Santa María Madre de Dios (1 de enero, Solemnidad) – Homilías
/ 31 diciembre, 2014 / Tiempo de NavidadLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
Nm 6, 22-27: Invocarán mi nombre sobre los hijos de Israel y yo los bendeciré
Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8: Que Dios tenga piedad y nos bendiga
Ga 4, 4-7: Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer
Lc 2, 16-21: Encontraron a María y a José y al niño. Y a los ocho días, le pusieron por nombre Jesús
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Cartas: La Palabra tomó de María nuestra condición
Carta a Epicteto, 5-9: PG 26, 1058. 1062-1066
La Palabra tendió una mano a los hijos de Abrahán, como afirma el Apóstol, y por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos y asumir un cuerpo semejante al nuestro. Por esta razón, en verdad, María está presente en este misterio, para que de ella la Palabra tome un cuerpo, y, como propio, lo ofrezca por nosotros. La Escritura habla del parto y afirma: Lo envolvió en pañales; y se proclaman dichosos los pechos que amamantaron al Señor, y, por el nacimiento de este primogénito, fue ofrecido el sacrificio prescrito. El ángel Gabriel había anunciado esta concepción con palabras muy precisas, cuando dijo a María no simplemente «lo que nacerá en ti» —para que no se creyese que se trataba de un cuerpo introducido desde el exterior—, sino de para que creyéramos que aquel que era engendrado en María procedía realmente de ella.
Las cosas sucedieron de esta forma para que la Palabra, tomando nuestra condición y ofreciéndola en sacrificio, la asumiese completamente, y revistiéndonos después a nosotros de su condición, diese ocasión al Apóstol para afirmar lo siguiente: Esto corruptible tiene que vestirse de incorrupción, y esto mortal tiene que vestirse de inmortalidad.
Estas cosas no son una ficción, como algunos juzgaron; ¡tal postura es inadmisible! Nuestro Salvador fue verdaderamente hombre, y de él ha conseguido la salvación el hombre entero. Porque de ninguna forma es ficticia nuestra salvación ni afecta sólo al cuerpo, sino que la salvación de todo el hombre, es decir, alma y cuerpo, se ha realizado en aquel que es la Palabra.
Por lo tanto, el cuerpo que el Señor asumió de María era un verdadero cuerpo humano, conforme lo atestiguan las Escrituras; verdadero, digo, porque fue un cuerpo igual al nuestro. Pues María es nuestra hermana, ya que todos nosotros hemos nacido de Adán.
Lo que Juan afirma: La Palabra se hizo carne, tiene la misma significación, como se puede concluir de la idéntica forma de expresarse. En san Pablo encontramos escrito: Cristo se hizo por nosotros un maldito. Pues al cuerpo humano, por la unión y comunión con la Palabra, se le ha concedido un inmenso beneficio: de mortal se ha hecho inmortal, de animal se ha hecho espiritual, y de terreno ha penetrado las puertas del cielo.
Por otra parte, la Trinidad, también después de la encarnación de la Palabra en María, siempre sigue siendo la Trinidad, no admitiendo ni aumentos ni disminuciones; siempre es perfecta, y en la Trinidad se reconoce una única Deidad, y así la Iglesia confiesa a un único Dios, Padre de la Palabra.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Atanasio, obispo
Carta: La Palabra tomó de María nuestra condición
Carta a Epicteto, 5-9: PG 26,1058.1062-1066 – Liturgia de las Horas
La Palabra tendió una mano a los hijos de Abrahán, como afirma el Apóstol, y por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos y asumir un cuerpo semejante al nuestro. Por esta razón, en verdad, María está presente en este misterio, para que de ella la Palabra tome un cuerpo, y, como propio, lo ofrezca por nosotros. La Escritura habla del parto y afirma: Lo envolvió en pañales; y se proclaman dichosos los pechos que amamantaron al Señor, y, por el nacimiento de este primogénito, fue ofrecido el sacrificio prescrito. El ángel Gabriel había anunciado esta concepción con palabras muy precisas, cuando dijo a María no simplemente «lo que nacerá en ti» —para que no se creyese que se trataba de un cuerpo introducido desde el exterior—, sino de para que creyéramos que aquel que era engendrado en María procedía realmente de ella.
Las cosas sucedieron de esta forma para que la Palabra, tomando nuestra condición y ofreciéndola en sacrificio, la asumiese completamente, y revistiéndonos después a nosotros de su condición, diese ocasión al Apóstol para afirmar lo siguiente: Esto corruptible tiene que vestirse de incorrupción, y esto mortal tiene que vestirse de inmortalidad.
Estas cosas no son una ficción, como algunos juzgaron; ¡tal postura es inadmisible! Nuestro Salvador fue verdaderamente hombre, y de él ha conseguido la salvación el hombre entero. Porque de ninguna forma es ficticia nuestra salvación ni afecta sólo al cuerpo, sino que la salvación de todo el hombre, es decir, alma y cuerpo, se ha realizado en aquel que es la Palabra.
Por lo tanto, el cuerpo que el Señor asumió de María era un verdadero cuerpo humano, conforme lo atestiguan las Escrituras; verdadero, digo, porque fue un cuerpo igual al nuestro. Pues María es nuestra hermana, ya que todos nosotros hemos nacido de Adán.
Lo que Juan afirma: La Palabra se hizo carne, tiene la misma significación, como se puede concluir de la idéntica forma de expresarse. En san Pablo encontramos escrito: Cristo se hizo por nosotros un maldito. Pues al cuerpo humano, por la unión y comunión con la Palabra, se le ha concedido un inmenso beneficio: de mortal se ha hecho inmortal, de animal se ha hecho espiritual, y de terreno ha penetrado las puertas del cielo.
Por otra parte, la Trinidad, también después de la encarnación de la Palabra en María, siempre sigue siendo la Trinidad, no admitiendo ni aumentos ni disminuciones; siempre es perfecta, y en la Trinidad se reconoce una única Deidad, y así la Iglesia confiesa a un único Dios, Padre de la Palabra.
San Cirilo de Alejandría, obispo
Homilía: La santísima Virgen ha de ser llamada Madre de Dios
Homilía 15, 1-3 sobre la encarnación del Verbo: PG 77,1090-1091 – Liturgia de las Horas
Profundo, grande y realmente admirable es el misterio de la religión, ardientemente deseado incluso por los santos ángeles. Dice, en efecto, en cierto pasaje uno de los discípulos del Salvador, refiriéndose a lo que los santos profetas dijeron acerca de Cristo, Salvador de todos nosotros: Y ahora se os anuncia por medio de predicadores que os han traído el evangelio con la fuerza del Espíritu enviado desde el cielo. Son cosas que los ángeles ansían penetrar. Y a la verdad, cuantos inteligentemente se asomaron a este gran misterio de la religión, al encarnarse Cristo, daban gracias por nosotros diciendo: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra, paz a los hombres que Dios ama.
Pues aun siendo por su misma naturaleza verdadero Dios, Verbo que procede de Dios Padre, consustancial y coeterno con el Padre, resplandeciente con la excelencia de su propia dignidad, y de la misma condición del que lo había engendrado, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó de santa María la condición de esclavo, pasando por uno de tantos Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Y de este modo quiso humillarse hasta el anonadamiento el que a todos enriquece con su plenitud. Se anonadó por nosotros sin ser coaccionado por nadie, sino asumiendo libremente la condición servil por nosotros, él que era libre por su propia naturaleza. Se hizo uno de nosotros el que estaba por encima de toda criatura; se revistió de mortalidad el que a todos vivifica. El es el pan vivo para la vida del mundo.
Con nosotros se sometió a la ley quien, como Dios, era superior a la ley y legislador. Se hizo –insisto– como uno de los nacidos cuya vida tiene un comienzo, el que existía anterior a todo tiempo y a todos los siglos; más aún, él que es el Autor y Hacedor de los tiempos.
¿Cómo, entonces, se hizo igual a nosotros? Pues asumiendo un cuerpo en la santísima Virgen: y no es un cuerpo inanimado, como han creído algunos herejes, sino un cuerpo informado por un alma racional. De esta forma nació hombre perfecto de una mujer, pero sin pecado. Nació verdaderamente, y no sólo en apariencia o fantásticamente. Aunque, eso sí, sin renunciar a la divinidad ni dejar de ser lo que siempre había sido, es y será: Dios. Y precisamente por esto afirmamos que la santísima Virgen es Madre de Dios. Pues como dice el bienaventurado Pablo: Un solo Dios, el Padre, de quien procede el universo; y un solo Señor, Jesucristo, por quien existe el universo. Lejos de nosotros dividir en dos hijos al único Dios y Salvador, al Verbo de Dios humanado y encarnado.
San Juan Pablo II, papa
Homilía 1979
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARIA, MADRE DE DIOS Y XII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Lunes 1 de enero de 1979
1. Año 1979. Primer día del mes de enero. Primer día del año nuevo.
Al entrar hoy por las puertas de esta basílica, junto a vosotros, queridísimos hermanos y hermanas, quisiera saludar este año, quisiera decirle: ¡bienvenido!
Lo hago en el día de la octava de Navidad. Hoy es ya el día octavo de esta gran fiesta que, según el ritmo de la liturgia, concluye e inicia el año.
El año es la medida humana del tiempo. El tiempo nos habla del «transcurrir» al cual está sometido todo lo creado. El hombre tiene conciencia de este transcurrir. El no solamente pasa con el tiempo, sino que también «mide el tiempo» de su vida: tiempo hecho de días, semanas, meses y años. En este fluir humano se da siempre la tristeza de despedirse del pasado y, al mismo tiempo, la apertura al futuro.
Precisamente esta despedida del pasado y esta apertura al futuro están inscritos, mediante el lenguaje y el ritmo de la liturgia de la Iglesia, en la solemnidad de la Navidad del Señor.
El nacimiento hace referencia siempre a un comienzo, al comienzo de lo que nace. La Navidad del Señor hace referencia a un comienzo singular. En primer lugar habla de ese comienzo que precede a todos los tiempos, del principio que es Dios mismo, sin comienzo. Durante esta octava nos hemos nutrido diariamente del misterio de la perenne generación en Dios, del misterio del Hijo engendrado eternamente por el Padre: «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado» (Profesión de Fe).
En estos días hemos sido, además y de un modo particular, testigos del nacimiento terrestre de este Hijo. Naciendo, en Belén, de María Virgen, como Hombre, Dios-Verbo, acepta el tiempo. Entra en la historia. Se somete a la ley del fluir humano. Cierra el pasado: con El termina el tiempo de espera, esto es, la Antigua Alianza. Abre el futuro: la Nueva Alianza de la gracia y de la reconciliación con Dios. Es el nuevo «Comienzo» del Tiempo Nuevo. Todo nuevo año participa de este Comienzo. Es el año del Señor. ¡Bienvenido año 1979! Desde tu mismo comienzo eres medida del tiempo nuevo, inscrita en el misterio del nacimiento del Señor.
2. En este primer día del año nuevo toda la Iglesia reza por la paz. Fue el gran Pontífice Pablo VI quien hizo del problema de la paz, tema de la plegaria de la primera jornada del año en toda la Iglesia. Hoy, siguiendo su noble iniciativa, tomamos de nuevo este tema con plena convicción, fervor y humildad. De hecho, en este día en que se abre el año nuevo, no es posible ciertamente formular un deseo más fundamental que el de la paz. «Líbranos del mal». Recitando estas palabras de la plegaria de Jesús es muy difícil darles un contenido distinto de aquel que se opone a la paz, la destruye, la amenaza. Así, pues, roguemos: líbranos de la guerra, del odio, de la destrucción de vidas humanas: No permitas que matemos. No permitas que se utilicen los medios que están al servicio de la muerte, la destrucción, y cuya potencia, cuyo radio de acción y de precisión traspasan los límites conocidos hasta ahora. No permitas que sean empleados jamás. «Líbranos del mal». Defiéndenos de la guerra. De todas las guerras. Padre que estás en los cielos, Padre de la vida y Dador de la paz: te lo pide el Papa, hijo de una nación que a través de la historia, y particularmente en nuestro siglo, ha sido una de las más probadas por el horror, la crueldad, el cataclismo de la guerra. Te lo pide para todos los pueblos del mundo, para todos los países y para todos los continentes. Te lo suplica en nombre de Cristo, Príncipe de la paz.
¡Qué significativas resultan las palabras de Jesucristo que recordamos todos los días en la liturgia eucarística: «La paz os dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da os la doy yo» (Jn 14, 27).
Esta dimensión de paz, es la dimensión más profunda, que sólo Cristo puede dar al hombre. Es la plenitud de la paz, radicada en la reconciliación con Dios mismo. La paz interior que comparten los hermanos mediante la comunión espiritual. Esta paz es la que nosotros imploramos antes que ninguna otra cosa. Pero conscientes de que «el mundo» por sí solo —el mundo después del pecado original, el mundo en pecado— no puede darnos esta paz, la pedimos al mismo tiempo para el mundo. Para el hombre en el mundo. Para todos los hombres. Para todas las naciones de lengua, cultura o razas diversas. Para todos los continentes. La paz es la primera condición del progreso auténtico. La paz es indispensable para que los hombres y los pueblos vivan en libertad. La paz está condicionada al mismo tiempo —como enseñan Juan XXIII y Pablo VI— por la garantía de que se asegure a todos los hombres y pueblos el derecho a la libertad, a la verdad, a la justicia, y al amor.
«La convivencia entre los hombres —enseña Juan XXIII— será consiguientemente ordenada, fructífera y propia de la dignidad de la persona humana si se funda sobre la verdad… Ello ocurrirá cuando cada uno reconozca debidamente los recíprocos derechos y las correspondientes obligaciones. Esta convivencia así descrita llegará a ser real cuando los ciudadanos respeten efectivamente aquellos derechos y cumplan las respectivas obligaciones; cuando estén vivificados por tal amor, que sientan como propias las necesidades ajenas y hagan a los demás participantes de los propios bienes: finalmente, cuando todos los esfuerzos se aúnen para hacer siempre más viva entre todos la comunicación de valores espirituales en el mundo; …y debe estar integrada por la libertad, en el modo que conviene a la dignidad de seres racionales que, por ser tales, deben asumir la responsabilidad de las propias acciones» (Pacem in terris, 35; cf. Pablo VI, Populorurn progressio, 44).
La paz, por tanto, hay que aprenderla continuamente. En consecuencia, hay que educarse para la paz, como dice el Mensaje del primer día del año 1979. Hay que aprenderla honrada y sinceramente en los varios niveles y en los varios ambientes, comenzando por los niños de las escuelas elementales, y llegando hasta los gobernantes. ¿En qué estadio de esta educación universal para la paz nos encontramos? ¿Cuánto queda todavía por hacer? ¿Cuánto hay que aprender aún?
Hoy la Iglesia venera especialmente la Maternidad de María. Esta es como un mensaje final de la octava de la Navidad del Señor. El nacimiento hace referencia siempre a la que ha engendrado, a la que da la vida, a la que da al mundo al Hombre. El primer día del año nuevo es el día de la Madre.
La vemos, pues, como en tantos cuadros y esculturas, con el Niño en brazos, con el Niño en su seno. Madre. La que ha engendrado y alimentado al Hijo de Dios. Madre de Cristo. No hay imagen más conocida y que hable de modo más sencillo sobre el misterio del nacimiento del Señor, como la de la Madre con Jesús en brazos. ¿Acaso no es esta imagen la fuente de nuestra confianza singular? ¿No es ésta la imagen que nos permite vivir en el ámbito de todos los misterios de nuestra fe y, al contemplarlos como «divinos», considerarlos a un tiempo tan «humanos»?
Pero hay aún otra imagen de la Madre con el Hijo en brazos. Y se encuentra en esta basílica; es la «Piedad», María con Jesús bajado de la cruz, con Jesús que ha expirado ante sus ojos en el monte Gólgota, y que después de la muerte vuelve a aquellos brazos que lo ofrecieron en Belén cual Salvador del mundo.
Así, pues, quisiera unir hoy nuestra oración por la paz a esta doble imagen. Quisiera enlazarla con esta Maternidad que la Iglesia venera de modo particular en la octava del nacimiento del Señor.
Por ello digo:
«Madre, que sabes lo que significa estrechar
entre los brazos el cuerpo muerto del Hijo,
de Aquel a quien has dado la vida,
ahorra a todas las madres de esta tierra
la muerte de sus hijos,
los tormentos, la esclavitud,
la destrucción de la guerra,
las persecuciones,
los campos de concentración, las cárceles.
Mantén en ellas el gozo del nacimiento,
del sustento, del desarrollo del hombre y de su vida.
En nombre de esta vida,
en nombre del nacimiento del Señor,
implora con nosotros la paz y la justicia en el mundo.
Madre de la Paz,
en toda la belleza y majestad de tu Maternidad
que la Iglesia exalta y el mundo admira,
te pedimos:
Permanece con nosotros en todo momento.
