Sábado XXIX Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 16 octubre, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Ef 4, 7-16: Cristo es la cabeza; de él todo el cuerpo se procura el crecimiento
Sal 121, 1-2. 3-4a. 4b-5: Llenos de alegría vamos a la casa del Señor
Lc 13, 1-9: Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
?Efesios 4,7-16: Cristo es nuestra Cabeza. Él está a la derecha del Padre, y difunde sus gracias y carismas en su Cuerpo místico para edificarlo, y hacerlo crecer y llegar a la plenitud. Dice Orígenes:
«Escuchad, pastores de las Iglesias, pastores de Dios, que siempre un ángel desciende del cielo y os anuncia que ?os ha nacido hoy un Salvador, que es Cristo, el Señor? (Lc 2,11). Porque los pastores de las Iglesias no podrán guardar el rebaño por ellos mismos, si no viene el Pastor. Falla su pastoreo si Cristo no apacienta con ellos y lo guarda con ellos. Leemos en el Apóstol: ?somos cooperadores de Dios? (1 Cor 3,9). El pastor bueno, que imita al Buen Pastor, es cooperador de Dios y de Cristo; y por eso mismo es un buen pastor aquel que, unido al mejor de los pastores, apacienta el rebaño. ?Dios puso en la Iglesia apóstoles, profetas, evangelistas, pastores, doctores para la perfección de los santos? (1 Cor 12, 28; cf. Ef 4, 11-12)» (Homilía sobre el Evangelio de San Lucas 12,2).
?Con el Salmo 21 vamos, llenos de alegría a la Casa del Señor, a la Iglesia, a la asamblea litúrgica... «Ya están pisando nuestros pies, tus umbrales, Jerusalén. Jerusalén está fundada, como ciudad bien compacta. Allá suben las tribus, las tribus del Señor», y todos los pueblos unen su voz en la misma plegaria por la acción del Espíritu. Dóciles a su acción, con un solo corazón y una sola alma, alabamos el nombre del Señor y celebramos la Santa Eucaristía, sacrificio y alimento que da vida y nos une con todos los hermanos y con Cristo, nuestra Cabeza.
?Lucas 13,1-9: Si no nos convertimos de todo corazón, pereceremos. Nos lo avisa Jesús en la parábola de la higuera infructuosa. Y así lo comenta San Ambrosio:
«¿Qué querrá significar el Señor al usar con tanta frecuencia en su evangelio la parábola de la higuera? En otro lugar ya has visto cómo, al mandato del Señor, se secó el verdor de este árbol (Mt 21,19). De aquí has de concluir que el Creador de todas las cosas puede mandar que las diversas especies de árboles se sequen o tomen verdor en un instante. En otro pasaje Él recuerda que la llegada del estío suele conocerse porque surgen en el árbol retoños nuevos y brotan hojas (Mt 24,32). En estos dos textos hay figurada la vanagloria que perseguía el pueblo judío y que desapareció como una flor, cuando vino el Señor, porque permanecía infructuosa en obras, y lo mismo que con la venida del estío se recolectan los frutos maduros de la tierra toda, así también, en el día del juicio, se podrá contemplar la plenitud de la Iglesia, en la que creerán los mismos judíos» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib. VII,160).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Efesios, 4,7-16
a) Ayer pedía Pablo para la Iglesia la unidad, basada en que uno solo es el Señor, y la fe, y el Bautismo para todos. Pero unidad no significa uniformidad, no va reñida con la diversidad.
En la Iglesia el mismo Cristo, que es su Cabeza, ha querido la riqueza de los ministerios y de los carismas: unos son apóstoles, otros profetas y evangelistas y pastores y doctores. Todo eso está pensado por Dios "para el perfeccionamiento de los fieles, y para la edificación del cuerpo de Cristo".
La Iglesia es un cuerpo, un organismo viviente, que debe ir creciendo y madurando, hasta que todos lleguemos a la estatura de Cristo, "el hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud". A eso va encaminada la existencia de los diversos ministerios.
b) Unidad en la diversidad. Un aspecto que siempre crea tensiones y que nunca acabamos de conjugar constructivamente.
Unos subrayan la unidad, y la entienden casi como uniformidad, sin respetar, por tanto, la riqueza de carismas que el Espíritu suscita en su Iglesia. Otros valoran la diversidad, y tal vez no la armonizan suficientemente con la unidad eclesial, y pueden ser ocasión de que los carismas no construyan, sino que dividan a la comunidad.
