Miércoles XXXIII Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 15 noviembre, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Ap 4, 1-11: Santo es el Señor, soberano de todo; el que era y es y viene
Sal 150, 1-2. 3-4. 5-6: Santo, Santo, Santo es el Señor, soberano de todo
Lc 19, 11-28: ¿Por qué no pusiste mi dinero en el banco?
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
?Apocalipsis 4,1-1: Santo es el Señor, soberano de todo, el que era y el que es. Juan, valiéndose de imágenes de los antiguos profetas de Israel ?Isaías, Ezequiel y Daniel? contempla a Dios en su majestad real. El Señor está rodeado del mundo espiritual y de la Iglesia, simbolizada por los ancianos, que cantan eternamente su gloria. Explica San Cesáreo de Arlés:
«Los ancianos significan la Iglesia, como dice Isaías: ?cuando Él sea glorificado en medio de sus ancianos? (24,23). Ahora bien, los veinticuatro ancianos son los prepósitos y los pueblos. En los doce Apóstoles se indica a los prepósitos y en los otros doce el resto de la Iglesia... De la Iglesia salen los herejes ?relámpago y voces?, pues ?salieron de entre nosotros? (1 Jn 2,19). Pero también hay en ese texto otro significado, a saber, que los rayos y voces indican la predicación de la Iglesia. En las voces reconoce las palabras, en los relámpagos los milagros... ?El mar semejante al cristal? es la fuente del bautismo; ?delante del trono? quiere decir, antes del juicio. Pero por trono se entiende a veces, el alma santa, tal como está escrito: ?el alma del justo es la sede de la sabiduría? (Prov 12,23). Otras veces significa a la Iglesia, en la que Dios tiene su sede...
«Los ojos [de los animales] son los mandamientos de Dios, que tienen la facultad de ver el pasado y el futuro. En el primer animal, semejante a un león, se muestra la fortaleza de la Iglesia; en el novillo, la pasión de Cristo. En el tercer animal, que es semejante a un hombre, se representa la humildad de la Iglesia; porque ella no se jacta en absoluto con un sentimiento de orgullo, aun cuando posee la adopción filial. El cuarto animal representa a la Iglesia, semejante a un águila, es decir, volando libremente y elevada por encima de la tierra por dos alas, levantada por los dos Testamentos o por los dos mandamientos» (Comentario al Apocalipsis 4).
?Por eso alabamos a Dios con el Salmo 150, comenzando por el trisagio: «Santo, Santo, Santo es el Señor, soberano de todo. Alabad al Señor en su templo, alabadlo en su fuerte firmamento. Alabadlo por sus obras magníficas, alabadlo por su inmensa grandeza, alabadlo tocando trompetas, alabadlo con arpas y cítaras, alabadlo con tambores y danzas, alabadlo con trompetas y flautas, alabado con platillos sonoros, alabadlo con platillos vibrantes. Todo ser que alienta alabe al Señor».
?Lucas 19,11-28: ¿Por qué no pusiste mi dinero en un banco? Hemos de hacer fructificar los dones que hemos recibido de Dios. Hemos de rendir cuentas de ellos al mismo Dios que nos los ha otorgado. Comenta San Agustín:
«Sabemos de qué modo amenaza aquella misericordiosa avaricia del Señor, que por doquier busca extraer ganancias de su dinero, y que dice a su siervo perezoso, que entorpece las ganancias del Señor: ?siervo malvado, por tu boca te condenas?... Nosotros no hemos hecho otra cosa que dar el dinero del Señor, y Él será el exactor no solo de aquel criado, sino de todos nosotros. Cumplamos, pues, el oficio del que va delante dando, sin usurpar el del exactor» (Sermón 279,12).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
|pp. 299-3021. Apocalipsis 4,1-11
a) Es admirable la imaginación poética y la fuerza descriptiva del autor del Apocalipsis.
