuando es violento, entumece las olas y puede echar a pique las naves (Sal 107/106, 25-27). A los antiguos el viento les parecía un poder misterioso que Dios tenía a su disposición (Sal104/103, 3-4). Se le podía llamar el “soplo de Dios”.
En el libro del Éxodo, una narración en prosa dice: “El Señor hizo soplar durante toda la noche un fuerte viento del Este, que secó el mar, y se dividieron las aguas. Los israelitas entraron en medio del mar a pie enjuto…” (Ex 14, 21-22). En el capítulo siguiente, los mismos acontecimientos son descritos en forma poética y entonces el soplo del viento del Este es llamado “el soplo de la ira de Dios”. Dirigiéndose a Dios, el poeta dice: “Al soplo de tu ira se apiñaron las aguas… Mandaste tu soplo, cubriolos el mar” (Ex 15, 8. 10). Así se expresa de modo muy sugestivo la convicción de que el viento fue, en estas circunstancias, el instrumento de Dios.
De las observaciones que acabamos de hacer sobre el viento invisible y potente, se llegó a concebir la existencia del “espíritu de Dios”. En los textos del Antiguo Testamento, se pasa fácilmente de un significado al otro, e incluso en el Nuevo Testamento vemos que los dos significados se hallan presentes. Para hacer que Nicodemo entendiera el modo de actuar del Espíritu Santo, Jesús hace uso de la comparación del viento y se sirve del mismo término para designar tanto el uno como el otro: “El viento sopla donde quiere…, así es todo el que nace delEspíritu”, es decir del Espíritu Santo (Jn 3, 8).
4. La idea fundamental que expresa el nombre bíblico del Espíritu no es, por tanto, la de un poder intelectual, sino la de un impulso dinámico, comparable al impulso del viento. En la Biblia, la primera función del Espíritu no es la de hacer entender, sino la de poner en movimiento; no la de iluminar, sino la de comunicar un dinamismo.
Sin embargo, este aspecto no es exclusivo. También se expresan otros aspectos que preparan la revelación sucesiva. Ante todo, el aspecto de interioridad. El aliento, en efecto, entra al interior del hombre. En lenguaje bíblico, esta constatación se puede expresar diciendo que Dios infunde el espíritu en los corazones (cf. Ez 36, 26; Rm 5, 5). Al ser tan sutil, el aire penetra no sólo en nuestro organismo, sino también en todos los espacios e intersticios; esto ayuda a entender que “el Espíritu del Señor llena la tierra” (Sb 1, 7) y que “penetra”, en especial, “todos los espíritus” (7, 23), como dice el libro de la Sabiduría.
Con el aspecto de la interioridad está ligado el aspecto del conocimiento. “¿Qué hombre conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él?” (1 Co 2, 11). Sólo nuestro espíritu conoce nuestras reacciones íntimas, nuestros pensamientos aún no comunicados a los demás. De modo análogo, y con mayor razón, el Espíritu del Señor, que está presente en el interior de todos los seres del universo, conoce todo desde dentro (cf. Sb 1, 7). Más aún, “el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios… Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Co 2, 10-11).
5. Cuando se trata de conocimiento y de comunicación entre las personas, el soplo tiene una conexión natural con la palabra. En efecto, para hablar hacemos uso de nuestro soplo. Las cuerdas vocales hacen vibrar nuestro soplo, el cual transmite así los sonidos de las palabras. Inspirándose en este hecho, la Biblia establecía un paralelismo entre la palabra y el soplo (cf. Is11, 4), o entre la palabra y el espíritu. Gracias al soplo, la palabra se propaga; del soplo la palabra toma fuerza y dinamismo. El Salmo 32/33 aplica este paralelismo al acontecimiento primordial de la Creación y dice: “Por la palabra de Yahveh fueron hechos los cielos, por el soplo de su boca toda su mesnada…” (v. 6).
En textos semejantes, podemos vislumbrar una lejana preparación de la revelación cristiana del misterio de la Santísima Trinidad: Dios Padre es principio de la Creación; Él la ha realizado mediante su Palabra, es decir, mediante su Verbo e Hijo, y mediante su Soplo, el Espíritu Santo.
6. La multiplicidad de los significados del término hebreo ruah, usado en la Biblia para designar al Espíritu, parece engendrar una cierta confusión: efectivamente, en un determinado texto, con frecuencia no es posible definir el sentido preciso de la palabra: se puede dudar entre viento y respiración, entre aliento y espíritu, entre espíritu creado y Espíritu divino.