Deberíamos alegrarnos de la riqueza de dones que hay en la Iglesia, y valorar a la vez su unidad dinámica, a la que todos aportan su contribución, sin pretender monopolios ni invadir el terreno de los demás. Es la comparación que a Pablo le gusta tanto: en el cuerpo humano cada miembro tiene su función y todos contribuyen al bien del único cuerpo, "actuando a la medida de cada parte". Es lo que pasa en una empresa, o en equipo deportivo, o en una coral, o en una orquesta.
La meta que Pablo pone a toda comunidad, es su maduración progresiva: "que ya no seamos niños sacudidos por las olas y llevados al retortero por todo viento de doctrina, en la trampa de los hombres", sino que lleguemos a la altura de Cristo, "el hombre perfecto, a la medida de su plenitud". Esta maduración es orgánica: Cristo es la cabeza y de él todo el cuerpo recibe su crecimiento "a través de todo el complejo de junturas que lo nutren". Más aún: este crecimiento tiene una consigna clara, el amor: "realizando la verdad en el amor", "para construcción de sí mismo en el amor".
Crecimiento: no una Iglesia estática. Pero crecimiento orgánico, a partir de Cristo y contando con las estructuras eclesiales que él ha pensado ("todo el complejo de junturas que lo nutren"). Y todo, basado en el amor. Entonces sí que la comunidad cristiana sería un ambiente enriquecedor para los de dentro y un motivo de atracción para los de fuera. Y podríamos cantar lo que los judíos decían sobre Jerusalén: "¡qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor! Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta".
2. Lucas 13,1-9
a) Dos hechos de la vida son interpretados aquí por Cristo, sacando de ellos una lección para el camino de fe de sus seguidores. Se pueden considerar como ejemplos prácticos de la invitación que nos hacía ayer, a saber interpretar los signos de los tiempos.
No conocemos nada de esa decisión que tomó Pilato de aplastar una revuelta de galileos cuando estaban sacrificando en el Templo, mezclando su sangre con la de los animales que ofrecían. Sí sabemos por Flavio Josefo que lo había hecho en otras ocasiones, con métodos expeditivos, pero no es seguro que sea el mismo caso. Tampoco sabemos más de ese accidente, el derrumbamiento de un muro de la torre de Siloé, que aplastó a dieciocho personas.
Jesús ni aprueba ni condena la conducta de Pilato, ni quiere admitir que el accidente fuera un castigo de Dios por los pecados de aquellas personas. Lo que sí saca como consecuencia que, dado lo caducos y frágiles que somos, todos tenemos que convertirnos, para que así la muerte, sea cuando sea, nos encuentre preparados.
También apunta a esta actitud de vigilancia la parábola de la higuera que al amo le parecía que ocupaba terreno en balde. Menos mal que el viñador intercedió por ella y consiguió una prórroga de tiempo para salvarla. La parábola se parece mucho a la queja poética por la viña desagradecida, en Isaías 5 y en Jeremías 8.
b) ¡Cuántas veces, como consecuencia de enfermedades imprevistas o de accidentes o de cataclismos naturales, experimentamos dolorosamente la pérdida de personas cercanas a nosotros! La lectura cristiana que debemos hacer de estos hechos no es ni fatalista, ni de rebelión contra Dios. La muerte es un misterio, y no es Dios quien la manda como castigo de los pecados ni "la permite" a pesar de su bondad. En su plan no entraba la muerte, pero lo que sí entra es que incluso de la muerte saca vida, y del mal, bien. Desde la muerte de Cristo, también trágica e injusta, toda muerte tiene un sentido misterioso pero salvador.
Jesús nos enseña a sacar de cada hecho de estos una lección de conversión, de llamada a la vigilancia (en términos deportivos, podríamos hablar de una "tarjeta amarilla" que nos enseña el árbitro, por esta vez en la persona de otros). Somos frágiles, nuestra vida pende de un hilo: tengamos siempre las cosas en regla, bien orientada nuestra vida, para que no nos sorprenda la muerte, que vendrá como un ladrón, con la casa en desorden.
Lo mismo nos dice la parábola de la higuera estéril. ¿Podemos decir que damos a Dios los frutos que esperaba de nosotros? ¿que si nos llamara ahora mismo a su presencia tendríamos las manos llenas de buenas obras o, por el contrario, vacías?