Después del examen de conciencia que suponían las cartas a las siete Iglesias, hoy empieza a dibujarnos el grandioso ambiente del trono de Dios y la solemne liturgia del cielo.
Se suceden las imágenes, en el estilo de profetas como Isaías, Ezequiel o Daniel: el trono y el que está sentado en él, el arco iris, los veinticuatro ancianos con vestidos blancos y corona en la cabeza, las siete lámparas o espíritus, el mar transparente como de cristal, los cuatro seres vivientes que día y noche cantan "Santo, Santo, Santo es el Señor", y la respuesta de los ancianos con más himnos de alabanza, arrojando sus coronas a los pies del que está sentado en el trono. Todo ello con sonido de trompetas y relámpagos y retumbar de truenos.
Los cuatro seres misteriosos tienen figura de león, de toro, de hombre y de águila: son símbolos que ya habían aparecido en el profeta Ezequiel, y que más tarde la catequesis de los Santos Padres aplicó a los cuatro evangelistas, Lucas, Marcos, Mateo y Juan.
b) Uno de los aspectos que más deberíamos recordar, cada vez que participamos en la Eucaristía o en otras reuniones de oración, es que estamos unidos a la comunidad de los salvados en el cielo, que están ya celebrando en la presencia de Dios la verdadera liturgia, entonando himnos y lanzando al aire sus coronas.
No celebramos solos. Lo hacemos unidos a los ángeles, a la Virgen, a los santos, a nuestros seres queridos. La liturgia del cielo y la de la tierra están íntimamente relacionadas. No sólo cuando lo decimos explícitamente, como en el Santo de la misa, que cantamos uniendo nuestras voces a las de los ángeles y santos, sino siempre.
No importa mucho encontrar la clave simbólica para interpretar a quién corresponden esos seres misteriosos o esos personajes que están en torno a Dios, ni el sentido que puedan tener los números de esta magnífica escena: siete, veinticuatro, cuatro. Lo importante es que se nos pone delante una imagen de triunfo, de cantos jubilosos, de una liturgia festiva de los que ya están salvados: y eso es un mensaje de esperanza para los que vamos caminando un poco cansinamente por la vida, cuesta arriba hacia Jerusalén. El salmo nos quiere contagiar este optimismo: "alabad al Señor en su templo, alabadlo por sus obras magnificas, alabadlo tocando trompetas... todo ser que alienta alabe al Señor". A eso estamos destinados. A eso estamos ya unidos, en nuestra celebración, aunque no lo veamos todavía con claridad.
2. Lucas 19,11-28
a) La parábola de las diez onzas de oro que hay que hacer fructificar tiene, según Lucas, una intención: "estaban cerca de Jerusalén y se pensaban que el reino de Dios iba a despuntar de un momento a otro".
Lo del tiempo concreto de la vuelta no tiene importancia. Lo que sí la tiene es que, mientras llegue ese momento -la vuelta del rey. no parece inminente-, se trabaje: "negociad mientras vuelvo". Tampoco es decisivo si con las diez monedas uno ha conseguido otras diez, 0 sólo cinco. Lo que no hay que hacer es "guardarlas en un pañuelo", dejándolas improductivas.
La lectura de hoy es difícil de interpretar, porque la parábola de las monedas está entremezclada con otra, la del pretendiente al trono que no es bien visto por sus súbditos y luego se venga de sus enemigos: una alusión, tal vez, al episodio de Arquelao, hijo de Herodes el Grande, que había vivido una experiencia similar. Es difícil deslindar las dos, y tal vez aquí lo más conveniente será seguir el filón de las onzas que Dios nos ha encomendado y de las que tendremos que dar cuenta.
b) Los talentos que cada uno de nosotros hemos recibido -vida, salud, inteligencia, dotes para el arte o el mando o el deporte: todos tenemos algún don- los hemos de trabajar, porque somos administradores, no dueños.