Esta multiplicidad, sin embargo, es ante todo una riqueza, porque pone muchas realidades en comunicación fecunda. Aquí conviene renunciar, en parte, a las pretensiones de una racionalidad preocupada por la precisión, para abrirse a perspectivas más anchas. Nos ha de resultar útil, cuando pensamos en el Espíritu Santo, tener presente que su nombre bíblico significa “soplo” y tiene relación con el soplo potente del viento y con el soplo íntimo de nuestra respiración. En vez de atenernos a un concepto demasiado intelectual y árido, encontraremos provecho al acoger esta riqueza de imágenes y de hechos. Las traducciones, por desgracia, no pueden transmitírnosla en su totalidad, porque se encuentran con frecuencia forzadas a elegir otros términos. Para traducir la palabra hebrea ruah, la versión griega de los Setenta usa 24 términos diversos y por consiguiente no permite captar todas las conexiones que se hallan entre los textos de la Biblia hebrea.
7. Como conclusión de este análisis terminológico de los textos del Antiguo Testamento sobre el ruah, podemos decir que de ellos el soplo de Dios aparece como la fuerza que hace vivir a las creaturas. Aparece como una realidad íntima a Dios, que obra en la intimidad del hombre. Aparece como una manifestación del dinamismo de Dios que se comunica a las creaturas.
Aún sin ser aún concebido como Persona distinta, en el ámbito del ser divino, el “soplo” o “Espíritu”, de Dios se distingue en cierto modo de Dios que lo manda para obrar en las creaturas. Así, incluso bajo el aspecto literario, la mente humana queda preparada para recibir la revelación de la Persona del Espíritu Santo, que aparecerá como expresión de la vida íntima de Dios y de su omnipotencia.
Catequesis, Audiencia general, 17-10-1990
En los textos bíblicos, y en otros, se suele presentar el viento como una persona que va y viene. Así lo hace Jesús en la conversación con Nicodemo, cuando usa la imagen del Espíritu Santo: “El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu” (Jn 3, 8). La acción del Espíritu Santo, por la que se nace del Espíritu (como sucede en la filiación adoptiva obrada por la gracia divina) es comparada con el viento. Esta analogía empleada por Jesús pone de relieve la total espontaneidad y gratuidad de esta acción, por medio de la cual los hombres se hacen partícipes de la vida de Dios. El símbolo del viento parece expresar de un modo particular aquel dinamismo sobrenatural por medio del cual Dios mismo se acerca a los hombres para transformarlos interiormente, para santificarlos y, en cierto sentido, según el lenguaje de los Padres, para divinizarlos.
4. Es preciso añadir que, desde el punto de vista etimológico y lingüístico, el símbolo del viento es el que más estrecha conexión guarda con el Espíritu. Ya hemos hablado de él en catequesis anteriores. Baste, aquí, recordar sólo el sentido de la palabra “ruah” (que aparece ya en Gn 1, 2), es decir, “el soplo”. Sabemos que, cuando Jesús, tras la resurrección, se apareció a los Apóstoles, “sopló” sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 22-23).
También es necesario notar que el símbolo del viento, en referencia explícita al Espíritu Santo y a su acción, pertenece al lenguaje y a la doctrina del Nuevo Testamento. En el Antiguo Testamento el viento, como “huracán”, propiamente es la expresión de la ira de Dios (cf. Ez13; 13), mientras que “el susurro de una brisa suave” habla de la intimidad de su conversación con los profetas (cf. 1 R 19, 12). El mismo término se usa para indicar el aliento vital. que expresa el poder de Dios, y que devuelve la vida a los esqueletos humanos en la profecía de Ezequiel: “Ven, espíritu, de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos para que vivan”(Ez 37, 9). Con el Nuevo Testamento, el viento se convierte claramente en símbolo de la acción y de la presencia del Espíritu Santo.
Discurso a los Jóvenes, 27-09-1997
Visita Pastoral a Bolonia
[…] 2. Amadísimos jóvenes, os doy las gracias por esta fiesta, que habéis querido organizar comouna especie de diálogo a varias voces, donde la música y la coreografía nos ayudan a reflexionar y a orar. Hace poco, uno de vuestros representantes ha dicho, en nombre vuestro, que la respuesta a los interrogantes de vuestra vida «está silbando en el viento». Es verdad. Pero no en el viento que todo lo dispersa en los torbellinos de la nada, sino en el viento que es soplo y voz del Espíritu, voz que llama y dice: «Ven» (cf. Jn 3, 8; Ap 22, 17).