Una última reflexión: ¿tenemos buen corazón, como el de aquel viñador que "intercede" ante el amo para que no corte el árbol? ¿nos interesamos por la salvación de los demás, con nuestra oración y con nuestro trabajo evangelizador? ¿Somos como Jesús, que no vino a condenar, sino a salvar? Con nosotros mismos, tenemos que ser exigentes: debemos dar fruto. Con los demás, debemos ser tolerantes y echarles una mano, ayudándoles en la orientación de su vida.
"Realizando la verdad en el amor, hagamos crecer todas las cosas hacia él, que es la cabeza" (1a lectura II)
"Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera" (evangelio).
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Efesios 4,7-16
Pablo acaba de hablar hace un momento de la belleza y la importancia que tiene sentirnos partícipes de un solo cuerpo, la Iglesia, y ha exaltado la dimensión de la unidad. Ahora, en cambio, despliega su argumentación en favor de la variedad y riqueza de los dones que, distribuidos por Cristo en su ascensión al cielo, quedan personalizados.
El apóstol ejemplifica diciendo que Jesús, después de haber subido por encima de todo para «llenar» -de vida y gracia sobreabundante, como es obvio- todas las cosas, ha llamado a algunos para entregarles el don de constituirles apóstoles, ha llamado a otros para constituirles profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y doctores. Cada uno tiene un don relacionado con su tarea específica, pero todos y todo está ordenado, a continuación, al crecimiento armónico del «cuerpo de Cristo» (v. 12), que es la Iglesia. Los individuos están dotados de su carisma para beneficio de toda la comunidad cristiana. En la medida en que cada uno los administre como es debido, obrando «con autenticidad el amor» (v. 15), todos y cada uno realizarán en «plenitud la talla de Cristo» (v. 13), que procede del tender constantemente a él, «que es la cabeza» (v. 15b).
Pablo subraya la belleza de la consecución de la plenitud de esta talla que procede de vivir de manera solidaria, en beneficio del crecimiento de todo el cuerpo presidido por la caridad. Lo contrario, que el apóstol denuncia y contra lo que pone en guardia, es el desordenado e infantil dejarse llevar por todas las olas y todos los vientos de pensamiento que estén de moda, arrastrados por hombres que obran el engaño con tal astucia que, casi sin que medie pensamiento alguno, lleva al error (v. 14).
También se puede ahondar en este tema de la tensión entre la diversidad y la unidad leyendo 1 Cor 12,4-21, donde Pablo habla de carismas más extraordinarios.
Evangelio: Lucas 13,1-9
Jesús está muy atento a la vida, a la historia. En efecto, la ocasión de la enseñanza que ofrece aquí se la brinda una doble noticia de sucesos (vv. 2.4). Pilato ha hecho matar a unos galileos mientras ofrecían sacrificios en el templo. Es probable que la causa que desencadenó esa orden fuera la oposición de los galileos a su disposición de usar los fondos del tesoro del templo para construir un acueducto.
De esta noticia y de la otra, referente a la muerte de dieciocho personas por el desplome de la torre de Siloé, extrae Jesús dos consideraciones importantes: en primer lugar, el hecho de que urge siempre, de todos modos, convertirse (vv. 3.5). De lo contrario, el punto de llegada es la perdición. No hay escapatoria. La segunda consideración es que Dios no es un «castigador» que esté esperando un fallo nuestro para castigarnos. Sería, pues, necio por nuestra parte «interpretar» los hechos calamitosos de la existencia -la nuestra y la de los otros- en clave de castigo divino. El tiempo de la vida es el que es. No sabemos cuándo acabará el nuestro. En consecuencia, siempre es tiempo de «dar fruto» de buenas obras, precisamente mientras tengamos tiempo.
La otra pequeña parábola, la del hombre que busca frutos en la higuera que ha plantado en su viña, completa la enseñanza sobre la conversión, manifestando otro aspecto importantísimo: la paciencia de Dios, su inmensa misericordia y su voluntad de salvación. Ciertamente, la higuera alude a Israel, que se muestra infructuoso en su constante alejamiento de Dios (cf. Is 5,1-7; Jr 8,13). Pero la prolongación del plazo para cortarla y los amorosos cuidados («déjala todavía este año; yo la cavaré y le echaré abono»: v. 8) expresan la mediación salvífica llevada a cabo por Jesús y por su intercesión ante el Padre: no sólo por Israel, sino por todos nosotros.
MEDITATIO
Para que «dé fruto», es menester que el árbol haya llegado a su plena madurez. Esta es la conexión entre el evangelio de hoy y la primera lectura, en la que Pablo presenta la enseñanza de la continua conversión al hilo de la adquisición de la plena madurez (a la talla de Cristo) abriéndose al misterio de Cristo. En un mundo que se ha vuelto opaco por tanto egoísmo y está encerrado en el cálculo más mezquino y en el individualismo, es importante que yo descubra los «dones» que Dios me ha dado.