Haz que este nuevo año sea año de paz
en virtud del nacimiento y la muerte de tu Hijo.
Amén».
Homilía 1980
SOLEMNIDAD DE LA SANTA MADRE DE DIOS. JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Basílica de San Pedro. Martes 1 de enero de 1980
1. Hoy ha aparecido sobre el horizonte de la historia de la humanidad una nueva fecha: 1980. Ha aparecido apenas hace pocas horas y nos acompañará todos los días que se sucederán durante este año, hasta el 31 de diciembre próximo, Saludamos a este primer día y a todo el año nuevo en todos los lugares de la tierra. Lo saludamos aquí, en la basílica de San Pedro, en el corazón de la Iglesia, con toda la riqueza del contenido litúrgico, que lleva consigo este primer día del año nuevo.
Hoy es también el último día de la octava de Navidad. La gran fiesta de la Encarnación del Verbo Eterno continúa estando presente en este día y en cierto sentido resuena en él con sus últimos ecos. El nacimiento del hombre encuentra siempre su resonancia más profunda en la madre, y por esto este último día de la octava de Navidad, que es a la vez el primer día del año nuevo, está dedicado a la Madre del Hijo de Dios. En este día veneramos su Maternidad divina, así como la venera toda la Iglesia en Oriente y en Occidente, alegrándose con la certeza de esta verdad, especialmente desde los tiempos del Concilio de Éfeso, en el 431.
Y queremos además dedicar este primer día del año nuevo, que para la Iglesia es una fiesta tan grande, a la gran causa de la paz en la tierra. Así permanecemos fieles a la verdad del Nacimiento de Dios, porque, efectivamente, a él pertenece el primer mensaje de paz en la historia de la Iglesia, pronunciado en Belén: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» (Lc 2, 14). En la estela de él se sitúa también el mensaje de hoy para la celebración de la Jornada mundial de la Paz, que la Iglesia dirige a todos los hombres de buena voluntad, para demostrar que la verdad es fundamento y fuerza de la paz en el mundo. Junto con este mensaje de paz van también los fervientes deseos, que la Iglesia ofrece a cada hombre, a cada uno y a todos sin excepción, con las palabras de la primera lectura bíblica de la liturgia de hoy.
«Que Yavé te bendiga y te guarde. Que haga resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su gracia. Que vuelva a ti su rostro y te de la paz» (Núm 6, 24-26).
2. La verdad, a la que nos remitimos en el mensaje de este año para el primero de enero, es ante todo una verdad sobre el hombre. El hombre vive siempre en una comunidad, más aún pertenece a diversas comunidades y sociedades. Es hijo e hija de su nación, heredero de su cultura y representante de sus aspiraciones. De varios modos depende de sistemas económico-sociales y políticos. A veces nos da la impresión de que está implicado en ellos tan profundamente, que parece casi imposible verlo y llegar a él personalmente; tantos son los condicionamientos y los determinismos de su existencia terrestre.
Y sin embargo es necesario hacerlo, es necesario intentarlo incesantemente. Es necesario volver constantemente a las verdades fundamentales sobre el hombre, si queremos servir a la gran causa de la paz en la tierra. La liturgia de hoy alude precisamente a esta verdad fundamental sobre el hombre, especialmente mediante la lectura fuerte y concisa de la Carta a los Gálatas. Cada uno de los hombres nace de una mujer, así como de la Mujer nació también el Hijo de Dios, el hombre Jesucristo.
¡Y el hombre nace para vivir!
La guerra siempre se hace para matar. Es una destrucción de vidas concebidas en el seno de la madre. La guerra va contra la vida y contra el hombre. El primer día del año, que con su contenido litúrgico concentra nuestra atención en la Maternidad de María, es ya por esto mismo un anuncio de paz. La Maternidad, efectivamente, revela el deseo y la presencia de la vida; manifiesta la santidad de la vida. En cambio, la guerra significa destrucción de la vida. La guerra en el futuro podría resultar una obra de destrucción absolutamente inimaginable de la vida humana.
El primer día del año nos recuerda que el hombre nace a la vida en la dignidad que le es propia. Y la primera dignidad es la que se deriva de su misma humanidad. Sobre esta base se apoya también esa dignidad que ha revelado y traído al hombre el Hijo de María: «… al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para que recibiésemos la adopción. Y por ser hijos envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba, Padre! De manera que ya no es siervo, sino hijo, y si hijo, heredero por la gracia de Dios» (Gál 4, 4-7).
La gran causa de la paz en el mundo está delineada, en sus fundamentos mismos, mediante estas dos grandezas: el valor de la vida y la dignidad del hombre. A ellas debemos remitirnos incesantemente para servir a esta causa.
3. El año 1980, que comienza hoy, nos recordará la figura de San Benito, a quien Pablo VI proclamó patrono de Europa. Este año se cumplen quince siglos de su nacimiento. ¿Acaso será suficiente un simple recuerdo, tal como se conmemoran diversos aniversarios incluso importantes? Pienso que no basta; esta fecha y esta figura tienen una elocuencia tal, que no bastará una conmemoración ordinaria, sino que será necesario volver a leer e interpretar a su luz el mundo contemporáneo.
En efecto, ¿de qué habla San Benito de Nursia? Habla del comienzo de ese trabajo gigantesco, del que nació Europa. Efectivamente, en cierto sentido, Europa nació después del período del gran imperio romano. Al nacer de sus estructuras culturales, ha sacado de nuevo, gracias al espíritu benedictino, de ese patrimonio y ha encarnado en la herencia de la cultura europea y universal todo lo que de otro modo se hubiera perdido. El espíritu benedictino está en antítesis con cualquier programa de destrucción. Es un espíritu de recuperación y de promoción, nacido de la conciencia del plan divino de salvación y educado en la unión cotidiana de oración y trabajo.
De este modo San Benito, que vivió al fin de la antigüedad, hace de salvaguardia de esa herencia que la antigüedad ha transmitido al hombre europeo y a la humanidad. Simultáneamente está en el umbral de los tiempos nuevos. en los albores de esa Europa que nacía entonces, del crisol de las migraciones de nuevos pueblos. El abraza con su espíritu también a la Europa del futuro. No solo en el silencio de las bibliotecas benedictinas y en los «scriptoria» nacen y se conservan las obras de la cultura espiritual, sino en torno a las abadías se forman también los centros activos del trabajo, en especial el de los campos; así se desarrollan el ingenio y la capacidad humana, que constituyen la levadura del gran proceso de la civilización.
4. Al recordar todo esto ya hoy, en el primer día del jubileo benedictino, debemos dirigirnos con un ardiente mensaje a todos los hombres y a todas las naciones, sobre todo a los que habitan en nuestro continente. Los temas que han impresionado a la opinión pública europea en el curso de las últimas semanas del año apenas finalizado, exigen de nosotros que se piense con solicitud en el futuro. Nos apremian a esta solicitud las noticias sobre tantos medios de destrucción, de la que podrían ser víctima los frutos de esta rica civilización, elaborados con la fatiga de tantas generaciones comenzando desde los tiempos de San Benito. Pensamos en las ciudades y en los pueblos —en Occidente y juntamente en Oriente— que con los medios de destrucción ya conocidos podrían ser reducidos completamente a montones de ruinas. En tal caso, ¿quién podría proteger en absoluto esos maravillosos nidos de la historia y centros de la vida y de la cultura de cada nación, que constituyen la fuente y el apoyo para pueblos enteros en su camino tal vez difícil hacia el futuro?
Recientemente he recibido de algunos científicos una previsión sintética de las consecuencias inmediatas y terribles de una guerra nuclear. He aquí las principales:
— La muerte, por acción directa o retardada de las explosiones, de una población que podría oscilar entre 50 y 200 millones de personas.
— Una reducción drástica de recursos alimenticios, causada por la radioactividad residual en una amplia extensión de tierras utilizables para la agricultura.
— Mutaciones genéticas peligrosas, que sobrevendrían a los seres humanos, a la fauna y a la flora.
— Alteraciones considerables en la franja de ozono de la atmósfera, que expondrían al hombre a incógnitas mayores, perjudiciales para su vida.
— En una ciudad embestida por una explosión nuclear la destrucción de todos los servicios urbanos y el terror provocado por el desastre impedirían ofrecer los socorros mínimos a los habitantes, creando una obsesión terrible.
Bastarían sólo 200 de las 50.000 bombas nucleares, que se estima hay ya, para destruir la mayor parte de las ciudades más grandes del mundo. Es urgente, dicen esos científicos, que los pueblos no cierren los ojos sobre lo que puede representar para la humanidad una guerra atómica.
5. Bastan estas pocas reflexiones para hacerse una pregunta: ¿podemos continuar por este camino? La respuesta es clara.
El Papa trata el tema del peligro de la guerra y de la necesidad de salvaguardar la paz, con muchos hombres y en diversas ocasiones. El camino para tutelar la paz pasa a través de los diálogos y negociaciones bilaterales o multilaterales. Sin embargo, en su base debemos encontrar y reconstruir un coeficiente principal,, sin el cual no darán frutos por sí mismos y no asegurarán la paz. ¡Es necesario encontrar y reconstruir la confianza recíproca! Y éste es un problema difícil. La confianza no se adquiere por medio de la fuerza. Ni tampoco se obtiene sólo con declaraciones. La confianza es necesario merecerla con. gestos y hechos concretos.
«Paz a los hombres de buena voluntad». Estas palabras pronunciadas en el momento mismo en que nació Cristo, no cesan de ser la clave de la gran causa de la paz en el mundo. Es necesario que las recuerden sobre todo aquellos de quienes más depende la paz.
6. Hoy es día de la gran y universal oración por la paz en el mundo. Nosotros unimos esta oración al misterio de la Maternidad de la Madre de Dios, y la Maternidad es un mensaje incesante en favor de la vida humana, porque se pronuncia, aun sin palabras, contra todo lo que la destruye y amenaza. Nada se puede encontrar que esté en oposición mayor a la guerra y al homicidio, como precisamente la maternidad.
Así, pues, elevemos nuestra gran oración universal por la paz en la tierra inspirándonos en el misterio de la Maternidad de Aquella, que ha dado la vida humana al Hijo de Dios.
Y. finalmente expresemos esta oración sirviéndonos de las palabras de la liturgia, que contienen un deseo de verdad, de bien y de paz para todos los pueblos de la tierra:
«El Señor tenga piedad y nos bendiga, / ilumine su rostro sobre nosotros: / conozca la tierra tus caminos, / todos los pueblos tu salvación. / ¡Oh Dios! que te alaben los pueblos, / que todos los pueblos te alaben. / Que canten de alegría las naciones, / porque riges el mundo con justicia, / riges los pueblos con rectitud, / y gobiernas las naciones de la tierra. / ¡Oh Dios!, que te alaben los pueblos, / que todos los pueblos te alaben. / La tierra ha dado su fruto. / Que. Dios nos bendiga; que te teman / hasta los confines del orbe» (Sal 67).
Homilía 1997
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE MARÍA, MADRE DE DIOS
Miércoles 1 de enero de 1997
- «Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús» (Lc 1, 31). Jesús quiere decir: «Dios que salva».
Jesús, nombre que le dio Dios mismo, significa que «en ninguno otro hay salvación » (Hch 4, 12) excepto en Jesús de Nazaret, que nació de María, la Virgen. En él Dios se hizo hombre, saliendo así al encuentro de todo ser humano.
«Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Hb 1, 1-2). Este Hijo es el Verbo eterno, de la misma naturaleza del Padre, que se hizo hombre para revelarnos al Padre y para hacer que pudiéramos comprender toda la verdad sobre nosotros. Nos habló con palabras humanas, y también con sus obras y con su misma vida: desde el nacimiento hasta la muerte en cruz y la resurrección.
Todo ello, desde el inicio, despierta estupor. Ya se asombraron de lo que vieron los pastores que acudieron a Belén, y los demás se maravillaron al escuchar lo que ellos les relataron acerca del Niño recién nacido (cf. Lc 2, 18). Guiados por la intuición de la fe, reconocieron al Mesías en el niño que se hallaba recostado en el pesebre y el nacimiento pobre del Hijo de Dios en Belén los impulsó a proclamar con alegría la gloria del Altísimo.
- El nombre de Jesús pertenecía ya desde el inicio a aquel que fue llamado así el octavo día después de su nacimiento. En cierto sentido, ya al venir al mundo trajo consigo este nombre, que expresa de modo admirable la esencia y la misión del Verbo encarnado.
Jesús vino al mundo para salvar a la humanidad. Por eso, cuando le pusieron este nombre, se reveló al mismo tiempo quién era él y cuál iba a ser su misión. Muchos en Israel llevaban ese nombre, pero él lo llevó de modo único, realizando en plenitud su significado: Jesús de Nazaret, Salvador del mundo.
- San Pablo, como hemos escuchado en la segunda lectura, escribe: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, (…) para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5). El tiempo está unido al nombre de Jesús ya desde el inicio. Este nombre lo acompaña en su historia terrena, inmersa en el tiempo, pero sin que él esté sujeto a ella, dado que en él se halla la plenitud de los tiempos. Más aún, en el tiempo humano Dios introdujo la plenitud al entrar con ella en la historia del hombre. No entró como un concepto abstracto. Entró como Padre que da la vida —una vida nueva, la vida divina— a sus hijos adoptivos. Por obra de Jesucristo todos podemos participar en la vida divina: hijos en el Hijo, destinados a la gloria de la eternidad.
San Pablo, a continuación, profundiza esta verdad: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Ga 4, 6). En nosotros, los hombres, la filiación divina procede de Cristo y se hace realidad por obra del Espíritu Santo. El Espíritu viene a enseñarnos que somos hijos y, al mismo tiempo, a hacer efectiva en nosotros esta filiación divina. El Hijo es quien con todo su ser dice a Dios: «¡Abbá, Padre!».
Estamos tocando aquí el culmen del misterio de nuestra vida cristiana. En efecto, el nombre «cristiano» indica un nuevo modo de ser: existir a semejanza del Hijo de Dios. Como hijos en el Hijo, participamos en la salvación, la cual no es sólo liberación del mal, sino, ante todo, plenitud del bien: del sumo bien de la filiación de Dios. Y es el Espíritu de Dios quien renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104, 30). En el primer día del año nuevo la Iglesia nos invita a tomar cada vez mayor conciencia de esta verdad. Nos invita a considerar a esa luz el tiempo humano.
- La liturgia de hoy celebra la solemnidad de la Madre de Dios. María es la mujer predestinada para ser Madre del Redentor, compartiendo íntimamente su misión. La luz de la Navidad ilumina el misterio de su maternidad divina. María, Madre de Jesús que nace en la cueva de Belén, es también Madre de todo hombre que viene al mundo. ¿Cómo no encomendarle a ella el año que comienza, para implorar que sea un tiempo de serenidad y de paz para toda la humanidad? El día en que se inicia este nuevo año bajo la mirada y la bendición de la Madre de Dios, invoquemos para cada uno y para todos el don de la paz.
- En efecto, ya desde hace muchos años, el día 1 de enero, por iniciativa de mi venerado predecesor el Papa Pablo VI, se celebra la Jornada mundial de la paz. Nos encontramos aquí, en la basílica vaticana, también este año, a fin de implorar el don de la paz para las naciones del mundo entero.
En esa perspectiva, es significativa la presencia de los ilustres señores embajadores ante la Santa Sede, a los que saludo cordialmente. Saludo con afecto también al cardenal Roger Etchegaray, presidente del Consejo pontificio Justicia y paz, y a todos sus colaboradores, a la vez que les agradezco la valiosa contribución que prestan a la difusión del mensaje de paz que la Iglesia no se cansa de repetir.
Este año el tema del mensaje para esta Jornada es: «Ofrece el perdón, recibe la paz». ¡Cuán necesario es el perdón para lograr que la paz reine en el corazón de todo creyente y de toda persona de buena voluntad! Paz y perdón constituyen un binomio inseparable. Toda persona de buena voluntad, deseosa de contribuir incansablemente a la construcción de la civilización del amor, debe hacer suya esta invitación: ofrece el perdón, recibe la paz.
- La Iglesia ora y trabaja por la paz en todas sus dimensiones: por la paz de las conciencias, por la paz de las familias y por la paz entre las naciones. Siente solicitud por la paz en el mundo, pues es consciente de que sólo en la paz se puede desarrollar de modo auténtico la gran comunidad de los hombres.
Al acercarnos al final de este siglo, en el que el mundo, y especialmente Europa, han experimentado no pocas guerras y sufrimientos, ¡cuánto desearíamos que todos los hombres pudieran cruzar el umbral del año 2000 con el signo de la paz! Por esto, pensando en la humanidad llamada a vivir otro año de gracia, repetimos con Moisés las palabras de la antigua alianza: «El Señor te bendiga y te guarde; el Señor ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6, 24-26). Y repetimos también con fe y esperanza las palabras del Apóstol: «Cristo es nuestra paz» (cf. Ef 2, 14). Confiamos en la ayuda del Señor y en la protección maternal de María, Reina de la paz. Fundamos esta esperanza en Jesús, nombre de salvación dado a los hombres de toda lengua y raza. Proclamando su nombre, caminamos seguros hacia el futuro, con la certeza de que no quedaremos defraudados si confiamos en el santísimo nombre de Jesús.