Es de esperar que el Juez, al final, no nos tenga que tachar de "empleado holgazán" que ha ido a lo fácil y no ha hecho rendir lo que se le había encomendado. La vida es una aventura y un riesgo, y el Juez premiará sobre todo la buena voluntad, no tanto si hemos conseguido diez o sólo cinco. Lo que no podemos hacer es aducir argumentos para tapar nuestra pereza (el siervo holgazán poco menos que echa la culpa al mismo rey de su inoperancia).
¿Qué estamos haciendo de la fe, del Bautismo, de la Palabra, de la Eucaristía? ¿qué fruto estamos sacando, en honor de Dios y bien de la comunidad, de esa moneda de oro que es nuestra vida, la humana y la cristiana? Ojalá al final todos oigamos las palabras de un Juez sonriente: "muy bien, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor".
"Santo, Santo, Santo es el Señor, soberano de todo, el que era y es y viene" (1a lectura II)
"Muy bien, eres un empleado cumplidor" (evangelio).
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Apocalipsis 4,1-11
Tras las siete cartas a las siete Iglesias, prosigue el libro del Apocalipsis con dos visiones, la primera de las cuales constituye la primera lectura de esta liturgia. Por medio de algunos símbolos, bien conocidos por los que conocen el Antiguo Testamento, construye el apóstol Juan un gran escenario que tiene en su centro un trono de gloria. En este trono está sentado el Eterno, el Creador de todas las cosas (v 2). Ante el Eterno se desarrolla una especie de procesión -y se eleva una especie de himno de alabanza y de acción de gracias. Los elementos descriptivos sirven únicamente para concentrar la atención de todos -también la nuestra- sobre «aquel que está sentado en el trono», porque es Dios y sólo a él se le debe todo acto de adoración. De ahí que la visión descrita por el apóstol Juan tenga una función eminentemente práctica: la de introducirnos a cada uno de nosotros o, mejor, a la asamblea litúrgica que celebra los santos misterios, en esa liturgia celestial que constituye el modelo de toda liturgia terrestre.
Las distintas aclamaciones que suben hacia el Eterno, el «Señor Dios todopoderoso» (v. 8), constituyen la expresión de una piedad que conserva intacto su valor, tanto hoy como ayer. En primer lugar, el trisagio, el «tres veces santo», dirigido a «el que era, el que es y el que está a punto de llegar». Es fácil advertir que en esta triple indicación cronológica está sintetizada, en cierto modo, toda la historia de la humanidad, la cual, en cuanto visitada por Dios, se convierte en historia de la salvación. El otro himno de alabanza, que cierra esta primera lectura (v. 11), reconoce en aquel que está sentado en el trono al Creador de todas las cosas y cuya voluntad está en el origen de la creación. De manera implícita captamos una invitación a no albergar temor alguno, en virtud de la protección que nos viene del Eterno.
Evangelio: Lucas 19,11-28
Para comprender la parábola de los talentos es preciso tener presentes dos motivos fundamentales que se entrelazan en esta perícopa lucana: por un lado, Lucas quiere decir lo que significa ser discípulo; por otro, introduce el hecho del rey rechazado. El primer motivo prosigue y desarrolla el tema de las páginas precedentes, mientras que el segundo introduce el tema de las páginas que siguen. Pero es preciso que nos fijemos también en el inicio de esta parábola (v 11), porque con ella Lucas pretende ilustrar el tema de la inminencia escatológica, enlazando así no sólo con el acontecimiento histórico de la entrada de Jesús en Jerusalén, sino también con la cuestión del «cuándo vendrá el Reino de Dios» (cf. Lc 17,20).
Del enlace de todos estos motivos es obvio que resulta una interpretación múltiple y diferenciada de la misma parábola, en la que Lucas, por otra parte, introduce algunos retoques personales. Por ejemplo, la alusión al «país lejano» (v. 12) al que se marchó el hombre noble: de este modo indica Lucas que queda todavía una gran cantidad de tiempo antes de que vuelva el Señor. Bueno será recordar que también en 21,8 pondrá Lucas en guardia contra un posible error de valoración y de perspectiva en la espera del retorno del Señor.