Me sentiré amado y enriquecido por lo que es específico de mi persona, me sentiré amado y llamado. Lejos de seguir los caminos de la lógica mundana, que está a favor de la isla feliz del «hago lo que quiero y me place», actualizaré la invitación que me lanzan a que aproveche mis días y la misericordia de Dios para convertirme. ¿Convertirme a qué? Al misterio de Cristo como cuerpo místico del que yo soy miembro. Convertirme a vivir «con autenticidad el amor» (v. 15), pero en solidaridad con los otros miembros del cuerpo de Jesús, colaborando al bien de todos con la energía que me da el Espíritu Santo, potenciando mis dones naturales.
Hoy intentaré hacer balance. ¿Me demoro tal vez aún como un niño «traqueteado» por cualquier lógica mundana o me dejo «llenar» de gracia, identificando bien cuál es mi llamada personal, que, sin embargo, percibo cada vez mejor como un don destinado al desarrollo armónico de la totalidad del cuerpo: la Iglesia?
ORATIO
Señor Jesús, me considero un árbol granuja: tardo siempre mucho en dar frutos de conversión. Me asombra la belleza de tu misterio y me siento repleto de gratitud cuando pienso en mi vocación personal y en tus dones. Tú, no obstante, ayúdame a reconocerlos como tales y a vivirlos en el interior de una dinámica de verdadera conversión.
Hazme, pues, respirar y obrar con autenticidad el amor. Siempre, en todas partes y con todos. Y hazme crecer en todo dirigido a ti, aprovechando la energía de tu Espíritu, para que pueda «romper» con las lógicas de este mundo y abrirme de par en par al espíritu de plena colaboración, solidario con cada hermano que busque el bien, a fin de que crezca tu Reino: levadura, sal y luz del mundo.
CONTEMPLATIO
Señor,
te lo suplico, llámame a tu juicio.
Que tu juicio me libere,
que tu luz separe la luz de la noche,
que tu espada separe la vida de la muerte,
que tu Palabra me diga lo que eres
y lo que no eres,
que tu mirada aleje de mí lo que no eres tú.
Que tu fuego destruya, funda y queme
el mal entretejido en mí, que me martiriza;
el mal reprimido en mí en la raíz y en las fibras de tu vida crucificada.
Que tu amor llame, suscite
mi rostro en el que puedo reconocer tu vida.
Señor,
te lo suplico, libérame
(M. Emmanuelle, Sentieri dell"invisibile, Milán 1997, p. 95).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Hazme vivir, Señor, la autenticidad en la caridad».
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
El Evangelio se difunde por contagio: uno que ha sido llamado llama a otro. Si he conocido a Jesús y su inmenso amor por mí, el cuidado que tiene de mi vida, intentaré vivir el «sermón de la montaña», el espíritu de las bienaventuranzas, el perdón, la gratuidad; y la gente que vive a mi alrededor, antes o después, me preguntará: ¿cómo es que vives así? Un estilo de vida que no excluye a nadie, que no rechaza a nadie, que es camino de seguimiento de Jesús, es el primer modo de contagiar a los otros.
Por eso depende de mí, de cada uno de vosotros, que la Iglesia sea cada vez más expresión de la incansable carrera que el Evangelio desarrolla en la historia. Depende de nuestro vivir el Evangelio como don interior que hace la vida bella y luminosa, que hace gustar la paz y la calma en el espíritu. Y es que, desde lo íntimo del corazón, el Evangelio se difunde a la totalidad de nuestra propia vida personal cual fuente de sentido y de valores para la vida cotidiana, y con ello las acciones de cada día se enriquecen de significado, los gestos que realizamos adquieren verdad y plenitud.
Las páginas de la Escritura iluminan los acontecimientos de la jornada, la oración nos conforta y nos sostiene en el camino, los sacramentos nos hacen experimentar el gusto de estar en Jesús y en la Iglesia. Se abre aquí el espacio de una caridad que me impulsa a amar como Jesús me ha amado, y el espacio de la vida de la comunidad cristiana se convierte en lugar de significados y de valores que despejan el camino y de gestos que llenan la vida. Nace la posibilidad de entretejer relaciones auténticas, de crecer en la verdadera comunión y en la amistad (C. M. Martini, II Padre di tutti, Bolonia-Milán 1999, p. 466).