In te, Domine, speravi. Non confundar in aeternum. Amén.
Homilía 2002
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS Y EN LA XXXV JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1 de enero de 2002
1. «¡Salve, Madre santa!, Virgen Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos» (cf. Antífona de entrada).
Con este antiguo saludo, la Iglesia se dirige hoy, octavo día después de la Navidad y primero del año 2002, a María santísima, invocándola como Madre de Dios.
El Hijo eterno del Padre tomó en ella nuestra misma carne y, a través de ella, se convirtió en «hijo de David e hijo de Abraham» (Mt 1, 1). Por tanto, María es su verdadera Madre: ¡Theotókos, Madre de Dios!
Si Jesús es la vida, María es la Madre de la vida.
Si Jesús es la esperanza, María es la Madre de la esperanza.
Si Jesús es la paz, María es la Madre de la paz, Madre del Príncipe de la paz.
Al entrar en el nuevo año, pidamos a esta Madre santa que nos bendiga. Pidámosle que nos dé a Jesús, nuestra bendición plena, en quien el Padre ha bendecido de una vez para siempre la historia, transformándola en historia de salvación.
2. ¡Salve, Madre santa! Bajo la mirada materna de María se sitúa esta Jornada mundial de la paz. Reflexionamos sobre la paz en un clima de preocupación generalizada a causa de los recientes acontecimientos dramáticos que han sacudido el mundo. Pero, aunque pueda parecer humanamente difícil mirar al futuro con optimismo, no debemos ceder a la tentación del desaliento.
Al contrario, debemos trabajar por la paz con valentía, conscientes de que el mal no prevalecerá.
La luz y la esperanza para este compromiso nos vienen de Cristo. El Niño nacido en Belén es la Palabra eterna del Padre hecha carne por nuestra salvación, es el «Dios con nosotros», que trae consigo el secreto de la verdadera paz. Es el Príncipe de la paz.
3. Con estos sentimientos, saludo con deferencia a los ilustres señores embajadores ante la Santa Sede que han querido participar en esta solemne celebración. Saludo afectuosamente al presidente del Consejo pontificio Justicia y paz, señor cardenal François Xavier Nguyên Van Thuân, y a todos sus colaboradores, y les agradezco el esfuerzo que realizan a fin de difundir mi Mensaje anual para la Jornada mundial de la paz, que este año tiene como tema: «No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón».
Justicia y perdón: estos son los dos «pilares» de la paz, que he querido poner de relieve. Entre justicia y perdón no hay contraposición, sino complementariedad, porque ambos son esenciales para la promoción de la paz. En efecto, esta, mucho más que un cese temporal de las hostilidades, es una profunda cicatrización de las heridas abiertas que rasgan los corazones (cf. Mensaje, 3: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de diciembre de 2001, p. 7). Sólo el perdón puede apagar la sed de venganza y abrir el corazón a una reconciliación auténtica y duradera entre los pueblos.
4. Dirigimos hoy nuestra mirada al Niño, a quien María estrecha entre sus brazos. En él reconocemos a Aquel en quien la misericordia y la verdad se encuentran, la justicia y la paz se besan (cf. Sal 84, 11). En él adoramos al Mesías verdadero, en quien Dios ha conjugado, para nuestra salvación, la verdad y la misericordia, la justicia y el perdón.
En nombre de Dios renuevo mi llamamiento apremiante a todos, creyentes y no creyentes, para que el binomio «justicia y perdón» caracterice siempre las relaciones entre las personas, entre los grupos sociales y entre los pueblos.
Este llamamiento se dirige, ante todo, a cuantos creen en Dios, en particular a las tres grandes religiones que descienden de Abraham, judaísmo, cristianismo e islam, llamadas a rechazar siempre con firmeza y decisión la violencia. Nadie, por ningún motivo, puede matar en nombre de Dios, único y misericordioso. Dios es vida y fuente de la vida. Creer en él significa testimoniar su misericordia y su perdón, evitando instrumentalizar su santo nombre.
Desde diversas partes del mundo se eleva una ferviente invocación de paz; se eleva particularmente de la Tierra que Dios bendijo con su Alianza y su Encarnación, y que por eso llamamos Santa. «La voz de la sangre» clama a Dios desde aquella tierra (cf. Gn 4, 10); sangre de hermanos derramada por hermanos, que se remontan al mismo patriarca Abraham; hijos, como todos los hombres, del mismo Padre celestial.
5. ¡Salve, Madre santa! Virgen hija de Sión, ¡cuánto debe sufrir por esta sangre tu corazón de Madre!
El Niño que estrechas contra tu pecho lleva un nombre apreciado por los pueblos de religión bíblica: Jesús, que significa «Dios salva». Así lo llamó el arcángel antes de que fuera concebido en tu seno (cf. Lc 2, 21). En el rostro del Mesías recién nacido reconocemos el rostro de todos tus hijos vilipendiados y explotados. Reconocemos especialmente el rostro de los niños, cualquiera que sea su raza, nación y cultura. Por ellos, oh María, por su futuro, te pedimos que ablandes los corazones endurecidos por el odio, para que se abran al amor, y la venganza ceda finalmente el paso al perdón.
Obtennos, oh Madre, que la verdad de esta afirmación -«No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón»- se grabe en el corazón de todos. Así la familia humana podrá encontrar la paz verdadera, que brota del encuentro entre la justicia y la misericordia.
Madre santa, Madre del Príncipe de la paz, ¡ayúdanos!
Madre de la humanidad y Reina de la paz, ¡ruega por nosotros!
Homilía 2003
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA MADRE DE DIOS. XXXVI JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Miércoles 1 de enero de 2003
1. «El Señor te bendiga y te proteja; (…) se fije en ti y te conceda la paz» (Nm 6, 24. 26): esta es la bendición que, en el Antiguo Testamento, los sacerdotes pronunciaban sobre el pueblo elegido en las grandes fiestas religiosas. La comunidad eclesial vuelve a escucharla, mientras pide al Señor que bendiga el nuevo año recién iniciado.
«El Señor te bendiga y te proteja». Ante los acontecimientos que trastornan el planeta, es evidente que sólo Dios puede tocar el alma humana en lo más íntimo de su ser; sólo su paz puede devolver la esperanza a la humanidad. Es preciso que él se fije en nosotros, nos bendiga, nos proteja y nos dé su paz.
Por tanto, es muy conveniente iniciar el nuevo año pidiéndole este don tan valioso. Lo hacemos por intercesión de María, Madre del «Príncipe de la paz».
2. En esta solemne celebración me alegra dirigir un cordial saludo a los ilustres señores embajadores del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede. Dirijo también un afectuoso saludo a mi secretario de Estado y a los demás responsables de los dicasterios de la Curia romana, y en particular al nuevo presidente del Consejo pontificio Justicia y paz. Deseo manifestarles mi gratitud por su compromiso diario en favor de una convivencia pacífica entre los pueblos, según las directrices de los Mensajes para la Jornada mundial de la paz. El Mensaje de este año evoca la encíclica Pacem in terris, en el cuadragésimo aniversario de su publicación. El contenido de este autorizado e histórico documento del Papa Juan XXIII constituye «una tarea permanente» para los creyentes y para los hombres de buena voluntad de nuestro tiempo, caracterizado por tensiones, pero también por muchas expectativas positivas.
3. Cuando se escribió la Pacem in terris, había nubes que ensombrecían el horizonte mundial, y sobre la humanidad se cernía la amenaza de una guerra atómica.
Mi venerado predecesor, a quien tuve la alegría de elevar al honor de los altares, no se dejó vencer por la tentación del desaliento. Al contrario, apoyándose en una firme confianza en Dios y en las potencialidades del corazón humano, indicó con fuerza «la verdad, la justicia, el amor y la libertad» como los «cuatro pilares» sobre los que es preciso construir una paz duradera (cf. Mensaje, 3).
Su enseñanza conserva su actualidad. Hoy, como entonces, a pesar de los graves y repetidos atentados contra la convivencia serena y solidaria de los pueblos, la paz es posible y necesaria. Más aún, la paz es el bien más valioso que debemos implorar de Dios y construir con todo esfuerzo, mediante gestos concretos de paz de todos los hombres y mujeres de buena voluntad (cf. ib., 9).
4. La página evangélica que acabamos de escuchar nos ha vuelto a llevar espiritualmente a Belén, a donde los pastores acudieron para adorar al Niño en la noche de Navidad (cf. Lc 2, 16). ¡Cómo no dirigir la mirada con aprensión y dolor a aquel lugar santo donde nació Jesús!
¡Belén! ¡Tierra Santa! La dramática y persistente tensión en la que se encuentra esta región de Oriente Próximo hace más urgente la búsqueda de una solución positiva del conflicto fratricida e insensato que, desde hace ya demasiado tiempo, la está ensangrentando. Se requiere la cooperación de todos los que creen en Dios, conscientes de que la religiosidad auténtica, lejos de ser fuente de conflicto entre las personas y los pueblos, más bien los impulsa a construir juntos un mundo de paz.
Recordé esto con vigor en el Mensaje para la actual Jornada mundial de la paz: «La religión tiene un papel vital para suscitar gestos de paz y consolidar condiciones de paz». Y añadí que «puede desempeñar este papel tanto más eficazmente cuanto más decididamente se concentra en lo que la caracteriza: la apertura a Dios, la enseñanza de una fraternidad universal y la promoción de una cultura de solidaridad» (n. 9).
Ante los actuales conflictos y las amenazadoras tensiones de este momento, invito una vez más a orar para que se busquen «medios pacíficos» con vistas a su solución, inspirados por una «voluntad de acuerdo leal y constructivo», en armonía con los principios del derecho internacional (cf. ib., 8).
5. «Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, (…) para que recibiéramos el ser hijos por adopción» (Ga 4, 4-5). En la plenitud de los tiempos, recuerda san Pablo, Dios envió al mundo un Salvador, nacido de una mujer. Por tanto, el nuevo año comienza bajo el signo de una mujer, bajo el signo de una madre: María.
En continuación ideal con el gran jubileo, cuyo eco no se ha extinguido aún, proclamé, el pasado mes de octubre, el Año del Rosario. Después de proponer de nuevo con vigor a Cristo como único Redentor del mundo, he deseado que este año se caracterice por una presencia particular de María. En la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae escribí que «el rosario es una oración orientada por su naturaleza hacia la paz, por el hecho mismo de que contempla a Cristo, Príncipe de la paz y «nuestra paz» (Ef 2, 14). Quien interioriza el misterio de Cristo -y el rosario tiende precisamente a eso- aprende el secreto de la paz y hace de él un proyecto de vida» (n. 40).
Que María nos ayude a descubrir el rostro de Jesús, Príncipe de la paz. Que ella nos sostenga y acompañe en este año nuevo, y nos obtenga a nosotros y al mundo entero el anhelado don de la paz. ¡Alabado sea Jesucristo!
Homilía 2004
MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA MADRE DE DIOS. XXXVII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Jueves 1 de enero de 2004
1. «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4, 4).
Hoy, octava de Navidad, la liturgia nos presenta el icono de la Madre de Dios, la Virgen María. El apóstol san Pablo alude a ella cuando habla de la «mujer» por medio de la cual el Hijo de Dios entró en el mundo. María de Nazaret es la Theotokos, la «Virgen, Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos» (Antífona de entrada).
Al inicio de este nuevo año entramos dócilmente en su escuela. Deseamos aprender de ella, la Madre santa, a acoger en la fe y en la oración la salvación que Dios no cesa de donar a los que confían en su amor misericordioso.
2. En este clima de escucha y oración, demos gracias a Dios por este nuevo año: ¡que sea para todos un año de prosperidad y paz!
Con este deseo me complace saludar afectuosamente a los ilustres señores embajadores del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, presentes en esta celebración. Saludo cordialmente al cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado, y a mis colaboradores de la Secretaría de Estado. Juntamente con ellos, saludo al cardenal Renato Raffaele Martino, así como a todos los componentes del Consejo pontificio Justicia y paz. Les agradezco el trabajo que realizan para difundir por doquier la invitación a la paz, que la Iglesia proclama constantemente.
3. «Un compromiso siempre actual: educar para la paz», es el tema del Mensaje para esta Jornada mundial de la paz. Se remite idealmente a lo que propuse al inicio de mi pontificado, reafirmando la urgencia y la necesidad de formar las conciencias con vistas a la cultura de la paz. Dado que la paz es posible -he querido repetir-, es también un deber (cf. Mensaje, n. 4).
Ante las situaciones de injusticia y violencia que oprimen a varias zonas del mundo, y ante la persistencia de conflictos armados a menudo olvidados por la opinión pública, resulta cada vez más necesario construir juntos caminos para la paz; por eso, es indispensable educar para la paz.
Para el cristiano «proclamar la paz es anunciar a Cristo, que es «nuestra paz» (Ef 2, 14), y anunciar su Evangelio, que es «el Evangelio de la paz» (Ef 6, 15), exhortando a todos a la bienaventuranza de ser «constructores de la paz» (cf. Mt 5, 9)» (Mensaje, n. 3). Del «Evangelio de la paz» era testigo también monseñor Michael Aidan Courtney, mi representante como nuncio apostólico en Burundi, trágicamente asesinado hace algunos días mientras cumplía su misión en favor del diálogo y la reconciliación. Pidamos por él, deseando que su ejemplo y su sacrificio den frutos de paz en Burundi y en todo el mundo.
4. Cada año, en este tiempo de Navidad, volvemos idealmente a Belén para adorar al Niño recostado en el pesebre. Por desgracia, la tierra en la que nació Jesús sigue viviendo en condiciones dramáticas. También en otras partes del mundo persisten focos de violencia y conflictos. Con todo, es preciso perseverar sin caer en la tentación del desaliento. Es necesario que todos se esfuercen para que se respeten los derechos fundamentales de las personas a través de una constante educación para la legalidad. Con este fin, hay que comprometerse para superar «la lógica de la estricta justicia» y «abrirse a la del perdón«, pues «no hay paz sin perdón» cf. Mensaje, n. 10).
Cada vez se siente más la necesidad de un nuevo orden internacional, que aproveche la experiencia y los resultados conseguidos durante estos años por la Organización de las Naciones Unidas; un orden que sea capaz de dar a los problemas de hoy soluciones adecuadas, fundadas en la dignidad de la persona humana, en un desarrollo integral de la sociedad, en la solidaridad entre países ricos y pobres, en el deseo de compartir los recursos y los extraordinarios logros del progreso científico y técnico.
5. «El amor es la forma más alta y más noble de relación de los seres humanos» (ib.). Con esta convicción escribí el Mensaje para esta Jornada mundial de la paz. Que Dios nos ayude a construir todos juntos la «civilización del amor». Sólo una humanidad en la que venza el amor podrá gozar de una paz auténtica y duradera.
Que María nos obtenga este don. Que ella nos sostenga y acompañe en el arduo y entusiasmante camino de la edificación de la paz. Por eso pidamos con confianza, sin cansarnos: ¡María, Reina de la paz, ruega por nosotros!
Homilía 2005
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS. XXXVIII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Sábado 1 de enero de 2005
1. «¡Salve, Madre santa!, Virgen Madre del Rey, que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos» (Antífona de entrada).
En el primer día del año, la Iglesia se reúne en oración ante el icono de la Madre de Dios, y honra con alegría a aquella que dio al mundo el fruto de su vientre, Jesús, el «Príncipe de la paz» (Is 9, 5).
2. Ya es tradición consolidada celebrar en este mismo día la Jornada mundial de la paz. En esta ocasión, me alegra expresar mi más cordial felicitación a los ilustres embajadores del Cuerpo diplomático ante la Santa Sede. Dirijo un saludo especial a los embajadores de los países particularmente afectados durante estos días por el enorme cataclismo que se abatió sobre ellos…
3. La Jornada mundial de la paz constituye una invitación a los cristianos y a todos los hombres de buena voluntad a renovar su firme compromiso de construir la paz. Esto supone la acogida de una exigencia moral fundamental, expresada muy bien en las palabras de san Pablo: «No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien» (Rm 12, 21).
Ante las numerosas manifestaciones del mal, que por desgracia hieren a la familia humana, la exigencia prioritaria es promover la paz utilizando medios coherentes, dando importancia al diálogo, a las obras de justicia, y educando para el perdón (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2005, n. 1).
4. Vencer el mal con las armas del amores el modo como cada uno puede contribuir a la paz de todos. A lo largo de esta senda están llamados a caminar tanto los cristianos como los creyentes de las diversas religiones, juntamente con cuantos se reconocen en la ley moral universal.