Otro detalle lucano que merece ser puesto de relieve es el deber de hacer fructificar las minas o talentos. En efecto, si bien el Señor tarda en venir, no es menos cierto que vendrá y que lo hará como juez; ante él es preciso presentarse con frutos en las manos para que no nos diga que no nos conoce (cf también Lc 12,47ss).
La exhortación evangélica llega así a todo verdadero discípulo de Jesús.
MEDITATIO
La parábola de Lucas, con su casi inagotable riqueza, nos invita a reflexionar sobre algunas actitudes típicas del discípulo al que se le dice que ha sido un criado bueno y fiel. Pero es preciso excavar en lo hondo de estos dos adjetivos calificativos para entrar en el mensaje evangélico. En efecto, Jesús no recomienda una fidelidad genérica o una bondad común, sino una fidelidad que se concreta en la obediencia a la voluntad del Señor y una bondad que se manifiesta en la disponibilidad total.
Estas dos actitudes revelan, por consiguiente, el ideal evangélico que Jesús quiere presentar y, en consecuencia, la espiritualidad propia de todo discípulo suyo. La fidelidad y la bondad son como las dos caras de una medalla; son dos aspectos de una sola personalidad que no se califica, ciertamente, por las cualidades morales, sino por el don de la gracia recibida y por el deseo constante de vivir según la voluntad del Maestro.
A diferencia de Mateo, que califica al siervo malo de «perezoso», Lucas le califica de «desobediente»: he aquí otra pequeña diferencia que sólo puede poner de relieve una comparación sinóptica entre los dos evangelistas. De este modo, el lector podrá sentirse adiestrado para seguir a cada evangelista por las pistas que le son propias y podrá componer las diferentes teselas del único retrato de Jesús. Ahora bien, si pasamos del ámbito de la redacción de ambos evangelistas al ámbito del Jesús histórico, es casi seguro que Jesús -frente al miedo de los fariseos, que habían subvertido todo el sistema de los valores- invita a sus discípulos, con esta parábola, a vencer todo miedo respecto a Dios y a alimentar una confianza profunda y total, que no teme a veces el riesgo y mantiene siempre abierto el corazón del discípulo al abandono total en su Dios.
ORATIO
Santo, santo, santo es el Señor.
Has hecho el mundo para nosotros:
las flores de mil colores para alegrarnos;
la lluvia para refrescar la tierra;
los pájaros para llenar el aire de cantos;
la luna y las estrellas para hacernos soñar.
Santo, santo, santo es el Señor.
Nos has creado y nos has colmado de dones:
la inteligencia para captar tus maravillas;
la voluntad para amar el universo;
la fantasía para alcanzar lo imposible;
la sonrisa para difundir tu alegría.
Santo, santo, santo es el Señor.
Haznos comprender:
la dimensión original e inefable de tus dones,
que escapan a cualquier juicio trivial;
la gravedad que encierra enterrar cualquier don
por miedo o por envidia,
por pereza o por favorecer nuestros planes;
la responsabilidad de hacerlos fructificar,
porque la esencia del don es ser entregado.
Santo, santo, santo es el Señor.
CONTEMPLATIO
Siempre resultará provechoso esforzarse en profundizar en el contenido de la antigua tradición, de la doctrina y la fe de la Iglesia católica, tal como el Señor nos la entregó, tal como la predicaron los apóstoles y la conservaron los santos Padres. En ella, efectivamente, está fundamentada la Iglesia, de manera que todo el que se aparta de esta fe deja de ser cristiano y ya no merece el nombre de tal.