Me habéis preguntado: ¿Cuántos caminos debe recorrer un hombre para poder reconocerse hombre? Os respondo: Uno. Uno solo es el camino del hombre; es Cristo, que dijo: «Yo soy el camino» (Jn 14, 6). Él es el camino de la verdad, el camino de la vida.
Por eso, os digo: en las encrucijadas donde convergen los muchos senderos de vuestras jornadas, interrogaos sobre el valor de verdad de todas vuestras opciones. Puede suceder, a veces, que la decisión sea difícil y dura, y que la tentación del desaliento resulte insistente. Eso les pasó a los discípulos de Jesús, porque el mundo está lleno de caminos cómodos y atractivos, sendas de bajada que se sumergen en la sombra del valle, donde el horizonte se hace cada vez más estrecho y sofocante. Jesús os propone un camino de subida, difícil de recorrer, pero que permite al ojo del corazón dilatarse en horizontes cada vez más amplios. A vosotros os toca elegir: o ir deslizándoos hacia abajo, hacia los valles de un conformismo romo, o afrontar el esfuerzo de la subida hacia las cimas donde se respira el aire puro de la verdad, la bondad y el amor.
Catequesis, Audiencia general, 05-04-1989
3. […] La ascensión al cielo constituye la etapa final de la peregrinación terrena de Cristo, Hijo de Dios, consustancial al Padre, que se hizo hombre por nuestra salvación. Pero esta última etapa permanece estrechamente conectada con la primera, es decir, con su “descenso del cielo”, ocurrido en la encarnación. Cristo «salido del Padre” (Jn 16, 28) y venido al mundo mediante la encarnación, ahora, tras la conclusión de su misión, «deja el mundo y va al Padre” (cf. Jn 16, 28). Es un modo único de «subida”, como lo fue el del “descenso”. Solamente el que salió del Padre como Cristo lo hizo puede retornar al Padre en el modo de Cristo. Lo pone en evidencia Jesús mismo en el coloquio con Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo” (Jn 3, 13). Sólo Él posee la energía divina y el derecho de “subir al cielo”, nadie más. La humanidad abandonada a sí misma, a sus fuerzas naturales, no tiene acceso a esa “casa del Padre” (Jn 14, 2), a la participación en la vida y en la felicidad de Dios. Sólo Cristo puede abrir al hombre este acceso: Él, el Hijo que “bajó del cielo”, que “salió del Padre” precisamente para esto.
Tenemos aquí un primer resultado de nuestro análisis: la ascensión se integra en el misterio de la Encarnación, que es su momento conclusivo.
4. La ascensión al cielo está, por tanto, estrechamente unida a la “economía de la salvación”, que se expresa en el misterio de la encarnación, y sobre todo, en la muerte redentora de Cristo en la cruz. Precisamente en el coloquio ya citado con Nicodemo, Jesús mismo, refiriéndose a un hecho simbólico y figurativo narrado por el Libro de los Números (21, 4-9), afirma: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto así tiene que ser levantado (es decir crucificado), el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna” (Jn 3, 14-15).
Y hacia el final de su ministerio, cerca ya la Pascua, Jesús repitió claramente que era Él el que abriría a la humanidad el acceso a la “casa del Padre” por medio de su cruz: “cuando sea levantado en la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32). La “elevación” en la cruz es el signo particular y el anuncio definitivo de otra “elevación”, que tendrá lugar a través de la ascensión al cielo. El Evangelio de Juan vio esta “exaltación” del Redentor ya en el Gólgota. La cruz es el inicio de la ascensión al cielo.
5. Encontramos la misma verdad en la Carta a los Hebreos, donde se lee que Jesucristo, el único Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, “no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro” (Hb 9, 24). Y entró “con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna”: “penetró en el santuario una vez para siempre” (Hb 9, 12). Entró como Hijo “el cual, siendo resplandor de su gloria (del Padre) e impronta de su substancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas” (Hb 1, 3).
Este texto de la Carta a los Hebreos y el del coloquio con Nicodemo (Jn 3, 13), coinciden en el contenido sustancial, o sea en la afirmación del valor redentor de la ascensión al cielo en el culmen de la economía de la salvación, en conexión con el principio fundamental ya puesto por Jesús: “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3, 13)
6. Otras palabras de Jesús, pronunciadas en el Cenáculo, se refieren a su muerte, pero en perspectiva de la ascensión: “Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis, y… adonde yo voy (ahora) vosotros no podéis venir” (Jn 13, 33). Sin embargo dice enseguida: “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho, porque voy a prepararos un lugar” (Jn 14, 2).