Amadísimos hermanos y hermanas, promover la paz en la tierra es nuestra misión común.
Que la Virgen María nos ayude a realizar las palabras del Señor: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9).
¡Feliz año nuevo a todos!
¡Alabado sea Jesucristo!
Benedicto XVI, papa
Homilía 2006
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS. XXXIX JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Domingo 1 de enero de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
En la liturgia de hoy nuestra mirada sigue fija en el gran misterio de la encarnación del Hijo de Dios, mientras, con especial relieve, contemplamos la maternidad de la Virgen María. En el pasaje paulino que hemos escuchado (cf. Ga 4, 4), el Apóstol alude de modo muy discreto a la mujer por la que el Hijo de Dios entró en el mundo: María de Nazaret, la Madre de Dios, la Theotókos. Al inicio de un nuevo año se nos invita a entrar en su escuela, en la escuela de la fiel discípula del Señor, para aprender de ella a acoger en la fe y en la oración la salvación que Dios quiere derramar sobre los que confían en su amor misericordioso.
La salvación es don de Dios. En la primera lectura se nos presenta como bendición: «El Señor te bendiga y te proteja (…); el Señor se fije en ti y te conceda la paz» (Nm 6, 24. 26). Aquí se trata de la bendición que los sacerdotes solían invocar sobre el pueblo al final de las grandes fiestas litúrgicas, especialmente en la fiesta del año nuevo. Es un texto de contenido muy denso, marcado por el nombre del Señor que viene, repetido al inicio de cada versículo. Este texto no se limita a una simple enunciación de principio, sino que tiende a realizar lo que afirma. En efecto, como es sabido, en el pensamiento semítico la bendición del Señor produce, por su propia fuerza, bienestar y salvación, como la maldición procura desgracia y ruina. La eficacia de la bendición se concreta, después, más específicamente: el Señor te proteja (v. 24), te conceda su favor (v. 26) y te dé la paz; es decir, con otras palabras, el Señor nos da la abundancia de la felicidad.
La liturgia, al presentarnos nuevamente esta antigua bendición en el inicio de un nuevo año solar, es como si quisiera impulsarnos a invocar también nosotros la bendición del Señor para el nuevo año que comienza, a fin de que sea para todos un año de prosperidad y paz. Y este es precisamente el deseo que quisiera dirigir a los ilustres embajadores del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede que participan en esta celebración litúrgica.
Saludo al cardenal Angelo Sodano, mi secretario de Estado. Asimismo, saludo al cardenal Renato Raffaele Martino y a todos los componentes del Consejo pontificio Justicia y paz. A ellos, en particular, les expreso mi gratitud por el empeño que ponen en difundir el Mensaje anual para la Jornada mundial de la paz, dirigido a los cristianos y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. También saludo cordialmente a los numerosos pueri cantores, que con su canto confieren aún mayor solemnidad a esta santa misa, con la que imploramos de Dios el don de la paz para el mundo entero.
Al elegir para el Mensaje de esta Jornada mundial de la paz el tema «En la verdad, la paz», quise expresar la convicción de que «donde y cuando el hombre se deja iluminar por el resplandor de la verdad, emprende de modo casi natural el camino de la paz» (n. 3). Una realización concreta y adecuada de eso se ve en el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, en el que hemos contemplado la escena de los pastores en camino hacia Belén para adorar al Niño (cf. Lc 2, 16).
¿No son los pastores, que el evangelista san Lucas nos describe en su pobreza y en su sencillez obedeciendo al mandato del ángel y dóciles a la voluntad de Dios, la imagen más fácilmente accesible a cada uno nosotros del hombre que se deja iluminar por la verdad, capacitándose así para construir un mundo de paz?
¡La paz! Este gran anhelo del corazón de todo hombre y de toda mujer se edifica, día tras día, con la aportación de todos, aprovechando también la admirable herencia que nos legó el concilio Vaticano II con la constitución pastoral Gaudium et spes, donde se afirma, entre otras cosas, que la humanidad no logrará construir «un mundo más humano para todos los hombres, en todos los lugares de la tierra, a no ser que todos, con espíritu renovado, se conviertan a la verdad de la paz» (n. 77).
El momento histórico en el que fue promulgada la constitución Gaudium et spes, el 7 de diciembre de 1965, no era muy diverso del nuestro. Entonces, como por desgracia también en nuestros días, se cernían sobre el horizonte mundial tensiones de diverso tipo. Ante la persistencia de situaciones de injusticia y violencia que siguen oprimiendo a varias zonas de la tierra, ante las que se presentan como las nuevas y más insidiosas amenazas a la paz —el terrorismo, el nihilismo y el fundamentalismo fanático—, resulta más necesario que nunca trabajar juntos en favor de la paz.
Hace falta un «impulso» de valentía y de confianza en Dios y en el hombre para optar por el camino de la paz. Y esto por parte de todos: personas y pueblos, organizaciones internacionales y potencias mundiales. En particular, en el Mensaje para esta Jornada, he querido invitar a la Organización de las Naciones Unidas a tomar renovada conciencia de sus responsabilidades en la promoción de los valores de la justicia, la solidaridad y la paz, en un mundo cada vez más marcado por el vasto fenómeno de la globalización.
Si la paz es anhelo de todas las personas de buena voluntad, para los discípulos de Cristo es mandato permanente que compromete a todos; es misión exigente que los impulsa a anunciar y testimoniar «el evangelio de la paz», proclamando que el reconocimiento de la plena verdad de Dios es condición previa e indispensable para la consolidación de la verdad de la paz. Ojalá que esta conciencia aumente cada vez más, de forma que cada comunidad cristiana se transforme en «fermento» de una humanidad renovada en el amor.
«María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19). El primer día del año está puesto bajo el signo de una mujer, María. El evangelista san Lucas la describe como la Virgen silenciosa, en constante escucha de la Palabra eterna, que vive en la palabra de Dios. María conserva en su corazón las palabras que vienen de Dios y, uniéndolas como en un mosaico, aprende a comprenderlas. En su escuela queremos aprender también nosotros a ser discípulos atentos y dóciles del Señor. Con su ayuda maternal deseamos comprometernos a trabajar solícitamente en la «obra» de la paz, tras las huellas de Cristo, Príncipe de la paz. Siguiendo el ejemplo de la Virgen santísima, queremos dejarnos guiar siempre y sólo por Jesucristo, que es el mismo ayer, hoy y siempre (cf. Hb 13, 8).
Amén.
Homilía 2007
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS. XL JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Lunes 1 de enero de 2007
La liturgia de hoy contempla, como en un mosaico, varios hechos y realidades mesiánicas, pero la atención se concentra de modo especial en María, Madre de Dios. Ocho días después del nacimiento de Jesús recordamos a su Madre, la Theotókos, la «Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos» (Antífona de entrada; cf. Sedulio). La liturgia medita hoy en el Verbo hecho hombre y repite que nació de la Virgen. Reflexiona sobre la circuncisión de Jesús como rito de agregación a la comunidad, y contempla a Dios que dio a su Hijo unigénito como cabeza del «pueblo nuevo» por medio de María. Recuerda el nombre que dio al Mesías y lo escucha pronunciado con tierna dulzura por su Madre. Invoca para el mundo la paz, la paz de Cristo, y lo hace a través de María, mediadora y cooperadora de Cristo (cf. Lumen gentium, 60-61).
Comenzamos un nuevo año solar, que es un período ulterior de tiempo que nos ofrece la divina Providencia en el contexto de la salvación inaugurada por Cristo. Pero ¿el Verbo eterno no entró en el tiempo precisamente por medio de María? Lo recuerda en la segunda lectura, que acabamos de escuchar, el apóstol san Pablo, afirmando que Jesús nació «de una mujer» (cf. Ga 4, 4). En la liturgia de hoy destaca la figura de María, verdadera Madre de Jesús, hombre-Dios. Por tanto, en esta solemnidad no se celebra una idea abstracta, sino un misterio y un acontecimiento histórico: Jesucristo, persona divina, nació de María Virgen, la cual es, en el sentido más pleno, su madre.
Además de la maternidad, hoy también se pone de relieve la virginidad de María. Se trata de dos prerrogativas que siempre se proclaman juntas y de manera inseparable, porque se integran y se califican mutuamente. María es madre, pero madre virgen; María es virgen, pero virgen madre. Si se descuida uno u otro aspecto, no se comprende plenamente el misterio de María, tal como nos lo presentan los Evangelios. María, Madre de Cristo, es también Madre de la Iglesia, como mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI proclamó el 21 de noviembre de 1964, durante el concilio Vaticano II. María es, por último,Madre espiritual de toda la humanidad, porque en la cruz Jesús dio su sangre por todos, y desde la cruz a todos encomendó a sus cuidados maternos.
Así pues, contemplando a María comenzamos este nuevo año, que recibimos de las manos de Dios como un «talento» precioso que hemos de hacer fructificar, como una ocasión providencial para contribuir a realizar el reino de Dios. En este clima de oración y de gratitud al Señor por el don de un nuevo año, me alegra dirigir mi cordial saludo a los ilustres señores embajadores del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, que han querido participar en esta solemne celebración.
Saludo cordialmente al cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado. Saludo al cardenal Renato Raffaele Martino y a los componentes del Consejo pontificio Justicia y paz, expresándoles mi profunda gratitud por el empeño con que promueven a diario estos valores tan fundamentales para la vida de la sociedad. Con ocasión de la actual Jornada mundial de la paz, dirigí a los gobernantes y a los responsables de las naciones, así como a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, el tradicional Mensaje, que este año tiene por tema: «La persona humana, corazón de la paz».
Estoy profundamente convencido de que «respetando a la persona se promueve la paz, y de que construyendo la paz se ponen las bases para un auténtico humanismo integral» (Mensaje, n. 1: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de diciembre de 2006, p. 5). Este compromiso compete de modo peculiar al cristiano, llamado «a ser un incansable artífice de paz y un valiente defensor de la dignidad de la persona humana y de sus derechos inalienables» (ib., n. 16). Precisamente por haber sido creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 27), todo individuo humano, sin distinción de raza, cultura y religión, está revestido de la misma dignidad de persona. Por eso ha de ser respetado, y ninguna razón puede justificar jamás que se disponga de él a placer, como si fuera un objeto.
Ante las amenazas contra la paz, lamentablemente siempre presentes; ante las situaciones de injusticia y de violencia, que permanecen en varias regiones de la tierra; ante la persistencia de conflictos armados, a menudo olvidados por la mayor parte de la opinión pública; y ante el peligro del terrorismo, que perturba la seguridad de los pueblos, resulta más necesario que nunca trabajar juntos en favor de la paz. Como recordé en el Mensaje, la paz es «al mismo tiempo un don y una tarea» (n. 3): un don que es preciso invocar con la oración, y una tarea que hay que realizar con valentía, sin cansarse jamás.
El relato evangélico que hemos escuchado muestra la escena de los pastores de Belén que se dirigen a la cueva para adorar al Niño, después de recibir el anuncio del ángel (cf. Lc 2, 16).
¿Cómo no dirigir la mirada una vez más a la dramática situación que caracteriza precisamente esa Tierra donde nació Jesús? ¿Cómo no implorar con oración insistente que también a esa región llegue cuanto antes el día de la paz, el día en que se resuelva definitivamente el conflicto actual, que persiste ya desde hace demasiado tiempo? Un acuerdo de paz, para ser duradero, debe apoyarse en el respeto de la dignidad y de los derechos de toda persona.
El deseo que formulo ante los representantes de las naciones aquí presentes es que la comunidad internacional aúne sus esfuerzos para que en nombre de Dios se construya un mundo en el que los derechos esenciales del hombre sean respetados por todos. Sin embargo, para que esto acontezca, es necesario que el fundamento de esos derechos sea reconocido no en simples pactos humanos, sino «en la naturaleza misma del hombre y en su dignidad inalienable de persona creada por Dios» (Mensaje, n. 13).
En efecto, si los elementos constitutivos de la dignidad humana quedan dependiendo de opiniones humanas mudables, también sus derechos, aunque sean proclamados solemnemente, acaban por debilitarse y por interpretarse de modos diversos. «Por tanto, es importante que los Organismos internacionales no pierdan de vista el fundamento natural de los derechos del hombre. Eso los pondría a salvo del peligro, por desgracia siempre al acecho, de ir cayendo hacia una interpretación meramente positivista de los mismos» (ib.).
«El Señor te bendiga y te proteja, (…). El Señor se fije en ti y te conceda la paz» (Nm 6, 24. 26). Esta es la fórmula de bendición que hemos escuchado en la primera lectura. Está tomada del libro de los Números; en ella se repite tres veces el nombre del Señor, para significar la intensidad y la fuerza de la bendición, cuya última palabra es «paz».
El término bíblico shalom, que traducimos por «paz», indica el conjunto de bienes en que consiste «la salvación» traída por Cristo, el Mesías anunciado por los profetas. Por eso los cristianos reconocemos en él al Príncipe de la paz. Se hizo hombre y nació en una cueva, en Belén, para traer su paz a los hombres de buena voluntad, a los que lo acogen con fe y amor. Así, la paz es verdaderamente el don y el compromiso de la Navidad: un don, que es preciso acoger con humilde docilidad e invocar constantemente con oración confiada; y un compromiso que convierte a toda persona de buena voluntad en un «canal de paz».
Pidamos a María, Madre de Dios, que nos ayude a acoger a su Hijo y, en él, la verdadera paz.
Pidámosle que ilumine nuestros ojos, para que sepamos reconocer el rostro de Cristo en el rostro de toda persona humana, corazón de la paz.
Homilía 2008
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA MADRE DE DIOS. XLI JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Martes 1 de enero de 2008
Hoy comenzamos un año nuevo y nos lleva de la mano la esperanza cristiana. Lo comenzamos invocando sobre él la bendición divina e implorando, por intercesión de María, Madre de Dios, el don de la paz para nuestras familias, para nuestras ciudades y para el mundo entero.
Con este deseo os saludo a todos vosotros, aquí presentes, comenzando por los ilustres embajadores del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, que han venido para participar en esta celebración con ocasión de la Jornada mundial de la paz. Saludo al cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado, al cardenal Renato Raffaele Martino y a todos los componentes del Consejo pontificio Justicia y paz. A ellos, en particular, les expreso mi gratitud por su compromiso de difundir el Mensaje para la Jornada mundial de la paz, que este año tiene como tema: «Familia humana, comunidad de paz».
La paz. En la primera lectura, tomada del libro de los Números, hemos escuchado la invocación: «El Señor te conceda la paz» (Nm 6, 26). El Señor conceda la paz a cada uno de vosotros, a vuestras familias y al mundo entero. Todos aspiramos a vivir en paz, pero la paz verdadera, la que anunciaron los ángeles en la noche de Navidad, no es conquista del hombre o fruto de acuerdos políticos; es ante todo don divino, que es preciso implorar constantemente y, al mismo tiempo, compromiso que es necesario realizar con paciencia, siempre dóciles a los mandatos del Señor.
Este año, en el Mensaje para esta Jornada mundial de la paz puse de relieve la íntima relación que existe entre la familia y la construcción de la paz en el mundo. La familia natural, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, es «cuna de la vida y del amor» y «la primera e insustituible educadora de la paz». Precisamente por eso la familia es «la principal «agencia» de paz» y «la negación o restricción de los derechos de la familia, al oscurecer la verdad sobre el hombre, amenaza los fundamentos mismos de la paz» (cf. nn. 1-5). Dado que la humanidad es una «gran familia», si quiere vivir en paz, no puede por menos de inspirarse en esos valores, sobre los cuales se funda y se apoya la comunidad familiar.
La providencial coincidencia de varias celebraciones nos impulsa este año a un esfuerzo aún mayor para realizar la paz en el mundo. Hace sesenta años, en 1948, la Asamblea general de las Naciones Unidas hizo pública la «Declaración universal de derechos humanos». Hace cuarenta años, mi venerado predecesor Pablo VI celebró la primera Jornada mundial de la paz. Este año, además, recordaremos el 25° aniversario de la adopción por parte de la Santa Sede de la «Carta de los derechos de la familia«. «A la luz de estas significativas efemérides —cito aquí lo que escribí precisamente al concluir el Mensaje—, invito a todos los hombres y mujeres a tomar una conciencia más clara de la pertenencia común a la única familia humana y a comprometerse para que la convivencia en la tierra refleje cada vez más esta convicción, de la cual depende la instauración de una paz verdadera y duradera» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de diciembre de 2007, p. 5).
Nuestro pensamiento se dirige ahora, naturalmente, a la Virgen María, a la que hoy invocamos como Madre de Dios. Fue el Papa Pablo VI quien trasladó al día 1 de enero la fiesta de la Maternidad divina de María, que antes caía el 11 de octubre. En efecto, antes de la reforma litúrgica realizada después del concilio Vaticano II, en el primer día del año se celebraba la memoria de la circuncisión de Jesús en el octavo día después de su nacimiento —como signo de sumisión a la ley, su inserción oficial en el pueblo elegido— y el domingo siguiente se celebraba la fiesta del nombre de Jesús.