Existe, pues, una Trinidad, santa y perfecta, de la cual se afirma que es Dios en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que no tiene mezclado ningún elemento extraño o externo, que no se compone de uno que crea y de otro que es creado, sino que toda ella es creadora, es consistente por naturaleza, y su actividad es única. El Padre hace todas las cosas a través del que es su Palabra, en el Espíritu Santo. De esta manera, queda a salvo la unidad de la Santa Trinidad. Así, en la Iglesia se predica un solo Dios, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo. Lo trasciende todo, en cuanto Padre, principio y fuente; lo penetra todo, por su Palabra; lo invade todo, en el Espíritu Santo.
San Pablo, hablando a los corintios acerca de los dones del Espíritu, lo reduce todo al único Dios Padre, como al origen de todo, así: hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor, y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos.
El Padre es quien da, por mediación de aquel que es su Palabra, lo que el Espíritu distribuye a cada uno. Porque todo lo que es del Padre es también del Hijo; por esto, todo lo que da el Hijo en el Espíritu es realmente don del Padre. De manera semejante, cuando el Espíritu está en nosotros, lo está también la Palabra, de quien recibimos el Espíritu, y en la Palabra está también el Padre, realizándose así estas palabras: «El Padre y yo vendremos a él y haremos morada en él». Porque donde está la luz, allí está también el resplandor, y donde está el resplandor, allí están también su eficiencia y su gracia esplendorosa.
Es lo que nos enseña el mismo Pablo en su segunda Carta a los Corintios, cuando dice: «La gracia de Jesucristo, el Señor, el amor de Dios y la comunión en los dones del Espíritu Sato, estén con todos vosotros». Porque toda gracia o don que se nos da en la Trinidad se nos da por el Padre, a través del Hijo, en el Espíritu Santo. Pues así como la gracia se nos da por el Padre, a través del Hijo, así también no podemos recibir ningún don si no es en el Espíritu Santo, ya que, hechos partícipes del mismo, poseemos el amor del Padre, la gracia del Hijo y la comunión de este Espíritu (Atanasio de Alejandría).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Santo, santo, santo, Señor Dios todopoderoso» (Ap 4,8).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
El trabajo es el contenido característico de la que llamamos ¡ornada laboral o vida cotidiana. A buen seguro, es posible sublimar el trabajo y engrandecer el noble y embriagador poder creativo del hombre. También podemos abusar de él, como se hace con tanta frecuencia, para huir de nosotros mismos, del misterio y del enigma de la existencia, del ansia, que nos hacen buscar sobre todo la verdadera seguridad.
El trabajo auténtico se encuentra en medio. No es ni la cima ni el analgésico de la existencia. Es, simplemente, trabajo: duro y, sin embargo, soportable, ordinario y habitual, monótono y siempre igual, inevitable y -si no se pervierte en amarga esclavitud- prosaicamente amistoso. El conserva nuestra vida, mientras, al mismo tiempo, la consume lentamente.
El trabajo no puede gustarnos nunca del todo. Incluso cuando empieza como realización del supremo impulso creativo del hombre, se convierte, de manera inevitable, en ritmo acelerado, en gris repetición de la misma acción, en afirmación frente a lo imprevisto y a la pesadez de lo que el hombre no obra desde el interior, sino que lo sufre desde el exterior, como por obra de un enemigo. Sin embargo, el trabajo es también constantemente un tener que ponerse a disposición de los otros siguiendo un ritmo preexistente, una contribución a un fin común que ninguno de nosotros se ha buscado por sí solo. Por eso es un acto de obediencia y un perderse en lo que es general [...].
El trabajo, no por sí mismo, sino por efecto de la gracia de Cristo, puede ser «realizado en el Señor» y convertirse en ejercicio de esa actitud y de esa disposición a las que Dios puede conferir el premio de la vida eterna: ejercicio de la paciencia -que es la forma asumida por la vida cotidiana-, de la fidelidad, de la objetividad, del sentido de la responsabilidad, del desinterés que alienta el amor (K. Rahner).