Es un discurso dirigido a los Apóstoles, pero que se extiende más allá de su grupo. Jesucristo va al Padre ―a la casa del Padre― para “introducir” a los hombres que sin El no podrían “entrar”. Sólo Él puede abrir su acceso a todos: Él que “bajó del cielo” (Jn 3, 13), que “salió del Padre” (Jn 16, 28) y ahora vuelve al Padre “con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna” (Hb 9, 12). Él mismo afirma: “Yo soy el Camino… nadie ve al Padre sino por mí” (Jn 14, 6).
7. Por esta razón Jesús también añade, la misma tarde de la vigilia de la pasión: “Os conviene que yo me vaya”. Sí, es conveniente, es necesario, es indispensable desde el punto de vista de la eterna economía salvífica. Jesús lo explica hasta el final a los Apóstoles: “Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn 16, 7). Si. Cristo debe poner término a su presencia terrena, a la presencia visible del Hijo de Dios hecho hombre, para que pueda permanecer de modo invisible, en virtud del Espíritu de la verdad, del Consolador-Paráclito. Y por ello prometió repetidamente: “Me voy y volveré a vosotros” (Jn 14, 3. 28).
Nos encontramos aquí ante un doble misterio: El de la disposición eterna o predestinación divina, que fija los modos, los tiempos, los ritmos de la historia de la salvación con un designio admirable, pero para nosotros insondable; y el de la presencia de Cristo en el mundo humanomediante el Espíritu Santo, santificador y vivificador: el modo cómo la humanidad del Hijo obra mediante el Espíritu Santo en las almas y en la Iglesia ―verdad claramente enseñada por Jesús―, permanece envuelto en la niebla luminosa del misterio trinitario y cristológico, y requiere nuestro acto de fe humilde y sabio.
8. La presencia invisible de Cristo se actúa en la Iglesia también de modo sacramental. En el centro de la Iglesia se encuentra la Eucaristía. Cuando Jesús anunció su institución por vez primera, muchos “se escandalizaron” (cf. Jn 6, 61), ya que hablaba de Comer su Cuerpo y beber su Sangre”. Pero fue entonces cuando Jesús reafirmó: “¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes?… El Espíritu es el que da la vida, la carne no sirve para nada” (Jn 6, 61-63).
Jesús habla aquí de su ascensión al cielo: cuando su Cuerpo terreno se entregue a la muerte en la cruz, se manifestará el Espíritu “que da la vida”. Cristo subirá al Padre, para que venga el Espíritu. Y, el día de Pascua, el Espíritu glorificará el Cuerpo de Cristo en la resurrección. El día de Pentecostés el Espíritu sobre la Iglesia para que, renovando sobre la Iglesia para que, renovado en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo, podamos participar en la nueva vida de su Cuerpo glorificado por el Espíritu y de este modo prepararnos para entrar en las “moradas eternas”, donde nuestro Redentor nos ha precedido para prepararnos un lugar en la “casa del Padre” (Jn 14, 2).
Catequesis, Audiencia general, 21-10-87
[…] Al hablar con Nicodemo, Jesús indica en el misterio pascualel punto central de la fe que salva: “Es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que creyere en él tenga vida eterna” (Jn 3, 14-15). Podemos decir también que éste es el “punto crítico” de la fe en Cristo. La cruz ha sido la prueba definitiva de la fe para los Apóstoles y los discípulos de Cristo. Ante esa “elevación” había que quedar conmovidos, como en parte sucedió. Pero el hecho de que Él “resucitó al tercer día” les permitió salir victoriosos de la prueba final. Incluso Tomás, que fue el último en superar la prueba pascual de la fe, durante su encuentro con el Resucitado, prorrumpió en esa maravillosa profesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28). Como ya en ese otro tiempo Pedro en Cesarea de Filipo (cf. Mt 16, 16), así también Tomás en este encuentro pascual deja explotar el grito de la fe que viene del Padre: Jesús crucificado y resucitado es “Señor y Dios”.
[…] Así pues, todo lo que Jesús hacía y enseñaba, todo lo que los Apóstoles predicaron y testificaron, y los Evangelistas escribieron, todo lo que la Iglesia conserva y repite de su enseñanza, debe servir a la fe, para que, creyendo, se alcance la salvación. La salvación -y por lo tanto la vida eterna- está ligada a la misión mesiánica de Jesucristo, de la cual deriva toda la “lógica” y la “economía” de la fe cristiana. Lo proclama el mismo Juan desde el prólogo de su Evangelio: “A cuantos lo recibieron (al Verbo) dióles poder de venir a ser hijos de Dios: “A aquellos que creen en su nombre” (Jn 1, 12).
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