De esas celebraciones encontramos algunas huellas en la página evangélica que acabamos de proclamar, en la que san Lucas refiere que, ocho días después de su nacimiento, el Niño fue circuncidado y le pusieron el nombre de Jesús, «el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno de su madre» (Lc 2, 21). Por tanto, esta solemnidad, además de ser una fiesta mariana muy significativa, conserva también un fuerte contenido cristológico, porque, podríamos decir, antes que a la Madre, atañe precisamente al Hijo, a Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre.
Al misterio de la maternidad divina de María, la Theotokos, hace referencia el apóstol san Pablo en la carta a los Gálatas. «Al llegar la plenitud de los tiempos —escribe— envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley» (Ga 4, 4). En pocas palabras se encuentran sintetizados el misterio de la encarnación del Verbo eterno y la maternidad divina de María: el gran privilegio de la Virgen consiste precisamente en ser Madre del Hijo, que es Dios.
Así pues, ocho días después de la Navidad, esta fiesta mariana encuentra su lugar más lógico y adecuado. En efecto, en la noche de Belén, cuando «dio a luz a su hijo primogénito» (Lc 2, 7), se cumplieron las profecías relativas al Mesías. «Una virgen concebirá y dará a luz un hijo», había anunciado Isaías (Is 7, 14). «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo» (Lc 1, 31), dijo a María el ángel Gabriel. Y también un ángel del Señor —narra el evangelista san Mateo—, apareciéndose en sueños a José, lo tranquilizó diciéndole: «No temas tomar contigo a María tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo» (Mt 1, 20-21).
El título de Madre de Dios es, juntamente con el de Virgen santa, el más antiguo y constituye el fundamento de todos los demás títulos con los que María ha sido venerada y sigue siendo invocada de generación en generación, tanto en Oriente como en Occidente. Al misterio de su maternidad divina hacen referencia muchos himnos y numerosas oraciones de la tradición cristiana, como por ejemplo una antífona mariana del tiempo navideño, el Alma Redemptoris Mater, con la que oramos así: «Tu quae genuisti, natura mirante, tuum sanctum Genitorem, Virgo prius ac posterius«, «Tú, ante el asombro de toda la creación, engendraste a tu Creador, Madre siempre virgen».
Queridos hermanos y hermanas, contemplemos hoy a María, Madre siempre virgen del Hijo unigénito del Padre. Aprendamos de ella a acoger al Niño que por nosotros nació en Belén. Si en el Niño nacido de ella reconocemos al Hijo eterno de Dios y lo acogemos como nuestro único Salvador, podemos ser llamados, y seremos realmente, hijos de Dios: hijos en el Hijo. El Apóstol escribe: «Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5).
El evangelista san Lucas repite varias veces que la Virgen meditaba silenciosamente esos acontecimientos extraordinarios en los que Dios la había implicado. Lo hemos escuchado también en el breve pasaje evangélico que la liturgia nos vuelve a proponer hoy. «María conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19). El verbo griego usado, sumbállousa, en su sentido literal significa «poner juntamente», y hace pensar en un gran misterio que es preciso descubrir poco a poco.
El Niño que emite vagidos en el pesebre, aun siendo en apariencia semejante a todos los niños del mundo, al mismo tiempo es totalmente diferente: es el Hijo de Dios, es Dios, verdadero Dios y verdadero hombre. Este misterio —la encarnación del Verbo y la maternidad divina de María— es grande y ciertamente no es fácil de comprender con la sola inteligencia humana.
Sin embargo, en la escuela de María podemos captar con el corazón lo que los ojos y la mente por sí solos no logran percibir ni pueden contener. En efecto, se trata de un don tan grande que sólo con la fe podemos acoger, aun sin comprenderlo todo. Y es precisamente en este camino de fe donde María nos sale al encuentro, nos ayuda y nos guía. Ella es madre porque engendró en la carne a Jesús; y lo es porque se adhirió totalmente a la voluntad del Padre. San Agustín escribe: «Ningún valor hubiera tenido para ella la misma maternidad divina, si no hubiera llevado a Cristo en su corazón, con una suerte mayor que cuando lo concibió en la carne» (De sancta Virginitate 3, 3). Y en su corazón María siguió conservando, «poniendo juntamente», los acontecimientos sucesivos de los que fue testigo y protagonista, hasta la muerte en la cruz y la resurrección de su Hijo Jesús.
Queridos hermanos y hermanas, sólo conservando en el corazón, es decir, poniendo juntamente y encontrando una unidad de todo lo que vivimos, podemos entrar, siguiendo a María, en el misterio de un Dios que por amor se hizo hombre y nos llama a seguirlo por la senda del amor, un amor que es preciso traducir cada día en un servicio generoso a los hermanos.
Ojalá que el nuevo año, que hoy comenzamos con confianza, sea un tiempo en el que progresemos en ese conocimiento del corazón, que es la sabiduría de los santos. Oremos para que, como hemos escuchado en la primera lectura, el Señor «ilumine su rostro sobre nosotros» y nos «sea propicio» (cf. Nm 6, 25) y nos bendiga.
Podemos estar seguros de que, si buscamos sin descanso su rostro, si no cedemos a la tentación del desaliento y de la duda, si incluso en medio de las numerosas dificultades que encontramos permanecemos siempre anclados en él, experimentaremos la fuerza de su amor y de su misericordia. El frágil Niño que la Virgen muestra hoy al mundo nos haga agentes de paz, testigos de él, Príncipe de la paz. Amén.
Homilía 2009
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS. XLII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ.
Basílica de San Pedro. Jueves 1 de enero de 2009
En el primer día del año, la divina Providencia nos reúne para una celebración que cada vez nos conmueve por la riqueza y la belleza de sus coincidencias: el inicio del año civil se encuentra con el culmen de la octava de Navidad, en el que se celebra la Maternidad divina de María, y el encuentro de ambos tiene una feliz síntesis en la Jornada mundial de la paz.
A la luz del Nacimiento de Cristo, me complace dirigir a cada uno mis mejores deseos para el año que acaba de comenzar. Los expreso, en particular, al cardenal Renato Raffaele Martino y a sus colaboradores del Consejo pontificio Justicia y paz, agradeciéndoles en especial su valioso servicio. Los expreso, al mismo tiempo, al secretario de Estado, cardenal Tarcisio Bertone, y a toda la Secretaría de Estado; así como, con viva cordialidad, a los señores embajadores presentes hoy en gran número. Mis deseos se hacen eco del augurio que el Señor mismo nos acaba de dirigir en la liturgia de la Palabra. Una Palabra que, a partir del acontecimiento de Belén, evocado en su realidad histórica concreta por el evangelio de san Lucas (cf. Lc 2, 16-21) e interpretado en todo su alcance salvífico por el apóstol san Pablo (cf. Ga 4,4-7), se convierte en bendición para el pueblo de Dios y para toda la humanidad.
Así se realiza la antigua tradición judía de la bendición (cf. Nm 6, 22-27): los sacerdotes de Israel bendecían al pueblo «invocando sobre él el nombre» del Señor. Con una fórmula ternaria —presente en la primera lectura— el Nombre sagrado se invocaba tres veces sobre los fieles, como auspicio de gracia y de paz. Esta antigua costumbre nos lleva a una realidad esencial: para poder avanzar por el camino de la paz, los hombres y los pueblos necesitan ser iluminados por el «rostro» de Dios y ser bendecidos por su «nombre». Precisamente esto se realizó de forma definitiva con la Encarnación: la venida del Hijo de Dios en nuestra carne y en la historia ha traído una bendición irrevocable, una luz que ya no se apaga nunca y ofrece a los creyentes y a los hombres de buena voluntad la posibilidad de construir la civilización del amor y de la paz.
El concilio Vaticano II dijo, a este respecto, que «el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes, 22). Esta unión ha confirmado el plan original de una humanidad creada a «imagen y semejanza» de Dios. En realidad, el Verbo encarnado es la única imagen perfecta y consustancial del Dios invisible. Jesucristo es el hombre perfecto. «En él —afirma asimismo el Concilio— la naturaleza humana ha sido asumida (…); por eso mismo, también en nosotros ha sido elevada a una dignidad sublime» (ib.). Por esto, la historia terrena de Jesús, que culminó en el misterio pascual, es el inicio de un mundo nuevo, porque inauguró realmente una nueva humanidad, capaz de llevar a cabo una «revolución» pacífica, siempre y sólo con la gracia de Cristo. Esta revolución no es ideológica, sino espiritual; no es utópica, sino real; y por eso requiere infinita paciencia, tiempos quizás muy largos, evitando todo atajo y recorriendo el camino más difícil: el de la maduración de la responsabilidad en las conciencias.
Queridos amigos, este es el camino evangélico hacia la paz, el camino que también el Obispo de Roma está llamado a proponer nuevamente con constancia cada vez que prepara el Mensaje anual para la Jornada mundial de la paz. Al recorrer este camino es oportuno quizás volver sobre aspectos y problemas ya afrontados, pero tan importantes que requieren siempre nueva atención. Es el caso del tema que elegí para el Mensaje de este año: «Combatir la pobreza, construir la paz». Un tema que se presta a un doble orden de consideraciones, que ahora sólo puedo señalar brevemente. Por una parte, la pobreza elegida y propuesta por Jesús; y, por otra, la pobreza que hay que combatir para que el mundo sea más justo y solidario.
El primer aspecto encuentra su contexto ideal en estos días, en el tiempo de Navidad. El nacimiento de Jesús en Belén nos revela que Dios, cuando vino a nosotros, eligió la pobreza para sí mismo. La escena que vieron en primer lugar los pastores y que confirmó el anuncio que les había hecho el ángel, era: un establo donde María y José habían buscado refugio, y un pesebre en el que la Virgen había recostado al recién nacido envuelto en pañales (cf. Lc 2, 7.12.16). Esta pobreza fue elegida por Dios. Quiso nacer así, pero podríamos añadir en seguida: quiso vivir y también morir así. ¿Por qué? Lo explica con palabras sencillas san Alfonso María de Ligorio, en un villancico conocido por todos en Italia: «A ti, que eres el Creador del mundo, te faltan vestidos y fuego, oh Señor mío. Querido niño predilecto, esta pobreza me enamora mucho más porque el amor te hizo pobre». Esta es la respuesta: el amor a nosotros no sólo impulsó a Jesús a hacerse hombre, sino también a hacerse pobre.
En esta misma línea podemos citar la expresión de san Pablo en la segunda carta a los Corintios: «Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Co 8, 9). Testigo ejemplar de esta pobreza elegida por amor es san Francisco de Asís. En la historia de la Iglesia y de la civilización cristiana el franciscanismo constituye una amplia corriente de pobreza evangélica, que tanto bien ha hecho y sigue haciendo a la Iglesia y a la familia humana.
Volviendo a la estupenda síntesis de san Pablo sobre Jesús, es significativo —también para nuestra reflexión de hoy— que haya sido inspirada al Apóstol precisamente mientras estaba exhortando a los cristianos de Corinto a ser generosos en la colecta para los pobres. Explica: «No se trata de que paséis apuros para que otros tengan abundancia, sino de que haya igualdad» (2 Co 8, 13).
Este es un punto decisivo, que nos hace pasar al segundo aspecto: hay una pobreza, una indigencia, que Dios no quiere y que es preciso «combatir», como dice el tema de la Jornada mundial de la paz de hoy; una pobreza que impide a las personas y a las familias vivir según su dignidad; una pobreza que ofende la justicia y la igualdad, y que como tal amenaza la convivencia pacífica. En esta acepción negativa entran también las formas de pobreza no material que se encuentran incluso en las sociedades ricas o desarrolladas: marginación, pobreza relacional, moral y espiritual (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2009, n. 2).
En mi Mensaje, siguiendo la línea de mis predecesores, quise considerar atentamente una vez más el complejo fenómeno de la globalización, para valorar sus relaciones con la pobreza a gran escala. Por desgracia, frente a plagas difundidas como las enfermedades pandémicas (cf. n. 4), la pobreza de los niños (cf. n. 5) y la crisis alimentaria (cf. n. 7), tuve que volver a denunciar la inaceptable carrera de armamentos, que va en aumento. Por una parte se celebra la Declaración universal de derechos humanos; y, por otra, se aumentan los gastos militares, violando la misma Carta de las Naciones Unidas que compromete a reducirlos al mínimo (cf. art. 26).
Además, la globalización elimina algunas barreras, pero puede construir otras nuevas (cf. Mensaje citado, n. 8); por eso, es necesario que la comunidad internacional y cada uno de los Estados estén siempre vigilando; es necesario que no bajen nunca la guardia con respecto a los peligros de conflicto; más aún, que se esfuercen por mantener alto el nivel de la solidaridad. La actual crisis económica global debe verse, en este sentido, como un banco de pruebas: ¿Estamos dispuestos a leerla, en su complejidad, como desafío para el futuro y no sólo como una emergencia a la que hay que dar respuestas de corto alcance? ¿Estamos dispuestos a hacer juntos una revisión profunda del modelo de desarrollo dominante, para corregirlo de forma concertada y clarividente? En realidad, más aún que las dificultades financieras inmediatas, lo exigen el estado de salud ecológica del planeta y, sobre todo, la crisis cultural y moral, cuyos síntomas son evidentes desde hace tiempo en todo el mundo.
Así pues, hay que tratar de establecer un «círculo virtuoso» entre la pobreza «que conviene elegir» y la pobreza «que es preciso combatir». Aquí se abre un camino fecundo de frutos para el presente y para el futuro de la humanidad, que se podría resumir así: para combatir la pobreza inicua, que oprime a tantos hombres y mujeres y amenaza la paz de todos, es necesario redescubrir la sobriedad y la solidaridad, como valores evangélicos y al mismo tiempo universales. Más concretamente, no se puede combatir eficazmente la miseria si no se hace lo que escribe san Pablo a los Corintios, es decir, si no se promueve «la igualdad», reduciendo el desnivel entre quien derrocha lo superfluo y quien no tiene ni siquiera lo necesario. Esto implica hacer opciones de justicia y de sobriedad, opciones por otra parte obligadas por la exigencia de administrar sabiamente los recursos limitados de la tierra.
San Pablo, cuando afirma que Jesucristo nos ha enriquecido «con su pobreza», nos ofrece una indicación importante no sólo desde el punto de vista teológico, sino también en el ámbito sociológico. No en el sentido de que la pobreza sea un valor en sí mismo, sino porque es condición para realizar la solidaridad. Cuando san Francisco de Asís se despoja de sus bienes, hace una opción de testimonio inspirada directamente por Dios, pero al mismo tiempo muestra a todos el camino de la confianza en la Providencia. Así, en la Iglesia, el voto de pobreza es el compromiso de algunos, pero nos recuerda a todos la exigencia de no apegarse a los bienes materiales y el primado de las riquezas del espíritu. He aquí el mensaje que se nos transmite hoy: la pobreza del nacimiento de Cristo en Belén, además de ser objeto de adoración para los cristianos, también es escuela de vida para cada hombre. Esa pobreza nos enseña que para combatir la miseria, tanto material como espiritual, es preciso recorrer el camino de la solidaridad, que impulsó a Jesús a compartir nuestra condición humana.
Queridos hermanos y hermanas, yo creo que la Virgen María se planteó más de una vez esta pregunta: ¿Por qué Jesús quiso nacer de una joven sencilla y humilde como yo? Y también, ¿por qué quiso venir al mundo en un establo y tener como primera visita la de los pastores de Belén? María recibió la respuesta plenamente al final, tras haber puesto en el sepulcro el cuerpo de Jesús, muerto y envuelto en una sábana (cf. Lc 23, 53). Entonces comprendió plenamente el misterio de la pobreza de Dios. Comprendió que Dios se había hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza llena de amor, para exhortarnos a frenar la avaricia insaciable que suscita luchas y divisiones, para invitarnos a frenar el afán de poseer, estando así disponibles a compartir y a acogernos recíprocamente.
A María, Madre del Hijo de Dios que se hizo hermano nuestro, dirijamos confiados nuestra oración, para que nos ayude a seguir sus huellas, a combatir y vencer la pobreza, a construir la verdadera paz, que es opus iustitiae. A ella confiemos el profundo deseo de vivir en paz que existe en el corazón de la inmensa mayoría de las poblaciones israelí y palestina, una vez más puestas en peligro por la intensa violencia desatada en la franja de Gaza, como respuesta a otra violencia. También la violencia, también el odio y la desconfianza son formas de pobreza —quizás las más tremendas— «que es preciso combatir». Es necesario evitar que triunfen.
En este sentido, los pastores de esas Iglesias, en estos días tan tristes, han hecho oír su voz. Juntamente con ellos y con sus queridos fieles, sobre todo los de la pequeña pero fervorosa parroquia de Gaza, encomendemos a María nuestras preocupaciones por el presente y los temores por el futuro, pero también la fundada esperanza de que, con la sabia y clarividente contribución de todos, no será imposible escucharse, ayudarse y dar respuestas concretas a la aspiración generalizada a vivir en paz, en seguridad y en dignidad. Digamos a María: acompáñanos, Madre celestial del Redentor, a lo largo de todo este año que hoy comienza, y obtén de Dios el don de la paz para Tierra Santa y para toda la humanidad. Santa Madre de Dios, ruega por nosotros. Amén.
Homilía 2010
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS. XLIII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Basílica Vaticana. Viernes 1 de enero de 2010
En el primer día del nuevo año tenemos la alegría y la gracia de celebrar a la santísima Madre de Dios y, al mismo tiempo, la Jornada mundial de la paz. En ambos aniversarios celebramos a Cristo, Hijo de Dios, nacido de María Virgen y nuestra verdadera paz. A todos vosotros, que estáis aquí reunidos: representantes de los pueblos del mundo, de la Iglesia romana y universal, sacerdotes y fieles; y a todos los que están conectados mediante la radio y la televisión, repito las palabras de la antigua bendición: el Señor os muestre su rostro y os conceda la paz (cf. Nm 6, 26). Precisamente hoy quiero desarrollar el tema del Rostro y de los rostros a la luz de la Palabra de Dios —Rostro de Dios y rostros de los hombres—, un tema que nos ofrece también una clave de lectura del problema de la paz en el mundo.
Hemos escuchado, tanto en la primera lectura —tomada del Libro de los Números— como en el Salmo responsorial, algunas expresiones que contienen la metáfora del rostro referida a Dios: «El Señor ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor» (Nm 6, 25); «El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros: conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación» (Sal 66, 2-3). El rostro es la expresión por excelencia de la persona, lo que la hace reconocible; a través de él se muestran los sentimientos, los pensamientos y las intenciones del corazón. Dios, por su naturaleza, es invisible; sin embargo, la Biblia le aplica también a él esta imagen. Mostrar el rostro es expresión de su benevolencia, mientras que ocultarlo indica su ira e indignación. El Libro del Éxodo dice que «el Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (Ex 33, 11), y también a Moisés el Señor promete su cercanía con una fórmula muy singular: «Mi rostro caminará contigo y te daré descanso» (Ex 33, 14). Los Salmos nos presentan a los creyentes como los que buscan el rostro de Dios (cf. Sal 26, 8; 104, 4) y que en el culto aspiran a verlo (cf. Sal 42, 3), y nos dicen que «los buenos verán su rostro» (Sal 10, 7).
Todo el relato bíblico se puede leer como un progresivo desvelamiento del rostro de Dios, hasta llegar a su plena manifestación en Jesucristo. «Al llegar la plenitud de los tiempos —nos ha recordado también hoy el apóstol san Pablo—, envió Dios a su Hijo» (Ga 4, 4). Y en seguida añade: «nacido de mujer, nacido bajo la ley». El rostro de Dios tomó un rostro humano, dejándose ver y reconocer en el hijo de la Virgen María, a la que por esto veneramos con el título altísimo de «Madre de Dios». Ella, que conservó en su corazón el secreto de la maternidad divina, fue la primera en ver el rostro de Dios hecho hombre en el pequeño fruto de su vientre. La madre tiene una relación muy especial, única y en cierto modo exclusiva con el hijo recién nacido. El primer rostro que el niño ve es el de la madre, y esta mirada es decisiva para su relación con la vida, consigo mismo, con los demás y con Dios; y también es decisiva para que pueda convertirse en un «hijo de paz» (Lc 10, 6). Entre las muchas tipologías de iconos de la Virgen María en la tradición bizantina, se encuentra la llamada «de la ternura», que representa al niño Jesús con el rostro apoyado —mejilla con mejilla— en el de la Madre. El Niño mira a la Madre, y esta nos mira a nosotros, casi como para reflejar hacia el que observa, y reza, la ternura de Dios, que bajó en ella del cielo y se encarnó en aquel Hijo de hombre que lleva en brazos. En este icono mariano podemos contemplar algo de Dios mismo: un signo del amor inefable que lo impulsó a «dar a su Hijo unigénito» (Jn 3, 16). Pero ese mismo icono nos muestra también, en María, el rostro de la Iglesia, que refleja sobre nosotros y sobre el mundo entero la luz de Cristo, la Iglesia mediante la cual llega a todos los hombres la buena noticia: «Ya no eres esclavo, sino hijo» (Ga 4, 7), como leemos también en san Pablo.
Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, señores embajadores, queridos amigos: meditar en el misterio del Rostro de Dios y del hombre es un camino privilegiado que lleva a la paz. En efecto, la paz comienza por una mirada respetuosa, que reconoce en el rostro del otro a una persona, cualquiera que sea el color de su piel, su nacionalidad, su lengua y su religión. ¿Pero quién, sino Dios, puede garantizar, por decirlo así, la «profundidad» del rostro del hombre? En realidad, sólo si tenemos a Dios en el corazón, estamos en condiciones de ver en el rostro del otro a un hermano en la humanidad; no un medio, sino un fin; no un rival o un enemigo, sino otro yo, una faceta del misterio infinito del ser humano. Nuestra percepción del mundo, y en particular de nuestros semejantes, depende esencialmente de la presencia del Espíritu de Dios en nosotros. Es una especie de «resonancia»: quien tiene el corazón vacío, no percibe más que imágenes planas, sin relieve. En cambio, cuanto más habite Dios en nosotros, tanto más sensibles seremos también a su presencia en lo que nos rodea: en todas las criaturas, y especialmente en las demás personas, aunque a veces precisamente el rostro humano, marcado por la dureza de la vida y del mal, puede resultar difícil de apreciar y de acoger como epifanía de Dios. Con mayor razón, por tanto, para reconocernos y respetarnos como realmente somos, es decir, como hermanos, necesitamos referirnos al rostro de un Padre común, que nos ama a todos, a pesar de nuestras limitaciones y nuestros errores.
Es importante ser educados desde pequeños en el respeto al otro, también cuando es diferente a nosotros. Hoy en las escuelas es cada vez más común la experiencia de clases compuestas por niños de varias nacionalidades, aunque incluso cuando esto no ocurre, sus rostros son una profecía de la humanidad que estamos llamados a formar: una familia de familias y de pueblos. Cuanto más pequeños son estos niños, tanto más suscitan en nosotros la ternura y la alegría por una inocencia y una fraternidad que nos parecen evidentes: a pesar de sus diferencias, lloran y ríen de la misma manera, tienen las mismas necesidades, se comunican de manera espontánea, juegan juntos… Los rostros de los niños son como un reflejo de la visión de Dios sobre el mundo. ¿Por qué, entonces, apagar su sonrisa? ¿Por qué envenenar su corazón? Desgraciadamente, el icono de la Madre de Dios de la ternura encuentra su trágico opuesto en las dolorosas imágenes de tantos niños y de sus madres afectados por las guerras y la violencia: prófugos, refugiados, emigrantes forzados. Rostros minados por el hambre y las enfermedades, rostros desfigurados por el dolor y la desesperación. Los rostros de los pequeños inocentes son una llamada silenciosa a nuestra responsabilidad: ante su condición inerme, se desploman todas las falsas justificaciones de la guerra y de la violencia. Solamente debemos convertirnos a proyectos de paz, deponer las armas de todo tipo y comprometernos todos juntos a construir un mundo más digno del hombre.
Mi Mensaje para la XLIII Jornada mundial de la paz de hoy: «Si quieres promover la paz, protege la creación», se sitúa dentro de la perspectiva del Rostro de Dios y de los rostros humanos. De hecho, podemos afirmar que el hombre es capaz de respetar a las criaturas en la medida en la que lleva en su espíritu un sentido pleno de la vida; de otro modo se despreciará a sí mismo y lo que lo rodea, no respetará el entorno en el que vive, la creación. Quien sabe reconocer en el cosmos los reflejos del rostro invisible del Creador, tendrá mayor amor a las criaturas, mayor sensibilidad hacia su valor simbólico. Especialmente el Libro de los Salmos es rico en ejemplos de este modo propiamente humano de relacionarse con la naturaleza: con el cielo, el mar, las montañas, las colinas, los ríos, los animales… «¡Cuántas son tus obras, Señor! —exclama el salmista—. Todas las hiciste con sabiduría. La tierra está llena de tus criaturas» (Sal 103, 24).
La perspectiva del «rostro» invita en particular a reflexionar en lo que, también en este Mensaje, llamé «ecología humana». Existe un nexo muy estrecho entre el respeto a la persona y la salvaguardia de la creación. «Los deberes respecto al medio ambiente se derivan de los deberes para con la persona, considerada en sí misma y en su relación con los demás (ib., 12). Si el hombre se degrada, se degrada el entorno en el que vive; si la cultura tiende a un nihilismo, si no teórico, al menos práctico, la naturaleza no podrá menos de pagar las consecuencias. De hecho, se puede constatar un influjo recíproco entre el rostro del hombre y el «rostro» del medio ambiente: «cuando se respeta la ecología humana en la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia» (ib.; cf. Caritas in veritate, 51). Renuevo, por tanto, mi llamada a invertir en educación, poniéndose como objetivo, además de la necesaria transmisión de nociones técnico-científicas, una más amplia y profunda «responsabilidad ecológica», basada en el respeto al hombre y a sus derechos y deberes fundamentales. Sólo así el compromiso por el medio ambiente puede convertirse verdaderamente en educación para la paz y en construcción de la paz.
Queridos hermanos y hermanas, en el tiempo de Navidad se repite un Salmo que contiene, entre otras cosas, también un ejemplo estupendo de cómo la venida de Dios transfigura la creación y provoca una especie de fiesta cósmica. Este himno comienza con una invitación universal a la alabanza: «Cantad al Señor un cántico nuevo; cantad al Señor, toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre» (Sal 95, 1). Pero en cierto momento este llamamiento al júbilo se extiende a toda la creación: «Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque» (ib. 11-12). La fiesta de la fe se convierte en fiesta del hombre y de la creación: la fiesta que en Navidad se expresa también mediante los adornos en los árboles, en las calles y en las casas. Todo vuelve a florecer porque Dios ha venido a nosotros. La Virgen Madre muestra al Niño Jesús a los pastores de Belén, que se alegran y alaban al Señor (cf. Lc 2, 20); la Iglesia renueva el misterio para los hombres de todas las generaciones, les muestra el rostro de Dios, para que, con su bendición, puedan caminar por la senda de la paz.
Homilía 2011
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS. XLIV JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Basílica Vaticana. Sábado 1 de enero de 2011
Todavía inmersos en el clima espiritual de la Navidad, en la que hemos contemplado el misterio del nacimiento de Cristo, con los mismos sentimientos celebramos hoy a la Virgen María, a quien la Iglesia venera como Madre de Dios, porque dio carne al Hijo del Padre eterno. Las lecturas bíblicas de esta solemnidad ponen el acento principalmente en el Hijo de Dios hecho hombre y en el «nombre» del Señor. La primera lectura nos presenta la solemne bendición que pronunciaban los sacerdotes sobre los israelitas en las grandes fiestas religiosas: está marcada precisamente por el nombre del Señor, que se repite tres veces, como para expresar la plenitud y la fuerza que deriva de esa invocación. En efecto, este texto de bendición litúrgica evoca la riqueza de gracia y de paz que Dios da al hombre, con una disposición benévola respecto a este, y que se manifiesta con el «resplandecer» del rostro divino y el «dirigirlo» hacia nosotros.
La Iglesia vuelve a escuchar hoy estas palabras, mientras pide al Señor que bendiga el nuevo año que acaba de comenzar, con la conciencia de que, ante los trágicos acontecimientos que marcan la historia, ante las lógicas de guerra que lamentablemente todavía no se han superado totalmente, sólo Dios puede tocar profundamente el alma humana y asegurar esperanza y paz a la humanidad. De hecho, ya es una tradición consolidada que en el primer día del año la Iglesia, presente en todo el mundo, eleve una oración coral para invocar la paz. Es bueno iniciar un emprendiendo decididamente la senda de la paz. Hoy, queremos recoger el grito de tantos hombres, mujeres, niños y ancianos víctimas de la guerra, que es el rostro más horrendo y violento de la historia. Hoy rezamos a fin de que la paz, que los ángeles anunciaron a los pastores la noche de Navidad, llegue a todos los rincones del mundo: «Super terram pax in hominibus bonae voluntatis» (Lc 2, 14). Por esto, especialmente con nuestra oración, queremos ayudar a todo hombre y a todo pueblo, en particular a cuantos tienen responsabilidades de gobierno, a avanzar de modo cada vez más decidido por el camino de la paz.
En la segunda lectura, san Pablo resume en la adopción filial la obra de salvación realizada por Cristo, en la cual está como engarzada la figura de María. Gracias a ella el Hijo de Dios, «nacido de mujer» (Ga 4, 4), pudo venir al mundo como verdadero hombre, en la plenitud de los tiempos. Ese cumplimiento, esa plenitud, atañe al pasado y a las esperas mesiánicas, que se realizan, pero, al mismo tiempo, también se refiere a la plenitud en sentido absoluto: en el Verbo hecho carne Dios dijo su Palabra última y definitiva. En el umbral de un año nuevo, resuena así la invitación a caminar con alegría hacia la luz del «sol que nace de lo alto» (Lc1, 78), puesto que en la perspectiva cristiana todo el tiempo está habitado por Dios, no hay futuro que no sea en la dirección de Cristo y no existe plenitud fuera de la de Cristo.
El pasaje del Evangelio de hoy termina con la imposición del nombre de Jesús, mientras María participa en silencio, meditando en su corazón sobre el misterio de su Hijo, que de modo completamente singular es don de Dios. Pero el pasaje evangélico que hemos escuchado hace hincapié especialmente en los pastores, que se volvieron «glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto» (Lc 2, 20). El ángel les había anunciado que en la ciudad de David, es decir, en Belén había nacido el Salvador y que iban a encontrar la señal: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 11-12). Fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al Niño. Notemos que el Evangelista habla de la maternidad de María a partir del Hijo, de ese «niño envuelto en pañales», porque es él —el Verbo de Dios (Jn 1, 14)— el punto de referencia, el centro del acontecimiento que está teniendo lugar, y es él quien hace que la maternidad de María se califique como «divina».
Esta atención predominante que las lecturas de hoy dedican al «Hijo», a Jesús, no reduce el papel de la Madre; más aún, la sitúa en la perspectiva correcta: en efecto, María es verdadera Madre de Dios precisamente en virtud de su relación total con Cristo. Por tanto, glorificando al Hijo se honra a la Madre y honrando a la Madre se glorifica al Hijo. El título de «Madre de Dios», que hoy la liturgia pone de relieve, subraya la misión única de la Virgen santísima en la historia de la salvación: misión que está en la base del culto y de la devoción que el pueblo cristiano le profesa. En efecto, María no recibió el don de Dios sólo para ella, sino para llevarlo al mundo: en su virginidad fecunda, Dios dio a los hombres los bienes de la salvación eterna (cf. Oración Colecta). Y María ofrece continuamente su mediación al pueblo de Dios peregrino en la historia hacia la eternidad, como en otro tiempo la ofreció a los pastores de Belén. Ella, que dio la vida terrena al Hijo de Dios, sigue dando a los hombres la vida divina, que es Jesús mismo y su Santo Espíritu. Por esto es considerada madre de todo hombre que nace a la Gracia y a la vez se la invoca como Madre de la Iglesia.
En el nombre de María, Madre de Dios y de los hombres, desde el 1 de enero de 1968 se celebra en todo el mundo la Jornada mundial de la paz. La paz es don de Dios, como hemos escuchado en la primera lectura: «Que el Señor (…) te conceda la paz» (Nm 6, 26). Es el don mesiánico por excelencia, el primer fruto de la caridad que Jesús nos ha dado; es nuestra reconciliación y pacificación con Dios. La paz también es un valor humano que se ha de realizar en el ámbito social y político, pero hunde sus raíces en el misterio de Cristo (cf. Gaudium et spes, 77-90). En esta celebración solemne, con ocasión de la 44ª Jornada mundial de la paz, me alegra dirigir mi deferente saludo a los ilustres embajadores ante la Santa Sede, con mis mejores deseos para su misión. Asimismo, dirijo un saludo cordial y fraterno a mi secretario de Estado y a los demás responsables de los dicasterios de la Curia romana, con un pensamiento particular para el presidente del Consejo pontificio «Justicia y paz» y sus colaboradores. Deseo manifestarles mi vivo reconocimiento por su compromiso diario en favor de una convivencia pacífica entre los pueblos y de la formación cada vez más sólida de una conciencia de paz en la Iglesia y en el mundo. Desde esta perspectiva, la comunidad eclesial está cada vez más comprometida a actuar, según las indicaciones del Magisterio, para ofrecer un patrimonio espiritual seguro de valores y de principios, en la búsqueda continua de la paz.
En mi Mensaje para la Jornada de hoy, que lleva por título «Libertad religiosa, camino para la paz» he querido recordar que: «El mundo tiene necesidad de Dios. Tiene necesidad de valores éticos y espirituales, universales y compartidos, y la religión puede contribuir de manera preciosa a su búsqueda, para la construcción de un orden social e internacional justo y pacífico» (n. 15). Por tanto, he subrayado que «la libertad religiosa (…) es un elemento imprescindible de un Estado de derecho; no se puede negar sin dañar al mismo tiempo los demás derechos y libertades fundamentales, pues es su síntesis y su cumbre» (n. 5).
La humanidad no puede mostrarse resignada a la fuerza negativa del egoísmo y de la violencia; no debe acostumbrarse a conflictos que provoquen víctimas y pongan en peligro el futuro de los pueblos. Frente a las amenazadoras tensiones del momento, especialmente frente a las discriminaciones, los abusos y las intolerancias religiosas, que hoy golpean de modo particular a los cristianos (cf. ib., 1), dirijo una vez más una apremiante invitación a no ceder al desaliento y a la resignación. Os exhorto a todos a rezar a fin de que lleguen a buen fin los esfuerzos emprendidos desde diversas partes para promover y construir la paz en el mundo. Para esta difícil tarea no bastan las palabras; es preciso el compromiso concreto y constante de los responsables de las naciones, pero sobre todo es necesario que todas las personas actúen animadas por el auténtico espíritu de paz, que siempre hay que implorar de nuevo en la oración y vivir en las relaciones cotidianas, en cada ambiente.
En esta celebración eucarística tenemos delante de nuestros ojos, para nuestra veneración, la imagen de la Virgen del «Sacro Monte di Viggiano», tan querida para los habitantes de Basilicata. La Virgen María nos da a su Hijo, nos muestra el rostro de su Hijo, Príncipe de la paz: que ella nos ayude a permanecer en la luz de este rostro, que brilla sobre nosotros (cf. Nm 6, 25), para redescubrir toda la ternura de Dios Padre; que ella nos sostenga al invocar al Espíritu Santo, para que renueve la faz de la tierra y transforme los corazones, ablandando su dureza ante la bondad desarmante del Niño, que ha nacido por nosotros. Que la Madre de Dios nos acompañe en este nuevo año; que obtenga para nosotros y para todo el mundo el deseado don de la paz. Amén.
Homilía 2012
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS. XLV JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Basílica Vaticana. Domingo 1 de enero de 2012
En el primer día del año, la liturgia hace resonar en toda la Iglesia extendida por el mundo la antigua bendición sacerdotal que hemos escuchado en la primera lectura: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz» (Nm 6,24-26). Dios, por medio de Moisés, confió esta bendición a Aarón y a sus hijos, es decir, a los sacerdotes del pueblo de Israel. Es un triple deseo lleno de luz, que brota de la repetición del nombre de Dios, el Señor, y de la imagen de su rostro. En efecto, para ser bendecidos hay que estar en la presencia de Dios, recibir su Nombre y permanecer bajo el haz de luz que procede de su rostro, en el espacio iluminado por su mirada, que difunde gracia y paz.
Los pastores de Belén, que aparecen de nuevo en el Evangelio de hoy, tuvieron esta misma experiencia. La experiencia de estar en la presencia de Dios, de su bendición, no en la sala de un palacio majestuoso, ante un gran soberano, sino en un establo, delante de un «niño acostado en el pesebre» (Lc 2,16). De ese niño proviene una luz nueva, que resplandece en la oscuridad de la noche, como podemos ver en tantas pinturas que representan el Nacimiento de Cristo. La bendición, en efecto, viene de él: de su nombre, Jesús, que significa «Dios salva», y de su rostro humano, en el que Dios, el Omnipotente Señor del cielo y de la tierra, ha querido encarnarse, esconder su gloria bajo el velo de nuestra carne, para revelarnos plenamente su bondad (cf. Tt 3,4).
María, la virgen, esposa de José, que Dios ha elegido desde el primer instante de su existencia para ser la madre de su Hijo hecho hombre, ha sido la primera en ser colmada de esta bendición. Ella, según el saludo de santa Isabel, es «bendita entre las mujeres» (Lc 1,42). Toda su vida está iluminada por el Señor, bajo el radio de acción del nombre y el rostro de Dios encarnado en Jesús, el «fruto bendito de su vientre». Así nos la presenta el Evangelio de Lucas: completamente dedicada a conservar y meditar en su corazón todo lo que se refiere a su hijo Jesús (cf. Lc 2,19.51). El misterio de su maternidad divina, que celebramos hoy, contiene de manera sobreabundante aquel don de gracia que toda maternidad humana lleva consigo, de modo que la fecundidad del vientre se ha asociado siempre a la bendición de Dios. La Madre de Dios es la primera bendecida y quien porta la bendición; es la mujer que ha acogido a Jesús y lo ha dado a luz para toda la familia humana. Como reza la Liturgia: «Y, sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo, Señor nuestro» (Prefacio I de Santa María Virgen).
María es madre y modelo de la Iglesia, que acoge en la fe la Palabra divina y se ofrece a Dios como «tierra fecunda» en la que él puede seguir cumpliendo su misterio de salvación. También la Iglesia participa en el misterio de la maternidad divina mediante la predicación, que siembra por el mundo la semilla del Evangelio, y mediante los sacramentos, que comunican a los hombres la gracia y la vida divina. La Iglesia vive de modo particular esta maternidad en el sacramento del Bautismo, cuando engendra hijos de Dios por el agua y el Espíritu Santo, el cual exclama en cada uno de ellos: «Abbà, Padre» (Ga 4,6). La Iglesia, al igual que María, es mediadora de la bendición de Dios para el mundo: la recibe acogiendo a Jesús y la transmite llevando a Jesús. Él es la misericordia y la paz que el mundo por sí mismo no se puede dar y que necesita tanto o más que el pan.
Queridos amigos, la paz, en su sentido más pleno y alto, es la suma y la síntesis de todas las bendiciones. Por eso, cuando dos personas amigas se encuentran se saludan deseándose mutuamente la paz. También la Iglesia, en el primer día del año, invoca de modo especial este bien supremo, y, al igual que la Virgen María, lo hace mostrando a todos a Jesús, ya que, como afirma el apóstol Pablo, «él es nuestra paz» (Ef 2,14), y al mismo tiempo es el «camino» por el que los hombres y los pueblos pueden alcanzar esta meta, a la que todos aspiramos. Así pues, con este deseo profundo en el corazón, me alegra acogeros y saludaros a todos los que habéis venido a esta Basílica de San Pedro en esta XLV Jornada Mundial de la Paz: a los Señores Cardenales; los Embajadores de tantos países amigos que, más que nunca en esta ocasión comparten conmigo y con la Santa Sede la voluntad de renovar el compromiso por la promoción de la paz en el mundo; al Presidente del Consejo Pontificio «Justicia y Paz» que, junto con el Secretario y los colaboradores, trabajan de modo especial para esta finalidad; los demás Obispos y Autoridades presentes; a los representantes de las Asociaciones y Movimientos eclesiales y a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, de modo particular los que trabajáis en el campo de la educación de los jóvenes. En efecto, como bien sabéis, mi Mensaje de este año sigue una perspectiva educativa.
«Educar a los jóvenes en la justicia y la paz» es la tarea que atañe a cada generación y, gracias a Dios, la familia humana, después de las tragedias de las dos grandes guerras mundiales, ha mostrado tener cada vez más conciencia de ello, como lo demuestra, por una parte las declaraciones e iniciativas internaciones y, por otra, la consolidación entre los mismos jóvenes, en los últimos decenios, de muchas y diferentes formas de compromiso social en este campo. Educar en la paz forma parte de la misión que la Comunidad eclesial ha recibido de Cristo, forma parte integrante de la evangelización, porque el Evangelio de Cristo es también el Evangelio de la justicia y la paz. Pero la Iglesia en los últimos tiempos se ha hecho portavoz de una exigencia que implica a las conciencias más sensibles y responsables por la suerte de la humanidad: la exigencia de responder a un desafío tan decisivo como es el de la educación. ¿Por qué «desafío»? Al menos por dos motivos: en primer lugar, porque en la era actual, caracterizada fuertemente por la mentalidad tecnológica, querer no solo instruir sino educar es algo que no se puede dar por descontado sino que supone una elección; en segundo lugar, porque la cultura relativista plantea una cuestión radical: ¿Tiene sentido todavía educar? Y, al fin y al cabo, ¿para qué educar?
Lógicamente no podemos abordar ahora estas preguntas de fondo, a las que ya he tratado de responder en otras ocasiones. En cambio, quisiera subrayar que, frente a las sombras que hoy oscurecen el horizonte del mundo, asumir la responsabilidad de educar a los jóvenes en el conocimiento de la verdad, en los valores y en las virtudes fundamentales, significa mirar al futuro con esperanza. La formación en la justicia y la paz tiene que ver también con este compromiso por una educación integral. Hoy, los jóvenes crecen en un mundo que se ha hecho, por decirlo así, más pequeño, y en donde los contactos entre las diferentes culturas y tradiciones son constantes, aunque no sean siempre inmediatos. Para ellos es hoy más que nunca indispensable aprender el valor y el método de la convivencia pacífica, del respeto recíproco, del diálogo y la comprensión. Por naturaleza, los jóvenes están abiertos a estas actitudes, pero precisamente la realidad social en la que crecen los puede llevar a pensar y actuar de manera contraria, incluso intolerante y violenta. Solo una sólida educación de sus conciencias los puede proteger de estos riesgos y hacerlos capaces de luchar contando siempre y solo con la fuerza de la verdad y el bien. Esta educación parte de la familia y se desarrolla en la escuela y en las demás experiencias formativas. Se trata esencialmente de ayudar a los niños, los muchachos, los adolescentes, a desarrollar una personalidad que combine un profundo sentido de justicia con el respeto del otro, con la capacidad de afrontar los conflictos sin prepotencia, con la fuerza interior de dar testimonio del bien también cuando comporta un sacrificio, con el perdón y la reconciliación. Así podrán llegar a ser hombres y mujeres verdaderamente pacíficos y constructores de paz.
En esta labor educativa de las nuevas generaciones, una responsabilidad particular corresponde también a las comunidades religiosas. Todo itinerario de formación religiosa auténtica acompaña a la persona, desde su más tierna edad, a conocer a Dios, a amarlo y hacer su voluntad. Dios es amor, es justo y pacífico, y quien quiera honrarlo debe comportarse sobre todo como un hijo que sigue el ejemplo del padre. Un salmo afirma: «El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos … El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia» (Sal 103,6.8). Como Jesús nos ha demostrado con el testimonio de su vida, justicia y misericordia conviven en Dios perfectamente. En Jesús «la misericordia y la fidelidad» se encuentran, «la justicia y la paz» se besan (cf. Sal 85,11). En estos días la Iglesia celebra el gran misterio de la encarnación: la verdad de Dios ha brotado de la tierra y la justicia mira desde el cielo, la tierra ha dado su fruto (cf. Sal 85,12.13). Dios nos ha hablado en su Hijo Jesús. Escuchemos lo que nos dice Dios: Él «anuncia la paz» (Sal 85,9). Jesús es un camino transitable, abierto a todos. La Virgen María hoy nos lo indica, nos muestra el camino: ¡Sigámosla! Y tú, Madre Santa de Dios, acompáñanos con tu protección. Amén.
Homilía 2013
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS. XLVI JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Basílica Vaticana. Martes 1 de enero de 2013
«Que Dios tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros». Así, con estas palabras del Salmo 66, hemos aclamado, después de haber escuchado en la primera lectura la antigua bendición sacerdotal sobre el pueblo de la alianza. Es particularmente significativo que al comienzo de cada año Dios proyecte sobre nosotros, su pueblo, la luminosidad de su santo Nombre, el Nombre que viene pronunciado tres veces en la solemne fórmula de la bendición bíblica. Resulta también muy significativo que al Verbo de Dios, que «se hizo carne y habitó entre nosotros» como la «luz verdadera, que alumbra a todo hombre» (Jn1,9.14), se le dé, ocho días después de su nacimiento – como nos narra el evangelio de hoy – el nombre de Jesús (cf. Lc 2,21).
Estamos aquí reunidos en este nombre. Saludo de corazón a todos los presentes, en primer lugar a los ilustres Embajadores del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede. Saludo con afecto al Cardenal Bertone, mi Secretario de Estado, y al Cardenal Turkson, junto a todos los miembros del Pontificio Consejo Justicia y Paz; a ellos les agradezco particularmente su esfuerzo por difundir el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, que este año tiene como tema «Bienaventurados los que trabajan por la paz».
A pesar de que el mundo está todavía lamentablemente marcado por «focos de tensión y contraposición provocados por la creciente desigualdad entre ricos y pobres, por el predominio de una mentalidad egoísta e individualista, que se expresa también en un capitalismo financiero no regulado», así como por distintas formas de terrorismo y criminalidad, estoy persuadido de que «las numerosas iniciativas de paz que enriquecen el mundo atestiguan la vocación innata de la humanidad hacia la paz. El deseo de paz es una aspiración esencial de cada hombre, y coincide en cierto modo con el deseo de una vida humana plena, feliz y lograda… El hombre está hecho para la paz, que es un don de Dios. Todo esto me ha llevado a inspirarme para este mensaje en las palabras de Jesucristo: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9)» (Mensaje, 1). Esta bienaventuranza «dice que la paz es al mismo tiempo un don mesiánico y una obra humana …Se trata de paz con Dios viviendo según su voluntad. Paz interior con uno mismo, y paz exterior con el prójimo y con toda la creación» (ibíd., 2 y 3). Sí, la paz es el bien por excelencia que hay que pedir como don de Dios y, al mismo tiempo, construir con todas las fuerzas.
Podemos preguntarnos: ¿Cuál es el fundamento, el origen, la raíz de esta paz? ¿Cómo podemos sentir la paz en nosotros, a pesar de los problemas, las oscuridades, las angustias? La respuesta la tenemos en las lecturas de la liturgia de hoy. Los textos bíblicos, sobre todo el evangelio de san Lucas que se ha proclamado hace poco, nos proponen contemplar la paz interior de María, la Madre de Jesús. A ella, durante los días en los que «dio a luz a su hijo primogénito» (Lc 2,7), le sucedieron muchos acontecimientos imprevistos: no solo el nacimiento del Hijo, sino que antes un extenuante viaje desde Nazaret a Belén, el no encontrar sitio en la posada, la búsqueda de un refugio para la noche; y después el canto de los ángeles, la visita inesperada de los pastores. En todo esto, sin embargo, María no pierde la calma, no se inquieta, no se siente aturdida por los sucesos que la superan; simplemente considera en silencio cuanto sucede, lo custodia en su memoria y en su corazón, reflexionando sobre eso con calma y serenidad. Es esta la paz interior que nos gustaría tener en medio de los acontecimientos a veces turbulentos y confusos de la historia, acontecimientos cuyo sentido no captamos con frecuencia y nos desconciertan.
El texto evangélico termina con una mención a la circuncisión de Jesús. Según la ley de Moisés, un niño tenía que ser circuncidado ocho días después de su nacimiento, y en ese momento se le imponía el nombre. Dios mismo, mediante su mensajero, había dicho a María –y también a José– que el nombre del Niño era «Jesús» (cf. Mt 1,21; Lc 1,31); y así sucedió. El nombre que Dios había ya establecido aún antes de que el Niño fuera concebido se le impone oficialmente en el momento de la circuncisión. Y esto marca también definitivamente la identidad de María: ella es «la madre de Jesús», es decir la madre del Salvador, del Cristo, del Señor. Jesús no es un hombre como cualquier otro, sino el Verbo de Dios, una de las Personas divinas, el Hijo de Dios: por eso la Iglesia ha dado a María el título de Theotokos, es decir «Madre de Dios».
La primera lectura nos recuerda que la paz es un don de Dios y que está unida al esplendor del rostro de Dios, según el texto del Libro de los Números, que transmite la bendición utilizada por los sacerdotes del pueblo de Israel en las asambleas litúrgicas. Una bendición que repite tres veces el santo nombre de Dios, el nombre impronunciable, y uniéndolo cada vez a dos verbos que indican una acción favorable al hombre: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine el Señor su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (6,24-26). La paz es por tanto la culminación de estas seis acciones de Dios en favor nuestro, en las que vuelve el esplendor de su rostro sobre nosotros.
Para la sagrada Escritura, contemplar el rostro de Dios es la máxima felicidad: «lo colmas de gozo delante de tu rostro», dice el salmista (Sal 21,7). Alegría, seguridad y paz, nacen de la contemplación del rostro de Dios. Pero, ¿qué significa concretamente contemplar el rostro del Señor, tal y como lo entiende el Nuevo Testamento? Quiere decir conocerlo directamente, en la medida en que es posible en esta vida, mediante Jesucristo, en el que se ha revelado. Gozar del esplendor del rostro de Dios quiere decir penetrar en el misterio de su Nombre que Jesús nos ha manifestado, comprender algo de su vida íntima y de su voluntad, para que vivamos de acuerdo con su designio de amor sobre la humanidad. Lo expresa el apóstol Pablo en la segunda lectura, tomada de la Carta a los Gálatas (4,4-7), al hablar del Espíritu que grita en lo más profundo de nuestros corazones: «¡Abba Padre!». Es el grito que brota de la contemplación del rostro verdadero de Dios, de la revelación del misterio de su Nombre. Jesús afirma: «He manifestado tu nombre a los hombres» (Jn 17,6). El Hijo de Dios que se hizo carne nos ha dado a conocer al Padre, nos ha hecho percibir en su rostro humano visible el rostro invisible del Padre; a través del don del Espíritu Santo derramado en nuestros corazones, nos ha hecho conocer que en él también nosotros somos hijos de Dios, como afirma san Pablo en el texto que hemos escuchado: «Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: “¡Abba Padre!”» (Ga 4,6).
Queridos hermanos, aquí está el fundamento de nuestra paz: la certeza de contemplar en Jesucristo el esplendor del rostro de Dios Padre, de ser hijos en el Hijo, y de tener así, en el camino de nuestra vida, la misma seguridad que el niño experimenta en los brazos de un padre bueno y omnipotente. El esplendor del rostro del Señor sobre nosotros, que nos da paz, es la manifestación de su paternidad; el Señor vuelve su rostro sobre nosotros, se manifiesta como Padre y nos da paz. Aquí está el principio de esa paz profunda –«paz con Dios»– que está unida indisolublemente a la fe y a la gracia, como escribe san Pablo a los cristianos de Roma (cf. Rm 5,2). No hay nada que pueda quitar a los creyentes esta paz, ni siquiera las dificultades y sufrimientos de la vida. En efecto, los sufrimientos, las pruebas y las oscuridades no debilitan sino que fortalecen nuestra esperanza, una esperanza que no defrauda porque «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5).
Que la Virgen María, a la que hoy veneramos con el título de Madre de Dios, nos ayude a contemplar el rostro de Jesús, Príncipe de la Paz. Que nos sostenga y acompañe en este año nuevo; que obtenga para nosotros y el mundo entero el don de la paz. Amén.
Catequesis: Ver el rostro de Dios
Audiencia general, 16-01-2013
[…] Precisamente al comienzo del año, el 1 de enero, hemos escuchado en la liturgia la bellísima oración de bendición sobre el pueblo: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6, 24-26). El esplendor del rostro divino es la fuente de la vida, es lo que permite ver la realidad; la luz de su rostro es la guía de la vida. En el Antiguo Testamento hay una figura a la que está vinculada de modo especial el tema del «rostro de Dios»: se trata de Moisés, a quien Dios elige para liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto, donarle la Ley de la alianza y guiarle a la Tierra prometida. Pues bien, el capítulo 33 del Libro del Éxodo dice que Moisés tenía una relación estrecha y confidencial con Dios: «El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo» (v. 11). Dada esta confianza, Moisés pide a Dios: «¡Muéstrame tu gloria!», y la respuesta de Dios es clara: «Yo haré pasar ante ti toda mi bondad y pronunciaré ante ti el nombre del Señor… Pero mi rostro no lo puedes ver, porque no puede verlo nadie y quedar con vida… Aquí hay un sitio junto a mí… podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás» (vv. 18-23). Por un lado, entonces, tiene lugar el diálogo cara a cara como entre amigos, pero por otro lado existe la imposibilidad, en esta vida, de ver el rostro de Dios, que permanece oculto; la visión es limitada. Los Padres dicen que estas palabras, «tú puedes ver sólo mi espalda», quieren decir: tú sólo puedes seguir a Cristo y siguiéndole ves desde la espalda el misterio de Dios. Se puede seguir a Dios viendo su espalda.
Algo completamente nuevo tiene lugar, sin embargo, con la Encarnación. La búsqueda del rostro de Dios recibe un viraje inimaginable, porque este rostro ahora se puede ver: es el rostro de Jesús, del Hijo de Dios que se hace hombre. En Él halla cumplimiento el camino de revelación de Dios iniciado con la llamada de Abrahán, Él es la plenitud de esta revelación porque es el Hijo de Dios, es a la vez «mediador y plenitud de toda la Revelación» (const. dogm. Dei Verbum, 2), en Él el contenido de la Revelación y el Revelador coinciden. Jesús nos muestra el rostro de Dios y nos da a conocer el nombre de Dios. En la Oración sacerdotal, en la Última Cena, Él dice al Padre: «He manifestado tu nombre a los hombres… Les he dado a conocer tu nombre» (cf. Jn 17, 6.26). La expresión «nombre de Dios» significa Dios como Aquel que está presente entre los hombres. A Moisés, junto a la zarza ardiente, Dios le había revelado su nombre, es decir, hizo posible que se le invocara, había dado un signo concreto de su «estar» entre los hombres. Todo esto encuentra en Jesús cumplimiento y plenitud: Él inaugura de un modo nuevo la presencia de Dios en la historia, porque quien lo ve a Él ve al Padre, como dice a Felipe (cf. Jn 14, 9). El cristianismo —afirma san Bernardo— es la «religión de la Palabra de Dios»; no, sin embargo, de «una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y viviente» (Hom. super missus est, IV, 11: pl 183, 86 b). En la tradición patrística y medieval se usa una fórmula especial para expresar esta realidad: se dice que Jesús es el Verbum abbreviatum (cf. Rm 9, 28, referido a Is 10, 23), el Verbo abreviado, la Palabra breve, abreviada y sustancial del Padre, que nos ha dicho todo de Él. En Jesús está presente toda la Palabra.
En Jesús también la mediación entre Dios y el hombre encuentra su plenitud. En el Antiguo Testamento hay una multitud de figuras que desempeñaron esta función, en especial Moisés, el liberador, el guía, el «mediador» de la alianza, como lo define también el Nuevo Testamento (cf. Gal 3, 19; Hch 7, 35; Jn 1, 17). Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no es simplemente uno de los mediadores entre Dios y el hombre, sino que es «el mediador» de la nueva y eterna alianza (cf. Hb 8, 6; 9, 15; 12, 24); «Dios es uno —dice Pablo—, y único también el mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús» (1 Tm 2, 5; cf. Gal 3, 19-20). En Él vemos y encontramos al Padre; en Él podemos invocar a Dios con el nombre de «Abbà, Padre»; en Él se nos dona la salvación.
El deseo de conocer realmente a Dios, es decir, de ver el rostro de Dios es innato en cada hombre, también en los ateos. Y nosotros tenemos, tal vez inconscientemente, este deseo de ver sencillamente quién es Él, qué cosa es, quién es para nosotros. Pero este deseo se realiza siguiendo a Cristo; así vemos su espalda y vemos en definitiva también a Dios como amigo, su rostro en el rostro de Cristo. Lo importante es que sigamos a Cristo no sólo en el momento en que tenemos necesidad y cuando encontramos un espacio en nuestras ocupaciones cotidianas, sino con nuestra vida en cuanto tal. Toda nuestra existencia debe estar orientada hacia el encuentro con Jesucristo, al amor hacia Él; y, en ella, debe tener también un lugar central el amor al prójimo, ese amor que, a la luz del Crucificado, nos hace reconocer el rostro de Jesús en el pobre, en el débil, en el que sufre. Esto sólo es posible si el rostro auténtico de Jesús ha llegado a ser familiar para nosotros en la escucha de su Palabra, al dialogar interiormente, al entrar en esta Palabra de tal manera que realmente lo encontremos, y, naturalmente, en el Misterio de la Eucaristía. En el Evangelio de san Lucas es significativo el pasaje de los dos discípulos de Emaús, que reconocen a Jesús al partir el pan, pero preparados por el camino hecho con Él, preparados por la invitación que le hicieron de permanecer con ellos, preparados por el diálogo que hizo arder su corazón; así, al final, ven a Jesús. También para nosotros la Eucaristía es la gran escuela en la que aprendemos a ver el rostro de Dios, entramos en relación íntima con Él; y aprendemos, al mismo tiempo, a dirigir la mirada hacia el momento final de la historia, cuando Él nos saciará con la luz de su rostro. Sobre la tierra caminamos hacia esta plenitud, en la espera gozosa de que se realice realmente el reino de Dios. Gracias.
Francisco, papa
Homília 2014
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS. XLVII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Basílica Vaticana. Miércoles 1 de enero de 2014
La primera lectura que hemos escuchado nos propone una vez más las antiguas palabras de bendición que Dios sugirió a Moisés para que las enseñara a Aarón y a sus hijos: «Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-25). Es muy significativo escuchar de nuevo esta bendición precisamente al comienzo del nuevo año: ella acompañará nuestro camino durante el tiempo que ahora nos espera. Son palabras de fuerza, de valor, de esperanza. No de una esperanza ilusoria, basada en frágiles promesas humanas; ni tampoco de una esperanza ingenua, que imagina un futuro mejor sólo porque es futuro. Esta esperanza tiene su razón de ser precisamente en la bendición de Dios, una bendición que contiene el mejor de los deseos, el deseo de la Iglesia para todos nosotros, impregnado de la protección amorosa del Señor, de su ayuda providente.
El deseo contenido en esta bendición se ha realizado plenamente en una mujer, María, por haber sido destinada a ser la Madre de Dios, y se ha cumplido en ella antes que en ninguna otra criatura.
Madre de Dios. Este es el título principal y esencial de la Virgen María. Es una cualidad, un cometido, que la fe del pueblo cristiano siempre ha experimentado, en su tierna y genuina devoción por nuestra madre celestial.
Recordemos aquel gran momento de la historia de la Iglesia antigua, el Concilio de Éfeso, en el que fue definida con autoridad la divina maternidad de la Virgen. La verdad sobre la divina maternidad de María encontró eco en Roma, donde poco después se construyó la Basílica de Santa María «la Mayor», primer santuario mariano de Roma y de todo occidente, y en el cual se venera la imagen de la Madre de Dios —la Theotokos— con el título de Salus populi romani. Se dice que, durante el Concilio, los habitantes de Éfeso se congregaban a ambos lados de la puerta de la basílica donde se reunían los Obispos, gritando: «¡Madre de Dios!». Los fieles, al pedir que se definiera oficialmente este título mariano, demostraban reconocer ya la divina maternidad. Es la actitud espontánea y sincera de los hijos, que conocen bien a su madre, porque la aman con inmensa ternura. Pero es algo más: es el sensus fidei del santo pueblo fiel de Dios, que nunca, en su unidad, nunca se equivoca.
María está desde siempre presente en el corazón, en la devoción y, sobre todo, en el camino de fe del pueblo cristiano. «La Iglesia… camina en el tiempo… Pero en este camino —deseo destacarlo enseguida— procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María» (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 2). Nuestro itinerario de fe es igual al de María, y por eso la sentimos particularmente cercana a nosotros. Por lo que respecta a la fe, que es el quicio de la vida cristiana, la Madre de Dios ha compartido nuestra condición, ha debido caminar por los mismos caminos que recorremos nosotros, a veces difíciles y oscuros, ha debido avanzar en «la peregrinación de la fe» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 58).
Nuestro camino de fe está unido de manera indisoluble a María desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre diciendo: «He ahí a tu madre» (Jn 19,27). Estas palabras tienen un valor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde ese momento, la Madre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre. En aquella hora en la que la fe de los discípulos se agrietaba por tantas dificultades e incertidumbres, Jesús les confió a aquella que fue la primera en creer, y cuya fe no decaería jamás. Y la «mujer» se convierte en nuestra Madre en el momento en el que pierde al Hijo divino. Y su corazón herido se ensancha para acoger a todos los hombres, buenos y malos, a todos, y los ama como los amaba Jesús. La mujer que en las bodas de Caná de Galilea había cooperado con su fe a la manifestación de las maravillas de Dios en el mundo, en el Calvario mantiene encendida la llama de la fe en la resurrección de su Hijo, y la comunica con afecto materno a los demás. María se convierte así en fuente de esperanza y de verdadera alegría.
La Madre del Redentor nos precede y continuamente nos confirma en la fe, en la vocación y en la misión. Con su ejemplo de humildad y de disponibilidad a la voluntad de Dios nos ayuda a traducir nuestra fe en un anuncio del Evangelio alegre y sin fronteras. De este modo nuestra misión será fecunda, porque está modelada sobre la maternidad de María. A ella confiamos nuestro itinerario de fe, los deseos de nuestro corazón, nuestras necesidades, las del mundo entero, especialmente el hambre y la sed de justicia y de paz y de Dios; y la invocamos todos juntos :, y os invito a invocarla tres veces, imitando a aquellos hermanos de Éfeso, diciéndole: ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! Amén.
Congregación para el Clero
El ligamen entre el Nacimiento del Señor y la Maternidad divina de María Santísima está claramente expresado en uno de los doce anatemas de san Cirilo de Alejandría († 444), recogidos por el Concilio de Éfeso, que en el año 431 definió como dogma de fe que María de Nazareth es la Madre de Dios: “Si alguno no confiesa que Dios es según verdad el Emmanuel, y que por eso la santa Virgen es Madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne), sea anatema” (Dz 72).
Hace pocos días hemos adorado la presencia del Verbo encarnado en el humilde pesebre de Belén. Ahora la Iglesia nos invita a dirigir la mirada llena de asombro a la otra persona magnífica del pesebre que es la Madre de Jesús, Dios hecho carne.
En tiempos recientes, la devoción a la Madre de Dios se ha debilitado en ciertos sectores de la Iglesia. Algunos han tenido temor de que honrando demasiado a María, de alguna manera se habría podido provocar una separación de la adoración a Cristo. Por eso les pareció necesario radicalizar el cristocentrismo, subrayando unilateralmente la unicidad de la mediación salvífica de Cristo, en desmedro de las mediaciones participadas de los Santos, de los Ángeles y de la misma Madre de Dios. Obrando así, se ha olvidado el antiguo adagio: ad Jesum per Mariam.
La Madre nos acompaña siempre hacia su Hijo y nunca nos aleja de Él. El Concilio Ecuménico Vaticano II lo ha dicho con estas palabras: ”Todo el influjo salvífico de la Bienaventurada Virgen en favor de los hombres no es exigido por ninguna ley, sino que nace del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la mismna saca toda su virtud; y lejos de impedirla, fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo” (Lumen Gentium, n. 60).
Se debe reconocer que el papel de María no es un obstáculo, sino de completo respeto al reconocimiento de Cristo en la fe. La Madre de Dios, con su pureza virginal, representa y defiende también la pureza de la doctrina cristiana. En el Breviario y en la “forma extraordinaria” (o rito antiguo) del Misal se encuentra la hermosa antífona mariana «Gaude, Maria Virgo, cunctas haereses tu sola interemisti in universo mundo – Alégrate, Virgen María, tú sola has destruido todas las herejías del mundo entero».
Esta antífona ha sido comentada por el famoso biblista Ignace de la Potterie en estos términos: «No es que María haya hecho en su vida algo contra las herejías, sino que el reconocimiento cierto de María en los dogmas marianos es baluarte de la verdadera fe. También el Cardenal Ratzinger, en su libro-entrevista con Vittorio Messori (Informe sobre la fe), subraya que María “triunfa sobre todas las herejías”: si se da a María el lugar que le corresponde en la ininterrumpida Tradición y en el dogma, se llega al centro de la cristología de la Iglesia. Los primeros dogmas, que se refieren a la virginidad perpetua y a la maternidad divina, y también los últimos (Inmaculada Concepción y Asunción corporal al Cielo), son la base segura para la fe cristiana en la encarnación del Hijo de Dios. Pero también la fe en el Dios vivo, que puede intervenir en el mundo y en la materia, así como la fe en las realidades últimas (resurrección de la carne y, en consecuencia, la transfiguración del mismo mundo material) está confesada implícitamente en el reconocimiento de los dogmas marianos. También por esto se espera que se concretará el “proyecto de reintroducir, ojalá que en la fiesta de la Asunción corporal de María al Cielo, el 15 de agosto, la bella antífona separada de la reforma litúrgica” (en 30 Giorni, 12 [octubre 1995], p. 71).
No es posible ser cristocéntrico si no se es fuertemente mariano. En este día la Iglesia reza especialmente por la paz. Y es justamente a la siempre Virgen Madre de Dios a quienes se dirigen los fieles para obtener del Señor, a través de su intercesión, el don de la paz, para la Iglesia y para el mundo.